III
LA escalera era oscura y sórdida. Los golpes de mis nudillos resonaron como si llamara al vacío. Pero llamé una segunda vez, y oí unos pies que se arrastraban y una voz al otro lado de la puerta, su voz, apagada y cauta.
—Soy yo, Susan Barton —anuncié—. Vengo sola, con Viernes.
Tras lo cual la puerta se abrió y ante mí apareció el mismo Foe que yo había visto por primera vez en Kensington Row, solo que más flaco y más vivaz, como si la vigilancia y una dieta frugal le hubieran sentado bien.
—¿Podemos pasar? —pregunté.
Se hizo a un lado y penetramos en su refugio. La habitación no tenía más que una ventana, por la que en aquellos momentos entraba a raudales el sol de la tarde. La vista daba al norte, sobre los tejados de Whitechapel. Una mesa, una silla y una cama, las tres de muy tosca factura, constituían todo el mobiliario; un rincón, de la habitación quedaba oculto por una cortina.
—No es como me lo había imaginado —le dije—. Esperaba encontrarme el suelo con una espesa capa de polvo, y un cierto aire lóbrego. Pero la vida no es nunca como esperamos que sea. Me viene a la memoria un autor que decía que, después de la muerte, tal vez no nos encontremos entre coros de ángeles, sino en un lugar completamente vulgar, una casa de baños, por ejemplo, en una tarde calurosa, con arañas sesteando por los rincones; al principio nos parecerá como cualquier otro domingo en el campo; solo más tarde nos percataremos de que hemos entrado en la eternidad.
—Debe de tratarse de un autor que no he leído.
—Esa idea me ha acompañado desde la infancia. Pero he venido a hablarle de una historia bien distinta. De nuestra propia historia y la de la isla. ¿Avanza? ¿La tiene ya escrita?
—Avanza, avanza, Susan, pero lentamente. Es una historia lenta, muy lenta. ¿Cómo ha dado conmigo?
—Por una feliz casualidad, simplemente. Me encontré con su antigua ama de llaves, la señorita Thrush, en Covent Garden, después de que Viernes y yo volviéramos de Bristol. En la carretera de Bristol le escribí varias cartas, las traigo conmigo, se las daré luego. La señorita Thrush dirigió nuestros pasos al chiquillo que le hace a usted los recados, con cierta prueba de que éramos personas de confianza, y él ha sido quien nos ha traído hasta esta casa.
—Me parece magnífico que haya venido, porque he de saber más cosas de Bahía, y usted es la única que puede contármelas.
—Bahía no forma parte de mi historia —le respondí—, pero le diré todo lo que sé. Bahía es una ciudad construida sobre colinas. Para transportar las mercancías del puerto a los almacenes los comerciantes han tendido un gran cable, con sus poleas y cabrestantes. Desde la calle pueden verse las balas de mercancías pasar volando por encima de las cabezas todo el día. Las calles bullen con un gentío de hombres libres y esclavos, portugueses y negros, indios y mestizos, ocupados en los más diversos quehaceres. Pero es raro ver por la calle mujeres portuguesas. Los portugueses son una raza sumamente celosa. Tienen un dicho que reza así: «En toda su vida una mujer no ha de salir de casa más que en tres ocasiones: a su bautizo, a su boda y a su entierro». A las mujeres que no tienen reparos en salir a la calle las consideran prostitutas. A mí me consideraban una prostituta. Pero hay allí tantísimas prostitutas, o mejor mujeres libres, como yo prefiero llamarlas, que eso no me arredraba. Cuando por las tardes refresca las mujeres libres de Bahía visten sus mejores galas, se cuelgan torques de oro al cuello, se ponen pulseras de oro en los brazos, adornan sus cabellos con aderezos también de oro, y salen a pasear por las calles; el oro allí es barato. Las mujeres de color, o mulatas[4] como allí las llaman, son con mucho las más hermosas. La Corona no ha conseguido frenar el tráfico clandestino de oro, que se extrae de las minas del interior y que los propios mineros venden a los orfebres. Por desgracia nada puedo mostrarle del arte de esos consumados artífices, ni un alfiler tan siquiera. Los amotinados me despojaron de todo cuanto tenía. A la playa de la isla llegué únicamente con lo que llevaba puesto, roja como una zanahoria por el sol, con las manos llenas de ampollas, en carne viva. Nada me extraña que Cruso se mostrara insensible a mis encantos.
—¿Y Viernes?
—¿Viernes?
—¿No se pudo enamorar Viernes de usted?
—¿Y cómo vamos a saber lo que ocurre en el corazón de Viernes? Pero no, creo que no. —Me volví hacia Viernes, que llevaba todo el rato sentado en cuclillas junto a la puerta con la cabeza apoyada en las rodillas—. ¿Me amas, Viernes? —le pregunté dulcemente. Viernes ni siquiera levantó la cabeza—. Hemos vivido demasiado cerca el uno del otro para poder amarnos, señor Foe. Viernes se ha convertido en mi sombra. ¿Acaso nos ama nuestra sombra por el mero hecho de no separarse nunca de nosotros?
Foe sonrió.
—Cuénteme más cosas de Bahía —dijo.
—¡De Bahía habría tanto que contar! Bahía es un mundo en sí misma. Pero ¿qué objeto tiene? Bahía no es la isla. Bahía no fue más que una escala en mi camino.
—Tal vez no sea así —respondió Foe con cautela—. Repase su historia y ya verá. Todo empieza en Londres. A su hija la raptan o ella se fuga, no sé cuál de las dos cosas exactamente, pero eso poco importa. Usted se embarca rumbo a Bahía en su busca, pues le llega cierta información de que se encuentra allí. En Bahía usted pasa nada menos que dos años, dos infructuosos años. ¿Cómo vive allí todo este tiempo? ¿Qué es lo que se pone para vestir? ¿En dónde se aloja? ¿Cómo pasa el día? ¿Quiénes son sus amigos? Estas son las cuestiones que hay que plantearse, las preguntas a las que debemos hallar una respuesta. ¿Y qué suerte ha corrido entretanto su hija? Por vastos que sean los espacios brasileños una hija no se desvanece como si fuera humo. ¿No cabe dentro de lo posible que mientras usted la busca, ella, a su vez, la esté buscando a usted? Pero, basta de preguntas. Finalmente usted desespera de encontrarla. Abandona su búsqueda y parte. Poco después, procedente de las tierras del interior su hija llega a Bahía en busca suya. Oye lo que cuentan de cierta inglesa de aventajada estatura que se ha embarcado rumbo a Lisboa, y se embarca también en esa dirección. Deambula por los muelles de Lisboa y de Oporto. Los rudos marineros la toman por loca y se muestran afables con ella. Pero nadie ha oído hablar de ninguna inglesa tan alta como ella dice que haya desembarcado procedente de Bahía. ¿Dónde está usted? ¿En las Azores, con la mirada perdida en la mar, guardando luto como Ariadna? No sabemos. Pasa el tiempo. Su hija también desespera de encontrarla. Un día llega por azar a sus oídos la historia de cierta mujer rescatada en una isla desierta en la que había sido abandonada, en compañía de un hombre ya anciano y de su esclavo negro. ¿No podría ser esa mujer su madre? Sigue el hilo de esos rumores de Bristol a Londres hasta dar con la casa en donde la mujer en cuestión ha servido una breve temporada. La casa es la de Kensington Row. Allí averigua el nombre de la mujer que busca. Se llama igual que ella.
»Tenemos pues, resumiendo, cinco partes: la desaparición de la hija, la búsqueda de la hija en el Brasil, el abandono de la mencionada búsqueda, y la subsiguiente aventura de la isla; la búsqueda que a su vez emprende la hija, y finalmente el reencuentro de madre e hija. Así es como se hace un libro: pérdida, búsqueda y recuperación, o planteamiento, nudo y desenlace. La novedad viene dada tanto por el episodio de la isla, que en sentido estricto constituye la segunda mitad de la parte central, como por ese intercambio de papeles en el que la hija emprende una búsqueda que la madre ya ha abandonado.
Toda la alegría que me había producido llegar hasta Foe se desvaneció en un instante. Al sentarme las piernas me pesaban como plomo.
—La isla por sí sola no da para una historia —prosiguió Foe en tono amable poniéndome la mano en la rodilla—. Para darle vida no nos queda más remedio que insertarla en otra historia más amplia. Aislada es como un bote de madera que flota y flota a la deriva en la inmensidad del océano hasta que un buen día, humildemente y sin hacer el menor ruido, se va a pique. La isla carece de contrastes de luz y de sombra. Todo se repite monótonamente, una y otra vez. Es como una barra de pan. Cuando, enfrascados en nuestras lecturas, estamos a punto de morir de inanición, ¡qué duda cabe de que nos permite seguir con vida!; pero, cuando hay dulces y pasteles mucho más exquisitos, ¿a quién puede ocurrírsele comer pan?
—En mis cartas, que ya veo que no ha leído —le respondí—, le expresaba mi convicción de que si la historia parece un tanto estúpida, la razón no es otra que ese silencio que tan celosamente guarda. Esas sombras que usted tanto echa en falta están ahí: en la pérdida de la lengua de Viernes.
Foe guardó silencio y yo proseguí.
—La historia de la lengua de Viernes es una historia imposible de narrar, o yo al menos soy incapaz de hacerlo. Es decir, sobre la lengua de Viernes pueden contarse múltiples historias, pero la verdad solo Viernes la sabe, y Viernes es mudo. Hasta que no consigamos, mediante el arte, que Viernes hable con voz propia, la verdadera historia no se sabrá jamás.
»Señor Foe —proseguí, hablando con creciente dificultad—, cuando vivía en su casa a veces permanecía despierta escuchando el martilleo de la sangre en mis oídos, atenta a aquel silencio de Viernes en el piso de abajo, un silencio que ascendía por las escaleras como si fuera humo, como una densa columna de humo negro. Al poco rato me parecía que me faltaba el aire, sentía como si me asfixiara en mi propia cama. Mis pulmones, mi corazón, mi cabeza, todo se llenaba de aquel humo negro. Tenía que levantarme de un salto, descorrer las cortinas, sacar la cabeza por la ventana, aspirar aire fresco y comprobar con mis propios ojos que las estrellas aún seguían brillando en el firmamento.
