Doctora Frankl, ha tenido usted oportunidad de leer las páginas que le envié de los cuadernos de notas de John Coetzee correspondientes a los años 1972-1975, más o menos los años en que eran ustedes amigos. A fin de entrar en materia, quisiera saber si ha reflexionado sobre esas anotaciones. ¿Reconoce en ellas al hombre con quien se relacionó? ¿Reconoce el país y los tiempos que describe?

Sí, recuerdo Sudáfrica, recuerdo la vía Tokai, recuerdo los furgones atestados de presos camino de Pollsmoor. Lo recuerdo todo con absoluta claridad.

Naturalmente, Nelson Mandela estuvo encarcelado en Pollsmoor. ¿No le sorprende que Coetzee no mencione a Mandela como una persona que vivía allí?

A Mandela no lo trasladaron a Pollsmoor hasta más adelante. En 1975 seguía en la isla de Robben.

Claro, lo había olvidado. ¿Y qué me dice de las relaciones de Coetzee con su padre? Él y su padre vivieron juntos durante cierto tiempo tras la muerte de su madre. ¿Conoció usted al padre?

Nos vimos varias veces.

¿Vio usted al padre reflejado en el hijo?

¿Quiere decir si John era como su padre? Físicamente, no. Su padre era más bajo y más delgado: un hombrecillo pulcro, apuesto a su manera, aunque era evidente que no estaba bien de salud. Bebía y fumaba a hurtadillas y, en general, no se cuidaba, mientras que John era un abstemio convencido.

¿Y en otros aspectos? ¿Eran similares en otros aspectos?

Ambos eran solitarios. Socialmente ineptos. Reprimidos, en el sentido más amplio de la palabra.

¿Y cómo conoció a John Coetzee?

Se lo diré dentro de un momento. Pero primero, hay algo en esas notas que no he comprendido: los pasajes en cursiva al final de cada entrada: «A desarrollar», etcétera. ¿Quién los escribió? ¿Lo hizo usted?

Los escribió el mismo Coetzee. Son recordatorios para sí mismo, escritos en 1999 o 2000, cuando pensaba en adaptar esas anotaciones concretas para un libro.

Comprendo. En cuanto a cómo conocí a John: tropecé con él por primera vez en un supermercado. Corría el verano de 1972, no mucho después de que John se hubiera trasladado a El Cabo. Parece ser que en aquel entonces yo pasaba mucho tiempo en los supermercados, incluso a pesar de que nuestras necesidades, me refiero a mis necesidades y las de mi hija, eran muy básicas. Iba de compras porque me aburría, porque necesitaba alejarme de la casa, pero sobre todo porque el supermercado me ofrecía paz y placer: el edificio espacioso y aireado, la blancura, la limpieza, el hilo musical, el suave siseo de las ruedas de los carritos. Y luego estaba aquella gran variedad: esta salsa de espaguetis contra aquella otra salsa, este dentífrico o ese de al lado, y así sucesivamente, algo interminable. Me relajaba. Otras mujeres a las que conocía jugaban al tenis o practicaban yoga. Yo compraba.

Los años setenta eran los del apogeo del apartheid, así que no veías a muchas personas de color en el supermercado, excepto, claro está, el personal. Tampoco veías a muchos hombres. Eso contribuía al placer de ir de compras. No tenía que actuar. Podía ser yo misma.

No veías a muchos hombres, pero en la sucursal de Pick'n Pay de la vía Tokai había uno en el que me fijaba una y otra vez. Me fijaba en él, pero él no se fijaba en mí, pues estaba demasiado absorto en su compra. Eso me parecía muy bien. Por su aspecto no era lo que la mayoría de la gente llamaría atractivo. Era flacucho, llevaba barba y gafas de montura metálica, y calzaba sandalias. Parecía fuera de lugar, como un pájaro, una de esas aves que no vuelan; o como un científico abstraído que ha salido por error de su laboratorio. También tenía un aire de sordidez, un aire de fracaso. Conjeturé que no había ninguna mujer en su vida, y resultó que estaba en lo cierto. Lo que necesitaba claramente era alguien que cuidara de él, una hippy que hubiera dejado atrás la juventud, con collares de cuentas, los sobacos sin depilar y la cara sin maquillar, que le hiciera la compra, le cocinara, se encargara de la limpieza y quizá también le proveyera de droga. No me acerqué a él lo suficiente para mirarle los pies, pero estaba dispuesta a apostar que no tenía las uñas arregladas.

En aquella época yo siempre notaba cuando un hombre me miraba. Sentía una presión en los miembros, en los pechos, la presión de la mirada masculina, unas veces sutil y otras no tanto. Usted no comprenderá de qué le hablo, pero las mujeres sí. Con aquel hombre no había ninguna presión detectable. En absoluto.

Pero eso cambió un día. Yo estaba de pie ante los estantes de la sección de papelería. La Navidad estaba a la vuelta de la esquina, y yo me dedicaba a seleccionar papel de regalo, ya sabe, papel con alegres motivos navideños, velas, abetos, renos. Un rollo se me cayó por accidente y, cuando me agachaba para recogerlo, se me cayó un segundo rollo. Oí una voz de hombre a mis espaldas: «Yo los recojo». Era, por supuesto, su hombre, John Coetzee. Recogió los dos rollos, que eran bastante largos, tal vez de un metro, y me los devolvió, y al hacerlo, no puedo decirle si intencionadamente o no, me los acercó a un pecho. Durante uno o dos segundos, a través de la longitud de los rollos, podría haberse dicho con propiedad que me había tocado un pecho.

Yo estaba indignada, por supuesto. Al mismo tiempo, lo ocurrido carecía de importancia. Procuré no mostrar ninguna reacción: no bajé los ojos, no me ruboricé y, desde luego, no sonreí. «Gracias», le dije en un tono neutral, y entonces me di la vuelta y seguí con lo mío.

Sin embargo, era un acto personal, no tenía sentido fingir que no lo era. Que fuera a desvanecerse y perderse entre todos los demás momentos personales sólo el tiempo lo diría. Pero no podía pasar por alto fácilmente aquel íntimo e inesperado toqueteo. De hecho, cuando llegué a casa, hasta me quité el sujetador y me examiné el pecho en cuestión. Como es natural, no tenía ninguna marca. No era más que un pecho, un inocente pecho de mujer joven.

Entonces, un par de días después, cuando iba a casa en coche por la vía Tokai, lo vi, vi al señor Sobón que iba a pie, cargado con las bolsas de la compra. Sin pensarlo dos veces, me detuve y me ofrecí a llevarlo (usted es demasiado joven para saberlo, pero en aquel entonces aún te ofrecías para llevar a alguien en coche).

En la década de 1970, Tokai era lo que podríamos llamar un barrio residencial en ascenso, donde se instalaban familias cada vez más acomodadas. Aunque el terreno no era barato, se estaba construyendo mucho. Pero la casa donde vivía John era de una época anterior, una de esas casitas de campo en las que habían vivido los braceros cuando Tokai era todavía tierra de labor. Le habían añadido la instalación eléctrica y cañerías, pero como hogar seguía siendo bastante básico. Le dejé en la puerta, y él no me invitó a entrar.

Transcurrió el tiempo. Entonces, un día pasé por casualidad por delante de su casa, que estaba en la misma vía Tokai, una gran avenida, y lo vi, subido en la parte trasera de una pick-up, vertiendo paladas de arena en una carretilla. Vestía pantalón corto. Estaba pálido y no tenía aspecto de ser muy fuerte, pero parecía arreglárselas bien.

Resultaba curioso, porque en aquel entonces no era corriente que un blanco hiciera un trabajo manual, un trabajo no cualificado. Trabajo de cafre, solía llamársele, una tarea para la que pagabas a otros. No es que fuese vergonzoso que te vieran cargando una carretilla de arena pero, desde luego, resultaba embarazoso que uno de los tuyos hiciera eso, no sé si comprende usted lo que quiero decir.

Me ha pedido que le dé una idea de cómo era John en aquella época, pero no puedo presentarle un retrato sin un contexto, porque de lo contrario habría cosas que usted no podría comprender.

Comprendo. Quiero decir que acepto lo que me plantea.

Pasé por su lado en el coche, como he dicho, pero no reduje la velocidad ni lo saludé. El asunto habría terminado ahí, ésa habría sido toda la relación que tuvimos y usted no estaría aquí escuchándome, estaría en otro país escuchando las divagaciones de otra mujer. Pero resulta que me lo pensé mejor y di la vuelta.

—Hola, ¿qué estás haciendo? —le pregunté.

—Pues ya ves: cargando arena —me respondió.

—Pero ¿para qué?

—Trabajo de construcción. ¿Quieres que te enseñe?

Y bajó de la pick-up.

—Ahora no —le dije—. Otro día. ¿Es tuya esta pick-up?

—Sí.

—En ese caso, no tienes necesidad de ir andando a las tiendas. Podrías conducir.

—Sí. —Entonces me preguntó—: ¿Vives por aquí?

—Más lejos —repliqué—. Más allá de Constantiaberg. En el monte.

Era una broma, la clase de broma que hacían los sudafricanos blancos en aquellos días. Porque, naturalmente, no era cierto que vivía en el monte. Los únicos que vivían en el monte, el auténtico monte, eran los negros. Lo que él debía comprender era que yo vivía en una de las nuevas urbanizaciones que ocupaban el ancestral monte de la península de El Cabo.

—Bueno, no te haré perder más tiempo —le dije—. ¿Qué estás construyendo?

—No construyo nada, sólo hormigoneo —respondió—. No soy lo bastante inteligente para construir.

Tomé estas palabras por un chistecito suyo como reacción al mío. Porque si no era ni rico ni apuesto ni atractivo (y no era ninguna de estas cosas), si carecía de inteligencia, no quedaba nada. Pero, desde luego, tenía que ser inteligente. Incluso lo parecía, a la manera en que los científicos que se pasan la vida encorvados sobre un microscopio parecen inteligentes: una clase de inteligencia estrecha, miope, que armoniza con las gafas de montura de carey.

Debe creerme si le digo que nada (¡nada!), podía haber estado más lejos de mi mente que coquetear con aquel hombre, porque él no tenía la menor presencia sexual. Era como si lo hubieran rociado de la cabeza a los pies con un espray neutralizador, un espray castrador. Desde luego, había sido culpable de tocarme un pecho con un rollo de papel de regalo navideño: eso no lo había olvidado, mi pecho retenía el recuerdo. Pero me decía que casi con toda seguridad no había sido más que un torpe accidente, la acción de un pobre desgraciado.

¿Por qué, entonces, me lo pensé mejor? ¿Por qué di la vuelta? No es una pregunta fácil de responder. Si es cierto eso de que una persona se prenda de otra, no estoy segura de que me prendara de John, no fue así durante largo tiempo. No era fácil prendarte de John, su postura ante el mundo era demasiado cautelosa, demasiado a la defensiva para que te prendaras de él. Supongo que a su madre debió de gustarle, cuando era pequeño, y que lo amó, porque para eso están las madres. Pero era difícil imaginar que le gustara a alguien más.

No le importará un poco de charla sincera, ¿verdad? Entonces permítame que le amplíe los datos. Yo tenía entonces veintiséis años, y me había relacionado carnalmente con sólo dos hombres. Dos. El primero fue un chico al que conocí cuando tenía quince. Durante años, hasta que le llamaron a filas, los dos fuimos uña y carne. Cuando él se marchó, pasé algún tiempo alicaída, sin relacionarme apenas con nadie, y entonces encontré otro novio. Con el nuevo novio fuimos uña y carne durante toda la época estudiantil. Nada más licenciarnos, nos casamos, con la bendición de ambas familias. Tanto en uno como en otro caso, era o todo o nada. Mi naturaleza siempre ha sido así: todo o nada. Así que a los veintiséis años de edad era inocente en muchos aspectos. Por ejemplo, no tenía la menor idea de lo que una debía hacer para seducir a un hombre.

No me malinterprete. No es que llevara una vida resguardada. Una vida resguardada era imposible en la clase de círculos en los que mi marido y yo nos movíamos. Más de una vez, en los cócteles, algún hombre, en general un conocido de mi marido en el mundo de los negocios, se las ingeniaba para llevarme a un rincón e, inclinándose hacia mí, me preguntaba en voz baja si no me sentía sola en aquella urbanización alejada, con Mark fuera de casa tanto tiempo, si no me gustaría salir a comer un día de la semana siguiente. Por supuesto, yo me negaba a seguirle el juego, pero deduje que así era como se iniciaban las aventuras extra matrimoniales. Un desconocido te invitaba a comer y luego te llevaba en su coche a un chalet en la playa, propiedad de un amigo y del que resultaba que tenía la llave, o a un hotel en la ciudad, donde se realizaba la parte sexual de la transacción. Entonces, al día siguiente, el hombre te telefoneaba para decirte lo bien que lo había pasado contigo y cuánto le gustaría verte de nuevo el próximo martes. Y así seguían las cosas, un martes tras otro, las discretas comidas, los episodios en la cama, hasta que el hombre dejaba de llamarte o tú dejabas de responder a sus llamadas. Y a la suma de todo ello se le llamaba tener una aventura.

En el mundo de los negocios (dentro de un momento le diré más cosas sobre mi marido y sus negocios), los hombres se sienten apremiados, o por lo menos así era entonces, a tener esposas presentables y, por lo tanto, las mujeres a ser presentables; a ser presentables y también complacientes, dentro de unos límites. Por esta razón, aunque mi marido se irritaba cuando le contaba las insinuaciones de sus colegas, seguía teniendo unas relaciones cordiales con ellos. Nada de muestras de indignación ni puñetazos ni duelos al amanecer, sino tan solo, de vez en cuando, unos accesos de callado enojo y un humor de perros dentro del hogar.

Ahora, al rememorarlo, la cuestión de quién se acostaba con quién en aquel mundo pequeño y cerrado me parece más oscura de lo que nadie estaba dispuesto a admitir, más oscura y siniestra. A los hombres les gustaba y les desagradaba al mismo tiempo que otros hombres codiciaran a sus mujeres. Se sentían amenazados, pero de todos modos estaban excitados. Y las mujeres, las esposas, también lo estaban: habría que haber estado ciego para no ver eso. Excitación por todas partes, una envoltura de libidinosa excitación, de la que yo me apartaba expresamente. En las fiestas de que le hablo acudía tan presentable como era preciso, pero jamás me mostraba complaciente.

