Capítulo 6 ALICE REDESCUBRE LA SOLEDAD
LA lluvia había convertido la tierra en un barrizal sembrado de hojas secas y, a juzgar por los densos nubarrones que cubrían el cielo como una cama tapada con una colcha oscura, amenazaba con volver a derramarse de un momento a otro. Aun así no quise coger el paraguas, cuyo tacto me producía escalofríos por haberme servido de él como arma, y me interné entre los árboles notando de nuevo que mis zapatos pesaban cada vez más. Al mirarlos advertí que tenía las piernas salpicadas de barro. Aunque fuera inoportuno tendría que ducharme; de ese modo también arrancaría de mi cuerpo hasta el más mínimo vestigio de la noche que había vivido y en la que había estado a punto de morir de una forma horrorosa. La lluvia se había ocupado de borrar las huellas que yo había dejado cuando intentaba encontrar la antigua casa del jardinero, y tuve que guiarme por mi intuición para buscar el camino, pero fue más fácil que por la noche, si bien resultaba casi intransitable tras los efectos de la tormenta, que había dejado por doquier su rastro. El lugar apestaba a la putrefacción de hojas, ramas y cortezas desprendidas de los troncos de los árboles. El viento no había amainado y hacía entrechocar las ramas retorcidas, y al poco rato el frío me hizo tiritar.
Por fin avisté Kavanagh Hall. Observada a distancia la mansión parecía estar en completo reposo y pese a su siniestro aspecto nadie habría sospechado el horror que encerraba detrás de sus muros. Crucé el claro por el que se llegaba a la casa, pero me detuve por unos instantes junto a la fuente; el viento había secado el agua de sus bordes, y del fondo llegaba, igual que de entre los árboles, el olor dulzón de la vegetación podrida. No era una fuente bella; quizás nunca lo había sido, ni siquiera en los días de esplendor de Kavanagh Hall. La puerta de la mansión continuaba abierta, tal como la había dejado por la noche, y al entrar barrí temerosamente el vestíbulo con la mirada hasta que me dije que a hora tan temprana no debería temer ser agredida. Todo seguía también igual en esa parte de la mansión, como si nada hubiera sucedido. Había un silencio como de sepultura y no pude menos que pensar que acababa de entrar en un gigantesco mausoleo.
No había novedad en la línea telefónica y descargué mi frustración colgando con rabia el auricular. Me extrañó no encontrar a nadie en la cocina porque, a pesar de que ignoraba la hora, la luz del día indicaba que en la casa ya debería haber actividad. Los utensilios estaban guardados en sus respectivos lugares y los fogones aún no habían sido encendidos, lo que hacía que el frío se hiciera notar más. Eso no era propio del carácter de mistress Frankland, tan severa con sus obligaciones y tan intransigente con las de los demás. Llamé en voz alta a ella y a su marido sin obtener respuesta. ¿Sería posible que se hubieran quedado dormidos?
Como era de día, y por lo tanto no temía sufrir un tropiezo con Wilfred de Kavanagh ni con Charles, del que daba por supuesto que ya habría acabado de transformarse en alguien como su terrible antepasado, subí por la escalera de caracol hasta el corredor con las habitaciones del servicio. La puerta perteneciente al matrimonio Frankland se hallaba entreabierta y de su interior no surgía ni un leve rumor, por lo que no me costó vencer mis escrúpulos para entrar. Las ropas de la cama estaban revueltas, como si el ama de llaves y su marido se hubieran levantado deprisa, urgidos por algo, y no se hubiesen molestado en ordenarlas, lo cual resultaba extraño en mistress Frankland. Por lo demás, en la habitación no había ninguna otra señal de desorden. Miré a ver si encontraba una nota, algo que pudiera explicar su ausencia, pero pensé que aquella mujer jamás habría procedido así, porque si hubiera querido dejarme un aviso lo habría hecho en un lugar visible de la cocina o en la puerta de mi dormitorio.
No podía marcharme sin entrar en él. Tampoco allí había ninguna nota pero mis ropas ya no estaban en el armario, sino que yacían revueltas por el suelo. Había desaparecido de la ventana el vestido que la cubría y tampoco encontré el libro del abad Martens ni mi tosca traducción. En su lugar hallé una hoja de papel donde había trazada con sangre una cruz invertida. Traté de vencer mi inquietud, que el recuerdo de la noche pasada hacía todavía más punzante, buscando a los Frankland luego de darme una ducha rápida.
