ECONOMÍA Y SOCIEDAD EN LA BAJA EDAD MEDIA
El renacimiento de las ciudades
Tras la caída de Roma en el siglo V, muchas ciudades de la antigua Hispania entraron en decadencia. Unas urbes perdieron población, mientras que otras se abandonaron por completo. En esta época, al principio del mundo medieval, asistimos a una ruralización de la vida en general. La mayor parte de la población marchó y abandonó las ciudades para ir a vivir a zonas rurales y a pequeñas villas. La llegada de los musulmanes a la Península Ibérica en el siglo VIII impulsó la recuperación de algunas de ellas y el crecimiento y la constitución de nuevos núcleos urbanos, nuevas madinas (ciudades musulmanas) proliferaron por doquier. Ciudades como Córdoba o Sevilla conocieron una etapa de gran expansión, mientras que en la mitad norte peninsular los habitantes continuaban viviendo en núcleos y pequeños valles en los que el abastecimiento y la protección estuvieran a la par.
A partir del siglo XI-XII, en una etapa de gran expansionismo económico, la ciudad se va a convertir en el eje vertebrador de muchos cambios. Pese a ello, debemos indicar que la ciudad de la Baja Edad Media era mucho menor de lo que hoy podríamos considerar como tal. Las más grandes eran núcleos de población que estaban entre los 10.000 y los 20.000 habitantes, superando rara vez dichas cifras.
En estos momentos, las ciudades crecieron por diversos motivos. Por un lado, el aumento de la productividad generó excedentes en algunas áreas rurales; por otro, la falta de oportunidades y la inseguridad motivaban la migración de muchos campesinos a los nuevos núcleos urbanos que ahora emergían. El mundo urbano iba poco a poco aglutinando a un número mayor de personas. A la vez, aumentaba la esperanza de vida de los ciudadanos y se producían algunas mejoras en la alimentación. Con este panorama, a partir de estos momentos las ciudades irán creciendo al amparo del crecimiento de los intercambios económicos y comerciales. Por ejemplo, en algunos lugares en los que se celebraban ferias y mercados, se acabaron creando asentamientos estables de población y, con el paso del tiempo, nuevas y pequeñas ciudades.
Los mercados y las rutas comerciales revitalizan desde el siglo XIII algunos centros costeros como Valencia o Barcelona, mientras que otras rutas de interior se hacen importantes y se especializan en la exportación y redistribución de productos agrarios; así sucede en el eje que se establece entre Burgos, Bilbao o Laredo. Algunas ciudades de la España bajomedieval se convierten en verdaderas plataformas mercantiles desde las que intercambiar productos de todo tipo y de todos los lugares, como ocurre por ejemplo en Palma.
A diferencia de lo que sucede en las zonas rurales, las ciudades no estarán controladas por la nobleza, o al menos, a medida que crece el núcleo urbano otros grupos emergentes tomarán las riendas de su gobierno. Tenemos constancia de que algunos campesinos huían a las ciudades para escapar de los derechos de los señores. Esta huida no siempre les deparaba un afortunado futuro, pero al menos lograban desertar de los múltiples deberes que tenían contraídos con sus señores. La mayor parte de las ciudades medievales estaban rodeadas de grandes murallas y de diferentes puertas de entrada: éstas las protegían de las amenazas exteriores, aunque en ocasiones constituían un elemento que facilitaba la propagación de las enfermedades. Cada una de las puertas de la ciudad solía coincidir con un camino hacia las zonas rurales de producción alimentaria o bien hacia otros asentamientos importantes. Quizá hoy el ejemplo más característico sea la ciudad amurallada de Ávila. Con un perímetro que supera los 2,5 kilómetros, permitía en su interior no sólo proteger a sus habitantes de los ataques, sino también acoger a los campesinos de su entorno. La gran mayoría de las ciudades medievales perdieron sus murallas en el siglo XIX. Muchos ya las consideraban como un elemento innecesario, que ya no cumplía la función militar para la que fueron diseñadas. Mientras que otros veían en ellas un impedimento para el crecimiento de las ciudades. Hoy apenas se conservan algunos tramos y trazos de estos monumentales protectores.
Las ciudades de la Baja Edad Media se convierten en un foco de transformación y manipulación de materias primas y en ellas se concentrarán las actividades de tipo mercantil, artesanal y comercial, y darán lugar a los nuevos epicentros de la vida política: a partir de estos momentos, serán fundamentales en el proceso de creación de los Estados modernos. Así, empezarán a generar sus propios órganos de gobierno, por ejemplo en la Corona de Aragón, ciudades como Barcelona serán regidas por un gran consejo, denominado Consell de Cent. Esta institución regentaba la vida de la ciudad barcelonesa. Esta gran asamblea estaba constituida por unos cien notables, ellos eran los encargados de elegir a un tipo de magistrados o consejeros, quienes en la práctica detentaban el poder político de la ciudad. En Castilla, la institución de gobierno será el consejo, una especie de ayuntamiento de la época en el que estaban presentes básicamente los intereses de los privilegiados. La monarquía y los señores terratenientes trataron de inmiscuirse en los asuntos urbanos, comprando cargos o bien nombrando a delegados suyos como los bayles, con los que pretendían hacerse con su control.
Finalmente, ante el aumento del poder de las mismas, acabaron por concederles múltiples privilegios, asegurándose así su apoyo político y en ocasiones económico. Para los gobernantes del momento, enfrentarse a las ciudades era un motivo que podía generarles grandes e innecesarias desestabilizaciones. A finales del siglo XIV y durante el siglo XV, algunas ciudades empezarán a asumir funciones no exclusivamente comerciales o manufactureras. Como hemos visto, se convertirán poco a poco en los centros de la vida política. Además, con la creación de las universidades se convierten en focos culturales, funciones que completan en el ámbito religioso con la constitución de las catedrales, así como en centro militar y estratégico. La ciudad es el gran sujeto del final de la Edad Media.
Conquista, repoblación y demografía
En la práctica, todos los siglos que suceden entre la llegada de los musulmanes a la Península Ibérica en el año 711 y la derrota nazarí del año 1492 son una constante en la que se combina la paz con irregulares enfrentamientos, con idas y venidas, con guerras, batallas y pactos, y con sus consecuentes cambios fronterizos que se desplazaban al norte o al sur con suma facilidad. Este proceso militar, denominado por la historiografía Reconquista, afectó gravemente también a un número muy importante de población que migraba de un lado para otro en función de la tolerancia religiosa, económica o política. Ante ello, los monarcas del momento se las vieron para desarrollar políticas que permitieran expulsar o bien atraer población, según sus necesidades y expectativas.
En un primer momento, el proceso repoblador había sido llevado a cabo por personas libres que habrían creado pequeñas aldeas en la cordillera cantábrica y en las zonas de la vertiente norte del río Duero. Las gentes que poblaban ahora los territorios que poco a poco se arrebataban a los musulmanes no lo tenían nada fácil, pues asistían con sus propias manos a la defensa del territorio que conseguían. Las nacientes monarquías cristianas veían con muy buenos ojos e incluso apoyaban el establecimiento de estos aventureros. Los reyes les concedían las tierras que obtenían a cambio de que fueran capaces de defenderlas. Sus nuevas propiedades, situadas en esa difícil línea que separaba ambos universos, se otorgaban de forma individual a esos fronterizos a cambio de su defensa.
Hasta estos momentos el fenómeno repoblador parecía menos organizado y quizá obedecía a una necesidad puntual. El rápido avance de los reinos cristianos crearía muchos beneficios, pero a su vez planteó un número considerable de problemas, así como nuevas necesidades para los gobernadores. ¿Cómo hacerse de manera efectiva con territorios geográficos tan amplios?, ¿qué sistema debía regir las nuevas conquistas? Los monarcas se encontraban ante esas dudas y también ante amplios territorios despoblados, zonas vacías o con escasa población en los valles del Ebro, Duero y Tajo. El rapidísimo avance fronterizo cristiano había motivado, por un lado, la huida de mucha población musulmana hacia zonas más seguras situadas más en el sur; y por otro, la adquisición de grandes áreas rurales poco habitadas. A partir de los siglos XI-XII se produce en gran parte de la Europa cristiana un proceso migratorio que ha recibido el nombre de incastellamento, que viene a significar que buena parte de los habitantes rurales desperdigados por el territorio se recogen en núcleos amurallados. Esta población buscará refugio en zonas próximas a un castillo, con la finalidad de asegurar su defensa, convirtiéndose el mismo en abrigo y guarida en caso de ser atacados. Estos asentamientos se situarán cerca de grandes o medianas atalayas, en los que la defensa militar se podía llevar a cabo con una mayor facilidad.
Conforme avanzamos en el tiempo y en el espacio, se desarrolla un sistema que se denominará presura, en las zonas castellano-leonesas, y aprisio en las zonas dependientes del conde de Barcelona. Mediante el mismo, los monarcas del momento, utilizando un sistema muy parecido al extendido durante el mundo romano, concedían la propiedad del territorio al primero que lo roturase, es decir, al primero o primeros que trabajaran la tierra que ocupaban. También a partir de los siglos XII y XIII, se generalizan algunos cambios encaminados a la atracción demográfica. Comienzan a establecerse por muchos de los nuevos territorios lo que se denomina «Cartas Puebla» o «Fueros», que no son otra cosa que un conjunto de privilegios, normas y derechos que se otorgan a las nuevas ciudades incorporadas y a sus habitantes. Para asegurarse de que los puntos más estratégicos no fueran abandonados por sus pobladores, los nuevos estatutos les concederán múltiples privilegios. Algunos de estos fueros se convirtieron en piezas fundamentales y muy importantes para la política desarrollada por las monarquías cristianas, como por ejemplo el Fuero de Jaca (1076) o el Fuero de Lisboa (1227). Sus fórmulas, en ocasiones, se copiaron de unos lugares a otros, extendiendo casi los mismos privilegios en distintos lugares. Algunos de estos fueros cambiaron y se adaptaron a los tiempos y a las nuevas necesidades de las monarquías, otros con el paso del tiempo acabaron por desaparecer en épocas posteriores. Como curiosidad, la actual Comunidad Foral de Navarra recibe dicho nombre por estos antiguos privilegios, siendo recuperados en diversas etapas históricas aunque con múltiples cambios, pero siendo fieles a su terminología y también a su sentido final: la concesión de exenciones y prebendas a sus pobladores.
En esta última etapa de la repoblación se ponen también en marcha otros tipos de mecanismos para ocupar —de facto— los territorios. Por ejemplo, aquel que otorgaba a grandes nobles y a las «órdenes militares» la posibilidad de recibir parte del botín de guerra si participan en las acciones militares contra los musulmanes. Tal y como ocurre en la conquista de Mallorca o de Valencia, o en distintas zonas del valle del río Tajo, las «órdenes militares» y linajes de gran tradición recibirán amplias extensiones de tierras. Con la colaboración de las órdenes militares, se crea también la institución de las encomiendas. Éstas eran instituciones económicas y jurídicas mediante las cuales los campesinos que las habitaban dependían en cierta medida de los propietarios de las mismas. Es decir, los habitantes de las encomiendas acabaron por ofrecer una serie de servicios a sus propietarios. Esta figura acabó siendo exportada unos siglos más tarde a la conquista americana, con consecuencias muy debatidas como los trabajos o servicios forzados que los indios debieron ofrecer a sus propietarios por aquellos lugares.
Tal y como hemos comentado, los grandes señores del momento se convierten en grandes propietarios en las zonas que bañan los ríos Guadiana, Júcar o Segura, configurando en las mismas amplios señoríos. En las últimas etapas, el sistema de la repoblación se estableció mediante recompensas a grandes militares que habían participado en las conquistas. Estas donaciones recibieron el nombre de donadíos y funcionaron fundamentalmente entre los siglos XIII y XIV en el valle del Guadalquivir, lugar en el que se conservaban los últimos reductos de la presencia musulmana en la Península Ibérica. Una parte considerable de este tipo de instituciones se han perpetuado en el tiempo, conformando y dando lugar a la existencia en la zona de grandes latifundios, de propiedades agrarias muy extensas en el sur de la Península Ibérica.
Sin duda alguna, el sistema que mejor aseguraba la repoblación de los territorios y que evitaba la huida y la despoblación era el sistema de capitulaciones. Las capitulaciones eran pactos entre los reinos cristianos y pequeños reyezuelos o gobernantes musulmanes. Mediante los mismos, se establecía un acuerdo de paz. Por un lado, el ejército derrotado podía abandonar las tierras, evitando las consecuentes represalias militares; mientras que, por otro lado, los conquistadores cristianos trataban de asegurarse la no destrucción de las ciudades, así como la permanencia de un número muy importante de habitantes.
Durante los siglos XII y XIII el proceso de conquistas cristianas avanza hacia el sur y con ello la repoblación de los nuevos territorios. La población en estos momentos debía situarse un poco por encima de los 5.000.000 de habitantes para el conjunto de los reinos. Los reyes de Castilla y de León en sus territorios soportaban un mayor peso demográfico con una población para finales del siglo XIII que se situaba cercana a los 3.000.000 de habitantes. En los otros reinos, destacaban los territorios catalanes en el seno de la Corona de Aragón con más de medio millón de habitantes y el reino de Portugal con una población similar, siendo ya menos importantes el resto de los territorios.
En esta época, las crisis demográficas continuaron siendo persistentes; en muchos casos, pese al crecimiento demográfico eran constantes las crisis asociadas a los años de malas cosechas y las hambrunas que conllevaban. También los enfrentamientos y las guerras mermaban considerablemente la población. A ello, debemos unirle las continuas crisis demográficas producidas por otros conflictos puntuales como las revueltas o las migraciones que se producen, por ejemplo, tras los motines mudéjares de 1265 y 1266.
Pese a que no podemos establecer pautas específicas con fiabilidad total, sí que podemos entrever que la mayoría de la población vivía en las zonas rurales y en pequeñas villas. En estos momentos, durante la Baja Edad Media, las ciudades y los burgos conocen un crecimiento muy importante, tanto en número como en tamaño, pero su importancia demográfica es aún limitada, y tal y como hemos comentado son muy pocas las entidades urbanas que llegan a superar los 20.000 habitantes.
A partir de los siglos XI-XII se produce una etapa de expansión económica y demográfica que durará —al menos— hasta mediados del siglo XIV. Existió un crecimiento de la población, lento, pero generalizado en los territorios peninsulares e insulares; este proceso conllevaría un aumento de la producción y el crecimiento de nuevos establecimientos urbanos. Varias son las razones señaladas por los historiadores para explicar las causas del crecimiento demográfico, aunque en su mayoría lo han asociado a los rendimientos y a la producción rural. El crecimiento de la producción agraria habría provocado un descenso de la mortalidad; las mejoras en la alimentación de buena parte de la población también motivaría —además de mejorar los hábitos alimentarios— la reducción de las hambrunas, que unido a la alta natalidad del momento formaban una perfecta fórmula que hacía crecer casi año tras año la población total.
También estos hábitos del momento sufrieron considerables cambios; pese a que la mayor parte de la población se alimentaba como podía y con una variedad digamos que limitada, a partir del siglo XII y al principio de la Baja Edad Media, se incorporan a la dieta habitual de los hombres y mujeres del medievo las legumbres y otros alimentos. De la misma manera, también se aprovecharon los ingenios desarrollados en al-Andalus, sobre todo aquellos que hacían referencia a la producción agraria como los regadíos, innovaciones que habían mejorado la productividad de las áreas del entorno del río Guadalquivir y del litoral levantino.
Igualmente, y pese a ser una etapa de grandes conflictos militares y territoriales, la firma continua de tratados, pactos y paces permitían el establecimiento de etapas que se han venido a llamar de recuperación demográfica. La población del momento estuvo marcada por constantes crisis, la más importante la de 1348-1349, la llamada gran peste negra, que afectaría gravemente al crecimiento que se estaba produciendo. Pese al vaivén de cifras sobre la mortalidad de la misma, lo único que pone de acuerdo a los historiadores es que dicha peste sería altamente voraz. En la gran mayoría de los territorios hubo pérdidas superiores al 30-35 % de la población, y eso, además de la inmediata hecatombe, conllevó consecuencias a medio y largo plazo desastrosas en muchos lugares. La crisis de 1348 no fue la única, ni la primera a la que debieron enfrentarse, ya que los testimonios de la época también nos hablan de grandes epidemias y de altas mortalidades en el año 1303 o en 1333 en Cataluña, Navarra o Castilla. Después de la gran peste negra, continuaron las crisis demográficas aunque con menos fuerza. La población poco a poco se recuperó, alcanzando los niveles anteriores ya a principios del siglo XV, un siglo que se considera de gran crecimiento y recuperación demográfica. A partir de estos momentos, y fundamentalmente en la segunda mitad del siglo XV, se iniciará otra etapa de gran crecimiento de la población y también de concentración progresiva de la misma en emergentes núcleos urbanos mercantiles o manufactureros.
Cambios económicos en el mundo bajomedieval
LA ECONOMÍA AGRARIA
Pese a que es difícil hablar con generalizaciones y que no todos los territorios crecían o sufrían los avances y los retrocesos económicos al mismo tiempo, la mayor parte de los historiadores confirma que los siglos XI-XIII se corresponden con una etapa de expansión económica. Estos expansivos años no se detendrán hasta finales del siglo XIII y principios del XIV cuando se aprecian síntomas de un agotamiento del modelo.
