Fragmento sin fecha
Es una tarde de sábado en invierno, tiempo ritual para el partido de rugby. Él y su padre toman un tren hacia Newlands y llegan a tiempo para presenciar el partido previo a las 2.15. Al partido previo seguirá el partido principal a las cuatro. Cuando finalice, tomarán el tren de regreso a casa.
Va con su padre a Newlands porque los deportes, el rugby en invierno y el criquet en verano, es el vínculo más fuerte que sobrevive entre ellos y porque, el primer sábado tras su regreso al país, cuando vio que su padre se ponía el abrigo y, sin decir palabra, se marchaba a Newlands como un niño solitario, sintió una puñalada en el corazón.
Su padre no tiene amigos. Tampoco los tiene él, aunque por una razón distinta. Cuando era más joven los tenía, pero esos viejos amigos se han dispersado por todo el mundo, y él parece haber perdido la habilidad, o tal vez la voluntad, de trabar nuevas amistades. Así pues, vuelve a tener a su padre por toda compañía y su padre le tiene a él.
A su regreso, le sorprendió descubrir que su padre no conocía a nadie. Siempre había considerado a su padre un hombre sociable, pero o bien se equivocaba o bien su padre ha cambiado. O tal vez se trate simplemente de una de esas cosas que les suceden a los hombres cuando envejecen: se retiran dentro de sí mismos. Los sábados las graderías de Newlands están llenas de ellos, hombres solitarios con impermeables de gabardina grises en el crepúsculo de su vida, reservados, como si su soledad fuese una enfermedad vergonzosa.
Él y su padre se sientan uno al lado del otro en la gradería norte y ven el partido previo. Los acontecimientos de esta jornada están teñidos de melancolía. Ésta es la última temporada en que el estadio se utilizará como club de rugby. Con la tardía llegada de la televisión al país, el interés por el rugby ha disminuido. Los hombres que se pasaban las tardes de los sábados en Newlands ahora prefieren quedarse en casa y mirar el partido de la semana. De los millares de asientos en la gradería norte no están ocupados más de una docena. La gradería móvil está totalmente vacía. En la gradería sur hay todavía un grupo de empecinados espectadores mestizos que vienen a animar a los equipos UCT y Villagers y abuchear a Stellenbosch y Van der Stel. Sólo en la gradería principal hay un número respetable, tal vez un millar.
Hace un cuarto de siglo, en su infancia, las cosas eran distintas. Un gran día de partido entre clubes, el día en que los Hamiltons jugaban contra los Villagers, por ejemplo, o el UCT jugaba contra el Stellenbosch, uno tenía que forcejear para encontrar un sitio desde donde ver el partido de pie. Una hora después de que hubiera sonado el pitido final, las furgonetas del Argus corrían por las calles y de ellas iban cayendo paquetes del Sports Edition para los vendedores apostados en las esquinas, con relatos efectuados por testigos oculares de todos los partidos de primera división, incluso de los partidos jugados en las lejanas Stellenbosch y Somerset Oeste, junto con los marcadores de las divisiones menores, 2A, 2B, 3A y 3B.
Aquellos días han quedado atrás. El rugby está dando sus últimas boqueadas. Uno lo percibe hoy no sólo en las graderías sino en el mismo terreno de juego. Deprimidos por el espacio resonante del estadio vacío, los jugadores tan sólo parecen cumplir con el expediente. Un ritual se está extinguiendo ante sus ojos, un auténtico ritual pequeño burgués sudafricano. Hoy sus últimos fieles se reúnen aquí: ancianos tristes como su padre, hijos sosos y obedientes, como él.
Empieza a caer una ligera lluvia. Él abre el paraguas y cubre a los dos. En el campo, treinta jóvenes poco entusiastas dan tumbos, buscando a tientas el balón mojado.
El partido previo lo juegan Union, de azul celeste, y Gardens, de granate y negro. Union y Gardens ocupan los últimos puestos entre los equipos de primera división y corren peligro de descenso. Antes no era así. Hubo una época en que Gardens era una potencia del rugby en la Provincia Occidental. En casa hay una fotografía enmarcada del tercer equipo del Gardens en 1938, en la que su padre está sentado en primera fila, el jersey de rugby recién lavado, con el emblema del Gardens y el cuello alzado, como estaba de moda, alrededor de las orejas. De no haber sido por ciertos acontecimientos imprevistos, la Segunda Guerra Mundial en particular, ¿quién sabe?, su padre podría haber ascendido incluso al segundo equipo.