De momento no se me ocurrió mirar siquiera en la habitación de Charles y no quise bajar a la cripta, donde creía que este o Wilfred de Kavanagh debían de estar ocultos en espera de la noche para salir. Sí inspeccioné el resto de las estancias, incluso el comedor, sin encontrar la menor huella de los Frankland. En cambio descubrí que las paredes de la capilla estaban manchadas de sangre, que los cuadros de las paredes habían sido rasgados y que el crucifijo del altar había sido invertido dejando a su lado un pedazo de carne aún sanguinolenta. Eso me hizo temer por la vida de los Frankland. Si habían sido asesinados, y quizá despedazados, como temía, ¿en qué parte de la casa estarían sus restos? ¿Y los de Angie y Mary?
Después de consultar la hora en el reloj del vestíbulo vi que aún tenía mucho tiempo por delante hasta la noche y, sin detenerme a pensar qué haría cuando las tinieblas usurparan el lugar del día y tuviera que buscar un escondite, pues era del todo impensable intentar llegar a la ciudad sin disponer de un vehículo y no tenía intención de volver a la casa del jardinero, decidí seguir buscando a la pareja; me negaba a aceptar la incertidumbre y confiaba en apoyarme en los Frankland para huir de la casa. Aun intuyendo la inutilidad de mi gesto volví a comprobar si había línea en el teléfono, que seguía mudo. Me hallaba sola e incomunicada en Kavanagh Hall y si mis sospechas estaban fundadas no podía esperar el regreso de ningún miembro de la familia. Esta vez no titubeé en ir a la habitación de Charles, cuya puerta cedió en cuanto la empujé. Tragué saliva antes de dar la luz y cuando esta llegó proferí un grito de horror.
El hijo de los Kavanagh yacía en el suelo en medio de un charco de sangre y tenía el cuello destrozado por una mordedura que dejaba a la vista la carne desgarrada. El hueso roto de la clavícula asomaba de entre sus ropas. Tenía que ser él porque su rostro, deformado por un rictus agónico, no era el del ser que me había asediado; para mí era un desconocido y aparentaba tener más edad que el bebedor de sangre a quien había visto a través del lucernario y las ventanas. No quise moverme, mientras contemplaba con creciente terror el cadáver de Charles. Wilfred de Kavanagh era tan maligno que había matado a la persona que le había vuelto a la vida. ¿Qué no sería capaz de hacer a los demás?
Cuando tuve ánimo suficiente para moverme, salí de la estancia dejando la puerta cerrada y, con el corazón latiéndome violentamente, proseguí con mi empeño de buscar a los Frankland. El ominoso silencio comenzaba a pesarme y no experimenté alivio cuando la lluvia, que volvía a caer, puso un rumor natural en la atmósfera haciendo que todo pareciera más real. Si los Frankland no aparecían, significaría que estaba sola con Wilfred, algo que hacía todavía más aterradora mi situación. Pedí ayuda a la música para poner orden en mis ideas y aliviar el silencio. No temía que pudiera despertar al ser demoníaco cuyas facciones aún tenía presentes, ya que según el libro del abad Martens nada podría extraerlo de su letargo si no era la noche, y con esa intención fui a la sala de música, donde los discos y el reproductor acumulaban el polvo del arrinconamiento, del olvido. Volví a poner el disco con música de Schubert, tan hermosa que me instó a quedarme de pie allí hasta que terminó, como si estuviera bajo los efectos paralizadores de un encantamiento. Cuando las últimas notas se perdieron en el aire lo puse otra vez y subí al máximo el volumen, pues no podía concebir una compañía mejor para mi soledad.
La música me acompañó en mi nueva exploración de la casa, durante la cual seguí sin encontrar a los Frankland. Eso acabó de convencerme de que debían de estar muertos, y me tentó la idea de buscar por el pasadizo o por la cripta, o incluso por el laboratorio, el escondite diurno de Wilfred de Kavanagh con el fin de cortar su cuello con un objeto punzante, tal como se indicaba en el libro, pero me faltó valor y no sé si habría sido capaz de hacerlo. Si los Frankland no aparecían, y todo apuntaba a que iba a ser así, debía pensar en cómo pasar la noche fuera de la casa. Solo tenía una posibilidad: emprender a pie el camino a la ciudad, confiando en que encontraría un lugar donde protegerme hasta el amanecer. Y tenía que hacerlo cuanto antes, porque el día transcurre deprisa en invierno y la noche volvería a dejarme en manos de aquel ser.
