―Más bien que no he tenido tiempo de comprobar, pero dudo que se hayan llevado dinero. Disponía de poco efectivo en metálico, aquí en casa.

       ―Claro, como todo el mundo. Vivimos en la era del dinero de plástico, de las tarjetas. Más adelante comprobará usted si le falta algo de valor para incluirlo en su declaración. Quedamos en que entraba en su estudio, es decir, entra por esta puerta de aquí.

       ―Efectivamente. Entonces veo que falta el estilete que siempre está sobre la mesa de trabajo. Como me encontraba atribulado, me dejé caer sobre el sillón unos minutos.

       ―Si no me equivoco, hasta ahora, usted aún no sabía por dónde había entrado el asesino.

       Ricardo pareció dudar.

       ―Sí... Por eso, a continuación voy a la sala de estar, después a la cocina y también miro el baño trasero, que es por donde entró. ¿Le llevo, inspector?

       ―Sí, claro. Créame que le admiro, señor Ramos, pues si no he entendido mal, el asesino podía estar aún dentro de la casa, tal vez no hubiera tenido tiempo de huir, o le esperara a usted... ¿No sintió miedo?

       ―No pensé ninguna de esas posibilidades, pero lleva razón, inspector. No he obrado prudentemente. El hecho de estar un poco cargado de alcohol, ya me entiende... Es aquí ―dijo señalando una puerta cerrada.

       Lino Ortega pulsó el interruptor de la luz y abrió la puerta. Era un pequeño aseo con plato de ducha, en lugar de bañera. En una de las paredes, una ventana cuadrada de un metro de lado, aproximadamente, se encontraba abierta, con parte del cristal destrozado y caído sobre el suelo. El inspector permaneció en el umbral observando todo con detenimiento y haciendo anotaciones en su libreta. Después, tomó su linterna y agachándose examinó los cristales esparcidos bajo la ventana.

       ―Es curioso...

       ―¿Decía usted, inspector...?

       ―Hablaba para mí, disculpe. ¿Ha tocado usted algo de aquí? ¿Cerrando o abriendo la ventana, lavándose las manos...? ―Ricardo movió la cabeza en sentido negativo. El inspector regresó al umbral de la puerta y siguió estudiando la estancia―. La rotura de este cristal produce bastante ruido... Quiere decir que el asesino conocía que usted había salido y estuvo esperando el momento para acceder a la vivienda, ¿no cree?

       ―No sabría decirle, inspector ―se encogió de hombros.

       Volvieron al recibidor de la entrada.

       ―¿Ha observado si alguien le ha estado siguiendo últimamente?

       Ricardo simuló hacer memoria. Tenía claro que no debía hablar del Ruso ni de su mensajero. Después de todo, ¿no podría ser este, por indicación de su jefe, el autor del crimen? Le aterraba pensar en esa posibilidad, por lo impredecible y peligroso de los  elementos que habrían intervenido, ni de la finalidad que el dueño de La Blanca Doble perseguiría. Lo más probable sería un chantaje permanente hasta que les diera el último euro de la fortuna de su padre. Aparte que, también, podría entrar el factor venganza contra su padre. ¿No sonrió de manera enigmática cuando habló de don Manuel y la forma en que tuvo que dejar el trabajo en Guinea? ¿Qué asuntos oscuros ignoraba de los negocios de su padre? ¡Todo...! El sicario de Snoikoff podía haber observado desde la valla de entrada que él dejaba la llave bajo el felpudo y aprovechar que salía para entrar en la casa. El hecho de utilizar la máscara y el estilete abrecartas, hablaban por sí solos de la mente retorcida del autor del crimen.

       ―No, inspector ―aseguró―. No he observado que nadie me siga. Yo pensaba que eso solo se daba en las películas...

       El policía ignoró el comentario.

       ―¿Sospecha de alguien? ¿Han recibido alguna amenaza, alguien que quisiera vengarse de su padre, o de usted...? ―sonó el teléfono del inspector, que respondió a la llamada.

       ¿Sospechar?, pensó. ¡Claro...! ¿Pero cómo voy a decirle a este capullo de policía, desastrado y con pinta de beodo, que el asesino es el mismo que se liquidó semanas atrás a un mendigo y que ahora ha montado todo un decorado teatral con la máscara bantú y el abrecartas, un golpe de efecto, un auténtico escenario del crimen ―¿no es así, como lo denomina la policía?―, un crimen acordado conmigo... ―suspiró―. Porque, de otra forma, si tuviera que creer la versión del chico, si realmente se rajó y se fue a Madrid, ¿quién podría haberlo hecho, aparte de Snoikoff? ¿Juan, mi hermano...? Desde hace tres horas no hago más que darle vueltas a la cabeza, sin encontrar respuesta. ¿Qué hacía escondido en el coche, a aquella hora, en la calle próxima a la casa...?

       La voz del policía le sacó de sus pensamientos:

       ―Señor Ramos, han llegado los técnicos para tomar huellas, fotografiar... Más tarde vendrá el juez. Hasta que se le avise, no podrá usted entrar de nuevo en la casa. Le decía anteriormente, si tenía alguna sospecha, alguien que les haya amenazado, que desee hacerles daño...

       ―No, nadie ―aseguró―. Que yo sepa, mi padre no ha tenido enemigos, ni yo tampoco.

       ―¿Tiene más familiares?

       ―Sí, un hermano casado. Vive en Córdoba, con su mujer y su hija. Todavía no he tenido ocasión de llamarle ―y volvió a preguntarse qué hacía su hermano, porque estaba seguro que era él, a la hora del crimen frente a la casa, escondido en su coche. 

 

 

 

 

 

       10.

       Desde el porche observó cómo se llevaban el cuerpo de su padre cubierto por un plástico o saco azul al depósito de cadáveres para proceder a la autopsia.

       Antes, un agente le acompañó por las habitaciones de la casa para que comprobara si habían robado dinero u objetos de valor.  Él sabía, sin necesidad de mirar, que no faltaba nada, salvo el guante. Y de este no podía hablar. Pero, obediente y seguido del policía, repasó los armarios y cajones que horas antes él mismo se había dedicado a desordenar.

       Dejó de llover y ni siquiera hacía frío. Cuando subió al coche para dirigirse a la comisaría se acercó hasta la calle próxima donde unas horas antes vio el BMW rojo. Como supuso, no estaba. Ni en el sitio, ni en los alrededores. Mientras aparcaba, maldijo su torpeza. Después, realizó una llamada desde el teléfono móvil. Pese a lo temprano de la hora, casi las seis y media de la mañana, parecía que el destinatario estuviera aguardando, pues a los dos pitidos, respondió:

       ―Dime.

       ―¿Dónde estás?

       Un silencio.

       ―En Montilla. ¿Qué ocurre? ¿Cómo está papá?

       ¿A qué juega?, pensó Ricardo. ¿Cree que no sé que estuvo en la casa hace pocas horas? ¿Cree que no le vi?

       ―Dime, ¿por qué me llamas? ―preguntó con voz nerviosa.

       ―¿En Montilla...? ¿Vienes para acá? ―quiso saber, a su vez.

       ―No, bueno, sí... ―nuevo silencio―. ¿Por qué me llamas? ¿Cómo está papá?

       Ricardo Ramos resopló, malhumorado.

       ―¡Juan, tenemos que hablar! ¿De verdad, no sabes qué ha sucedido?

       ―¿Cómo voy a saberlo? ¿Qué ocurre?

       ―Papá ha muerto...

       ―¡Oh...!

       ―Asesinado.

       ―¡Oh, Dios...! ¿Qué dices...?¡Dios...! ¡Dios...! ¿Asesinado?

       La sorpresa y conmoción parecían auténticas. Ricardo esperó a que su hermano terminara el rosario de lamentaciones. Le explicó brevemente cómo encontró al anciano y la posterior intervención de la policía.

       ―Ahora voy para comisaría. El inspector que lleva el caso también quiere hablar contigo.

       ―¿Conmigo? ¿Por qué? ―se alarmó.

       ―Tal vez, le apetezca saber qué hacías frente a la casa a la hora en que se supone debieron matar a papá... Yo, también tengo curiosidad.

       ―¡Oh, no, no...! ―se encontraba fuera de sí, sorprendido, implorante, casi a punto de llorar, como cuando de niño peleaba por un juguete sin conseguirlo―. ¡Ricardo, no habrás dicho nada de esto a la policía...!

       Ricardo guardó silencio.

       ―¡Ricardo...! ¿Me oyes? ¡No habrás dicho nada de esto a la policía! ―repitió angustiado.

       ―Aún, no. Pero, ¿por qué tendría que ocultarlo?

       Oyó la respiración agitada de su hermano.

       ―No puedo decírtelo. Ahora, no, Ricardo. Por teléfono, no. Te lo explicaré todo, pero de momento no digas nada a la policía, por favor.

       Se despidieron con la promesa de silencio, y Ricardo con la cabeza llena de interrogantes.

       Arrancó el coche y enfiló para dirigirse hacia la avenida de la Constitución, la arteria que recorre Arroyo de la Miel a todo lo largo de la población, paralela a la costa. En los aledaños de la estación de Renfe los bares solían abrir temprano. Deseaba tomar un café antes de volver a representar su papel con el inspector.

       ¿Cómo se llamaba el inspector, desaliñado y con pinta de beodo? Bueno, qué más da. Aún tengo que hacer dos llamadas más: una, a Mariam, para advertirle del suceso, que no se presente en la casa... Lo pasará mal ―suspiró al pensar en la joven―. Es una buena chica que apreciaba al viejo.

       En cuanto a la otra llamada pendiente, le tenía desquiciado.

       Miró su reloj: las siete menos veinte minutos. Casi podría hacerlo ya, aunque mejor dar un poco más de tiempo.

       La breve conversación con Juan y sus inexplicables muestras de nerviosismo, parecían confirmarle en sus sospechas.

       Sí, sin lugar a dudas, se respondió mentalmente. Él tiene agallas, no como yo que soy un cobarde. Está muy agobiado, abrumado por lo que se le viene encima. Es más, ¿no me dijo que vendría hoy para darle una salida a la situación en que nos encontramos? ¿Se estaba refiriendo a esta solución? Juraría que me habló de Elena. ¿Y si hubiera sido ella? Tiene conocimientos médicos para hacerlo sin despertar sospechas. Entonces, ¿por qué hacer esa parafernalia con la máscara y el estilete?

       Encontró un bar abierto, pero antes de entrar, llamó a Mariam. No supo si estaría levantada o aún seguiría en la cama. Se excitó al Imaginar su cuerpo grácil y menudo entre las sábanas. Hace tiempo, debería haber intentado seducirla. Aún tenía posibilidades. Iba a seguir necesitando a una mujer que le hiciera la limpieza. Además, a partir de ahora, no debería tener problemas económicos para pagarla. Mariam se alarmó por lo temprano de la llamada. Cuando le explicó que el anciano había muerto, se echó a llorar; cuando, entre los sollozos, pudo decirle que había sido asesinado, dio un grito y la comunicación se cortó.

       El café acabó por despejarle por completo. Hacia Torremolinos apuntaban las primeras luces del día, algo nublado, pero con buena temperatura. En una esquina encontró una cabina de teléfono y entró en ella. Buscó en la agenda de su móvil un nombre y en los pulsadores metálicos de la cabina marcó el número buscado. Ya pensaba que no responderían a la llamada, cuando una voz somnolienta preguntó:

       ―¿Diga?

       ―Soy yo, Ricardo.

       El cambio en el tono de voz del interlocutor fue inmediato. Pareció volver al mundo de la realidad.

       ―¿Qué ocurre? ¿Por qué me llama?

       ―¿Estás solo?

       ―Sí.

       ―¿Dónde estás?

       ―En Madrid, naturalmente. Ya le dije que venía para acá.

       ―¿Seguro que nadie puede oírte?

       ―Estoy solo. Lo siento, señor Ramos, pero no tuve valor de hacerlo.

       ―¡Espera, no sigas! ―le interrumpió― Quiero saber si hay alguien ahí contigo, alguien que pueda oírte.

       ―Ya le he dicho que estoy solo. Me encuentro en un piso de estudiantes compartido con otros dos compañeros que siguen de vacaciones. Aún no han llegado. Puedo hablarle con libertad. ¿Por qué me llama? ¿Va a devolverme mi guante?

       ―Aunque quisiera, no podría ―oyó protestar al chico―. Dani, ¿a qué hora saliste para Madrid?

       ―Ya se lo dije. Cuando le llamé por teléfono, tal vez cinco o diez minutos después. ¿Quiere decirme de una vez qué ocurre?

       ―Sí, claro. Han matado a mi padre y se han llevado el guante.

       Oyó una maldición al otro lado.

       ―¿Has comentado con alguien..., vamos, con tus colegas, lo nuestro?

       Un largo silencio. Tuvo que repetirle la pregunta.

       ―¡Claro que no! ¿Me toma por tonto? ¿Quién tiene ahora mi guante? ¿No me estará engañando para tener una excusa y no devolvérmelo? ¿No habrá sido usted el que se ha liquidado a su viejo? ¡No creo nada de lo que me ha dicho!

       ―¡Pues, mejor! ―respondió irritado―. ¡Y te interesa tener la boca cerrada, estúpido!

       Y cortó la comunicación.

 

      

 

 

 

       11.

       ―¿Le parece que repasemos las notas que he ido tomando, señor Ramos?