En primer lugar, durante los siglos XI-XIII se producen cambios significativos en el sector agrario. En el mismo abundan propietarios libres en alodio, es decir, pequeños propietarios campesinos que tienen tierras libres de cargas y cuyo método de subsistencia son sus propias cosechas. Por estos momentos, la productividad agraria no es muy elevada, tampoco se están introduciendo grandes cambios técnicos ni avances que puedan prever un impulso de la misma. Las cosechas y las cantidades que se recogen dependen tanto o más de los factores climáticos que de los humanos. Pese a todo ello, en algunas zonas se empiezan a acumular excedentes agrícolas (principalmente cereal y vid) que se comercializan en mercados y en áreas urbanas. Este dinamismo facilitará la acumulación de sobrantes y la circulación monetaria, haciendo que, poco a poco, en algunas zonas castellanas y aragonesas se emprenda una dinámica de crecimiento agrícola con el consecuente crecimiento económico que conlleva.
Con las conquistas cristianas de los siglos XI-XIII y con el avance territorial de estos reinos hacia el sur peninsular, veremos una serie de indicativos que evidencian importantes cambios económicos. Hasta la fecha, la economía de la Edad Media era una economía fundamentalmente rural. La mayor parte de la población eran campesinos. En su mayoría, los campesinos no eran propietarios de las tierras en las que trabajaban. Trabajaban para señores, los cuales les aseguraban un sueldo por un jornal realizado y también a cambio de protección. La economía de los siglos XI-XIII era fundamentalmente agraria y dependía de la rentabilidad de la cosecha. Por lo general, los campesinos vivían en pequeños poblados y aldeas en los que solían tener los alimentos básicos para sobrevivir.
La economía en el tránsito del siglo XII al XIII era autosuficiente, es decir, los habitantes del campo producían lo que era necesario para sobrevivir. Los alimentos, los útiles y los ropajes que utilizaban eran muy básicos. El nivel de vida en las áreas rurales no era muy elevado y la alimentación que poseían no era tampoco muy variada. En casi todos los casos, la mayor parte de los hombres y mujeres de las zonas rurales se alimentaban de lo que su propia cosecha les daba o bien intercambiaban con vecinos. En las zonas de ríos y cercanas al mar también existía la pesca artesanal que completaba la alimentación de aquellas zonas y además permitía el intercambio de productos del mar con otros del interior.
Debemos recordar que los trabajos que se desarrollaban en las zonas rurales eran muy duros físicamente. Prácticamente todos los miembros de la familia, incluidos mayores y niños, trabajaban en el campo; la mortalidad era muy alta, así que la mayor parte de las familias campesinas tenían un número de hijos muy elevado. Para algunas tareas con un mayor aporte físico existía una especialización masculina, mientras que otros trabajos eran desarrollados fundamentalmente por mujeres. La economía rural por lo general no era muy dinámica, aunque no en todos los territorios se tenía la misma productividad ni eficiencia.
Otro de los sectores emergentes en el ámbito rural es aquel que se relaciona con la ganadería trashumante. La trashumancia consiste en trasladar el ganado de unas zonas a otras en función de la productividad de los suelos y de los territorios en cada época del año. La trashumancia trataba de adaptar el pastoreo a las estaciones del año, facilitando así una buena alimentación y engorde de los animales en distintas zonas según las necesidades. A partir de estos años, se generalizó el uso de vías y caminos a lo largo y ancho de la Península Ibérica, por los que el pastor y su ganado migraban de unas zonas a otras. Estos ganaderos vivían de la venta de lana y de carne, productos ambos que se habían convertido en fundamentales y base de buena parte de las transacciones económicas del momento. El uso de la trashumancia se generalizó por distintos territorios, en los Pirineos catalanes y aragoneses o en el reino de Navarra, aunque fue en Castilla donde acabó extendiéndose, dando lugar a la aparición de cañadas. Las cañadas eran caminos por los que transitaba el ganado que abarcarían prácticamente la totalidad del territorio. En el siglo XIII, este tránsito y sus actividades comerciales se hicieron tan significativos que acabaron dando lugar a una poderosa asociación de ganaderos durante el reino de Alfonso X y que estaría presente hasta el siglo XIX. De este modo, en el año 1273 se creaba el Honrado Consejo de la Mesta.
Las juntas de pastores ya existían en el siglo XII, pero los cambios del momento exigían la creación de una gran organización que facilitara las actividades que estas migraciones con el ganado motivaban. El transporte de los animales, el esquileo y el lavado de la lana eran funciones de suma importancia y que reportaban grandes beneficios, por lo que eran muchas las instituciones locales que protegían y facilitaban el uso de las cañadas. Con el paso del tiempo, los ganaderos y pastores de la Mesta se encontraban ante una situación especial. Eran protegidos por los monarcas mediante privilegios fiscales y se enfrentaban —asiduamente— a los intereses de los agricultores, quienes veían cómo año tras año algunas de las mejores tierras se destinaban al pasto. La Mesta y la ganadería serán en parte el gran motor económico de la economía castellanoleonesa bajomedieval.
Durante esta época, con el beneplácito de algunos monarcas, hubo un fuerte incremento de la ganadería vacuna y ovina, aunque no siempre ésta se concentró en manos de grandes propietarios, la nobleza, el clero y las órdenes militares. La protección real de estas actividades supuso para la monarquía y para los reyes de Castilla y de León ingresos a través de la fiscalización de las actividades que conllevaban.
También debemos considerar la existencia de actividades relacionadas con la pesca y la minería. La pesca en los siglos XIII, XIV y XV conoció una serie de cambios. Si bien la pesca fluvial, la que se realizaba en los ríos, continuaba existiendo y se usaba bien para la subsistencia bien para el pequeño mercadeo, las actividades pesqueras que conocen un mayor auge son las que hacen referencia a la pesca marítima. El impulso de este tipo de actividades estuvo relacionado con la eliminación progresiva de las actividades corsarias y piráticas que desarrollaban algunos musulmanes y las potencias cristianas enemigas en el Mediterráneo y en el paso gibraltareño; también estuvo relacionado con el cambio en el tamaño de las embarcaciones y los avances que se producen en la navegación.
Finalmente indicar la existencia de una más que considerable actividad relacionada con la extracción y explotación de minerales. La extracción de la sal de interior y los beneficios del uso de las salineras eran una de las actividades más rentables de la época. En el mundo medieval, la sal era fundamental en la alimentación; si bien se usaba para condimentar fundamentalmente panes y otros alimentos, el uso y el consumo de sal estaba muy extendido y era además fundamental en la conservación alimentaria en salazones. Las áreas de producción de salazón se centraban en Andalucía, en el reino de Portugal y en Galicia. La explotación y la redistribución de la sal que se obtenía en las salinas estaban perfectamente reguladas y contaban además con toda una normativa implantada por los monarcas. Desde las instituciones reales se aseguraban mediante la implantación de tasas buenos beneficios económicos. En los siglos XIII y XIV, con el aumento de las actividades económicas y mercantiles, así como con el gran dinamismo comercial que se desarrolla y el crecimiento demográfico que se produce, veremos cómo aumenta de forma significativa la extracción y la explotación de las salineras en la Península Ibérica, efecto que también se contagia al exterior, donde crece constantemente su demanda.
En la Corona de Aragón destacaron las instalaciones de extracción en Mata y Torrevieja en Alicante, Ibiza, Formentera y Mallorca, puntos en los que se localizaba la materia prima y que además atesoraban una gran calidad. Estas salinas estaban ubicadas en puntos estratégicos desde los que la sal podía ser transportada con mucha facilidad mediante naves por todo el mar Mediterráneo. También en Castilla algunas salinas explotadas en tiempos de los romanos se hicieron importantes y fueron incluso motivo de fortificaciones como el caso de la Poza de la Sal en Burgos o las de Añana en Álava.
Además de la explotación salinera, durante la Baja Edad Media se desarrollaron actividades mineras de cierta notoriedad. A pesar de que en el mundo antiguo prácticamente se habían agotado los yacimientos de plata y oro peninsulares, los estudios arqueológicos demuestran la existencia y el uso de este tipo de explotaciones entre los siglos XII-XIV. La gran mayoría de los medievalistas son partidarios de pensar que el final del mundo romano supuso el agotamiento y el abandono de las grandes explotaciones mineras; de la misma manera, son muchos los autores que defienden el uso y el desarrollo de la minería y la metalurgia en al-Andalus. Durante el dominio musulmán se comerció de forma habitual con los excedentes mineros y con los que procedían de otros territorios. En los últimos siglos del mundo medieval, se extiende el uso y la explotación del hierro, destinado fundamentalmente a las piezas de molinos y herramientas de labranza o a las armas que por estos momentos se están desarrollando. También parece ser bastante generalizado el uso del bronce en los objetos de carácter litúrgico.
A partir del siglo XIII, cuando el avance de los reinos cristianos se sitúa en torno a los ríos Guadiana y Guadalquivir, las explotaciones mineras se amplían, bien por llegar a lugares más ricos en este tipo de yacimientos, bien por la necesidad de atender a una creciente demanda de metales. La mayor parte de las extracciones pasarán a destinarse a la confección de armas, a la acuñación de monedas y a la fabricación de pequeños útiles para las actividades agrarias o para el hogar. De entre las explotaciones destacarían las minas de Almadén que fueron especialmente explotadas por los musulmanes y posteriormente por los cristianos a partir del siglo XIII para extraer metal y transformarlo; mientras que otras como las minas de Riotinto se usaban por los musulmanes para la elaboración de tintes. Las explotaciones, muchas de ellas muy pequeñas, se encontraban dispersas prácticamente por la totalidad de los reinos y acogían una gran variedad de metales.
COMERCIAR Y MERCADEAR EN EL MEDIEVO
Los intercambios comerciales sufren en esta época una serie de cambios bastante significativos. Hasta el momento, buena parte de la sociedad cristiana se había mantenido con una producción y unos intercambios comerciales poco dinámicos. Tal y como hemos relatado, el emergente renacer de la ciudad, el aumento de la población en muchos territorios y también los crecientes datos de producción de mercaderías y la creación y acumulación de algunos excedentes serían elementos fundamentales que harán aumentar significativamente los intercambios.
Para entender estos cambios deberíamos primero realizar una radiografía completa del actor fundamental de los mismos, el mercader. Había en estos momentos mercaderes de todos los tipos, de diferentes rangos económicos y geográficos, aunque podríamos diferenciar tres categorías: el comerciante local, el mercader regional y los grandes mercaderes. El primer tipo de comerciante, el local, era un mercader itinerante que iba de un sitio a otro; recorría distancias no muy extensas que solían ser las que podían abarcar sus animales de carga o el carruaje durante una jornada. Éstos compraban excedentes a los campesinos, por una cantidad económica no muy elevada, y acudían a las pequeñas villas y ciudades del entorno para venderlos. Estos mercaderes locales solían conocer bien las necesidades del momento y de las diferentes zonas, tenían un trato muy personal con sus clientes; éstos incluso les encargaban productos que escaseaban en la zona o bien que no existían. Las pequeñas ciudades, repartidas a lo largo y ancho de los reinos cristianos, solían abastecerse de las zonas y productos agrícolas colindantes. Los mercaderes locales también utilizan el sistema de trueque de productos, ya que en determinadas épocas podía escasear la moneda. Éstos llevaban productos agrícolas a las ciudades; una vez allí y tras la venta, volvían a la zonas rurales en las que vendían productos urbanos que pudieran comprar los campesinos: herramientas o ropajes fundamentalmente. Este tipo de comerciante era un intermediario de la zona y rara vez solía escapar de este entorno que tan bien conocía.
Existía otro tipo de negociantes un tanto más especializado y que cubría un área geográfica más extensa. Así por ejemplo, había comerciantes que exclusivamente compraban y vendían trigo, que iban de un lugar a otro con una única mercancía, en la cual depositaban todas sus expectativas comerciales. Este tipo de mercader rara vez acudía al sistema de trueque, pues para comprar cantidades más grandes de género sabían que necesitaban liquidez económica, es decir, una cantidad importante de monedas. Muchos de estos mercaderes se movían de una zona a otra en busca de ferias regionales especializadas en determinados productos o bien acudían a los mercados que semana tras semana se armaban en torno a comunidades o ciudades más pobladas. Mercaderes regionales los había de todo tipo: mercaderes de ganado, de esclavos o de alimentos, los había de cualquier cosa u objeto que pudiera comprarse o venderse. El margen de ganancia que tenían era mayor que el de los comerciantes locales y en las zonas en las que compraban —por ejemplo— cereal o ganado, podían llegar a imponer condiciones económicas que les fueran favorables a sus negocios. Este tipo de mercaderes estaban dispersos prácticamente por todos los territorios, en las zonas castellanas, en el interior del reino de Navarra, en Aragón; en cualquier lugar en el que se apreciaran sus productos, allí solían acudir.
La tercera tipología de comerciantes está asociada de forma casi exclusiva al mundo urbano, y más concretamente al de las grandes ciudades que ahora surgen. En las mismas, comparecen mercaderes de todo tipo y de todos los lugares, quizá los que más llaman la atención son los grandes mercaderes. Éstos —en algunos casos— acaban configurando linajes de familias que se ganan el respeto por todos los lugares, sus operaciones son de tal magnitud que llegan a crear verdaderos emporios económicos. Los grandes mercaderes del mundo bajomedieval crearán asociaciones de tratantes o ligas de negocios. Fletarán grandes barcos para comprar mercancías en lugares tan dispares como las costas del norte de Europa, el litoral africano o el Lejano Oriente. En la Península Ibérica y en las Baleares, se constata de forma casi continua la presencia de delegados de compañías mercantiles de otros lugares, entre los que destacan los mercaderes de Flandes o de las repúblicas de Génova o Pisa, mientras que lisboetas, mallorquines o barceloneses se dispersan por todos los lugares también en busca de negocios.
Entre los siglos XIV y XV, la región de Flandes, en el norte de Europa, se ha convertido en una de las zonas más dinámicas del Occidente cristiano. Los grandes operadores que en ella actúan compraban lana castellana que salía por barcos a través de los puertos del Cantábrico, a la vez que vendían luego sus ropajes, con precios muy competitivos, en la propia Castilla. Por su parte, los mercaderes de la Corona de Aragón compraban y vendían productos de las repúblicas italianas, de Flandes o del Magreb por todo el litoral mediterráneo. Algunos mercaderes se hacían con cantidades tan importantes de mercaderías que prácticamente se aseguraban el monopolio de la venta de las mismas. De este modo, se hacían no sólo con el control del producto, sino que también podían y eran capaces de dictaminar el precio de venta de los mismos. En distintas ocasiones, en épocas de hambrunas, se acusaba a grandes operadores de comprar cantidades de cereales muy grandes a los productores. Los campesinos se veían abocados a venderles sus productos a precios irrisorios, para que luego fueran revendidos a los monarcas, quienes por su parte trataban de paliar el hambre de sus súbditos. Esta espiral de compras y ventas generaba inflación y aumento del precio del producto, a la vez que aumentaba el malestar entre los campesinos. Algunos de los grandes mercaderes acabaron acumulando tanta fortuna que empezarán a prestar dinero a particulares y a instituciones dando origen a la banca medieval.
Cabe recordar que las actividades mercantiles de la época nos son bien conocidas. De las mismas ha quedado mucha documentación en los archivos, pues sus actores dejaban anotadas por escrito y mediante notario buena parte de sus operaciones. Además, en la época se desarrollan también tratados y estudios sobre el arte de la mercadería. Libros que eran estudiados y debatidos en los gremios y en las casas de contratación. En estos momentos, también la contabilidad conoce un gran impulso: se desarrollan libros de cuentas y se gestionan los negocios urbanos y mercantiles con técnicas hasta el momento poco conocidas. A la vez que se amplía el número de mercaderes y la tipología de sus trabajos, también se van ampliando las técnicas comerciales. Entre los siglos XIII y XV, comparecen nuevas metodologías que hacen su trabajo mucho más óptimo. Se crearán entidades financieras de crédito y préstamo cuyo funcionamiento es muy similar al de la banca actual. También el arte de mercadear se complementa con otros procedimientos: seguros de viajes, compañías mixtas en las que distintos mercaderes financian los viajes, negocios compartidos y un largo etcétera.
FERIAS Y MERCADOS
Una de las consecuencias inmediatas del gran impulso económico y comercial que se produce en la Baja Edad Media será la aparición de puntos estratégicos comerciales como los mercados o las ferias. Los mercados nacen en la época medieval y son fruto de la aparición de nuevos elementos que dinamizan tanto la producción como el consumo. De este modo, la creación de nuevas villas y los progresos que se producen en las infraestructuras de comunicación hacen que se mejoren los intercambios comerciales. También, la aparición de nuevos oficios básicamente urbanos, destinados a la producción y a la manufactura de elementos no agrarios, hará necesaria la aparición de puntos de venta con carácter regular a los que acudir para comprar alimentos. Recordemos que, en estos momentos, gran parte de las zonas agrarias comienzan a producir excedentes que serán vendidos en los mercados de las ciudades. Los mercados tendrán un carácter local y una regularidad que solía ser semanal o quincenal.