Ya sin la compañía de la música, que al desaparecer hizo que se notara más el silencio, en cuestión de pocos minutos me cambié de vestido y de zapatos en el que había sido mi dormitorio —tampoco tenía mucho para elegir entre mis prendas—, y enseguida me planté en el vestíbulo. La lluvia era tan intensa que me arredró, pero yo era consciente de que si me quedaba en aquella casa sería mi fin. Así pues, me hice con dos paraguas y afronté una vez más el exterior, no sin haber comprobado que la línea telefónica seguía silenciosa. El color de la tarde era tan oscuro que no permitía saber si la noche estaba próxima o no, pero gracias al reloj de pared del vestíbulo sabía que disponía al menos de dos horas para alejarme de allí. No se me ocultaba que estaba huyendo, y en tanto atravesaba el claro hacia los jardines para tomar el camino de la carretera pensé que con ello dejaba a aquel monstruo dentro de la casa; el muerto vivo se había quedado libre y buscaría otras presas con las que saciar su voracidad. ¿Sus futuras víctimas, probablemente buscadas en Wexford, llegarían a pesar sobre mi conciencia? Pero ¿qué podía hacer yo, sola frente a él, salvo tratar de poner a salvo mi vida?
Observé con desánimo el paisaje que me rodeaba, cubierto por una cortina de lluvia. Las condiciones atmosféricas no eran las mejores para ayudarme a interponer la necesaria distancia entre la mansión y yo, y Wilfred de Kavanagh era capaz de ganar terreno con rapidez. «Hueles bien, pequeña», había dicho en la casa del jardinero. ¿Era capaz de olfatear a distancia? Si disponía de ese poder sabría encontrarme donde quiera que me refugiara. Por más que me esforzaba no podía recordar si el día de mi llegada había visto desde la carretera otros lugares, aparte de la casa entre los árboles, que pudieran servirme de refugio por esa noche, pero supuse que con un poco de suerte quizás podría encontrar uno. Apreté el paso, ignorando la lluvia que empapaba mis piernas y escuchando los embates del viento contra los árboles. Caminé durante un buen rato sin ver a un lado y otro de la carretera nada donde protegerme. Eso me desesperaba aún más a medida que la noche parecía ir ganando terreno al día.
De repente me pareció percibir un sonido superpuesto al fragor de la lluvia, e identifiqué que se trataba del motor de un automóvil. Lo primero que vi de él fueron los faros encendidos a causa de la oscuridad del atardecer, todavía más acentuada que otros días, y el coche se fue agrandando poco a poco ante mí. Ahogué una exclamación de júbilo y me situé en medio de la carretera con el paraguas abierto alzado con una mano y agitando con la otra el que llevaba de repuesto. El coche, que me resultaba vagamente conocido, se detuvo antes de llegar a mi altura y supe por qué me era familiar cuando eché a correr hacia él dispuesta a pedir ayuda y vi que la persona que lo conducía no era otra que miss O’Connor. En esta ocasión no pude contener un grito.
—Me habías parecido tú —dijo—. Por Dios, Alice, ¿qué estás haciendo fuera de la casa en una noche así?
La emoción provocada por el inesperado reencuentro y por haber hallado por fin una persona viva me impidió hablar. Unas lágrimas incontenibles se deslizaron por mis mejillas y tuvo que ser miss O’Connor quien lo hiciera primero.
—También debe de extrañarte verme por aquí —dijo—. Estaba preocupada porque no había tenido noticias tuyas desde que te fuiste, y mi preocupación se ha hecho mayor cuando por la mañana he leído en la prensa que Randolph Kavanagh, su esposa y el chófer que los llevaba de viaje con su automóvil han fallecido en un accidente lejos de Wexford... Algo, no sé..., quizás mi intuición, me ha alertado de que tenías que estar en apuros y no he vacilado en venir a verte. Me parecía raro tu silencio y eso me ha impulsado a coger el coche para enterarme de qué sucede.
La noticia del accidente de los Kavanagh y de Patrick me impresionó: estaba rodeada de muerte desde mi llegada a la mansión. Apenas conseguí balbucir:
—Si no la he llamado ha sido porque no funcionaba el teléfono.
—Pero ¿qué haces fuera de la casa a estas horas y bajo la lluvia? —insistió, y añadió con cierto aire de sospecha—. Espero que no hayas cometido una falta y estés huyendo...