El resultado era que no hacía amigas entre las esposas, las cuales hablaban entre ellas y llegaban a la conclusión de que yo era fría y altanera. Más aún, se aseguraban de que su opinión acerca de mí llegara a mis oídos. Por mi parte, me gustaría decir que no habría podido importarme menos, pero mentiría, pues era demasiado joven y estaba demasiado insegura de mí misma.

Mark no quería que me acostara con otros hombres. Al mismo tiempo quería que otros hombres vieran la clase de mujer con la que se había casado y que le envidiaran. Me temo que lo mismo podría decirse de sus amigos y colegas: querían que las esposas de otros hombres cedieran a sus insinuaciones, pero que su propia mujer se mantuviera casta… casta y atractiva. Algo que carecía de sentido lógico, que era insostenible como microsistema social. Sin embargo, se trataba de hombres de negocios, lo que los franceses llaman «hombres de affaires», ya me entiende, astutos, diestros (en otro sentido de la palabra «diestro»), hombres que entendían de sistemas, de qué sistemas son sostenibles y cuáles no. Por eso digo que el sistema de lo ilícito lícito del que todos participaban era más oscuro de lo que estaban dispuestos a admitir. A mi modo de ver, sólo podía seguir funcionando a un coste psíquico considerable, y sólo mientras ellos se negaran a reconocer lo que en cierto nivel debían de haber sabido.

Al comienzo de nuestro matrimonio, cuando Mark y yo estábamos tan seguros el uno del otro que no creíamos que nada pudiera afectarnos, pactamos que ninguno de los dos tendría secretos para el otro. Por lo que a mí respecta, el pacto sigue vigente en este momento. No le oculté nada a Mark, y no lo hice porque no tenía nada que ocultar. Mark, en cambio, cierta vez cometió una transgresión. La cometió, tuvo que confesarla y cargar con las consecuencias. Después de aquel mal trago llegó a la conclusión de que le convenía más mentir que decir la verdad.

Mark trabajaba en el campo de los servicios financieros. Su compañía identificaba oportunidades de inversión para los clientes y administraba sus inversiones para ellos. Los clientes eran en su mayoría sudafricanos ricos que trataban de sacar su dinero del país antes de que el país implosionara (es la palabra que utilizaban) o que explotara (la palabra que yo prefería). Por razones que nunca tuve claras, pues al fin y al cabo en aquella época existía el teléfono, el trabajo de Mark requería que viajara a la sucursal de Durban una vez a la semana, a fin de realizar lo que él llamaba «consultas». Si suma usted los días, resultaba que se pasaba tanto tiempo en Durban como en casa.

Uno de los colegas con los que Mark realizaba consultas en la sucursal era una mujer llamada Yvette, mayor que él, afrikáner, divorciada. Al principio, él me hablaba de ella sin tapujos. Yvette incluso le telefoneó a casa, una o dos veces, por asuntos de negocios. Pero entonces dejó de mencionarla por completo.

—¿Hay algún problema con Yvette? —le pregunté a Mark.

—No —me respondió.

—¿Es atractiva?

—En realidad no… es corriente.

Esa actitud evasiva por su parte me hizo suponer que algo se estaba fraguando. Empecé a prestar atención a detalles extraños: mensajes que inexplicablemente no le llegaban, vuelos perdidos, cosas por el estilo.

Un día, cuando volvió tras una de las largas ausencias, se lo planteé sin ambages.

—Anoche no pude comunicar contigo en el hotel. ¿Estabas con Yvette?

—Sí —admitió.

—¿Te acostaste con ella?

—Sí —respondió (Lo siento, pero no puedo mentir).

—¿Por qué?

Él se encogió de hombros.

—¿Por qué? —repetí.

—Porque sí.

—Bien, que te den por el saco —le dije y, dándole la espalda, me encerré en el baño.

No lloré, ni siquiera me pasó por la mente la idea de llorar, sino que, por el contrario, rebosante del deseo de venganza, apreté hasta vaciarlos en el lavabo un tubo de dentífrico y otro de espuma para el cabello, abrí el grifo de agua caliente sobre la mezcla, la agité con un cepillo para el pelo y dejé que desapareciera por el desagüe.

Tales fueron los antecedentes. Después de ese episodio, después de que su confesión no le valiera la aprobación que esperaba, él se dedicó a mentir.

—¿Todavía ves a Yvette? —le pregunté después de otro de sus viajes.

—He de verla, no tengo alternativa, trabajamos juntos —replicó.

—Pero ¿sigues viéndola de esa manera?

—Lo que llamas «esa manera» ha terminado —me dijo—. Ocurrió una sola vez.

—Una o dos veces.

—Una sola —insistió él, cimentando la mentira.

—Así que no ha sido más que una de esas cosas que pasan —comenté.

—Exacto. Nada más que una de esas cosas que pasan.

Y acto seguido las palabras cesaron entre Mark y yo, las palabras y todo lo demás, por aquella noche.

Cada vez que Mark me mentía, no descuidaba mirarme fijamente a los ojos. «Estoy siendo franco con Julia»: así era cómo debía de considerarlo. Gracias a esa franca mirada suya yo podía saber de una manera infalible que me estaba mintiendo. No podrá usted creer lo mal que Mark mentía, lo mal que mienten los hombres en general. Qué lástima que yo no tenga nada sobre lo que mentir, me dije. Podría haberle enseñado a Mark una o dos cosas, en el aspecto técnico.

Desde el punto de vista cronológico, Mark era mayor que yo, pero no lo veía así. Tal como yo lo veía, era la mayor en nuestra familia, seguida por Mark, que tenía unos trece años, seguido por nuestra hija Christina, que iba a cumplir dos años. En consecuencia, respecto a la madurez, mi marido estaba más cercano a la niña que a mí.

En cuanto al señor Sobón, el señor Mano Larga, el hombre que recogía arena a paladas en la caja de la pick-up, por volver a él, no tenía ni idea de su edad. Que yo supiera, podría ser otro chaval de trece años. O bien, mirabile dictu, realmente podría ser un adulto. Tendría que esperar y ver.

—Me equivoqué por un factor de seis —me estaba diciendo (o tal vez fueran dieciséis, sólo le escuchaba a medias). En lugar de una tonelada y media de grava, diez toneladas. Debía de estar loco.

—Debías de estar loco —repetí, ganando tiempo mientras averiguaba de qué me estaba hablando.

—Para cometer semejante error.

—Yo cometo continuamente errores con los números. Pongo el punto decimal en el lugar equivocado.

—Sí, pero un factor de seis no es como equivocarte en la colocación del punto decimal. No lo es, a menos que seas sumerio. En cualquier caso, la respuesta a tu pregunta es que esto no se va a terminar nunca.

¿Qué pregunta?, me interrogué. ¿Y qué era eso que no iba a terminar nunca?

—Bueno, debo irme —le dije. Tengo una niña que me espera para que le dé la comida.

—¿Tienes hijos?

—Sí, tengo una hija. ¿Por qué no habría de tenerla? Soy una mujer adulta con un marido y una hija a los que he de alimentar. ¿Por qué te sorprendes? ¿Qué otro motivo tendría para pasar tanto tiempo en el Pick'n Pay?

—¿La música? —sugirió él.

—¿Y tú? ¿No tienes familia?

—Tengo un padre que vive conmigo o con quien vivo, pero no familia en el sentido convencional. Mi familia ha volado.

—¿Ni esposa ni hijos?

—Ni esposa ni hijos. Vuelvo a ser un hijo.

Siempre me habían interesado estos intercambios entre congéneres, cuando las palabras no tienen nada que ver con el tráfico de los pensamientos por la mente. Por ejemplo, mientras hablábamos, mi memoria vomitaba la imagen del desconocido repulsivo de veras, con gruesos y negros pelos que le brotaban en los lóbulos de las orejas y por encima del botón superior de la camisa, que en la barbacoa más reciente me había tocado el trasero con toda naturalidad mientras me estaba sirviendo ensalada: no una caricia ni un pellizco, sino su manaza ahuecada para amoldarse a mi nalga. Si esa imagen llenaba mi mente, ¿qué podría llenar la mente de aquel otro hombre menos hirsuto? ¡Y qué suerte que la mayoría de la gente, incluso personas que carecen de habilidad para mentir abiertamente, sean por lo menos lo bastante competentes en el arte de la ocultación para no revelar lo que ocurre en su interior, sin el más leve temblor de la voz ni dilatación de la pupila!

—Bueno, adiós —le dije.

—Adiós.

Fui a casa, pagué a la asistenta, le di de comer a Chrissie y la acosté para que hiciera la siesta. Entonces horneé dos bandejas de bizcochos de chocolate y nueces. Mientras todavía estaban calientes, fui en el coche a la casa de la vía Tokai. Hacía un día hermoso, sin viento. Su hombre (recuerde que por entonces no sabía cómo se llamaba) estaba en el jardín, haciendo algo con madera, un martillo y clavos, desnudo de cintura para arriba. El sol le había enrojecido los hombros.

—Hola —le dije—. Deberías ponerte una camisa, el sol no te conviene. Mira, te he traído unos bizcochos, para ti y tu padre. Son mejores que los que venden en Pick'n 'Pay.

Con una expresión de suspicacia, mejor dicho, con una expresión claramente irritada, dejó a un lado sus herramientas y tomó el paquete.

—No puedo invitarte a entrar —me dijo—. La casa está patas arriba. —Con toda evidencia, allí no era bienvenida.

—No importa —repliqué. En cualquier caso, no puedo quedarme, he de volver con mi hija. Sólo ha sido un gesto de buena vecindad. ¿Por qué no venís a cenar una noche tú y tu padre? ¿Una cena de buena vecindad?

Él sonrió, la primera vez que le veía sonreír. No era una sonrisa atractiva: demasiado tensa. Le avergonzaban sus dientes, que estaban deteriorados.

—Gracias, pero primero tendré que planteárselo a mi padre. No le gusta trasnochar.

—Dile que no será necesario que trasnoche —repuse. Podéis comer y marcharos, no me ofenderé. Sólo seremos los tres. Mi marido está fuera.

Imagino que se está usted preocupando. «¿Para qué me he metido en esto? —debe de preguntarse. ¿Cómo puede esta señora pretender que recuerda en su totalidad conversaciones triviales que tuvieron lugar hace tres o cuatro décadas? ¿Y cuándo irá al grano?». Así pues, permítame que le sea franca: por lo que respecta al diálogo, lo estoy inventando sobre la marcha, lo cual supongo que me permitirá usted, puesto que estamos hablando de un escritor. Tal vez lo que le cuento no sea cierto al pie de la letra, pero es fiel al espíritu de la letra, no le quepa duda de ello. ¿Puedo continuar?

[Silencio.]

Garabateé a toda prisa mi número de teléfono en la caja de bizcochos.

—Y permíteme también que te diga mi nombre, por si te preguntabas cuál era —le dije—. Me llamo Julia.

—Julia. Con qué suavidad fluye la licuefacción de su ropa.

—Desde luego —repliqué. No tenía ni idea de lo que quería decir.

Llegó a la noche siguiente, como había prometido, pero sin su padre.

—Mi padre no se encuentra bien —me explicó—. Ha tomado una aspirina y se ha acostado.

Cenamos sentados a la mesa de la cocina, yo con Chrissie en el regazo.

—Saluda al tío —le dije a Chrissie, pero ella no quería saber nada del desconocido. Un niño sabe cuándo se está preparando algo. Lo nota en el aire.

Lo cierto es que Christina nunca le cobró cariño a John, ni entonces ni más adelante. De pequeña era rubia y con los ojos azules, como su padre, totalmente distinta a mí. Le enseñaré una foto. A veces tenía la sensación de que, como no se parecía a mí físicamente, no me tendría afecto. Otras veces tenía la sensación de que yo era la única que repartía afecto y cuidados en la casa, y, sin embargo, comparada con Mark era la intrusa, la extraña, la rara.

El tío. Así llamaba a John delante de la niña. Luego lo lamenté. Hay algo sórdido en hacer pasar a un amante por alguien de la familia.

En cualquier caso, comíamos, charlábamos, pero yo empezaba a perder el entusiasmo, la excitación, y eso me dejaba baja de moral. Aparte del incidente con el papel de regalo en el supermercado, tanto si lo malinterpreté como si no, era yo la que había hecho todas las proposiciones, la que le había invitado. «Basta, ya está bien —me dije a mí misma—. Ahora le toca a él tomar la iniciativa o no tomarla».

La verdad es que no tenía madera de seductora. Ni siquiera me gustaba esa palabra, con su trasfondo de ropa interior de encaje y perfume francés. Precisamente con el fin de evitar el papel de seductora no me había puesto elegante para la ocasión. Llevaba la misma blusa de algodón blanca y pantalones de terileno (sí, terileno) verdes que había llevado aquella mañana en el supermercado. Lo que ves es lo que hay.

No sonreía. Soy plenamente consciente de hasta qué punto me conducía como un personaje de una novela, como una de esas jóvenes altruistas de Henry James, por ejemplo, decidida, pese a los dictados de su instinto, a hacer lo difícil, lo moderno. Sobre todo cuando mis compañeras, las esposas de los colegas de Mark en la empresa, buscaban orientación no en Henry James ni en George Eliot sino en Vogue o Marie Claire o Fair Lady. Claro que ¿para qué son los libros si no es para cambiar nuestras vidas? ¿Habría hecho usted todo el trayecto hasta Kingston para escuchar lo que tengo que decir acerca de John si no creyera que los libros son importantes?

No, no lo habría hecho.

Exactamente. Y no podía decirse de John que fuese un dechado de elegancia. Tan sólo unos pantalones buenos, tres camisas blancas, un par de zapatos: un verdadero hijo de la Depresión. Pero permítame volver a lo que le estaba contando.

Aquella noche preparé para cenar una sencilla lasaña. Sopa de guisantes, lasaña, helado: ése fue el menú, lo bastante suave para una criatura de dos años. La lasaña era más chapucera de lo que debería haber sido porque estaba hecha con requesón en vez de ricotta. Podría haber hecho una segunda escapada a la tienda en busca de ricotta, pero no la hice por principio, de la misma manera que por principio no me cambié de indumentaria.

¿De qué hablamos durante la cena? De poca cosa. Me concentré en dar de comer a Chrissie, pues no quería que tuviera la sensación de que no le hacía caso. Y John no era un gran conversador, como usted ya debe de saber.

No lo sé. No le he conocido en persona.

¿No le ha conocido en persona? Me sorprende que me diga eso.

Nunca traté de ponerme en contacto con él. Ni siquiera intercambiamos correspondencia. Pensé que lo mejor sería no sentirme en deuda con él. Así tendría libertad para escribir lo que deseara.