Por su parte, las ferias se desarrollarán en localidades o zonas estratégicas, serán apoyadas por los monarcas y por otras instituciones locales y generarán una gran proyección regional en los territorios en los que se instalan. Tenemos constancia de la existencia de algunas ferias en la Península Ibérica a finales del siglo XI, pero no será hasta pasados dos siglos cuando éstas se multipliquen y se desarrollen por muchos lugares. Las ferias tenían una planificación previa y eran protagonizadas por mercaderes itinerantes, por lo que cabía estudiar su celebración para tratar de no hacer coincidir las fechas entre varias que estuvieran cercanas en el espacio. La duración de las mismas era diferente: según el lugar o la especialización podía durar unos días o bien alargarse en el tiempo hasta las dos semanas. En Castilla, durante el siglo XIII se desarrollaron ferias muy importantes, algunas de las cuales serán referencia para mercaderes y viajeros peninsulares. Las castellanas, si bien no llegaron a alcanzar la reputación de las ferias que organizaban los duques de Champagne en Francia, eran significativas. En torno a las mismas surgieron incluso nuevas localidades; los monarcas y señores trataban de asegurar su permanencia por los beneficios económicos que les generaban, por ello incluso facilitaban asistencia hospitalaria y sanitaria o bien montaban guarniciones para proteger a las personas y bienes que concentraban.
Las más importantes que se celebraban eran las de Sahagún, Valladolid, Alcalá de Henares o Medina del Campo. También, en determinadas épocas de año, el camino de Santiago era testigo de múltiples ferias, así como de todo tipo de mercadeo que surgía en torno a esa gran ruta de peregrinos. Era también habitual encontrarse con mercaderes de varios lugares en una feria, pues acudían a las mismas con sus mejores productos, tratando así de ofrecer sus servicios al mayor número posible de personas. Para muchos mercaderes era mucho más cómodo acudir a este tipo de encuentros, en los que no faltaba el alojamiento o la comida, que ir de villa en villa vendiendo productos a campesinos cuyo poder adquisitivo era bastante escaso. A las ferias de ganado solían acudir también mercaderes importantes y las operaciones que allí se cerraban solían ser de gran importancia.
Para la monarquía, la celebración de grandes ferias en sus territorios era también fundamental. De las mismas solían hacerse con grandes ingresos, pues se las ingeniaron para que todo producto que se vendiera fuera gravado fiscalmente; es decir, se introducen impuestos sobre la compra y venta de productos. Sin duda, para los enviados de la monarquía era mucho más cómodo estar vigilantes en una feria o mercado que acudir a pueblos dispersos por el territorio tratando de controlar qué se vendía y quiénes lo vendían. Estos delegados de la monarquía se encargan de cobrar por las operaciones; algunas de éstas, como la alcabala, rondaban entre el 5 y el 10 % del valor de las mercancías que se enajenaban. Una cantidad nada despreciable para las maltrechas economías reales. No olvidemos que la hacienda real también imponía otro tipo de pagos por el paso de carruajes, por los hospedajes o bien por la llegada y la salida de extranjeros en sus tierras, así que fomentar el uso de las ferias era para las monarquías una inversión tan costosa como segura.
Las crisis del siglo XIV
LA CRISIS AGRÍCOLA
En el siglo XIV, en el pleno otoño medieval, se produce una crisis muy importante, cuyas consecuencias se alargarán en el tiempo. Para algunos autores era un duro apuro provocado por la peste negra, para otros una decadencia económica o demográfica, mientras que había autores que insistían en hablar de la crisis general del sistema feudal, que acabaría de este modo siendo sustituido por un nuevo modelo. Fuera como fuese, lo cierto es que la crisis no afectó a todos los lugares a la vez, ni a todos los sectores económicos y productivos. Tampoco podemos hablar de una depresión que duraría todo el siglo XIV, pues se mostraban síntomas negativos a finales del siglo XIII y algunas de sus manifestaciones llegarán hasta el siglo posterior. Entonces, ¿de qué deberíamos hablar? Si bien no existe un acuerdo generalizado entre los historiadores sobre las causas de la crisis del siglo XIV, sí que la gran mayoría de los autores están de acuerdo en que la misma se mostró de forma heterogénea y variada en cada territorio. La depresión y los graves problemas que encontramos durante el siglo XIV serán la afirmación de múltiples crisis de distinta tipología y que afectarían a la agricultura, la demografía, la economía y la sociedad.
El primer síntoma de agotamiento y de estancamiento lo encontramos en el descenso de los rendimientos agrícolas. Durante la etapa anterior, entre los siglos XI-XIII, ha existido un gran crecimiento demográfico. Los reinos cristianos de la Península Ibérica han aumentado su población y con ello la necesidad de alimentar a la misma. Ante la inexistencia de grandes innovaciones en el sector agrario, y ante la escasez o —en cierta medida— nula inversión que se produce en el mismo, la única manera que tienen las mujeres y los hombres del medievo de conseguir una cosecha más amplia es incrementando la superficie de cultivo. El aumento de las áreas de cultivo y de la superficie cultivable podría llevar consigo un aumento de la producción, al menos eso se pensaba, pero no debía conllevar necesariamente un aumento de la productividad. En muchos casos, los campesinos acababan cultivando tierras marginales, poco trabajadas y cuyos rendimientos no eran todo lo buenos que se podía esperar. Los continuos enfrentamientos que se producen durante las luchas entre los reinos cristianos y los territorios musulmanes, los distintos bandos que se enfrentan en la Baja Edad Media por el poder, tampoco serán los mejores aliados para asegurarse buenas cosechas. Además de agotar los campos con continuas guerras, saqueos y enfrentamientos, en muchos casos, los ataques rápidos que se infligían los enemigos del medievo incluían, además del robo de botines, la quema de las cosechas. Hacer arder los campos con los cereales y los graneros era fundamental para limitar las posibilidades alimentarias de los adversarios.
Si a ello le sumamos los años de sequía, las malas cosechas, las etapas de inundaciones, el resultado era más que evidente. Además, el sector agrario del bajomedievo adolecía de otros males. Por un lado, los señores convertidos en terratenientes rentistas no tenían ninguna necesidad de introducir cambios para mejorar la cosecha. Su sostenimiento estaba asegurado con el pago de múltiples impuestos y alimentos que debían los campesinos a sus señores. De la misma manera, los monarcas en alianza con estos grupos nobiliarios no se veían en la necesidad de apostar por otros sectores, evitando así enfrentarse a los poderosos señores. Por ejemplo, en Castilla, la monarquía optará decididamente por los grandes ganaderos, perjudicando así a los agricultores y a las cosechas de los mismos.
Antes de la peste negra ya existen claras manifestaciones de la existencia de una etapa de retroceso económico. En Cataluña, las fuentes nos hablan de lo mal primer any, el primer mal año, que situaban en torno a 1333, o en el reino de Valencia, cuyos testimonios describen la existencia de grandes hambres para el año 1343. Algunos habían visto en la peste negra de 1348 la explicación a la crisis, pero si bien es cierto que ésta agravó la maltrecha situación social y económica, los síntomas de la misma parecen visibles con anterioridad.
Los problemas que damnificaban a la agricultura y a la productividad de la misma, acabarían por afectar a otros sectores íntimamente relacionados. Por un lado, las malas cosechas y las continuas guerras motivarían un estancamiento y debilitamiento de la población. La mortalidad en estos momentos era elevadísima. Los campesinos, el grueso de la población, se mal alimentaban de sus cosechas, con lo que cualquier merma de las mismas generaba y aumentaba los problemas alimentarios y con ello disminuían las posibilidades de sobrevivir en un mundo tan hostil. En los conflictos armados constantes, muchos eran los que perdían la vida directamente en los enfrentamientos y otros tantos los que lo hacían de manera indirecta. Por ejemplo, si un campesino era obligado a prestar servicios militares a su señor en un enfrentamiento, es lógico que pudiera fallecer. Además, su ausencia en las tareas agrícolas podía llegar a dejar a su familia en el desamparo y desencadenar así la subalimentación de personas que indirectamente se alimentaban de él.
LA GRAN PESTE NEGRA
Sin duda alguna, uno de los acontecimientos de la época medieval más conocidos por el público en general es la peste negra de 1348. Pese a no ser ni la primera ni la última de estas epidemias, su trascendencia catastrófica le ha valido el sobrenombre de «gran peste negra». La enfermedad seguramente estuvo causada por una bacteria que se propagaba con inusitada facilidad, probablemente a través de las pulgas, las ratas o los mismos humanos. El enfermo debía presentar diversos ganglios inflamados en las axilas, en la ingle o el cuello, y con posterioridad presentaban abundantes hemorragias que acarreaban la muerte del infectado.
La epidemia tuvo su origen en el continente asiático, con focos propagadores que surgieron de la lejana China y que los mongoles difundieron por todo el continente asiático entre 1338 y 1339. En el año 1346 la epidemia se había generalizado en Teodosia, antigua Caffa, ciudad que por aquel entonces formaba parte de las colonias comerciales que la república de Génova tenía en la actual Ucrania. Desde allí, desde la península de Crimea, los comerciantes genoveses acabaron extendiendo la epidemia por todo el Mediterráneo. Era cuestión de tiempo que la peste llegase a las Baleares y a la Península Ibérica.
Los testimonios de la época hablan de la presencia de los primeros brotes a finales de 1347, afectando a las zonas más orientales de la Corona de Aragón, aquellas que se encontraban más estrechamente relacionadas con el comercio genovés. Así, pronto se propagaría por el archipiélago balear, procedente de un brote que con mucha seguridad vendría de la ciudad mercantil de Marsella. De allí y desde otros lugares se reprodujo en los grandes centros urbanos como Barcelona, Tarragona o Valencia. En la Corona de Castilla, en fechas muy similares comparecieron los primeros casos, concentrados en la ciudad de Santiago, foco de peregrinaciones y por tanto destino de posibles contagiados. A pesar del conocimiento que tenemos de la propagación por tierras castellanas de los distintos brotes, éste no es todo lo amplio que desearíamos. Los textos de la época nos hablan de una epidemia que se dispersó con gran facilidad y cuya virulencia parecía sorprender a los contemporáneos. La peste negra de 1348 no quedó circunscrita a estos territorios y acabaría por afectar también al reino nazarita de Granada y al reino de Navarra. De la misma manera, a finales de 1348 y principios de 1349, algunas de las principales urbes del reino de Portugal, como Oporto, Coimbra o Braga, se encontraban afectadas.
Hasta finales del siglo XIV y durante el siglo XV, las epidemias continuaron atacando a distintas localidades. Las consecuencias de las mismas fueron innumerables. Al inmediato descenso demográfico debemos sumarle la lenta recuperación de la población que se produjo durante los años que seguían a cualquier brote. La epidemia, especialmente la de 1348, no afectó a todos los territorios por igual ni a todos los grupos sociales. Pese a las dificultades por establecer un patrón que resuma la fatalidad demográfica de tal acontecimiento, debemos pensar que las pérdidas debieron situarse entre el 30-60 % de la población, oscilando en función de los lugares. Los estudios que tenemos sobre las consecuencias a nivel local a día de hoy son insuficientes como para establecer una conclusión general de la misma. Algunos autores reducen su impacto en determinados ámbitos, mientras que otros sitúan pérdidas humanas superiores a ese 60 %.
De manera casi inmediata, la gran peste negra ocasionó una subida generalizada del precio de los productos básicos. Un alza que estaría más en relación con la caída de la producción que con la del consumo. Además, el desastre demográfico produjo una fuerte contracción de las actividades económicas y una etapa de gran inestabilidad social que incluiría saqueos, robos, hambrunas y otras calamidades.
También, las autoridades tanto reales como municipales debieron hacer frente a un fuerte descenso de los ingresos que obtenían. Las rentas y los impuestos descendieron notablemente. La administración se empobreció y debió asumir un aumento del número y de las tasas de los impuestos para hacer frente a la caída permanente de sus ingresos. Algunos territorios se recuperaron rápidamente, mientras que otros, la mayoría, aún en el siglo XV no habían alcanzado los niveles demográficos anteriores a 1348. Recordemos que, a la peste negra, debemos añadir las guerras y enfrentamientos casi continuos que mermaban la población, las hambres causadas por las crisis agrarias, que junto a las inundaciones, terremotos y otros azotes geográficos, conformaban un cóctel difícil de superar.
LA PROBLEMÁTICA SOCIAL Y POLÍTICA
Los problemas económicos, agrarios y el descenso de la población eran más que evidentes a mediados del siglo XIV. Con ello, los señores tratarán de recuperar sus rentas económicas, endureciendo el trato y las condiciones a las que sometían a los campesinos. Así, para compensar las pérdidas de la nobleza, éstos deciden presionar a los campesinos exigiendo mayores pagos y una fiscalidad aún más asfixiante. Cabe recordar que la muerte de muchos campesinos y personas del campo durante la peste negra y durante otros episodios catastróficos habría reducido los ingresos por rentas que los nobles y la realeza tenían.
En Cataluña, las preocupaciones de los campesinos y sus relaciones con los privilegiados se hacían cada vez más tensas. En la misma, y debido a su cercanía con la Europa feudal, se habían introducido algunas costumbres que otorgaban a los señores propietarios ciertos derechos sobre sus campesinos. Estas costumbres fueron conocidas como malos usos y, ciertamente, el nombre era buen merecedor de tal adjetivo. Según los mismos, según estos malos usos, los señores propietarios de la tierra ejercían una serie de privilegios sobre la población que vivía y trabajaba en sus tierras, sin que legalmente los campesinos pudieran oponer resistencia. Veamos algunos ejemplos: los señores feudales debían recibir un tercio de la herencia de cualquier campesino que no tuviera descendencia (eixorquia) o si morían sin testamento (intestia); los campesinos también, en caso de incendio fortuito o no, de las cosechas debían pagar al señor una indemnización (arsia). Existían otros tantos malos usos que obligaban a los campesinos a utilizar de forma obligatoria el molino o el horno del señor, con el correspondiente pago por el servicio. Los malos usos señoriales se consideraban como normales en su época, e incluían otros de dudoso honor como el ius maletractandi: el derecho que tenía el señor a maltratar a sus campesinos. En la Corona de Castilla, se establecieron otros derechos señoriales similares a los anteriormente descritos aunque con nombres diferentes. Así, algunos aún recuerdan los llamados «privilegios de corral», que permitían a reyes y señores castellanos acudir a cualquier corral de algún vasallo y sustraer gallinas o cualquier tipo de animal sin reponer nada a cambio.
Estos derechos y usos señoriales eran motivo de levantamientos y enfrentamientos entre unos y otros. Su máximo exponente es la guerra, llamada de los Remençes, que se desarrolló en Cataluña entre 1460 y 1486. Las revueltas de los campesinos no fueron exclusivas de estos territorios, a lo largo y ancho del continente europeo también se producían alzamientos y motines contra los privilegios de los señores. Quizá los más conocidos sean las revueltas campesinas acaecidas en Francia y que recibieron el nombre de jacqueries, coincidentes en el tiempo con las que aquí describimos. La problemática en el campo catalán no se solucionó hasta el año 1486, cuando mediante la Sentencia Arbitral de Guadalupe el monarca dio por abolidos los malos usos. Durante el siglo XV, se sucedieron otras revueltas como las protagonizadas por los campesinos gallegos. El levantamiento irmandiño en Galicia se produjo entre los años 1467 y 1469; durante el mismo se asaltaron propiedades de la nobleza, destruyendo más de cien castillos. La revuelta tenía por objetivo también acabar con los excesivos privilegios que ahogaban económicamente a los campesinos de la zona.
En Mallorca también se produjeron momentos de gran tensión, quizá el más conocido sea la denominada Revolta Forana. Esta revuelta se inicia en el año 1450 y durante varios años conlleva un gran desgobierno en la isla. En la misma se produce el asalto de la capital de la isla, Palma, por parte de campesinos del interior. En estos momentos, los campesinos mallorquines, así como otros grupos de ciudadanos, no están del todo de acuerdo con el excesivo peso fiscal que deben soportar los estamentos más bajos de la sociedad. A ello, podemos sumarle que la representatividad política del interior de Mallorca en los órganos de gobierno era prácticamente nula. El monarca aragonés tuvo que contratar mercenarios italianos para poder contener las iras de los campesinos. Una vez finalizado el conflicto, la represión fue muy dura.
Esta crisis social y política también pone de manifiesto encarnizadas luchas que son protagonizadas por la nobleza entre sí y contra el poder real. Éste no es más que otro episodio en la lucha por el control del poder político. En la Corona de Castilla, los enfrentamientos entre la nobleza y la monarquía son muy visibles ya desde mediados del siglo XIV. Después de una primera mitad de siglo caracterizada por el fortalecimiento del poder real, a partir de 1369, con la llegada de los Trastámara la situación cambiará. Desde un primer momento, con la subida al trono en 1369 de Enrique II, primer monarca de la dinastía Trastámara, éste se ve obligado a pactar con numerosos nobles para poder consolidar su poder. A Enrique II de Castilla se le conoce también como «Enrique el de las Mercedes», por los innumerables favores que otorgó a los nobles para que le apoyaran.
Los siguientes monarcas trataron de consolidar el poder real y recuperar privilegios para la corona. Durante el reinado del citado Enrique II, la monarquía había perdido tierras e impuestos en favor de los nobles. Otro ejemplo de la debilidad que algunos monarcas tenían es lo que hoy conocemos como la «Farsa de Ávila». En las cercanías de Ávila se reunieron algunos de los señores más importantes de Castilla y depusieron al monarca de forma simbólica (su figura estaba representada por una estatua). En esta misma ceremonia, celebrada en el año 1465, también entronizaron a su hermano, el infante Alfonso, con el nombre de Alfonso XII. Dicho monarca no sería aceptado por gran parte del territorio ya que muchos le consideraban una verdadera marioneta en manos de los grandes nobles. En 1468 finalizaría parcialmente el conflicto: Alfonso había fallecido y su hermana Isabel se hacía con el trono de Castilla, mediante la firma del Tratado de los Toros de Guisando.
