12. Dentro del mausoleo

Inesperadamente aquel mausoleo nos mostraba su interior. David perdió el equilibrio y dio con sus narices en la dura piedra tras saltarse dos imprevistos escalones. Yo entré en su busca, y lo hice tan precipitadamente que tampoco vi el desnivel del suelo. De pronto, estábamos los dos caídos en mitad de un lugar lleno de féretros.

No se veía apenas nada.

Nos levantamos muy despacio, tratando de palpar lo que había a nuestro alrededor, y en plena oscuridad David se topó con algo que no estaba acostumbrado a tocar.

—¡Aggh! ¡Aquí hay un hueso! ¡Un hueso! ¡Un hueso! —repitió con una expresión de asombro y asco a partes iguales, y se oyó cómo algo caía al suelo—. ¡Buaghhhh! Debía de ser un trozo de brazo.

En aquel momento me acordé del «cadáver» que encontramos en los pasadizos del castillo de los guerreros sin cabeza. También entonces David hizo un descubrimiento sorprendente, pero muy distinto a lo que supuso en un principio. Así que ahora le pregunté:

—¿Seguro que era un brazo?

—¡Yo qué sé! No lo he visto y tampoco soy experto en huesos ni lo quiero ser en la vida —dijo todo seguido, y añadió—: ¡Qué raro! Un hueso, y a su lado, una caja de cerillas. ¿Están locos?

—¿Cerillas?

Inmediatamente busqué con el pie lo que se había caído. Hallé un bulto duro y alargado; me agaché para palparlo y, una vez comprobado que era lo que me imaginaba, lo cogí, al mismo tiempo que David acababa de encender un fósforo.

Aquella pegajosa oscuridad se iluminó.

—¡Una vela! —clamó, sorprendido, al verme con lo que creía que era un hueso—. Bueno, un velón. ¿Cómo sabías lo que era?

—Muy fácil. Si había cerillas al lado…

—¡Claro! —concluyó David—. Es la lógica. Esa lógica que tanto te gusta, ¿no?

Encendimos la gruesa vela, la dejamos apoyada en el altar de una especie de capilla que había al fondo del mausoleo, y desde allí examinamos con atención el lugar: delante de nosotros estaba la puerta, y en medio había un amplio pasillo de piedra oscura, similar al mármol. A los lados se veían unos cuatro huecos, como si fuesen estantes de una librería. Todos, menos uno, con féretro dentro. En realidad, a nuestra izquierda había cuatro ataúdes, y a la derecha, sólo tres. Aún quedaba sitio para un nuevo muerto.

—¡Así que esto es un mausoleo! —proclamó David, y el sitio parecía tan civilizado que lo dijo con la misma naturalidad que si estuviésemos en una tienda de ropa.

Nosotros habíamos pasado aventuras en lugares mucho más peligrosos, y allí sólo había muertos, bien muertos y bien encerrados en aquellos lujosos ataúdes de madera brillante. O eso es lo que pensábamos.

—Un mausoleo es muy caro —comenté—. Te puede costar más que un coche.

—¡Qué desperdicio de dinero! —exclamó David, y miró hacia todas partes—. ¡Anda, si hasta hay ventanas! —señaló al ver dos pequeñas cristaleras al fondo—. ¿Para qué las querrán? No creo que los que están aquí las usen mucho.

—Yo antes me he preguntado lo mismo. Debe de ser porque quedan bien desde fuera y entra luz cuando vienen los familiares a rezar o cambiar las flores.

—¡Es que esto ni siquiera parece una tumba! ¡Qué diferencia! La muerte no es igual para todos. Aquí unos, descansando tranquilamente, mientras que otros tienen que estar todo el tiempo bajo la tierra llena de gusanos. ¡No hay derecho!

—¡Qué más da si ya están muertos!

—Sí, pero imagínate que no lo estén.

—¿A qué te refieres?

No sé por qué lo pregunté. David tiene la habilidad de sacar algunos temas en el momento más inoportuno.

