Cuando mi esposa duerme y la casa está en silencio

Quizás el encabezamiento de este capítulo podría inducir a engaño a algunos lectores, llevándoles a pensar que hoy en día fumo a escondidas. Es, lo sé, una práctica común entre los fumadores no mantener una promesa como la mía, y admito que los arcadianos aún me tientan. Pero de mí nunca podrá decirse sinceramente que rompí mi palabra. Ya no fumo nunca y, de hecho, aunque las escenas de mi soltería se me aparecen, dibujadas con una precisión que ni Scrymgeour lograría, me alegro, cuando me despierto, de que sean sólo sueños. Aquellos días de egoísmo han terminado, y puedo ver que, aunque eran tiempos felices, la felicidad era una equivocación. En cuanto al esfuerzo que se supone tiene lugar entre un hombre y el tabaco tras arrebatarle la máscara a éste, jamás lo experimenté. Ni siquiera siento ya ansiedad por la mezcla Arcadia, aunque se trate de un tabaco que sólo nuestros mejores hombres deberían fumar. Si le regalásemos una lata a nuestros héroes en lugar de la llave de la ciudad, probablemente nos lo agradecerían mucho más. Jimmy y los demás son bastante poco merecedores de ella y, si de mí dependiera, la iban a dejar todos de golpe. Quizás nada demuestre tan bien cómo soy de severo con mis votos, que esto: mi esposa está deseosa de permitir que nuestros amigos fumen en el estudio, pero yo no quiero ni oír hablar del asunto. No se fumará en mi casa; y estoy decidido a hablar con Jimmy sobre fumar en la ventana de nuestra habitación de invitados. Argüir que el humo no vuelve a entrar en la habitación no es más que una excusa baladí. Estoy convencido de que se adhiere a las cortinas y las tendríamos que lavar día sí, día no. Tengo que hablar con Jimmy claramente porque quiero que se lo comunique al resto. Tienen que comprender con claridad meridiana bajo qué condiciones son recibidos en esta casa, y si prefieren convertirse en chimeneas antes que escuchar música, que se queden en la suya.

Pero cuando mi esposa está dormida y la casa silenciosa, escucho al hombre a través de la pared. En dichas ocasiones suelo tener mi pipa de brezo en la boca, pero no hay ningún daño en ello, puesto que está vacía. No quise regalar mi pipa, porque no conocía a nadie que la fuera a entender, y siempre la llevo encima para que me recuerde mi oscuro pasado. Cuando el hombre al otro lado de la pared enciende la suya, me meto mi fría pipa en la boca y permanecemos juntos durante una hora tranquila.

Que yo sepa, nunca he visto al hombre al otro lado de la pared, puesto que su puerta se halla a la vuelta de la esquina y, además, no tengo ningún interés en él hasta las once y media de la noche. Entonces empezamos. Lo conozco sobre todo por sus pipas: las identifico por los golpecitos que da en la pared cuando vacía las cenizas. No fuma Arcadia, porque es de talante apresurado y rompe los carbones con los pies. Aunque me veo obligado a decir que no aprecio especialmente su personalidad, tiene cosas buenas y me gusta el afecto que siente por su pipa de brezo. En general, la rasca de manera un poco salvaje, pero eso es debido a que está ansioso por volverla a encender, y hace tiempo que descubrí que ha firmado un acuerdo con su esposa para irse a dormir a las doce y media. Durante algún tiempo no pude comprender por qué había colocado en el borde de su pipa un aro de plata. Me di cuenta inmediatamente del cambio por los golpecitos, y llegué a la conclusión de que se le había roto la cazoleta. Pero nunca había sonado como si tuviera la cazoleta rota. Me costaba creer que el hombre del otro lado de la pared no fuera más que un tipo vulgar, y sentía que no podía serlo porque en ese caso habría fumado más a menudo en su pipa de espuma de mar. Al final lo comprendí. La cazoleta se había resquebrajado por un lado, y el aro de plata servía para que el tabaco rebosara. Sin duda alguna ésta era la explicación, porque incluso antes de que llegara el aro me extrañaban los golpecitos de la pipa. No parecía golpear la pared con toda la boca de la cazoleta, pero evidentemente la razón era que no podía. Al mismo tiempo, no lo absuelvo de toda culpa. Hay que ser un fumador lerdo para dejar que tu cazoleta se queme por un lado, y me temo que permite que el tallo se le meta entre los dientes. Es evidente que la boquilla está suelta, pero a eso se le puede poner remedio con un trozo de papel secante.

