Capítulo 5 LA CASA ABANDONADA
DESPUÉS de leer eso quedé sobrecogida hasta el punto de que estuve un rato sin moverme, y mi horror fue creciente en cuanto oí unos gemidos fuera de la habitación: la banshee se manifestaba a pesar de la lluvia, anunciando con ellos otra muerte inminente. Releí mi elemental traducción literal con la esperanza de haber cometido un error, pero las palabras y las frases eran contundentes y no daban cabida a otra forma de ordenarlas; tenían un sentido unívoco, solo podían referirse a aquello. Tragué saliva mirando la puerta, la silla y la ventana tapada, y mi mano se deslizó hasta mi cuello para acariciar la cruz celta. ¿Sería suficiente protección en aquel reino de oscuridad?
Ahora lo comprendía todo: las desapariciones de las jóvenes; que el hijo de los Kavanagh no bajara a comer ni a cenar y estuviera casi todo el día encerrado en el laboratorio; el significado de la lápida rota; el nicho sin ocupante; la figura a la que había sorprendido observándome en el vestíbulo y en el recodo de la escalera; las voces que había oído desde la cripta... Era horroroso. ¿Dónde se mantendría oculto a la luz Wilfred de Kavanagh, a quien debían de pertenecer los ojos llameantes? ¿En el panteón, en el laboratorio o en la propia habitación de Charles? ¿Quizás en el pasadizo que yo había recorrido a ciegas sin saber nada? ¿Era posible que los Kavanagh no se hubieran enterado de lo que estaba sucediendo en su casa? Como no lo creía posible, eso me hizo sospechar que los otros miembros de la familia se habían marchado sabedores de la situación y no volverían después de habernos dejado solos para servir de alimento a los suyos. Una vez muerta la servidumbre, estos tendrían que procurárselo fuera de los muros de Kavanagh Hall. Recordé a Randolph Kavanagh ordenándome con sequedad que me desprendiera de la cruz. Era como un salto en el tiempo, un inesperado retorno a los lejanos días de horror vividos en aquel recinto. ¿Cómo sería el rostro de ese Wilfred redivivo?
No podía silenciar mi descubrimiento, tenía que decírselo cuanto antes a los Frankland, explicarles el peligro que corríamos dentro de la casa y el porqué de la desaparición de las doncellas, pero titubeé antes de decidirme a apartar de la puerta la silla, descorrer el cerrojo y abrir. Lo que me proponía decirles resultaba excesivamente fantástico para que lo creyeran, y sin embargo debía hablar con ellos. Hice lo que había pensado y me asomé al corredor, donde el único sonido que llegó a mis oídos fue el de la lluvia, fija y obsesiva como un tormento. Eché a andar hacia el dormitorio de los Frankland sin dejar de mirar a la oscuridad donde se hallaban la estancia vacía y el nacimiento de la escalera de caracol, y llamé en la puerta con los nudillos. Nadie respondió. Apenas dejé una pausa para volver a hacerlo y solo tuve la respuesta de un silencio que en mis circunstancias no podía ser más aterrador.
¿Estaría sola en la casa?, me pregunté.
A la tercera tentativa, cuando me preguntaba dónde se habrían metido los Frankland, percibí un rumor en el interior del dormitorio y poco después oí al ama de llaves preguntando quién llamaba.
—Soy yo, Alice —me identifiqué, aunque me parecía innecesario puesto que solo estábamos en la casa ellos y yo; Charles no habría llamado a su puerta; y era mejor no pensar en la presencia de Wilfred, idea que, no obstante, me hizo mirar a mi alrededor—. Debo hablar urgentemente con ustedes.
Lo dije en un susurro, pero aun así me pareció que mis palabras sonaban con estridencia, rompiendo el pesado silencio.
—¿Sabes qué hora es? No hay nada tan urgente que no pueda esperar hasta mañana —repuso mistress Frankland.
—¡Es necesario, créame! Se trata de Angie, Mary y la otra chica desaparecida —alcé la voz.
—No me digas que han esperado a aparecer ahora, en plena noche —en su tono de voz se combinaban la irritación y la ironía.
—Sé lo que les ha sucedido.
—Vete a dormir, hablaremos mañana.
—¡Por favor, abra! —insistí sin dejar de mirar con aprensión la oscuridad.
Oí el ruido del cerrojo y enseguida mistress Frankland asomó su cabeza por la puerta, solo entreabierta.
—He descubierto algo terrible..., hay alguien más en Kavanagh Hall..., un ser monstruoso, un bebedor de sangre. Es un antepasado de la familia, Charles lo ha hecho revivir y él mismo se está transformando en otro igual... Es seguro que las tres chicas están muertas.
Cuando lo resumí, yo misma dudé de que lo hubiera expuesto con la debida fuerza y poder de convicción.