Negué con la cabeza mientras miraba la negrura que rodeaba el vehículo.
—Por favor, miss O’Connor —le dije—, vámonos de aquí, tiene que llevarme a la ciudad..., estamos en peligro.
—Mi querida Alice..., dime qué te sucede, estás poniéndome nerviosa.
—Sí, lo haré, pero arranque el coche. No puede imaginar siquiera lo que me ha sucedido.
La noche había caído del todo cuando mi antigua profesora hizo dar la vuelta al automóvil para emprender el camino a Wexford. En torno a nosotras no había más que una oscuridad amenazante. No empecé a hablar hasta que vi cómo el coche dejaba atrás el bosque, más extenso también de lo que había creído advertir al verlo por primera vez, y entonces le conté, con mayor desorden de lo que habría querido, los sucesos vividos en la mansión. Miss O’Connor me escuchó sin interrumpirme ni siquiera cuando mi inquietud hacía que mis palabras surgieran entrecortadas, ni cuando callaba para tomar aliento y miraba temerosa hacia la ventanilla trasera del coche. Cuando acabé se mantuvo en silencio hasta que al cabo de unos minutos lanzó un suspiro.
—Tu historia es... —empezó a decir.
—¿Inverosímil? —acabé la frase por ella—. Le juro que todo lo que he dicho es cierto, no hay nada de mi invención.
—¿Y los Kavanagh han sido capaces de dejaros solos en esas circunstancias? ¡Qué monstruosidad!
—¿Entonces me cree? —inquirí con ansiedad.
—Que yo sepa nunca has mentido... —miss O’Connor encendió un cigarrillo mientras decía eso y, a pesar del frío y de la lluvia, abrió una ventanilla para dar salida al humo—. No tengo experiencia en esas cosas, en las que ni creo ni dejo de creer, pero creo que debemos ir a ver a ese amigo del que te hablé en el internado, John Walcott. Como sabes, vive en Wexford y es un experto en ocultismo y en lo sobrenatural... Es increíble que una cosa así suceda en pleno siglo veinte. No, no, ¡me parece algo tan lejano...!
—Si esas cosas existen, ¿qué diferencia hay entre un siglo u otro? No es cuestión del tiempo en que acontece —argüí.
—Es cierto, a veces mitificamos demasiado la época en que vivimos y no se nos ocurre pensar que el pasado sigue estando entre nosotros... ¡Pero resulta tan increíble! —opinó adoptando una actitud pensativa.
—Se hará tarde para molestar a su amigo —dije, siguiendo los movimientos del limpiaparabrisas y mirando cómo el automóvil iba devorando la carretera.
—No tardaremos tanto en llegar. En cuanto entremos en la ciudad pararé en un pub y entraremos a tomar algo caliente, que nos hace falta, y a llamarle por teléfono. Espero que no se haya marchado de Wexford, ya que suele viajar mucho. Es seguro que le interesará lo que le digas..., siempre está recopilando hechos y datos. La última vez que hablé con él me dijo que estaba escribiendo un libro sobre fenómenos extraños y sobrenaturales acaecidos en este siglo, de los que dice guardar una buena recopilación... Por cierto, me siento orgullosa de lo que hiciste con el libro de ese tal abad Martens.
—¿A qué se refiere?
—A tu traducción del alemán. Me has dejado atónita.
Noté que me sonrojaba.
—Bah... —repuse, quitándole importancia—. Fue gracias al diccionario; tuve suerte de que hubiera uno en la biblioteca. Me limité a traducir literalmente cada palabra y a buscar después un sentido a las frases. Podría haberlo hecho cualquiera.
—Cualquiera no..., se precisa tener mucha voluntad y curiosidad, y hacer un gran esfuerzo de superación. Tampoco habría esperado tanto valor de ti como para llevarte a explorar a solas el subterráneo de Kavanagh Hall o hacer frente a ese Wilfred.
—Usted acaba de decirlo: es cuestión de voluntad y curiosidad. Pero debo confesarle algo y le pido que no se enfade. Cuando abandoné el internado me comentó que yo era una muchacha impresionable, asustadiza, y desde que me vi sola decidí ser diferente, comportarme con entereza.
—¡Qué voy a enfadarme! Lo has conseguido con creces.