Las luchas entre la nobleza también fueron protagonizadas por pequeños y medianos señores, que se enfrentaban entre sí por dirimir los límites del poderío entre unos y otros. De la misma manera, los linajes se disputaban el control del poder local y sus porciones de decisión en las asambleas y en las villas. De este modo, en Vizcaya y Guipúzcoa, a finales del siglo XIV y principios del siglo XV, veremos múltiples ejemplos de las denominadas luchas nobiliarias. Estos enfrentamientos en la corona castellana serán casi continuos hasta la llegada de los Reyes Católicos.
Por su parte, en la Corona de Aragón, la tradicional política pactista entre la monarquía y la nobleza habría reducido el ámbito de actuación de la primera, disminuyendo los enfrentamientos entre los mismos. Pese a ello, no hablamos tampoco de una etapa de total pacificación, las luchas más activas fueron las protagonizadas en el seno de los grupos privilegiados por hacerse con el control de la ciudad de Barcelona y sus instituciones. La burguesía y la nobleza se habían hecho fuertes en la ciudad condal, donde los distintos bandos habrían logrado organizar una especie de partidos que representaban los distintos intereses políticos. Por un lado, estaba la Busca, a la que la monarquía daba su apoyo y representaba los intereses de la baja burguesía; y por otro lado, estaba la Biga, representante de la alta burguesía, en su mayoría «ciudadanos honrados» y grandes mercaderes, convertidos en verdaderos nobles. De los enfrentamientos salió reforzada y vencedora la gran oligarquía, pudiendo así perpetuar su control del gobierno de la ciudad y de las instituciones.
PERSECUCIÓN, INTOLERANCIA Y EXPULSIÓN DE LOS JUDÍOS
La presencia judía en España se remonta a la Antigüedad. Tras el paso de los romanos, hay también constancia de numerosas y amplias comunidades judías dispersas por el territorio. Durante el período visigodo se puso en marcha una legislación antijudía muy activa, originando el exilio y la marcha de muchos al norte de África. En las zonas musulmanas del sur peninsular y en las Baleares, la presencia judía era evidente y parecía contar con cierta tolerancia. Algunos intelectuales hebreos del momento como Ibn Gabirol o Maimónides, convivieron entre musulmanes sin aparentes problemas.
Mientras esto sucedía, desde el norte cantábrico y en los Pirineos, se organizaba una ofensiva militar contra los musulmanes. Los datos que tenemos también constatan la presencia de judíos por estas tierras. A partir de los siglos XIIXIII, muchos judíos que se encontraban bajo dominio musulmán emigraron hacia zonas gobernadas por los reyes cristianos. Los motivos no son otros que la fuerte intolerancia y las posturas ortodoxas que se introducían en la península de la mano de los almorávides y los almohades. A partir de entonces, la presencia de las comunidades judías en los reinos cristianos será cada vez mayor. En la Corona de Aragón, se concederán grandes privilegios a los judíos que habitan ciudades como Gerona o Barcelona. A la vez, conforme se avanza en la conquista del Mediterráneo, extiende estos privilegios y los amplía a las nuevas comunidades que se instalan en Valencia o en Palma. La presencia en los reinos de León y de Castilla también será considerable, siendo especialmente numerosa en la mitad norte de la Meseta y menos importante en la cornisa cantábrica. También, conforme la corona hace suyos los valles del Guadiana y del Guadalquivir, incorporará a sus posesiones importantes villas y ciudades que poseen juderías, entre las que destacan Toledo, Córdoba o Sevilla.
En cierta medida, para muchos cristianos, los judíos eran portadores de una religión similar a la suya, con la que compartían un punto de partida. De la misma manera, los siglos de enfrentamientos y enemistades con los musulmanes también hacían que los cristianos y sus gobernantes vieran con mejores ojos los pactos y los actos de tolerancia hacia los judíos que hacia los seguidores de Mahoma.
En estos momentos, entre el siglo XIII y principios del siglo XIV, las comunidades judías se han ido fortaleciendo y ampliando sus asentamientos. La mayor parte de sus integrantes se dedican a trabajos artesanales y comerciales. Su aportación al crecimiento de las ciudades es fundamental, tanto en lo económico como en lo demográfico. Los monarcas protegían a los judíos también por estos dos factores. Eran un grupo considerable y muy atrayente para las monarquías. El inicio de la Baja Edad Media coincidía con una política muy expansionista en los territorios que facilitaba el buen trato hacia los nuevos pobladores de los territorios que ahora se incorporaban. Los reinos cristianos y sus gobernantes ponían en práctica una política repobladora en la que se incluían grandes privilegios y otros derechos encaminados a la atracción de población. También en lo económico, además del aporte de impuestos y otros pagos, las diferentes monarquías recibían cantidades de dinero muy considerables por parte de las comunidades judías, las aljamas. Con ello, unos se aseguraban derechos, mientras que otros lo hacían con ingresos. El acuerdo en la práctica funcionaba.
A partir del siglo XIII, tras el Concilio de Letrán de 1215, serán muchos los judíos del continente europeo que se sentirán amenazados y desplazados. Los monarcas continentales inician una política de mayor presión sobre la minoría religiosa. Pese a ello, parecía que en la Península Ibérica y en las Baleares el trato por parte de los gobernantes no cambiaba mucho. Lo cierto es que empieza a difundirse en el imaginario popular un estereotipo del judío bastante perjudicial. Conforme avanzan los años del siglo XIV, se les empieza a acusar, al conjunto de las comunidades judías, de vivir del préstamo y de la usura, de hacer proselitismo, es decir, difundir su mensaje con la intención de convertir a cristianos, de infectar aguas, de generar epidemias o sequías; en definitiva, de múltiples males.
La corriente antijudía se manifiesta con mayor asiduidad y comienzan a extenderse ataques y marchas contra su presencia a partir del siglo XIV. Estas expresiones coinciden en el tiempo con la crisis económica y social, con años de malas cosechas, con la peste negra y con las constantes inestabilidades políticas que acechan a la sociedad cristiana. Desde la primera mitad del siglo se producen ya algunos ataques a las juderías en Navarra, especialmente en Estella. También el contexto continental es muy similar y se desarrolla una política de acoso hacia dicha minoría. Tras la peste negra, y en los años de malas cosechas, proliferan los enfrentamientos, asaltos y actos delictivos contra la comunidad hebrea. Llegados a este punto, la monarquía también deberá elegir entre seguir protegiendo a los judíos y enfrentarse a sus súbditos o bien desarrollar políticas antijudaicas con las consecuentes pérdidas económicas que le podría suponer. En este sentido, en Castilla, a partir de la llegada de la dinastía Trastámara se aceleran los episodios contra los judíos, a la vez que en la Corona de Aragón proliferarán los sermoneadores y predicadores contra los mismos.
A partir de entonces, la campaña contra la riqueza y contra la inserción de los judíos en la estructura de la fiscalidad, cobrando impuestos, se acrecentará. Detrás de esta campaña, no debemos olvidar el elemento religioso en todo momento. Así se producen en Castilla algunos asaltos a juderías durante el reinado de Enrique II por parte de mercenarios ingleses y franceses o bien eran sacudidos por bandas de cristianos que acudían a las juderías de la corona aragonesa para injuriarlos.
El punto más álgido de esta problemática se produce en el año 1391, cuando tiene lugar un asalto generalizado contra los barrios judíos en los reinos cristianos. Desde hacía tiempo ya hemos indicado que se estaban realizando predicaciones contra los mismos. Una de estas predicaciones, la ejercida por Ferrán Martínez en Sevilla, parece que prendió y un numeroso grupo de seguidores asaltó la judería de forma violenta. La revuelta pronto se extendió por otros lugares, afectando a las comunidades importantes como Córdoba o Toledo y generando una destrucción total de las pequeñas como Lucena o Úbeda. En Barcelona también pronto prendería la revuelta que acabaría afectando a todas las juderías importantes de los monarcas aragoneses como Palma, Lérida u Orihuela. El asalto afectó a la casi totalidad de juderías de la Península Ibérica y supuso, además de un número muy elevado de asesinatos, la huida masiva de judíos hacia otros territorios (hacia Portugal o hacia el norte de África). A partir de estos momentos la decadencia de la gran mayoría de las juderías será evidente, muchas de sus sinagogas serán convertidas en iglesias y se establecerán comunidades de conversos ( judíos que se han convertido al cristianismo) a lo largo del territorio. Iniciado este camino, el final estaba cerca, aunque tardaría en llegar apenas cien años, cuando en 1492 los judíos son definitivamente expulsados por parte de los Reyes Católicos.
La sociedad bajomedieval
LOS GRUPOS PRIVILEGIADOS
En la Baja Edad Media se hereda una estructura de la sociedad que tiene una característica principal, la existencia de grupos con y sin privilegios. Durante la Plena Edad Media (entre los siglos X-XII) se había consolidado un tipo de sociedad dividida en tres grupos que recibían el nombre de estamentos. Los estamentos eran tres: nobleza, clero y trabajadores. Según el orden medieval la nobleza y el clero eran grupos con privilegios, pues unos se dedicaban a la guerra (bellatores) y otros al rezo (oratores). Mientras eso sucedía, el resto de la población debía trabajar y producir alimentos, mercaderías y todo tipo de enseres para la subsistencia de la comunidad. El grupo de personas que se dedican al trabajo y que carecen de privilegios son denominadas en su conjunto como «trabajadores» (laboratores). Además, el privilegio fundamental que diferenciaba los grupos privilegiados y no privilegiados, además de lo anteriormente dicho, es que los privilegiados estaban exentos del pago de un número muy importante de impuestos. Esta omisión en el pago de impuestos les otorgaba, como es de imaginar, una situación de gran privilegio sobre el resto de los ciudadanos. Del mismo modo, en determinadas ocasiones, nobleza y clero no sólo no pagaban impuestos sino que tenían a su cargo el cobro de algunos. Algunos nobles cobraban impuestos a sus campesinos y también ejercían sobre ellos ciertos derechos; la Iglesia, por su parte, se quedaba una parte considerable de la cosecha, el diezmo, que se correspondía con un 10 % de lo que se producía. Tanto la nobleza como el clero hasta esta época controlaban los cargos administrativos más importantes y por lo general no realizaban trabajos manuales, su dedicación era a la guerra y a la oración.
Simplificar la sociedad medieval describiendo la existencia de esos dos grandes grupos es un error; la sociedad de los siglos XIII-XV era lo suficientemente compleja como para que no podamos reducir su estructura a la presencia de privilegiados y no privilegiados. En esta época había miembros del clero que apenas tenían para comer o señores con cargos (infantes, hidalgos...) cuyo único honor era ése, poseer un cargo nobiliario, pese a que sus ingresos económicos fueran escasos o bien nulos. De la misma manera, durante la Baja Edad Media, conforme las ciudades se hacen mayores y más importantes, nos encontraremos con mercaderes y grandes comerciantes cuya riqueza económica supera en la mayoría de los casos a las de los grandes nobles. Grandes mercaderes del medievo se convierten en banqueros y acaban prestando dinero a las grandes fortunas de linaje, incluidos los reyes.
Tratemos de diseccionar cada uno de estos grupos, para ver la gran heterogeneidad y diversidad que en su interior esconden. Por un lado, hemos dicho que uno de los grandes grupos privilegiados del medievo es la nobleza. En la Baja Edad Media, al igual que ocurría con anterioridad o con posterioridad, no todos los nobles eran igual de poderosos (ni política ni económicamente). Su principal oficio era el arte de la guerra, se dedicaban a guerrear, pero también a administrar sus tierras y sus negocios. Un número muy considerable de nobles cobraban impuestos a sus campesinos por utilizar el molino o por el uso del horno, o bien recibían dinero a través de las múltiples rentas que iban heredando.
Es fácil imaginar que durante esta etapa de expansión territorial, hay linajes que se hacen mucho más fuertes y poderosos de lo que ya lo eran. Éstos consolidarán sus dominios conforme amplían sus territorios. Algunas de las casas nobiliarias de la actualidad remontan sus inicios a los siglos XIV y XV, tal y como sucede con las casas de Alba, Medina Sidonia o Medinaceli. Junto con estos grandes nobles, entre los que también podríamos incluir a los monarcas, en la Baja Edad Media comparecen también otros escalafones inferiores que representarían a la pequeña y mediana nobleza. Así por ejemplo, en el norte de la Península Ibérica, en Cantabria, Navarra, Asturias y en otras zonas, existe un número —más que considerable— de pequeños nobles, en su mayoría infanzones, caballeros, hidalgos o fidalgos, atesorando propiedades, rentas o títulos poco representativos. En muchos casos, estos pequeños nobles apenas reunían recursos económicos, diferenciándose de los pobres básicamente por estar exentos del pago de ciertos tributos.
A la condición de hidalgo o infanzón se podía acceder mediante privilegio real o bien mediante su nacimiento en el seno de una familia que ya gozara de dicho privilegio. Algunos de estos pequeños nobles apenas podían alimentarse a sí mismos y a sus familias, y en ocasiones no llegaban ni a la condición de caballeros, pues la misma requería poder mantener económicamente un equino. Su condición económica y social dista mucho de aquella que se había difundido a través de las novelas de caballería del momento; así, a fines del mundo medieval gran parte de los mismos malvive con su condición de privilegiado, tal y como relatará tiempo más tarde Cervantes en el Quijote. Para muchos autores, la consolidación de la casa Trastámara en la Corona de Castilla en el siglo XIV supone el espaldarazo definitivo de alguno de los grandes linajes de la época. El apoyo a los monarcas de algunos nobles será fundamental para poder perpetuarse en el tiempo y para gozar de señoríos con cierta grandeza, que en nada se parecen a los anteriormente comentados.
El otro gran grupo privilegiado es el de los oratores, es decir, aquellos que se dedican a orar. La Iglesia como institución gozará durante la Edad Media de una serie de privilegios, pero quizá por encima de ellos rige muchos de los aspectos fundamentales de la vida. La Iglesia en los siglos XII y XIII se encarga de velar por los valores sociales, culturales, educativos y religiosos de los reinos que se están desarrollando en los territorios peninsulares. En estos momentos, en la etapa de la lucha entre cristianos y musulmanes, la Iglesia fue recibiendo extensas tierras y grandes privilegios, acumulando riquezas, rentas e impuestos que la confirmaron como una institución muy poderosa. Como es de imaginar, dentro de la institución eclesiástica existe también una gran variedad de participantes, con atribuciones y poderes muy heterogéneos. Desde los grandes obispos de la época, con gran relación con los monarcas e influyentes en muchas cortes, hasta pequeños abades y religiosos de zonas rurales, en las que desarrollan una labor diferente, más en relación con los campesinos y con sus necesidades. Entre unos y otros, también comparecen ocasionalmente grandes divergencias, dando lugar incluso a críticas a las jerarquías religiosas, a las que algunos consideran como alejadas de los verdaderos problemas de sus conciudadanos.
Las órdenes religiosas tratarán de ofrecer alternativas a dicha situación. De este modo, la orden de los Benedictinos, ya existente desde el inicio del mundo medieval, tratará de fomentar una reforma interna de la comunidad religiosa. A partir de 1390, desde el monasterio de San Benito de Valladolid y desde el monasterio benedictino de Montserrat, se pone en marcha una campaña benedictina cuyo objetivo será la vuelta a la austeridad de las primeras comunidades de creyentes. A los benedictinos se les unirán otras órdenes monásticas cuya intención final era también la búsqueda de las raíces cristianas. En la Península Ibérica destaca por ejemplo la aparición de los cartujos. Éstos ya existían en el siglo XI en otros territorios, pero hasta el momento no se habían hecho significativos, entre otros aspectos destacaban por la rigidez de sus normas y por la búsqueda de la soledad interior. A partir de estos momentos, algunos de sus monasterios se convertirán en referencia, como la Cartuja de Miraflores en Burgos. Su triunfo, en el fondo, es un intento por dar respuestas monacales a la crisis espiritual de la Iglesia.
A partir de los siglos XIV-XV otro tipo de órdenes religiosas comenzarán a ampliar su importancia. Es la época de las órdenes mendicantes; su nombre proviene de la acción de mendigar, de pedir limosna, y es un tipo de orden religiosa caracterizada por hecho de vivir de la limosna comunitaria. Entre los mendicantes más importantes del momento tenemos a los franciscanos, que se harán muy fuertes en las ciudades, y los dominicos, quienes controlarán algunas de las universidades más importantes del momento (Salamanca o Lérida). También las órdenes mendicantes trataron de volver a lo que ellos consideraban la «pureza evangélica» de las primeras comunidades religiosas.
Durante la Baja Edad Media también se observa un mayor protagonismo de los laicos: los laicos son aquellos fieles que no son miembros del clero, es decir, creyentes que no son clérigos (frailes o monjes). También en esta época aumentan las devociones y la religiosidad popular, proliferan las cofradías católicas y de creyentes y aumenta la diversidad del estamento religioso. Algunos de estos renovadores se convierten en conocidos predicadores como Ramon Llull, Francesc de Eiximenis o Vicente Ferrer que logran sacar la religión de los monasterios y los conventos. También estos predicadores logran hacer visibles los debates internos en el seno de la Iglesia y su gran diversidad. Finalmente, indicar que algunos de estos predicadores se especializan en predicar contra los judíos como Ferran Martínez o Alonso Espina, cuya misión era convertirlos y convencerles de que renunciaran a su religión.