Si las viejas lealtades contaran, su padre animaría al Gardens contra el Union. Pero lo cierto es que al señor Coetzee no le importa quién gane, el Gardens, el Union o el hombre en la luna. De hecho, a él le resulta difícil detectar qué es lo que le importa a su padre, en rugby o en cualquier otra cosa. Si pudiera resolver el misterio de qué es lo que le interesa a su padre, tal vez podría ser un mejor hijo. Toda la familia de su padre es así, sin ninguna pasión que él pueda percibir. Ni siquiera parece interesarles el dinero. Lo único que quieren es llevarse bien con todo el mundo y aprovechar la circunstancia para divertirse un poco.
Por lo que respecta a la diversión, él es el último compañero que su padre necesita. En capacidad de hacer reír, es el último de la clase, un tipo lúgubre, un aguafiestas, un hombre rutinario e inflexible.
Y luego está la cuestión musical de su padre. Tras la capitulación de Mussolini, en 1944, y la retirada de los alemanes hacia el norte, a las tropas aliadas que ocupaban Italia, entre las que se encontraban las sudafricanas, se les permitió relajarse brevemente y pasarlo bien. Entre las formas de esparcimiento que se les organizó, figuraban representaciones gratuitas en los grandes teatros de ópera. Jóvenes procedentes de Estados Unidos, Gran Bretaña y los lejanos dominios británicos en ultramar, totalmente desconocedores de la ópera italiana, se vieron inmersos en el drama de Tosca o El barbero de Sevilla o Lucia di Lammermoor. Sólo unos pocos se aficionaron, pero su padre figuraba entre esos pocos. En su infancia le habían arrullado las baladas sentimentales irlandesas e inglesas, y se sintió fascinado por la suntuosa música nueva y sobrecogido por el espectáculo. Un día tras otro volvía al teatro en busca de más.
Así pues, cuando, al final de las hostilidades, el cabo Coetzee regresó a Sudáfrica, lo hizo con una nueva pasión por la ópera. «La donna è mobile», cantaba en el baño. «Fígaro aquí, Fígaro allá —cantaba. ¡Fígaro, Fígaro, Fígaro!». Compró un gramófono, el primero de su familia. Una y otra vez ponía un disco de 78 rpm, Caruso cantando «Che gélida manina». Cuando se inventaron los discos de larga duración, adquirió un nuevo y mejor gramófono, junto con un álbum de arias famosas de Renata Tebaldi.
De este modo, durante su adolescencia hubo dos escuelas de música vocal enfrentadas en la casa: una escuela italiana, la de su padre, representada por la Tebaldi y Tito Gobbi que cantaban a pleno pulmón, y una escuela alemana, la suya propia, fundada en Bach. Durante toda la tarde del domingo llenaban la casa los coros de la Misa en si menor, mientras que, por la noche, cuando Bach por fin guardaba silencio, su padre se servía una copa de coñac, ponía a Renata Tebaldi, y se sentaba a escuchar verdaderas melodías, auténtico canto.
Debido a su sensualidad y decadencia (así era como lo veía entonces) resolvió que siempre detestaría y despreciaría la ópera italiana. Que pudiera despreciarla simplemente porque su padre la amaba, que hubiera resuelto detestar y despreciar cualquier cosa que su padre amara, era una posibilidad que no admitiría.
Una día, cuando nadie estaba presente, sacó de la funda el disco de la Tebaldi y con una cuchilla de afeitar le hizo una profunda marca en la superficie.
El domingo por la noche su padre puso el disco. La aguja saltaba a cada revolución. «¿Quién ha hecho esto?», preguntó. Pero, al parecer, nadie lo había hecho. Había ocurrido, sin más.
Ése fue el final de la Tebaldi; a partir de ese momento Bach reinaría sin rivales.
Durante los últimos veinticinco años ha sentido el remordimiento más profundo por esa mezquina acción, un remordimiento que no ha disminuido con el paso del tiempo, sino que, por el contrario, se ha hecho más intenso. Uno de sus primeros actos cuando regresó al país fue recorrer las tiendas de música en busca del disco de la Tebaldi. Aunque no pudo dar con él, encontró una recopilación en la que la diva cantaba algunas de esas arias. Se lo llevó a casa y lo puso en el tocadiscos del principio al fin, confiando hacer salir a su padre de su habitación como un cazador podría atraer a un pájaro con sus señuelos. Pero su padre no mostró ningún interés.
—¿No reconoces la voz? —le preguntó.
Su padre sacudió la cabeza.
—Es Renata Tebaldi. ¿No recuerdas lo mucho que te gustaba antes?