       Ricardo Ramos miró de forma complaciente al inspector y su bloc de notas abierto ante él. Muchas de las hojas estaban arrugadas por las esquinas, lo que daba a la libreta un aspecto tan ajado como el de su dueño. Se encontraban sentados ante una mesa de una sala de la comisaría, ellos dos y una secretaria, dispuesta a tomar nota en el teclado de un ordenador portátil. La habitación, similar a las que tantas veces había visto representadas en el cine, sin adornos en las paredes, salvo un espejo apaisado, tras el cual adivinó que, al otro lado del mismo, podría haber alguien más observándole. Era lo que solía verse en las películas.

       Hasta ahora, se tranquilizó a sí mismo, no soy sospechoso de nada. Esto es un mero trámite. Por otra parte, yo no he matado al viejo.

       ―¿Cómo se encuentra, señor Ramos? ―preguntó el policía mirándole con fijeza.

       ―Bueno, qué quiere que le diga... Ya puede imaginar...

       ―Crea que le admiro  ―Ramos guardó silencio a la espera de que continuara―. ¿Le apetece un café? No es que sea excelente el que hace la máquina expendedora de la comisaría, pero a esta hora de la mañana...

       ―No, gracias. Ya tomé en Arroyo, antes de venir hacia aquí.

       ―Pues, le decía que desde esta madrugada no hago más que pensar en su arrojo. No es frecuente encontrar gente que, después del descubrimiento de un crimen en su propia casa, permanezca en ella y se ponga a averiguar por dónde ha podido entrar el asesino.

      ―Como usted dijo ―respondió Ramos removiéndose en el asiento―, más bien, fue imprudencia. Mi supuesto valor se debió a lo cargado de alcohol que iba. En condiciones normales, sobrio, con seguridad, me habría salido fuera a pedir ayuda.

       ―¡Claro...! Es lo que se debe hacer en esas circunstancias.

       ―Espero no tener que repetir la experiencia, inspector.

       ―Me dijo ―indicó Ortega leyendo de la libreta―, que entre las once y media y las doce salió usted de casa, una vez que dio de comer y atendió a su padre. ¿No podría precisar un poco más la hora?

       ―No lo recuerdo. Tal vez, podrían ser las doce menos cuarto.

       ―Así que sale usted de casa, pongamos, sobre las once cuarenta y cinco, coge el coche y se dirige a Arroyo...

       ―No, inspector ―le interrumpió―. Decido ir andando. Me apetecía estirar las piernas después de haber estado sin salir bastantes días. Ya le dije que mi padre estuvo ingresado en el hospital.

       ―¿Lo ve? ¡Vuelve a sorprenderme! Una noche de perros, su padre enfermo, por zonas con escasa iluminación, con la de sinvergüenza que hay suelto..., decide caminar y regresar, ya de madrugada, también andando. Es lo que le digo, es usted un hombre valiente.

       Ricardo empezaba a encontrarse incómodo.

       Ortega continuó:

       ―Claro, que si dice usted que llevaba intención de tomarse unos whiskys, hizo bien en no coger el coche.

       ―Así es, inspector.

       ―¿Se dirigió directamente al pub Carioca? ―el otro afirmó con un gesto―. Bien. Desde la urbanización donde usted vive hasta el pueblo debe haber una media hora caminando.

       ―Algo menos, una vez que salgo de la urbanización cojo un atajo.

       ―¿Veinte minutos? ―el hombre asintió―. Esto nos sitúa, aproximadamente, a las doce en el Carioca.  Tengo anotado aquí que no es la primera vez que usted salía dejando a su padre solo.

       ―Así es. Una vez que mi padre había comido...

       ―Sí, ya me explicó ―le interrumpió―. Su padre no necesitaba nada. ¿Tenía usted a alguien que le ayudara en esas labores? Creo que me habló de una asistenta. Necesitaría sus datos.

       Ricardo dio la dirección y teléfono de Mariam.

       ―¿Qué horario de trabajo tiene la criada? ¿A qué hora solía dejar la casa?

       ―Bueno... ―titubeó.

       Explicó que desde la recaída del anciano, la criada y su hija dormían en la casa. Añadió:

       ―Salvo los sábados, que se va a mediodía y regresa el domingo por la mañana.

       ―Pues, tal vez sea una suerte ―hablaba como para sí, a la vez que anotaba en su libreta―,  que el crimen se haya producido cuando no había nadie en casa. A menos que... ¿Es de confianza esa mujer, señor Ramos? Creo que me dijo anoche que era marroquí.

       ―Sí, así es. De absoluta confianza.

       ―Entonces, supongo que poseerá un juego de llaves de la vivienda.

       ―Bueno, no lo he creído conveniente. Mariam no tiene llaves de la casa.

       El inspector dejó el bolígrafo sobre la mesa.

       ―Creí entender que era de su absoluta confianza.

       ―Así es, pero aún no lo he hecho. Tenga en cuenta que llevamos en esta situación, quiero decir, que Mariam y su hija duermen en casa, solo desde esta semana. Tenía dudas si entregarle o no un juego de llaves. Ya me entiende... Una cosa es tener confianza en alguien y otra darle las llaves de tu casa a la criada.

       ―Lleva usted toda la razón. O sea, que hoy domingo, cuando regrese la sirvienta,  no podrá entrar.

       Ramos asintió:

       ―La he advertido por teléfono del... percance, de la muerte de mi padre.

       ―Y de domingo a viernes, la sirvienta duerme en casa.

       ―Así es. Con su hija.

       ―¿Qué edad tiene la hija?

       ―No lo sé. Seis u ocho años.

       ―Ya. Dígame, señor Ramos, ¿no hubiera sido más lógico que saliera a tomarse los whiskys y estirar las piernas cualesquiera de los días de la semana que se encontraba la criada en casa, en lugar de hacerlo justo la noche que ella no se queda? Estaría usted mucho más tranquilo.

       La pregunta cogió desprevenido a Ramos. Carraspeó, incómodo.

       ―Verá, inspector, comprenderá que cuando salí anoche no podía saber que iba a ocurrir este terrible suceso ―respondió molesto―. De haberlo previsto...

       ―Claro, lleva razón, usted no podía saberlo ―el inspector escribió en su libreta―. Me dijo que tenía un hermano, casado, con una hija y que vivían en Córdoba. ¿Les ha informado ya de la muerte de su padre?

       ―Sí, le llamé antes de venir para comisaría.

       ―¿Se encuentra en Córdoba?

       Ramos dudó sobre qué responder.

       ―Sí, claro.

       ―Bueno, podría encontrarse de vacaciones lejos de Córdoba. Es una suerte que se encuentre cerca de aquí. Supongo que se habrá puesto en camino.

       ―Espero que sí. Si hubiera algún retraso sería por causa de mi cuñada, que es enfermera y tendrá que pedir autorización para dejar el hospital.

       ―Como le dije antes, ¿usted será tan amable de transmitirle mi interés en hablar con él, tan pronto llegue? No es nada de particular, como comprenderá, solo para completar el expediente. ¿Hace mucho que no ve a su hermano?

       Hace cinco horas, pensó.

       Sin embargo, lo que dijo fue:

       ―Creo que fue hace cinco días.

       ―Eso nos sitúa en el día treinta de diciembre, el día antes de la nochevieja

       Ortega se removió en el asiento al evocar la fecha. Dura noche aquella, recordó. La pasó escuchando una y otra vez el mismo CD de Jimi Hendrix, con una de sus canciones preferidas, Hard Night, tumbado en el sofá y bebiendo hasta perder el sentido.

       ―Así que el día treinta ―prosiguió―, vino su hermano desde Córdoba. ¿Le vio en casa o en el hospital?

       ―En casa. Acababan de darle el alta a mi padre.

       ―¿Tiene su hermano llave de casa?

       ―Sí, claro.

       El inspector dio vueltas al bolígrafo en la mano.

       ―Señor Ramos, tengo que hacerle unas preguntas, que ruego no me tome a mal ―Ricardo movió la mano de forma complaciente, animándole a que prosiguiera―.  A nivel económico, ¿cómo están ustedes? Se lo digo porque viven en una urbanización de clase alta, la casa está construida en una gran parcela... ¿Vive de sus ingresos como artista? Le anticipo que podría obtener esos datos sin problema a través de Hacienda, pero no lo creo necesario, siempre que usted considere a bien informarme.

       Ricardo Ramos se removió incómodo en su asiento.

       ―Verá, el arte no es algo que deje muchos beneficios, salvo que ya estés consolidado en las alturas, en la élite. Para los restantes mortales, da para ir tirando. Además, el trabajo de ilustración precisa de bastante tiempo. En mi caso, un tiempo que he tenido que dedicarle al cuidado de mi padre. Así que, de acuerdo con el administrador...

       ―¿El administrador...?  ―se sorprendió Ortega.

       ―Hay un hombre, don Antonio Bermúdez, que es el administrador. Desde hace muchos años ha venido ejerciendo esta función. Él es quién ha manejado y gestionado los bienes de mi padre, en especial durante el tiempo de su enfermedad.

       ―Interesante ―dijo tomando nota.

       ―Le decía que, de acuerdo con él, yo recibo una cantidad mensual en concepto de compensación personal.

       ―Muy razonable, si señor. Por cierto, que tendrá que darme usted los datos del administrador. Es probable que tengamos que ponernos en contacto con él.

       Ramos le escribió en una hoja los datos  de Bermúdez.

       ―Siguiendo con el tema económico, supongo que a la muerte de su padre, usted y su hermano serán los legítimos herederos de sus bienes.

       Ramos afirmó con un gesto.

       ―Espero, inspector, que no esté pensando...

       Ortega arrugó el entrecejo, simulando no comprender qué le decía.

       ―No le he entendido. ¿Qué debería estar pensando, señor Ramos?

       Ricardo se notó enrojecer.

       ―Olvídelo, inspector. Las circunstancias de la muerte de mi padre me han puesto nervioso. No he querido ser desconsiderado.

       ―Ya...

       ―Respondiendo a su pregunta, efectivamente, mi hermano y yo somos los únicos herederos. Por otra parte, ignoro a cuánto asciende el patrimonio de mi padre. Siempre fue un hombre muy reservado para los negocios, sin informarnos del estado de las cuentas; y más desde que enfermó. Como la contabilidad la ha llevado el señor Bermúdez, que es de total confianza, comprenderá nuestra ignorancia sobre el tema.

       ―Vaya, qué curioso... Sin embargo, las personas mayores suelen ser así ― sonrió―.  Debió pasar un auténtico sobresalto cuando hace unas horas le vio muerto y con esa horrible máscara... Insisto que es usted un hombre valiente quedándose en la casa y revisando las habitaciones sin saber si el asesino seguiría en el interior... Por otra parte, no hago más que darle vueltas a esta cuestión: me pregunto por qué el asesino se molestó en ponerle la máscara de la tribu...

       ―Bantú.

       ―Eso es, la máscara bantú. ¿Hay alguna relación especial de esa máscara con su padre para que el asesino se la haya colocado?

       ―Que yo sepa, no, inspector.

       ―¿De cuántas máscaras dispone la colección de su padre?

       ―Puede haber unas cuarenta, tal vez, más. A mi padre le fascinaban y las traía, tras cada viaje de África. A veces, nos contaba historias que tenían que ver con ellas y que a mi, de niño, me producían una extraña mezcla de curiosidad y terror. Como las películas de miedo, que tanto nos gustan. Mi madre aceptaba las máscaras de mala gana, con cierta repugnancia por cuestión de escrúpulo o higiene, ya me entiende. Ella decía que no sabía quién las había tenido puestas.

       ―¿Recuerda si le contó algo referente a esta, en particular?

       ―Es posible, pero no lo recuerdo.

       ―Debería hacer memoria  ―insistió―. Pienso que el crimen tiene que ver con la actividad que desarrolló su padre en África, ¿no cree?

       Ricardo, absorto, no respondió al inspector.

       La hipótesis que se está planteando el policía, pensó, no es del todo descabellada. Y le llevará hacia Snoikoff, lo cual me intranquiliza sobremanera.

       ―Lo que recuerdo de los bantús ―prosiguió Ramos―, es que son una etnia que se encuentra en un amplio territorio del África central y zona de Guinea Ecuatorial. Ya le he explicado que mi padre tenía un negocio de exportación de maderas tropicales en la antigua Guinea Española. Por lo que nos contaba, muchos de estos pueblos africanos basaban su cultura en la religión y en el culto a los muertos. Los brujos se colocaban las máscaras para poner fin a enfermedades físicas o psíquicas y hacer sortilegios y ensalmos y controlar la vida de los demás miembros de la tribu, incluso, cuando morían.

       ―¡Fascinante! Se diría que el brazo del brujo bantú ha sido lo suficientemente largo como para llegar hasta aquí, hasta el lecho de su padre, como si de una maldición se tratara... ―torció el gesto, de forma un poco teatral―. Pero, me temo, que va a ser difícil que podamos entrevistarnos con él, con el viejo brujo, ¿no cree?

       Ricardo se encogió de hombros.

       ―Tal vez, su hermano recuerde alguna anécdota que tenga que ver con esa máscara.

       ―Lo dudo. Juan nunca se interesó por ese tipo de historias. De todas formas, tendrá usted la oportunidad de preguntarle.

       Es a mí, pensó, a quien le hubiera encantado oírlas de sus labios. A Juan, ni le interesaban, ni le atemorizaba papá.

       ―Lo haré ―hizo una anotación en su libreta―. Vuelvo a hacerle la misma pregunta que le hice esta madrugada: ¿sospecha usted de alguien, señor Ramos? ¿Algún viejo enemigo, un antiguo socio...? Si el asesinato de su padre tiene que ver con su negocio en África, cualquier información sobre ese aspecto nos va a ayudar en la investigación.  