LOS GRUPOS SIN PRIVILEGIOS
Si la sociedad bajomedieval estaba regida por un pequeño grupo de privilegiados, es evidente que la mayor parte de la población no poseía esos privilegios. En estos momentos, el grueso de la población pertenecía al grupo de los «trabajadores» (laboratores) tal y como ya hemos indicado. Los no privilegiados eran un grupo muy amplio y heterogéneo. En el mismo, podríamos encontrarnos a burgueses que vivían en palacios o campesinos que carecían de todo. Por tanto, la primera advertencia va ya en esa línea: los no privilegiados eran la mayoría de la población, pero eran entre ellos muy diversos. De entre los mismos destacaremos dos grandes grupos, cuya esencia radica en el lugar en el que se encontraban. Por tanto, existía un grupo de no privilegiados muy amplio en las zonas rurales y otros en las zonas urbanas. De entre los primeros, destaca la presencia de campesinos.
Los campesinos son el grueso de la población en estos momentos. La mayor parte de las gentes del campo no eran propietarias de las tierras en las que laboraban. En su mayoría, eran trabajadores del sector agrícola que labraban y trabajaban las tierras de un señor. A cambio, los señores recibían parte de la cosecha y les debían protección. Como es de imaginar, no todos los campesinos vivían en las mismas condiciones. En cada territorio las características podían cambiar, aunque por lo general, los campesinos trabajaban pequeñas parcelas, pagaban por el uso de las mismas al señor de la zona, también a la Iglesia con el impuesto del diezmo y con lo que les quedaba debían vivir y alimentarse. Sus condiciones de vida eran muy duras y difíciles. En sus tareas trabajaba toda la familia y ocasionalmente debían afrontar los años de malas cosechas, las inundaciones, las sequías y otros desastres como podían. Los campesinos solían alimentarse de lo que su parcela les daba o bien acudían al trueque con otros campesinos o a la compra de otros productos, algo que solía ser mucho menos económico.
Durante la Baja Edad Media uno de los grupos que considerablemente más aumenta su presencia es el de los artesanos. Los artesanos son un grupo heterogéneo que mora en la ciudad principalmente y que se dedica a la fabricación de objetos: joyas, ropas, muebles, etc. Con el crecimiento de las ciudades, los artesanos serán cada vez más y más diversos. Durante el medievo tenemos todo tipo de oficios, la gran mayoría de los actuales ya existían en esa época. Al realizarse todo el trabajo de forma manual, las personas se van especializando en trabajos más específicos. Así, por ejemplo, comparecerán multitud de oficios relacionados con la fabricación de telas. Desde los que limpian la lana o la cortan y se dedican exclusivamente a ello, hasta los que la tiñen, la cortan, la preparan o la cosen. La variedad es tan importante y cada vez más compleja que empiezan a regularse mediante leyes los oficios y su organización. De este modo, a partir de la Baja Edad Media surgirán los gremios. Los gremios serán asociaciones de artesanos, con estatutos y con una organización interna muy regulada. Mediante los mismos, se configuran los perfiles a la hora de aprender un oficio: aprendiz, oficial y maestro. También los gremios se harán cada vez con más fuerza en las ciudades y serán motivo de grandes demandas a las administraciones.
MINORÍAS Y MARGINADOS EN LA BAJA EDAD MEDIA
Además de las diferencias estamentales, manifestadas en aquellos que gozaban o carecían de ciertos privilegios, la sociedad de finales del mundo medieval se regía también por grandes diferencias religiosas y por la presencia de grupos que podemos situar al margen de la sociedad. Si bien existe un debate entre los historiadores sobre la presencia, convivencia o coexistencia en la Península Ibérica de las tres grandes religiones monoteístas, lo cierto es que esta coincidencia en el espacio no siempre fue todo lo enriquecedora que uno podría pensar. En algunos lugares se establecieron centros culturales, laborales o económicos en los que se hacían negocios con cristianos, con judíos o con musulmanes, pero también es cierto que estos lazos contaban con ciertas tiranteces y riñas poco o nada deseables. La Baja Edad Media en España es una etapa en la que se manifiesta una clara hegemonía y recuperación de la sociedad cristiana, que fue ganando terreno y adeptos conforme avanzaba militarmente en su lucha contra los musulmanes.
Junto con la religión católica, los otros dos grandes grupos religiosos serán los judíos y los musulmanes. De los judíos, ya hemos hablado de su presencia y de su dinamismo a lo largo y ancho de todos los reinos, incluso del inicio de las desafecciones y las acusaciones que se vierten contra ellos, acabando con la definitiva expulsión del siglo XV. La otra gran minoría es la musulmana (no confundir los musulmanes que viven entre los siglos XIII, XIV y XV bajo dominio administrativo musulmán con aquellos musulmanes que pasarán a vivir bajo administradores cristianos). Estos últimos reciben el nombre de mudéjares: el término hace referencia a los musulmanes que vivieron bajo dominio cristiano y la condición está ligada al proceso de avance de los reinos cristianos sobre al-Andalus. El número de mudéjares podía variar mucho de una zona a otra.
Los estudios revelan que la comunidad mudéjar castellana fue muy importante, al igual que la valenciana y la aragonesa. Algunos estudios demográficos demuestran que en determinados sitios del levante peninsular el número de musulmanes superaba el 10 % de la población. Éste era un colectivo muy disperso y con un peso que difería mucho de unas zonas a otras. La mayor concentración de mudéjares en Castilla se establecía en zonas rurales del sur de la Península Ibérica. Cuando el colectivo mudéjar adquiría un rango demográfico importante se les solía confinar a barrios propios que recibían el nombre de aljamas o morerías, y ocasionalmente disfrutaron de privilegios propios en el ámbito fiscal o jurídico.
Los mudéjares, al igual que los judíos, tuvieron un marco legal y una organización propia, solían tener sus propios representantes y además se regían por sus propias reglas. Los musulmanes que vivieron y conservaron sus casas tras la conquista cristiana eran en su mayoría gentes de condición bastante humilde, solían hacer trabajos relacionados con el mundo agrícola o con la artesanía en madera, construcción o en el arte de elaborar telas. Ya en esta época, las morerías en Castilla se empezaban a concentrar en el valle del Guadalquivir y Murcia, mientras que en Aragón la población musulmana era mucho más rural, y se dispersaba por el valle del Ebro y en las huertas valencianas. Conforme avanzamos en el tiempo y se producen algunos conatos de levantamientos musulmanes en ciudades cristianas, los monarcas y los gobernantes de las ciudades comenzarán a disponer medidas contra los mismos, ordenando su confinamiento en barrios cerrados, prohibiendo de manera sistemática las operaciones económicas con los mismos o la realización de enlaces matrimoniales entre cristianos y musulmanes. La tolerancia inicial y las medidas que permitían el uso de sus carnicerías propias o de su culto acabaron por limitarse. Como consecuencia de la guerra contra Granada en el siglo XV, los mudéjares fueron obligados a convertirse al cristianismo. Así y de este modo en el año 1502 los Reyes Católicos decretaron la obligatoriedad de su conversión. Ante el decreto muchos de estos musulmanes se convirtieron, mientras que otros continuaron con sus creencias en secreto, dando así origen a otra minoría que se conoce con el nombre de moriscos.
Además de las minorías religiosas, durante esta época coexisten en las ciudades y en los campos todo tipo de marginados, pobres y delincuentes. Este tipo de personas estaban por lo general al margen de la sociedad y por tanto excluidos de los órganos políticos, del sistema económico y de las estructuras existentes. En la mayoría de los casos, los marginados del mundo medieval solían serlo por cuestiones de tipo económico, aunque como hemos visto también algunos caían en la marginalidad por motivos religiosos. En esta época también existen discriminaciones motivadas por la orientación sexual o bien por cuestiones de raza; en la mayoría de los casos, esclavos, negros, homosexuales y otros marginados eran motivo de burla y escarnio por buena parte de la sociedad. Otro grupo étnico aparece en esta época, será el de los gitanos. Los gitanos, procedentes de zonas del actual Pakistán y de la India, habrían iniciado una larga marcha emigratoria a inicios del siglo X que les llevaría hasta diversos lugares, entre ellos, la Península Ibérica. Este grupo arribaría a España a inicios del siglo XV en pequeños grupos familiares, llegando a constituir una minoría considerable ya en el siglo XVI.
Al igual que en otras épocas, anteriores y posteriores, también está presente la marginalidad y los desequilibrios económicos y sociales. Además de algunas minorías religiosas en la España medieval podríamos encontrarnos con mendigos, pobres, vagabundos y todo tipo de personajes que viven en la más absoluta miseria. Aquellos que contraían una enfermedad cuyos síntomas fueran muy visibles solían caer también en el rechazo social; tenemos así numerosos testimonios sobre leprosos o personas que contraían la peste u otras enfermedades que eran rechazadas no sólo por la sociedad en la que vivían, sino también por sus familiares.
Uno de los grupos de desfavorecidos cuyo número era más significativo era el de los esclavos. Sea cual fuera el motivo por el que se llegaba a la esclavitud, éstos perdían todo tipo de derechos. Los esclavos del mundo medieval eran, por lo general, tratados como tales, se compraban y vendían con total normalidad y su condición y trato eran bastante similares a los que recibían los animales. El comercio de esclavos en los reinos cristianos y también en los territorios musulmanes era muy numeroso. En muchos casos, las personas caían en la esclavitud tras haber sido presas en enfrentamientos militares, o bien por contraer deudas económicas a las que no podían hacer frente o bien por nacimiento. De la misma manera, había un número muy importante de personas que vivían en una situación de semiesclavitud en virtud de la servidumbre o de la dependencia que tenían con determinados señores.
La prostitución era otro elemento que en ciertos casos estaba muy cercano a la marginalidad; decimos en ciertos casos, ya que el ejercicio de la prostitución y la condición socio-económica de la misma variaba mucho en función del estatus social que tenían y del ambiente en el que se movía. En esta época, tenemos constancia de la existencia de todo tipo de prostíbulos en los que se podía acudir a los servicios de señoras cristianas, judías o bien musulmanas.
Si bien la marginalidad o la pobreza no pudieron erradicarse durante la Edad Media, desde distintos estamentos se intentaron paliar las consecuencias de la misma. Así, en distintos lugares proliferaron los centros asistenciales y los lugares de beneficencia, a la vez que la limosna y la ayuda eran una práctica habitual, un ejemplo digno de todo creyente, independientemente de su religión.
Ante la pobreza, la sociedad de la España medieval mostrará actitudes diversas. Como casi en cualquier etapa histórica, gran parte de los pobres eran vistos por sus conciudadanos como pecadores o como enviados del orden establecido por Dios. Si había enfermos, pobres o desgracias era —sin duda alguna— por las conductas de estos hombres y mujeres del medievo.
En la España medieval, los creyentes asistirán en la medida de sus posibilidades a los pobres del momento. La limosna y la caridad son elementos característicos de la religión cristiana, y todo creyente —como también ocurre entre musulmanes y judíos— tendrá la obligación moral de ayudar a sus iguales. A partir del siglo XIII, en las ciudades comparecen nuevos centros destinados a la asistencia y beneficencia de los pobres. De este modo, en las urbes medievales aparecen dos instituciones cuyo fin es la ayuda y la asistencia de estos marginados y enfermos del mundo medieval.
La primera de estas instituciones es la cofradía benéfica, una agrupación de carácter y origen religioso que se dedica al auxilio de sus miembros. Cuando un cofrade caía enfermo o bien moría, la cofradía se encargaba de la alimentación, asistencia y educación de su mujer o de sus hijos. Cuando la cofradía podía permitírselo, ya que no siempre era posible, también destinaba parte de sus recursos a la ayuda de personas o grupos que no pertenecían a la misma. Para el sostenimiento de esta institución, sus miembros pagaban cuotas de forma regular y también asistían a las funciones que se les encomendaban por estatutos: si tenían que cocinar lo hacían para hambrientos, si tenían que coser lo hacían para desarrapados y así sucesivamente. La otra gran institución que se multiplica en esta época son los hospitales medievales. Durante los inicios del mundo medieval, los hospitales ya existían como centros de asistencia y hospicio para aquellos que no tenían lugar para dormir ni sitio donde comer. Ahora, al amparo del crecimiento de las grandes monarquías peninsulares o de las órdenes militares y religiosas, se irán constituyendo hospitales para asistir a los pobres. Recordemos que durante muchos años, la principal función de los hospitales era la asistencia de aquellos viajeros y peregrinos que no podían pagarse un sitio para dormir. Así, en torno a las grandes rutas comerciales o de peregrinación como el caso de Santiago de Compostela, surgirán hospitales y asistencia hospitalaria cuyo término estaría más en relación con la de una posada que con la de un centro de asistencia sanitario actual. En su mayoría, estos centros dependían de instituciones de carácter religioso; con el paso del tiempo y conforme nos adentramos en el mundo bajomedieval, muchos de los centros hospitalarios que se van creando en las ciudades lo hacen al margen de estas instituciones. Aparece un proceso de laicización de los espacios hospitalarios, que pasan ahora a ser fomentados también por burgueses, nobles, grandes fortunas de las ciudades o simplemente por cofradías de artesanos o de oficio para su protección.
Con el paso del tiempo y con el crecimiento de las ciudades y de las nuevas necesidades también la asistencia se irá diversificando en método y en forma. Después de la crisis del siglo XIV y de la gran peste de ese mismo siglo, en la España medieval ya están consolidados los centros de asistencia no sólo a pobres, sino también a huérfanos, a leprosos o a otro tipo de asistencias.
Los espacios privados del mundo medieval
LA VIDA COTIDIANA AL FINAL DEL MEDIEVO
Durante los siglos XIII-XV, las vidas transcurrían siempre entre dos elementos prácticamente inseparables en cualquier etapa histórica: el espacio y el tiempo. La mayor parte de las acciones que se llevaban a cabo estaban condicionadas por el medio físico en el que se desarrollaban. Para medir el tiempo, los hombres y mujeres medievales se guiaban mediante dos elementos básicos. En primer lugar, las campanadas de las iglesias, que servían —además de señalar actividades de tipo religioso— para orientarse y para comunicarse con el conjunto de la comunidad. Por otro lado, el sol y su situación marcaban la jornada habitual para sus contemporáneos. De este modo, al salir el sol solía iniciarse la jornada laboral y las actividades cotidianas de la gran mayoría de las personas. Las horas de sol eran además horas de luz, por lo que su aprovechamiento era sumamente importante en las épocas del año en que éstas se acortaban.
Durante esta época, la semana estaba dividida también en siete días. De los mismos, el grueso de la población, es decir los laboratores o trabajadores, se dedicaban a eso, al trabajo. Había un último día, el domingo, que era considerado como una jornada de descanso, a diferencia de otras religiones que descansaban el viernes, caso de los musulmanes, o en sábado, caso de los judíos. La civilización de los reinos cristianos que ocupaban buena parte de los territorios hispánicos descansaba el domingo. El día era considerado sagrado desde los inicios del cristianismo: era el día en el que Cristo habría resucitado, también en los relatos bíblicos era el día en el que se habría creado la luz. Por tanto, salvo motivos muy excepcionales o en zonas en las que algunas tareas debían hacerse sí o sí, el domingo era aprovechado para ir a misa y también para descansar.
Hasta el siglo XIII, la sociedad estaba regida por un calendario claramente agrícola, cuya simbiosis, en unión con el calendario festivo cristiano, preparaba pausas y descansos en fechas tan señaladas como la Navidad o la Pascua. En esta época, y coincidiendo con la emergencia de las ciudades, veremos cómo poco a poco algunos sectores de la sociedad empezarán a mejorar y a medir el transcurso de las horas de otra forma. Los nuevos estilos de vida que se imponen en las ciudades, las idas y venidas de mercaderes, de aquí para allá, son fundamentales en este cambio circunstancial. Las actividades mercantiles exigían mejorar la mesura temporal y optimizar los tiempos de entrega y recogida de mercaderías en pro del futuro de sus negocios. El historiador francés Jacques Le Goff, gran difusor de la Historia medieval, nos habla de la necesidad de los hombres de negocios del momento por hacerse con el control del tiempo, separándolo así en muchos casos del aspecto religioso de las festividades o práctico del calendario agrícola, para adaptarlo a las nuevas necesidades. Sin duda, estamos en una época en la que podemos hablar de dos velocidades temporales, de dos ritmos de vida totalmente distintos. Uno el rural, pendiente del sol, de la luna, de la lluvia o del descanso dominical; otro el de la ciudad, en el que imperan los tiempos de entrega de encargos artesanales, las idas y venidas de mercaderes o los viajes nocturnos para compras y ventas. No estaría mal recordar que en el siglo XIV, en las dinámicas zonas comerciales de Flandes, en el norte de Europa, existían ya relojes públicos que regían buena parte de las actividades diarias. En la Península Ibérica se conservan documentos de finales del siglo XIV, que constatan las negociaciones por hacerse con relojes o con servicios de relojeros, quienes debían instalar sus inventos en las catedrales de Valencia, Barcelona o Sevilla. Para el medievalista francés, se pasa del tiempo de Dios al tiempo de los hombres.
No nos engañemos, no todos viven el mismo ritmo de los días, ni todos trabajan por igual. Como es de sobra conocido, durante la Baja Edad Media, existían grupos privilegiados y grupos que carecían de privilegios. Es evidente que, tanto unos como otros, poseían ritmos muy diferentes. Otra de las etapas en las que generalmente imperaba el descanso era la noche. Muchos gremios y organizaciones de oficio impedían a sus miembros trabajar durante la noche. La oscuridad era aprovechada para el descanso, para reponer fuerzas de un día para otro, o para los espacios reservados de la vida privada. En las zonas rurales, se trabajaba desde que salía el sol hasta que se ponía, de sol a sol, tal y como suele expresarse de manera coloquial.