—¿Qué tonterías dices? ¿Estás hablando de vampiros hoy día?
—Lo he sabido gracias a muchos detalles; el principal lo he encontrado en un libro de la biblioteca.
—Oh, vuelve a la cama y deja dormir a los demás..., has debido de tener una pesadilla. Lees demasiado y eso te hace tener excesiva imaginación.
—No ha sido un mal sueño, le aseguro que es cierto.
—Ya hablaremos mañana —dijo no por primera vez, al tiempo que cerraba la puerta dejándome sola fuera.
—¡Al menos déjeme pasar esta noche con ustedes, me da miedo estar sola! —supliqué en vano.
Tuve que hacer un esfuerzo para no seguir llamando o prorrumpir en gritos de protesta. Ya había dado por supuesto que mi historia le resultaría fantástica en exceso y no me creería, pero al menos esperaba algo más de atención por su parte. ¿Me habría hecho más caso Richard Frankland? Su nombre estuvo a punto de salir a gritos de mi boca, mas intuí que tampoco tendría nada que hacer con él porque para ese hombre únicamente parecían existir la cocina y la comida que preparaba.
Mi fracaso me dejó un amargo sabor de boca y ante una situación difícil. Esa noche, después de lo que había leído, mi terror había vencido a mi curiosidad, era más poderoso que mi voluntad de ir hasta el final en mi búsqueda. Volvía a ser la muchacha impresionable, como me había definido miss O’Connor, y si en esos momentos hubiera podido huir de la casa lo habría hecho sin dudarlo, incluso dejando mis ropas en el armario de mi dormitorio y llevándome solo lo puesto, pero estábamos muy lejos de Wexford y, aunque todavía quedaba un automóvil en el garaje, para mí era como si no hubiera ninguno porque no sabía conducir. Patrick tampoco estaba para llevarme a Wexford, y no sé si de haber estado lo habría hecho sin contar con el permiso de los Kavanagh. Y me esperaba una larga noche durante la cual podía suceder cualquier cosa, más aún tras la advertencia de los gemidos continuos de la banshee. Solo podía hacer dos cosas: encerrarme en el dormitorio hasta el alba y volver a hablar con los Frankland, confiando en que Richard supiera conducir y en que le convenciera para llevarme a la ciudad, o bien pasar la noche fuera de la casa; la primera no me inspiraba confianza, teniendo en cuenta la experiencia del libro sustraído de mi habitación en mi ausencia, y la segunda ofrecía el inconveniente de que estaba lloviendo y no sabría dónde refugiarme, pues tendría que excluir el garaje (pensé que con toda probabilidad Patrick se habría llevado las llaves de la puerta). Fue entonces cuando se abrió paso en mi mente, como un relámpago entre las nubes, la casa que había visto desde el coche el día de mi llegada y que, según Angie, había sido en tiempos la residencia del jardinero. Si lograba llegar a ella nadie sabría que me encontraría allí. Para eso tendría que arrostrar la lluvia y buscarla a oscuras entre los árboles..., pero antes de salir debería bajar por la escalera principal o por la de caracol y atravesar el vestíbulo. Si era malo permanecer en mi dormitorio, también lo era vagar sola por la mansión e ir de noche en busca de la casa. Si me decidí por lo último fue porque, pese a todo, me parecía preferible estar fuera de Kavanagh Hall.
¿Debería servirme de la escalera de caracol o de la principal?
Opté por la segunda y esta vez no llevé conmigo una vela, no solo porque no tenía el propósito de regresar a mi dormitorio: deseaba pasar inadvertida y no quería que el movimiento de una llama en la oscuridad llamara la atención de nadie. Apretando los puños para infundirme valor, crucé la estancia desierta, frontera entre las dependencias de la familia y las destinadas a la servidumbre. El olor, reactivado por la intensa humedad que se adhería a todos los poros de la casa, era repelente, pero no me arredró porque estaba firmemente decidida a pasar la noche fuera. Me parecía que cada zona de sombra más intensa que las otras escondía un peligro, y cada rincón una figura acechante, y no se me ocurrió nada mejor que alzar la cruz celta a un par de palmos por delante de mí, como si se la estuviera mostrando a alguien. Salvé sin contratiempos el tercer piso, allí donde nacía la oscuridad de medio mundo de Charles Kavanagh —el otro medio se situaba en las entrañas de la casa—, confiando en que este se hallara en su laboratorio.
Solo o con Wilfred de Kavanagh... Volví a preguntarme cómo sería el rostro de alguien muerto hacía siglos y que había vuelto a la vida.
A cada paso me sentía más cerca de la puerta de salida, pero cuando pasé a la altura del corredor donde estaba la biblioteca no pude evitar el pensamiento de que el horror que me inundaba esa noche había nacido entre los libros que tanto amaba. ¿Qué habría sucedido si mi curiosidad no me hubiera inducido a pasar las páginas de esos volúmenes secretos? Quizás estaría sobrecogida por la atmósfera siniestra de Kavanagh Hall y la desaparición de las tres doncellas, pero también estaría más indefensa ante la amenaza porque ignoraría lo que se cernía sobre mí.