Pero sí que trató de ponerse en contacto conmigo. Su libro se ocupa de él, y sin embargo prefiere no conocerle en persona. Su libro no va a ocuparse de mí y me ha pedido una entrevista. ¿Cómo lo explica?

Porque usted fue una figura prominente en su vida. Fue importante para él.

¿Cómo sabe eso?

Tan sólo repito lo que él dijo. No a mí, sino a mucha gente.

¿Ha dicho que he sido una figura importante en su vida? Eso me sorprende. Me produce una gran satisfacción. Me satisface no el hecho de que haya pensado tal cosa, pues estoy de acuerdo, realmente tuve un fuerte impacto en su vida, sino que se lo haya dicho a otras personas.

Permítame que le haga una confesión. Cuando usted se puso en contacto conmigo por primera vez, estuve a punto de negarle la entrevista. Pensé que era un entrometido, un caza-noticias intelectual que se ha hecho con una lista de las mujeres de John, sus conquistas, y que ahora está recorriendo la lista, punteando los nombres, con la esperanza de ensuciar un poco su nombre.

No tiene usted una opinión muy elevada de los investigadores académicos.

No, no la tengo. Por eso he intentado aclararle que no fui una de sus conquistas. En todo caso, él fue una conquista mía. Pero dígame, por curiosidad, ¿a quién le dijo él que fui importante?

A varias personas. En sus cartas. No la nombra, pero es muy fácil identificarla. Además, conservaba una fotografía suya. La encontré entre sus papeles.

¡Una fotografía! ¿Puedo verla? ¿La tiene aquí?

Haré una copia y se la enviaré.

Sí, claro que fui importante para él. A su manera, estaba enamorado de mí. Pero hay una manera importante de ser importante y una manera que no es importante, y tengo mis dudas de que yo llegara al nivel importante que es importante. Quiero decir que jamás escribió sobre mí. Nunca he aparecido en sus libros, lo cual significa que nunca florecí del todo en su interior, nunca empecé a funcionar del todo.

[Silencio.]

¿Ningún comentario? Usted ha leído sus libros. ¿En cuál de ellos hay huellas de mi presencia?

No puedo responderle a eso. No la conozco lo bastante bien para decírselo. ¿No se reconoce usted misma en ninguno de sus personajes?

No.

Tal vez se encuentre en sus libros de una manera más difusa, no detectable de inmediato.

Tal vez. Pero tendrían que convencerme de eso. ¿Seguimos adelante? ¿Por dónde iba?

La cena. La lasaña.

Sí. La lasaña. Las conquistas. Le serví lasaña y entonces terminé de conquistarlo. ¿Hasta qué punto es necesario que sea explícita? Como está muerto, ya no puede afectarle ninguna indiscreción por mi parte. Utilizamos la cama de matrimonio. Pensé que, si iba a profanar mi matrimonio, bien podía hacerlo a conciencia. Y una cama es más cómoda que el sofá o el suelo.

En cuanto a la experiencia en sí (me refiero a la experiencia de la infidelidad, que es lo que aquella experiencia fue, sobre todo para mí), me resultó más extraña de lo que había esperado, y terminó antes de que hubiera podido acostumbrarme a ella. Sin embargo, fue excitante, de eso no hay duda, desde el principio hasta el final. Tenía el corazón desbocado. Es algo que no olvidaré jamás. Por volver a Henry James, en sus obras hay muchas traiciones, pero no recuerdo que haya nada sobre la excitación, la conciencia de ti misma agudizada, durante el acto en sí… quiero decir el acto de la traición. Lo cual me indica que, si bien a James le gustaba presentarse a sí mismo como un gran traidor, en realidad jamás había cometido físicamente el acto de traicionar.

¿Mis primeras impresiones? Mi nuevo amante era más huesudo y más liviano que mi marido. Recuerdo que pensé: «No come lo suficiente». Él y su padre juntos en esa miserable casita de la vía Tokai, un viudo y su hijo soltero, dos incompetentes, dos vidas fracasadas, cenando a base de mortadela, galletas y té. Puesto que no quería traer a su padre a mi casa, ¿tendría que empezar a ir yo a la suya con cestas de buenos alimentos?

En la imagen que conservo de él, se inclina sobre mí con los ojos cerrados y me acaricia, cejijunto y concentrado, como si tratara de memorizarme sólo por medio del tacto. Su mano se deslizaba arriba y abajo, adelante y atrás. En aquel entonces, yo estaba muy orgullosa de mi figura. El footing, la calistenia, la dieta: si no hay una compensación cuando te desnudas para un hombre, ¿cuándo va a haber una compensación? Puede que no fuese una belleza, pero por lo menos debía de ser un placer tocarme: esbelta y bien formada, un auténtico cuerpazo.

Si esta clase de conversación le resulta embarazosa, dígamelo y me callaré. Me dedico a una profesión íntima, de modo que la conversación íntima no me apura siempre que no le apure a usted. ¿No? ¿Ningún problema? ¿Sigo adelante?

Ésa fue la primera vez que estuvimos juntos. Una experiencia interesante de veras, pero no trascendental. Claro que no había esperado que lo fuese, no con él.

Estaba decidida a evitar el enredo sentimental. Una aventura pasajera era una cosa; una relación amorosa, otra completamente distinta.

Estaba bastante segura de mí misma. No iba a entregar mi corazón a un hombre del que apenas sabía nada. Pero ¿qué decir de él? ¿Tal vez era la clase de hombre que rumiaba lo ocurrido entre nosotros, dándole más importancia de la que realmente tenía? Debes estar alerta, me dije.

Sin embargo, pasaron los días sin que tuviera ninguna noticia suya. Cada vez que pasaba ante la casa de la vía Tokai, reducía la velocidad y miraba con atención, pero no le veía. Tampoco me encontraba con él en el supermercado. Sólo podía llegar a una conclusión: me estaba evitando. En cierta manera, eso era una buena señal, pero de todos modos me irritaba. Incluso me dolía. Le escribí una carta, una carta anticuada, la franqueé y la eché al buzón. «¿Me estás evitando? —le preguntaba. ¿Qué debo hacer para convencerte de que sólo quiero que seamos buenos amigos?». No hubo respuesta.

Lo que no mencioné en la carta, y desde luego no mencionaría la próxima vez que le viera, fue cómo pasé el primer fin de semana después de su visita. Mark y yo nos apareamos como conejos, hicimos el amor en el lecho nupcial, en el suelo, en la ducha, en todas partes, incluso mientras la pobre e inocente Chrissie totalmente despierta en su camita, lloraba y me llamaba.

Mark tenía sus propias ideas sobre la razón de que estuviera tan excitada. Creía que yo notaba intuitivamente el efecto de la mujer que tenía en Durban y quería demostrarle hasta qué punto yo era mucho más… ¿cómo podría decirlo?… mucho más experta que ella. El lunes, después de ese fin de semana, él tenía que volar a Durban, pero se echó atrás, canceló el vuelo y llamó a la oficina para decir que estaba enfermo. Entonces volvimos a la cama.

No se cansaba de mí. Le extasiaba de veras la institución del matrimonio burgués y las oportunidades que aportaba a un hombre de estar en celo tanto fuera como dentro del hogar.

En cuanto a mí, me sentía (escojo las palabras con cautela) insoportablemente excitada al tener dos hombres tan cerca el uno del otro. Bastante escandalizada, me decía a mí misma: «¡Te estás comportando como una puta! ¿Es eso lo que eres, por naturaleza?». Pero en realidad estaba muy orgullosa de mí misma, del efecto que podía ejercer. Aquel fin de semana atisbé por primera vez la posibilidad de desarrollo sin fin en el reino de lo erótico. Hasta entonces había tenido una imagen bastante trillada de la vida erótica: llegas a la pubertad, te pasas uno, dos o tres años dudando al borde de la piscina y entonces te lanzas y chapoteas hasta que encuentras una pareja que te satisface, y ése es el final, el término de tu búsqueda. Lo que descubrí aquel fin de semana fue que, a los veintiséis años de edad, mi vida erótica apenas había empezado.

Entonces recibí por fin una respuesta a mi carta. Una llamada telefónica de John. Primero me sondeó cautamente: ¿Me encontraba sola? ¿Estaba fuera mi marido? Siguió la invitación: ¿Te gustaría venir a cenar, temprano, y traer a tu hija?

Llegué a la casa con Chrissie en su cochecito. John me esperaba en la puerta, con uno de esos delantales de carnicero azul y blanco.

—Ven por la parte trasera —me dijo—. Estamos haciendo una barbacoa.

Así fue como conocí a su padre. Estaba sentado y encorvado sobre el fuego, como si tuviera frío, cuando la noche era todavía muy cálida. No sin emitir algún crujido, se levantó para saludarme. Parecía frágil, aunque resultó que sólo tenía sesenta y tantos. «Encantado de conocerla —me dijo, con una sonrisa muy amable. Desde el principio nos llevamos bien. ¿Y ésta es Chrissie? ¡Hola, pequeña! Vienes a visitarnos, ¿eh?».

Al contrario que su hijo, hablaba con un fuerte acento afrikaans, pero su inglés era perfectamente aceptable. Al parecer, se había criado en una granja, en el Karoo, con muchos hermanos. Como no había ninguna escuela cerca, una profesora particular, una señorita Jones o Smith, procedente de la madre patria, les enseñó inglés.

En la finca rodeada por una valla donde Mark y yo vivíamos, cada casa tenía patio y barbacoa empotrada. Allí, en la vía Tokai, no había esas comodidades, sino tan sólo un redondel de ladrillos con el fuego en el centro. Parecía de una estupidez increíble encender una fogata desprotegida cuando habría una criatura al lado, sobre todo una niña como Chrissie, cuya postura bípeda aún era inestable. Fingí que tocaba la parrilla, fingí que gritaba de dolor, retiré la mano y me la llevé a la boca. «¡Caliente! —le dije a Chrissie. ¡Cuidado! ¡No lo toques!». ¿Por qué recuerdo este detalle? Porque me lamí la mano. Porque era consciente de que John me estaba mirando y, en consecuencia, prolongué el momento. En aquel entonces, y perdóneme por la jactancia, tenía una bonita boca, muy atractiva para besarla. Me apellidaba Kiš, que en Sudáfrica, donde nadie sabía nada de extraños signos diacríticos, se deletreaba K-I-S. «Kiss-kiss», solían sisear las chicas en la escuela, cuando querían provocarme. «Kiss-kiss», risitas y un húmedo chasquido de los labios. Me traía totalmente sin cuidado. Me decía que no hay nada malo en tener la boca muy atractiva para besarla. Fin de la digresión. Sé muy bien que desea que le hable de John, no de mí y de mi época escolar.

Salchichas a la parrilla y patatas horneadas: ése era el menú que aquellos dos hombres habían preparado de una manera tan imaginativa. Para las salchichas, un frasco de salsa de tomate; para las patatas, margarina. Menos mal que me había traído un par de esos potitos Heinz para la niña.

Aduciendo el escaso apetito propio de una dama refinada, me limité a poner una sola salchicha en mi plato. Como Mark se pasaba tanto tiempo fuera de casa, yo cada vez consumía menos carne. Mi dieta estaba formada principalmente por fruta, cereales y ensaladas. La de aquellos dos hombres se centraba en la carne y las patatas. Comían de la misma manera, en silencio, zampándose la comida como si fueran a arrebatársela en cualquier momento. Se notaba que comían en soledad.

—¿Qué tal va el hormigoneo? —pregunté.

—Otro mes y estará listo, Dios mediante —respondió John.

—Está mejorando mucho la casa —terció el padre—. De eso no hay ninguna duda. Es mucho menos húmeda que antes. Pero ha sido un trabajo enorme, ¿verdad, John?

Reconocí enseguida el tono de un padre deseoso de enorgullecerse de su hijo. Me solidaricé con el pobre hombre. ¡Un hijo treintañero, y nada que decir de él salvo que era capaz de colocar capas de hormigón! ¡Y qué duro también para el hijo, la presión de ese anhelo en el padre, el anhelo de sentirse orgulloso! Si había una razón por la que yo destacaba en la escuela, era para dar a mis padres, que llevaban una vida tan solitaria en este extraño país, algo de lo que estar orgullosos.

Como he dicho, su inglés, el del padre, era perfectamente aceptable, pero estaba claro que no era su lengua materna. Cuando decía un modismo, como «de eso no hay ninguna duda», lo hacía con una ligera floritura, como si esperase que le aplaudieran.

Le pregunté a qué se dedicaba, y me dijo que era contable y que trabajaba en la ciudad.

—Debe de ser una paliza ir desde aquí a la ciudad —comenté—. ¿No les iría mejor vivir más cerca?

Él musitó una respuesta que no entendí. Se hizo el silencio. Era evidente que había puesto el dedo en la llaga. Intenté cambiar de tema, pero no sirvió de nada.

No había esperado gran cosa de la velada, pero la monotonía de la conversación, los largos silencios y algo más que flotaba en la atmósfera, discordia o irritación entre ellos, todo ello era más de lo que estaba dispuesta a encajar. La comida había sido deprimente, las brasas se estaban convirtiendo en ceniza, yo tenía frío, había empezado a oscurecer, los mosquitos se cebaban en Chrissie. Nada me obligaba a seguir sentada en aquel jardín trasero lleno de hierbajos, nada me obligaba a participar en las tensiones familiares de personas a las que a apenas conocía, aun cuando, en un sentido técnico, una de ellas fuese o hubiese sido mi amante. Así que tomé a Chrissie en brazos y la puse en el cochecito.

—No te vayas todavía —me dijo John. Haré café.

—Tengo que irme —repliqué—. Ya hace rato que Chrissie debería estar acostada.

En la cancela intentó besarme, pero yo no estaba de humor.

El relato que me conté a mí misma aquella noche, el relato por el que me decidí, era el de que las infidelidades de mi marido me habían provocado hasta tal extremo que, para salvaguardar mi amor propio, había llegado a cometer yo misma una breve infidelidad. Ahora que era evidente lo errónea que había sido esa infidelidad, por lo menos en la elección de un cómplice, la infidelidad de mi marido aparecía bajo una nueva luz, también como una probable equivocación, y, por lo tanto, indigna de que me hiciera mala sangre por ella.

Creo que al llegar aquí debería correr un recatado velo sobre los fines de semana conyugales. Ya he dicho bastante. Permítame recordarle tan sólo que mis relaciones con John durante los días laborales tenían lugar contra el telón de fondo de esos fines de semana. Si John se sentía bastante intrigado y hasta encaprichado de mí, era porque había encontrado una mujer en el apogeo de sus poderes femeninos, que llevaba una vida sexual muy activa, una vida que en realidad tenía poco que ver con él.