Se negó a aceptar la derrota. Siguió confiando en que un día, cuando él estuviese fuera de casa, su padre pusiera el nuevo e impoluto disco en el tocadiscos, se sirviera una copa de coñac, se sentara en su sillón y se dejara transportar a Roma, Milán o dondequiera que, en su juventud, escuchara por primera vez las sensuales bellezas de la voz humana. Quería que aquella alegría de antaño llenara el pecho de su padre. Aunque sólo fuese por una hora, quería que reviviera aquella juventud perdida, que olvidara su existencia actual, oprimida y humillada. Por encima de todo, quería que su padre le perdonara. «¡Perdóname!», quería decirle a su padre. «¿Perdonarte? Por Dios, ¿qué tengo que perdonarte?», quería oír replicar a su padre. Tras lo cual, si lograba hacer acopio de valor, haría por fin la confesión completa: «Perdonarme porque a propósito y con premeditación rayé tu disco de la Tebaldi. Y por otras cosas, tantas que el recitado de la lista requeriría el día entero. Por innumerables bajezas. Por la maldad de corazón en que esas bajezas se originaron. En resumen, por cuanto he hecho desde el día que nací, y con tal éxito, para amargarte la vida».
Pero no, no había la menor indicación de que durante su ausencia de la casa su padre hubiera dejado a la Tebaldi cantar en libertad. Parecía como si la diva hubiera perdido sus encantos, o de lo contrario su padre estaba jugando con él a un juego terrible. «¿Amargarme la vida? ¿Qué te hace pensar que he vivido amargado? ¿Qué te hace pensar que alguna vez has sido capaz de amargarme la vida?».
De vez en cuando pone el disco de la Tebaldi y, mientras lo escucha, empieza a producirse en su interior una especie de transformación. Como debió de ocurrirle a su padre en 1944, su corazón empieza a latir al ritmo del de Mimi. De la misma manera que el gran arco creciente de su voz debió de conmover a su padre en el pasado, así le conmueve a él ahora, instándole a unirse al de ella en un vuelo apasionado y cada vez más alto.
¿Qué le ha pasado durante todos estos años? ¿Por qué no ha escuchado a Verdi, a Puccini? ¿Ha estado sordo? ¿O acaso la verdad es todavía peor: oía y reconocía perfectamente bien, incluso en su juventud, la llamada de la Tebaldi, y luego, con hermética afectación («¡No lo haré!»), se negó a seguirla? «¡Abajo la Tebaldi, abajo Italia, abajo la carne!». ¡Y si su padre también debía hundirse en el naufragio general, que así fuese!
No tiene ni idea de lo que ocurre en el interior de su padre. Éste no habla de sí mismo, no lleva un diario ni escribe cartas. Una sola vez, por accidente, ha habido una rendija en la puerta. En el suplemento «Estilo de vida» del Argus dominical ha encontrado un cuestionario de preguntas a responder con «Sí» o «No», sobre «Su índice de satisfacción personal». Al lado de la tercera pregunta, «¿Ha conocido a muchos miembros del sexo opuesto?», su padre ha marcado la casilla negativa. «¿Han sido las relaciones con el sexo opuesto una fuente de satisfacción para usted?», plantea la cuarta. La respuesta vuelve a ser negativa.
De las veinte respuestas afirmativas posibles, su padre ha marcado seis. Una puntuación de quince o más, según el creador del índice, un tal Ray Schwarz, doctor en medicina y en filosofía, autor de Cómo triunfar en la vida y en el amor, una guía para alcanzar el desarrollo personal que ha sido un bestseller, significa que la persona ha tenido una vida plena. Por otro lado, una puntuación de diez o menos, significa que debe cultivar un punto de vista más optimista, a cuyo fin afiliarse a un club social o tomar lecciones de danza podría ser un primer paso.
Tema a desarrollar: su padre y por qué vive con él. La reacción de las mujeres de su vida (desconcierto).
Fragmento sin fecha
La radio ha difundido denuncias de los terroristas comunistas, junto con sus incautos compinches del Consejo Mundial de las Iglesias. Los términos de las denuncias pueden cambiar de un día a otro, pero no su tono intimidante. Es un tono con el que está familiarizado desde que era un colegial en Worcester, donde una vez a la semana llevaban a todos los niños, desde los más pequeños a los mayores, a la sala de actos de la escuela para que les lavaran el cerebro. Tan familiar le resulta, que, nada más oír las primeras palabras, experimenta un odio visceral y apaga el receptor.
Él es producto de una infancia dañada, eso lo comprendió hace largo tiempo. Lo que le sorprende es que el peor daño no lo sufrió entre las paredes de su casa, sino fuera, en la escuela.