»En mis cartas le hablaba de las danzas de Viernes. Pero no le he contado toda la historia.
«Después de que descubriera sus togas y pelucas y las convirtiera en su librea, Viernes se pasaba días enteros dando vueltas, bailando y cantando a su modo y manera. Lo que yo no le contaba es que para bailar lo único que llevaba puesto era una peluca y una toga. Cuando se quedaba quieto esta le cubría hasta los talones; pero cuando empezaba a girar sobre sí mismo la toga se despegaba de su cuerpo y quedaba flotando como suspendida en el aire, de tal forma que habría que pensar si el único propósito de tales danzas no era mostrar la desnudez que se ocultaba debajo.
»Le he de confesar que cuando Cruso me contó que los tratantes de esclavos acostumbraban a cortarles la lengua a sus prisioneros para hacerles más sumisos, ya entonces me pregunté si no estaría empleando, por pura delicadeza, algún tipo de imagen; si la lengua cortada no simbolizaría también otra clase de mutilación aún más atroz; si lo que quería darme a entender al decir esclavo “mudo” no sería más bien esclavo “castrado”.
»La mañana que oí aquella especie de zumbido por primera vez me asomé a la puerta y me encontré con el espectáculo de Viernes bailando con la toga arremolinada en torno a su cuerpo. Me sentí tan confundida que sin el menor rubor clavé mis ojos en aquello que hasta aquel momento me había estado velado. Pues aunque a Viernes le había visto desnudo en otras ocasiones, había sido siempre a lo lejos: en la isla todos guardamos, dentro de lo que nos era posible, un cierto recato, y Viernes no menos que nosotros dos.
»Ya le he hablado de la repugnancia que sentí cuando Cruso le abrió la boca a Viernes para que yo viese que no tenía lengua. Lo que Cruso quería que viera, y yo aparté mis ojos para no ver era aquel grueso muñón en la parte posterior de la boca que siempre después me he imaginado coleando y tensándose sacudido por la emoción cada vez que Viernes tratara de articular palabra, como un gusano partido en dos contorsionándose en los espasmos de la muerte. A partir de aquella noche siempre he temido que la evidencia de otra mutilación aún más execrable se presentara de golpe ante mi vista.
»En aquella danza todo era sosegado y a la vez nada lo era. La toga arremolinada parecía una campana de color escarlata que caía sobre los hombros de Viernes envolviéndole; y Viernes mismo era el oscuro pilar que se erguía en su centro. Todo lo que había permanecido oculto se me reveló bruscamente.
Y vi, o diría mejor que mis ojos estuvieron abiertos a lo que se ofrecía ante ellos.
»Vi y creí lo que había visto, aunque luego me acordé de Tomás, que también vio, pero no tuvo el valor de creer hasta que no puso el dedo en la llaga.
»Ignoro cómo pueden abordarse todas estas cuestiones en un libro, a no ser que uno lo haga valiéndose de metáforas. La primera vez que oí hablar de usted me dijeron que era hombre de suma discreción, una especie de pastor de almas, que en el desempeño de su misión escuchaba las más negras confesiones de labios de penitentes presa de la más sorda desesperación. Me prometí a mí misma que nunca me postraría de rodillas ante usted, como todos esos reos de muerte suyos a los que se les llena la boca de toda suerte de inconfesables confidencias: le contaré en términos sencillos y claros cuanto se pueda contar y callaré lo que crea oportuno. ¡Y, sin embargo, aquí me tiene, vomitándole mis más insondables secretos! Es usted como uno de esos famosos libertinos, contra los que las mujeres se arman de valor, pero contra quienes, llegado el momento, se sienten inermes, pues su propia leyenda es el arma más eficaz del seductor.
—Aún no me ha contado lo que necesito saber sobre Bahía —insistió Foe.
—Me dije a mí misma (¿no se lo he confesado ya alguna vez?): Es como la paciente araña que se sienta en el corazón de su tela a esperar que se acerque su presa. Y cuando luchamos por desasirnos de sus garras y ella abre ya sus fauces para devorarnos y con nuestro postrer aliento proferimos un grito de muerte, entonces esboza una fina sonrisa y nos dice: «Si has venido a hacerme una visita ha sido porque has querido, yo nunca te pedí que vinieras».
A estas palabras siguió un largo silencio.
—Nunca pensé en visitar a aquellos a los que el mar arrojó a las playas.
De pronto acudieron a mi mente estas palabras. ¿Cuál era su significado? Abajo en la calle se oyeron los gritos de una mujer que vociferaba juramentos. Una y otra vez volvía a empezar con su cantinela. Sonreí, no pude evitarlo, y Foe sonrió también.
—En cuanto a Bahía —proseguí—, si hablo tan poco de ella es porque así lo he decidido. La historia que quiero que se dé a conocer es la historia de la isla. Para usted no es más que un simple episodio, pero para mí es una historia por derecho propio. Comienza cuando soy abandonada en la isla y concluye con la muerte de Cruso y con el regreso de Viernes y mío a Inglaterra, llenos de renovadas esperanzas. Dentro de esta historia más amplia se insertan los relatos de cómo fui a parar a la isla (que yo le cuento a Cruso) y el del naufragio del propio Cruso y de sus primeros años en la isla (que Cruso me cuenta a mí), así como la historia de Viernes, que más que una historia propiamente dicha es un enigma o hueco en la narración; yo lo veo como un ojal cuidadosamente pespunteado, pero vacío, esperando el botón. Tomada en su conjunto es una narración con un principio y un final, que incluye también amenas digresiones, y a la que solo le falta una parte central variada y con entidad propia, esa parte en la que Cruso pasa tantísimo tiempo arando las terrazas y yo deambulando por la playa. Una vez usted me propuso que inventáramos caníbales o piratas para suplir esa parte central. Pero yo no quise aceptar porque era traicionar la verdad. Ahora me propone que reduzcamos la isla a un mero episodio en la historia de una mujer que emprende la búsqueda de su hija desaparecida. Y yo rechazo esto igualmente.
»Se equivoca usted del modo más flagrante al no querer distinguir entre mis silencios y los silencios de alguien como Viernes. Viernes carece del dominio de las palabras y por tanto de defensa ante los deseos de otros de darle una forma nueva cada día. Si yo digo que es un caníbal, pues es un caníbal; si se me antoja decir que es lavandero, es lavandero. ¿Qué es Viernes en realidad? Usted me responderá: no es ni caníbal ni lavandero, esos son nombres meramente y no afectan a su esencia, y él es un ser con entidad propia, él es él mismo, Viernes es Viernes. Pero no es así. No importa lo que él crea ser (¿acaso es algo para sí mismo?, ¿y cómo va a decírnoslo?), para el mundo es lo que yo hago que sea. El silencio de Viernes es, pues, un silencio inerme. Él es hijo de su silencio, un hijo nonato, un hijo que está esperando nacer y que, sin embargo, no puede nacer. Mientras que el silencio que yo guardo en lo que se refiere a Bahía y a otras cuestiones es un silencio deliberadamente elegido por mí: es mi propio silencio. Bahía, puedo asegurárselo, es un mundo en sí misma, y el Brasil un mundo mucho más vasto aún. Ni Bahía ni el Brasil tienen cabida en la historia de una isla, no pueden comprimirse dentro de tan estrechos límites. Le pondré un ejemplo: en Bahía puede usted ver negras que van cargadas con unas bandejas vendiendo dulces por las calles. Le diré cómo se llaman algunos de estos dulces. Hay pamonhas, o pastelillos indios de maíz; quimados, hechos con azúcar y que en francés se llaman bon-bons; pao de milho, pasteles borrachos a base de maíz, y pao de arroz, hechos con arroz; y también roletes de cana, o rollos de caña de azúcar. Estos son algunos de los nombres que recuerdo; pero hay infinitas variedades más, todas dulces y sabrosísimas, y en la bandeja de una sola vendedora, en la esquina de cualquier calle, puede usted encontrarlas todas juntas. Piense por un momento en la cantidad de cosas nuevas y sorprendentes que no habrá en esa ciudad rebosante de vida, en la que un gentío inmenso abarrota las calles día y noche, tanto indios desnudos venidos de la selva y dahomeyanos del color del ébano como arrogantes lusitanos y mestizos de todos los colores, donde orondos mercaderes se abren paso en sus literas porteadas por esclavos entre procesiones de flagelantes, enfebrecidos danzarines, vendedores de comestibles y multitudes que se dirigen a las peleas de gallos. ¿Cómo va a poder encerrarse Bahía entre las tapas de un libro? Solo los sitios pequeños y escasamente poblados, como las islas desiertas o las casas deshabitadas, pueden ser sojuzgados y reducidos a palabras. Además, mi hija ya no se encuentra en Bahía, sino que se ha marchado al interior, a un mundo tan vasto y extraño que apenas soy capaz de concebirlo, a ese mundo de llanuras y plantaciones que Cruso dejó tras de sí al partir, de un mundo en el que la hormiga es dueña y señora de todas las cosas y donde cuanto existe inclina la cabeza a su paso.
»Yo no soy, como usted puede ver, uno de esos ladrones o salteadores de caminos suyos que farfullan una confesión y luego son conducidos a punta de látigo a Tyburn, y de allí al silencio eterno, dejándole hacer con sus historias lo que a usted se le antoje. Aún está en mis manos la posibilidad de guiar y corregir. Y sobre todo de callar lo que crea oportuno. Valiéndome de tales recursos me propongo seguir ejerciendo la paternidad de mi propia historia.
Foe tomó la palabra.