Mire, señor Vincent, sé perfectamente que usted quiere que le hable de John, no de mí. Pero la única historia en la que aparece John que puedo contarle, o la única que estoy dispuesta a contarle, es esta, a saber, la historia de mi vida y el papel que él tuvo en ella, cosa que es del todo distinta, es un asunto diferente, de la historia de su vida y el papel que tuve en ella. Mi historia, mi historia personal, comenzó años antes de que John entrara en escena y prosiguió durante años después de su salida. En la fase de la que ahora le estoy hablando, Mark y yo éramos los protagonistas, John y la mujer de Durban personajes secundarios del reparto. De modo que debe usted escoger: tomar lo que le ofrezco o dejarlo. ¿He de poner fin a la narración en este mismo momento o prosigo?

Prosiga.

¿Está seguro? Porque quiero dejar clara otra cosa, y es la siguiente: comete un grave error si piensa que la diferencia entre los dos relatos, el que deseaba escuchar y el que le estoy contando, no será más que una cuestión de perspectiva, que mientras desde mi punto de vista la historia de John puede no haber sido más que un episodio entre muchos otros en la larga narración de mi matrimonio, sin embargo, mediante un rápido capirotazo, una rápida manipulación de la perspectiva, seguida de una corrección inteligente, puede trasformarlo en un relato acerca de John y una de las mujeres que pasaron por su vida. Pues no es así, no es así. Se lo advierto de veras: si se desvía de la realidad y empieza a juguetear con el texto, toda esta historia se convertirá en ceniza entre sus dedos. Es cierto que yo fui el personaje principal y es cierto que John fue un personaje secundario. Si parece que le estoy aleccionando sobre su propio tema, lo siento, pero al final me lo agradecerá. ¿Comprende?

Entiendo lo que me está diciendo. No estoy necesariamente de acuerdo, pero lo entiendo.

Bien, que no se diga que no le he advertido.

Como le he dicho, aquélla fue una época fantástica para mí, una segunda luna de miel, más dulce que la primera y también más larga. Si no fuese así, ¿por qué cree que la recordaría con tanto detalle? «¡Estoy siendo verdaderamente la que soy! —me dije—. Esto es lo que una mujer puede ser, ¡esto es lo que una mujer puede hacer!».

¿Le escandalizo? Probablemente no. Usted pertenece a una generación que no se escandaliza. Pero lo que estoy revelándole escandalizaría a mi madre, si viviera para oírlo. A mi madre jamás se le habría pasado por la cabeza hablarle a un desconocido como yo estoy hablando ahora.

Él había regresado de una de sus excursiones al Singapore Mart con uno de los primeros modelos de videocámara. La instaló en el dormitorio, para filmarnos haciendo el amor. «Como un documento —dijo. Y como un estímulo». No me importó. Le dejé que lo hiciera. Probablemente aún conserva la cinta; incluso debe de verla cuando tiene nostalgia de los viejos tiempos. O tal vez esté metida en una caja, abandonada en el desván, y sólo será encontrada después de su muerte. ¡Las cosas que dejamos al desaparecer! Imagine a sus nietos, los ojos como platos mientras miran a su juvenil abuelo retozando en la cama con su mujer extranjera.

Su marido…

Mark y yo nos divorciamos en 1988. Él volvió a casarse, por despecho. No he visto nunca a mi sucesora. Creo que viven en las Bahamas, o tal vez en las Bermudas.

¿Qué le parece si lo dejamos aquí? Es mucho lo que ha escuchado, y ha sido un largo día.

Pero sin duda ése no es el final de la historia.

Al contrario, es el final de la historia. Por lo menos de la parte que importa.

Pero usted y Coetzee siguieron viéndose. Mantuvieron correspondencia durante años. Así pues, aunque desde su punto de vista la historia termine ahí, disculpe, aunque ése sea el final de la historia que tiene importancia para usted, todavía queda una larga continuación por examinar, una larga relación entre ustedes. ¿No podría darme alguna idea de cómo fue esa continuación?

No fue larga, sino corta. Le hablaré de ella, pero no hoy. Tengo asuntos de los que ocuparme. Vuelva la próxima semana. Concrete la fecha con mi recepcionista.

La próxima semana me habré ido. ¿No podríamos vernos mañana?

Mañana es imposible. El jueves. Puedo concederle media hora el jueves, después de mi última cita.

***

Sí, la conclusión. ¿Por dónde empezamos? Déjeme que empiece por el padre de John. Una mañana, no mucho después de aquella espantosa barbacoa, iba en mi coche por la vía Tokai cuando reparé en una persona que esperaba en la parada del autobús. Era Coetzee padre. Yo tenía prisa, pero habría sido demasiado descortés pasar de largo, así que paré y me ofrecí a llevarle.

El me preguntó cómo estaba Chrissie. Le dije que echaba de menos a su padre, que se pasaba mucho tiempo fuera de casa. Le pregunté por John y el hormigoneo, y él me dio una vaga respuesta.

La verdad es que ninguno de los dos teníamos ganas de conversar, pero me obligué. Si no le importaba que se lo preguntara, le dije, ¿desde cuándo era viudo? El me lo dijo. De su vida matrimonial, si había sido feliz o no, si añoraba a su esposa o no, no dijo una sola palabra.

—¿Y John es su único hijo? —le pregunté.

—No, no, tiene un hermano, un hermano menor. Parecía sorprendido de que yo no lo supiera.

—Es curioso, porque John da la impresión de ser hijo único —comenté.

Lo decía en un sentido crítico. Me refería a que estaba absorto en sí mismo y no tenía en cuenta a quienes le rodeaban.

Él no dijo nada; no quiso saber, por ejemplo, en qué consiste esa impresión que sólo puede dar un hijo único.

Le pregunté por su segundo hijo, dónde vivía. En Inglaterra, respondió el señor C. Hacía años que se había marchado de Sudáfrica y nunca había vuelto.

—Debe de echarlo de menos —le dije. Él se encogió de hombros. Ésa era su reacción característica: el silencioso encogimiento de hombros.

Debo decirle que desde el principio observé una tristeza insoportable en aquel hombre. Sentado junto a mí en el coche, vestido con un traje de calle oscuro y emitiendo un olor a desodorante barato, podría haber parecido la encarnación de la rectitud inflexible, pero si de repente se hubiera echado a llorar, no me habría sorprendido lo más mínimo. Sin más compañía que la de aquel tipo seco, su hijo mayor, saliendo de casa todas las mañanas para ir a lo que parecía un trabajo desmoralizador y volviendo por la noche a un hogar silencioso… en fin, me daba algo más que un poco de pena.

—Bueno, es tanto lo que uno echa de menos… —dijo finalmente, cuando creía que no iba a responder nada. Hablaba en un susurro, mirando con fijeza hacia delante.

Le dejé en Wynberg, cerca de la estación de ferrocarril.

—Gracias por traerme, Julia —me dijo—. Has sido muy amable.

Era la primera vez que me llamaba por mi nombre. Podría haberle replicado: «Hasta pronto». Podría haberle replicado: «Tiene que venir con John a casa, a comer». Pero no lo hice. Me limité a agitar la mano y me alejé.

«¡Qué mezquina! —me regañé—. ¡Qué despiadada!». ¿Por qué era tan dura con él, con los dos?

Y la pregunta sigue en pie: ¿por qué era, y sigo siendo, tan crítica con John? Por lo menos cuidaba de su padre, por lo menos su padre tenía un hombro en el que apoyarse. Eso era más de lo que podía decirse de mí. Mi padre… probablemente no le interese saberlo, ¿por qué habría de interesarle? Pero déjeme contárselo de todos modos… Mi padre se encontraba entonces en un sanatorio privado en las afueras de Port Elizabeth. Su ropa estaba guardada bajo llave, tanto de día como de noche sólo podía vestir pijama y batín, y calzar zapatillas. Y le atiborraban de tranquilizantes. ¿Por qué? Tan sólo porque así les convenía a las enfermeras, para que fuese tratable. Porque cuando no tomaba las píldoras se agitaba y empezaba a gritar.

[Silencio.]

¿Cree usted que John quería a su padre?

Los chicos quieren a sus madres, no a sus padres. ¿No ha leído a Freud? Los chicos odian a su padre y quieren suplantarlo en el afecto de su madre. No, claro que John no quería a su padre, no quería a nadie, no estaba hecho para amar. Pero tenía un sentimiento de culpa con respecto a su padre. Se sentía culpable y, en consecuencia, cumplía con su deber. No sin algunos traspiés.

Le estaba hablando de mi padre. Había nacido en 1905, de modo que en la época de que le hablo se acercaba a los setenta años y estaba perdiendo la memoria. Se había olvidado de quién era, había olvidado el inglés rudimentario que aprendió al llegar a Sudáfrica. Unas veces hablaba a las enfermeras en alemán, otras en magiar, lengua de la que ellas no entendían una sola palabra. Estaba convencido de que se encontraba en Madagascar, en un campo de prisioneros. Creía que los nazis habían ocupado Madagascar y la habían convertido en una Strajkolonie para judíos. Tampoco recordaba quién era yo. En una de mis visitas me tomó por su hermana Trudi, mi tía, a la que yo no conocía en persona pero que tenía cierto parecido conmigo. Quería que fuese a ver al comandante del campo y le suplicara por él. «Ich bin der Erstgeborene», decía una y otra vez: Soy el primogénito. Si a der Erstgeborene no se le permitía trabajar (mi padre era joyero y tallador de diamantes profesional), ¿cómo iba a sobrevivir su familia?

Por eso estoy aquí. Por eso soy terapeuta. Debido a lo que vi en aquel sanatorio. Para evitar que traten a la gente como trataron allí a mi padre.

Mi hermano, su hijo, corría con el gasto de mantener a mi padre en el sanatorio. Mi hermano era el que le visitaba religiosamente todas las semanas, aunque mi padre sólo lo reconocía de una manera intermitente. En el único sentido que importa, mi hermano había aceptado la carga de cuidarlo. En el único sentido que importa, yo le había abandonado. Y era su preferida… ¡yo, su querida Julischka, tan guapa, tan lista, tan afectuosa!

¿Sabe en qué confío por encima de todo lo demás? Confío en que, en la otra vida, todos y cada uno de nosotros tendremos la oportunidad de disculparnos ante las personas con las que nos hemos portado mal. Yo tendré mucho de que disculparme, créame.

Basta de padres. Permítame volver a la historia de Julia y sus relaciones adúlteras, la historia que quiere usted escuchar y por la que ha venido desde tan lejos. Un día mi marido me dijo que se iba a Hong Kong para reunirse con los socios de la empresa en ultramar.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —le pregunté.

—Una semana —respondió—. Tal vez uno o dos días más, si las conversaciones van bien.

No pensé más en ello hasta que, poco antes de que él se marchara, me telefoneó la esposa de uno de sus colegas: ¿llevaba yo un vestido de noche para el viaje a Hong Kong? Le respondí que Mark viajaría solo. Yo no le acompañaba. Vaya, dijo ella, creía que todas las esposas estaban invitadas.

Cuando Mark volvió a casa, le planteé la cuestión.

—Acaba de telefonear June. Dice que viaja con Alistair a Hong Kong y que todas las esposas están invitadas.

—Las esposas están invitadas, pero la compañía no les paga el viaje —replicó Mark—. ¿De veras quieres ir a Hong Kong para estar sentada en un hotel con un grupo de mujeres de colegas que se quejan del clima? En esta época del año Hong Kong es como una sauna. ¿Y qué harás con Chrissie? ¿Quieres llevártela también?

—No tengo el menor deseo de ir a Hong Kong y pasar el tiempo sentada en el hotel con una criatura que grita —respondí. Sólo quiero saber qué pasa, para no sentirme humillada cuando llaman tus amigos.

—Bueno, pues ya sabes qué pasa.

Se equivocaba. No lo sabía. Pero podía conjeturarlo. En concreto, podía conjeturar que su amiga de Durban también estaría en Hong Kong. A partir de entonces me mostré fría como el hielo con Mark. «¡Dejemos que esto eche por tierra cualquier idea que puedas haberte hecho de que tus adulterios me excitan, cabrón!». Eso fue lo que pensé.

—¿Se debe todo esto a lo de Hong Kong? —me dijo cuando por fin empezó a comprender el mensaje—. Si quieres venir a Hong Kong, por el amor de Dios, basta con que digas un par de palabras, en vez de moverte por casa al acecho como una tigresa con indigestión.

—¿Y cuáles podrían ser esas palabras? —le pregunté—. ¿Tal vez «por favor»? No, no quiero acompañarte nada menos que a Hong Kong. No haría más que aburrirme, como dices, sentada y rezongando con las otras esposas mientras los hombres están ocupados en otra parte, decidiendo el futuro del mundo. Estaré más a gusto aquí, en casa, donde debo estar, cuidando de tu hija.

Así estaban las cosas entre nosotros el día que Mark se marchó.

Espere un momento, estoy confuso. ¿De qué época me está hablando? ¿Cuándo tuvo lugar ese viaje a Hong Kong?

Debió de ser en 1973, a comienzos de año, no puedo darle una fecha exacta.

Entonces usted y Coetzee llevaban viéndose…

No. No nos habíamos estado viendo. Usted me ha preguntado al comienzo cómo conocí a John, y se lo he contado. Ése fue el principio del relato. Ahora estamos llegando al final, es decir, a cómo nuestra relación siguió derivando hasta que se acabó.

¿Me pregunta dónde está el centro del relato? No hay centro. No puedo contárselo, porque no lo hay. Éste es un relato sin parte central.

Volvamos a Mark, al aciago día en que partió hacia Hong Kong. Apenas se había ido, cuando subí al coche, fui a la vía Tokai y deslicé una nota por debajo de la puerta: «Ven esta tarde, si te apetece, alrededor de las dos».

Cuando se acercaban las dos, yo me notaba cada vez más febril. La niña también me lo notaba. Estaba inquieta, lloraba, se aferraba a mí, no se dormía. Fiebre, pero ¿qué clase de fiebre?, me preguntaba. ¿Una fiebre de locura? ¿Una fiebre de rabia?

Esperé, pero John no vino, ni a las dos ni a las tres. Llegó a las cinco y media, y por entonces me había quedado dormida en el sofá con Chrissie, cálida y pegajosa, sobre mi hombro. El timbre de la puerta me despertó. Cuando le abrí la puerta, aún me sentía grogui y confusa.

—Siento no haber podido venir antes —me dijo—, pero por las tardes doy clases.