Ha leído textos dispersos sobre teoría educativa, y en los escritos de la escuela calvinista holandesa empieza a reconocer lo que yace bajo la clase de escolarización a que estuvo sometido. Abraham Kuyper y sus discípulos dicen que el objetivo de la educación es formar al niño como feligrés, ciudadano y futuro padre. Es el término formar el que le da que pensar. Durante sus años escolares, los profesores, ellos mismos formados por seguidores de Kuyper, dedicaron constantemente sus esfuerzos a formarle, a él y a sus demás pupilos, formarles como un artesano forma un recipiente de arcilla; y él, utilizando los medios patéticos y torpemente expresivos que tenía a su disposición, les había opuesto resistencia, se había resistido entonces como lo hacía ahora.
Pero ¿por qué se había resistido de una manera tan tenaz? ¿De dónde había salido esa resistencia, esa negativa a aceptar que la meta final de la educación sería formarle según una imagen predeterminada, que por lo demás carecería de forma y se revolcaría en un estado de naturaleza, irredento, salvaje? Sólo puede haber una respuesta: el meollo de su resistencia, su teoría opuesta al kuyperismo de los profesores, debía de proceder de su madre. De una u otra manera, ya fuese por su educación como hija de la hija de un misionero evangélico, o más probablemente por el único curso que había seguido en la universidad, un curso del que salió sin nada más que un diploma que le autorizaba a enseñar en escuelas primarias, debía de haber adquirido un ideal alterno del educador y su tarea, y luego, de algún modo, había inculcado ese ideal a sus hijos. Según su madre, la tarea del educador debería ser la de identificar y estimular las aptitudes naturales del niño, las aptitudes innatas y que lo convierten en un ser único. Si imaginamos al niño como una planta, el educador debería alimentar las raíces de la planta y observar su crecimiento, en lugar de podar sus ramas y darle forma, como predican los kuyperistas.
Pero ¿en qué se basa para pensar que al educarle (a él y a su hermano) su madre siguió alguna teoría? ¿Por qué razón la verdad no estribará en que su madre les dejó crecer revolcándose en el salvajismo simplemente porque ella misma había crecido salvaje, ella y sus hermanos y hermanas en la granja del Cabo Oriental donde nacieron? La respuesta viene dada por los nombres que extrae de los recovecos de la memoria: Montessori, Rudolf Steiner. Los nombres no significaban nada cuando los oía en su infancia. Pero ahora, al leer sobre educación, los encuentra de nuevo. Montessori, el método Montessori: así que por eso le daban bloques para jugar, unos bloques de madera que él, al principio, arrojaba a uno y otro lado de la habitación, creyendo que ésa era su finalidad, y que más tarde colocaba uno encima del otro hasta que la torre (¡siempre una torre!), se derrumbaba y él lanzaba gritos de frustración.
Bloques con los que hacer castillos, plastilina con la que hacer animales (una plastilina que, al principio, él trataba de masticar); y entonces, antes de que estuviera preparado para ello, un juego de Meccano con placas, varillas, tornillos, poleas y manivelas.
«Mi pequeño ingeniero, mi pequeño arquitecto». Su madre partió de este mundo antes de que estuviera claro de una manera incontrovertible que él no iba a ser ni una cosa ni otra y que, en consecuencia, los bloques y el Meccano no habían tenido su efecto mágico, como quizá tampoco la plastilina («mi pequeño escultor»). ¿Se preguntó su madre si el método Montessori había sido un gran error? ¿Pensó acaso, en momentos más sombríos: «Debería haber dejado que lo formaran esos calvinistas, nunca debería haber apoyado su resistencia»?
Si aquellos maestros de escuela de Worcester hubieran logrado formarle, más que probablemente él se habría convertido en uno de ellos, se habría desplazado a lo largo de las hileras de niños silenciosos con una regla en la mano, golpeando sus pupitres al pasar para recordarles quién mandaba. Y cuando finalizara la jornada, habría tenido su propia familia kuyperiana a la que volver, una esposa bien formada, una esposa obediente y bien formada, unos hijos obedientes, una familia y un hogar dentro de una comunidad dentro de una patria, en vez de lo que tiene… ¿qué? Un padre del que cuidar, un padre que no sabe cuidar muy bien de sí mismo, que fuma un poco en secreto, que bebe un poco en secreto, con una visión de su situación económica conjunta que sin duda varía de la suya: por ejemplo, que le ha tocado a él, el infortunado padre, cuidar de él, el hijo adulto, puesto que él, el hijo, no sabe cuidar muy bien de sí mismo, como lo demuestra con toda evidencia su reciente historial.
A desarrollar: la teoría de la educación de su propia cosecha, sus raíces en (a) Platón y (b) Freud, sus elementos (a) la condición de discípulo (el estudiante que aspira a ser como el profesor) y (b) el idealismo ético (el profesor que se esfuerza por ser digno del estudiante), sus peligros (a) la vanidad (la complacencia del profesor por el culto que le rinde el estudiante) y (b) el sexo (el sexo como atajo hacia el conocimiento).