Ahora tenía que afrontar la parte más difícil en el interior de la casa: recorrer la distancia desde los primeros peldaños de la escalera hasta la salida, el recoveco de la puerta del pasadizo y el vestíbulo con sus sombras y armaduras. Aunque estaba presa de un profundo malestar, miré hacia detrás de la escalera y, al no ver nada sospechoso, me planté en el vestíbulo. Las armaduras me inspiraban aprensión y procuré no perderlas de vista mientras me dirigía hacia la puerta, temerosa de que alguna de ellas echara a andar de repente. Por lo que pude advertir antes de salir, continuaba lloviendo con fuerza, pero sabía que a un lado de la puerta había una especie de paragüero donde Randolph Kavanagh guardaba también sus elegantes bastones. Dentro de él había cuatro paraguas. Me hice con uno y lo abrí.
El panorama que me esperaba fuera no era mejor que el que había dejado a mi espalda. Una cortina de lluvia impedía ver los jardines, tan oscuros por lo demás como el interior de la mansión, y menos todavía los árboles que nacían detrás del parque. El cielo era un inmenso velo negro, sin resquicios. Como no podía esperar a que aminorara la lluvia, lo cual no daba muestras de que fuera a suceder, abrí el paraguas, pero en el preciso instante en que cerraba la puerta a mi espalda creí oír una voz que decía, o más bien susurraba: «¿A dónde vas, pequeña?». Empujada por esas palabras bajé deprisa los peldaños que llevaban al claro y a la fuente, antes seca y ahora con los bordes brillantes a causa de la lluvia, en tanto buscaba en mis recuerdos cómo orientarme. Yendo en el coche había visto la casa a la izquierda entre los árboles del bosque, antes de llegar a los jardines, por lo que me encaminé con decisión hacia la derecha. El paraguas apenas servía de contención para el agua, que producía un fuerte tamborileo al abatirse contra la frágil tela.
Al llegar a los primeros árboles después de haber atravesado un jardín cubierto de hojas mojadas y arrastradas por la lluvia, me volví a mirar atrás para cerciorarme de que nadie me seguía, y tuve un escalofrío al advertir dos brillos rojizos en una de las ventanas de la fachada. Debían de ser los ojos de Wilfred de Kavanagh..., o los de Charles, avanzado ya su proceso de transformación. Eso me hizo apartar la mirada con la misma rapidez que si hubiera sufrido la repentina picadura de un insecto y me interné presurosa por la espesura, sin que me importaran el barro ni la rara música producida por la lluvia en su chocar contra las hojas y las ramas de los árboles. El paraguas era un impedimento para avanzar porque los árboles estaban tan próximos unos a otros que debía esquivar los troncos y no pocas ramas bajas; sin embargo, no podía prescindir de él. La oscuridad suponía otro obstáculo para mi búsqueda, pero confiaba en no tardar en divisar la mole de la casa, más clara que el resto del paisaje. ¿Qué haría si la hallaba cerrada? No quise pensar en eso y seguí avanzando entre los árboles, cambiando de orientación de vez en cuando. Los zapatos me pesaban por el barro que se había aposentado en ellos, lo cual hacía más dificultoso cada paso que daba, y tenía empapados los bajos y las mangas del vestido.
Ya desesperaba de encontrar la casa cuando la vi emerger súbitamente como en un sueño, a poca distancia de donde me encontraba. Animada por ello, traté de ir más deprisa sin perder de vista la claridad de sus formas, que destacaban en el paisaje vegetal, y cuando me vi ante ella y junto a un cobertizo que había a su lado, no perdí tiempo mirándola sino que me dirigí hacia la puerta, de tosca madera. No estaba cerrada. El interior apestaba a falta de ventilación, a moho, a vegetación corrompida y a putrefacción orgánica, la cual atribuí a que algún animal enfermo o malherido debía de haber buscado refugio para morir a solas allí. Si quería pasar la noche en ese lugar tendría que habituarme a convivir con el hedor. Con la lógica desconfianza después de lo sucedido con el libro en el dormitorio, lo primero que hice al entrar fue asegurarme de que la puerta cerraba sin dificultad y de que hubiera un cerrojo de refuerzo, como así fue. Debía de estar oxidado por la falta de uso y por los efectos de tanta humedad, pero solo tuve que hacer algo de fuerza para moverlo de un lado a otro, como sucede al manipular cosas que no han sido utilizadas desde hace tiempo.