Era demasiado tarde, por supuesto. Chrissie estaba despierta y celosa a su manera.

John regresó más tarde, según habíamos convenido, y pasamos la noche juntos. A decir verdad, mientras Mark estuvo en Hong Kong, John pasó todas las noches en mi cama, marchándose al amanecer para no tropezarse con la asistenta. El sueño que yo perdía lo compensaba haciendo la siesta por la tarde. No tengo ni idea de qué haría él para compensar el sueño perdido. Tal vez sus alumnos, sus chicas portuguesas (¿está informado sobre esas vagabundas del ex imperio portugués? ¿No? Recuérdeme que se lo cuente), tal vez las chicas tenían que padecer a causa de sus excesos nocturnos.

Mi verano con Mark me había procurado una nueva concepción del sexo: como un combate, una variedad de lucha en la que hacías lo posible para que tu oponente se sometiera a tu voluntad erótica. Pese a todos sus defectos, Mark era un luchador sexual más competente, aunque no tan sutil ni tan firme como yo, mientras que mi veredicto sobre John —ahora por fin, por fin, llega el momento que ha estado usted esperando, señor biógrafo—, tras siete noches de prueba, era que no estaba a mi altura, no a la altura que yo había alcanzado entonces.

John tenía lo que podríamos llamar una modalidad sexual, que conectaba en cuanto se quitaba la ropa. En la modalidad sexual podía representar el papel masculino de una manera perfectamente apropiada… apropiada y competente, pero para mi gusto, demasiado impersonal. Nunca tenía la sensación de que estaba conmigo, en mi plena realidad. Más bien era como si se estuviera relacionando con alguna imagen erótica que estaba dentro de su cabeza; tal vez incluso alguna imagen de Mujer con mayúscula.

En aquel entonces tan sólo me sentía decepcionada. Ahora iría más allá. Ahora creo que había un elemento autista en su manera de hacer el amor. No digo esto con ánimo de crítica, sino como un diagnóstico, por si le interesa. Es característico del tipo autista que trate a los demás como si fuesen autómatas, unos autómatas misteriosos. A cambio espera que también se le trate como un autómata misterioso. Si eres autista, enamorarte se traduce en convertir al elegido en el objeto inescrutable de tu deseo; ser amado se traduce en ser tratado recíprocamente como el inescrutable objeto de deseo del otro. Dos autómatas inescrutables, cada uno de los cuales mantiene un inescrutable comercio con el cuerpo del otro: así me sentía en la cama con John. Dos empresas independientes en marcha, la suya y la mía. No puedo decir cómo era su empresa conmigo, pues me resultaba opaca. Pero para resumir: el sexo con él carecía por completo de emoción.

No he tenido en mi consulta mucha experiencia de pacientes a los que pudiera clasificar como clínicamente autistas. Sin embargo, a pesar de sus vidas sexuales, conjeturo que prefieren la masturbación al coito.

Como creo que le he dicho, John sólo era el tercer hombre con el que me relacionaba íntimamente. Tres hombres y, en el aspecto sexual, los había superado a todos. Una triste historia. Después de esos tres, perdí el interés por los sudafricanos blancos. Había un rasgo que todos ellos compartían y que era difícil precisar, pero que de alguna manera se relacionaba con un parpadeo evasivo que sorprendía en los ojos de los colegas de Mark cuando hablaban sobre el futuro del país, como si existiera una conspiración en la que todos estaban involucrados y que iba a crear un futuro falso, un trampantojo donde antes ningún futuro había parecido posible. Como el obturador de una cámara que se abriera un instante para revelar la falsedad en lo más profundo de su ser.

Por supuesto, también yo era sudafricana, y tan blanca como es posible serlo. Había nacido entre los blancos, me crié entre ellos, viví entre ellos. Pero tenía un segundo yo del que echar mano: Julia Kiš, o incluso mejor Kiš Julia, de Szombathely. Mientras no abandonara a Julia Kiš, mientras Julia Kiš no me abandonara, podía ver cosas a las que otros blancos eran ciegos.

Por ejemplo, en aquel entonces a los sudafricanos blancos les gustaba considerarse los judíos de África, o por lo menos los israelíes de África: astutos, sin escrúpulos, fuertes, con los pies en la tierra, odiados y envidiados por las tribus a las que dominaban. Todo falso. Una pura tontería. Hay que ser judío para conocer a un judío, como hace falta ser mujer para conocer a un hombre. Esa gente no era dura, ni siquiera era astuta, o no lo era en grado suficiente. Y, desde luego, no eran judíos. En realidad, eran criaturas en el bosque. Así es como los considero ahora: una tribu de bebés cuidados por esclavos.

John no paraba de moverse mientras dormía, hasta tal punto que me mantenía despierta. Cuando no podía soportarlo más, lo sacudía. «Estabas teniendo una pesadilla», le decía. «Nunca sueño», musitaba él, y volvía a dormirse de inmediato. Pronto empezaba de nuevo a dar bruscas vueltas en la cama. La situación llegó al extremo de que empecé a echar de menos a Mark en la cama. Por lo menos Mark dormía como un tronco.

Dejemos esto. Ya se hace usted cargo. No fue un idilio sensual, ni mucho menos. ¿Qué más? ¿Qué más quiere saber?

Permítame que le haga una pregunta. Usted es judía y John no lo era. ¿Hubo alguna tensión por este motivo?

¿Tensión? ¿Por qué tendría que haber habido tensión? ¿Tensión por parte de quién? Después de todo, no me proponía casarme con John. No, a ese respecto, John y yo nos llevábamos muy bien. Con los que no se llevaba bien era con los norteños, sobre todo con los ingleses. Decía que los ingleses le sofocaban, con sus buenos modales, su reserva de buena crianza. Prefería a las personas que estaban dispuestas a dar más de sí mismas. Entonces a veces reunía el valor necesario para darles a cambio algo de sí mismo.

¿Alguna pregunta más antes de que continúe?

No.

Una mañana (doy un salto, porque quiero terminar con esto cuanto antes) John apareció en la entrada de mi casa.

—No me quedaré —me dijo—, pero he pensado que esto podría gustarte.

Tenía un libro en la mano. En la cubierta se leía: Tierras de poniente, de J. M. Coetzee. Me quedé totalmente desconcertada.

—¿Has escrito esto? —le pregunté.

Sabía que escribía, pero mucha gente lo hace. No tenía la menor idea de que en su caso iba en serio.

—Es para ti. Es una edición no venal. Hoy he recibido dos ejemplares por correo.

Pasé las páginas del libro. Alguien que se quejaba de su mujer. Alguien que viajaba en una carreta tirada por bueyes.

—¿Qué es esto? —le pregunté. ¿Narrativa?

—Algo así.

Algo así.

—Gracias —le dije—. Lo leeré con ilusión. ¿Vas a ganar mucho dinero con este libro? ¿Podrás dejar la enseñanza?

Eso le pareció muy divertido. Estaba de buen humor, debido a la publicación del libro. No había presenciado a menudo esa faceta suya.

—No sabía que tu padre era historiador —observé la siguiente vez que nos vimos.

Me refería al prefacio del libro, en el que el autor, el escritor, el hombre que estaba ante mí, afirmaba que su padre, el hombrecillo que iba todas las mañanas a su trabajo de contable en la ciudad, era también un historiador que frecuentaba los archivos y descubría documentos antiguos.

—¿Te refieres al prefacio? —replicó—. Verás, todo eso es inventado.

—¿Y cómo se toma tu padre eso de que hagas falsas afirmaciones sobre él, de que lo conviertas en personaje de un libro?

John parecía incómodo. Lo que no quería revelar, como descubrí más adelante, era que su padre no había visto Tierras de poniente.

—¿Y Jacobus Coetzee? —le pregunté—. ¿También te has inventado a tu estimable antepasado Jacobus Coetzee?

—No, existió un auténtico Jacobus Coetzee —me respondió—. Por lo menos hay un auténtico documento manuscrito en el que se afirma que es la transcripción de una declaración oral efectuada por una persona que dijo llamarse Jacobus Coetzee. Al pie de ese documento hay una X que, según atestigua el amanuense es de puño y letra de ese mismo Coetzee, una X porque era analfabeto. En ese sentido no lo he inventado.

—Para ser analfabeto, tu Jacobus me parece muy literario. Veo que en cierto lugar cita a Nietzsche.

—Bueno, aquellos hombres de la frontera del siglo dieciocho eran sorprendentes. Nunca podías saber con qué te saldrían la siguiente vez.

No puedo decir que Tierras de poniente me guste. Sé que parezco anticuada, pero prefiero que los libros tengan héroes y heroínas como es debido, personajes a los que puedas admirar. Nunca he escrito relatos, nunca he tenido ambiciones de ese tipo, pero supongo que es mucho más fácil crear personajes malos, personajes despreciables, que buenos. Ésa es mi opinión, si le sirve de algo.

¿Se lo dijo así alguna vez a Coetzee?

¿Si le dije que creía que se estaba inclinando por la opción fácil? No. Sencillamente me sorprendía que aquel amante mío intermitente, aquel manitas aficionado y profesor a tiempo parcial, fuese capaz de escribir todo un libro y, lo que es más, encontrarle editor, aunque sólo en Johannesburgo. Me sorprendía, me sentía satisfecha por él, incluso estaba un poco orgullosa. Gloria refleja. En mis años estudiantiles había salido con muchos aspirantes a escritor, pero ninguno de ellos había llegado a publicar un libro.

No se lo he preguntado. ¿Qué estudió usted? ¿Psicología?

No, qué va. Estudié literatura alemana. Como preparación para mi vida de ama de casa y madre, leía a Novalis y Gottfried Benn. Me licencié en literatura, tras lo cual, durante dos décadas, hasta que Christina se hizo adulta y abandonó el hogar, estuve… ¿cómo le diría?… intelectualmente aletargada. Entonces volví a la universidad. En aquella época vivía en Montreal. Empecé desde cero con ciencias básicas, seguidas por estudios de medicina y, finalmente, formación de terapeuta. Un largo camino.

¿Cree usted que las relaciones con Coetzee habrían sido distintas de haberse formado en psicología en lugar de literatura?

¡Qué pregunta tan curiosa! La respuesta es negativa. De haber estudiado psicología en la Sudáfrica de los años sesenta, habría tenido que enfrascarme en los procesos psicológicos de las ratas y los pulpos, y John no era ni una rata ni un pulpo.

¿Qué clase de animal era?

¡Qué preguntas tan raras me hace! No era ninguna clase de animal, y por una razón muy concreta: sus capacidades mentales, y específicamente su facultad de ideación, estaban demasiado desarrolladas, a costa de su yo animal. Era Homo sapiens, o incluso Homo sapiens sapiens. Lo cual me lleva de nuevo a Tierras de poniente. Como obra literaria, no digo que esa obra carezca de pasión, pero la pasión oculta en sus páginas es oscura. Lo leo como un libro sobre la crueldad, una revelación sobre la crueldad que conllevan diversas formas de conquista. Pero ¿cuál es la verdadera fuente de esa crueldad? A mi modo de ver, radica en el mismo autor. La mejor interpretación que puedo hacer del libro es que su escritura fue un proyecto de terapia que el autor se administró a sí mismo, lo cual arroja cierta luz sobre la época que estuvimos juntos.

No estoy seguro de comprenderla. ¿Podría decirme algo más?

¿Qué es lo que no comprende?

¿Está diciendo que volcó su crueldad en usted?

No, en absoluto. John siempre mostró hacia mí la mayor amabilidad. Siempre fue dulce conmigo, me trató con delicadeza. Eso formaba parte de su problema. Su proyecto de vida consistía en ser amable. Déjeme que vuelva a empezar. Recordará usted cuánta matanza hay en Tierras de poniente, matanza no sólo de seres humanos, sino también de animales. Bien, más o menos por la época en que se publicó el libro, John me anunció que iba a hacerse vegetariano. No sé durante cuánto tiempo persistió en ello, pero interpreté su conversión al vegetarianismo como parte de un proyecto de autorreforma. Había decidido bloquear los impulsos crueles y violentos en todos los aspectos de su vida, incluida su vida amorosa, podríamos decir, y canalizarlos en su escritura, que, en consecuencia, iba a convertirse en una especie de ejercicio catártico e interminable.

¿Hasta qué punto usted lo percibía así en la época y hasta qué punto esta visión se debe a su comprensión posterior como terapeuta?

Lo vi todo, pues estaba en la superficie y no era necesario excavar, pero en aquel entonces carecía del lenguaje para describirlo. Además, tenía una aventura amorosa con él. En medio de una aventura amorosa, una no puede ser demasiado analítica.

Una aventura amorosa. Antes no había empleado esa expresión.

Entonces permítame que me corrija. Un lío erótico. Porque, dado lo joven y egocéntrica que era entonces, me habría sido difícil amar, amar de veras, a un hombre tan radicalmente incompleto como John. Así pues, estaba en medio de un lío erótico con dos hombres, con uno de los cuales había hecho una inversión a fondo: me había casado con él, era el padre de mi hija, mientras que en el otro no había invertido nada.

Ahora supongo que el hecho de que invirtiera más en John tiene mucho que ver con su proyecto de convertirse en lo que le he dicho, un hombre dulce, la clase de hombre que no haría ningún daño, ni siquiera a animales tontos, ni siquiera a una mujer. Ahora creo que debería haber sido más clara con él: «Si por alguna razón te reprimes, no lo hagas, ¡no es necesario!». Si le hubiera dicho eso, él se lo habría tomado a pecho. Si se hubiera permitido ser un poco más impetuoso, un poco más imperioso, un poco menos reflexivo, probablemente habría conseguido librarme de un matrimonio que en aquel entonces era nocivo para mí y que sería mucho peor más adelante. Podría haberme salvado de veras, o haber salvado los mejores años de mi vida, que acabaron desperdiciados.

[Silencio.]

He perdido el hilo. ¿De qué estábamos hablando?

De «Tierras de poniente».

Sí, Tierras de poniente. Debo prevenirle. La verdad es que había escrito ese libro antes de conocerme. Revise la cronología. Así que no se sienta tentado de leerlo como si tratara de nosotros dos.

Esa idea no me había pasado por la mente.

Recuerdo haberle preguntado a John qué nuevo proyecto tenía en marcha después de Tierras de poniente. Su respuesta fue vaga. «Siempre hay una cosa u otra en la que trabajar —me dijo—. Si me rindiera a la seducción de no trabajar, ¿qué haría conmigo mismo? Tendría que pegarme un tiro».