—Susan, hay una historia de los días en que fui huésped de Newgate[5] que me gustaría que oyera. Una mujer condenada por robo, cuando estaban a punto de subirla a la carreta que había de conducirla a Tyburn, pidió un sacerdote para hacer una confesión sincera, pues, según decía, la que antes había hecho no lo era. Así que llamaron al capellán. Volvió a confesarle todos los robos de que la habían acusado, y muchísimos más; le confesó un sinnúmero de blasfemias y de actos impuros; confesó haber abandonado a dos de sus hijos y asfixiado a un tercero en la cuna. Confesó que tenía un marido en Irlanda, otro que había sido deportado a las Carolinas y un tercero preso como ella en Newgate, y los tres aún vivos. Confesó con todo lujo de detalles crímenes que había cometido tanto en su infancia como en su pubertad, hasta que al fin, cuando el sol brillaba ya en lo alto de los cielos y el carcelero estaba aporreando la puerta, el capellán la hizo callar. «Me cuesta trabajo creer, señora», le dijo, «que una sola vida haya bastado para cometer todos esos crímenes. ¿Es usted, realmente, tan gran pecadora como quiere hacerme creer?» «Reverendo padre, si no dijera la verdad», respondió la mujer, que, todo hay que decirlo, era irlandesa, «¿no es cierto que estaría profanando el sacramento, y no sería este nuevo pecado más grave aún que los que le acabo de confesar, lo cual me obligaría a una nueva confesión y a una nueva penitencia? Y si no sintiera verdadero arrepentimiento (¿y cómo asegurar que lo es?, cuando miro en mi corazón todo está tan oscuro que no sé qué decir), ¿no sería falsa mi confesión una vez más y doble mi pecado?» Y la mujer habría seguido todo el día confesándose y dando por nula su confesión, y el carretero se habría ido a dar una cabezada y los vendedores de pasteles y el público de la ejecución se habrían vuelto todos a casa, si el capellán, alzando las manos al cielo y con voz tonante, y a pesar de todas sus protestas de que aún no había acabado, no la hubiera dado la absolución y se la hubieran llevado de allí a toda prisa.
—¿Por qué me cuenta esa historia? —inquirí—. ¿Soy yo acaso la mujer a la que ha llegado el momento de llevar al patíbulo y usted el capellán?
—Es usted libre de interpretar la historia como guste —respondió Foe—. Para mí la moraleja de la historia estriba en que siempre llega un momento en que tenemos que rendir al mundo cuentas de nosotros mismos, y, una vez hecho esto, podemos volver a guardar silencio para siempre.
—Para mí la moraleja es que el más fuerte tiene siempre la última palabra. Me refiero al verdugo y a sus ayudantes, tan grandes y tan pequeños a un tiempo. Si yo fuera la mujer irlandesa y supiera a qué intérprete he confiado el relato de mis últimas horas me estaría revolviendo en mi tumba.
—Bien, le contaré otra historia. Una mujer (otra, no la misma) fue condenada a muerte. No recuerdo por qué delito. A medida que se aproximaba el día fatal fue sumiéndose en la mayor desesperación pues no encontraba a nadie que quisiera hacerse cargo de una hija pequeña que tenía con ella en su celda. Finalmente, uno de los carceleros, compadecido de su infortunio, habló con su esposa y ambos convinieron en adoptar a la niña como si fuera hija suya. Cuando la condenada vio a su hijita a buen recaudo en los brazos de su padre adoptivo, se volvió a sus captores y les dijo «Ahora podéis hacer conmigo lo que queráis. Yo ya he escapado de vuestra prisión; lo que aquí tenéis no es más que el capullo de mí misma», aludiendo, pienso, al capullo que la mariposa rompe al nacer. Esta es una historia de tiempos ya pasados; ahora ya no tratamos a las madres de modo tan bárbaro. Pero la moraleja conserva aún toda su vigencia, y esa moraleja es: no hay una sola, sino muchas maneras distintas de vivir eternamente.
—Señor Foe, yo carezco de esa habilidad suya para sacarse parábolas de la manga una tras otra como hacen los prestidigitadores con las rosas. Hubo un tiempo, lo confieso, en que esperaba hacerme famosa y que las gentes volvieran la cabeza a mi paso y dijeran en voz baja: «Esa que va ahí es Susan Barton, la que naufragó». Pero aquella era una loca ambición, y hace ya mucho tiempo que la descarté. Ahora míreme. Hace dos días que no pruebo bocado. Mi ropa está hecha jirones, mi pelo lacio. Parezco una vieja, una gitana vieja y mugrienta. Duermo en los portales, en los cementerios de las iglesias, bajo los puentes. ¿Cree usted realmente que esta vida de mendiga es la que yo deseo? Con un baño, ropa nueva y una carta de recomendación suya mañana mismo podría colocarme de cocinera en una buena casa, una colocación, si bien se mira, envidiable. Podría volver a llevar en todos los aspectos la vida de un ser real, esa que usted me recomienda. Pero tal clase de vida es abyecta. Es vivir como si uno fuera una cosa. Cualquiera de esas prostitutas que usan los hombres es usada como un ser real. Las olas me recogieron y me arrojaron a la isla, y un año después esas mismas olas llevaron hasta allí un barco que me rescató, y de la verdadera historia de ese año, de esa historia que hay que contemplar en el marco más amplio de los designios de la providencia divina, sigo tan ignorante como un recién nacido. Por eso es por lo que no encuentro reposo, por eso es por lo que le sigo hasta su escondite como si fuera una falsa moneda. ¿Piensa que estaría ahora aquí si no creyera firmemente que es usted el único novio posible de estos desposorios, la persona elegida por el destino para narrar la verdad de mi historia?
»Sin duda conocerá usted, señor Foe, la historia de la Musa. La Musa es una mujer, una diosa, que visita de noche a los poetas y los fecunda con sus historias. Según su testimonio posterior, los poetas aseguran que se presenta en ese justo momento en que son presa de la más sorda desesperación y entonces les insufla el fuego sagrado, tras lo cual, sus plumas, secas durante tanto tiempo, fluyen presurosas. Cuando escribía aquella memoria para usted y veía que en mi pluma la isla se iba convirtiendo en algo insípido, vacuo y carente de vida, deseaba a cada instante que existiese algo parecido a una Musa masculina, un joven dios que visitara de noche a las autoras e hiciera fluir sus plumas raudas y veloces. Pero ahora pienso de modo distinto. La Musa es a un tiempo diosa y progenitora. Yo no estaba destinada a ser madre de mi propia historia, sino a prohijarla. No soy yo la persona elegida por el destino, sino usted. Pero ¿aún tendré que hacer la defensa de mi caso? ¿Cuándo se le ha exigido a nadie que acuda ante un tribunal que presente su demanda valiéndose de silogismos? ¿Por qué habría de exigírseme a mí tal cosa?
Por toda respuesta, Foe cruzó la habitación y volvió con un tarro.
—Son barquillos hechos con pasta de almendras, al gusto italiano —me dijo—. Por desgracia, es todo cuanto le puedo ofrecer.
Cogí uno para probarlo. Era tan delicado que se deshizo en mi lengua.
—Manjar de dioses —señalé.
Foe me sonrió y movió la cabeza. Le ofrecí un barquillo a Viernes, que él cogió con gesto lánguido de mi mano.
—Mi criado Jack debe de estar a punto de llegar —anunció Foe—, cuando venga le mandaré a por nuestra cena.
Siguió un silencio. Miré por la ventana las agujas de los campanarios y los tejadillos circundantes.
—Ha encontrado usted un refugio verdaderamente agradable —comenté—, un auténtico nido de águilas. Yo escribí aquella memoria mía a la luz de una vela, en una habitación que no tenía ventanas y apoyando el papel sobre mis rodillas. Tal vez sea esa la razón de que mi historia resultara tan aburrida, ¿no cree usted?, que mi visión estuviera bloqueada, que no fuera capaz de ver más allá.
—Su historia es quizá un tanto excesivamente reiterativa, pero en modo alguno aburrida —respondió Foe.
—No aburrirá siempre y cuando tengamos presente que se trata de una historia real. Pero como aventura no deja de ser verdaderamente aburrida. Por eso me insistió usted tanto para que incluyera a los caníbales, ¿no es así? —Foe inclinó la cabeza a un lado y a otro con gesto juicioso—. Pero si lo que quiere es un caníbal de carne y hueso ya tiene aquí a Viernes —proseguí—. Mírele. A juzgar por Viernes los caníbales no son mucho menos aburridos que los ingleses.
—Estoy seguro de que pierden toda su vivacidad cuando se les priva de carne humana —replicó Foe.
Alguien llamó a la puerta y entró el chiquillo que nos había guiado hasta la casa.
—¡Bienvenido, Jack! —le saludó Foe—. La señora Barton, a quien ya conoces, va a quedarse a cenar con nosotros, así que hoy has de pedir doble ración. —Cogió el monedero y le dio dinero a Jack.
—No se olvide de Viernes —le recordé.
—¡Por supuesto que no! Y otra ración para Viernes, su criado, ¡faltaría más! —añadió Foe. El chiquillo se marchó—. A Jack lo encontré en medio de todos esos huérfanos y niños abandonados que duermen en los vertederos de ceniza de la fábrica de cristal. Tiene solo diez años, según sus propios cálculos, y ya es un carterista más que notable.
—¿Y usted no hace nada por enmendarle? —inquirí.
—Convertirle en alguien honrado equivaldría a condenarle a trabajar en los talleres —contestó Foe—. ¿Le gustaría ver a un niño metido en un taller por el capricho de unos cuantos pañuelos más?
—No, desde luego, pero usted le está preparando para el patíbulo —le contesté—. ¿No podría tomarlo a su servicio, enseñarle a leer y escribir y colocarle luego de aprendiz?
—Si siguiera su consejo, dígame, ¿cuántos aprendices sacados por mí del arroyo tendría en estos momentos durmiendo por el suelo? —preguntó Foe—. Me tomarían por el jefe de una banda de ladrones y sería a mí a quien mandarían al patíbulo. Jack vive su propia vida, una vida mejor que cualquiera que yo le pudiera proporcionar.
—También Viernes tiene su propia vida —contesté—, pero esa no es razón para que le dejara suelto por las calles.
—¿Y por qué no? —preguntó Foe.