Cuando mis ojos se acostumbraron un poco a la oscuridad del interior divisé una mesa y tres sillas de madera, así como un pequeño fogón donde supuse que el jardinero debía de prepararse sus comidas. Al tocar la mesa y las sillas dejé las huellas de mis dedos: estaban cubiertas de polvo, igual que el suelo. La casa, dado el estado en que se hallaba, no era un lugar acogedor pero resultaba preferible a tener que pasar la noche en Kavanagh Hall. Lo malo era el hedor: no solo no me habituaba a él sino que cada vez me parecía más penetrante. Casi me mareaba. Solo al cabo de un rato me di cuenta de la presencia de una escalera por la cual se debía de acceder a otro piso, y como no había señales de que en la parte baja hubiera habido un lecho deduje que el jardinero dormiría arriba.
No subí a comprobarlo de inmediato; antes me ocupé de recorrer la estancia para mirar de cerca la única ventana que había en ella. Una resquebrajadura con los bordes sucios atravesaba el cristal en diagonal, y dos gruesos barrotes de hierro se encargaban de protegerla del exterior. Aunque no llevaba nada que me permitiera ver mejor en la oscuridad, advertí que los barrotes estaban oxidados, y al tirar de ellos opusieron una gran resistencia, lo cual me infundió cierto alivio. La lluvia hacía invisibles los árboles que rodeaban la casa o, diría mejor, la cabaña. De buen grado habría abierto la ventana para ventilar la estancia y neutralizar el insoportable hedor, si tal cosa era posible, pero a pesar de los barrotes me sentía más segura manteniéndola cerrada.
Ahora debía inspeccionar el resto de la casa. Miré con desánimo la escalera de madera. Si bien no conservaba un buen recuerdo de las escaleras de Kavanagh Hall, tenía que subir para cerciorarme de que en la parte de arriba no hubiera un hueco por el que se pudiera entrar. Froté una y otra vez en el suelo las suelas de mis zapatos para despojarme del barro. Los viejos peldaños, hinchados de vejez y de humedad, crujieron bajo mi peso, y conforme subía el hedor se iba haciendo más repugnante, hasta el punto de que pensé en desistir, pero debía velar por mi seguridad. La escalera, cuyos crujidos no dejaron de acompañarme en mi subida, daba a una estancia de idénticas proporciones a la otra. En ella había una silla, un camastro, un armario, dos ventanas protegidas asimismo con barrotes, un lucernario cubierto con una especie de plancha de metal, también sucio, y muchas telarañas. Y estaba también el hedor, más allá de los límites de lo descriptible. Había tanta suciedad en el lecho que jamás se me habría ocurrido tumbarme en él. Pensando que en el armario podía haber mantas que, por mucho que fueran viejas, servirían para acomodarme sobre ellas en el suelo, fui a abrirlo y en cuanto lo hice proferí unos alaridos.
Dentro había restos humanos y los huesos despuntaban entre los boquetes abiertos en la carne podrida como mástiles del barco de la muerte. Me pareció ver que algo se movía por ellos, probablemente gusanos. El hedor provenía de ahí. Sin dejar de gritar, cerré con un golpe la puerta del armario y retrocedí hasta una de las ventanas para quedarme inmóvil un rato, sin poder apartar de mi mente aquella visión. Tuve que reprimir un conato de vómito y hacerlo casi me provocó un ahogo que hizo aflorar lágrimas a mis ojos. Los restos debían de ser los de alguna de las doncellas desaparecidas, y a juzgar por su estado y por el tiempo transcurrido, no me costó imaginar que se trataba de mi antecesora..., eso contando con que no hubiera habido otra desaparición antes de la suya de la que no tuviera noticia. Esta vez ya no pude evitar abrir las ventanas. Si me decidí fue por la protección que ofrecían los barrotes de hierro e instada por el aire irrespirable de la estancia. Aun con la compañía de los restos humanos seguía creyendo que había hecho la mejor elección de las que se me habían ocurrido, pero en modo alguno resultaba satisfactoria ni, menos aún, segura.
¿Dónde habrían escondido los cadáveres de Mary y Angie? Todavía debían de servirles como alimento...
Lo que había visto confirmaba que Wilfred de Kavanagh seguía devorando a sus víctimas después de haber bebido su sangre, por lo que entraba dentro de lo posible que los cuerpos de mis compañeras estuvieran todavía dentro de la mansión. Mi mente era un torbellino de pensamientos e ideas. Cuando logré serenarme un poco me dije que al día siguiente —si lograba salir con vida de esa noche— convencería a mistress Frankland o a su marido, o a ambos, para que vinieran conmigo a la antigua casa del jardinero, donde les ofrecería una prueba de la veracidad de mi historia, y juntos podríamos establecer un plan de fuga; algo se nos ocurriría. Tal vez para entonces incluso funcionara ya el teléfono y podría solicitar ayuda a la policía de Wexford y a la propia miss O’Connor.