Su comprobada incompetencia en los asuntos del corazón; transferencia en la clase y sus repetidos fracasos para dominarla.
Fragmento sin fecha
Su padre trabaja como contable de una empresa que importa y vende piezas de automóviles japoneses. Como la mayor parte de estos componentes no están hechos en Japón sino en Taiwan, Corea del Sur e incluso Tailandia, no se les puede considerar piezas auténticas. Por otro lado, puesto que no llegan en paquetes con los logotipos de los fabricantes falsificados sino que indican (en letra pequeña, eso sí) su país de origen, tampoco son piezas pirateadas.
Los dueños de la empresa son dos hermanos, ahora de edad mediana, que hablan inglés con inflexiones de la Europa oriental y pretenden desconocer el afrikaans a pesar de que nacieron en Port Elizabeth y entienden el afrikaans de la calle perfectamente bien. Hay cinco empleados: tres dependientes, un contable y un ayudante del contable. El contable y su ayudante tienen un pequeño cubículo de madera y vidrio que les aísla de las actividades a su alrededor. En cuanto a los dependientes, se pasan el tiempo desplazándose apresuradamente entre el mostrador y las estanterías con piezas de automóviles que se extienden hasta el oscuro fondo de la tienda. El dependiente principal, Cedric, trabaja para ellos desde el principio. Por muy rara que pueda ser una pieza (por ejemplo, la caja protectora del ventilador de un coche de tres ruedas Suzuki de 1968; el pivote de dirección de un camión de cinco toneladas Impact), Cedric sabe dónde se encuentra.
Una vez al año la empresa realiza el inventario durante el que se cuentan todas las piezas, hasta la última tuerca y el último tornillo. Es un trabajo enorme y la mayor parte de los comerciantes cierran sus puertas durante la operación. Pero los hermanos dicen que Repuestos de Automóvil Acmé ha llegado donde ha llegado gracias a que está siempre abierta de ocho de la mañana a cinco de la tarde cinco días a la semana y el sábado de ocho a una, pase lo que pase, las cincuenta y dos semanas del año, excepto Navidad y Año Nuevo. En consecuencia, hay que realizar el inventario fuera del horario comercial.
Su padre, como contable, está en el centro de las operaciones. Durante el inventario, sacrifica la hora del almuerzo y trabaja hasta altas horas por la noche. Lo lleva a cabo solo, sin ayuda, pues hacer horas extras y por lo tanto tomar un tren nocturno para volver a casa no es algo que la señora Noerdien, la ayudante de su padre, ni siquiera los dependientes estén dispuestos a aceptar. Dicen que viajar en tren después de que haya oscurecido se ha vuelto demasiado peligroso: son muchos los pasajeros a los que atacan y roban. Por ello tras la hora del cierre sólo se quedan los hermanos, en su despacho, y su padre, en su cubículo, examinando documentos y libros de contabilidad.
—Si dispusiera de la señora Noerdien durante una hora extra al día, terminaríamos enseguida —comenta su padre. Haciéndolo yo solo es interminable.
Su padre carece de formación contable, pero durante los años en que dirigió su bufete de abogados aprendió por lo menos los rudimentos. Lleva doce años como contable de los hermanos, desde que abandonó la práctica de la abogacía. Es de suponer, ya que Ciudad del Cabo no es una ciudad grande, que conocen su pasado con altibajos en la profesión legal. Lo conocen y, por lo tanto, es de presumir que no le quitan el ojo de encima, por si, incluso tan cercano a la jubilación, pensara en tratar de estafarles.
—Si trajeras a casa los libros de contabilidad, te echaría una mano en la comprobación —le ofrece él.
Su padre sacude la cabeza, y él puede conjeturar por qué. Cuando su padre se refiere a los libros de contabilidad, lo hace en voz baja, como si fuesen libros sagrados, como si ocuparse de ellos fuese una función sacerdotal. Su actitud parece indicar que para llevar los libros se necesita algo más que aplicar la aritmética elemental a las columnas de cifras.
—No creo que pueda traer los libros a casa —dice finalmente su padre. No en el tren. Los hermanos nunca me lo permitirían.
Él lo comprende. ¿Qué sería de Acmé si atracaran a su padre y le robaran los libros sagrados?
—Entonces déjame que vaya a la ciudad a la hora del cierre y sustituya a la señora Noerdien. Los dos podríamos trabajar juntos desde las cinco hasta las ocho, por ejemplo.
Su padre guarda silencio.
—Tan sólo te ayudaré a la comprobación —añade él. Si aparece algo confidencial, te prometo que no lo miraré.