       ―Ya se lo dije antes, inspector. No sé de nadie que quisiera hacerle daño. Que yo sepa, no tenemos enemigos. ¿Quién puede querer hacerle daño a un pobre anciano? ―suspiró con resignación―. Además, ya le indiqué que mi padre era muy reservado en sus actividades, tanto las comerciales, como a nivel personal. No nos informaba prácticamente de nada.

       ―Incluso, en el aspecto económico.

       ―Incluso, en el aspecto económico, ya ve, alguien ajeno a la familia, un administrador, es quien lleva la contabilidad.

       ―Sí, estoy de acuerdo con usted ―se retrepó sobre el sillón―. ¿Tuvo algún socio, algún colaborador de la época de África?

       ―Sí, Gálvez. Antonio Gálvez. Fueron socios durante algunos años, no sabría decir cuántos.

       ―¡Ah! ―anotó el nombre en la libreta―. ¿Y ese Antonio Gálvez, vive aún? ¿Me podría facilitar más información sobre él?

       ―Si me permite ―respondió con una sonrisa―, no creo que haya tenido nada que ver con... su muerte. Es un pobre anciano de más edad que mi padre. No tendrá dificultad en encontrarlo. Vive en la casa situada en la parcela contigua a la nuestra.

       El inspector pareció sorprendido.

       ―¡Vaya...! Pues estará de acuerdo conmigo en que es llamativa la coincidencia: dos viejos socios con una empresa común en África, que viven en casas contiguas y uno de ellos muere asesinado con una máscara africana en la cabeza. ¿Qué relación hay actualmente entre las dos familias?

       ―No hay relación. Ni buena ni mala, simplemente no hay relación. Verá, inspector ―Ricardo parecía tener dificultad para expresarse―, tarde o temprano no tardará en enterarse... Raquel Gálvez, la hija del socio de mi padre, y yo, fuimos novios. De eso hace más de veinte años. En fin, como ocurre en muchas parejas, el noviazgo no llegó a buen fin, no creo que los detalles interesen, y eso supuso que la relación terminara en la pareja y con las dos familias. Antes, por desgracia, era bastante habitual este tipo de comportamientos familiares. Ahora, se ve como... más normal: una pareja rompe, pero sus familias pueden seguir relacionándose.

       ―Claro, estoy de acuerdo con usted. En esto, la sociedad ha cambiado a mejor. ¡Recuerde lo que hemos leído de las viejas rencillas entre clanes que dieron lugar, incluso, a guerras! Las afrentas familiares difícilmente se perdonaban, sí señor ―hizo una pausa―.  ¿Qué fue de la señorita Gálvez?

       Ricardo Ramos sonrió con un deje de melancolía.

       ―Vive felizmente casada y con un hijo ―respondió con cierta ironía―. Ya ve, inspector, no creo que lo pasado sea suficiente motivo para asesinar a mi padre.

       ―Lleva usted razón, aunque nunca se sabe... Le agradezco toda la información que me ha dado, señor Ramos ―se levantó del sillón dando por concluida la entrevista―. Por ahora, no tengo más que preguntarle. ¿Recordará decirle a su hermano tan pronto llegue de Córdoba que le espero en comisaría para hacerle también algunas preguntas?

       La funcionaria imprimió las copias con la declaración de Ricardo y se las dio a firmar.

 

 

 

 

 

       12.

       En la calle dio un resoplido, como quien se quita un grave peso de encima.

       Ricardo Ramos se alzó el cuello del abrigo y anduvo en dirección a donde dejó aparcado el coche, una calle aledaña a la avenida Palma de Mallorca.

       De no ser porque podían seguirle, se hubiera puesto a tararear alguna melodía.

       ¡No ha ido nada mal el interrogatorio!, pensó con júbilo. Aunque ese policía con aspecto de beodo te saca bastante información. ¡Vaya...!

       Entró en un bar. Tenía la boca seca, producto de la tensión nerviosa y de la resaca de whisky del sábado.

       Tendrá que borrarme de su lista de sospechosos, pensó. Sobre todo, cuando compruebe que mi coartada es cierta, que estuve toda la noche en el Carioca. Tal vez, deba llamar a la Cari y ponerla en antecedentes... ―a la vez que cogía el teléfono, de inmediato, desistió―. Es muy temprano, quizás más tarde. Además, es preferible que sea la policía la que se entreviste con ella antes de que lo haga yo. Así tendrá más verosimilitud mi coartada, la declaración de ella resultará más espontánea. Hice bien en pasar la noche en el Carioca, a la vista de todo el mundo.

       El olor del café ya servido le reconfortó.

       En cambio, Juan, continuó con sus pensamientos, él sí que está gravemente comprometido. Juan sí precisaba una cantidad importante de dinero. Espero que la policía no llegue a saber que se encontraba frente a la casa a la hora del crimen. Pero, si lo ha hecho, ¿por qué montar semejante teatro con la máscara africana y el abrecartas? ¿No hubiera sido todo más simple, sin llamar la atención, ahogarle con la almohada?  Si lo ha hecho Juan, ha sido un estúpido. A menos que... ¡Dios, no lo creo...!

       Bebió un sorbo de café. Empezaban a llegar algunos clientes.

       “El brazo del brujo bantú...”, recordó con una sonrisa la explicación del inspector. El Ruso debía conocer la afición de mi padre por las máscaras africanas. Si tengo que creer al estúpido de Daniel y, si además, descarto a Juan, solo quedan Snoikoff y su mensajero. El negro, por indicación de su jefe, pudo entrar después de que yo saliera. Observaría que dejaba la llave bajo el felpudo y después, entrar y asesinarle. ¡Lo tenía muy fácil! Si es así, más adelante vendrá el chantaje, de alguna forma que desconozco y me llena de intranquilidad.

       Terminó el café y pagó.

       Pero, sigo creyendo que el asesino es el chico. Es la explicación más lógica, la que encaja con todos los detalles. Con cinco minutos, tuvo tiempo de coger el guante y el abrecartas, apuñalarle y salir de nuevo. Y, para darle un toque misterioso, antes, coge una de las máscaras y se la coloca al difunto. ¡Cómo se ha debido reír, el muy cabrón! Después, se hace el tonto, me llama por teléfono y se va a Madrid... ¡Qué torpe he sido dejando el guante visible sobre la mesa, en lugar de tenerlo bien guardado...!

       Cuando, ya en la calle, se dirigía a coger el coche, el sonido del teléfono le sacó de sus pensamientos. Era Juan, informándole que venía de camino.

       Tendrá que explicarme algunas cosas...

 

 

      

 

 

       13.

       Cuando salió Ramos, Lino Ortega intentó, sin conseguirlo, plisar con el pulgar las hojas de la libreta que se levantaban rebeldes. Pidió a la funcionaria que le diera una copia de la declaración.

       Volvía a su despacho cuando encontró a Carmona.

       ―¿Qué, inspector? Creo que tuvo una guardia movidita. Para ser el primer día después de la vuelta de vacaciones...

       Ortega le invitó a pasar a su despacho y le alargó el testimonio firmado por Ramos. Mientras leía, el inspector aprovechó para marcar un número de teléfono.

       ―¿Don Antonio Bermúdez? ―preguntó.

       Al otro lado respondieron afirmativamente.

       ―Soy el inspector Lino Ortega, de la comisaría de policía de Torremolinos. ¿Le cojo en mal momento?

       La voz del hombre pareció sorprendida.

       ―Me disponía a salir al campo con la familia. Dígame, ¿a qué debo su llamada?

       ―Ha ocurrido un percance grave con uno de sus clientes, don Manuel Ramos.

       ―¿Don Manuel? ¿Qué ha ocurrido? ―inquirió con  preocupación.

       ―Ha muerto.

       ―¡Oh..., vaya por dios!

       ―Ha muerto asesinado.

       ―¡Dios mío! ¿Qué dice usted? ¡Dios mío! ¡Dios mío!

       Tras unos segundos de espeso silencio, el inspector volvió a decirle:

       ―Señor Bermúdez, me gustaría poder hablar con usted hoy mismo. ¿Podría pasarse por la comisaría antes de salir al campo? Intentaré no restarle mucho tiempo a su familia.

       Carmona devolvió la declaración de Ricardo Ramos al inspector.

       ―¿Qué le parece?

       ―Muy extraño. ¿Por qué se entretiene el asesino en poner una máscara africana al muerto después de haberle clavado el abrecartas en el corazón?

       ―O, antes. Llevo haciéndome la misma pregunta toda la noche, Carmona.

       ―¿Cómo es la tal máscara?

       El inspector le hizo una descripción sucinta de sus características.

       ―¡Joder...! ¡Menudo susto debió llevarse ese pobre hombre, el hijo de la víctima!

       ―Yo mismo di un respingo cuando la vi. Y otra cosa, ¿por qué le asesina con un abrecartas? Un abrecartas que pertenece al hijo, utensilio que no se encontraba a mano del asesino, sino en otra habitación de la casa, en el estudio, según dice él mismo. ¿No era más fácil ir a la cocina y coger un cuchillo?

       ―¿Tiene coartada el hijo?

       ―Sí, aunque hay que comprobarla. Dice que estuvo en un pub de Arroyo, en el Carioca, entre las doce y la dos y media, que es la hora en que, al parecer, murió.

       ―Lo conozco. La dueña es una brasileña muy... simpática ―guiñó un ojo y se puso ambas manos, ahuecadas, a la altura del pecho―, ya sabe... Bueno, que si usted quiere, puedo hacer las comprobaciones ―rio por lo bajo―. Hay trabajos que son un placer realizarlos, ¿no cree?  Aunque habría que esperar a la tarde. No creo que abra antes de las cuatro y usted termina su guardia a mediodía.

       ―Pues se lo agradecería mucho, Carmona, aunque es probable que no me vaya a casa a esa hora. Me quedan varios interrogatorios y los quiero hacer en caliente, ahora.

       ―La impresión que da todo lo que ha contado, es como si el asesino quisiera culpar a este hombre, el hijo de la víctima, ¿no cree?

       ―Tal vez, tal vez... Como siempre, es muy interesante su deducción. Quiero volver a la casa y pisar de nuevo, con tranquilidad, la escena del crimen.

       ―Y, siguiendo su costumbre, sentarse un rato esperando a que le llegue la inspiración, ¿no?

       ―El hálito del difunto, mejor, Carmona. Recuerde que los muertos también hablan. La dificultad estriba en entender sus mensajes, sus señales.

       ―Cuando me habla así, ¿lo dice en serio, inspector? A veces pienso que está de coña.

       Ortega sonrió.

       ―No se ofenda, inspector. Verá, quiero decir que en la comisaría se hacen comentarios sobre su forma de trabajar y nadie se explica que tenga usted éxito en la investigación de los casos que lleva entre manos.

       ―¿Y...?

       ―Pues eso..., que yo le he visto en otras ocasiones pasarse un rato quieto y callado con el fiambre por delante, o en la escena del crimen, como quien espera la llegada del espíritu santo o, como ha dicho ahora, un mensaje del muerto. ¿No quiere quedarse con el personal, tomarnos el pelo?

       ―Cometer un crimen sin dejar rastro es sumamente difícil, si no imposible. Siempre quedan huellas, aunque a veces, ni siquiera sabemos que lo son. Las pistas podemos tenerlas delante de nosotros, ante nuestras narices, y no las olemos. Son como las frecuencias de radio. Ahora mismo aquí, en este despacho, hay multitud de pistas, de ondas de frecuencias que están pasando delante de nuestros ojos y orejas, y ni las vemos ni las oímos ―hizo una pausa y señaló con el índice―. Uno, necesitamos un receptor de radio. Y dos, orientar, mover la antena en la dirección adecuada.

       ―¡Pues a ver si le pone de nuevo el jefe en el caso del crimen del cajero y entiende los mensajes del muerto! Por ahora, Ramírez no habla el mismo idioma que el difunto. Ja,  ja... ―rió.

       ―Bueno, ríase, si le apetece.

       Un agente llegó y les informó que un tal Bermúdez, había llegado. Ortega pidió que le hiciera pasar.

       ―¿Quiere que me vaya? ―preguntó Carmona.

       ―De ninguna manera.

       Un minuto después entró en el despacho el administrador de los Ramos. Daba la impresión de estar realmente afligido y desconcertado. Ortega presentó al subinspector.

       ―¡Es increíble, inspector! ―dijo a la vez que tomaba asiento―. Después de su llamada, me he permitido telefonear a don Ricardo, el hijo que cuidaba de don Manuel. Le he dado el pésame. Me dijo que acababa de declarar aquí, en comisaría y me ha dado los detalles de la muerte. ¡Es terrible...! ―se estremeció―. ¡No sé donde vamos a llegar con tanta inseguridad! Pero esto es algo que se podía haber evitado. ¡Claro que sí!

       Los dos policías se miraron desconcertados. El administrador continuó:

       ―¿Sabe usted que hace unos meses la junta de gobierno de la comunidad de propietarios de Torre Marina decidió retirar la vigilancia privada y el control de vehículos de la entrada? ¡Yo mandé una carta a mi colega, el administrador de la urbanización,  quejándome de esa medida! No se puede prescindir de la seguridad, por unos pocos euros mensuales. ¡Aquí tienen el resultado! Espero que ahora reconsideren su decisión, aunque para el pobre de don Manuel, ya no sirva.

       ―Posiblemente tenga usted razón, señor Bermúdez ―respondió Ortega―. La verdad es que no es bueno bajar la guardia cuando se trata de seguridad. Total, como usted dice, por ahorrarse unos pocos euros. ¿A cuánto cree usted que puede ascender lo sustraído a su cliente, el difunto señor Ramos?

       La pregunta pareció sorprender al administrador.