A través de las ventanas el viento arrojaba ráfagas de lluvia al interior de la estancia, pero a pesar de la ventilación el olor persistía como una enfermedad infecciosa adherida a la piel. Puesto que no quería estar cerca del armario y su macabro contenido, bajé a la habitación de la entrada despertando de nuevo en los viejos peldaños unos gemidos semejantes a los de la banshee, y observé impotente el cuadro desolado que se ofrecía a mis ojos. Suciedad, abandono, telarañas, soledad, hedor... No me creía capaz de dormir, y menos arriba, por lo que me decidí a permanecer despierta confiando en que no sucediera nada.
Mi reloj había debido de sufrir un golpe durante mi huida y estaba parado. Ignoro cuánto permanecí así, como atontada e incapaz de moverme, hasta que reparé en que la lluvia iba haciéndose menos intensa. Luego cesó del todo y enseguida pude oír el canto de algún animal nocturno poniendo otra música distinta en la noche. La calma parecía haber vuelto al paisaje arbolado, pero el ulular del viento lo desmentía: era como un recordatorio de que todo seguía igual que antes, a excepción de la lluvia. Entonces percibí unas palabras que, unidas a las que había creído oír al abandonar la mansión, me llenaron de pánico: «Es inútil que pretendas esconderte, pequeña, mi olfato te va a descubrir». Fui a asomarme a la ventana, contra la cual froté un par de veces la cruz celta. Al otro lado no se advertía otro movimiento que el de los árboles sacudidos por el viento, ahora visibles después de la lluvia. Sin embargo había oído esas palabras..., ¿o era mi propio miedo quien las había articulado?
No aparté la vista del ventanal, expectante, temerosa de ver despegarse una sombra de entre las sombras y avanzar hacia la casa, hasta que me pregunté si habría hecho bien dejando abiertas las ventanas de la estancia superior y no haber inspeccionado el lucernario; si este no se hallaba tan protegido como las ventanas, cualquiera podría entrar por él. Pero la sola idea de regresar a aquel antro de horror me producía repugnancia y volví a concentrar mi atención en el exterior. Mi sensación de estar relativamente protegida dentro de la casa no duró mucho: desde el ventanal podía vigilar si alguien se aproximaba a ella de frente, pero ¿y si llegaba por los laterales o por la parte de atrás? Lo tendría a escasa distancia sin haberme enterado y la primera noticia de ello sería verlo al otro lado del ventanal.
Estaba sumida en tales digresiones cuando oí unos crujidos provenientes de la escalera. Al mirar hacia allí vi solo la oscuridad que tenía como compañía desde mi llegada, pero los peldaños enseguida volvieron a crujir. No eran crujidos continuados, producidos por alguien que bajara con normalidad, sino espaciados, como si el que los arrancaba de la madera se estuviera deteniendo en cada peldaño para regocijarse con el temor que podía causar. Yo no tenía nada con lo que defenderme, por lo que, conteniendo el aliento y alzando de nuevo ante mí la cruz celta, fui hasta al nacimiento de la escalera. Me detuve en cuanto dejé de oír los crujidos y miré angustiada a mi alrededor buscando alguna clase de arma. Si la casa había sido la vivienda del jardinero, era seguro que debía de haber utensilios de cocina y herramientas de jardinería. Estarían inutilizables pero alguno podría servirme de defensa.
Al lado del hogar había un cajón en el que encontré una docena de cuchillos y varias cucharas y tenedores oxidados, como todo en aquella casa. Probé la resistencia de uno de los cuchillos clavándolo en la mesa. Soportó la prueba, aunque estaba tan emponzoñado que casi daba miedo tocarlo, y de momento lo dejé clavado. Entonces recordé que había visto junto a la casa una especie de cobertizo donde el jardinero debía de haber guardado sus herramientas, entre las cuales no faltaría algo tan indispensable en su oficio como unas tijeras de podar. Después de tanto tiempo también estarían en mal estado, pero resultarían mucho más contundentes que un cuchillo herrumbroso... Sin embargo, para hacerme con ellas tendría que salir, estar desprotegida al aire libre. El pensamiento de verme fuera de la casa y sufrir un encuentro con Wilfred de Kavanagh, o con Charles, o, peor aún, con ambos, bastó para arredrarme, al tiempo que volví a percibir los crujidos. Desclavé el cuchillo y, con este en una mano y la cruz celta alzada con la otra, me encaminé hacia la escalera. No lo hacía solo para averiguar quién los producía: si quería sentirme mejor o más firme debía cerciorarme de que el lucernario era seguro y no podría servir de entrada a la casa. Ahora fui yo quien provocó los crujidos.
A primera vista mis temores parecían infundados, pues no había nadie en la escalera, y atribuí los crujidos a la propia madera enferma de vejez y atacada quizás por las termitas. Tampoco vi a nadie en la estancia de arriba.