—Una vez vi una película en la que enterraban a un tipo que no estaba muerto del todo, aunque lo parecía. Tenía una enfermedad de las que te dan ataques y te quedas como sin vida. Se llama catalepsia o algo así —se quedó pensativo un rato y prosiguió—: El caso es que lo enterraron, y cuando el tipo despierta, se da cuenta de que está encerrado en un ataúd, y claro, con tanta tierra encima ya no puede salir. Cuando se enteran sus familiares…

—¿Cómo pudieron enterarse?

—Es que lo mandaron desenterrar. Al parecer, su médico, que era el único que sabía lo de la enfermedad, regresó de sus vacaciones y contó a la familia lo de los ataques.

—¿Y por qué no se lo dijo antes, cuando aún estaba vivo?

—¡Qué sé yo! Ya no me acuerdo. Fue una película que vi con mis primos en San Sebastián el año pasado. Acabábamos de venir de la playa y no andábamos para muchas preguntas. Además, me tocó a mí ir a hacer palomitas en el microondas.

—¡Ah!

—El caso es que cuando lo desentierran, ven al muerto con los ojos abiertos y un horrible gesto de terror en la cara. Entonces se dan cuenta de que se había despertado, porque la tapa del ataúd estaba arañada por la parte de dentro y el cadáver tenía las uñas gastadas y marrones, con astillas de madera clavadas.

Tras aquella historia, nos quedamos un rato en silencio, mirando el mausoleo.

—Aquí, un muerto-vivo de ésos no tiene problemas —continuó David—. Si se despierta, da una patada a la tapa, baja tranquilamente del ataúd y se va a casa por su propio pie… ¡Mira, incluso han puesto una escalera, por si acaso!

Era cierto que a nuestra izquierda había una escalera ligera, que llegaba hasta el féretro más alto.

—¿Qué hará esto aquí? —me interrogué, porque lo de los muertos vivos no tenía sentido.

—Se les habrá olvidado quitarla a los enterradores.

Pero aquella explicación de David tampoco me convenció.

—No lo creo —dije—. Para subir un ataúd hasta ahí arriba, se necesitarían dos escaleras, una a cada lado, y además… —me callé mientras me acercaba hacia ella—. ¡Pásame la vela!

—¿Qué buscas?

—Mira —dije alzando la luz e iluminando el ataúd, que era nuevo y estaba muy brillante—. ¿No has notado algo raro?

—¿Raro, raro?… —se sorprendió de la pregunta—. ¡Todo esto es muy raro!

—No, mira ahí: en un extremo del féretro se ven claramente las huellas de una mano.

—Serán las del enterrador.

—¿Y por qué no se ven en el otro extremo? Si hay que subir el féretro hasta arriba, se agarra por los dos lados —me quedé pensativo y murmuré en voz alta—: ¡Algo no encaja!

Sin saber qué decir, nos quedamos escuchando el sonido del viento que nos llegaba desde la puerta, totalmente abierta. El tiempo se estaba complicando.

—Creo que va a llover.

—Habrá que irse cuanto antes.

—Al revés. Como caiga una tormenta, nos tendremos que quedar aquí.

—¿Tú crees?

Y en ese instante, procedentes del fondo del mausoleo, escuchamos unos ruidos cortos, rápidos y difíciles de identificar.

Nos acercamos con la vela en la mano hacia el altar. Detrás de él descubrimos unos escalones menudos cavados en el suelo. Instintivamente nos echamos hacia atrás. El mausoleo era más grande de lo que parecía y tenía un sótano que, desde luego, ante esos sonidos no nos apetecía explorar. Había un espacio nuevo que no controlábamos.

—¡Larguémonos!

Dimos media vuelta a toda velocidad. Ya íbamos a alcanzar la salida, cuando oímos otro ruido a nuestras espaldas. Sonó más seco y rotundo que los anteriores. Nos giramos y fue entonces cuando la puerta de la entrada, que estaba completamente abierta (insisto), se cerró de golpe delante de nuestras narices.

—¡Oh, no!

La vela cayó al suelo y se hizo la oscuridad absoluta.

David y yo nos habíamos quedado encerrados dentro de un mausoleo.