9. La pista de las pulseras de cuerda

Después de haber escapado del laberinto de lápidas rotas, cruces caídas y tumbas antiguas y olvidadas que parecían que iban a abrirse de un momento a otro, ya no teníamos miedo de nada. O casi.

Estábamos en la entrada principal de la Almudena, un lugar asfaltado, con las farolas encendidas, calles y jardines. Aquello no se parecía demasiado a un cementerio de los de verdad y allí nos sentíamos algo más seguros.

A mis amigos, sin embargo, no les importó volver sobre nuestros pasos, alcanzar la capilla y adentrarnos entre las tumbas y mausoleos que había a su alrededor, todos ellos ordenadamente en fila sobre un suelo de baldosas.

—¡Qué diferencia de ambiente con el de la otra entrada! —y me acordé de los lugares abandonados y de los diminutos habitantes que había visto en la tumba del balón «vivo»—. ¡Glub! —suspiré, mirando atentamente el suelo, fijándome bien dónde ponía los pies.

El descubrimiento que había hecho era demasiado asqueroso, sobre todo para las chicas, y decidí no decir nada hasta que no estuviésemos a salvo.

Mis amigos proseguían a su ritmo hacia el interior del cementerio, y David, al fin, se paró delante de una escultura de hierro de tamaño natural: era un tipo con el pelo muy largo y el pecho desnudo.

—¿Veis como no os miento? —y enfocó un montón de pulseras de todos los colores colocadas en el mango de una guitarra (también de hierro) que tenía entre sus brazos.

Las habían dejado sus admiradores. Era la tumba de Antonio Flores, según leímos en la losa, un cantante que debió de ser famoso y que murió joven.

A su lado había otra figura que, si la hubiéramos visto plantada en mitad de la nada, nos habría dado mucho miedo: una mujer mayor con un vestido de flamenco y una capa abierta, como si fuesen plumas. Quizás estuviese bailando, pero allí, en la semioscuridad, nos daba la impresión de que iba a echarse a volar como un pterosaurio.

—Lola Flores… —leyó Cristina—. Me suena, me suena. Era una señora que cantaba y bailaba, sí, le gustaba mucho a mi abuela.

—¿Me creéis ahora? —dijo David—. Ya veis que son unas pulseras perfectamente limpias y que no las ha tocado ningún cadáver.

—¡¡Agggh!! —volvieron a exclamar las chicas al escuchar la palabra «cadáver», y ambas hicieron un mismo gesto de asco y buscaron, con la mirada, una fuente para limpiarse otra vez la muñeca.

—Peor para vosotras si las habéis tirado, porque ése era mi regalo de cumpleaños.

—¿Ah, sí?, pues ahora que lo sabemos, no te invitaremos a nuestras fiestas, ¿verdad, Cris?

Mientras mis amigos discutían, yo aproveché para echar un vistazo a las tumbas de esa zona; la mayoría era de mármol gris o negro y todas estaban perfectamente cuidadas y con flores recientes.

En una de ellas leí: «Enrique Tierno Galván, alcalde de Madrid».

Casi enfrente había otra que decía: «Alcalde Alberto Aguilera».

—¡Anda, yo creí que era una calle! —exclamó David, que me había seguido.

—Sí, pero antes de ser una calle hay que ser alguien —le recordé.

—¡Alguien vivo, claro! —apuntó Belén, y se fue tras Cristina, que daba vueltas, callada e inquieta, como si buscara algo.

—¿Le pasa algo? —le pregunté a David.

—¡No lo sé! Se ha puesto así de repente, pero ¡olvídate! Las chicas son un poco raras y a veces hay que dejarlas solas consigo mismas. Me lo ha dicho mi hermano.

Ante un consejo tan sabio, permanecimos quietos junto a la tumba de un torero sin saber muy bien qué hacer. Esperábamos que Cris o Belén se decidiesen a actuar.

Al poco rato vinieron hacia nosotros, gritando:

—¡Una luz! ¡Una luz!

—¿Qué pasa?

—¡Venid!

Las chicas nos sacaron de aquel lugar, que estaba como en un hoyo. Ascendimos por unas escaleras, pasamos varios pinos y cipreses, y nos detuvimos.