No había conseguido gran cosa dejando las ventanas abiertas, porque el aire estaba igual de hediondo que antes. Eso me hizo cerrarlas y, después de echar un vistazo al exterior, coloqué una silla debajo del lucernario evitando mirar al armario. Aunque no me inspiraba seguridad, me subí a ella y alcé los brazos hasta alcanzar la chapa de metal que lo cubría, convertida en un depósito de óxido. Dado que la chapa me inspiraba a la vez aprensión y temor a hacerme con ella un rasguño que se infectaría con facilidad, no me atreví a hacer nada hasta que rasgué un pedazo de los bajos de mi vestido para utilizarlo como un guante o un punto de apoyo para empujar.
La silla se tambaleaba ligeramente amenazando con derrumbarse: la madera debía de estar tan podrida como el resto de la casa..., o como el cuerpo que había dentro del armario...
La asociación de ideas añadió otro escalofrío a los que estaba sintiendo esa noche y puso un nudo de angustia en mi pecho, que se hizo más fuerte cuando evoqué a las desaparecidas Angie y Mary. Tal como había previsto, el pedazo de vestido me ayudó a empujar hacia arriba la chapa del lucernario sin tocarlo directamente. No cedió, pero tenía que saber si al otro lado también había barrotes o estaba al descubierto, si bien no era habitual que los lucernarios estuvieran protegidos de esa manera; en el caso de que los hubiera, significaría que el jardinero los habría colocado para impedir la entrada de algún animal. La chapa siguió sin ceder a mis esfuerzos. Tanteando por los laterales, como ya había hecho en el pasadizo, descubrí una diminuta palanca de la que tiré sin dudar, y al fin la chapa se desplazó de un lado a otro produciendo un molesto chirrido metálico. Había dos barrotes y también algo más: un rostro.
Se trataba de un desconocido y sus ojos consistían en dos bolas negras como la noche. En cuanto sonrió al verme allí sobresalieron de su boca unos afilados dientes en los que advertí señales de sangre. Si no era Charles debía de ser el propio Wilfred de Kavanagh. Di un salto hasta alcanzar el suelo al tiempo que la silla se derrumbaba levantando una nube de polvo espeso, hediondo. El desconocido siguió mirándome desde el lucernario y sus dientes parecían cada vez más grandes y agudos, y también más pérfida su sonrisa. Los latidos de mi corazón se aceleraron mientras retrocedía hasta situarme entre las ventanas. El rostro desapareció de repente y por el lucernario solo se advertía la negrura de una noche sin estrellas. Me temblaban las manos y tuve que respirar hondo, sin que me importara el hedor del ambiente, con el fin de suavizar el ritmo de mis latidos, pero sentí como si el emponzoñado aroma de la muerte hubiera hecho presa en mí.
Un estrépito de cristales hizo que me apartara de allí para situarme en medio de la estancia: los dos de las ventanas habían saltado violentamente por el aire. La visión de unas manos con largas uñas terminadas en punta tanteando entre los barrotes me dejó paralizada, y más aún cuando advertí que se aferraban a ellos como si se propusiera derribarlos. Las miré como hipnotizada hasta que armándome de valor cogí una pata de la silla rota y golpeé las manos con ella. Era una pobre defensa contra un ser tan monstruoso, pero me sorprendió que a mi acto le siguiera una suerte de rugido. Las manos desaparecieron de la ventana y su propietario me concedió una tregua que sirvió para hacerme pensar que si un golpe con la pata de la silla rota le había causado dolor, este sería mayor si le clavaba un pedazo de cristal cuando volviera a asomarlas. Me agaché a coger uno de los que había en el suelo, a la vez que oía: «Hueles bien, pequeña, tengo avidez de saborear tu sangre».
Si trataba de intimidarme, lo consiguió. Pero no solté el cristal, a pesar de que había otros esparcidos por debajo de las ventanas a los que podría recurrir, en espera de que volviera a asomar las manos. En esta ocasión lo que asomó fue su rostro aborrecible en el que se reflejaban todos los vicios y perversiones del mundo. Su sonrisa producía náuseas y sus dientes afilados, miedo. Lo peor con diferencia eran sus ojos; seguían siendo dos bolas negras como el carbón, inmóviles, inhumanas, que parecían mirarme desde el insondable abismo de la eternidad, y me pregunté qué habrían visto antes de posarse sobre mi figura, durante su larga estancia en el país de los muertos. Vi asomar su lengua entre los barrotes, lamerlos, y luego lamerse la barbilla. Me produjo tal horror que no me atreví a aproximarme a la ventana, olvidando el puntiagudo cristal que llevaba en la mano derecha, y le mostré a distancia la cruz celta.
—No la llevarás siempre contigo..., tu padre te convencerá de que te la quites y vengas hacia mí —susurró.