—Porque es un ser indefenso —respondí—. Porque Londres le es extraño. Porque le tomarían por un esclavo fugitivo, lo venderían de nuevo y le deportarían a Jamaica.
—¿Y no podrían ser los de su propia raza los que se hicieran cargo de él, y le cuidaran y dieran de comer? —sugirió Foe—. En Londres hay muchos más negros de lo que usted se piensa. Dese un paseo por Mile End Road en una tarde de verano, o por Paddington, y ya verá. ¿No sería Viernes más feliz en compañía de otros negros? Podría ganarse unos peniques tocando en una banda callejera. Hay muchas bandas que van tocando por las calles. Yo incluso podría regalarle mi flauta.
Miré a Viernes de soslayo. ¿Me equivocaba o brillaba en sus ojos un destello de comprensión?
—¿Entiendes lo que dice el señor Foe, Viernes? —le pregunté. Respondió a mi mirada con ojos inexpresivos.
—O si en Londres tuviésemos esas lonjas de contratación que tienen al oeste del país —prosiguió Foe—, Viernes podría ponerse a la cola con su azadón al hombro, y que le contrataran como jardinero, y no habría más que hablar.
Jack regresó trayendo una bandeja cubierta que despedía un olor sumamente apetitoso. Dejó la bandeja sobre la mesa y le dijo unas palabras a Foe al oído.
—Déjanos solos unos minutos y luego hazlas pasar —le contestó Foe; y volviéndose hacia mí—: Tenemos visita, pero antes vamos a comer.
Jack había traído carne asada en su jugo, una barra de pan de tres peniques y una jarra de cerveza. Como no había más que dos platos, Foe y yo comimos primero, y luego llené otra vez el mío y se lo pasé a Viernes.
Llamaron a la puerta. Foe abrió. La luz descubrió la silueta de la muchacha a la que yo había abandonado en el bosque de Epping; tras ella, en la sombra, había otra mujer. Mientras yo permanecía de pie, estupefacta, la joven cruzó la habitación, me rodeó con sus brazos y me dio un beso en la mejilla. Un humor frío recorrió mi cuerpo y por un momento pensé que me iba a desplomar en el suelo.
—Y esta es Amy —presentó la muchacha—. Amy de Deptford, mi niñera cuando yo era pequeña.
Me martillearon los oídos, pero aún tuve fuerzas para enfrentarme a Amy. Vi a una mujer delgada y de rostro afable, más o menos de mi edad, y con cabellos rubios y rizados que asomaban por debajo de una cofia.
—Encantada de conocerla —murmuré—, pero estoy segura de que nunca la había visto a usted antes en toda mi vida.
Alguien me tocó el brazo. Era Foe: me llevó hasta una silla, hizo que me sentara y me alargó un vaso de agua.
—Es solo un mareo pasajero —expliqué.
Él asintió con la cabeza.
—Bien, ya estamos todos juntos —exclamó Foe—. Susan, Amy, tomen asiento por favor. —Les señaló la cama. Jack estaba de pie junto a Foe mirándome con ojos llenos de curiosidad. Foe encendió otra lámpara y la puso sobre la repisa de la chimenea—. Jack nos traerá enseguida carbón para encender el fuego, ¿verdad, Jack?
—Sí, señor —respondió el chiquillo.
Finalmente fui capaz de articular palabra.
—Se está haciendo tarde, Viernes y yo no podemos quedarnos por más tiempo —señalé.
—Pero no puede marcharse ahora —exclamó Foe—. No tienen adonde ir; además, ¿cuándo ha estado usted en semejante compañía?
—Nunca —contesté—. Desde luego, nunca en mi vida he estado en semejante compañía. Creía que esto era una casa de habitaciones de alquiler, pero ahora me doy cuenta de que es un centro de reunión de actores. Señor Foe, sería perder el tiempo si le dijese que estas dos mujeres son para mí unas perfectas desconocidas, porque sé que todo lo que contestaría es que soy yo quien se ha olvidado de ellas, y ellas a su vez, a instancias suyas, se embarcarían luego en prolijas historias de un pasado en el que sin duda pretenderán que también yo jugué un papel.
»¿Y qué puedo hacer, sino negar que tal cosa sea cierta? Conozco tan bien como usted las múltiples, las infinitas formas que existen de engañarnos a nosotros mismos. Pero ¿cómo podríamos seguir viviendo si ni siquiera supiéramos quién somos y qué hemos sido? Si yo fuera tan complaciente como usted quiere que sea, si estuviera dispuesta a admitir (por más que crea que mi hija fue tragada por las inmensas llanuras brasileñas), que es posible igualmente que lleve un año entero en Inglaterra y que esté ahora mismo en esta habitación, en una forma en que no me es posible reconocerla (pues la hija que recuerdo era alta, tenía los cabellos oscuros y un nombre distinto al mío), si yo fuera como una botella que flota a merced de las olas con un trozo de papel escrito en su interior, que tanto podría ser el mensaje de algún niño que se entretenga pescando en un canal como el de un marinero a la deriva en alta mar, si yo no fuera más que un mero receptáculo que pudiera rellenarse con las más peregrinas historias que quieran atribuirme, estoy segura de que usted me apartaría de su lado y en su fuero interno se preguntaría: Pero ¿esto es una mujer o un castillo de palabras, hueco, sin vida propia?
»Yo, señor Foe, no soy una historia. Tal vez pude darle esa falsa impresión al comenzar mi relato sin ningún preámbulo, deslizándome por la borda al agua y nadando hacia la playa. Pero mi vida no surgió de las olas. Anterior a esas olas hay una vida en la que habría que remontarse al período de mis desdichadas búsquedas en el Brasil, y antes aún a los años en que mi hija estaba todavía conmigo, y así sucesivamente hasta llegar al día de mi nacimiento. Y todo ello constituye una historia que yo he decidido no contar. Y he decidido no contarla porque a nadie, ni siquiera a usted mismo, tengo que presentar ninguna prueba de que soy un ser con entidad propia y con una historia personal relevante para el mundo. Y por tanto prefiero hablarle de la isla, de mí, de Cruso y de Viernes, y de lo que hacíamos allí los tres: porque soy una mujer libre que afirma su libertad contando su propia historia tal y como es su deseo.
Casi sin aliento, hice una pausa. Vi que tanto la muchacha como Amy, la doncella, me miraban fijamente, incluso con algo en su mirada que hubiera podido interpretarse como simpatía. Foe asentía con la cabeza como animándome a continuar. El chiquillo permanecía inmóvil con el cubo de carbón en la mano. Hasta Viernes tenía sus ojos fijos en mí.
Crucé la habitación. Mientras me dirigía hacia la muchacha observé que mi creciente proximidad no producía en ella el menor titubeo. ¿A qué otra prueba puedo someterla?, pensé.
Y entonces, estrechándola en mis brazos, la besé en los labios y sentí cómo ella no solo no oponía ninguna resistencia, sino que respondía a mi beso casi como se responde al beso de un amante. ¿Es que esperaba que se disolviera al tocarla, que su carne se desmoronara y flotara en el aire como papel hecho cenizas? La apreté con fuerza, hundiendo mis dedos en sus hombros. ¿Podía ser aquella la carne de mi hija? Al abrir los ojos vi que el rostro de Amy se cernía solo unas pulgadas del mío, con los labios entreabiertos como esperando también un beso.
—No se parece a mí en nada —murmuré. Amy negó con la cabeza.
—Ella es la verdadera hija de sus entrañas —replicó—. Es idéntica a usted, pero es un parecido oculto. —Yo volví a mi sitio.
—No estoy hablando de parecidos ocultos —le contesté—. Hablo de ojos azules y de cabellos de color castaño, por no hacer mención también, pues no es mi deseo herir a nadie, de esa dulce e indefensa boquita.
—Ella es hija de su padre como lo es de su madre —añadió Amy.
Y a punto estaba ya de replicarle que si la joven era hija de su padre, en ese caso el padre en cuestión debía ser lo más opuesto a mí que se pudiera uno imaginar, y que no es con nuestros contrarios con quienes nos casamos, sino con hombres que de un modo sutil son como nosotras, cuando de repente tuve la impresión de que lo más probable es que todas estas disquisiciones hubieran sido un gasto inútil de saliva, pues lo que aquel brillo de los ojos de Amy dejaba traslucir verdaderamente no era tanto simpatía como locura.
—Señor Foe —le dije volviéndome a él, y ahora sí que creo que la desesperación asomaba a mi semblante, y él lo vio perfectamente—, ya ni sé qué casa es esta a la que he venido a parar. Me digo a mí misma que esta niña que está aquí, y que dice llamarse como yo, es un fantasma, un fantasma de carne y hueso, si es que tal cosa puede existir, que me persigue por razones que no acierto a comprender, y que trae a remolque suyo otros fantasmas. Se hace pasar por la hija que yo perdí en Bahía, me digo, y es usted quien la envía para consolarme; pero su falta de experiencia a la hora de invocar fantasmas ha hecho que llamara a uno que no se parece a mi hija ni en el más mínimo detalle. O tal vez es que usted, íntimamente convencido de que mi hija está muerta, ha invocado a su fantasma y le han adjudicado uno que lleva casualmente mi mismo nombre, y que viene además con ayudante. A eso es a lo que llegan mis conjeturas. En cuanto al chiquillo, la verdad es que ni puedo decir si es también un fantasma o no, ni creo que eso importe gran cosa.
»Pero si estas mujeres son criaturas suyas que me visitan siguiendo sus instrucciones y recitándome las palabras que usted les ha enseñado, en tal caso, ¿quién soy yo?, y voy aún más lejos, ¿quién es usted mismo? Cuando me presenté a usted lo hice con palabras que sabía que eran mías y de nadie más (me deslicé por la borda al agua, empecé a nadar, mis cabellos flotaban a mi alrededor, etcétera, etcétera, las recuerda, ¿no?) y durante mucho tiempo después de aquello, cuando le escribía todas esas cartas que usted nunca leyó, que más adelante ya ni me molesté en enviarle, y que por último, dejé incluso de escribir, siempre seguí teniendo fe en mi propia autoría.