       ―Ah, ¿pero han robado? ¡No me ha dicho nada don Ricardo! ―Ortega permaneció impasible―. No sabría decirle. Es más, no sé qué pueden haber robado. Don Ricardo no me ha dicho...

       ―Usted conoce la vivienda del señor Ramos, es evidente ―el administrador afirmó con un movimiento de cabeza―. Bien, ¿qué cree usted que a un ladrón puede interesarle de esa casa?

       Bermúdez meditó solo un instante.

       ―Que yo sepa, nada, inspector.

       ―¿Dinero...?

       ―No.

       ―¿Joyas...?

       ―Tal vez, aunque no demasiado. La esposa de don Manuel no era una mujer especialmente derrochadora en ese aspecto.

       ―¿Títulos, acciones, obras de arte...?

       El administrador sonrió.

       ―En absoluto. Al menos, que yo sepa. Don Manuel tiene depositadas todas las acciones y títulos en la empresa que yo gestiono.

       ―Luego, si no iba a encontrar ni dinero en efectivo, ni acciones, ni joyas, ¿qué podría ir buscando en la vivienda de su cliente un posible ladrón?

       ―No lo sé. Tal vez el ladrón no conociera esos detalles y creyera que podría encontrar dinero.

       ―Es una posibilidad que no hay que desechar. ¿Tenía hecho testamento el difunto?

       El administrador movió la cabeza afirmativamente, pero alarmado exclamó:

       ―¡No estará usted pensando...!

       ―¿Qué cree que debería estar pensando, señor Bermúdez?

       ―Pues, verá... ―titubeó―. Como los beneficiarios son, como no podía ser de otra forma, los hijos... ―se interrumpió.

       ―Pues, sería lógico pensar que alguno de ellos, o ambos, pudieran planear la muerte del padre y así disponer de sus bienes ―intervino Carmona.

       ―¡Eso sería terrible...! ¡Yo no diría nunca tal cosa! ―exclamó.

       ―Ya. Pero sí que lo ha pensado ―sonrió el inspector―. ¿Cómo iba la economía de su cliente?

       ―He seguido siempre las indicaciones de don Manuel. Era un hombre con una gran capacidad financiera, con gran instinto para los negocios. Sabía olfatear el dinero a kilómetros de distancia.

       ―Parece que le conocía usted bien ―apuntó Carmona.

       ―De toda la vida. Su fortuna la inicia con una empresa de exportación de maderas, “Gálvez y Ramos” en la antigua Guinea Española. En realidad, Gálvez, su socio, ponía el capital y don Manuel el esfuerzo personal, el trabajo en la explotación. Como don Manuel pasaba la mayor parte del tiempo en África, era yo su hombre de confianza en la Península y quien se encargaba del control de entrada y salida del material en el almacén que teníamos en el puerto de Málaga. Tenga en cuenta que por aquellos años, ni los ordenadores ni internet existían.

       ―¿Y el socio...? El tal Gálvez.

       El administrador sonrió, condescendiente.

       ―El señor Gálvez puede que pisara la explotación de Guinea una sola vez en su vida. Él era todo un señor al viejo estilo inglés, un gentleman, y no sabía cómo tratar a los trabajadores de la explotación, ni creo que supiera distinguir entre un tronco de pino gallego y uno de ébano.

       ―¿Y la relación entre ellos, entre los dos socios?

       ―Ya le digo... Uno ponía el trabajo y el otro el capital, aunque... ―volvió a sonreír―, al final no sé quién acabaría con más fortuna. Ramos era un lince, un depredador. ¿Cómo era la relación entre ambos? Pues yo diría que correcta, respetuosa, entre dos socios que han hecho negocios comunes y han ganado mucho dinero. Ahora, si me pregunta si entre ellos había amistad, creo que no. Don Manuel Ramos y don Antonio Gálvez eran completamente distintos. Lo único en común que podían tener aquellos dos socios, era su amor por el dinero. Pero, mientras que Gálvez era un señorito de buena familia que parecía mirar a todo el mundo por encima del hombro, don Manuel era un hombre de origen humilde que se había hecho a sí mismo. Así que amistad, lo que se dice amistad, pues no. Sobre todo, a partir de cierto problema surgido entre las dos familias.

       Ortega dejó el bolígrafo sobre la mesa y le miró con interés.

       ―¿A qué se refiere? ―preguntó.

       ―Pues que Ricardo, el hijo mayor de don Manuel, y Raquel, la única hija de los Gálvez, estuvieron para casarse y, al final, rompieron la relación. ¡Cosas de novios! Fue un golpe duro para ella, en particular, y para toda la familia Gálvez. Al parecer, el que rompió fue don Ricardo. Desde entonces, la relación entre las dos familias ha sido inexistente.

       ―¡Vaya, vaya...! ¿Vive el señor Gálvez? ―se hizo de nuevas.

       ―Naturalmente, han sido vecinos de toda la vida. Sus casas ocupan parcelas contiguas. Fue otra de las genialidades de don Manuel. Esos terrenos, un erial, aislados y sin valor alguno, pertenecían a Gálvez, cuando la Costa del Sol, era Torremolinos y poco más. Benalmádena, tres hoteles y pare usted de contar. Pues le convenció para invertir parte del capital obtenido en el negocio de las maderas, en parcelar, urbanizar y promocionar el terreno. Ellos se reservaron dos parcelas contiguas y vendieron las restantes. También, en esto sacaron mucho dinero. Es la urbanización que conocemos como Torre Marina.

       ―Interesante. Vamos, que tanto Gálvez como Ramos, no están, precisamente, menesterosos...

       ―No, en absoluto.

       ―¿A cuánto asciende actualmente la fortuna del difunto señor Ramos? Usted es la persona que maneja su patrimonio ―quiso saber el subinspector.

       El administrador se retrepó sobre el asiento.

       ―Lo siento, pero no puedo responder a esa pregunta. Saben ustedes que me ampara el secreto profesional y que únicamente puedo hacerlo a requerimiento judicial.

       ―Ya, no se preocupe, lo comprendemos ―respondió Ortega―. Pero, ¿podríamos calificar al señor Ramos como un hombre rico?

       ―¡Claro que sí! No creo romper el secreto profesional afirmando tal cosa.

       ―Le aseguro que no lo rompe, señor Bermúdez, esté usted tranquilo. ¿En cuánto se podría valorar la casa y la parcela de su cliente? ―el administrador se encogió de hombros, dubitativo―. ¿Doscientos mil..., cuatrocientos mil euros?

       ―¡Por favor...! ¡Como mínimo, al doble de lo que usted ha mencionado!

       ―¿Sería muy arriesgado decir que el señor Ramos tenía un patrimonio total que podría rondar... los dos millones de euros?

       El administrador sonrió.

       ―No sería arriesgado, en absoluto.

       Ortega miró su libreta e hizo unas anotaciones. Carmona preguntó:

       ―¿Cómo son los hijos del señor Ramos? Quiero decir si, a su juicio, han heredado las habilidades comerciales de su difunto padre.

       ―¡Ni por asomo! Con perdón, y con todo el respeto para sus hijos, pero mi opinión se verá condicionada por la sincera admiración que le tengo a don Manuel. ¡Como él, pocos hombres he conocido! ―suspiró―. Parece mentira que haya muerto... Juan, el hijo menor, se le parece algo, pero sin punto de comparación. Tiene, compartida con un socio, una empresa de construcción de tamaño medio. Han edificado algo por la Costa, pero de poca envergadura y, en cuanto la crisis ha aparecido, pues... ―hizo un gesto chasqueando los dedos―. En cuanto a Ricardo, es un pintor y dibujante, un solitario, inconformista, quizás huraño, no sabría decirle..., un tanto raro, que como todos los artistas, ha ido a su aire. Leí críticas de exposiciones suyas, en las que se elogiaba su talento, aunque a mi juicio, le falta tesón, constancia para triunfar. Desde niño, la madre le tenía muy protegido y mimado, en contra de la opinión de don Manuel. Esto era un motivo de disgusto en el matrimonio porque el padre quería que siguiera su estela en los negocios. El padre tenía puestas en él muchas esperanzas. Sin embargo, fíjese, que ha sido don Ricardo quien ha estado cuidando al anciano mientras estuvo enfermo, congestionado. ¡Las cosas que nos depara la vida...! Se ha portado muy bien. Yo nunca lo hubiera pensado.

       ―¡Sin duda que ha debido ser un tipo interesante don Manuel! ―exclamó Carmona.

       ―¡Lástima que los hijos no hayan seguido sus pasos! ―exclamó Ortega.

       ―Esa era una de las razones por las que me mantenía de administrador y de fiduciario. Temía que su mujer, en gloria esté, o sus hijos pudieran dilapidar la fortuna que con tanto esfuerzo él había conseguido.

       ―¿Quiere decir que, hasta ahora, los hijos no podían disponer de la fortuna de su padre, pese a estar imposibilitado? ―preguntó Carmona.

       El administrador afirmó con la cabeza.

       ―Don Manuel me nombró fiduciario en vida.

       ―¿Fiduciario...? ―preguntó Carmona.

       ―¿Podría explicarnos en qué consiste esa figura legal? ―pidió el inspector.

       ―¡Cómo no! Don Manuel pasaba la mayor parte de su tiempo en Guinea, ya sabemos ―los dos policías asintieron―. Él no tenía ni tiempo, ni posibilidades de invertir el dinero ganado. Era normal que tuviera aquí en España alguien de su confianza que pudiera hacerle la labor de administración e inversión de sus bienes. Me honro de haber sido fiel a la confianza que depositó en mí ―se le humedecieron los ojos y le tembló la voz―. Por otra parte, el señor Ramos temía por su vida en Guinea, igual que los restantes españoles que vivían en la colonia, sobre todo cuando comenzaron los movimientos independentistas. Es lógico que tuviera alguien aquí en quien confiar, alguien que velara por sus bienes.

       ―¿Y su mujer, o sus hijos? ―preguntó Ortega.

       ―Hasta cierto punto hubiera sido lo normal, aunque no necesariamente. Convendrán conmigo en que no todas las esposas e hijos están preparados para llevar la administración de una fortuna. No quiero entrar en detalles, algunos de los cuales ya conocen a lo largo de esta entrevista, pero parece que don Manuel, en ese aspecto, no tenía plena confianza en las aptitudes financieras de su mujer y de sus hijos. Resumiendo, me nombró administrador fiduciario. Esta es una figura legal por la cual don Manuel puso todos sus bienes bajo un fideicomiso, es decir, una herramienta financiera que me permitía, por imperativo del señor Ramos, disponer y administrar sus bienes...

       ―¿Como si usted fuera el dueño del dinero...? ―le interrumpió, sorprendido, Carmona.

       ―Exacto. Cualquier operación financiera la hacía en su nombre, sin que me tuviera que autorizar previamente, puesto que ya estaba facultado.

       ―¿Invertir en Bolsa, por ejemplo? ―siguió Carmona.

       ―Cualquier tipo de operación que pudiera beneficiar a don Manuel ―respondió el administrador, algo incómodo.

       ―¡Hala...! ¡Pues ya me gustaría a mí alguna vez poder hacer lo mismo, jugar con el dinero de otro...!

       ―Los gestores e intermediarios financieros no jugamos con el dinero de nuestros representados, subinspector ―respondió con tranquilidad Bermúdez, aunque se le advertía algo molesto―: invertimos. Puede sorprenderle, es natural. Pero, si lo analiza, convendrá conmigo que fue una decisión inteligente la de don Manuel. Imagine que, en su momento, surge una buena oportunidad, una ganga, para comprar, por ejemplo, acciones de una sociedad. Son decisiones que han de tomarse en cuestión de horas, cuando mucho. ¿Cree operativo telefonear o telegrafiar a la selva, informar, pedir la autorización, devolverla...? Recuerden que en aquellos años, la telefonía no estaba tan adelantada como en la actualidad.

       Los dos policías asintieron. Al hombre se le veía orgulloso del papel que le correspondió realizar en aquellos momentos de la vida del señor Ramos. Continuó con la explicación:

       ―En su ausencia, cuando estaba en África, o en caso de incapacidad por enfermedad, como desgraciadamente ocurrió, yo estaba obligado a gestionar y aumentar su patrimonio. Destinaba una cantidad para los gastos habituales de la casa, de su mujer e hijos, para mantenimiento de la vivienda, etcétera, siempre siguiendo las directrices que por escrito me había dado su auténtico dueño.

       ―No sabía que se pudiera hacer en vida del dueño. Pensaba que era post-morten ―intervino el inspector.

       ―La diferencia con el fiduciario testamentario es que tiene vigencia en vida, es decir, no hay que esperar a la muerte del testador, como usted ha señalado.

       ―Quiere decir, que es usted quien ha manejado la fortuna, los bienes del señor Ramos en vida de este y durante años ―resumió el subinspector.

       ―Así es ―confirmó el administrador, con orgullo no exento de cierto nerviosismo.

       ―Luego, si usted hubiera querido, no se enfade de lo que voy a decirle, señor Bermúdez, en el caso hipotético que usted hubiera estado tentado de, digamos hacer un uso fraudulento de la confianza que le había otorgado el señor Ramos... ―dejó el subinspector la frase sin terminar, con una sonrisa, como si le estuviera preguntando por la salud de su gato.

       El administrador enrojeció profundamente e hizo un movimiento, que contuvo, de incorporarse de la silla. Ortega observó como el voluminoso tórax subía y bajaba con agitación. Al cabo de unos tensos segundos, con un temblor claramente perceptible, dijo:

       ―Señor inspector, yo he sido toda mi vida una persona honrada. De no haber sido así, de haber tenido la sospecha de que le engañaba en un solo euro, le aseguro que don Manuel Ramos me hubiera corrido a golpes y llevado como aperitivo a los cocodrilos de Guinea.