No hice caso de la mención a mi progenitor. Después de eso dejé de verlo, y su momentánea desaparición coincidió con un silencio quebrado por el silbido del viento y por el murmullo de las hojas de los árboles, que aumentaban mi sensación de soledad. Pensando en el amanecer, lamenté la rotura de mi reloj, lo cual me impedía saber la hora, y me sentía incapaz de calcular, a causa de la intensidad de los hechos que había vivido, cuánto tiempo habría transcurrido desde que la noche se abatiera sobre Kavanagh Hall. Sin duda mucho, pero en aquella época del año la noche era demasiado larga y, a tenor de la oscuridad que llegaba del exterior, el alba aún tardaría en manifestarse.
Me había propuesto vigilar de cerca la puerta de entrada a la casa, más frágil y desprotegida que las ventanas, pero me aterraba la posibilidad de que aquel ser monstruoso ya estuviera dentro y lo viera de frente, sin tener otro lugar donde poder refugiarme, y aunque demoré el momento de hacerlo tuve que bajar. Tampoco podía quedarme parada arriba sin saber lo que sucedía. Antes de bajar los últimos peldaños observé la estancia envuelta por la sombra y no seguí bajando hasta convencerme de que estaba sola en la casa... Todavía sola, me dije mirando la ventana y la puerta, pero ¿por cuánto tiempo? ¿Qué habría pensado miss O’Connor si hubiera podido verme en esa situación? ¿Seguiría pensando que yo era débil e impresionable?
Poco a poco fui hasta la puerta y cuando estaba poniendo una mano en ella, ya que en la otra continuaba llevando mi improvisada arma, un rugido rasgó el aire y el cristal del ventanal saltó igual que había sucedido con los de arriba. Me apoyé contra la puerta, esperando ver surgir asimismo unas manos por los barrotes de hierro, pero no sucedió. En su lugar alguien embistió contra la hoja de madera y noté cómo oscilaba. Sin embargo, a pesar de su vejez aguantó las embestidas. Volví a oír un rugido y vi aparecer las manos por la ventana, que se retorcían como si se esforzaran por hacerse con una presa que estuviera a su alcance. No esperé y eché a correr hacia allí para clavar con decisión el cristal en una de ellas. Pese a mi dificultad para ver las cosas con nitidez, habría estado dispuesta a jurar que de la mano herida surgía una sangre negra, más espesa de lo normal. Ambas desaparecieron más allá de los barrotes de hierro y percibí unos rugidos de dolor. Aquel ser era vulnerable.
No sabía cuánto tiempo podría resistir ese asedio, ni si la puerta y la cerradura soportarían otras embestidas. La noche no daba señales de desaparecer y en tanto no llegara el alba yo estaría expuesta a las agresiones de mi acosador. Ya dudaba de haber hecho bien buscando refugio en la antigua casa del jardinero, donde aquel ser encontraría tarde o temprano la forma de entrar. El punto más vulnerable era la puerta. Tenía que reforzarla, pero nada de lo que había en la estancia podría servir de contención si mi acosador conseguía romper la cerradura o la puerta no resistía a sus empujones. Algo tenía que hacer, empero, y empujé la mesa hasta situarla detrás de la puerta, igual que había hecho en mi dormitorio con la silla, levantando de nuevo un polvillo maloliente, e hice otro tanto con dos de las sillas. Durante unos minutos no sucedió nada..., hasta que oí una voz persuasiva que decía pertenecer a mi padre:
—Deja entrar a Wilfred, hija mía, de esa manera podrás reunirte conmigo, podré verte al cabo de tantos años..., la muerte me separó demasiado pronto de ti...
—¡Mi padre está muerto! —grité.
La voz calló, pero poco después fue reemplazada por otros crujidos en los peldaños de madera. Cogí uno de los cristales rotos y me dispuse a esperar lo peor. Los crujidos no cesaban. ¿Cómo habría conseguido entrar si las ventanas de arriba y el lucernario tenían la protección de los barrotes? ¿Tendría poderes que yo ignoraba? Los peldaños seguían crujiendo ante mí, aunque en apariencia no había nadie que los provocara, pero no por eso dejé de empuñar el cristal. Cuanto más miraba la escalera, tanto más oía también el crujido de los peldaños. Sí, sin duda aquel ser tenía otros poderes: si era capaz de hablar con voces y entonaciones diferentes, asimismo podía hacer crujir la madera..., o crear la ilusión de que crujía. Le atribuí cualquier cosa, incluso la imitación de los gemidos de la banshee. Estaba alucinada y creí haber perdido el sentido de la realidad, como me había sucedido en la biblioteca de Kavanagh Hall... Todo era posible con él.
¿Sería capaz de mover los muebles con el pensamiento?
¿Podía pensar un cadáver vuelto a la vida?