Cuando llega para colaborar por primera vez, la señora Noerdien y los dependientes se han ido a casa. Su padre lo presenta a los hermanos.
—Mi hijo John, que se ha ofrecido para ayudarme en la comprobación. Él les estrecha la mano: el señor Rodney Silverman, el señor Barrett Silverman.
—No estoy seguro de que pueda pagarte, John —le dice el señor Rodney. Se vuelve hacia su hermano—: ¿Qué crees que sale más caro, Barrett, un doctor en filosofía o un interventor de cuentas? Tal vez tengamos que pedir un préstamo.
Todos se ríen de la broma. Entonces le ofrecen una tarifa. Es precisamente la misma tarifa que cobraba cuando era estudiante, dieciséis años atrás, por copiar datos de las familias en tarjetas con destino al censo municipal.
Se instala con su padre en el cubículo de vidrio del contable. La tarea que ha de realizar es sencilla. Tienen que examinar un archivo tras otro de facturas, confirmando que las cifras han sido transcritas correctamente en los libros de contabilidad, marcándolas a lápiz rojo y comprobando la suma al pie de la página.
Se ponen manos a la obra y avanzan a buen ritmo. Una vez cada mil asientos tropiezan con un error, cinco miserables céntimos de más o de menos. Por lo demás, los libros presentan una exactitud ejemplar. De la misma manera que los clérigos que han colgado los hábitos constituyen los mejores lectores de galeradas, así los abogados inhabilitados parecen ser buenos contables, los abogados inhabilitados, ayudados si es necesario por sus hijos con exceso de estudios y déficit de empleo.
Al día siguiente, camino de Acmé, le sorprende un aguacero. Llega empapado. El vidrio del cubículo está empañado, y entra sin llamar. Su padre está encorvado sobre su mesa. Hay una segunda persona en el cubículo, una mujer, joven, con ojos de gacela, de curvas suaves, que está poniéndose un impermeable.
Él se detiene en seco, paralizado. Su padre se pone en pie.
—Señora Noerdien, éste es mi hijo John.
La señora Noerdien desvía los ojos y no le tiende la mano.
—Bueno, me voy —dice en voz baja, dirigiéndose no a él sino a su padre.
Al cabo de una hora los hermanos también se marchan. Su padre pone el cazo de agua a hervir y prepara café. Página tras página, una columna tras otra, siguen trabajando, hasta las diez, hasta que su padre parpadea de fatiga.
Ha cesado la lluvia. Por la desierta calle Riebeeck se dirigen a la estación: dos hombres, más o menos en buena forma física, más seguros de noche que un hombre solo, muchísimo más seguros que una mujer sola.
—¿Cuánto tiempo hace que la señora Noerdien trabaja para ti? —le pregunta.
—Empezó el febrero pasado.
Espera que le diga más, pero eso parece ser todo. Es mucho más lo que él podría preguntarle. Por ejemplo: ¿cómo es que la señora Noerdien, que lleva un pañuelo en la cabeza y presumiblemente es musulmana, trabaja en una empresa judía, en la que no tiene ningún pariente masculino que esté ojo avizor, protegiéndola?
—¿Hace bien su trabajo? ¿Es eficiente?
—Es muy buena, muy meticulosa.
De nuevo, él espera que le diga más. De nuevo, ése es el fin de la conversación.
La pregunta que no puede formularle es: ¿Cómo afecta sentimentalmente a un hombre solitario como tú estar sentado un día tras otro, en un cubículo no más grande que muchas celdas carcelarias, al lado de una mujer que no sólo es tan buena en su trabajo y tan meticulosa como la señora Noerdien, sino también tan femenina?
Pues esa es la principal impresión que se ha llevado de su fugaz encuentro con ella. La llama femenina a falta de una palabra mejor: lo femenino, una rarefacción superior de la mujer, hasta el punto de convertirse en espíritu. Con la señora Noerdien, ¿cómo atravesaría un hombre, incluso el señor Noerdien, el espacio desde las exaltadas alturas de lo femenino hasta el cuerpo terreno de la mujer? Dormir con semejante ser, abrazar semejante cuerpo, olerlo y saborearlo… ¿qué efecto tendría eso en un hombre? Y estar junto a ella todo el día, consciente de sus más pequeños movimientos: ¿acaso la triste respuesta de su padre al cuestionario del doctor Schwarz sobre el estilo de vida («¿Han sido las relaciones con el sexo opuesto una fuente de satisfacción para usted?». «No») tiene que ver con el hecho de que, en el invierno de su vida, ha de encontrarse frente a una belleza como no ha conocido antes y jamás puede esperar que sea suya?