       ―Vamos, hombre, no se enfade ―siguió sonriendo el subinspector―. Entienda que en la policía trabajamos sobre hipótesis de situaciones. No tenemos ningún motivo para dudar de su honorabilidad, ni se le acusa de nada. Solo quería saber si era posible que un fiduciario pudiera haber hecho uso fraudulento de la fortuna del dueño.

       ―Como ser posible, sí, sería posible ―admitió Bermúdez bajando la vista―. Tengo que informarles que todo el tema de régimen fiduciario está perfectamente regulado y controlado por las instituciones financieras con elevadas garantías de control administrativo sujetas a inspección tributaria.

       ―Por supuesto que no dudamos de su honradez. Y está claro que el señor Ramos le tenía en una alta estima y confianza ―señaló el inspector―. ¿No producía ciertos celos en la familia el trato de confianza que le dispensaba don Manuel?

       ―Tal vez, sí. Pero, comprenderán que yo no podía hacer nada más que cumplir con las directrices que tenía del dueño del capital, que era quien me había contratado.

       ―¿No le pidieron nunca dinero los hijos, o la señora Ramos, a espaldas de su marido? ―preguntó Ortega.

       Bermúdez movió dubitativo la cabeza.

       ―No sé si debo... Me resulta violento hablar de esto, y más en la presente situación.

       ―¡Claro que puede! ―le animó Carmona, con abierta sonrisa―. Usted le tenía un gran aprecio al señor Ramos, ¿no es así? Pues la mejor forma de responder a la confianza que tenía en usted es ayudarnos a encontrar al autor de su muerte, sin que ello suponga que las preguntas que le hacemos, y las respuestas que nos dé, signifiquen la culpabilidad de nadie.

       ―Bueno, entendido así, creo que lleva razón. Sí, a lo largo de los años ha habido peticiones de dinero.

       ―¿Usted accedía a ellas? ―preguntó el inspector.

       ―Unas veces, sí y otras, no.

       ―Explíquese, por favor.

       ―Verá, estas solicitudes, digamos extraordinarias, se han producido desde siempre. Si tenía oportunidad de ponerme en contacto telefónico con don Manuel, era él quien accedía o denegaba. En caso contrario, era yo, según mi criterio, el que decidía.

       ―¿Últimamente, le han hecho los hijos alguna petición de fondos?

       El administrador, pese a que aparentó cierta incomodidad un tanto ficticia, respondió con presteza:

       ―Sí.

       ―¿Quiere decir una petición extraordinaria, fuera de los gastos habituales de la casa...? ―Bermúdez afirmó con un gesto―. ¿Cuál de los dos hijos?

       ―Ambos.

       ―Empecemos con el mayor, Ricardo. ¿Cuándo y cuánto le pidió?

       ―Fue unos días antes de la recaída de su padre. Me pidió cinco mil euros.

       ―Estamos hablando del mes de...

       ―Diciembre.

       ―¿Solicitaba esa suma con frecuencia? ―preguntó Ortega, a la vez que anotaba en su libreta.

       ―No. Ha sido la primera vez. En anteriores ocasiones, eran cantidades menores, alrededor de mil euros, como anticipos de su mensualidad.

       ―¿Accedió usted, en esta ocasión, a la solicitud?

       ―Yo me encontraba en Barcelona, y como no me podía comunicar verbalmente con don Manuel, pues le dije a su hijo que tendría que esperar a mi regreso a Málaga. Según me dijo, contaba con el consentimiento del padre.

       ―¿Para qué podía precisar Ricardo Ramos esa suma que, por otra parte, no es elevada? ―preguntó Carmona.

       ―No me lo dijo.

       ―¿Y sospecha la finalidad?

       ―No me atrevería a decirlo.

       ―Vamos... Prometemos preservar la fuente de información, señor Bermúdez ―le animó el subinspector.

       ―Creo que son deudas de juego.

       ―Ya... ¿Y el hijo menor, Juan?

       ―También. Este me pidió ochenta y cinco mil.

       ―¡Hala...! ―exclamó Carmona.

       ―¿Cuándo?

       ―A finales de diciembre, en la cafetería del hospital. Yo acababa de llegar del viaje de Barcelona que les he referido. Naturalmente, me opuse pues don Manuel se encontraba gravemente enfermo y no estaba en condiciones de poderme comunicar con él, ni siquiera con la mirada.

       ―¿Le explicó para que precisaba el dinero?

       ―Sí. Deudas financieras: su empresa está en bancarrota y precisa con urgencia esa cantidad para evitar el embargo. Ya saben que los bancos no están actualmente por la labor de prestar dinero a empresas inmobiliarias.

       Los policías se miraron en silencio.

       ―Luego, ahora, con la muerte del padre ambos tienen resueltos sus problemas económicos ―señaló el subinspector.

       ―Yo no estaría tan seguro ―sonrió el administrador―. El testamento, del cual yo soy albacea, señala que a la muerte del testador, es decir, don Manuel, y habiendo desaparecido ya la esposa, los legítimos herederos son los hijos y, por tanto, desaparecería la sociedad fiduciaria...

       ―Sí, claro ―le interrumpió Carmona―. Es lo que le estaba diciendo: muerto el padre, ya tienen resueltos sus problemas económicos.

       ―Salvo que la muerte del testador, es decir don Manuel, se produzca por accidente o causas no naturales. Ya ve que el señor Ramos parecía tenerlo todo previsto.

       ―¡Joder, el tío...! ―exclamó Carmona.

       ―En este caso, ¿qué ocurrirá? ―preguntó el inspector.

       ―Seguirá el sistema fiduciario, es decir, yo seguiré administrando los bienes hasta que quede esclarecida la muerte del difunto.

       ―Sí, que lo ha pensado todo ―respondió Ortega con sincera admiración―. Entonces, si son inocentes, se harán cargo del patrimonio, supongo.

       ―Así es, al sesenta y al cuarenta por ciento. El sesenta para don Ricardo, en agradecimiento por el tiempo que le estuvo cuidando.

       ―¿Y si fuera o fueran culpables?

       ―La fortuna iría destinada a una fundación benéfica, que yo seguiría administrando, destinada a la educación de niños guineanos necesitados.

       ―¡Es increíble!

       ―Creo que empiezan a comprender el porqué de mi admiración por don Manuel Ramos.

       ―Efectivamente ―corroboró el inspector―. Dígame, ¿los hijos conocen esas cláusulas testamentarias?

       ―Me temo que no. A menos que el propio padre les hubiera informado, y no lo creo, yo no tengo órdenes de hacerlo.

       ―Es muy interesante toda la información que nos ha reportado, señor Bermúdez ―dijo el inspector―. Solo un par de cuestiones y no le quito más tiempo a su familia. Por simple rutina en la investigación, ¿podría decirme dónde se encontraba usted anoche entre las doce y las dos de la madrugada?

       La pregunta cogió de sorpresa al hombre y la enorme papada se replegó tanto que dejó al descubierto el cuello de la camisa. Fueron solo unos segundos, pero que no pasaron desapercibidos para los policías.

       ―Estuve en casa.

       ―Claro, es natural. ¿Estaba con su mujer, con sus hijos?

       ―No, mi hija menor, que está soltera, había salido con sus amigos. Mi mujer, si estaba en casa, aunque con jaqueca, se fue pronto a la cama. Ni siquiera se levantó para cenar. Yo estuve leyendo y escuchando música, si le interesa.

       ―Si le sirve de consuelo, tengo los mismos gustos que usted, y tampoco me agrada ver la tele. Otra cuestión, señor Bermúdez. Dada la enorme confianza que tenía depositada el difunto en usted, supongo que tendría una copia de la llave de entrada a la casa. Para alguna emergencia, por ejemplo.

       ―Así es, inspector ―pareció sorprendido―. Me admira su sagacidad. Hace unos años, cuando comenzó a sentirse achacoso, me entregó copias de las llaves de entrada para que hiciera uso de ella si lo precisaba. Tengan en cuenta que Juan residía en Córdoba y Ricardo no vivía en Benalmádena, deambulaba por distintas ciudades de España. Don Manuel vivía solo, con la exclusiva compañía de una señora, que hacía las labores de limpieza y comida. Después se iba. A don Manuel le inquietaba sufrir un accidente o enfermedad grave que le dejara postrado, encerrado en su propia casa. La llave la tengo en mi caja fuerte, a disposición del juez, o de ustedes, si lo precisan.

       ―Muchas gracias, pero no creo. ¿Ha necesitado usted hacer uso de ese juego de llaves en alguna ocasión?

       ―No, jamás.

       ―Por último, señor Bermúdez, conocerá usted la colección de máscaras africanas que el señor Ramos tenía en la casa.

       ―Sí, naturalmente ―suspiró―. Don Ricardo me ha contado las circunstancias de la muerte. ¡Es terrible...! ¡El asesino, no solo le ha matado, sino que parece que ha querido burlarse poniendo en su cara una grotesca máscara...!

       ―Lleva razón. ¿Por qué cree que coleccionaba máscaras?

       ―No sabría decirle. En algunas ocasiones lo he pensado, pero nunca llegué a preguntarle. Le tenía un gran cariño a Guinea, a África. Tal vez, una forma de tener algo de aquellas tierras cerca de sí, en su casa.

       ―Es posible que esa fuera la razón. Le contó alguna historia sobre ellas, como su  procedencia, o qué sé yo...

       ―No, nunca. Él no solía hablar de ese tipo de aventuras, si se puede llamar así. Además, don Manuel era un hombre muy reservado.

       ―¿Ni le confió que sintiera temor, que se viera amenazado...?

       Bermúdez rió a carcajadas y la barriga bailó en el interior del pantalón. Cuando se controló, dijo:

       ―Perdonen por la risa, no he querido ofenderles. ¿Miedo? No han conocido a don Manuel Ramos, señores.

       Un minuto después, tras despedirse, el administrador salió del despacho.

       El inspector preguntó:

       ―¿Qué le ha parecido, Carmona?

       ―¡Uf...! No sabría qué decirle. Por una parte, nos ha facilitado una gran cantidad de información y, por otra... No sé, no acaba de gustarme.

       ―Si quiere que le diga, a mí tampoco ―tomó el bloc y siguió haciendo anotaciones―. Ha sido muy astuto. Es cierto, como usted dice, que nos ha proporcionado una información excelente, pese a su reserva sobre el secreto profesional ―sonrió.

       ―¿Por qué le afectaría tanto que le preguntara sobre su actividad la noche pasada, a la hora en que debió producirse el crimen?

       ―Tal vez no tenga más importancia y se trate de una reacción normal ante una pregunta inesperada. De todas formas, creo que habrá que pasar por la casa y ver cómo lleva la mujer los ataques de migraña. Ha sido muy hábil en poner a los dos hermanos al borde del precipicio ―concluyó.

       ―¡También es puñetera coincidencia que necesiten urgentemente una buena cantidad de pasta, justo antes de morir asesinado el padre! ¿No cree que habrá que interrogar de nuevo a Ricardo sobre su deuda y petición de fondos al administrador? Un administrador con tantos poderes, es como si en verdad  fuera el dueño del capital.

       ―Es un tipo muy inteligente. Si repasamos su declaración, ha ido a imputar, deliberadamente, como sospechosos a los dos herederos. Como administrador y fiduciario, conoce bien la ley y se podía haber negado a responder a muchas de nuestras preguntas sobre sus clientes.

       ―¡Claro...! Es que si los hermanos Ramos no tienen una firme coartada...

       ―Imaginemos la siguiente hipótesis de trabajo: Bermúdez, como administrador, ha estado gestionando y ha manejado durante años la fortuna de don Manuel Ramos. Esta actividad le ha reportado unos beneficios sustanciosos. Incluso, en los últimos tiempos, aprovechando que Ramos no está en plenitud de facultades, ha podido desviar capital en su propio provecho. El anciano empeora y con su muerte se acabaría la gallina de los huevos de oro, al tener que ir el capital a sus legítimos herederos. Pero, resulta que el mismo administrador es, a la vez, albacea testamentario, como él mismo nos ha dicho y conoce los pormenores del testamento redactado por el desconfiado padre. Si se produce la muerte accidental o violenta del dueño, y sus hijos fueran declarados culpables, la fortuna seguiría siendo gestionada a gusto y placer de nuestro hombre, el señor Bermúdez. ¿Por qué no utilizar las llaves y, aprovechando que no hay nadie en casa, liquidarse al viejo con algún arma que comprometa a los hijos...?

       ―Por ejemplo, un abrecartas metálico lleno de huellas del dueño, es decir, Ricardo y, una máscara africana para darle un toque exótico y despistar a los gilipollas de la policía. ¡Que busquen por África! ¡Todo encaja! Pero, ¿y la rotura de la ventana, inspector?

       ―Habrá que esperar el informe de los técnicos, pero mi primera impresión fue que por la ventana no entró nadie, a menos que volara.

       ―¿Qué quiere decir? ¿Que la ventana es muy alta y tuvieron que romperla desde el interior? ―preguntó intrigado.

       ―No. La ventana está a setenta centímetros del suelo y está rota desde fuera, desde el jardín. Pero creo que el asesino lo hizo para despistar, para simular un robo que no se produjo. Carmona, si alguien hubiera entrado por la ventana, al pisar los cristales rotos, se habrían hecho astillas muy pequeñas, que no las hay, y, además, habrían quedado sobre los vidrios rotos, briznas de césped y residuos de barro, que tampoco se encuentran. Recuerde que la noche fue lluviosa y había tierra recién echada en el jardín, según me explicó Ricardo. Solo están las huellas de barro de Ricardo desde la puerta del aseo.