»Pero ahora, en la misma habitación en la que está usted, donde ya no hay ninguna necesidad de que siga relatándole mis acciones una por una (¡aquí me tiene, delante de sus ojos!, ¡y no es usted ciego!), sigo describiendo y explicándolo todo. ¡Escuche! ¡Oiga cómo describo la escalera sin luz, la habitación vacía de muebles, la alcoba tapada por esas cortinas, cosas todas que le son mil veces más familiares a usted que a mí; y luego describo su aspecto y el mío, y repito sus palabras y las mías. Pero ¿por qué hablo, a quién le hablo, cuando no hay ninguna necesidad de decir nada?
»En un principio pensé que una vez que hubiera acabado de contarle la historia de la isla podría volver a mi vida de antaño. Pero ahora es mi propia vida la que se convierte en relato novelesco, y ya no me queda ni eso tan siquiera. Antes yo creía ser yo misma y pensaba que esta muchacha era una criatura de un orden distinto que recitaba las palabras que usted ponía en su boca. Pero ahora estoy llena de dudas. La duda es todo cuanto me queda. ¿Seré la duda personificada? ¿Quién habla por mi boca? ¿Seré un fantasma también? ¿A qué orden pertenezco? Y usted, ¿quién es usted?
Durante toda mi disertación, Foe había permanecido de pie junto a la chimenea completamente inmóvil. Yo esperaba una respuesta, pues nunca le había visto falto de palabras. Pero en vez de contestar, sin ningún preámbulo, se acercó a mí, me estrechó en sus brazos y me dio un beso; y del mismo modo que antes la muchacha, sentí que mis labios respondían a su beso (¿a quién le estoy haciendo esta confesión?) como habrían respondido los labios de cualquier mujer a los de su amante.
¿Era esa su respuesta, que él y yo éramos un hombre y una mujer, y que ser hombre y mujer es algo que está más allá de las palabras? De ser así, era una respuesta bien poco convincente, una demostración más que una respuesta, y no habría satisfecho a ningún filósofo. Amy, la muchacha y Jack sonreían con una sonrisa aún más amplia que antes. Falta de aliento, me libré de sus brazos.
—Hace mucho tiempo, señor Foe —le dije—, usted escribió la historia de una mujer (la encontré en su biblioteca y se la leí a Viernes para pasar el rato) que pasaba una tarde conversando con una amiga suya muy querida, y al irse le daba un abrazo y se despedía de ella hasta la fecha en que habían acordado verse de nuevo. Pero la amiga (ella aún lo ignoraba) había fallecido el día anterior a muchas millas de distancia, y, por tanto, había pasado la tarde conversando con un fantasma. La recuerda, ¿verdad?, es la historia de la señora Barfield. Por lo cual deduzco que usted es consciente de que los fantasmas pueden sostener una conversación con nosotros, e incluso abrazamos y besamos también.
—Mi dulce Susan —contestó Foe, y cuando le oí pronunciar estas palabras me fue imposible seguir mirándole con aquella severidad; en muchos años nadie me había llamado nunca «dulce Susan». Desde luego Cruso jamás lo había hecho—. Mi dulce Susan, en cuanto a quién de los aquí presentes sea un fantasma y quién no, es algo sobre lo que no tengo nada que decir: esa es una cuestión que hemos de contemplar todos en silencio, en la actitud de un pájaro que se ve de pronto ante una serpiente, y confiar en que no nos devore.
»Pero si usted no puede desembarazarse de sus dudas, voy a decirle algo que le hará sentirse más aliviada. Enfrentémonos a aquello que más tememos, es decir, al hecho de que todos nosotros hayamos sido traídos al mundo desde órdenes distintos (y que ya hemos olvidado) por un prestidigitador al que desconocemos, de la misma forma que yo me he sacado de la manga, como usted dice, a esa hija suya y a la mujer que viene con ella, aunque le aseguro que no es así. Pero mi pregunta es esta: ¿Es que habremos perdido por ello nuestra libertad? ¿Es que por esa razón es usted, por poner a alguien como ejemplo, menos dueña de su propia vida? ¿Es que, si así fuera, habríamos de convertirnos necesariamente en marionetas de una historia cuyo fin último se nos escapa y hacia el cual marchamos como reos convictos y confesos? Tanto usted como yo sabemos, aunque nuestra experiencia sea bien distinta, hasta qué punto el escribir no es sino mera divagación. Nos sentamos a mirar por la ventana, pasa una nube en forma de camello, y antes de que podamos darnos cuenta nos hemos transportado en alas de nuestra fantasía a los arenales de África y ya está nuestro héroe (que no es otro que nosotros mismos disfrazados) cruzando su cimitarra con algún bandido moro. Pasa otra nube que se asemeja a la silueta de un barco y en un abrir y cerrar de ojos nos vemos arrojados llenos de angustia a alguna isla desierta. ¿En qué nos fundamos para creer que la vida que nos toca vivir responda a un plan mejor trazado que todas esas caprichosas aventuras?
»Ya sé que va usted a decirme que los héroes y heroínas de las aventuras son gente sencilla, incapaz de plantearse esas dudas que usted se plantea respecto a su propia vida. Pero ¿no se ha parado a pensar que, tales dudas, quizá sean parte de la historia que está usted viviendo, sin mayor peso específico por lo demás que cualquier otra de sus aventuras? Me limito a plantear la cuestión simplemente.
»Créame si le digo que en mi vida de escritor a menudo me he visto perdido en el laberinto de la duda. Pero he aprendido un truco que consiste en plantar una señal o mojón en el terreno que piso, para así, en mis futuras andanzas, tener siempre un punto al que regresar y no verme más perdido de lo que lo estoy. Después de plantarlo lo hundo para que quede bien clavado; cuantas más veces vuelvo a donde está la señal (que es para mí un signo de mi ceguera y de mi incapacidad), con más claridad veo que me he perdido y más ánimos me da el hecho de haber sabido encontrar el camino de vuelta.
»¿Se ha parado a pensar (y con esto termino) que en sus andanzas tal vez haya usted también dejado algo parecido a su paso; o, si prefiere creer que no es dueña de su propia vida, que alguien haya plantado por usted alguna señal de ese tipo, algún signo de esa ceguera de la que antes le hablaba; o que, a falta de un plan mejor, siempre podría, en su búsqueda de una salida al laberinto (si es que realmente está usted extraviada y confundida) partir de ese punto y volver a él tantas veces como necesite hasta que al final descubra que ya está a salvo?
En ese momento, Foe distrajo su atención hacia Jack, que llevaba un buen rato tirándole de la manga. Intercambiaron unas cuantas palabras en voz baja; Foe le dio algún dinero y, con un festivo «¡Buenas noches!» Jack se despidió y se fue. Entonces la señora Amy miró su reloj y exclamó que se había hecho tardísimo.
—¿Vive usted lejos? —le pregunté. Me miró de un modo extraño.
—No —contestó—, lejos no, nada lejos.
La muchacha no parecía muy dispuesta a irse, pero yo la volví a abrazar y a besar de todos modos, cosa que pareció alegrarla. Sus comparecencias, o apariciones, o lo que fuesen, ahora que la iba conociendo mejor me turbaban mucho menos.
—Ven, Viernes —le dije—. Ya es hora de que nos vayamos nosotros también.
Pero Foe se opuso.
—Si quisiera quedarse a pasar la noche aquí, me haría el mayor de los honores —aseguró—. Además, ¿dónde, si no, va a encontrar una cama para dormir?
—Mientras no llueva siempre disponemos de un centenar de camas para escoger, aunque todas bastante duras —le respondí.
—En tal caso quédese conmigo —insistió Foe—. Por lo menos aquí dispondrá de una cama bien mullida.
—¿Y Viernes?
—Viernes que se quede también —me contestó.
—Pero ¿dónde va a dormir Viernes?
—¿Y dónde quiere que duerma?
—No puedo quedarme yo y mandarle a él a la calle —insistí.
—Por supuesto que no —me contestó.
—¿Puede dormir entonces en esa alcoba? —le pregunté, señalando el rincón que estaba tapado por las cortinas.
—Claro que sí—respondió.
—Le pondré una estera en el suelo, y también un almohadón.
—Con eso es suficiente —contesté.
Mientras Foe preparaba la alcoba, desperté a Viernes.
—Ven, Viernes, hoy tenemos una casa para pasar la noche —le dije al oído—, y con un poco de suerte mañana podremos hacer otra comida.
Le mostré dónde iba a dormir y corrí las cortinas. Foe apagó la luz y oí cómo empezaba a desnudarse. Yo vacilé unos instantes, preguntándome qué auguraría para la conclusión de mi libro aquella inesperada intimidad con su autor. Oí crujir los muelles de la cama.
—Buenas noches, Viernes —le dije en un susurro—. Y no te preocupes por tu ama ni por el señor Foe, todo está bien.
Luego me desnudé quedándome con la camisa, me solté los cabellos y me deslicé entre las sábanas.
Permanecimos un rato en silencio, Foe en su lado y yo en el mío. Finalmente Foe rompió a hablar.
—A veces me pregunto qué sería de las criaturas de Dios si nunca tuviesen sueño. Si nos pasáramos toda la vida despiertos, ¿seríamos mejores o peores?
Para este extraño preámbulo no encontré ninguna respuesta.
—Quiero decir —prosiguió—, si no tuviéramos que descender todas las noches al fondo de nosotros mismos y encontrarnos allí con lo que nos encontramos, ¿seríamos mejores o seríamos peores?
—¿Y qué es lo que nos encontramos? —inquirí.
—El lado oscuro de nuestro ser, y también otros fantasmas. —Y luego, abruptamente, me preguntó—: Usted duerme, ¿no, Susan?
—Sí, y duermo muy bien, a pesar de todo —repliqué.
—¿Y en su sueño no se topa usted con fantasmas?
—Sueño, pero a las visiones que se me aparecen en sueños no las llamaría fantasmas.
—Y entonces, ¿qué son?
—Son recuerdos, recuerdos rotos, entremezclados y distorsionados de mis horas de vigilia.