Su pipa de espuma de mar no es tan buena como la de Jimmy. Aunque la fanfarronería de Jimmy respecto a su espuma de mar era casi intolerable, ninguno de nosotros puso jamás en duda la valía de la pipa. El hombre del otro lado de la pared no compensa con un tallo de cerezo la cazoleta y, consecuentemente, su pipa es demasiado ligera. Se le ha abollado el anillo de la mano izquierda por la parte de la palma debido a que vacía la espuma de mar en dicho lugar, y está tan maltrecho como el anillo de Jimmy porque, aunque Jimmy la golpea con más fuerza, el hombre del otro lado de la pared se ve obligado a hacerlo con más frecuencia.

Lo que menos me gusta del hombre al otro lado de la pared es la manera en que trata a su pipa de arcilla. Una pipa de arcilla, apenas hay necesidad de comentarlo, produce un sonido completamente distinto al de una de espuma de mar, pero el hombre al otro lado de la pared no las trata como si fueran igualmente valiosas. Debería sacudir la pipa de arcilla en la mano, pero lo hace con muy poca frecuencia, y creo firmemente que cuando lo hace es porque ha olvidado que no se trata de su espuma de mar. Si la golpeara contra la pared o en los costados de la chimenea la rompería, así que la sacude contra un trozo de carbón. Hay algo reprochable en todo esto. No me estoy quejando porque sienta poco afecto por su arcilla. A la vista de todo lo que se ha dicho en honor de las arcillas, y consciente de que esta afirmación puede ocasionarme algún abucheo, debo admitir que yo mismo nunca estuve demasiado interesado en ellas. Es cierto que un tabaco apestoso es menos apestoso con una pipa de arcilla larga; pero fumar Arcadia en una arcilla supone incurrir en mi reproche, e incluso, en mi animosidad. Sin embargo, una cosa es no tener fe en las pipas de arcilla y otra muy distinta es tratarlas mal. Si el hombre al otro lado de la pared ha decidido tras reflexionar y experimentar que la pipa de arcilla no es adecuada, mi opinión es que no se le debería permitir fumar más en ella; pero mientras fume tendría que tenerla en cierta consideración. Dudo seriamente de que, si se dedicara a indagar en su corazón, no sacaría la conclusión de que ama más a su pipa de espuma de mar que a su arcilla. Sin embargo, como su espuma de mar es más cara la golpea en la palma de la mano. Es ésta una grave acusación, pero no la formulo a la ligera.

El hombre al otro lado de la pared fuma todas las noches en cada una de estas tres pipas, y empieza con la de brezo. De este hecho se infiere que no le gustan las pipas calientes. Algunos sostendrían que debería terminar con la de brezo, puesto que se trata de su favorita, pero yo no soy de esa opinión. Creo, sin lugar a dudas, que la primera pipa es la más dulce; es más, me veo obligado a hacer una confesión: siento cierto desasosiego porque tengo la impresión de que nunca les di a las espumas de mar la oportunidad que se merecían por este motivo, sólo fumé en ellas cuando mi pipa de brezo estaba ya caliente. ¿No las habría mirado con otros ojos si un día hubiera empezado con una espuma de mar? Es éste un asunto que ya no tendré oportunidad de comprobar, pero pienso con frecuencia en él. Dejo el veredicto en manos de otros.

Aunque no supiera que el hombre al otro lado de la pared termina a las doce y media, los golpecitos a esa hora de la noche me lo habrían anunciado. Cuando llega el momento, da a cada una de sus pipas un golpecito final, no tan brusco como los anteriores, más pausado, como si estuviera pensando entre golpe y golpe. En algunas ocasiones me he planteado enviarle una lata del tabaco entre los tabacos, pero siempre acabo concluyendo que no puedo asumir la responsabilidad de recompensar con tal laurel a un hombre que sólo he estudiado durante algunos meses. Así que, cuando su último golpecito me da las buenas noches, me saco mi fría pipa de brezo de la boca, la vacío contra la repisa de la chimenea, sonrío con tristeza y me voy a dormir.

FIN