       ―¡Muy interesante!

       ―Hay que esperar los informes de la científica y del forense. Además, habrá que pedir información a Hacienda para comprobar si existe algún posible incremento patrimonial anormal, injustificado, en las cuentas del señor Bermúdez, o de su mujer. ¿Quiere hacerme esta gestión, Carmona?

       ―Por supuesto, inspector. Me encargo de ello, incluso de la petición al juez ―miró el reloj―. Su guardia ha terminado. ¿Se va a casa?

       ―No, aún no. Quiero volver a Benalmádena, al chalet de los Ramos.

       ―¿Para oler? ―se burló el subinspector.

       ―Sí. Y para mover la antena. Además, me gustaría hablar con el socio de Ramos, Gálvez. Aunque no se hablen, tal vez haya oído, o visto algo que nos ayude en la investigación.

       ―Pues me gustaría acompañarle, pero no puedo irme de aquí sin autorización del comisario: oficialmente sigo en el caso ABC.

 

 

 

 

 

       14.

       Lino Ortega subió al coche. No se encontraba cansado después de veinticuatro horas de guardia. El reencuentro con Carmelo le había devuelto las perdidas ganas de vivir, de ser feliz. Y de trabajar.

       No es fácil ser padre, pensó, aunque se va aprendiendo, día tras día, aceptando las singularidades del hijo, más que imponer un modelo. Servirle de apoyo si está a punto de caer y, a la vez, saber retirarse a tiempo cuando se ha levantado.

       El buen tiempo de la mañana invitaba a salir, por lo que las calles bullían de gentes paseando al sol, o buscando un bar donde tomar las primeras cañas. Decidió hacer el recorrido por la antigua nacional 340, convertida por efecto de la sobreexplotación urbanística a lo largo de los años, en una avenida continua que se extiende por toda la costa, con bloques de apartamentos y hoteles a un lado y otro de la vía.

       Me he equivocado mucho como padre, se dijo. Bien es verdad, que tampoco lo he tenido fácil. Carmona, por ejemplo, es un tipo excelente que se ha encontrado con una situación normal, una esposa con la que es feliz y un hijo dentro de unos parámetros normales....      

       ―¿Parámetros normales...?―se preguntó en voz alta, interrumpiendo sus pensamientos.

       Estuvo a punto de embestir por detrás a un turismo que se incorporaba a toda velocidad a la vía, sin respetar un ceda el paso.

       Uno que no ha terminado la diversión, se dijo. En otra ocasión, le habría tocado el claxon, acompañando alguna maldición.... ¡Cuánto has cambiado en un día, Lino...!

       ¿Parámetros normales?, siguió el hilo de sus pensamientos. ¡Es que no tengo solución, sigo hablando de normalidad! ¡Como si hubiera un patrón, un modelo, uniforme para cada hijo y quien se salga de ese marco es anormal...! ¡Parámetros normales! ¡Inspector de mierda! Tienes que reconocer que tener un hijo marica no es una desgracia ni una aberración... Soy yo el que, por la educación que recibí, no ha estado preparado..., y tampoco supe aceptar la situación, esta es la verdad. Es probable que tampoco recibiera toda la ayuda de Alicia que hubiera necesitado. Porque, el círculo se cierra, tampoco supe darle a ella todo el apoyo que precisó.

       Dejó la costa girando hacia la avenida de las Palmeras, en dirección a Arroyo de la Miel. El aire limpio y la ausencia de brisa, hacían que el monte Calamorro destacara imponente, al alcance de la mano, con las villas y urbanizaciones escalando su falda.

       En el muro que cierra la estación del cercanías del ferrocarril leyó un grafiti: “¡Muerte a los nazis!”, firmado por “Skindhead antinazis”.

       Van a conseguir volvernos locos a todos, pensó. “¡Skindhead antinazis!”, absolutamente esquizofrénico. Pronto tendremos también “¡Vivan los fascistas demócratas!”, o los “Monárquicos republicanos”. Bueno, como tener un hijo marica con ideología neonazi, sonrió con amargura. Vamos, un skindhead maricón... Y, si esto no es una situación difícil para cualquier padre que, además, es un inspector del respetable Cuerpo Nacional de la Policía, de la UDEV,  que baje dios y lo vea. A Carmona y a los demás colegas se les hace la boca agua cuando cuentan orgullosos las andanzas y travesuras de sus hijos... Pero, no he oído a ninguno decir: “¡A mi hijo no le gustan las chicas...!, ¡Mi hijo se pinta los labios...!, ¡Mi hijo adora a Hitler, y a toda su maldita ralea de cultura fascista...!”

       Subió en dirección a Benalmádena pueblo y, a poco, giró para adentrarse por el carril de servicio hacia la urbanización que iba buscando. Era la segunda vez en pocas horas que volvía por allí. Unos metros más adelante, un monolito adornado con cerámica esmaltada, indicaba: “Residencial Torre Marina. Propiedad Privada. Prohibido el paso”. Una alambrada metálica impediría el acceso a la urbanización de no ser porque la barrera que partía de la garita se encontraba levantada de forma permanente y sujeta con una cadena con candado para impedir que pudiera caer de forma imprevista y golpear a algún vehículo.            

       “Paso libre, la crisis ha llegado”, que decía el administrador, recordó.

       Las calles tenían buen aspecto a la luz del día, con adelfas y jacarandas, intercaladas entre las farolas de hierro fundido en las aceras. De vez en cuando, los setos que rodeaban las parcelas, permitían contemplar el tapiz verde de césped de los jardines y la alfombra de agua de las piscinas.

       Vallas bajas y accesibles, pensó. Hasta ahora, los vecinos se han encontrado seguros. Desde hoy, cuando se sepa la noticia del crimen, comenzarán una carrera para subir la altura de las vallas y reforzar las medidas de protección...

       Un coche zeta de la policía se encontraba en la puerta de entrada a la parcela de los Ramos. Unos niños con sus monopatines y bicicletas merodeaban alrededor del policía, con el que parecía hubieran trabado amistad.

       ¡Muy bien por el agente, por permitir que los críos se le acerquen!, se dijo.  Carmelo nunca se interesó por mi trabajo, jamás me pidió que le llevara a visitar la comisaria, o le subiera en un coche patrulla, o tocar la sirena unos segundos, como hacen, de tapadillo, algunos compañeros con sus hijos.

       Aparcó el coche detrás del zeta y buscó en la guantera unas bolsas de plástico para los zapatos. Los niños se apiñaron, aún más, para no perder detalle y ametrallaron a preguntas a Ortega:

       ―¿Han cogido ya al asesino?

       ―¿Usted es el comisario?

       ―¿El muerto sigue en la casa?

       ―¿Cuándo va a venir la tele?

       ―¿Podemos pasar con usted?

       Por toda respuesta recibieron la sonrisa benevolente del inspector y, finalmente, tuvieron que ser alejados por el agente.

       ―Perdone, inspector, llevan conmigo toda la mañana y no me dejan.

       ―No se preocupe, agente. Ha hecho usted muy bien en permitirles que sigan a su lado. Es señal de que algo en la Policía está cambiando, y a mejor. Le aseguro que yo a la edad de esos críos no me hubiera atrevido a acercarme a los policías de mi época ―suspiró―. ¿Alguna novedad?

       ―Sí, señor. Sobre las diez, llegó el hijo de la víctima, Ricardo Ramos. Preguntó si podía pasar al interior para recoger algo de ropa. Le expliqué que, de momento, no sería posible. Se marchó sin más. A lo largo de toda la mañana han estado llegando vecinos de la urbanización que querían saber lo ocurrido. Se les ven muy preocupados. También han pasado los de la prensa y televisión tomando vistas de la casa y entrevistando a algunos vecinos. Si necesita pasar al interior, tengo las llaves de la cancela y la vivienda, inspector.

       Ortega volvió a hacer el recorrido de la madrugada anterior, deteniéndose en una zona, pasada la esquina de la calle, donde la valla permitía una más cómoda entrada al jardín. Examinó con detenimiento el sitio.

       Es el lugar más fácil por donde acceder desde la calle a la propiedad. Cualquiera, sin mucha habilidad podría saltar por aquí, pensó. Solo poner un pie en el muro, subir un par de barrotes metálicos, que servirían como peldaños, sentarse a horcajadas y pasar al otro lado de la cerca.

       Volvió a la entrada para pasar al jardín.

       ―Si me lo permite, inspector ―dijo el agente, que le observaba―, en esa zona de la verja que ha estado usted examinando estuvieron hace varias horas los del laboratorio tomando huellas.

       Hizo el mismo recorrido pegado a la valla, solo que ahora por la  zona del jardín. Cuando llegó a la misma altura en la que estuvo por fuera, comprobó que las huellas de sus pisadas quedaron grabadas sobre el césped, todavía blando. 

       Es curioso, pensó. Sin embargo, no se observan huellas ni pisadas desde la cerca hasta la casa atravesando el césped. Y anoche debió estar mucho más blando que ahora...

       Siguió el recorrido hasta llegar a la siguiente parcela, separadas ambas por una pared pintada de ocre de unos dos metros de altura y rematada por tejas a modo de caballete. Tampoco observó huellas que delataran el lugar de acceso del intruso.

       Se dirigió a la parte posterior de la vivienda hasta encontrar la ventana del baño, cuyo cristal había sido forzado.

       Aparte de la rotura del cristal y algunas esquirlas en el suelo, el asesino ha sido sumamente cuidadoso en no dejar otras huellas. Espero que los compañeros de la científica hayan encontrado marcas que yo no veo.

       Se dirigió a la entrada por la plataforma con losas de barro cocido de color rojo que rodeaba la vivienda. Desde el porche comprobó las huellas de limo dejadas por Ricardo. Marcaban una ruta clara hasta la entrada. Allí no se detenían, pues resultaba evidente que Ricardo había intentado limpiar, con escaso éxito, los zapatos en el felpudo.

       Una vez dentro, se encaminó al aseo de la planta baja.

       Roto el vidrio, el autor debió haber introducido la mano para manipular el picaporte y abrir una de las hojas.

       Observó las señales de los reactivos dejados por los compañeros en el marco de la ventana. Los restos de vidrio en el suelo le afirmaron en sus primeras impresiones de la noche anterior.

       Hizo el recorrido trazado por Ricardo en la libreta.

       Se detuvo ante la colección de máscaras africanas que adornaban las paredes. Todas resultaban igual de sugerentes y misteriosas. Las imaginó en los rostros de sus antiguos dueños, la piel cubierta de aceites, y el cuerpo con abalorios, danzantes guerreros al son de tambores y timbales... No le parecieron menos  tenebrosas que la que portaba la víctima. El hueco vacío en la pared indicaba el lugar donde se encontraba antes de que el asesino la cogiera para colocarla en la cabeza del anciano.

       ¿Por qué esta, precisamente?, se preguntó. No es la que está más cerca de la entrada, ni siquiera de las más accesibles. ¿Qué tenía esta máscara para que el asesino la quisiera utilizar cubriendo el rostro de su víctima? ¿Le colocaría la máscara bantú antes de clavar el abrecartas en el pecho, o la máscara fue el toque final?

       Se dirigió al dormitorio del anciano. La cama se encontraba dispuesta de forma que, acostado, podía ver la entrada de la habitación.

       ¿Y si el asesino se colocó la máscara y, con ella puesta, se acercó al lecho y clavó el arma a Ramos? ¡Dios...! De haber sido así, y si el viejo se encontraba despierto, tuvo que ser un susto de muerte, sobre todo, si la máscara tenía un significado especial para él.

       Ortega permaneció a los pies de la cama. La habitación se encontraba orientada al suroeste, con una luz tibia que penetraba a través de las rendijas de la persiana; las paredes lisas, pintadas en azul pastel, sin ningún cuadro ni otro adorno similar. Miró en un armario empotrado y observó la ropa bien ordenada y oliendo a antipolillas perfumado. Movió las perchas con las prendas,  por ver si entre los trajes veía algo de particular. Abrió los cajones, con resultado negativo: la ropa se encontraba perfectamente ordenada, sin indicio alguno de que alguien hubiera trasteado en busca de algo.

       ¿Algo, qué...?, pensó. Desde luego, si ha entrado un ladrón, sabía dónde tenía que buscar sin revolver la ropa.      

       A ambos lados del lecho, dos mesitas de noche, con sus respectivos apliques. Se aproximó a ellas y observó los reactivos de huellas que dejaron los del laboratorio. Ortega recordó haber visto por la noche dos vasos de agua y una pequeña jarra, también de vidrio, que ahora no se encontraban allí.

       Deben haberlas cogido para comprobación del contenido y huellas, se dijo. ¡Ojalá aporten alguna luz! Por lo demás, nada de particular. La habitación de un enfermo. Ni siquiera hay manchas de sangre, salvo las que dejó la víctima en su propio pijama, que denoten que aquí ha sido asesinado, de una forma terrible, un pobre e indefenso viejo.

       A los pies de la cama, la silla de ruedas, plegada, que serviría para desplazar al desvalido por la casa.

       Como un perro fiel, esperando paciente poder acompañar al amo, pensó. ¡Un tipo interesante Manuel Ramos!

       Subió al piso superior.

       El dormitorio de Ricardo seguía desordenado, el armario y cajones abiertos y parte de la ropa, esparcida por el suelo. Igual sucedía en el dormitorio destinado a la criada y a su hija. En el estudio se repetía la situación: el ladrón revolvió cajones en busca de joyas o dinero.