En ocasiones había leído cosas acerca de cómo las paredes y el suelo de una habitación podían girar alrededor de una persona, y nunca lo había creído porque me parecía una exageración, pero eso fue lo que me sucedió mientras estaba de pie ante la escalera. Fui a caer al suelo, igual que un viejo mueble que se desmorona. Por suerte duró solo unos segundos y no llegué a perder el conocimiento, por lo que me incorporé enseguida, si bien con temor de volver a desplomarme. Notaba la mente turbia y debilitadas las piernas, pero luego de recuperar el pedazo de cristal logré llegar a la silla que había quedado en el centro de la estancia. Sentada, traté de reponerme. Fuera de la casa, Wilfred de Kavanagh insistió, ahora con su voz:
—Ver a tu padre será cuestión de un parpadeo..., no sentirás nada y te espera algo grato...
Con gran horror por mi parte advertí que la mesa y la silla que había dejado como refuerzo detrás de la puerta se movían, cediendo al menos un palmo de terreno, y me levanté presurosa para volver a colocarlas en la misma posición en que habían estado. El ser reaccionó golpeando la puerta y, cuando froté con la cruz celta la hoja de madera, asomando una vez más las manos entre los barrotes para arañar el hediondo aire de la estancia. Me sentí perdida, pues sabía que antes o después acabaría logrando su propósito. Las manos seguían retorciéndose en el aire y tuve la impresión de que sus uñas habían crecido notablemente desde que las había visto en las ventanas de arriba. También me di cuenta de que no había ni rastro de la herida que le había producido con el cristal. Reparé en el paraguas cuando estuve a punto de tropezar con él. Al entrar lo había arrojado al suelo, dejando que el agua de la lluvia y el polvo de la casa formaran una suerte de barrillo en la tela. Lo recuperé y fui con él a la ventana sin desprenderme del cristal. No lo utilicé contra las manos sino que aguardé a que Wilfred mostrara su rostro, ya que estaba convencida de que no cesaría de asustarme e iba a ver de nuevo su odiosa sonrisa y sus afilados dientes. No aguardó mucho para hacerlo, pero cuando me disponía a darle en la boca a la vez con el cristal y con la punta del paraguas debió de adivinar mi intención y se apartó de la ventana profiriendo un rugido de furia.
A eso le siguió otro rato de silencio. El asedio amenazaba con prolongarse y destrozar mis nervios, y yo dudaba cada vez más de salir con vida de aquella casa perdida entre los árboles. Las agresiones se reanudaron en la estancia de arriba: oí cómo el monstruoso ser golpeaba con algo fuerte contra los barrotes despertando un sonido metálico. Debía de confiar en que podría aprovecharse de que yo estaba en la parte baja de la casa para intentar derribarlos antes de que pudiera hacerle frente con el cristal o con el paraguas. Así, me vi obligada a subir y, en efecto, comprobé que Wilfred de Kavanagh estaba arremetiendo contra los barrotes con una barra de hierro que quizás hubiera encontrado en el cobertizo de las herramientas. La furia parecía haber duplicado su fuerza, pues de la ventana se desprendían puñados de tierra, señal evidente de que los barrotes empezaban a ceder. Desde donde yo estaba situada no podía utilizar mis armas porque en el golpear contra los barrotes veía más la barra de hierro que las manos, e hice algo que ya debería haber hecho: froté la cruz celta en los laterales de esa ventana y después en los de la otra. Los golpes cesaron como por ensalmo, pero no así los rugidos, y al recordar que abajo había hecho lo mismo en la puerta y no en el ventanal, bajé corriendo a reparar mi olvido.
No sabía, no podía saber, para cuánto tiempo serviría la protección, aunque de momento gané un poco más de aplomo, quizás también porque me había parecido percibir que la oscuridad exterior se había hecho menos intensa, y confié en que se tratara del anuncio de la llegada del alba. Casi no podía creer en mi valor, pero el ser humano es capaz de cualquier cosa a la hora de luchar por su supervivencia.
Me senté en la silla del centro de la estancia para mirar hacia el ventanal, por donde, o me apercibiría del nacimiento del alba o vería de nuevo las manos o el rostro de aquel ser. Ganó lo primero: una débil claridad se proyectó sobre el interior de la casa. Wilfred de Kavanagh había debido de retirarse a su refugio diurno. No obstante, la cautela hizo que no me moviera hasta que la mañana se manifestó del todo, teniendo en cuenta que había nacido otro día nublado: los árboles tenían el color oscuro de las nubes. En la casa quedaban las huellas de lo sucedido, como un paisaje después de una batalla. Ahora tenía el camino libre para regresar a Kavanagh Hall. ¿Volver a aquel lugar? Dada mi situación, no podía hacer otra cosa que regresar, tratar de convencer a los Frankland de lo que estaba aconteciendo y buscar entre los tres la forma de abandonar la mansión e intentar llegar a la ciudad.