Eso me sorprendió. Me refiero a su necesidad de escribir. Yo apenas sabía nada de sus hábitos, de cómo pasaba el tiempo, pero nunca había imaginado que fuese un trabajador obsesivo.

—¿Lo dices en serio? —le pregunté.

—Si no escribo, me deprimo —replicó.

—¿Por qué, entonces, te dedicas a esas interminables reparaciones de la casa? —le planteé. Podrías pagar a alguien para que hiciera las reparaciones y dedicar el tiempo que ganaras a escribir.

—No lo comprendes —respondió él—. Aunque tuviera dinero para pagar a un constructor, lo cual no es el caso, seguiría teniendo la necesidad de pasar equis horas al día cavando en el jardín o trasladando piedras o mezclando el hormigón.

Y se embarcó en otro de sus discursos sobre la necesidad de acabar con el tabú del trabajo manual.

Me pregunté si no me estaría haciendo una crítica sutil, la de que el trabajo pagado de mi asistenta negra me liberaba para tener ociosas aventuras con desconocidos, por ejemplo. Pero lo dejé correr.

—Bien —le dije—. Está claro que no entiendes de economía. El primer principio de la economía es que si todos insistiéramos en hilar y en ordeñar nuestras vacas, en vez de emplear a otras personas para que lo hagan por nosotros, estaríamos atascados eternamente en la Edad de Piedra. Por eso hemos inventado una economía basada en el intercambio que, a su vez, ha posibilitado nuestra larga historia de progreso material. Pagas a alguien para que coloque el hormigón y, a cambio, dispones del tiempo necesario para escribir el libro que justificará tu ocio y dotará de significado a tu vida, que incluso puede dotar de significado a la vida del trabajador que te coloque el hormigón. De esa manera, todos prosperamos.

—¿De veras crees eso? —me preguntó—. ¿Que los libros dan significado a nuestra vida?

—Sí —respondí—. Un libro debería ser un hacha para romper el mar congelado en nuestro interior. ¿Qué otra cosa debería ser?

—Un gesto de rechazo ante la cara del tiempo. Un intento de alcanzar la inmortalidad.

—Nadie es inmortal. Los libros no son inmortales. El planeta sobre el que estamos será absorbido por el sol y quedará reducido a cenizas. Tras lo cual el mismo universo sufrirá una implosión y desaparecerá por un agujero negro. Nada sobrevivirá, ni yo ni tú ni, desde luego, los libros que interesan a una minoría sobre hombres imaginarios de la frontera en la Sudáfrica del siglo dieciocho.

—No me refería a inmortal en el sentido de existir fuera del tiempo. Me refería a sobrevivir más allá de tu desaparición física.

—¿Quieres que la gente te lea después de muerto?

—Aferrarme a esa perspectiva me procura cierto consuelo.

—¿Aun cuando no estés aquí para verlo?

—Aun cuando no esté aquí para verlo.

—Pero ¿por qué la gente del futuro se molestaría en leer el libro que escribes si no les habla personalmente, si no les ayuda a encontrar significado a su vida?

—Tal vez seguirá gustándole leer libros que estén bien escritos.

—Eso es absurdo. Es como decir que si construyo una buena radio en miniatura la gente seguirá usándola en el siglo veinticinco. Pero no lo harán. Porque las radios en miniatura, por bien hechas que estén, para entonces serán obsoletas. No le dirán nada a la gente del siglo veinticinco.

—Tal vez en el siglo veinticinco aún habrá una minoría que sentirá curiosidad por escuchar cómo sonaba una radio en miniatura de fines del siglo veinte.

—Coleccionistas, aficionados. ¿Es así como te propones pasar la vida: sentado a tu mesa, creando un objeto que tal vez se preserve como una curiosidad o tal vez no?

Él se encogió de hombros.

—¿Tienes una idea mejor?

Cree usted que estoy faroleando, lo percibo. Cree que me invento el diálogo para mostrar lo lista que soy. Pero así eran entonces las conversaciones entre John y yo. Eran divertidas. Disfrutaba de ellas. Luego, cuando dejamos de vernos, las eché en falta. En realidad, probablemente nuestras conversaciones fueron lo que más añoré. Era el único hombre entre todos mis conocidos que me dejaba vencerle en una discusión sincera, que no soltaba una bravata, se ofuscaba o se marchaba enojado al ver que estaba perdiendo. Y yo siempre le vencía, o casi siempre.

La razón era sencilla. No es que no pudiese discutir, pero dirigía su vida de acuerdo con unos principios, mientras que yo era pragmática. El pragmatismo siempre derrota a los principios; así son las cosas. El universo se mueve, el suelo cambia bajo nuestros pies, y los principios están siempre un paso por detrás. Los principios son el material de la comedia. La comedia es lo que obtienes cuando los principios tropiezan con la realidad. Sé que tenía fama de adusto, pero en realidad John Coetzee era muy divertido. Un personaje de comedia. Una comedia adusta. Y eso, de alguna manera oscura, él lo sabía, incluso lo aceptaba. Por eso todavía le recuerdo con afecto, si le interesa saberlo.

[Silencio.]

Siempre fui hábil para discutir. En la escuela, cuantos me rodeaban se ponían nerviosos, incluso los profesores. «Una lengua como un cuchillo —decía mi madre, reprobándome a medias. Una chica no debería discutir así, una chica debería aprender a ser más suave». Estaba orgullosa de mí, de mi temple, de mi lengua aguda. Era de una generación en la que una hija, al casarse, pasaba directamente del hogar paterno al de su marido o su suegro.

En cualquier caso, John me preguntó:

—¿Tienes una idea mejor de cómo emplear tu vida que la de escribir libros?

—No, pero tengo una idea que podría estimularte y ayudarte a darle una dirección a tu vida.

—¿Cuál es?

—Encontrar una mujer como es debido y casarte con ella.

El me miró de una manera extraña.

—¿Me estás haciendo una proposición?

Me eché a reír.

—No, yo ya estoy casada, gracias —le dije. Búscate una mujer más apropiada que yo, alguien que te haga salir de ti mismo.

«Yo ya estoy casada, y, por lo tanto, si me casara contigo cometería bigamia»: esto era lo que no llegué a decir. Sin embargo, ¿qué tenía de malo la bigamia, bien mirado, aparte de ser ilegal? ¿Qué hacía de la bigamia un delito cuando el adulterio era sólo un pecado o un pasatiempo? Ya era una adúltera. ¿Por qué no ser también bígama? Al fin y al cabo, estábamos en África. Si ningún hombre africano debía responder ante un tribunal por tener dos esposas, ¿por qué se me tenía que prohibir a mí tener dos cónyuges, uno público y otro privado?

—Esto no es una proposición, de ninguna manera —repetí—, pero, sólo por plantear una hipótesis, ¿te casarías conmigo si estuviera libre?

No era más que una pregunta, una pregunta ociosa. No obstante, sin decir una sola palabra, él me tomó en sus brazos y me estrechó con tanta fuerza que no podía respirar. Era el primero de sus actos, que yo recordara, que parecía salirle directamente del corazón. Desde luego, le había visto bajo los efectos del deseo animal (en la cama no pasábamos el tiempo hablando de Aristóteles), pero nunca hasta entonces le había visto emocionado. «¿Así que, después de todo, este tipo seco tiene sentimientos?», me pregunté con cierto asombro.

—¿Qué pasa? —le pregunté, librándome de su abrazo. ¿Hay algo que quieres decirme?

Él guardó silencio. ¿Estaba llorando? Encendí la lámpara de la mesilla de noche y le miré. No lloraba, pero tenía un aspecto de profunda congoja.

—Si no me dices lo que te ocurre, no puedo ayudarte —insistí.

Más tarde, cuando él se hubo recuperado, colaboramos para tomarnos a la ligera lo sucedido.

—Para la mujer adecuada, serías un marido de primera —le dije—. Responsable, trabajador, inteligente. Un buen partido, y además excelente en la cama. —Aunque eso no era estrictamente cierto—. Cariñoso —añadí como una idea tardía, aunque eso tampoco era cierto.

—Y un artista, por añadidura —dijo él—. Te has olvidado de mencionar eso.

—Y un artista, por añadidura. Un artista de las palabras.

[Silencio.]

¿Y?

Eso es todo. Un episodio difícil para los dos, que superamos con éxito. El primer atisbo de que albergaba sentimientos más profundos hacia mí.

¿Más profundos con respecto a qué?

Más profundos que los sentimientos que cualquier hombre puede experimentar hacia la atractiva esposa de su vecino. O el buey o el asno de su vecino.

¿Me está diciendo que estaba enamorado de usted?

Enamorado… ¿Enamorado de mí o de la idea de mí? No lo sé. Lo que sé es que tenía motivos para estarme agradecido. Le facilité las cosas. Hay hombres a los que les cuesta cortejar a una mujer. Temen revelar su deseo, exponerse al rechazo. A menudo, detrás de su temor hay algún suceso de su infancia. Jamás obligué a John a que se revelara. Era yo quien le cortejaba. Fui yo quien le sedujo. Fui yo quien estableció los términos de la relación. Por ello, cuando me pregunta si estaba enamorado, le respondo que estaba agradecido.

[Silencio.]

Luego, a menudo me preguntaba qué habría sucedido si, en lugar de tenerlo a raya, hubiera reaccionado a la expansión de su sentimiento con la expansión del mío. Si hubiera tenido el valor de divorciarme entonces de Mark, en vez de esperar trece o catorce años más, y me hubiese unido a John. ¿Habría aprovechado más mi vida? Tal vez. Tal vez no. Claro que entonces no estaría usted hablando con la ex amante, sino con la apenada viuda.

Chrissie era el problema, el único inconveniente. La niña tenía mucho apego a su padre, y cada vez me resultaba más difícil tratar con ella. Ya no era un bebé, iba a cumplir dos años, y aunque sus avances con el lenguaje eran de una lentitud inquietante (resultó que no habría tenido necesidad de preocuparme, porque más adelante compensó el retraso de golpe), a cada día que pasaba era más despierta… más despierta y más audaz. Había aprendido a bajar de su camita. Tuve que encargar a un carpintero que pusiera una valla en lo alto de la escalera, para que no se cayera rodando escaleras abajo.

Recuerdo que una noche Chrissie apareció de improviso junto a mi cama, restregándose los ojos y sollozando, confusa. Tuve la presencia de ánimo de cogerla en brazos y llevarla a su habitación antes de que se percatara de que no era papá quien estaba en la cama a mi lado. Pero ¿tendría tanta suerte la próxima vez?

Nunca estuve totalmente segura del efecto subterráneo que mi doble vida podría tener en Chrissie. Por un lado, me decía que mientras estuviera físicamente satisfecha y en paz conmigo misma los efectos beneficiosos también deberían transmitirse a ella. Si esta actitud le parece interesada, permítame recordarle que en aquella época, los años setenta, la opinión progresista, la opinión bien-pensant, consideraba el sexo, en todas sus formas y con cualquier pareja, una cosa positiva. Por otro lado, era evidente que a Chrissie le desconcertaba cada vez más la alternancia de papá y del tío John en la casa. ¿Qué ocurriría cuando empezara a hablar? ¿Y si confundía a los dos y llamaba a su padre «tío John»? Se armaría la gorda.

Las teorías de Freud, en su mayor parte, siempre me han parecido bobadas, empezando por el complejo de Edipo y siguiendo con su negativa a ver que los niños estaban sometidos a abusos sexuales en los hogares de su clientela de clase media. Sin embargo, estoy de acuerdo en que los niños, incluso los muy pequeños, pasan mucho tiempo tratando de descifrar el lugar que ocupan en la familia. En el caso de Chrissie, la familia había sido hasta entonces una cuestión muy simple: yo, el sol en el centro del universo, más mamá y papá, los planetas que giran a su alrededor. Tuve que hacer cierto esfuerzo para aclararle que Maria, que se presentaba a las ocho de la mañana y se marchaba a mediodía, no formaba parte del conjunto familiar. «Ahora Maria tiene que irse a casa —le decía delante de María—. Dile adiós a Maria. Tiene su propia hijita, a la que ha de alimentar y cuidar». (Me refería a la hijita de Maria para no complicar las cosas. Sabía muy bien que Maria tenía siete hijos a los que alimentar y vestir, cinco suyos y dos de una hermana que había muerto de tuberculosis).

En cuanto a los demás familiares de Chrissie, su abuela materna había fallecido antes de que ella naciera y su abuelo estaba ingresado en un sanatorio, como le he dicho. Los padres de Mark vivían en la región oriental de El Cabo, en una granja rodeada por una valla electrificada de dos metros de altura. Nunca pasaban una noche fuera de casa por temor a que les saqueasen la granja y se llevaran el ganado, por lo que era como si viviesen en una cárcel. La hermana mayor de Mark residía a miles de kilómetros de distancia, en Seattle, y mi hermano nunca visitaba El Cabo. Así pues, Chrissie tenía la versión más reducida posible de una familia. La única complicación era el tío que entraba a hurtadillas por la puerta trasera a medianoche y con el mismo sigilo se acostaba en la cama de mamá. ¿Quién era el tío, un miembro de la familia o, por el contrario, un gusano que devoraba el corazón de la familia?

Y Maria… ¿Cuánto sabía Maria? Nunca podría estar segura. El trabajo itinerante era la norma en aquel entonces, por lo que Maria debía de estar muy familiarizada con el fenómeno del marido que se despide de su esposa y sus hijos y se marcha a la gran ciudad en busca de trabajo. Pero que Maria aprobase que las esposas tontearan en ausencia de su marido era otra cuestión. La verdad es que Maria nunca vio a mi visitante nocturno, pero es muy improbable que la engañáramos. Los visitantes dejan demasiadas huellas a su paso.

Pero ¿qué es esto? ¿Son de veras las seis? No tenía ni idea de que era tan tarde. Debemos dejarlo por hoy. ¿Puede volver mañana?

Lo siento, pero mañana he de regresar a casa. Volaré desde aquí a Washington, y desde Washington a Londres. Lamentaría mucho que…

Muy bien, sigamos. No queda mucho más. Seré rápida.

Una noche John llegó en un estado de excitación desacostumbrado. Traía un pequeño casete, y puso una cinta, el quinteto de cuerda de Schubert. No era lo que llamaría música sexy, y mi estado de ánimo tampoco era el adecuado, pero él quería que hiciéramos el amor, y concretamente, y perdone que sea tan explícita, quería que coordináramos nuestras actividades con la música, con el movimiento lento.

Bien, el movimiento lento en cuestión puede ser muy bello, pero me parecía que estaba lejos de ser estimulante, a lo que se sumaba mi imposibilidad de hacer caso omiso del estuche que contenía la cinta: el aspecto de Franz Schubert no era el de un dios de la música, sino el de un agobiado empleado vienés resfriado y con la cabeza embotada.