Ante los ojos de cualquier espectador del siglo XXI, el mundo del final del medievo podría parecernos precario y efímero. Pero, si se analizan con detenimiento, podríamos observar que las formas de vida variaban mucho en función de la clase económica y social a la que se pertenecía. Por ejemplo, en el caso de la vivienda, si analizamos las diferencias las conclusiones saltan a la vista. Por un lado, las casas habitadas por campesinos, por gentes vulgares —en el buen sentido de la palabra— o por simples trabajadores, eran muy austeras. La vivienda apenas contenía cuatro paredes en las que sus moradores se resguardaban del frío o del calor de las distintas épocas anuales. En torno a estas viviendas, surgían una serie de habitaciones cuyo uso no era exclusivo para el descanso de sus habitantes. Los propietarios no podían permitirse el lujo de perder el grano o parte de la cosecha que acababan de recoger, por ello lo resguardan en el interior de la vivienda, poniéndolo a salvo de animales u otros contratiempos.
A su vez, buena parte de las tareas agrícolas requería tediosas labores de corte, de limpieza o de trabajos manuales que solían hacerse en el interior de la casa. Los espacios de las familias campesinas también eran habitualmente compartidos entre animales y personas, ya que no debían correr el riesgo de perder animales, a la vez que algunos de ellos eran utilizados tanto para la elaboración de la comida como para su explotación, extrayéndoles por ejemplo leche, tal era el caso de cabras o vacas. La vivienda campesina era a su vez un granero, un taller o un establo, en definitiva un espacio polivalente dentro de las posibilidades del momento y que se adaptaba también a las necesidades de albergar más o menos hijos o parientes, más o menos animales, e incluso espacios mayores de uso campesino (como la guarda de parte de la cosecha o de leña para el fuego). Para la elaboración de la vivienda, solían utilizarse materiales de la zona que no fueran demasiado caros y que además fueran fáciles de suplantar; habitualmente se utilizaba el barro, la madera y la piedra según las zonas y la abundancia de los mismos. Las casas en su mayoría eran modestas y solían tener una planta o como mucho una estancia superior para el descanso o como almacén. Los útiles eran escasos, solían guardarse de generación en generación y rara vez se acudía a la compra de nuevos útiles para la vivienda. Las labores campesinas exigían que en el caso de necesidad de compra de nuevas herramientas, éstas tuvieran una prioridad, ya que sin trabajo no había alimento, y el alimento podía cocinarse en una olla u en otra de manera independiente.
Como en otros aspectos, los cambios fundamentales respecto a las viviendas los encontramos en el seno de las ciudades. En las mismas, comparecen además de las viviendas modestas, otras que acabarán configurando una nueva fisionomía en las urbes. Con el crecimiento demográfico y la existencia de las murallas, conforme se quedan sin espacio en el que construir viviendas, algunas comenzarán a ganar en altura, añadiendo otro piso para el descanso y las habitaciones. En las ciudades, la exigencia de muchos artesanos y ante la imposibilidad en ocasiones de poseer más de una vivienda, requería la adaptación del espacio privado al laboral. Algunas viviendas en las ciudades se convierten en talleres, teniendo en las plantas bajas las zonas de trabajo, taller o tienda, mientras que en las superiores se reservan las zonas privadas de la casa. En las zonas urbanas, aunque dependiendo de las influencias romanas, musulmanas o en caso de tratarse de nuevas ciudades, muchas viviendas se configuran en torno a patios o corrales interiores que pueden ser privados o bien compartidos con otras viviendas. Si en las áreas rurales los grupos destacados económicamente viven en castillos o grandes construcciones, en la ciudad serán los burgueses y los grandes mercaderes los que marquen la gran diferencia. De entre los mismos, los más ricos se harán construir imponentes palacios en los que no falta ningún lujo ni detalle. Desde las familias de grandes cartógrafos como los Cresques, que en Palma contaban con esclavos, baños privados, agua y otros privilegios, hasta las viviendas de los grandes mercaderes barceloneses quienes decoraban sus casas con obras artísticas de la época.
Las costumbres de la época incluían también un amplio calendario festivo que en parte se ha conservado en la actualidad. La mayor parte de las festividades que se celebran durante el bajomedievo son de carácter religioso. Junto al carácter religioso de las mismas, los ritmos urbanos y rurales que hemos comentado con anterioridad, así como las actividades cotidianas de estos hombres y mujeres, también marcaban en cierta medida este calendario de festividades. En la práctica, las festividades medievales eran un claro organizador del calendario anual, por ejemplo muchas de las actividades agrarias o fiscales se hacían siempre antes o después de tal o cual fiesta. Así, en los documentos de la época, cuando algunos campesinos pedían dinero prestado para sembrar, advertían en el contrato que harían el pago después de una fecha determinada, pues sabían que era el momento más idóneo para retornar aquello que habían demandado. Las fiestas y celebraciones comunitarias eran un momento perfecto para fortalecer lazos entre los distintos grupos y para sociabilizarse con el resto de los habitantes de la zona.
Aunque el nombre de las fiestas, las músicas o los vestidos variaban de unas zonas a otras, lo cierto es que la gran mayoría de ellas eran bastante similares. En cuanto a su origen, algunas se remontaban a épocas que se pierden en el tiempo, aquellas que se relacionan con la naturaleza, con el sol, la luna o los cambios de estaciones (el solsticio de invierno y el estival que coincide con las tradicionales hogueras de San Juan). En los ciclos agrícolas los festejos se asociaban a las cosechas o a la siembra. Por ejemplo, en las zonas de producción vinícola solían celebrarse fastos durante la vendimia. Estos actos tradicionales procedían en muchos casos de épocas prerromanas, algunos se habían mezclado con elementos religiosos, mientras que otros continuaban con elementos paganos. En cuanto a las celebraciones de este tipo, en la documentación de la época, abundan las referencias a actos o procesiones a santos o lugares para demandar agua en momentos de sequía o la finalización de ciertas calamidades como las plagas.
Las principales fiestas de carácter religioso no han mudado mucho desde los siglos medievales hasta la actualidad, quizá han cambiado algunos detalles en cuanto a su liturgia o al desarrollo interno de las mismas. De entre las más importantes nos encontramos con la Semana Santa o con la Navidad; otras como el carnaval si bien pudieron no ser estrictamente de origen religioso, lo cierto es que en esta época se les asocian elementos característicos de las mismas, al incorporarse a la cuaresma cristiana. También en los ámbitos familiares se celebraban algunos actos como las bodas o los funerales en los que se entremezclaban las funciones comunitarias religiosas y la más estricta intimidad familiar.
También, y propias de la época, son aquellas fiestas que ponen en valor la fuerza o la audacia representada en el ideal caballeresco. Así, era bastante habitual encontrarse con justas o torneos de caballeros que competían para demostrar su osadía obteniendo así el reconocimiento de sus vecinos. Estas fiestas se acompañaban de banquetes y de otro tipo de espectáculos musicados, y solían estar financiadas por los reyes o los señores más importantes. Las celebraciones buscaban también fortalecer las uniones entre los caballeros, los señores y también el pueblo que acudía expectante. Pese a lo que pudiera parecer, en los torneos que se realizaban no se buscaba acabar con el adversario, en muchas ocasiones las armas eran simuladas. En el combate se aspiraba a entretener al público y de la misma manera demostrar en la práctica la entereza y fortaleza de los caballeros y del ideal que representaban. No debemos confundir este tipo de celebraciones con justas que surgían como disputas entre familias o grupos nobiliarios, en las que se buscaba la venganza o la justicia. Algunos de los caballeros que participaban en estos torneos tenían gran fama y eran reconocidos en varios lugares, por lo que los reyes también se hacían con sus servicios a la hora de organizar este tipo de festejos. Las justas también eran un entrenamiento para aquellos cuyo oficio era el de la guerra. Este tipo de festividades, alejadas de los ciclos de la naturaleza y de las de origen religioso, se enmarcan en un tercer grupo de fiestas que podríamos denominar como políticas. Entre las mismas también podemos incluir los fastos y festejos que se venían haciendo cuando se cambiaba de rey o cuando se ganaba una gran batalla. En algunas zonas las visitas de los nuevos monarcas eran acompañadas de ciertas celebraciones, aunque no todo eran festejos, ya que también muchos monarcas de Castilla, León o de Aragón solían acompañar el inicio de su gobierno con impuestos específicos a tal evento. Junto a estas celebraciones más institucionales, coexistían otras de tipo popular en las que se unían también las danzas, bailes, la música y por qué no la gastronomía de la zona. Las tradiciones y costumbres rurales y populares conservan elementos religiosos y paganos, medievales y ancestrales, en definitiva una simbiosis que dificulta la explicación de las mismas, pero sí que evidencia su antigüedad e incluso su permanencia y recuperación en la actualidad.
BEBER, COMER Y ALIMENTARSE
Los alimentos fundamentales de la dieta medieval eran el vino y el pan. En la alimentación medieval el producto por excelencia y la base fundamental de la alimentación era el pan. El pan, que podía obtenerse de múltiples cereales, era consumido por todas las clases sociales y prácticamente en todas las comidas. Los principales cereales que se producían en España eran el trigo, la cebada o el centeno. De los mismos, y tras la molienda, se obtenían productos panificados que se conservaban en la mayoría de las casas. En las crónicas de la época, se habla tanto de pan como de hambres, por lo que podemos imaginar que la disponibilidad del mismo estaba muy asociada a las condiciones climáticas y a las cosechas, siempre irregulares. El pan se producía de una manera muy similar a la actual, los cereales comentados podían variar de una zona geográfica a otra en función de su clima. Por lo general, para la fabricación de pan solía acudirse a los hornos reales, que dependían de la monarquía. Para su uso debía pagarse una cantidad económica nada despreciable; otros lugares en los que se manufacturaban un número de panes elevado era en los monasterios o en hornos privados de grandes señores. En la época también había familias que tenían su propio horno, aunque la capacidad de fabricación en los mismos era mucho menor y solía destinarse al autoconsumo.
Durante los conflictos armados solían también atacarse las cosechas, pues su destrucción era fundamental para debilitar al enemigo y desabastecer ciudades. Conservamos multitud de testimonios que nos hablan de épocas de gran escasez de cereal, generando hambrunas de considerable importancia. Durante algunas épocas del año, los cereales podían escasear. Si esto sucedía, gran parte de la población podía pasar hambre e incluso aumentaba la mortalidad por inanición o ausencia de alimentación. En determinadas zonas de la Península Ibérica y en las Baleares en las épocas de escasez de cereales, éstos eran sustituidos por los frutos secos. Los frutos secos aportaban proteínas y energía suficiente para poder subsistir.
Los cereales no sólo se molían para convertirse en pan; también encontramos su uso en tortas, sopas o gachas en función de la época del año y de las necesidades alimentarias de la población. También tenemos constancia del consumo de legumbres que se utilizaban como sustitutivas de los cereales. Su uso como harinas era ocasional y marginal; se conoce para esta época la existencia y el uso de la almorta o el chícharo, que convertido en harina se utilizaba para elaborar panes o derivados. Su utilización, generalmente entre las capas más pobres de la sociedad, llegaba incluso a provocar enfermedades como el latirismo, pudiendo originar parálisis musculares.
En un mundo tan creyente y devoto como el medieval, el pan también jugaba un papel fundamental en el imaginario y en la liturgia. Se utilizaba en distintas ceremonias religiosas y su abundancia era símbolo de prosperidad comunitaria. Esta utilización del pan en determinadas ceremonias religiosas no debemos circunscribirlo al cristianismo, pues tanto en rituales judíos como en musulmanes era habitual el consumo de panes especiales. En las festividades religiosas se fabricaban panes y dulces especiales con los que se acompañaban comidas y cenas. En unión también con el pan y en relación con el simbolismo anteriormente señalado, tenemos el uso generalizado del vino. La fermentación de la uva para la obtención de vino ya se conocía en la Antigüedad en la Península Ibérica. Su difusión, gracias al mundo romano y a su uso posterior en ceremonias cristianas, lo hará convertirse en una bebida muy popular. Beber vino para las mujeres y hombres del bajomedievo no es pecado, aunque su consumo en abundancia pudiera provocar situaciones poco ejemplarizantes.
Para la elaboración del vino se podían utilizar molinos muy similares a los prensadores que también preparaban el grano o el aceite, aunque con ciertas modificaciones. En algunos territorios, el vino debía de tener un dudoso gusto, pues era costumbre rebajarlo con agua para poder así ingerirlo. También era necesario, y así se hizo, habilitar lugares específicos con grandes barricas de madera para asegurarse tanto la fermentación correcta como la conservación del producto. Durante los siglos XIII-XV, era habitual condimentar los vinos con especias, pues además de mejorar su conservación les otorgaban ciertas funciones médicas y curativas. De hecho, desde el mundo antiguo se usaba en funciones medicinales o en la mitigación del dolor. De la misma manera, el consumo de vino era un importante aporte alimentario en las dietas más pobres.
La dieta de la época se completaba con otros alimentos. De entre los mismos, quizá las frutas y las legumbres son las que más testimonios nos han legado. Aunque su consumo y variedad era muy diferente de unas zonas a otras, del interior a la costa o del Mediterráneo al Atlántico. El pescado y la carne eran alimentos caros, su compra estaba restringida a las capas más altas de la sociedad o bien reducido su uso al de las grandes festividades. El pescado sí se podía consumir en grupos más amplios de población en las zonas en las que era abundante. En las ciudades, los precios eran bastante elevados, con lo que su ingesta sí estaba más reducida y no era apta para todos los bolsillos. Los pescados también variaban mucho de unos lugares a otros; en el Mediterráneo su uso parecía más extendido y también en zonas del Cantábrico y costas gallegas. En el interior, pese a lo que podamos imaginar, las ciudades no estaban desabastecidas, ya que existían grupos que podían comprarlos y consumirlos. En estas zonas, alejadas de la costa, era habitual el consumo de pescados de río o de agua dulce como las truchas.
Otro de los métodos habituales utilizados tanto para la conservación del pescado como para su consumo eran las salazones. El pescado fresco no se conservaba durante mucho tiempo, la técnica del salazón era muy antigua y se utilizaba sobre todo en determinadas especies como los arenques o el bacalao.
El cuarto elemento fundamental de la alimentación medieval, junto con el pescado, el vino y el pan, fue la carne. También el consumo de carne podía variar de unos lugares a otros. Consumir carne también era demasiado caro para la inmensa mayoría de las personas, pues el sacrificio de un animal implicaba para estas clases populares perder los posibles alimentos que de ellos extraían (principalmente huevos, leche y queso). La imagen que se tiene del consumo masivo de carne y de los grandes banquetes y fastos del mundo medieval estaba reducida a los grupos nobiliarios y era mucho menos habitual de lo que podríamos pensar. Las clases populares también podían alimentarse de carnes, bien mediante la caza, o bien mediante la compra, aunque sus precios les limitaban el consumo a despojos cárnicos. Algunos grupos de monjes no comían —por creencia— carne, pues aventuraban su llegada al paraíso en el que su consumo no existía. De todos modos, tanto las carnes como los productos anteriormente señalados como las características de su consumo eran muy variadas en función del grupo social y económico al que uno pertenecía. En la Baja Edad Media y gracias a la gran movilidad que tienen los mercaderes medievales, a las peregrinaciones y a otros contactos, se introdujeron en España nuevas especias que venían de Oriente o de África como la canela o el azafrán, aunque algunas de ellas eran demasiado selectas para el uso cotidiano.
EL FINAL DE LA EXISTENCIA.
LA MUERTE EN LA BAJA EDAD MEDIA
En la sociedad medieval, la muerte es uno de los elementos más omnipresentes. Durante este período, las hambres, las epidemias, los numerosos enfrentamientos militares, junto con la corta esperanza de vida existente, hacían de la muerte un fenómeno familiar. Los hombres y mujeres del medievo convivían con ella con cierta normalidad, ya que era tan cotidiana que se les hacía más cercana. Es evidente que la percepción que se tiene de la muerte o de la mortalidad no es igual durante todo el período medieval y que afectará de una manera o de otra según a las personas o a los individuos a los que afecte. Pese a ello, podemos hacer una interpretación general sobre la sensación y la impresión que se tenía de tal fenómeno entre los siglos XIII y XV. Para algunos historiadores, la muerte en el mundo medieval aparece asiduamente como una fiesta más, como un episodio cotidiano del paso del tiempo y con la que deben convivir todos sus contemporáneos. Las ceremonias cambiarán en función del origen social y económico del difunto, aunque ya por esta época encontramos ejemplos de velatorios en casas privadas o en iglesias, cuando el personaje así lo necesitaba. Los personajes más importantes del momento eran embalsamados, así los nobles, obispos o reyes, eran preparados tras la muerte para su conservación. La categoría del fallecido también se manifestaba y diferenciaba según el lugar en el que era enterrado. Por ejemplo, dentro de las iglesias eran exclusivamente sepultados los eclesiásticos o los grandes señores que habían colaborado (de forma económica, se entiende) en la misma. Según los datos que conservamos, bien sean documentos notariales o fuentes artísticas o bien mediante excavaciones, los miserables, los pobres o los esclavos —como era de esperar— eran generalmente enterrados en fosas comunes, ya que era mucho más saludable y económico para las autoridades.