A pesar de saberme cada vez más lejos de Kavanagh Hall me inquietaba la amenaza que suponía Wilfred, el hombre que debía seguir estando muerto, convertido en polvo oculto en un nicho, y ser solo un capítulo borrado de la historia de la familia, pero no pude menos que preguntarme si habría sido el único caso que se había dado en la dinastía de los Kavanagh. Era difícil que el Mal surgiera por generación espontánea, a no ser que en Wilfred hubieran confluido la violencia, los abusos de poder y la sangre hecha derramar por sus antepasados feudales.
—Te estaba preguntando cómo podía saber ese Wilfred que tu padre había muerto hace años —me dijo miss O’Connor.
—Perdone, estaba distraída. Lo ignoro, pero simuló hablar con su voz y dijo que esperaba que me reuniera con él.
—¡Qué extraño!
Empecé a distinguir las luces de la ciudad brillando entre la negrura, aunque difusas tras el cristal del parabrisas, como si el firmamento se hubiera invertido y se tratara de estrellas titilantes. El peligro parecía haberse esfumado, pero aun así no me sentía segura del todo mientras fuera de noche. Me impresionó entrar en Wexford y ver por las calles a personas vivas que a pesar de la lluvia se movían con libertad de un lugar a otro, lejos de la mortuoria atmósfera de Kavanagh Hall, ignorantes de que a unas millas de allí esa casa encerraba a un monstruo ávido de sangre, a una abominación de la naturaleza. Sin embargo, no estaba convencida de que el término «encerraba» fuera adecuado, porque sospechaba que Wilfred se las ingeniaría para salir, igual que había hecho al ir a por mí en la polvorienta casa del jardinero, para procurarse alimento ahora que no había nadie a su alcance dentro de ella. ¿Podría desplazarse volando convertido en una especie de murciélago gigante, como se decía en las viejas leyendas?
Resultaba fascinante ver el colorido de los escaparates, apenas apagado por la lluvia, y a las personas entrar y salir de los comercios y de los cines. Era como haber accedido en un suspiro a otro mundo del que casi había estado excluida hasta entonces, o como una suerte de renacimiento. Tal como había anunciado, miss O’Connor detuvo el automóvil cerca de un pub y me hizo bajar para entrar en él corriendo, donde fuimos recibidas por una vaharada de humo. El local estaba concurrido y las luces iluminaban tan poco como las de la mansión, aunque, por supuesto, no inspiraban recelo. Encontramos al fondo una mesa libre y miss O’Connor, tras haber solicitado dos cafés bien cargados de whisky, fue a llamar por teléfono desde un rincón del mostrador. La esperé bebiendo. El primer trago me hizo arder el estómago, pero me reconfortó. Vi que de vez en cuando asentía con la cabeza y al volver a mi lado sonreía con satisfacción.
—Está en la ciudad y puede atendernos ya. Nos espera en su casa —dijo, y al beberse el café añadió—: Veo que me han hecho caso al prepararlo. ¿Cómo te sientes?
—Mejor, aunque no olvido nada de lo que ha pasado, lo tengo ante mí como si acabara de vivirlo.
—Tranquilízate, creo que te sentará bien hablar con mi amigo.
No nos demoramos mucho. En cuanto acabé el café, lo cual me llevó un poco más de tiempo que a miss O’Connor, esta se levantó y me hizo una seña para salir.
—No quiero hacer esperar a John —dijo.
En ese momento entraba un grupo de personas vociferantes y tuvimos que abrirnos paso. De nuevo al volante, miss O’Connor encaminó el coche a través de un dédalo de calles hasta que lo detuvo delante de un sombrío edificio de dos plantas que miré con resquemor porque no había ninguna luz encendida en él. Debió de darse cuenta, ya que comentó:
—Es la casa más adecuada para que la habite un hombre como John Walcott, oscura, algo siniestra... No tienes nada que temer, de lo contrario no te habría traído. John ocupa las dos plantas..., necesita mucho espacio para guardar toda su colección.
Al tratarse de un amigo de miss O’Connor esperaba verme ante alguien de su edad, pero el hombre vestido de negro que abrió la puerta debía de tener unos sesenta años. Alto y extremadamente delgado, hasta el punto de que su rostro se asemejaba a una calavera recubierta de piel, sus abundantes cabellos y su barba eran grises y sus ojos negros tenían una mirada penetrante. Nos invitó a pasar sonriendo.
—Hacía mucho tiempo que no te veía, Susan —dijo, besando a miss O’Connor en las mejillas; volviéndose hacia mí añadió—: Así que tú eres Alice..., bienvenida.