—¿Y son reales?
—Tan reales o tan poco reales como los recuerdos mismos.
—Una vez leí a un autor italiano acerca de cierto individuo que visitaba o soñó que visitaba el Infierno —prosiguió Foe—. Allí se encontró con las almas de los muertos. Una de aquellas almas lloraba desconsoladamente. «Mortal, no creas», le dijo el alma dirigiéndose a él, «que porque yo no sea un ser de carne y hueso mis lágrimas no son fruto de un dolor auténtico.»
—¿Un dolor auténtico? Desde luego, pero ¿de quién? —pregunté—. ¿Del fantasma o del italiano? —Alargué las manos y estreché las de Foe entre las mías—. Señor Foe, ¿sabe usted realmente quién soy yo? Un día que usted salía a toda prisa le abordé bajo la lluvia y le entretuve con la historia de una isla que, tal vez, hubiese usted preferido no oír jamás.
—Está usted completamente equivocada, querida amiga —me interrumpió Foe abrazándome.
—Usted me aconsejó que la pusiera por escrito —proseguí—, esperando, tal vez, que fuera un relato de sangrientas hazañas en alta mar o que reflejara las costumbres licenciosas de los brasileños.
—¡No es verdad, no es verdad! —protestó Foe riéndose y dándome otro abrazo—. ¡Usted despertó mi curiosidad desde el primer momento, yo estaba ansioso por oír cualquier cosa que usted quisiera contarme!
—Pero no, yo le persigo con esta insulsa historia mía y le castigo obligándole a oírmela contar una vez más en este refugio tan recóndito que se ha buscado. Y traigo arrastrando en pos de mí a esas dos mujeres, como fantasmas que persiguieran a otro fantasma, como pulgas montadas sobre otra pulga. Es eso lo que piensa, ¿verdad?
—Y siguiendo su argumentación, ¿por qué motivo habría usted de perseguirme, Susan?
—Por su sangre. ¿No es esa la razón por la que siempre regresan los fantasmas, para beber la sangre de los vivos? ¿No es esa la verdadera razón por la que las sombras recibieron al italiano con los brazos abiertos?
En vez de responder, Foe volvió a besarme, y al hacerlo me dio tal mordisco en el labio que proferí un grito y me eché a un lado. Pero él me estrechó con fuerza y sentí cómo chupaba la herida.
—Así es como yo hago presa entre los vivos —murmuró.
Luego se echó encima de mí, y por un momento me creí de nuevo en los brazos de Cruso; pues ambos tenían la misma edad, y sin ser fornidos los dos eran hombres igualmente bien dotados; y su forma de conducirse con una mujer asombrosamente parecida. Cerré los ojos intentando retornar a la isla, al viento y al rumor de las olas; pero no, la isla había desaparecido, mil leguas de líquida inmensidad la separaban de mí.
Traté de calmar a Foe.
—Permítame —le dije en un susurro—, la primera noche me corresponde un privilegio que no dudo en reclamar. —Le ayudé a ponerse debajo de mí. Luego me despojé de la camisa y me senté a horcajadas sobre él, postura que en una mujer no pareció hacerle mucha gracia—. Así es como se comporta la Musa cuando visita a los poetas —le dije al oído, y noté cómo mis miembros iban perdiendo algo de su inicial rigidez.
—Como cabalgada preparatoria no está mal —exclamó Foe cuando me hube acomodado—. Tengo todos los huesos descoyuntados, he de tomar aliento antes de proseguir.
—Siempre que la Musa le visita a uno hay que cabalgar duro y tendido —le repliqué—. Ella ha de hacer cuanto esté en su mano para prohijar a su prole.
Foe se quedó inmóvil tan largo rato que pensé que ya se había dormido. Pero, justo cuando yo también empezaba a sentir los efectos del sueño, rompió su silencio:
—Usted escribió que su criado Viernes había ido remando en un bote hasta los bancos de algas. Esos grandes bancos de algas marinas son la guarida de una bestia a la que los marineros llaman el kraken, ¿ha oído hablar de él?, con brazos tan gruesos como los muslos de un hombre y de una longitud de muchas yardas, y un pico como el de las águilas. Me imagino al kraken tendido en el fondo del mar mirando fijamente al cielo por entre las enmarañadas frondas de algas, con sus múltiples brazos arrollados a su cuerpo, siempre al acecho. Es hacia esa órbita terrible adonde Viernes conduce su frágil embarcación.
Qué pudo llevar a Foe a hablar de monstruos marinos a tales horas de la noche es algo que ignoro, pero seguí callada.
—Si hubiera aparecido un brazo gigantesco, se hubiera enroscado a Viernes y sin hacer el menor ruido le hubiera sepultado bajo las olas, para no volver a emerger nunca más, ¿no se habría usted sorprendido? —me preguntó.
—¿Un brazo monstruoso que surge de las profundidades? Sí… desde luego que me habría sorprendido. Me habría mostrado sorprendida y un tanto incrédula.
—Pero ¿no le habría sorprendido ver a Viernes desaparecer de la superficie de las aguas, de la faz de la tierra? —musitó Foe. Luego pareció que volvía a quedarse profundamente dormido—. Usted dice —prosiguió, haciéndome despertar sobresaltada—, usted dice que él dirigió el bote hacia el lugar donde el barco se había ido a pique, barco que bien podemos sospechar que era un barco negrero, y no un simple buque mercante, como Cruso pretendía. Pues bien, imagínese a centenares de sus compañeros de esclavitud, o sus esqueletos, para ser más exactos, encadenados aún al casco del buque hundido, con todos esos alegres pececillos de los que usted hablaba deslizándose por las cuencas vacías de sus ojos y por esas huecas cavidades que una vez encerraron sus corazones. Imagínese a Viernes mirándolos fijamente desde arriba, arrojándoles capullos y pétalos que flotan unos breves instantes, y luego se hunden y van a posarse sobre los huesos de los muertos.
»¿No le sorprende en estos dos episodios esa llamada que Viernes recibe de las profundidades, llamada o amenaza, que también podría ser ese el caso? Y, sin embargo, Viernes no sucumbe. En su minúsculo bote flota sobre lo que es nada menos que la mismísima piel de la muerte y sale ileso.
—No era un bote, sino un simple madero —observé.
—En toda historia siempre hay, en mi opinión, algún silencio, alguna mirada oculta, una palabra que se calla. Hasta que no hayamos dado expresión a lo inefable no habremos llegado al corazón de la historia. Y yo pregunto: ¿cómo es que Viernes, que llevaba en la isla una vida exenta de todo riesgo, se sintió de pronto impulsado a arrostrar tan tremendos peligros y salió de la prueba sano y salvo?
La pregunta me pareció un tanto quimérica. No supe qué responder.
—He dicho el corazón de la historia —prosiguió Foe—, pero debería mejor haber dicho el ojo, el ojo de la historia. Viernes surca remando en su madero la oscura pupila, o la cuenca vacía, de un ojo que le mira fijamente desde el fondo del mar. La surca a golpe de remo y sale ileso de la prueba. Y es a nosotros a quienes deja la tarea de descender al interior de ese ojo. Si no lo hiciéramos seríamos como él, nos limitaríamos a surcar la superficie, arribaríamos a la costa sin habernos enterado de nada, reanudaríamos nuestras vidas de antaño, y dormiríamos sin sueños, como hacen los niños pequeños.
—O tal vez fuera una boca —interrumpí—. Sin saberlo, Viernes surcó una enorme boca, o pico, como usted ha dicho, que se había abierto para devorarle. A nosotros nos corresponde, por seguir empleando una imagen, descender al interior de esa boca. A nosotros nos corresponde abrir la boca de Viernes y oír lo que suene en su interior; nada más que silencio, tal vez, o quizá un rumor, como el rumor de una caracola de mar cuando nos la acercamos al oído.
—Sí, eso también —exclamó Foe—. Yo me refería a algo distinto, pero eso también, también. Hemos de hacer que tanto el propio silencio de Viernes como todo ese silencio que le envuelve nos hable finalmente.
—Pero ¿quién va a hacerlo? —pregunté—. Es muy fácil estar acostado en la cama y decir lo que hay que hacer, pero ¿quién va a zambullirse para llegar hasta el casco del buque hundido? En la isla yo le dije a Cruso que el más indicado era Viernes, con una cuerda atada a la cintura para mayor seguridad. Pero, dado que Viernes nunca podría contarnos lo que hubiera visto, ¿no estará encarnando Viernes en mi historia el personaje, o esbozo de personaje, de algún otro nadador que no fuera él mismo?
Foe no contestó a mi pregunta.
—Todos los esfuerzos que he hecho por aproximar a Viernes al lenguaje, o por aproximar el lenguaje a Viernes, han fracasado —proseguí—. Sus únicos medios de expresión son la música y la danza, que son respecto al habla lo que los lloros y los gritos respecto a las palabras. A veces me pregunto si en su vida anterior llegó a tener algún dominio del lenguaje, por mínimo que fuera, si sabe siquiera qué es el lenguaje.
—¿Le ha enseñado usted a escribir? —me preguntó Foe.
—Pero ¿cómo va a escribir si ni siquiera sabe hablar? Las letras son el espejo de las palabras. Cuando escribimos, aunque parezca que lo hacemos en silencio, nuestra escritura no es sino la manifestación de una voz que nos habla, bien desde dentro, bien desde fuera de nosotros mismos.
—Viernes, no obstante, tiene dedos. Y si tiene dedos puede formar letras. La escritura no tiene por qué estar condenada a ser la sombra de la palabra hablada. Ponga atención cuando esté usted escribiendo y verá que hay veces en que las palabras parecen tomar forma por sí solas en el papel, de novo, como gustaban de decir los romanos, como si brotasen de nuestros más íntimos silencios. Estamos acostumbrados a creer que Dios creó nuestro mundo mediante el Verbo; pero, en vez de la palabra hablada, pregunto yo, ¿por qué no pudo valerse de la escrita?, ¿no escribiría, acaso, una Palabra tan larga, tan larga, que aún no hemos llegado a su término? ¿No podría ser que Dios escribiera incesantemente el mundo, el mundo y todo lo que este contiene?