Averiguar: ¿por qué dice que su padre está enamorado de la señora Noerdien cuando es tan evidente que él mismo se ha prendado de ella?
Fragmento sin fecha
Idea para un relato
Un hombre, un escritor, lleva un diario en el que anota pensamientos, ideas, hechos de importancia.
El rumbo de su vida se tuerce. «Un mal día», escribe en su diario, sin explicar los motivos. Y un día tras otra anota lo mismo.
Cansado de calificar cada jornada de mal día, decide limitarse a señalar los días malos con un asterisco, como algunas personas (mujeres) señalan con una cruz roja los días de la regla, o como otras personas (hombres, mujeriegos) señalan con una equis los días en que han tenido éxito.
Los días malos se amontonan, los asteriscos se multiplican como una plaga de moscas.
La poesía, si fuese capaz de escribirla, podría llevarle a la raíz de su desazón, esa desazón que florece en forma de asteriscos. Pero el manantial poético en su interior parece haberse secado.
Tiene el recurso de volver a la prosa. En teoría, la prosa puede realizar la misma función purificadora que la poesía. Pero él duda de que así sea. Según su experiencia, la prosa pide muchas más palabras que la poesía. No tiene sentido embarcarse en la prosa si uno no confía en que al día siguiente estará vivo para proseguir con la tarea.
Juega con esta clase de pensamientos, acerca de la poesía y de la prosa, como una manera de no escribir.
En las últimas páginas de su diario hace listas. El encabezamiento de una de ellas dice «Formas de liquidarte». En la columna de la izquierda relaciona los «Métodos», en la de la derecha los «Inconvenientes». De las maneras de liquidarse que ha relacionado, la que prefiere, tras reflexionarlo a fondo, es el ahogamiento, es decir, conducir hasta Fish Hoek de noche, aparcar cerca del extremo desierto de la playa, desvestirse dentro del coche, ponerse el bañador (¿por qué?), cruzar la arena y entrar en el agua (tendrá que ser una noche de luna), avanzar contra el oleaje, mover vigorosamente los miembros, nadar hasta el límite de la resistencia física y entonces abandonarse al destino.
Todas sus relaciones con el mundo parecen tener lugar a través de una membrana. Puesto que la membrana está presente, la fertilización no tendrá lugar. Es una metáfora interesante, llena de potencial, pero no le lleva a ninguna parte que él pueda ver.
Fragmento sin fecha
Su padre creció en una granja del Karoo, donde bebía agua de pozo artesiano con un elevado contenido de fluoruro. El fluoruro dio al esmalte de sus dientes un color marrón y los volvió duros como la piedra. Solía jactarse de que nunca tenía necesidad de ir al dentista. Entonces, mediada la vida, sus dientes empezaron a deteriorarse, uno tras otro, y fue necesario extraérselos.
Ahora, a los sesenta y cinco años, las encías empiezan a causarle problemas. Se le forman abscesos que no curan. Se le infecta la garganta. Le resulta doloroso tragar y hablar.
Primero va al dentista, luego al médico, un otorrinolaringólogo, que encarga radiografías. Estas revelan un tumor canceroso en la laringe. Le aconsejan que se someta urgentemente a una operación.
Él visita a su padre en el ala masculina del hospital Groote Schuur. El hombre lleva el pijama reglamentario y sus ojos reflejan temor. Dentro de la chaqueta demasiado grande es como un pájaro, sólo piel y huesos.
—Es una operación habitual —le asegura a su padre—. Te darán el alta dentro de pocos días.
—¿Se lo explicarás a los hermanos? —susurra su padre con penosa lentitud.
—Les llamaré por teléfono.
—La señora Noerdien está muy capacitada.
—Estoy seguro de que lo está. Sin duda sabrá arreglárselas hasta que regreses.
No hay nada más que decir. Él podría extender el brazo, tomar la mano de su padre y sostenerla, consolarle, transmitirle que no está solo. Pero no hace tal cosa. Salvo en el caso de los niños pequeños, niños que aún no tienen suficiente edad para estar formados, en su familia nadie tiene la costumbre de alargar la mano para tocar a otra persona. Y eso no es todo. Si en esta ocasión extrema, él hiciera caso omiso de la práctica de su familia y asiera la mano de su padre, ¿sería cierto lo que ese gesto daría a entender? ¿Ama y respeta de veras a su padre? ¿Realmente su padre no está solo?
Da un largo paseo, desde el hospital a la carretera principal y, a lo largo de ésta, hasta Newlands. El viento del sudeste aúlla, alzando desperdicios de los arroyos. Él apresura el paso, consciente del vigor de sus miembros, la firmeza de sus latidos cardíacos. Todavía tiene en los pulmones el aire del hospital; ha de expulsarlo, debe librarse de él.