No sé si recuerda usted el movimiento lento, pero hay una larga aria de violín por debajo de la cual vibra la viola, y me daba cuenta de que John trataba de seguir ese ritmo. Aquello me parecía forzado y ridículo. De alguna manera, mi distanciamiento se comunicó a John. «¡Vacía la mente! —me susurró—. ¡Siente a través de la música!».

Bien, nada irrita más que te digan lo que debes sentir. Me aparté de él y su pequeño experimento erótico se vino abajo en un instante.

Más tarde trató de explicarse. Dijo que había querido demostrarme algo sobre la historia de la sensación. Las sensaciones tenían unas historias naturales propias, florecían durante un rato o no florecían, y entonces morían o se extinguían. La mayor parte de las sensaciones que florecieron en la época de Schubert ahora estaban muertas. La única manera que nos quedaba de volver a experimentarlas era mediante la música de aquel tiempo. Porque la música era el rastro, la inscripción, de la sensación.

Muy bien, le dije, pero ¿por qué tenemos que follar mientras escuchamos música?

Porque resulta que el movimiento lento del quinteto trata del acto sexual, replicó. Si, en vez de oponer resistencia, hubiera dejado que la música fluyera en mí y me animara, habría tenido atisbos de algo totalmente fuera de lo común: lo que se sentía al hacer el amor en la Austria posterior a Bonaparte.

—¿Lo que sentía el hombre posterior a Bonaparte o lo que sentía la mujer posterior a Bonaparte? —le pregunté—. ¿El señor Schubert o su señora?

Eso le enojó de veras. No le gustaba que se rieran de sus teorías favoritas.

—La música no trata de la jodienda —seguí diciéndole—. La música trata del juego previo. Trata del cortejo. Le cantas a la doncella antes de acostarte con ella, no mientras estás en la cama con ella. Le cantas para atraerla, para ganarte su corazón. Le cantas para llevarla a la cama. Si no eres feliz conmigo en la cama, tal vez sea porque no te has ganado mi corazón. —Debería haber dejado las cosas en ese punto, pero no lo hice y continué—: El error que cometimos los dos fue el de saltarnos el juego previo. No te culpo, el fallo ha sido tanto mío como tuyo, pero en cualquier caso ha sido un fallo. El sexo es mejor cuando le precede un buen y largo cortejo. Es más satisfactorio en el aspecto sentimental, y también lo es más en el erótico. Si estás tratando de mejorar nuestra vida sexual, no lo conseguirás haciéndome follar al ritmo de la música.

Esperaba que él presentara batalla, que discutiese y defendiera su idea del sexo musical. Pero no mordió el anzuelo. Adoptó una hosca expresión de derrota y me dio la espalda.

Sé que me contradigo con respecto a lo que he dicho antes, que John tenía espíritu deportivo y sabía perder, pero esta vez pareció realmente que yo había puesto el dedo en la llaga.

Sea como fuere, habíamos empezado. Yo había adoptado una actitud ofensiva y no podía volver atrás.

—Vete a casa y practica el cortejo —le dije—. Anda, vete. Llévate a tu Schubert. Vuelve cuando puedas hacer las cosas mejor.

Era una crueldad, pero él se la merecía, por no haber presentado batalla. —Muy bien… me iré —dijo en un tono malhumorado. De todos modos, tengo cosas que hacer.

Y empezó a vestirse.

¡«Cosas que hacer»! Cogí el objeto más cercano que tenía a mano, que resultó ser un plato muy bonito de arcilla horneada, marrón y con el borde pintado de amarillo, uno de un conjunto de media docena que Mark y yo habíamos comprado en Swazilandia. Por un instante aún pude ver el lado cómico de la escena: la amante de negra cabellera, con los pechos desnudos, exhibiendo su violento temperamento de Europa central, lanzando insultos a gritos y arrojando piezas de vajilla. Entonces le tiré el plato.

Le alcanzó en el cuello y cayó al suelo sin romperse. Él encorvó los hombros y se volvió para mirarme con una expresión de desconcierto. Estoy segura de que jamás hasta entonces le habían arrojado un plato. «¡Vete!», le dije, o tal vez incluso le grité, y gesticulé con la mano para que se fuera. Chrissie se despertó y rompió a llorar.

Es extraño, pero luego no sentí remordimientos. Por el contrario, estaba excitada y orgullosa de mí misma. «¡Desde el mismo corazón! —me dije a mí misma. ¡Mi primer plato!».

[Silencio.]

¿Ha habido otros?

¿Otros platos? Muchos.

[Silencio.]

¿Fue así como terminó la relación entre ustedes?

No, hubo una coda. Le contaré la coda y habré acabado.

El verdadero final lo causó un condón, un condón atado por la parte superior y lleno de esperma rancio. Mark lo sacó de debajo de la cama. Yo estaba atónita. ¿Cómo se me podía haber pasado por alto? Era como si quisiera que me descubriese, como si gritara mi infidelidad desde el tejado.

Mark y yo nunca usábamos condones, por lo que habría sido inútil mentirle.

—¿Desde cuándo dura esto? —exigió saber.

—Desde el pasado diciembre —le respondí.

—Zorra —me dijo—, ¡sucia y embustera zorra! ¡Y yo confiaba en ti!

Estaba a punto de salir encolerizado de la habitación, pero entonces, como una ocurrencia tardía, se volvió y… lo siento, voy a correr un velo sobre lo que ocurrió a continuación, es demasiado bochornoso repetirlo, me avergüenza demasiado. Me limitaré a decir que me quedé sorprendida, conmocionada y, sobre todo, enfurecida. Cuando me recuperé, le dije: «Nunca te perdonaré por eso, Mark. Hay una línea, y la has cruzado. Me voy. Cuida tú de Chrissie para variar». Le juro que en el momento en que pronuncié esas palabras sólo quería decir que salía de casa y que él cuidara de la niña aquella tarde. Pero mientras daba los cinco pasos necesarios para llegar a la puerta, comprendí con un destello cegador que realmente aquél podía ser el momento de la liberación, el momento de abandonar un matrimonio que no me satisfacía y no volver jamás. Las nubes sobre mi cabeza, las nubes en el interior de mi cabeza, se aclararon, se evaporaron. No pienses, me dije. ¡Hazlo! Sin detenerme, me di la vuelta, subí a la habitación, metí unas prendas interiores en una bolsa y bajé corriendo.

Mark me cerró el paso.

—¿Adónde crees que vas? —me preguntó. ¿Te vas con él?

—Vete a hacer puñetas —le dije. Traté de apartarlo y pasar, pero él me asió del brazo—. ¡Déjame ir!

Ni gritos ni gruñidos, sino una orden simple y cortante, pero él, sin decir palabra, me franqueó el paso. Fue como si una corona y unos regios ropajes hubieran descendido sobre mí desde el cielo. Cuando subí al coche y arranqué, él estaba todavía en la puerta, mudo de asombro.

«¡Qué fácil! —me dije, exultante. ¡Qué fácil! ¿Por qué no lo he hecho antes?».

Lo que me asombra de aquel momento, que realmente fue un momento clave en mi vida, lo que me sorprendió entonces y hoy sigue sorprendiéndome es lo siguiente. Aun cuando una fuerza en mi interior (llamémosla el inconsciente, para facilitar las cosas, aunque tengo mis reservas acerca del inconsciente clásico) me había impedido comprobar lo que había debajo de la cama, me lo había impedido precisamente a fin de precipitar aquella crisis conyugal, ¿por qué diablos Maria había dejado allí el objeto acusador, Maria, que desde luego no tenía nada que ver con mi inconsciente, Maria, cuya tarea consistía en limpiar, ordenar, retirar las cosas de donde no deberían estar? ¿Pasó Maria por alto el condón adrede? ¿Se irguió, al verlo, y se dijo a sí misma: «¡Esto ha ido demasiado lejos! ¡O bien defiendo la santidad del lecho conyugal o bien me convierto en cómplice de una escandalosa aventura!»?.

A veces me imagino volando de regreso a Sudáfrica, la nueva, anhelada y democrática Sudáfrica, con el único objetivo de buscar a Maria, si aún vive, y hablar claro con ella, para que me responda a esa irritante pregunta.

Bueno, desde luego no corrí a reunirme con el hombre a quien Mark había denominado «él» lleno de celos y rabia, pero ¿adónde iría exactamente? No tenía amigos en Ciudad del Cabo, ninguno que no lo fuera de Mark en primer lugar y mío sólo en segundo.

Cuando conducía a través de Wynberg había visto un establecimiento, una antigua mansión llena de recovecos con un letrero en la fachada: «Hotel Canterbury/Residencia/Pensión media o completa /Tarifas semanales y mensuales». Decidí probar en el Canterbury.

Sí, me dijo la recepcionista, había una habitación disponible. ¿Deseaba alojarme durante una semana o más tiempo? Una semana, respondí, para empezar.

La habitación en cuestión —tenga paciencia, lo que le cuento no está fuera de lugar— se encontraba en la planta baja, y tenía un baño pequeño y pulcro, un frigorífico compacto y puertas vidrieras que daban a una terraza sombreada por un emparrado.

—Muy bonita —le dije—. Me la quedaré.

—¿Y su equipaje? —me preguntó la mujer.

—Mi equipaje ya llegará.

La mujer comprendió. Estoy segura de que yo no era la primera esposa fugada que aparecía en la entrada del Canterbury. Estoy segura de que disfrutaban de un considerable tráfico de mujeres cabreadas, y del beneficio generado por las que pagaban el alojamiento de una semana, se quedaban una noche y entonces, arrepentidas, exhaustas o embargadas por la nostalgia del hogar, se marchaban a la mañana siguiente.

Bien, yo no estaba arrepentida y, desde luego, no sentía nostalgia del hogar. Estaba dispuesta a alojarme en el Canterbury hasta que la carga de cuidar de la niña llevase a Mark a hacer un llamamiento por la paz.

Hubo una monserga sobre la seguridad que apenas seguí: llaves para las puertas, llaves para las cancelas, reglas del aparcamiento, reglas acerca de los visitantes, reglas para esto y reglas para aquello. Informé a la mujer que no recibiría visitas.

Aquella noche cené en la lúgubre salle à manger del Canterbury y tuve el primer atisbo de los demás clientes, que parecían salidos de una obra de William Trevor o de Muriel Spark. Pero sin duda yo les daba una impresión muy similar: otra fugitiva de un matrimonio echado a perder que había emprendido el vuelo. Me acosté temprano y dormí bien.

Había creído que disfrutaría de la soledad. Fui en coche a la ciudad, hice unas compras, vi una exposición en la Galería Nacional y comí en los Jardines. Pero a la segunda noche, sola en mi habitación tras una espantosa cena a base de ensalada mustia y lenguado cocido a fuego lento con salsa bechamel, me invadió de improviso la melancolía de la soledad y, peor aun, la autocompasión. Desde el teléfono público del vestíbulo llamé a John y, susurrando, pues la recepcionista tenía el oído atento, le expliqué mi situación.

—¿Te gustaría que fuera ahí? —me preguntó—. Podríamos ir a la sesión golfa de un cine.

—Sí —respondí—. Sí, sí, sí.

Le repito con la mayor rotundidad que no huí de mi marido y mi hija para estar con John. No era esa clase de aventura. De hecho, no era una aventura, sino más bien una amistad, una amistad extraconyugal con un componente sexual cuya importancia, al menos por mi parte, era simbólica más que sustancial. Acostarme con John era mi manera de conservar el respeto por mí misma. Espero que lo comprenda.

Sin embargo, sin embargo, unos minutos después de su llegada al Canterbury, estábamos en la cama y, lo que es más, nuestra relación sexual fue por una vez realmente digna de que lanzáramos cohetes. Cuando terminó, hasta me eché a llorar.

—No sé por qué lloro —le dije entre sollozos—. Soy tan feliz…

—Eso es porque anoche no dormiste —me dijo, creyendo que debía consolarme—. Es porque estás sobreexcitada.

Le miré fijamente. «Porque estás sobreexcitada»: parecía creerlo así de veras. Me quedé pasmada ante lo estúpido, lo insensible que podía llegar a ser. Sin embargo, a su manera desatinada, tal vez tuviera razón, pues mi jornada de libertad había estado teñida por un recuerdo que surgía una y otra vez, el recuerdo del humillante enfrentamiento con Mark, que me había hecho sentir más como una niña a la que han dado una zurra que como una esposa que se ha apartado del buen camino. Pero probablemente por ese motivo no habría telefoneado a John y, en consecuencia, no estaría acostada con él. De modo que sí: estaba irritada, ¿y por qué no? Habían puesto mi mundo del revés.

Había otra fuente de mi inquietud, a la que era incluso más difícil hacer frente: la vergüenza de haber sido descubierta. Porque, desde luego, si examinabas fríamente la situación, yo, como mi sórdida acción de represalias en Constantiaberg, no me comportaba mejor que Mark, con su sórdida aventura en Durban.

El hecho era que había llegado a una especie de límite moral. La euforia producida por el abandono del hogar se había evaporado; la indignación desaparecía; en cuanto a la vida solitaria, su atractivo se desvanecía con rapidez. Sin embargo, ¿cómo podía reparar el daño que había hecho si no era volviendo a Mark con el rabo entre las piernas, pidiendo la paz, y cumpliendo de nuevo con mis deberes como abnegada esposa y madre? ¡Y en medio de esa confusión anímica tan extraordinariamente placentera! ¿Qué trataba de decirme mi cuerpo? ¿Que cuando tus defensas están bajas las puertas del placer se abren? ¿Que el lecho conyugal es un mal sitio para cometer adulterio y que los hoteles son mejores? No tenía ni idea de lo que John sentía, pues nunca fue una persona comunicativa. En cuanto a mí, sabía sin ninguna duda que la media hora que acababa de pasar se conservaría como un hito en mi vida erótica. Y así ha sido, hasta el día de hoy. ¿Por qué si no estaría hablando de ello?

[Silencio.]

Estoy contenta de haberle contado esta historia. Ahora me siento menos culpable por el asunto de Schubert.

En cualquier caso, me dormí en brazos de John. Al despertar estaba oscuro y no tenía la menor idea de dónde me encontraba. «Chrissie —pensé—, ¡me he olvidado por completo de darle la comida a Chrissie!». Incluso palpé en el lugar erróneo en busca del interruptor antes de recordar la situación. Estaba sola (no había rastro de John); eran las seis de la mañana.