El interior de la casa era tan oscuro como prometía el exterior y apenas pude ver nada por el pasillo. Las paredes de la habitación donde entramos estaban cubiertas de libros, lo cual fue para mí una buena señal a pesar del recuerdo de lo sucedido en Kavanagh Hall. No pude ver de qué clase de libros se trataba, porque las estanterías estaban semiocultas por la sombra debido a que la única luz de la estancia provenía de una lámpara de mesa, junto a la cual había un sillón de piel sobre el que reposaba un volumen encuadernado en pergamino. John Walcott acercó dos butacas e hizo que nos sentáramos en ellas luego de apoyar el libro con cuidado sobre una mesa llena de papeles en la que había también una diminuta estatua amarillenta y una suerte de amuleto.
—Si os parece que hay poca luz puedo conectar la lámpara del techo... Estaba leyendo —dijo como justificándose—. Es el ambiente y la luz que me agradan cuando lo hago. ¿Os apetece tomar algo?
—Acabamos de hacerlo —repuso miss O’Connor—. En cuanto a la luz, por mí está bien así.
Me mostré de acuerdo.
—Con vuestro permiso, yo sí voy a beber algo —dijo Walcott.
Se dirigió a un mueble bar, de donde extrajo un vaso y una botella de whisky de la que se sirvió una cantidad generosa.
—¿Seguro que no queréis? —insistió—. Es un magnífico whisky de malta. Lo reservo para las buenas ocasiones y esta es una de ellas.
Lo dijo mirándome, pero repuse esbozando una sonrisa que, me temo, debió de parecerse más a un rictus:
—Se lo agradezco, pero no estoy acostumbrada a beber y lo que he tomado en el pub se me ha subido a la cabeza.
Con el vaso en la mano, John Walcott se sentó en el sillón, tomó un sorbo y se quedó mirándome en silencio. Permaneció así, paladeando el whisky y sin apartar los ojos de mí, hasta que por fin habló.
—Susan me ha dicho que te has escapado de Kavanagh Hall después de vivir una terrible experiencia —dijo con seriedad—. Debo apuntar que no me coge por sorpresa, ese caserón es uno de esos lugares con pasado que hay en tantos países..., un lugar donde pueden suceder cosas —enfatizó las últimas palabras—. Ahora quiero que me lo cuentes tú misma. Ten en cuenta que cualquier detalle puede tener importancia aunque te parezca insignificante.
Siempre me había sentido intimidada a la hora de hablar con desconocidos, pero el café con whisky debió de romper mis inhibiciones porque hice un relato detallado, y también más coherente del que le había hecho a miss O’Connor en el coche, de todo cuanto había vivido y observado en la mansión de los Kavanagh. A medida que avanzaba en mi narración me di cuenta de que la arruga vertical que surcaba la frente de John Walcott se hacía más profunda y de que en sus ojos aparecía un curioso brillo, como si mis palabras hubieran pulsado en él un resorte interno que estimulara su mente. Cuando acabé mi relato pidió que le contara de nuevo mi incursión en la cripta, el estado en que había encontrado la capilla y las formas de las que mi agresor se había servido para tratar de entrar en la vieja casa del jardinero, y sobre todo que le describiera el cadáver de Charles Kavanagh. Para entonces ya había acabado de beberse su whisky.
—No he inventado nada —le aseguré.
Se había cubierto el rostro con la mano derecha, apoyando dos dedos en la frente, en actitud reflexiva o como si le molestara la escasa luz de la estancia, y me di cuenta de que tenía los ojos entornados. La apartó para decirme con voz suave, abriéndolos:
—Te creo.
Miss O’Connor me animó con la mirada, pero no dijo nada.
—Por supuesto tenía conocimiento de los horrores cometidos por Wilfred de Kavanagh a finales del siglo dieciocho, de los cuales ya nadie habla hoy porque se cree erróneamente que el pasado está muerto cuando, como tú misma has podido comprobar, no es tan sorprendente que vuelva aunque sea adoptando formas distintas —añadió Walcott—. El Mal se transmite... Ahora debo meditar sobre lo que has contado y necesitaré consultar algunos libros y documentos.
—Bien, nos veremos mañana —dijo miss O’Connor levantándose—. Alice y yo tenemos que buscar alojamiento en un hotel antes de que sea demasiado tarde para encontrar una habitación libre.