       ¿Por qué no revolvió en el dormitorio del difunto?, se preguntó. ¿Sabía que allí no encontraría nada o, acaso, se asustó por alguna razón y dejó de buscar? Y, ¿por dónde escapó?

       Salió fuera, al porche. Comenzaban a aparecer algunas nubes, aunque el día seguía siendo agradable. Frente a él, en la parcela vecina, una mujer trabajaba en el jardín. Debido al desnivel del terreno, desde el porche podía ver parte del jardín del vecino, en parte, porque la pared de separación entre las dos parcelas no debería alcanzar en ese punto más allá del metro y medio de altura.

       ¿Será esta la casa de los Gálvez?, se preguntó, ¿o será la de atrás, la del muro ocre con tejas? En cualquier caso, tendré que averiguarlo para interrogar al socio del difunto.

       Se dirigió hacia la valla de separación con idea de preguntar a la mujer, pero a medida que se acercaba, comprobó que dejaba de verla por la hondonada que se producía en el terreno, aprovechada por el constructor para ubicar en ese espacio una espaciosa piscina. Optó por salir a la calle, recorrer una decena de metros y llamar al timbre. Observó que era un portero con vídeo. Medio minuto después, una voz de mujer le preguntó qué deseaba.

       ―Soy policía. Inspector Ortega. Me gustaría hablar con el señor Gálvez, si es que vive aquí.

       Al otro lado de la línea hubo un silencio. Ortega repitió su deseo.

       ―El señor Gálvez vive aquí, pero no se encuentra en este momento  ―respondió la voz.

       Era una voz armoniosa y agradable, aunque firme y en un tono que indicaba la intención de cortar la comunicación.

       ―Señora, ¿puede abrirme la puerta? Necesito hacerle unas preguntas. Le quitaré poco tiempo.

       Volvió a producirse un silencio. Ortega imaginó que estaría valorando la posibilidad de negarse a su petición.

       ―¡Vamos, ábrame, por favor...! ―insistió―. ¿Sabe usted que su vecino... murió en extrañas circunstancias? Tengo que hacerles unas preguntas. Simple rutina. Pero no puede tenerme en la calle.

       ―Pase ―escuchó, a la vez que se oía un clic en la puerta de entrada.

       Ortega comprobó que la disposición de la parcela era similar a la de los Ramos, con la vivienda al fondo del terreno dándole la espalda al vecino y la piscina protegida en una de las esquinas del jardín. Imaginó que solo desde las habitaciones posteriores podrían haber sido testigos de algún movimiento en la casa del difunto.

       Resultaba evidente que la parcela de los Gálvez estaba mejor cuidada que la de su vecino. Se aproximó por un camino de losetas hasta la vivienda en cuyo porche le esperaba la misma mujer que había visto desde la casa de los Ramos. Debería tener unos cuarenta y cinco años, con el pelo castaño, recogido atrás, mechas rubias y unos bonitos ojos azules. Vestía un amplio jersey marrón de cuello vuelto, pantalones tejanos y zapatillas deportivas. Sobre la ropa se había colocado un mandil añil a cuadros, cogido a la cintura. A sus pies, una cubeta con útiles de jardinería y unos guantes. Parecía observar atentamente cómo se aproximaba aquel hombre con aspecto desgarbado, desaliñado, que si era inspector de policía, como se presentó, debía de estar próximo a la jubilación.

       ―Me llamo Lino Ortega ―mostró la placa de identificación― Soy inspector de policía y, como le he dicho, me gustaría hacerles algunas preguntas.

       La mujer le miró con seriedad, sin moverse de la posición que había adoptado desde el principio. Tan solo un tenue movimiento de los labios, parecieron abortar una educada sonrisa.

        A Ortega le pareció aún más alta y atractiva que a distancia.

       ―Le repito que en la casa no hay nadie más que yo. Mi nombre es Raquel Gálvez.

       Ortega observó sus labios, que le parecieron muy sensuales.

       Sacó con precipitación la libreta de apuntes del bolsillo derecho de la chaqueta. En la acción, varias hojas estuvieron a punto de ser arrancadas, y en el futuro, desguarnecidas por las tapas.

       Así que la señora es la exnovia de Ricardo Ramos, recordó.

       Miró alternativamente hacia un tresillo y mesa de ratán situados bajo el porche, y a la propia dueña de la casa que, dándose por aludida, le invitó a sentarse.

       ―Gracias, señora. Si no he entendido mal, usted es hija de don Antonio Gálvez, el dueño de la vivienda ―la mujer afirmó con un gesto de la cabeza, tomando asiento frente al policía―. Me ha dicho que su padre no está en estos momentos.

       ―Así es. Está de viaje.

       ―¿Volverá hoy?

       ―No lo creo. Tiene intención de volver el próximo miércoles. Se encuentra en Madrid.

       ―¿Su marido? ¿El personal de servicio? ¿Han salido todos?

       ―Mi marido y mi hijo están con mi padre. Tenemos una vivienda en Majadahonda.  En cuanto a la criada, hoy tiene el día libre. Llegará mañana ―respondió escuetamente.

       El inspector anotó en su libreta.

       ―Señora Gálvez, ¿cuándo salió su familia para Madrid?

       ―Ayer.

       ―¡Ah...! ¿A qué hora?

       ―Por la noche. Alrededor de las doce. Pensaban haber salido bastante antes, pero se les hizo tarde. Al final, lo hicieron después de cenar.

       ―Cuando yo era joven, también me gustaba conducir de noche. Ahora, en cambio, prefiero hacerlo con luz del sol. ¿Conoce lo ocurrido a su vecino?

       ―Solo sé los comentarios que he oído esta mañana  ―dijo alisando una imaginaria arruga del pantalón―. Al parecer, un ladrón ha entrado en la casa de los Ramos; seguramente, el dueño lo descubriría y le mataron. ¡Es terrible, pobre don Manuel! ―indicó con un ligero estremecimiento―. La junta de la urbanización no debió quitar al guardia de la entrada. Esta ha sido, hasta ahora, una residencia tranquila y segura.

       ―Creo que su padre y el difunto señor Ramos tuvieron negocios conjuntos ―el inspector observó que, durante una fracción de segundo, la mujer quedó sorprendida de que el policía conociera ese detalle. Fue un instante―. ¿Ha avisado usted a su familia del suceso?

       ―Cuando hablé con mi marido esta mañana, me encontraba en la cama y yo aún no sabía nada. Me llamó sobre las siete para decir que habían llegado bien. A lo largo del día se lo comunicaré, cuando vuelva a hablar con ellos.

       ―Imagino que a su padre le afectará la noticia.

       ―¡Ya puede imaginar...! Un suceso así conmociona a todo el mundo.

       ―Claro. Además, tengo entendido que usted y Ricardo Ramos estuvieron prometidos.

       ―¡Vaya...! Sí que se ha informado, inspector ―sonrió con franqueza y el inspector tuvo que reconocer que, pese a la frialdad que, en principio transmitía, tenía una sonrisa seductora. Raquel Ramos resultaba una mujer muy atractiva―. No creía que a la policía le interesaran los chismes y cotilleos, y menos los de hace veinte años.

       ―Pues, ya ve, tampoco nos libramos de ellos ―rio―. Siento seguir con el mismo tema. ¿Cómo es la relación con su vecino?

       La mujer hizo un fingido gesto de escandalizarse y le brillaron los ojos, burlones.

       ―¡Inspector...! ―exclamó, soltando una ingenua risa―. Nunca pensé que un interrogatorio de la policía fuera por estos derroteros...

       ―Bueno, discúlpeme si la he escandalizado. Quizás no fue una pregunta muy afortunada... ―se sintió intimidado por la risa burlona de la mujer.

       ―No se preocupe, no tengo inconveniente en responder ―se recompuso y volvió a su aparente frialdad anterior, aunque en los ojos seguía un brillo divertido―. Ricardo Ramos y yo, sí, fuimos novios. De alguna manera resultaba casi normal que así fuera: éramos vecinos, casi de la misma edad, nuestros padres tenían negocios comunes... Eso fue hace veintiún años. Terminamos nuestra relación, y espero que no tenga que entrar en detalles del porqué, como terminan miles de parejas todos los días y comienzan otra aventura con otra persona. Es mi caso. Yo comencé otra relación con otro hombre y soy feliz. Con mi marido tengo un hijo. Espero, inspector, que esto no me haga sospechosa del robo y del crimen del que ha sido víctima el padre de Ricardo ―volvió a sonreír.

       ―¡Por favor, no es el caso...! Solo trato de hacerme una idea global de las circunstancias que rodean este suceso. Es la forma de trabajar de la policía, pero no es mi intención ofenderla, de ningún modo... Dígame, señora, habiendo sido novia de Ricardo, debió entrar con alguna frecuencia en su casa, al igual que su prometido entraría en esta ―la mujer asintió, aunque de nuevo pareció sentirse tensa y el brillo burlón de los ojos desapareció―. ¿Recuerda la colección de máscaras africanas que tenía el señor Ramos?

       ―¡Naturalmente! Era una colección realmente fascinante... ¡No me diga que se la han llevado, que era ese el motivo del robo!

       ―No, no lo creo. Al menos, siguen por las paredes de la casa. Mi pregunta es si recuerda alguna máscara en particular, en concreto una referente a una tribu bantú ―le hizo una descripción bastante aproximada―. Algo que le hubieran contado...

      ―No sé a qué máscara se refiere, inspector. Lo siento. Algunas veces jugábamos a colocárnoslas. A mí me gustaba hacerlo, y no demasiado a Ricardo, que las detestaba. En algún que otro carnaval, a instancia mía, las cogimos para disfrazarnos de hechiceros y de negros, las caras todas pintadas, los cuerpos llenos de collares... ―recordó divertida―. Lo hacíamos sin que lo supiera el padre de Ricardo, al que para nada le hubiera complacido saber que utilizábamos su colección para eso. Pero no recuerdo ninguna historia sobre lo que a usted parece interesarle, inspector. ¿Tienen las máscaras algo que ver con la muerte del señor Ramos?

       ―Tal vez, pero me permitirá que no pueda ampliarle información, señora.

       ―No se preocupe, lo comprendo.

       ―Le quedo muy agradecido por toda la información que me ha facilitado ―dijo levantándose―. Tiene un jardín muy cuidado, con muchas plantas. ¿Lo hace usted sola? ―preguntó señalando las herramientas de la cubeta.

       ―Muchas gracias, inspector. Viene un hombre una o dos veces a la semana, y es  quien lleva el mantenimiento del jardín y la piscina. A mí me sirve de entretenimiento y relax.

       ―Claro. Una última pregunta. ¿Recuerda qué hizo usted anoche, una vez que se marchó su familia de viaje?

       ―¡Vaya, inspector! Sigue usted con sus sospechas sobre mí ―sonrió divertida.

       ―No, no es eso, créame.

       ―No se preocupe. Pues cuando se fueron, me puse a limpiar la cocina, después me senté a leer en el salón y cuando me dio sueño subí al dormitorio para dormir. Me encontraba realmente cansada de la tarea de la casa y de la preparación del viaje de mi familia. ¡Ah...! recuerdo la hora a la que me metí en la cama, por si le interesa. Era la una y media.

       ―La una y media ―repitió Ortega―. ¿No oiría usted nada extraño en la casa de los Ramos sobre esa hora? ¿Algún grito, golpes...?

       ―Lo siento. Cuando me meto entre las sábanas, para mí, se acaba el mundo: duermo como un bebé.

       ―¡Qué alegría! Yo, en cambio, doy vueltas y vueltas hasta que me llega el sueño. ¿Hacia dónde da su dormitorio?

       ―Hacia el norte, hacia la parcela de los Ramos. De novios, jugábamos a mandarnos mensajitos con un espejo. ¡Fíjese si éramos críos! ―rio alegremente.

       Una señora elegante y seductora, suspiró. También, fría y calculadora. Lo contrario de Alicia, menuda, pero todo corazón y temperamento... ¡Demasiado...!, pensó alejándose  de la casa y sintiendo en su cogote la mirada burlona de la mujer.

       Pese a todo, Raquel Ramos despertó en él un sentimiento que desde hacía tiempo creía desaparecido: ser receptivo a la atracción femenina.

       Y se sintió más joven.

 

 

 

      

 

 

       15.

       ―Inspector, tiene una llamada de comisaría ―informó el agente, que seguía de guardia en la puerta de los Ramos.

       Ortega se introdujo en el coche. Le informaron que Juan Ramos estuvo preguntando por él y que dejó un número de teléfono.

       Después le llamaré para concertar la entrevista, decidió.  Es hora de almorzar.

       Se había nublado casi por completo y el tiempo que pasó sentado en el porche con Raquel, cogió frío. Se llevó la mano al costado: le seguían doliendo las costillas.

       ―Agente, ¿a qué hora le relevan?

       ―A las 14,30 debe estar aquí el compañero ―Ortega se llevó la mano al cogote, dubitativo―. ¿Le puedo ayudar?

       ―Pues, si usted quisiera, sí. Verá, necesito saber el tiempo exacto que tardaría una persona en ir andando a buen paso desde aquí hasta el centro de Arroyo, en concreto al pub Carioca. ¿Lo conoce?

       ―Sí, claro. No tengo inconveniente en bajar andando, si usted quiere.

       ―Pregunte a los críos, porque hay un atajo por algún sitio. Tome el atajo.

       Desde aquel lugar, podía ver la parte de la casa de los Gálvez: una de aquellas ventanas del piso superior sería el dormitorio de Raquel. A unos cuarenta metros, en linea recta, tenía la fachada de la casa de los Ramos, con el dormitorio de Ricardo, también en la planta alta. Imaginó a los dos novios, de jóvenes, enviándose mensajes desde sus respectivas ventanas. “Te quiero, mi amor es para siempre”, y otras ternuras por el estilo.