Llamé a Mark desde el vestíbulo.

—Hola, soy yo —le dije en mi tono más neutral y pacífico—. Perdona que llame tan temprano, pero ¿cómo está Chrissie?

Pero Mark, por su parte, no tenía ganas de reconciliarse.

—¿Dónde estás? —me preguntó.

—Te llamo desde Wynberg —le dije—. Me he mudado a un hotel. He pensado que deberíamos dejar de vernos hasta que las cosas se enfríen. ¿Cómo está Chrissie? ¿Qué planes tienes para la semana? ¿Te irás a Durban?

—Lo que haga no es asunto tuyo —respondió—. Si quieres permanecer alejada, permanece alejada.

Incluso por teléfono, percibí que seguía enfurecido. Cuando Mark estaba enfadado, pronunciaba las frases como «no es asunto tuyo» en un tono de bronco desdén que te hacía sentir empequeñecida. Los recuerdos de todo lo que me desagradaba de él acudieron en tropel a mi mente.

—No seas tonto, Mark —le dije—, no sabes cuidar de una criatura.

—¡Ni tú tampoco, sucia zorra! —me espetó antes de colgar bruscamente.

Poco después, aquella misma mañana, cuando fui a la compra, descubrí que mi cuenta había sido bloqueada.

Subí al coche y me dirigí a Constantiaberg. La llave de la casa hizo girar el pestillo, pero la puerta estaba cerrada con doble vuelta. Llamé una y otra vez. No hubo respuesta, ni tampoco señal alguna de Maria. Rodeé la casa. El coche de Mark había desaparecido, las ventanas estaban cerradas.

Telefoneé a su oficina.

—Ha ido a la sucursal —me informó la recepcionista.

—Hay una emergencia en su casa —le dije. ¿Podrías llamar a Durban y dejar un mensaje? Pídele que llame a su mujer lo antes posible, al número que voy a darte. Dile que es urgente.

Y le di el número del hotel.

Esperé durante horas. No hubo ninguna llamada.

¿Dónde estaba Chrissie? Eso era lo que necesitaba saber por encima de todo lo demás. Parecía increíble que Mark se hubiera llevado la niña a Durban. Pero de no ser así, ¿qué había hecho con ella?

Llamé directamente a Durban. No, me dijo la secretaria, Mark no se encontraba en Durban, no le esperaban allí aquella semana. ¿Había telefoneado a la oficina de la empresa en Ciudad del Cabo?

Abrumada por la preocupación, telefoneé a John.

—Mi marido se ha ido con la niña, se ha esfumado —le dije—. No tengo dinero. No sé qué hacer. ¿Se te ocurre algo?

En el vestíbulo había unos clientes, una pareja mayor, que me escuchaban sin disimulo, pero había dejado de importarme que se enterasen de mis problemas. Quería llorar, pero creo que, en vez de hacer eso, me eché a reír.

—Se ha fugado con mi hija, ¿y por qué? —seguí diciendo. ¿Es por esto —hice un gesto hacia mi entorno, es decir, hacia el interior del hotel (residencia) Canterbury—, es por esto por lo que me castiga?

Entonces me eché a llorar en serio.

Como estaba a kilómetros de distancia, John no podía haber visto mi gesto, y en consecuencia (se me ocurrió después) debía de haberle dado un significado muy diferente a la palabra «esto». Debía de haber parecido que me refería a mi aventura con él, como si la considerara indigna de una reacción tan airada.

—¿Quieres ir a la policía? —me preguntó.

—No seas ridículo. No puedes huir de un hombre y a continuación acusarle de que ha secuestrado a tu hija.

—¿Te gustaría que fuera a buscarte?

Noté la precaución en su voz, y me solidaricé con él. También yo habría sido cauta en su lugar, hablando por teléfono con una mujer histérica. Pero yo no quería precaución, quería recuperar a mi hija.

—No, no me gustaría que vinieras a buscarme —repliqué con irritación.

—¿Has comido algo, al menos? —me preguntó.

—No quiero comer nada. Basta de esta estúpida conversación. Perdona, no sé por qué te he llamado. Adiós.

Y colgué el aparato. No quería nada para comer, pero no me habría importado beber algo: un whisky a palo seco, por ejemplo, y acto seguido dormirme pesadamente y sin sueños.

Acababa de acostarme y de cubrirme la cabeza con una manta cuando oí unos golpecitos en la puerta vidriera. Era John. Intercambiamos unas palabras que no voy a repetir. Resumiendo, me llevó de regreso a Tokai y me acostó en su habitación. Él durmió en el sofá de la sala de estar. Esperaba a medias que viniera a acostarse conmigo durante la noche, pero no lo hizo.

Me despertaron unos murmullos. Había salido el sol. Oí que se cerraba la puerta principal de la vivienda. Un largo silencio. Estaba sola en aquella extraña casa.

El cuarto de baño era primitivo, la taza del lavabo no estaba limpia. Un olor desagradable a sudor masculino y toallas húmedas flotaba en el aire. No tenía idea de adonde había ido John ni de cuándo volvería. Me hice café y exploré un poco. De una habitación a otra, los techos eran tan bajos que temía sofocarme. No era más que una casa de campo, eso lo comprendía, pero ¿por qué la habían construido para enanos?

Me asomé a la habitación de Coetzee padre. Había dejado la luz encendida, la luz mortecina de una sola bombilla sin pantalla en el centro del techo. Sobre una mesa, al lado de la cama, un periódico doblado y abierto por la página del crucigrama. De la pared pendía un cuadro, de aficionado, que representaba una granja holandesa de El Cabo enjalbegada, y una fotografía enmarcada de varias mujeres de aspecto severo. La ventana, que era pequeña y estaba protegida por una celosía de acero, daba a un porche donde no había más que dos sillas extensibles de lona y una hilera de macetas con agostados helechos.

La habitación de John, donde yo había dormido, era más grande y estaba mejor iluminada. Un estante: diccionarios, manuales de conversación, textos para aprender por ti mismo esto y aquello. Beckett. Kafka. Sobre la mesa, papeles desordenados. Un archivador. Examiné ociosamente los cajones. En el inferior, una caja con fotografías, a las que eché un vistazo. ¿Qué estaba buscando? No lo sabía. Algo que sólo reconocería cuando lo encontrara. Pero no estaba allí. La mayor parte de las fotografías eran de sus años escolares: equipos deportivos, retratos con sus compañeros de clase.

Oí ruidos en la parte delantera de la casa y salí. Hacía un hermoso día, el cielo era de un azul brillante. John estaba descargando de su pick-up láminas de hierro galvanizado para el tejado.

—Perdona por haberte abandonado —me dijo—. Tenía que ir a recoger este material y no quería despertarte.

Llevé una de las sillas de lona a una zona soleada, cerré los ojos y me sumí en una ensoñación. No abandonaría a mi hija. No pondría fin a mi matrimonio. Pero ¿y si lo hiciera? ¿Y si me olvidara de Mark y Chrissie, me mudase a aquella pequeña y fea casa, me convirtiera en el tercer miembro de la familia Coetzee, la adjunta, la Blancanieves de los dos enanos, y me ocupara de la comida, la limpieza, la colada, tal vez incluso ayudara a reparar el tejado? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que mis heridas cicatrizaran? ¿Y cuánto antes de que mi verdadero príncipe llegara en su montura, el príncipe de mis sueños, que me reconocería por lo que era, me subiría a su semental blanco y me llevaría hacia la puesta del sol?

Porque John Coetzee no era mi príncipe. Por fin llego a lo esencial. Si ésa era la pregunta en el fondo de su mente cuando llegó a Wilmington («¿Va a ser esta otra de esas mujeres que confundió a John Coetzee con su príncipe secreto?»), ahora tiene la respuesta. John no era mi príncipe. Y no sólo eso: si me ha escuchado con atención, a estas alturas podrá ver lo improbable que era que pudiera haber sido un príncipe, un príncipe satisfactorio, para cualquier doncella del mundo.

¿No está de acuerdo? ¿Opina de otra manera? ¿Cree que era yo, no él, quien tenía la culpa… el defecto, la deficiencia? Bien, eche un vistazo a los libros que escribió. ¿Cuál es el tema recurrente en un libro tras otro? El de que la mujer no se enamora del hombre. Puede que el hombre ame o no ame a la mujer, pero ésta nunca ama al hombre. ¿Qué cree usted que refleja ese tema? Mi conjetura, una conjetura muy bien fundamentada, es que refleja la experiencia de su vida. Las mujeres no se enamoraban de él… por lo menos las mujeres que estaban en su sano juicio. Lo inspeccionaban, lo husmeaban, tal vez incluso lo probaban. Y entonces seguían su camino.

Seguían su camino como hice yo. Podría haberme quedado en Tokai, como le he dicho, representando el papel de Blancanieves. La idea no carecía por completo de seducciones. Pero al final no lo hice. John fue amigo mío durante un período difícil de mi vida, fue una muleta en la que a veces me apoyaba, pero jamás sería mi amante, no en el verdadero sentido de la palabra. El verdadero amor sólo se da entre dos seres humanos plenos, que necesitan encajar el uno en el otro. Como el yin y el yang. Como un enchufe y una toma de corriente. Como el macho y la hembra. Él y yo no encajábamos.

Créame, en el transcurso de los años he pensado mucho en John y su manera de ser. Lo que sigue se lo voy a decir con la debida consideración y espero que sin animadversión. Porque, como le he dicho, John era importante para mí. Me enseñó mucho. Fue un amigo que siguió siéndolo después de que rompiera con él. Cuando me sentía baja de moral siempre podía confiar en él para que bromeara conmigo y me animara. Cierta vez me llevó a unas alturas eróticas inesperadas, una sola vez, ¡ay!, pero lo cierto es que John no estaba hecho para el amor, no estaba construido de esa manera, no estaba construido para encajar en otro ser o para que otro ser encajara en él. Como una esfera. Como una bola de cristal. No había manera de conectar con él. Tal es mi conclusión, mi conclusión madurada.

Y puede que esto no sea ninguna sorpresa para usted. Probablemente piensa que lo mismo les sucede a los artistas en general, a los artistas masculinos, que no están hechos para lo que llamo amor; que no pueden entregarse del todo, o no están dispuestos a hacerlo, por la sencilla razón de que tienen una esencia secreta que han de preservar por el bien de su arte. ¿No es cierto? ¿Es eso lo que piensa?

¿Si creo que los artistas no están hechos para el amor? No. No necesariamente. Trato de mantener una mentalidad abierta sobre el tema.

Pues no puede mantener su mentalidad abierta indefinidamente, no si pretende escribir su libro. Piénselo. Nos encontramos ante un hombre que, en la más íntima de las relaciones humanas, no puede sintonizar, o sólo puede hacerlo brevemente, con intermitencias. Sin embargo, ¿cómo se gana la vida? Escribiendo informes, informes de experto, sobre la experiencia humana íntima. Porque de eso tratan las novelas, ¿no?, la experiencia íntima. Las novelas comparadas con la poesía o la pintura. ¿No le parece eso extraño?

[Silencio.]

He sido muy franca con usted, señor Vincent. Por ejemplo, el detalle de Schubert: nunca se lo había contado a nadie. ¿Por qué no? Porque pensaba que John aparecería bajo una luz ridícula. Porque ¿quién sino un rematado idiota ofrecería a la mujer de la que supuestamente está enamorado que tomara lecciones de práctica sexual de un compositor muerto, un Bagatellenmeister vienés? Cuando un hombre y una mujer están enamorados crean su propia música, es algo que sucede instintivamente, no necesitan lecciones. Pero ¿qué hace nuestro amigo John? Introduce a un tercero en el dormitorio. Franz Schubert se convierte en el número uno, el maestro del amor; John pasa a ser el número dos, el discípulo del maestro y ejecutante, y yo me convierto en el número tres, el instrumento con el que se va a tocar la música sexual. Eso, me parece a mí, le dice todo lo que necesita saber sobre John Coetzee. El hombre que confundió a su mujer con un violín. Que probablemente hizo lo mismo con todas las demás mujeres de su vida: las confundió con uno u otro instrumento, violín, fagot, timbales. Que era tan bobo, estaba tan separado de la realidad, que no podía distinguir entre tocar a una mujer como si fuese un instrumento musical y amar a una mujer. Un hombre que amaba de manera mecánica. ¡Una no sabe si reír o llorar!

Por eso nunca fue mi príncipe azul. Por eso nunca le dejé que se me llevara en su caballo blanco. Porque no era un príncipe, sino una rana. Porque no era humano, no lo era del todo.

Le dije que sería franca con usted, y he cumplido mi promesa. Le diré otra cosa con franqueza, sólo una más, y entonces habremos llegado al final.

Es sobre la noche que he tratado de describirle, la noche en el hotel Canterbury, cuando, después de nuestra serie de experimentos, los dos dimos por fin con la correcta combinación química. ¿Cómo podríamos haberlo conseguido, tal vez se pregunte usted, como también yo me lo pregunto, si John era una rana y no un príncipe?

Permítame que le diga cómo veo esa noche fundamental. Como le he dicho, estaba dolida, confusa y preocupadísima. John vio o supuso lo que me ocurría y por una vez me abrió su corazón, aquel corazón que normalmente tenía envuelto en una coraza. Con los corazones abiertos, el suyo y el mío, nos corrimos al mismo tiempo. Para él, esa primera apertura del corazón pudo y debió suponer un cambio radical. Pudo haber marcado el inicio de una nueva vida juntos. Pero ¿qué sucedió en realidad? John se despertó en plena noche y me vio durmiendo a su lado, sin duda con una expresión de paz en la cara, incluso de dicha, una dicha que no se puede alcanzar en este mundo. Me vio, me vio tal como yo era en aquel momento, sintió miedo y se apresuró a atar de nuevo la coraza alrededor de su corazón, esta vez con cadenas y un candado doble, y salió a hurtadillas en la oscuridad.

¿Cree usted que me resulta fácil perdonarle por eso? ¿Lo cree?

Se muestra usted un tanto dura con él, si me permite que se lo diga.

No, no soy dura. Sólo estoy diciendo la verdad. Sin la verdad, no importa lo dura que sea, no puede haber curación. Eso es todo. Éste es el final de mi contribución a su libro. Mire, son casi las ocho. Es hora de que se vaya. Ha de tomar un avión por la mañana, ¿no es cierto?

Sólo una pregunta más, una pregunta breve.

No, de ninguna manera, basta de preguntas. Ha tenido tiempo más que suficiente. Se acabó. Fin. Váyase.

Entrevista realizada en Kingston, Ontario,

mayo de 2008