—Que el escribir pueda, o no, ir tomando forma por sí solo a partir de la nada es algo que no estoy facultada para decir —le contesté—. Tal vez sea así en el caso de ciertos autores; en el mío, desde luego, no lo es. Pero volviendo a Viernes, mi pregunta es esta: ¿cómo va a enseñársele a escribir cuando en su interior, en su corazón, no hay palabras que la escritura pueda reflejar, sino tan solo un torbellino de sentimientos y de impulsos? En cuanto a que Dios escriba, mi opinión es esta: si lo hace, se vale de un código secreto que a nosotros, que somos parte integrante de esa escritura, no nos es dado descifrar.
—No podemos descifrarlo, de acuerdo, eso es también parte de lo que yo quería decir, puesto que somos nosotros mismos aquello que él escribe. Nosotros, o al menos algunos de nosotros; puede darse el caso de que alguno más que ser escritos, simplemente seamos; o, por el contrario, y cuando digo esto pienso en Viernes principalmente, que sea un autor distinto y más oscuro el que nos esté escribiendo. Pero, sea como fuere, la escritura de Dios se presenta como un ejemplo de escritura independiente del habla. El habla no es más que el medio por el cual una palabra puede ser dicha, no es la palabra misma. Viernes carece de habla, de acuerdo, pero tiene dedos, y esos dedos son los medios con los que él ha de valerse.
Y aunque no tuviera dedos en las manos, aunque los tratantes de esclavos se los hubieran cortado todos en rodajas, siempre podría sujetar una barra de carboncillo con los dedos de los pies o con los dientes, como hacen los mendigos del Strand. Hasta el mosquito zancudo, que no es más que un insecto y es mudo, traza el nombre de Dios en la superficie de las charcas, o eso al menos dicen los árabes. No hay nadie tan incapacitado que no pueda escribir.
Viendo que discutir con Foe era algo tan ingrato como lo había sido con Cruso, guardé silencio y al poco se quedó dormido.
No sé si fue porque extrañaba el entorno, o por la presión que el cuerpo de Foe ejercía sobre el mío, pero lo cierto es que, aunque estaba agotada, no pude conciliar el sueño. Cada hora oía al sereno, abajo en la calle, llamando a las puertas; oía, o creía oír, el correteo de unas patas de ratón sobre la tarima del suelo. Foe empezó a roncar. Soporté sus ronquidos hasta que ya no pude más; entonces me levanté sin hacer ruido de la cama, me puse la camisa y me asomé a la ventana para contemplar los tejados bañados por la luz de las estrellas, preguntándome cuánto quedaría aún para que se hiciera de día. Me acerqué a la alcoba de Viernes y descorrí la cortina. En aquella negrura de alquitrán, ¿dormía, o estaba acaso despierto mirándome fijamente? Me llamó de nuevo la atención la levedad de su respiración. Si no fuese por aquel olor tan suyo, que al principio pensé que era olor a humo de madera quemada, pero que luego ya identifiqué como su propio olor, soñoliento y acogedor, se hubiera dicho que al caer la noche se desvanecía sin dejar rastro. De pronto sentí una profunda añoranza de la isla. Con un suspiro dejé caer de nuevo la cortina y me volví a la cama. El cuerpo de Foe parecía inflarse mientras dormía; apenas me quedaba un palmo de cama en que acostarme. Recé por que se hiciera pronto de día, y en ese preciso instante me quedé dormida.
Cuando abrí los ojos, la luz entraba a raudales y Foe estaba sentado en su escritorio, con la espalda vuelta hacia mí, escribiendo. Me vestí y fui silenciosamente hasta la alcoba. Viernes estaba echado sobre su estera enfundado en su toga escarlata.
—Ven, Viernes —le dije en un susurro—. El señor Foe está trabajando y hemos de dejarle solo.
Pero antes de que llegáramos a la puerta, Foe nos llamó.
—Susan, ¿no se olvida de lo de escribir? ¿Se ha olvidado de que tiene que enseñarle a Viernes las primeras letras? —me preguntó. Y me tendió una pequeña pizarra de escolar y un lápiz—. Vuelvan a mediodía, y que Viernes nos haga una demostración de lo que ha aprendido. Tome esto para que desayunen. —Y me dio seis peniques, que, aunque como pago por una visita de la Musa no me pareció un alarde de esplendidez, acepté.
Desayunamos, pues, muy cumplidamente a base de pan recién hecho y leche fresca, y luego encontramos un sitio al sol para sentarnos en el jardincillo de una iglesia.
—Viernes, intenta seguirme lo mejor que puedas —le dije—. La naturaleza no me ha llamado para maestra, me falta paciencia. —En la pizarra dibujé una casa con una puerta y ventanas y una chimenea, y debajo escribí las letras «c-a-s-a»—. Este es el dibujo —le dije señalándole el dibujo—, y esta la palabra.
Fui articulando los sonidos de la palabra «casa» uno por uno, señalándole las letras respectivas las pronunciaba, y luego le cogí el dedo a Viernes y lo guie siguiendo las letras mientras repetía la palabra; y finalmente puse el lápiz en su mano y fui guiándosela para que escribiera «c-a-s-a» debajo de la «c-a-s-a» que yo había escrito. Luego borré la pizarra para que no quedara más dibujo que el que Viernes conservara grabado en su mente, y volví a guiar su mano para que escribiera la palabra una tercera y una cuarta vez, hasta que toda la pizarra estuvo llena de letras. Entonces la borré de nuevo.
—Ahora, Viernes, hazlo tú solo —le dije.
Y Viernes escribió las cuatro letras de «c-a-s-a», o cuatro palotes que podían pasar aceptablemente por las letras respectivas: que fueran verdaderamente las cuatro letras, que representasen la palabra «casa», el dibujo que yo le había hecho, y la cosa misma, es algo que solo él sabía.
Luego dibujé un barco con las velas desplegadas y le hice escribir «barco», y luego empecé a enseñarle «África». África la representé mediante una fila de palmeras y un león paseándose entre ellas. ¿Era mi África el África que Viernes llevaba grabada en su memoria? Tenía mis dudas. Pero a pesar de todo escribí «Á-f-r-i-c-a» y fui guiándole la mano para que formara las letras. Así al menos se enteraba de que no todas las palabras estaban compuestas de cuatro letras. Luego le enseñé «m-a-d-r-e», representada por una mujer con un niño en brazos, y después borré la pizarra y me puse a repasar nuestras cuatro palabras. «Barco», le decía, y le hacía señas de que la escribiese. Y entonces «b-r-b-r-b-r» una y otra vez, o «b-c» quizá; y si no le hubiera quitado el lápiz de la mano habría llenado toda la pizarra de garabatos.
Me quedé mirándole fijamente, con gesto de reprobación, hasta que entornó los párpados y cerró los ojos. ¿Era posible que alguien, aun con el atenuante de toda una vida de muda servidumbre, fuese tan estúpido como parecía Viernes? ¿No se estaría riendo en su fuero interno de todos los esfuerzos que yo hacía por acercarle al mundo del habla? Alargué la mano, le cogí por la barbilla y le volví la cara para que me mirara. Sus párpados se abrieron. ¿No brillaba en lo más recóndito de aquellas negras pupilas un asomo de burla? Yo no alcanzaba a verlo. Y si lo había, ¿no sería un asomo de burla africana que mi retina inglesa era incapaz de detectar? Di un suspiro.
—Ven, Viernes —le dije—, volvamos a casa de nuestro amo para que vea cómo nos ha ido con nuestros estudios.
Era mediodía. Foe acababa de afeitarse y estaba de buen humor.
—Viernes nunca aprenderá —le dije—. Si hay un portón secreto que conduzca a sus facultades, o está cerrado o, desde luego, yo no sé encontrarlo.
—No se desanime tan pronto —me contestó Foe—. Por ahora, con que haya plantado la semilla es más que suficiente.
Hemos de perseverar. Puede que Viernes nos dé aún alguna sorpresa.
—El escribir no crece en nuestro interior mientras estamos pensando en otra cosa, como si fuera una col —le repliqué, no sin cierto enojo—. Es un arte que solo se adquiere tras larga práctica, como usted bien sabe.
Foe apretó los labios.
—Tal vez —contestó—. Pero así como hay muchas clases de seres humanos, también hay muchas clases distintas de escritura. No juzgue a su discípulo con tanta precipitación. ¿Quién sabe si la Musa no le hará también a él una visita?
Mientras Foe y yo hablábamos Viernes se había instalado en su estera con la pizarra. Miré por encima de su hombro y vi que la estaba llenando con algo que parecían ser dibujos de hojas y flores. Pero al mirar más de cerca me di cuenta de que lo que había tomado por hojas eran ojos, ojos bien abiertos, cada uno sobre un pie humano: hileras e hileras de ojos montados sobre pies: filas de ojos andantes.
Alargué el brazo para coger la pizarra y enseñársela a Foe, pero Viernes la agarró con fuerza.
—¡Dámela! ¡Viernes, dame la pizarra! —le ordené.
Y entonces, en vez de obedecerme, Viernes se metió tres dedos en la boca, los mojó con saliva y borró la pizarra completamente.
Me eché hacia atrás enfurecida.
—¡Señor Foe, he de recobrar mi libertad! —exclamé—. ¡Esto ya es más de lo que puedo soportar! ¡Es aún peor que la isla! ¡Es como el viejo del río!
Foe trató de calmarme.
—¿El viejo del río? —murmuró—. Me temo que no sé a quién se refiere.
—Es un cuento, nada más que un cuento —le respondí—. Una vez un hombre se encontró a un anciano que esperaba a la orilla de un río y, compadecido de él, se ofreció a llevarle al otro lado. Después de pasarle a cuestas, sano y salvo, a través de la corriente, al llegar a la orilla opuesta se arrodilló para que pudiera bajarse. Pero el viejo se negó a desmontar: y no solo eso, sino que, apretando entre sus rodillas el cuello de su porteador, empezó a golpearle en los costados y, en pocas palabras, acabó convirtiéndole en una bestia de carga. Llegaba hasta quitarle la comida de la boca, y habría seguido montándole hasta causarle la muerte si el otro no se hubiera librado de él mediante una estratagema.