¿Cuáles eran los principales motivos de fallecimiento en el mundo bajomedieval? Una de las principales causas de muerte del mundo medieval era la muerte por enfermedad o por hambrunas. Las pestes o las inundaciones que asolan un mundo tan agrario como el de esta época afectan sobremanera a las condiciones de vida de sus habitantes y a sus condiciones alimentarias. Por lo que en muchos casos, las personas no se alimentaban bien o no tenían nada para comer si la cosecha no les acompañaba. Claro que ésta no afectaba a todas las personas por igual, que la mala alimentación acompañaba a las capas más pobres de la sociedad y que campesinos y grupos marginados eran los más sacudidos por las carestías. Sin embargo, las epidemias como la gripe, la peste o enfermedades como la neumonía, se llevaban por delante a cualquiera al que infectaban, sin importar su condición social o económica. Así, la peste negra de 1348 pudo matar a un pequeño campesino autosuficiente del interior de Teruel, a un esclavo en una ciudad como Sevilla o al mismísimo rey de Castilla Alfonso XI. En este sentido, la muerte y algunas enfermedades de las que no se conocía remedio, hacían a todos igual, a siervos y señores, a esclavos y propietarios.
Otra de las causas fundamentales de la elevada mortalidad en el mundo medieval era la muerte por violencia. Sobre el concepto de violencia medieval mucho se ha escrito y mucho se ha dicho, sobre si en la Edad Media todo era tenebroso y donde reinaba la gran violencia. Es evidente que existieron episodios violentos, pero ¿acaso el mundo antiguo fue pacífico, acaso el mundo moderno con las llamadas «guerras de religión» o con la conquista de América son un ejemplo para afirmar que eran más o menos civilizados? ¿Acaso en la actualidad no estamos también rodeados de episodios extremadamente violentos? Con ello, no quiero más que reflexionar en voz alta y no llevarnos a engaño: en el mundo medieval existió mucha violencia, sí, pero no mucha más que en otras épocas. Debido al número elevado de enfrentamientos militares, muchas personas fallecían en el transcurso de batallas. Algunas de las luchas que suceden en esta época fueron verdaderas masacres. Muchos historiadores contemporáneos no suelen ponerse de acuerdo en los hechos e incluso nos muestran cifras de muertos en el campo de batalla que parecen excesivamente altas como en el caso de la batalla de Las Navas de Tolosa. Puede que no sean ciertas; lo que sí es cierto es que en algunas de ellas murieron miles de personas, con las graves consecuencias que ello tuvo.
De la misma manera, existió un grupo importante de fallecidos por muerte natural. Entre los mismos destacaba el número de fallecidos en edades tempranas. Casi todos los testimonios del momento nos hablan de la existencia de una mortalidad infantil muy elevada. La mala alimentación de la madre durante el embarazo y del nacido en sus primeros momentos eran motivos más que suficientes para asegurar estas elevadas tasas. También el trato y la situación higiénica o sanitaria no ofrecían siempre todos los requisitos para asegurar la viabilidad del neonato. Además de la mortalidad infantil, en este grupo podríamos añadir las muertes de madres en el momento del parto o de personas mayores por causas naturales.
Existía una creencia generalizada de que los muertos sólo dejaban de existir físicamente y que en el más allá continuaba su existencia de una forma o de otra. También se pensaba que el espíritu de aquellas personas fallecidas cuidaba de sus seres queridos, por lo que normalmente éstos, los vivos, los veneraban y cuidaban los lugares en los que eran enterrados con sumo respeto. Siempre que la ocasión lo permitía, los funerales se convertían en una de las principales festividades el mundo medieval. Aunque los fastos y la grandiosidad del personaje podían hacer que unos fueran recordados mientras que otros resultaban prácticamente inexistentes. Destaca, por las muchas representaciones artísticas, la presencia de plañideras en los cortejos fúnebres. Las plañideras, desde la Antigüedad, eran unas mujeres que, enlutadas, seguían la celebración del entierro, bien durante el sepelio o bien durante la procesión posterior al ritmo de sus llantos. Por ello, las plañideras cobraban un sueldo de parte de la familia del difunto. También en esta época se pensaba que cuanto mayor fuese el número de personas que acompañaban a un muerto mayor era su gloria y su poder económico, por lo que muchas familias muy adineradas pagaban costosas cantidades para que sus seres ya fallecidos fueran llorados como toca. Pese a las festividades y a los actos que se desarrollaban en torno a la muerte, debemos decir que no dejaba de ser una situación en la que todos tenían cierto temor. Unos por no dejar descendencia, otros por no haber casado a sus hijos, otros por perder mano de obra, y todos por ir a un estadio desconocido y del que sabían realmente muy poco.
Conceptos clave
Aljama
Aunque el término es complejo, generalmente se refiere al conjunto de instituciones sociales, económicas, políticas y religiosas que regían a las comunidades judías del mundo medieval. En su mayoría, las aljamas se instalaron en barrios en los que habitaban judíos, éstos se denominaban juderías; aunque también el término se utiliza para designar barrios musulmanes, llamados morerías. Las aljamas medievales de origen judío tenían sus propias instituciones y muchas funcionaban de forma autónoma, dentro de la misma ciudad, estando bajo jurisdicción real. En las zonas de habla catalana se denominaron calls.
Gremios
Asociación u organización de trabajadores de un mismo oficio que surgió en la Baja Edad Media. Regulaban sus actividades mediante amplios estatutos y ordenanzas propias. Estaban organizados de forma jerárquica y para acceder a ellos se debían seguir todos los pasos del escalafón: de aprendiz a oficial y de ahí a maestro. En la época, algunas de las organizaciones gremiales acapararon mucho poder, convirtiéndose en verdaderos grupos de presión que dictaminaban algunas de las decisiones que se acometían en las ciudades.
Malos usos
Son un conjunto de costumbres de origen feudal, en su mayoría impuestos, gravámenes y derechos, a los cuales debían someterse los campesinos. Los malos usos eran muy variados y durante la Edad Media fueron motivo de muchos abusos por parte de los señores ante sus siervos campesinos. Conforme se avanza en el tiempo, algunos los verán abusivos y se levantarán en armas. Otros serán partidarios de su limitación o de su eliminación legal, recuperando así viejas costumbres legales como por ejemplo el Derecho Romano, el cual consideraban más justo.
Órdenes militares
Instituciones militares y religiosas que surgieron en el contexto de la lucha entre los reinos cristianos y musulmanes. Las órdenes militares hispánicas surgen a imitación de las instituciones que se generaron en el ámbito europeo durante las Cruzadas. En las mismas se unía el sentido religioso de las organizaciones monásticas y el espíritu militar, sus integrantes eran una especie de monjes-soldados. Las de mayor proyección fueron las órdenes de Calatrava, Alcántara, Santiago y Montesa.
Repoblación
Hace referencia a las iniciativas que llevaron a cabo los monarcas cristianos para poblar los territorios que habían conquistado. En el contexto de la Edad Media hispana, el término se utiliza también para designar las medidas y privilegios que los monarcas otorgaban, con la finalidad de atraer población con la que ocupar los grandes despoblados con los que se iban encontrando. El término está íntimamente ligado al concepto de Reconquista.
Textos clave
EL RENACIMIENTO DE LAS CIUDADES
Los concejos de las ciudades
«Ahora bien, ¿cómo se integraba esa asamblea consejil? En cada consejo podemos distinguir varios tipos de asambleas, considerando, en primer lugar, su radio de acción, en segundo término, su periodicidad.
»Las asambleas más amplias serían las que reúnen no sólo a los hombres de la villa sino también a los de las aldeas: el consejo de villa y aldeas. Estas reuniones se realizaban, por lo común, en la villa, centro político del término; aunque podía ocurrir que se efectuaran fuera de ella y en algunos de los lugares que hubieran suscitado los problemas a tratar. Encontramos luego los del consejo de la villa y, finalmente, los de aldea y colación...
»En cuanto a su importancia, el primero de éstos es el juez, cabeza del gobierno local, quien cumple funciones políticas, militares, judiciales, económicas y financieras. Los alcaldes, representantes por excelencia del concejo, eran en verdad jueces. A diferencia del juez, aparecen siempre en número plural. Aparte de los que hemos nombrado, había funcionarios menores...»
CARLÉ, María del Carmen y otros: La sociedad hispanomedieval. I. La ciudad, Gedisa, Barcelona, 2001, pp. 33-35.
Las nuevas ciudades y su aspecto
«Las urbes medievales andaluzas, como la mayoría de las europeas de la época presentaban un aspecto deslucido, polvoriento o fangoso, según la ocasión, al no estar pavimentadas sus calles. La inversión que suponía esta obra era de tal cuantía que tardó mucho en empedrarse pero, también, el hecho de que se inicie al mismo tiempo en las principales ciudades, manifiesta un cambio de mentalidad con respecto al urbanismo. Los primeros intentos datan del siglo XV y corresponden a la iniciativa particular. En 1418 una rica dama sevillana llamada Guiomar Manuel dejaba una manda testamentaria importante para “solar” o “ladrillar” calles de su ciudad. El “solado” de las calles más principales y concurridas de Sevilla no se acometió por el municipio hasta finales del siglo XV... Era material poco duradero y el municipio obligaba a los vecinos de las calles a efectuar el mantenimiento y las reparaciones precisas: los clérigos y sus inquilinos se resistían a ello hacia 1500. Hacia 1525 estaría pavimentada la tercera parte de la red viaria de Sevilla. Muy poco antes, en 1523, comenzó el empedrado general de las calles de Córdoba, utilizando seguramente el sistema de “cantos rodados” unidos con argamasa, mucho más incómodo para los peatones pero más resistente que el “solado” con ladrillo al paso de las carretas. De Jerez se sabe que al término del siglo xv sus calles continuaban sin empedrar.
»Hubo otros servicios de uso público con reflejo sobre las inversiones urbanas. El más difundido son, tal vez, los baños. En el “Libro del Repartimiento” de Sevilla se documentan 19 casas de baño casi todas en las cercanías de la catedral, antigua mezquita mayor. Su explotación corría a cargo de diversas instituciones particulares. A pesar de la decadencia de su uso al término de la Edad Media, en el siglo XVI todavía funcionaban algunos en las collaciones de San Juan de la Palma, San Vicente (calle del Caño Quebrado) y San Ildefonso (baños llamados “de la reina Juana”), cuyo propietario era el cabildo catedralicio, que los mantuvo hasta 1762. De los baños almohades construidos en Jerez no sabemos más que que funcionaban en los siglos finales de la Edad Media.
»El juego y la prostitución eran vicios urbanos corrientes pero no resulta fácil por razones obvias, determinar a qué tipos de inversiones dieron lugar. Las penas en que incurrían los jugadores en ocasiones y la “renta del tablero” solían formar parte del fisco municipal, por ejemplo, en Úbeda, y el juego se practicó siempre a pesar de las prohibiciones eclesiásticas, acompañadas incluso de amenaza de excomunión. Respecto a la prostitución —nombre que no se conocía en los tiempos medievales— se sabe que la “mancebía” principal de Sevilla estaba junto al Arenal pero había diversas casas, llamadas “monasterios”, clandestinas dentro de la ciudad: el municipio, que regulaba el funcionamiento de la primera, procuró a menudo la extinción de la competencia ilegal representada por las segundas. En Cádiz hay noticias también de alguna casa de “mujeres enamoradas” y en Écija había “mancebía” principal y otras menores, como la instalada en 1479 junto a un mesón, lindando con el monasterio nuevo de San Francisco, cuyo padre guardián protestó por los ruidos y molestias que ambas instalaciones causaban a la vida conventual...
»Entre los edificios de propiedad privada casi siempre construidos o mantenidos con finalidad económica destacan las alhóndigas o mesones, de clara filiación islámica, aunque en su mayoría fuesen construidos en tiempos cristianos. Servían para el almacenamiento y venta de mercancías (mesones del vino en Sevilla, y del esparto, en Córdoba y Sevilla), aunque también otras veces para alojamiento de comerciantes, arrieros, carreteros y otros transeúntes (en Córdoba: alhóndiga en la plaza de tal nombre, mesones del Potro o “de la pastora”, de la Coja, de los Leones). Por último, desde el momento de la repoblación se conoce la existencia de almacenes, como los destinados a aceite, cerca de la Puerta del Aceite sevillana, y bodegas para vino. Las alfarerías y ollerías en arrabales y zonas extramuros fueron frecuentes: en Triana se citan ya en 1314. También son frecuentísimas las menciones a hornos de pan llamados a veces “hornos de poya” cuando se seguía determinada técnica de cocción, y lo mismo ocurre con las tahonas.
»Las aceñas o molinos hidráulicos de cereal fueron muy apreciados como fuente de renta por instituciones e individuos de las clases aristocráticas que los reciben en merced o, en otras ocasiones, promueven su construcción. He aquí algunos ejemplos: las aceñas que el municipio sevillano tenía instaladas y cedidas en arrendamiento a lo largo de los “Caños de Carmona”, o las poseídas por diversas instituciones, entre ellas órdenes militares, en el río Guadaira a su paso por Alcalá, y las situadas en el Guadalquivir a su paso por Córdoba, aguas abajo del viejo puente romano (molinos de Martos y de don Lope García).»
LADERO QUESADA, Miguel Ángel: «Las ciudades de Andalucía occidental en la Baja Edad Media: sociedad, morfología y funciones urbanas», En la España Medieval, 10 (1987), pp. 79-83.
CONQUISTA, REPOBLACIÓN Y DEMOGRAFÍA
Reparto y repoblación territorial
«Poblaciones urbanas que, como Murcia y Crevillente, capitularon y abrieron sus puertas al heredero de Castilla, recibieron, en efecto, el convenido trato de favor y amistad, limitándose su ocupación al establecimiento en ellas de una reducida guarnición militar que asumiese el mando y defensa de la plaza, recibiera el vasallaje de sus respectivos arraeces o señores y el cobro de la mitad de sus rentas, a cambio del protectorado castellano. La población urbana continuaba siendo, igual que antes, masivamente musulmana, y bajo la obediencia directa de su Ra’is o señor propio, con la sola diferencia de que éste se había convertido por el Pacto de Alcaraz en vasallo de Castilla, a cuyo protectorado se había acogido, pagando el favor de la amistad, la protección y la paz castellanas con la mitad de los ingresos de su erario público.
»Ciudades, en cambio, murcianas, como Cartagena, Lorca y Mula, por ejemplo, que no acataron el Pacto de Alcaraz, se opusieron a la hegemonía castellana, cerrando sus puertas al infante don Alfonso, que hubo de someterlas por la fuerza de las armas...
»Entre los castigos que descargó el infante don Alfonso sobre las ciudades musulmanas que no se sometieron espontáneamente al protectorado castellano, figura la emigración forzosa del recinto urbano hacia tierras granadinas o norte de África, con la consiguiente pérdida de todos sus bienes raíces y demás beneficios que disfrutaban.
»Leemos a este respecto en la Crónica General de Alfonso X el Sabio que, conquistada la ciudad de Muía, tras largo y duro asedio, desterró a sus moradores en casi su totalidad, no respetando la residencia en ella más que a unos pocos, que agrupó en un barrio suburbano en el arrabal...
»Y acto seguido procedía el monarca castellano a reemplazar la población evacuada con nuevos pobladores cristianos, a los que asentaba dentro de la ciudad y hacía objeto de las casas y haciendas abandonadas, mediante los conocidos repartimientos oficiales.»
ESTAL GUTIÉRREZ, Juan Manuel del: «Problemática en torno a la conquista y repoblación de las ciudades musulmanas de Orihuela y Alicante por Alfonso X el Sabio», En la España Medieval, 7 (1985), pp. 797-799.
LA REPOBLACIÓN SALMANTINA
«Aplicamos el término repoblación a un proceso dilatado en el tiempo, y encaminado a incorporar territorios y grupos humanos a una organización política y administrativa. La situación generada en el siglo VIII supuso un cierto cambio en las dinámicas endógenas de urbanización, según las zonas conllevó la total desaparición, el estancamiento o la ralentización del proceso. Durante el siglo X las colonizaciones privadas impulsaron la configuración orgánica del futuro espacio urbano. Así, a inicios del XI se produjo en el norte del Duero la consolidación de una red de asentamientos que constituyeron la base de la colonización de su territorio. Fue en este momento cuando Ramiro II acometió la primera repoblación oficial del solar salmantino.
»El florecimiento urbano de Europa entre 1030 y 1230 se reflejó en los núcleos de los reinos de Castilla y de León. Al norte del Duero el proceso se intensificó con la caída del califato, conformando una red urbana de gran complejidad y estructura jerárquica. Tras la toma de Toledo en el 1085, se inició el avance de las posiciones cristianas desde la línea del Duero al Tajo. En este momento se acometió la repoblación de la Extremadura entre el Duero y la Sierra; y de la Transierra al sur del Sistema Central.
»Para la articulación de la Extremadura se implantó un sistema de gran eficacia: las Comunidades de Villa y Tierra. Cada una de estas comunidades contaban con una villa que ejercía como cabeza administrativa y territorial, a dichos núcleos se les encomendaron funciones urbanas. En este contexto debemos situar la segunda repoblación de Salamanca, que se vio favorecida por la intervención de un poder monárquico fortalecido, que a su vez configuró el concejo urbano para ser uno de sus principales apoyos. La reorganización administrativa conllevó una profunda articulación del espacio urbano. Se realizó un reparto espacial de funciones, que supuso un control del espacio por parte de las élites y por tanto un dominio sobre los habitantes de la futura ciudad, moraran o no anteriormente en el solar salmantino.