—¡Mirad! —Cristina señalaba en dirección a la parte central de la Almudena, una meseta redonda, situada en lo más alto del cementerio.

Era como una ancha Torre de Babel.

—¿Allá arriba?

La luna iluminaba las sombras de las tumbas y panteones que estaban por encima de nuestras cabezas.

—No, un poco más abajo, en el tercer círculo —dijo Cris.

Efectivamente, había cuatro alturas.

—Mirad detrás de aquel panteón tan grande como una iglesia…

—No veo nada —dije.

—Ah, yo sí, acabo de ver unas luces que se movían como si fuesen de una linterna —añadió David, y enfocó la suya hacia allí.

—Son los guardias —indicó Belén—, son los guardianes del cementerio que están haciendo su ronda. ¡Los hemos encontrado! ¡Vamos!

Y nada más decirlo, echó a correr en dirección a aquellas luces que se movían. Todos la seguimos, gritando:

—¡Eeeeeh, estamos aquí, aquíiiii!

Salimos de la zona noble que estaba detrás de la iglesia, cruzamos una carretera y empezamos a ascender por unas amplias escaleras que comunicaban los distintos pisos de aquella parte del cementerio. Nos detuvimos en la tercera altura, que era donde estaban antes las luces según nos mostró Cristina, y enseguida nos topamos con el mausoleo que parecía una iglesia. Dimos una vuelta en redondo en busca de los guardianes, pero…

—¡Nadie! ¡Por aquí no hay nadie! —señalé, remarcando algo evidente.

—Las luces eran reales —recordó Cris, confundida—. Todos vosotros las habéis visto. Venían de aquí, estoy segura.

—Sí, y parecían de linterna —apuntó David, lo pensó un poco y luego añadió—: Creo.

—¿Qué quieres decir?

—No, nada, nada.

—¡No lo entiendo! ¿Cómo es que no oyeron nuestras voces con el silencio que hay aquí?

Cristina parecía la más desilusionada.

No era el mejor momento para decir en voz alta lo que se me acababa de ocurrir: que tal vez huyeron precisamente porque oyeron nuestras voces… Preferí callarme.

Aquel lugar no me parecía seguro y lo mejor que podíamos hacer era alejarnos de él inmediatamente y regresar a la entrada principal.

Pero Belén tenía otra idea.

—Si eran los vigilantes, seguramente se han ido por otro sitio a seguir con su ronda, ¿no os parece?

—Seguro —apoyó David, y luego añadió—: aunque deben de ser sordos.

—Podían llevar cascos para escuchar música. ¿Es posible, no? Pasear por aquí es muy aburrido —y como no decíamos nada, Belén continuó—. Subamos hasta el final. Desde lo más alto se podrá ver todo el cementerio y nos será más fácil descubrir cualquier luz.

—¡Claro! —dijo Cris—. Ésa es la solución.

A mí no me gustaba nada aquella solución, pero no podía dejarlos solos.

Dimos media vuelta, alcanzamos las escaleras de piedra y tierra y empezamos a subir por ellas. Las chicas abrían el grupo y nosotros íbamos detrás. David enfocaba con su linterna hacia los lados como si temiese que alguien nos vigilase, y en un momento se salió de las escaleras.

—¿Qué haces?, ¿adónde vas?…

—Es que tengo sed. ¡Con tanta carrera! —dijo alumbrando una botella de agua que había reclinada en el muro de uno de los mausoleos que estábamos a punto de dejar a un lado.

—¿Estás loco? —le detuve—. ¿Cómo vas a beber de una botella abandonada?

—No tiene mala pinta.

—Aguanta un poco. En cuanto bajemos, vamos a la fuente.

—Es que tengo mucha sed.

—No te preocupes. Volveremos enseguida. Va a ser subir y bajar. Hay que convencer a las chicas de que tenemos que regresar a la puerta principal cuanto antes. Por aquí hay algo que no me gusta.

—¿Qué quieres decir?

—No sé, aún no lo sé, pero esas luces de antes me preocupan.

—¿Tú tampoco lo ves claro?

—No tiene sentido. ¿Por qué desaparecieron en cuanto nos pusimos a gritar?

—Es extraño, muy extraño. ¡A mí también me da mala espina!