Se ha preparado para el espectáculo. El cirujano le dice que han tenido que extirpar la laringe, que era cancerosa, ha sido inevitable. Su padre ya no podrá hablar de nuevo a la manera normal. Sin embargo, a su debido tiempo, una vez haya cicatrizado la herida, le colocarán una prótesis que le permitirá cierta comunicación verbal. Una tarea más urgente es la de asegurarse de que el cáncer no se ha extendido, lo cual significa más pruebas y radioterapia.
—¿Lo sabe mi padre? —le pregunta al cirujano—. ¿Sabe lo que le espera?
—He tratado de informarle —dice el cirujano—, pero no estoy seguro de cuánto ha asimilado. Se encuentra en un estado de shock, cosa que, desde luego, es de esperar.
Él se acerca al paciente tendido en la cama. —He telefoneado a Acmé —le dice. He hablado con los hermanos y les he explicado la situación.
Su padre abre los ojos. En general, él es escéptico sobre la capacidad de los globos oculares para expresar sentimientos complejos, pero ahora está conmocionado. La mirada que le dirige su padre revela una absoluta indiferencia: hacia él, hacia Acmé Auto, hacia todo excepto el destino de su alma en la perspectiva de la eternidad.
—Los hermanos me han pedido que te trasmita sus mejores deseos de una pronta recuperación —sigue diciéndole—. Dicen que no te preocupes, que la señora Noerdien se hará cargo de todo hasta que estés en condiciones de volver.
Es cierto. Los hermanos, o uno de los dos con el que ha hablado, no podían mostrarse más solícitos. Puede que su contable no comparta su credo, pero los hermanos no son fríos. «¡Una joya! —Así es como el hermano en cuestión ha denominado a su padre—. Tu padre es una joya, siempre tendrá asegurado su puesto de trabajo».
Por supuesto, todo eso es una ficción. Su padre nunca volverá a trabajar. Dentro de una o dos semanas lo enviarán a casa, curado del todo o en parte, para dar comienzo a la siguiente y última fase de su vida, durante la que dependerá para su sustento diario de la caridad del Fondo Benéfico de la Industria Automovilística, del Estado sudafricano a través del Departamento de Pensiones y de sus familiares supervivientes.
—¿Quieres que te traiga algo? —le pregunta él.
Con unos leves gestos de la mano izquierda, cuyas uñas, observa él, no están limpias, su padre le indica lo que desea.
—¿Quieres escribir? —le pregunta.
Se saca la agenda de bolsillo, la abre por la página de los números de teléfono y se la ofrecí junto con un bolígrafo.
Los dedos dejan de moverse, los ojos pierden concentración.
—No sé lo que quieres decirme. Intenta decírmelo de nuevo.
Su padre sacude lentamente la cabeza, de izquierda a derecha.
Sobre las mesillas de noche de las demás camas de la sala hay floreros, revistas, en algunos casos fotografías enmarcadas. Sobre la mesilla junto a la cama de su padre no hay más que un vaso de agua.
—He de irme —le dice—. Tengo que dar una clase.
En un quiosco cerca de la salida compra un paquete de caramelos y vuelve a la habitación de su padre.
—Te he traído esto. Para que los chupes si se te seca la boca.
Al cabo de dos semanas, una ambulancia trae a su padre de regreso a casa. Puede caminar, arrastrando los pies, con la ayuda de un bastón. Recorre la distancia desde la puerta hasta su dormitorio y se encierra.
Uno de los sanitarios que le han acompañado en la ambulancia, le da una hoja de instrucciones ciclostilada con el encabezamiento «Laringotomía: cuidados de los pacientes» y una tarjeta con el horario de la clínica. Él echa un vistazo a la hoja. Hay el esbozo de una cabeza humana con un círculo oscuro en la parte inferior de la garganta. «Cuidado de la herida», dice.
Él retrocede.
—No puedo hacer esto —dice.
Los sanitarios intercambian miradas y se encogen de hombros. Cuidar de la herida, cuidar del paciente, no es asunto suyo. Ellos sólo tienen que transportar al paciente a su domicilio. Después, los cuidados dependen del paciente, de la familia del paciente o de nadie.
Antes John tenía poco que hacer. Ahora eso está a punto de cambiar. Ahora va a tener todo el trabajo que sea capaz de realizar, todo ese trabajo y más. Va a tener que abandonar algunos de sus proyectos personales y convertirse en enfermero. O bien, si no quiere ser enfermero, debe renunciar a su padre: «No puedo enfrentarme a la perspectiva de cuidar de ti día y noche. Voy a abandonarte. Adiós». Una cosa o la otra: no hay una tercera vía.