—Ahora reconozco la historia. Es una de las aventuras de Simbad el Marino.
—Sea, pues: yo soy Simbad el Marino y Viernes el tirano que llevo montado sobre mis hombros. Paseo en su compañía, como con él, me observa mientras duermo. ¡Si no consigo librarme de él acabaré asfixiándome!
—Mi dulce Susan, no se deje llevar por la pasión. Por mucho que diga que es usted el asno y Viernes el jinete, no le quepa la menor duda de que si Viernes volviera a tener lengua seguro que afirmaría lo contrario. Aunque deploremos la barbarie de quienes le mutilaron, ¿no tenemos nosotros, sus amos posteriores, razones para estarles secretamente agradecidos? Pues mientras siga siendo mudo siempre podremos decirnos a nosotros mismos que sus deseos nos resultan inescrutables, y así continuar utilizándole como se nos antoje.
—A mí los deseos de Viernes no me parecen tan inescrutables. Él desea liberarse tanto como lo deseo yo. Los deseos de ambos, los suyos y los míos, son claros como el agua. Pero ¿cómo va Viernes, que ha sido esclavo toda su vida, a recobrar la libertad? Esa es la pregunta que hay que hacerse. ¿He de dejarle en libertad en un mundo de lobos y luego esperar que por eso me den una medalla? ¿Es que ser deportado a Jamaica o arrojado a la calle en plena noche con un chelín en la mano es una liberación? Incluso en su África natal, mudo y sin amigos, ¿llegaría alguna vez a saber lo que es la libertad? Todos, absolutamente todos, sentimos en nuestros corazones la necesidad de ser libres; pero ¿quién de nosotros podría decir qué es la libertad exactamente? Cuando me deshaga de Viernes, ¿sabré entonces lo que es ser libre? Cruso, que era déspota de una isla de su exclusiva propiedad, ¿era acaso libre? Si lo era, nunca vi que eso le reportase grandes alegrías. En cuanto a Viernes, ¿cómo va Viernes a saber lo que es la libertad si ni siquiera sabe apenas su propio nombre?
—No es preciso que sepamos lo que significa la libertad, Susan. Libertad es una palabra como cualquier otra. Un soplo de aire, ocho letras escritas en una pizarra. No es más que el nombre que damos a ese deseo del que usted hablaba, al deseo de ser libres. Lo que ha de importarnos es el deseo, no el nombre. Aunque no sepamos decir con palabras qué es una manzana, no por eso nos prohíbe nadie comérnosla. Basta con que sepamos los nombres de nuestras necesidades y seamos capaces de usar esos nombres para satisfacerlas, de la misma forma que usamos monedas para comprar comida cuando estamos hambrientos. Enseñar a Viernes el lenguaje preciso que le sirva para satisfacer sus necesidades no es una tarea tan titánica. Nadie nos pide que hagamos de Viernes un filósofo.
—Señor Foe, habla usted del mismo modo que solía hablar Cruso cuando le enseñó a Viernes «trae» y «cava». Pero así como los hombres no se dividen en dos clases, ingleses y salvajes, tampoco creo que las necesidades del corazón de Viernes se vean satisfechas ni por «trae» y «cava», ni por «manzana», ni siquiera por «barco» y «África». En su interior siempre habrá una voz que, bien sea valiéndose de palabras, sonidos innominados, melodías o tonos, le susurrará dudas al oído.
—Si nos dedicásemos a buscar hornacinas en las que alojar palabras tan imponentes como son «Libertad», «Honor», «Felicidad», nos pasaríamos la vida, en eso estoy de acuerdo, dando resbalones y traspiés en nuestra búsqueda, y todo habría sido en vano. Son palabras sin hogar, errantes como los planetas, y con esto ya concluyo. Pero usted, Susan, ha de hacerse esta pregunta: así como cortarle la lengua a Viernes fue una estratagema de negrero, ¿no será, tal vez, otra estratagema de negrero seguir teniéndole sujeto mientras cavilamos sobre palabras en una disputa que ambos sabemos interminable?
—La sujeción de Viernes no es mayor que la de la sombra que me sigue a todas partes. No es libre, es cierto, pero tampoco está sujeto. Legalmente él es dueño de sí mismo y siempre lo ha sido desde que Cruso murió.
—Con la diferencia de que es Viernes quien la sigue a usted: no es usted la que sigue a Viernes. Esas palabras que usted escribió y que cuelgan de su cuello dicen que es un hombre libre; pero ¿quién que mire a Viernes va a tomárselas en serio?
—Señor Foe, yo no tengo ningún esclavo. Y antes de decirse a sí mismo «¡Habla como una verdadera propietaria de esclavos!», ¿no debería pensárselo dos veces? Mientras siga negándose a escucharme y desconfíe de cada cosa que digo como si fuera un ponzoñoso canto a la esclavitud, ¿no ve que no me presta mejor servicio que el que los negreros prestaron a Viernes cortándole la lengua?
—Yo no le cortaría a usted la lengua, Susan, por nada del mundo. Deje a Viernes aquí por esta tarde. Salga a dar un paseo. Tome el aire. Vea algunas de las cosas interesantes que encierra esta ciudad. Yo vivo lamentablemente enclaustrado. Sea mi espía. Y luego vuelva y cuénteme cómo sigue el mundo.
Salí, pues, a dar un paseo, y en medio del bullicio callejero empecé a recobrar mi buen humor. Me equivocaba, y lo sabía, al culpar a Viernes de mi estado de ánimo. Aunque ya no fuese esclavo en sentido estricto, ¿no seguía siendo el esclavo indefenso de mis ansias de ver nuestra historia escrita de una vez por todas? ¿En qué se diferenciaba de uno de aquellos indios salvajes que los exploradores traían consigo a su vuelta, en un buque cargado de periquitos, ídolos dorados, añil y pieles de pantera, para demostrar que de verdad habían estado en América? Y Foe, ¿no sería también él en cierto modo un cautivo? Al principio me pareció que empleaba tácticas dilatorias. Pero ¿no era acaso verdad que todos aquellos meses había trabajado arduamente para mover una roca tan pesada que ningún hombre vivo hubiera podido correr una sola pulgada; que las páginas que yo veía salir de su pluma no eran cuentos intrascendentes de cortesanas y granaderos, como me había supuesto, sino la misma historia repetida una y otra vez, versión tras versión, naciendo siempre muerta en los sucesivos partos: la historia de la isla, tan falta de vida al salir de su mano como de la mía?
—Señor Foe —le dije—, he tomado una resolución.
Pero el hombre que estaba sentado a la mesa no era Foe. Llevaba sobre los hombros la toga de Foe y en la cabeza la peluca de Foe, mugrienta como el nido de un pájaro, pero era Viernes. En la mano, suspendida sobre los papeles de Foe, tenía una pluma de ave en cuya punta relucía una gota de tinta negra. Di un grito y me abalancé a quitársela. Pero en ese momento la voz de Foe sonó desde la cama en la que estaba echado.
—Déjele, Susan —dijo con voz cansada—. Está familiarizándose con sus útiles de escribir, también eso forma parte del aprendizaje.
—Va a revolverle todos sus papeles —exclamé.
—Mis papeles están ya tan revueltos que es difícil que los pueda revolver aún más —me respondió—. Venga y siéntese aquí conmigo.
Me senté, pues, junto a Foe. A la cruel luz del día no pude por menos de reparar en la mugre de las sábanas sobre las que estaba echado, en lo largas y sucias que tenía las uñas, y en aquellas grandes bolsas que colgaban bajo sus ojos.
—Una vieja puta —dijo Foe como si leyera mis pensamientos—. Una vieja puta que no debería ejercer su oficio más que en la oscuridad.
—No diga eso —protesté—. Tomar prestadas las historias de los demás y devolvérselas al mundo ataviadas con mejores galas no es ejercer la prostitución. Si no hubiera autores que ejerciesen ese oficio el mundo sería infinitamente más pobre. ¿Voy a catalogarle como una puta por recibirme con los brazos abiertos, estrecharme entre ellos y hacerse cargo de mi historia? Cuando yo no tenía casa, usted me dio una. Para mí es usted como una amante, o si quiere que le sea sincera, más aún, como una esposa.
—Antes de pronunciarse tan a la ligera, Susan, espere a ver el fruto de mi vientre. Pero ya que hablamos de gestaciones, ¿no cree que ha llegado el momento de decirme la verdad sobre su propia hija, la que desapareció en Bahía? ¿Ha tenido alguna vez una hija? ¿Existe realmente o es otra ficción?
—Se lo diré, pero antes ha de contestarme usted a otra pregunta: la chiquilla que usted me manda, esa chiquilla que dice llamarse como yo, ¿es un ser de carne y hueso?
—Usted la ha tocado, la ha abrazado y la ha besado. ¿Pretende ahora decirme que no es de carne y hueso?
—No, lo es, tan de carne y hueso como lo somos mi hija y yo; como lo es usted también, ni más ni menos que lo somos cualquiera de nosotros. Todos estamos vivos, todos somos seres reales, todos habitamos el mismo mundo.
—Ha omitido usted a Viernes.
Me volví a Viernes, que seguía ocupado escribiendo. El papel que tenía delante estaba lleno a rebosar de garabatos, como emborronado por un niño poco ducho en el manejo de la pluma, pero se adivinaba ya una escritura, un tanto peculiar, todo hay que decirlo, pero escritura al fin y al cabo, ristras y más ristras de la letra o sumamente apretadas entre sí. Bajo el codo tenía otra hoja, completamente escrita también, y el texto era el mismo.
—¿Qué, aprende Viernes a escribir? —preguntó Foe.
—A su manera, desde luego, pero va aprendiendo —le contesté—. Ahora está escribiendo la letra «o».
—Por algo se empieza —concluyó Foe—. Mañana tenemos que enseñarle la «a».