»Entre la segunda mitad del siglo XII y el XIII el espacio estaba ya articulado y las comunidades más o menos definidas. Era el momento de fortalecer su estructura interna y compensar los posibles desajustes espaciales. En este contexto debemos entender las intervenciones regias en lo que hemos dado en llamar las repoblaciones interiores, o el tercer momento repoblador. En estas páginas vamos a centrar nuestra atención en la intervención de las órdenes militares en dicha coyuntura, analizando la apropiación de un espacio urbano preexistente por parte de dichas instituciones y la profunda reestructuración que esto conllevó.»
GUTIÉRREZ MILLÁN, María Eva: «La acción de las órdenes militares en la configuración urbana de Salamanca: tercera repoblación o repoblación interior», Studia Historica. Historia Medieval, 22 (2004), pp. 58-59.
CAMBIOS ECONÓMICOS EN EL MUNDO BAJOMEDIEVAL
Las explotaciones mineras en el mundo medieval
«Hasta hace relativamente pocos años plantear una producción metalúrgica en época medieval era impensable, pero un examen más atento a la documentación arqueológica incide cada vez más en una importante producción, que está todavía por dimensionar en sus justos términos.
»En época hispanomusulmana la producción metalúrgica se encaró desde otras perspectivas, distintas a como se había desarrollado en la Antigüedad, aunque siguieron vigentes los mismos sistemas de prospección y extracción minera, y no puede presentarse por válida una tipología de labores exclusivamente romana.»
CANTO GARCÍA, Alberto; CRESSIER, Patrice (eds.): Minas y metalurgia en al-Andalus y Magreb occidental. Explotación y poblamiento, Casa de Velázquez, Madrid, 2008, p. 20.
Sobre el funcionamiento de la Mesta
«La Mesta estaba formada por los llamados “hermanos de la Mesta”. Se denominaba así a todos los ganaderos que cotizaban a la institución (el servicio del ganado), independientemente del número de cabezas que tuvieran. En los últimos años del siglo XV, época de auge de esta institución, se supone que pertenecían a la Mesta unos 3.000 ganaderos. El conjunto de los ganados de los asociados en la Mesta era la cabaña real. Pero dada la magnitud de ésta se hizo necesario dividir la cabaña, de acuerdo con los principales distritos ganaderos del reino. Surgieron de esta forma las cuadrillas (leonesa, segoviana, soriana y conquense). Se celebraban asambleas generales de la institución, con objeto de tomar acuerdos de interés común. En la época de Alfonso X había tres asambleas anuales, pero posteriormente sólo se celebraron dos juntas generales, adquiriendo la costumbre de carácter estable... El gobierno interno de la Mesta era muy complejo. Al frente de la institución se hallaba el “alcalde entregador mayor”, cargo de designación real, ocupado generalmente por personas influyentes de la nobleza castellano-leonesa. Los Reyes Católicos crearon el cargo de “presidente de la Mesta”, asignado al miembro más antiguo del Consejo de Castilla.
»En un segundo escalón estaban los “alcaldes entregadores”. De número variable, eran representantes del monarca en la Mesta, teniendo como funciones la protección de la institución y la persecución de sus enemigos, pudiendo imponer multas a los que violaran los privilegios de la asociación de ganaderos.
»El tercer escalón lo ocupaban los “alcaldes de la Mesta” o “alcalde de cuadrilla”, que tenían a su cargo la re-solución de los pleitos entre diversas cañadas. Para apelar contra las sentencias de estos alcaldes había unos “alcaldes de alzadas”. Pero la nómina de los oficiales de la Mesta no se agotaba con la relación de los diversos tipos de alcaldes. Había asimismo procuradores, con misiones diversas (los de los puertos recaudaban el servicio y montazgo; otros inspeccionaban rebaños; otros las dehesas, etcétera). También había contadores y receptores, que cuidaban de la hacienda interna de la Mesta, nutrida por las multas y la venta del ganado mostenco principalmente.
»El papel de la Mesta en la economía de la Corona de Castilla en la Baja Edad Media ha sido objeto de amplias discusiones. Junto a los apologetas de la institución ganadera no han faltado los detractores. Estos últimos han sido más incisivos, logrando poner en circulación una auténtica “leyenda negra” acerca de la Mesta.
»El auge de la ganadería lanar trashumante, y con él de la Mesta, habría tenido, desde este punto de vista, una incidencia claramente negativa en diversos aspectos. Por de pronto, la búsqueda obsesiva de pastos y la irrupción, frecuente, de las cañadas en los campos de cultivos habría dañado gravemente a la agricultura, víctima por excelencia del florecimiento ganadero en tierras de Castilla y León.»
MARTÍN, José Luis; VALDEÓN, Julio; GARCÍA SANZ, J. A.: La Mesta, Historia 16, Madrid, 1996, pp. 13-14.
LA CRISIS DEL SIGLO XIV
La gran peste negra de 1348
«Digo, pues, que los años de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios habían llegado ya al número del mil trescientos cuarenta y ocho, cuando a la egregia ciudad de Florencia, más hermosa que ninguna otra de Italia, llegó la mortífera peste; que o por obra de los astros celestes o por nuestra iniquidades, enviada por justa ira de Dios sobre los mortales para nuestra enmienda, tras comenzarunos años antes en los países orientales, y tras privarles de una innumerable cantidad de vidas, propagándose sin cesar de un lugar a otro se había extendido miserablemente. Y como no valía contra ella saber alguno o remedio humano, aunque limpiaran la ciudad de muchas inmundicias quienes habían sido oficialmente encargados de ello y se prohibiera entrar en ella a cualquier enfermo y se dieran muchos útiles consejos para mantener la higiene, y no valieran tampoco las humildes rogativas que elevaran las personas devotas de Dios hechas con procesiones no una sino muchas veces y con otros medios, casi al principio de la primavera de dicho año comenzó horriblemente y de manera sorprendente a mostrar sus dolorosos efectos. Y no como había sucedido en Oriente, donde a todo el que le salía sangre de la nariz era para él signo evidente de muerte segura, sino que en su comienzo a los varones e igualmente a las hembras, les nacían en la ingle o bajo las axilas unos bultos, unos de los cuales crecían como una manzana mediana, otros como un huevo, unos más y otros menos, que las gentes llamaba bubas. Y desde las dos partes del cuerpo indicadas, en poco tiempo, las ya dichas mortíferas bubas comenzaron a nacer y a crecer indistintamente en cualquier parte del cuerpo; y tras esto los síntomas de dicha enfermedad comenzaron a convertirse en manchas negras o lívidas que a muchos les salían en los brazos o por los muslos y en cualquier otra parte del cuerpo, a unos grandes y escasas y a otros pequeñas y abundantes...
»Para curar la enfermedad ni consejo médico ni poder de medicina alguna parecía que sirviese ni aprovechase... y esta pestilencia fue más virulenta porque prendía de los enfermos en los sanos con los que se comunicaban no de otro modo a como lo hace el fuego sobre las cosas secas o grasientas cuando se le acercan mucho. Y el mal fue aún mucho más allá porque no sólo el hablar y el tratar con los enfermos les producía a los sanos la enfermedad o les causaba el mismo tipo de muerte, sino que el tocar las ropas o cualquier otra cosa tocada o usada por los enfermos parecía transportar consigo la enfermedad al que tocaba. Loque voy a decir es tan asombroso de oír que si los ojos de muchos y los míos no lo hubiesen visto apenas me atrevería a creerlo, y menos a escribirlo, aunque lo hubiese oído de alguien digno de fe. Digo que el tipo de pestilencia descrita fue de tal virulencia al contagiarse de unos a otros que no solamente se transmitía de hombre a hombre, sino, lo que es más, y esto ocurrió muchas veces y de manera visible, si la cosa del hombre que había estado enfermo o había muerto de esta enfermedad la tocaba otro animal distinto a la especie humana no sólo le contagiaba la enfermedad sino que en muy poco tiempo lo mataba. De lo cual mis ojos, como se acaba de decir, tuvieron un día, entre otros, semejante experiencia. Que estando tirados los harapos de un pobre muerto de esta enfermedad en la vía pública y al tropezarse con ellos dos cerdos y éstos, según acostumbraban, cogiéndolos primero con el hocico y luego con los dientes y sacudiéndose en el morro, poco tiempo después, tras algunas convulsiones, como si hubiesen tomado veneno, ambos cayeron muertos sobre los funestos harapos.»
BOCCACCIO, Giovanni: Decamerón, Cátedra, Madrid, 1994, pp. 116-119.
CONSECUENCIAS DE LA PESTE NEGRA EN TARRAGONA
«Al Santísimo y Beatísimo Padre y señor don Clemente, por la providencia divina Sumo Pontífice, Fray Sancho, Arzobispo de Tarragona por voluntad vuestra, así como por la del devoto y humilde Capítulo vuestro, los Consultores y ciudadanos de esta ciudad besan devotamente vuestros pies. Porque cuando se atribula la máquina mundial es propio de su monarca acudir al remedio y es muy importante exponer la tribulación de los miembros humildemente, sobre todo siendo nueva y formidable para muchos; por todo ello, clementísimo padre y señor, no sin gran amargura, postrados a los pies de vuestra santísima beatitud aunque creyendo desmerecerlo, exponemos los amargores, pues el primer día del presente mes de mayo, los habitantes de la ciudad de Tarragona y de la mayor parte de la diócesis sufrieron el furor de la fiebre y la enfermedad que invadió la peste súbitamente y diariamente no deja de propagarse cruelmente así que la úlcera o glándulas que no solían ser mortíferas en tres días conducen a la muerte; y de tal forma que quienes padecen las glándulas o úlcera o algún género de enfermedad se tienen como ciertamente que morirán breve y rápidamente y cuando uno de una familia muere, todos o la mayoría mueren en breve con la que para algunos es una verdadera invasión. Muchos también atemorizados por la imaginación y en la mayoría de las veces, según se cree, por el temor, mueren igualmente sin enfermedad corporal, puesto que recuerdan los dolores de los demás, y muchos conducidos por éstos rápidamente a la pérdida de la razón antes de que puedan confesar y recibir los sacramentos de la Iglesia y según parece igualmente mueren arrepentidos después de gran intervalo de tiempo y tal vez en cuerpo y alma, a no ser que ellos manifiesten la piedad divina. Ya, Padre santísimo, el clero parroquial no da abasto para dar sepultura a los fallecidos ni para conferir a los demás enfermos los Sacramentos para los enfermos. ¿Qué más? De tal manera dicha peste se introdujo en esta ciudad y diócesis que, de lugar en lugar y de día en día se extiende, por lo que si no viene rápidamente el divino remedio y la concesión de la indulgencia plenaria por parte de vuestra santidad, que ofrezca consuelo a los que quedan vivos, lo que no ocurra, morirán brevemente, totalmente eliminado el decoro de la vida, y, lo que Dios no quiera, dicha tierra se dirigirá al oprobio de la desolación e inhabitabilidad.»
DÍAZ PLAJA, Fernando: Historia de España en sus documentos. Siglo XV, Cátedra, Madrid, 1984, pp. 153-154.
LOS ESPACIOS PRIVADOS EN EL MUNDO MEDIEVAL
La alimentación y el consumo de pan en un monasterio medieval
«Parece evidente que la dieta básica del hombre medieval era la compuesta por el binomio pan-vino. No voy a referirme al vino porque, claramente, merece y necesita un tratamiento diferenciado. Voy a limitarme, en consecuencia, al pan que se comía en los monasterios.
»Si nos atenemos a los contratos agrícolas, en especial a los foros, parece obvio que el cereal más cultivado en la mayor parte de los territorios de la Galicia medieval, era el centeno. La producción foral de Rocas, San Estebo, Ramirás, San Clodio, Pombeiro u Oseira lo confirman. Un caso especialmente llamativo es el del monasterio femenino de Ramirás. Las referencias documentales al centeno son el triple que las de cualquier otro cereal.
»El trigo iría en un segundo lugar y no siempre. Las condiciones climáticas y del suelo en la mayoría de Galicia no favorecen, en demasía, el cultivo de trigo. Otros cereales panificables cultivados eran la cebada, la avena, el mijo, etc. Teniendo en cuenta esta realidad, todo conduce a pensar que el pan mayoritario en las mesas de la Galicia del medioevo era de centeno, muy frecuentemente de mezcla de los diversos cereales disponibles, muy raramente sólo de trigo. Y es que, tal y como ha quedado grabado en la memoria de muchos de nuestros abuelos, el pan blanco fue, durante siglos, una suerte de lujo de dulce, de objeto con un valor casi medicinal. De hecho, durante una época, los monasterios cistercienses sólo permitían el consumo de pan blanco en la enfermería y durante la época en la que se les practicaba la sangría a los monjes.
»De todos modos, da la impresión de que el pan blanco estaba muy presente en las mesas de nuestros refectorios. Volvamos a considerar el documento de Samos en el que abad y comunidad llegaban a un acuerdo para el reparto de rentas. El abad se comprometía a dar a sus monjes el doble de trigo que de centeno, pero especificaba que el centeno podría servir para cambiarlo por trigo. O lo que es lo mismo, se espera que el pan mayoritariamente consumido por la comunidad sea de trigo.
»Podrían ponerse muchos más ejemplos. Las comidas debidas al señor monástico incluían siempre pan de trigo. El “prandium” que el prior de Barbadelo debía dar en honor del abad samonense es un ejemplo que ya hemos visto previamente. Pero los oficiales o representantes de los señores monásticos solían ser agasajados con este mismo tipo de pan. Así, por ejemplo, los foreros de San Estebo en el siglo XV estaban obligados a llamar al mayordomo para pedir vendimia o malladura, con un maravedí de pan blanco.»
ANDRADE CERNADAS, José Miguel: «En el refectorio: la alimentación en el mundo monástico de la Galicia medieval», Semata, Ciencias Sociais e Humanidades, 21, 2009, pp. 45-64 .
La muerte en el siglo XV
Recuerde el alma dormida,
avive el seso e despierte
contemplando
cómo se passa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el plazer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parescer,
cualquiere tiempo passado
fue mejor.
Pues si vemos lo presente
cómo en un punto s’es ido
e acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo non venido
por passado.
Non se engañe nadi, no,
pensando que ha de durar
lo que espera
más que duró lo que vio,
pues que todo ha de passar
por tal manera.
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
qu’es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
e consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
e más chicos, allegados, son iguales
los que viven por sus manos
e los ricos.
Dexo las invocaciones
de los famosos poetas
y oradores;
non curo de sus ficciones,
que traen yerbas secretas
sus sabores.
Aquél sólo m’encomiendo,
Aquél sólo invoco yo
de verdad,
que en este mundo viviendo,
el mundo non conoció
su deidad.
Este mundo es el camino
para el otro, qu’es morada
sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.
Partimos cuando nascemos,
andamos mientras vivimos,
e llegamos
al tiempo que feneçemos;
assí que cuando morimos,
descansamos.
Este mundo bueno fue
si bien usásemos dél
como debemos,
porque, segund nuestra fe,
es para ganar aquél
que atendemos.
Aun aquel fijo de Dios
para sobirnos al cielo
descendió
a nescer acá entre nos,
y a vivir en este suelo
do murió.
Si fuesse en nuestro
poder hazer la cara hermosa
corporal,
como podemos hazer
el alma tan glorïosa
angelical,
¡qué diligencia tan viva
toviéramos toda hora
e tan presta,
en componer la cativa,
dexándonos la señora
descompuesta!
Ved de cuán poco valor
son las cosas tras que andamos
y corremos,
que, en este mundo traidor,
aun primero que muramos
las perdemos.
Dellas deshaze la edad,
dellas casos desastrados
que acaeçen,
dellas, por su calidad,
en los más altos estados
desfallescen.
Dezidme: La hermosura,
la gentil frescura y tez
de la cara,
la color e la blancura,
cuando viene la vejez,
¿cuál se para?
Las mañas e ligereza
e la fuerça corporal
de juventud,
todo se torna graveza
cuando llega el arrabal
de senectud.
Pues la sangre de los
godos,
y el linaje e la nobleza
tan crescida,
¡por cuántas vías e modos
se pierde su grande alteza
en esta vida!
Unos, por poco valer,
por cuán baxos e abatidos
que los tienen;
otros que, por non tener,
con oficios non debidos
se mantienen.
Los estados e riqueza,
que nos dexen a deshora
¿quién lo duda?,
non les pidamos firmeza.
pues que son d’una señora;
que se muda,
que bienes son de Fortuna
que revuelven con su rueda
presurosa,
la cual non puede ser una
ni estar estable ni queda
en una cosa.
Pero digo c’acompañen
e lleguen fasta la fuessa
con su dueño:
por esso non nos engañen,
pues se va la vida apriessa
como sueño,
e los deleites d’acá
son, en que nos deleitamos,
temporales,
e los tormentos d’allá,
que por ellos esperamos,
eternales.
Los plazeres e dulçores
desta vida trabajada
que tenemos,
non son sino corredores,
e la muerte, la çelada
en que caemos.
Non mirando a nuestro daño,
corremos a rienda suelta
sin parar;
desque vemos el engaño
y queremos dar la vuelta
no hay lugar...
MANRIQUE, Jorge: «Coplas a la muerte de su padre», Obras, Editorial Alhambra, Madrid, 1982.
Recomendación filmográfica
La disgregación del islam andalusí y el avance cristiano, DVD Memoria de España, capítulo 7, 2004.
Cotolay, J. A. Nieves Conde, 1965.
Arte Románico, DVD El arte y su historia en la Península Ibérica, 2004.
Recomendación artística
Sinagoga del Tránsito, siglo XIV, Toledo.
Palacio de la Aljafería, siglo XI, Zaragoza.
Catedral de Santa María de Burgos, siglo XIII, Burgos.