       Alguna vez, todos hicimos de jóvenes este tipo de cosas, se dijo. Solo que, como no existían los teléfonos móviles, había que ponerle imaginación al amor, no como ahora. Para mandarse mensajes con unos espejos, tendrían que conocer morse u otro código similar, digo yo. Incluso, de querer, podrían haber saltado la cerca y pasar de uno a otro jardín sin demasiada dificultad, sobre todo para unos chicos de veinte años, pensó entre divertido y malévolo.

       Subió en el coche para tomar dirección a Benalmádena pueblo. Seguía pensando en Raquel Gálvez.

       Tendré que volver el miércoles o jueves para interrogar al padre, decidió. Tal vez, él sepa algo sobre la historia de esa dichosa careta. Aunque no tuvieran una relación muy fluida, algo pudo saber de la afición del socio por las máscaras. Desde luego, se dijo, no me ha parecido ver en Raquel a una mujer que tenga inquina contra los Ramos, como pareció sugerir Bermúdez, el administrador. ¡Vaya pájaro este!.

       Llegó a uno de los pequeños restaurantes de la entrada, con espléndidas vistas a toda la costa. En días claros y con brisa de poniente, el mar queda limpio de brumas. Entonces, es posible distinguir en la línea del horizonte las montañas del norte de África. No era el caso de aquella mañana de enero que había acabado por nublarse del todo, dejando un horizonte gris plomizo y un ambiente húmedo y frío. Los clientes abandonaron las terrazas del restaurante y pasaron al interior.

        Mientras le servían, decidió llamar a Juan Ramos. Dijo encontrarse en el tanatorio en compañía de su familia. Le informó que, al parecer, los forenses habían realizado su trabajo y el juez autorizado la inhumación, aunque aún no les habían entregado el cadáver. Quedaron en verse en el propio tanatorio.

       En una mesa próxima, dos jóvenes rubios con pinta de nórdicos, daban cuenta con buen apetito de sus respectivos platos. Les observó con delicadeza y les sorprendió con contactos, no disimulados, de sus manos, y miradas cariñosas.

       Son gays, no cabe duda, se dijo. Pero no hacen ostentación de su homosexualidad, aunque creo que ya no me escandaliza nada. Aceptar a Carmelo tal como es, me ha cambiado. Me da igual, con o sin plumas. ¡Cuánto he cambiado, dios...!

       Dudó si llamarle.

       Más bien, no, resolvió. He estado meses sin saber de él y ahora no puedo hacerme el pesado. Nos hemos visto hace  dos días.  Espero que más adelante me presente a su chico.

       Cuando salió del restaurante el viento helado le dio un bofetón en pleno rostro y tuvo que resguardarse tras las solapas de la chaqueta. Subió al coche, le dio a la calefacción y puso dirección al tanatorio.

       Cuando llegó, en información le indicaron qué número de sala tenía designado el féretro del difunto, pero que aún no lo habían traído.

       Se dirigió a la cafetería. En una de las mesas se encontraba Ricardo Ramos acompañado del que supuso sería su hermano Juan, además de una señora y una joven. Los dos hombres al verle, se incorporaron de sus asientos y esperaron a que el inspector llegara. Ricardo hizo las presentaciones y, tras el pésame, ofreció a Ortega una taza de café.

       ―Esperamos la llegada del cadáver. Por suerte, lo de la autopsia parece que ha ido rápido ―explicó Ricardo.

       El inspector asintió con un gesto de cabeza. A Juan Ramos y los suyos se les veía en tensión, en contraste con Ricardo, en apariencia relajado.

       ―¿Tiene ya idea de quién pudo hacerlo, inspector? ―preguntó la mujer de Juan.

       ―No, por ahora. Nada. A la espera del informe del forense que nos arroje alguna luz. Si el juez ha autorizado la inhumación del cadáver, quiere decir que en breve tendré esos informes.

       ―¡Es terrible...! ¡Pobre papá...! ―exclamó, visiblemente afectada.

       ―Así es, pobre hombre ―afirmó el inspector―. Señora, tal vez tenga que hablar con usted un momento.

       ―¿Conmigo...? ―se sobresaltó.

       ―No se preocupe, se trata de un simple formalismo, aunque antes quisiera hablar con su marido ―Ortega intentó tranquilizarla―. Es normal que interrogue a todos los miembros de la familia, por si tienen algo que decir.

       ―¿También, a mí? ―preguntó la chica.

       Se quedó mirándola. Era una joven morena, muy atractiva, de ojos negros, melena corta y un hoyuelo  en el mentón. Tenía un gran parecido a su madre.

       ―Bueno, si tienes algo que contarme... ―sonrió.

       Desde que llegué, pensó, la chica ha estado observándome, tratando de averiguar dónde llevo la pistola. Y no quiere marcharse sin saberlo.

       Como por descuido, Ortega abrió la chaqueta, dejando al descubierto en su costado, la funda de cuero y la culata del arma. En la cara de la muchacha, se dibujó una sonrisa de satisfacción.

       ¡Ea...!, se dijo divertido. Ya está contenta. Si no lo consigue hubiera sido un fracaso. Así, podrá presumir ante sus compañeros de instituto a la vuelta de las vacaciones.

       El policía se levantó de su asiento y dirigiéndose a Juan Ramos le dijo:

       ―Si le parece, como aún no ha llegado el féretro, podemos ir a la salita de velatorios.

       Juan Ramos se incorporó para acompañarle. Más alto y delgado que el hermano mayor, con una nariz prominente como la de su progenitor, parecía estar abatido y muy afectado por la muerte del padre. Los hombros hundidos y profundas ojeras acentuaban la visible depresión del hombre. Apenas había pronunciado unas palabras.

       Una vez en el interior de la salita, tomaron asiento.

       ―Le veo muy abatido, señor Ramos, así que procuraré ser breve y que pueda volver al lado de los suyos. Creo que vive usted en Córdoba, ¿desde qué hora están aquí?

       ―Esta mañana, sobre las diez. En cuanto a mi estado de ánimo, inspector, la situación no es para reír, ya ve.

       ―Claro, lo entiendo. ¿Solía venir usted con frecuencia?

       ―Desde que mi padre estaba mal, prácticamente cada semana.

       ―¿Cuándo fue la última vez que estuvo usted aquí?

       El inspector observó cómo su interlocutor contenía la respiración hasta ponerse lívido.

       ―Creo que el lunes de esta semana ―respondió, por fin.

       ―¿Tiene usted llave de la casa de su padre?

       De nuevo, respiración contenida.

       ―Sí, claro. Siempre he tenido un juego de llaves.

       ―Señor Ramos, ¿a qué se dedica usted?

       ―Soy empresario de la construcción. Profesionalmente, arquitecto técnico ―respondió, tragando saliva.

       ―Supongo que la crisis habrá dejado sus secuelas también en Córdoba. ¡Ya puede imaginar lo que ha sido aquí en la Costa...! ―el hombre asintió con un movimiento de cabeza―. Hay muchas empresas que han quebrado, que han tenido que cerrar.

       Ramos volvió a asentir, con los ojos bajos. Era evidente que estaba pasando un mal momento. Ortega hizo una pausa y prosiguió:

       ―No me pregunte cómo ha llegado a mí la información, pero tengo entendido que su empresa está... bastante mal, ¿es cierto?

       ―Absolutamente, inspector ―afirmó, los ojos húmedos, a punto de llorar―. La empresa de la que soy propietario, junto a otro socio, está en bancarrota y con  expedientes de embargo. Le han informado bien.

       ―Créame que lo siento. Permita que le pregunte algo confidencial. Si no quiere, no tiene por qué responder. Pero, antes de llegar a la situación económica a la que ha llegado su empresa, ¿no hubiera sido más lógico que pidiera ayuda o le avalara su padre? Tengo entendido que económicamente estaba muy bien.

       Juan Ramos suspiró, con resignación.

       ―Lo hice hace un mes, cuando se pudo haber cortado el inicio del expediente y reflotar la empresa. Mi padre se negó, inspector. ¿Por qué? ―se lamentó―. Sería largo de explicar. Él se había hecho a sí mismo y deseaba que nosotros obráramos igual, que no dependiéramos de su capital. En fin... Cuando recayó, como no estaba en condiciones de poder evaluar mi situación, unas semanas después le hice la misma petición a nuestro administrador. Al fin y al cabo, la fortuna de mi padre, la heredaremos nosotros. Pues bien, el señor Bermúdez, el administrador, se negó en redondo aduciendo que tenía que autorizarlo mi padre.. ¡Cómo si él estuviera en condiciones...! ¡Es como si ese hombre creyera que la fortuna le pertenece, como si fuera a heredarla él!

       ―¡Sí que es mala suerte! ¡Tener una fortuna de la que no se puede disponer! ―se lamentó Ortega―. ¿Y eso fue hace mucho?

       ―El pasado mes de diciembre, cuando mi padre empeoró.

       ―Bueno, de todas formas, la muerte de su padre soluciona sus problemas económicos. Es lamentable, pero es así, ¿no?

       Ramos se cubrió la cabeza con las manos. Después dijo:

       ―Supongo que sí, aunque no sé las condiciones del testamento. Nunca nos habló del mismo.

       ¡Pues si supieras...!, pensó el inspector recordando la conversación con el administrador.

       ―Señor Ramos, ¿tenía su padre enemigos? Quiero decir hasta el punto de querer acabar con su vida.

       ―Que yo sepa, no. De todas formas, inspector, mi padre era un hombre muy reservado que no nos informaba ni de sus negocios, ni siquiera de sus sentimientos personales.

       ―Ya me ha comentado su hermano sobre el particular. Por cierto, ¿sabe en qué circunstancias encontró su hermano el cuerpo? Me refiero a la máscara africana.

       ― Sí, me lo ha referido. ¡Es terrible...! ¡Cómo pueden haberle hecho tal cosa...!

       ―Lo mismo pienso yo. ¿Y por qué? ¿Tiene usted idea? ―el hombre negó con la cabeza―. ¿O conoce usted algún detalle sobre la misma? ¿Algo que haya oído en vida de su padre, que él hubiera referido a la vuelta de sus viajes?

       ―Lo siento, inspector, no puedo ayudarle sobre ese particular.

       ―Bueno, una última pregunta ―dijo incorporándose―: ¿podría decirme dónde se encontraba usted anoche, entre las doce y las dos de la madrugada?

       Juan Ramos, que había iniciado el movimiento para levantarse, cayó de nuevo sobre el asiento, como si un brazo invisible le hubiera empujado hacia abajo. Se llevó una mano a la frente. Permaneció lívido unos largos segundos, en silencio.

       ―¿Se encuentra bien? ―preguntó Ortega, a la vez que abría una de las botellas de agua de una mesa. Llenó un vaso que ofreció a Ramos. Tras beber un sorbo, respondió:

       ―Ya se me está pasando.

       ―¿Quiere que lo dejemos?

       ―No, inspector, muchas gracias. Un  desvanecimiento sin importancia. Ha sido un día difícil para mí. ¿Qué me había preguntado?

       ―Si podía decirme dónde estuvo la pasada madrugada entre las doce y las dos. Es una pregunta rutinaria.

       ―Estuve en casa toda la noche. ¿Es esa la hora en que murió?

       ―Parece que sí, a falta del informe forense. Su hermano le dejó con vida poco antes de la doce y regresó a las dos. Luego, en principio, es lógico pensar que debieron asesinarle en ese intervalo de tiempo.

       Ramos aflojó el nudo de la corbata.

       ―¿Me ha hecho esa pregunta porque soy sospechoso, inspector? ―preguntó con cierto sarcasmo―. Bueno, yo en su lugar, también lo pensaría. Hijo en graves apuros económicos y muerte violenta del padre. Se acabaron los problemas. Conclusión: heredero sospechoso.

       Ortega le miró con fijeza. Le dio la impresión de ser un hombre completamente derrotado.

       ―Es una pregunta rutinaria, sin mayor importancia. Pero, de su respuesta, y de la veracidad de la misma, dependerá mi decisión posterior sobre usted.

       Juan Ramos exhaló un suspiro y bebió otro sorbo de agua.

       ―Pensé venir ayer para estar con mi padre, igual que otro fin de semana cualquiera. Ahora, me arrepiento. Tal vez, de haber venido, él seguiría con vida.

       ―Así que estuvo usted en Córdoba todo el tiempo hasta que le avisó su hermano.

       ―No es así exactamente, inspector. Estuve en casa hasta que regresan mi mujer y mi hija, es decir, hasta las seis. Mi mujer, que es enfermera, tenía guardia de hospital y regresó a las cinco y media. Mi hija, que había salido con sus amigos, regresó con la madre. Así que sobre esa hora, como ya me encontraba despierto, en realidad no podía quedarme dormido a causa de los problemas que ya conoce, pues decidí venir a Málaga. A poco de salir, recibí la llamada de mi hermano.

       Ortega apuntaba en su libreta.

       ―Usted tiene conocimiento de la muerte de su padre a...

       ―Hablo con Ricardo poco antes de las seis y media. Decido volver a Córdoba y recoger a mi mujer y mi hija para que estuvieran en el funeral. Por eso hemos llegado sobre las diez de la mañana. Puede preguntar a Elena, mi mujer.

       ―No hará falta. Estoy convencido que su señora dará la misma versión que usted. Además, una vez explicado, todo encaja ―dijo el inspector en tono afable―. Pienso que debe tener un buen coche para tanto trajín de viajes. En cambio, el mío, si le contara... Por curiosidad, ¿qué coche tiene?