—¿Demasiado tarde en Wexford? —repuso Walcott irónico—. ¿Sabes dónde estás? En esta ciudad nunca hay problemas de alojamiento en invierno, pero no vais a ir a ninguna parte porque en el piso de arriba tengo una cama para cuando recibo visitas de amigos.
—No queremos causarte molestias.
—¡Qué tontería, Susan! No es ninguna molestia. Incluso prepararé algo para cenar..., imagino que debéis de tener apetito.
—No, lo haré yo —se opuso miss O’Connor.
—No temas, soy un buen cocinero.
—Me marché corriendo de Kavanagh Hall sin llevarme mi maleta y no tengo camisón —apunté.
—Eso no es problema, si no te importa te daré uno de mis pijamas nuevos, te servirá para una noche.
—Yo lo tengo en la bolsa de viaje, en el coche. Lo he traído porque pensaba dormir en un hotel después de haber visto a Alice —intervino miss O’Connor.
—Si lo hubieras hecho no te lo habría perdonado. Ve a por él y toma la llave para entrar y salir.
Aproveché que Walcott y miss O’Connor me dejaron a solas para curiosear los libros de las estanterías. Nunca había oído hablar de los títulos que llegué a ver en los lomos, pero tal vez por eso mismo ejercieron sobre mí el atractivo que despierta en las mentes inquietas la posibilidad de adquirir conocimientos nuevos, y de buena gana me habría dedicado a hojearlos a pesar de mi estado de ánimo. Poco después del regreso de mi antigua profesora con su bolsa, nuestro anfitrión nos avisó de que la cena estaba lista. Había preparado una ensalada y un bistec, que comimos en una sala contigua a la habitación donde habíamos estado hablando. Esta vez me di cuenta de que las paredes del pasillo estaban llenas de recortes de prensa y fotografías. Durante la cena, Walcott no me preguntó nada ni hizo comentarios sobre mi odisea y se limitó a interesarse por el funcionamiento del internado.
—Siempre me ha llamado la atención que lo llamen internado y no orfanato, como si fuera una residencia para muchachas de buena familia..., no entiendo los motivos, si los hay —comentó.
—Supongo que se debe a que el término suena menos deprimente —repuso miss O’Connor, quien aceptó un whisky para la sobremesa; animada por ella, que dijo que no me sentaría mal beber algo después del ajetreo del día, acabé cediendo a la invitación de Walcott y tomé también un poco.
Yo no dije nada porque el nombre no me resultaba extraño, pues siempre lo había llamado así. Walcott nos entretuvo hablando de una secta satánica que había existido en Dublín en los años treinta, sobre la cual había reunido una abundante documentación que la vinculaba con el movimiento nazi y su gusto por el ocultismo, pero la charla no se prolongó mucho porque pidió que nos acostáramos enseguida.
—Es probable que debamos levantarnos antes de la salida del sol —dijo al despedirnos en el piso de arriba—. Lástima que no disponga de tiempo para enseñarle a Alice mi colección de objetos..., procede de casi todo el mundo, me ha llevado muchos años reunirla y está repartida por varias habitaciones. Será en otra ocasión.
Las desnudas paredes del dormitorio a donde nos llevó estaban casi cubiertas de desconchones provocados por la humedad y por la vejez de la pintura, y no había en él más que un armario y una mesilla, ambos vacíos, y una ventana cuya persiana, para mi desconsuelo, no pudimos bajar por más que me esforcé porque se hallaba atascada. Pero la cama era cómoda, aunque me sentía rara con aquel pijama de Walcott, y no me costó quedarme dormida, cansada como estaba y aturdida por el whisky. Antes, le comenté a miss O’Connor que si los Kavanagh habían muerto serían inhumados en el mausoleo de la familia.
—Supongo que sí, después de que se les practique la autopsia —dijo.
—La hija y el yerno deberán regresar de su viaje...
—Y tendrán que hacerse cargo de los cuerpos —concluyó Susan.
Ella también debió de dormirse enseguida, pues no llegamos a intercambiar ninguna otra frase aparte de «buenas noches».
Debía de llevar poco rato durmiendo cuando me despertó una sensación de peligro. Mis días y noches en Kavanagh Hall habían agudizado de tal forma mis sentidos que cualquier cosa me ponía alerta. La respiración regular de miss O’Connor indicaba que dormía profundamente. Recorrí la estancia con la mirada y no vi nada que justificara mi malestar: solo estábamos en ella mi antigua profesora y yo. Lo mismo sucedió cuando fui a mirar por la ventana. Fuera, todo yacía en una calma aparente, aunque el temor me impidió abrir las hojas para asegurarme. La calle estaba oscura y no advertí nada sospechoso, pero la sensación persistió durante el tiempo que permanecí asomada tras el cristal, no mucho porque hacía bastante frío, empañándolo con el vaho de mi aliento. El único sonido era el de la lluvia, que me había acompañado desde la mansión y me resultaba casi familiar.
Me disponía a volver a la cama cuando percibí un movimiento furtivo en el exterior. Sin embargo, apenas duró el tiempo de un parpadeo y ya no volví a advertir nada. Profiriendo un suspiro pensé que Kavanagh Hall había hecho de mí un ser aún más asustadizo de lo que había dicho mi antigua profesora, pero al acostarme vi dos ojos en la ventana que despedían el mismo fulgor rojizo que los que había sorprendido vigilándome en la mansión y lancé un grito. Miss O’Connor se incorporó de un salto para preguntar qué sucedía, a la vez que daba la luz de la mesilla.
—Hay alguien fuera..., al otro lado de la ventana..., unos ojos —musité.
—No hay nadie —repuso con voz somnolienta—. Seguramente has padecido una pesadilla...., no me extraña después de todo lo que has vivido en esa casa.
En efecto, detrás de la ventana no se vislumbraba más que la oscuridad de la noche. Debí de gritar con fuerza, porque John Walcott entró en el dormitorio tras haber pedido permiso aporreando la puerta. Vestía las mismas ropas, lo cual indicaba que no se había acostado, y llevaba en las manos una agenda de notas y un libro.
—He oído gritar —dijo.
En lugar de decir, como yo esperaba cuando le expliqué lo que había visto, que era imposible, echó a correr hacia la ventana para abrirla de par en par. Le vi mirar a uno y otro lado, pero volvió a cerrarla después de unos minutos de permanecer expectante.
—Ha debido de ser un mal sueño —opinó miss O’Connor.
—Puede ser —repuso Walcott, pero su expresión se había endurecido y creí detectar cierta preocupación en su mirada—. Estaré despierto en mi habitación. No tenéis más que llamarme si sucede algo extraño..., sea lo que fuere.
—¿No vas a dormir? —le preguntó mi antigua profesora.
—Tengo mucho que hacer hasta mañana. Descansad..., os despertaré cuando llegue el momento.
Al quedarnos solas le aseguré a miss O’Connor que los ojos que había visto en la ventana eran reales, y reaccionó mirando hacia ella antes de apagar la luz. No tardé en volver a quedarme dormida porque mi cansancio era aún mayor que mi temor, pero lo hice mirando a la ventana.
Nos despertaron unos golpes en la puerta y la voz de John Walcott diciendo que nos esperaba abajo. Todavía era de noche y me sentía fatigada, pero aun así me incorporé sin tardanza. Miss O’Connor me imitó y, tras asearnos en el cuarto de baño, situado en el mismo pasillo, y vestirnos, bajamos a la estancia donde habíamos estado hablando a nuestra llegada a la casa. John Walcott nos aguardaba de pie. Tenía encima de la mesa un maletín abierto que cerró en cuanto entramos.
—Aún tardará bastante en amanecer. Sentaos, he hecho café —dijo, y salió para regresar enseguida portando una bandeja con una cafetera y tres tazas—. Debo ir ahora mismo a Kavanagh Hall, no puedo dejar que la situación que se ha creado siga así... Esta noche he estado reflexionando y creo que debería ir solo, pero la colaboración de Alice puede serme valiosa.
Asentí a pesar de que la sola idea de volver a aquella mansión me resultaba insoportable.
—Iré con usted —añadí.
—Susan, tú puedes quedarte aquí o volver a tu trabajo, me bastará la ayuda de Alice, que conoce bien esa casa.
—No pienso dejaros solos..., no me lo perdonaría.
—Si vienes correrás un riesgo innecesario —insistió John Walcott—. Además olvidas tu trabajo en el internado.
—Podrán pasarse otro día sin mí. John..., Alice y tú sois mis amigos..., estaremos juntos en esta aventura.
—¿Aventura? —Walcott negó con la cabeza—. Yo no lo veo así, es una tarea, un deber. Tengo que hacer lo posible para borrar a esa alimaña de la faz de la tierra y estoy bien preparado para ello —en tanto lo decía dio unos golpecitos en el maletín.