Mi petaca de tabaco

Conocí una vez a una dama que decía de su marido que estaba muy mono cuando se sentaba con una manta por encima. Mis familiares femeninos parecían tener la misma opinión de mi petaca de tabaco; porque nunca pudieron verla, incluso en mi propia habitación, sin taparla con un libro o un folleto. La llamaban «esa cosa», y hacían pinza con sus agujas de punto para moverla de un lado a otro. Cuando, indignado, la devolvía a mi bolsillo, levantaban las manos en señal de que yo no atendía a razones. Tanto a otras personas como a ellas les resultaba de lo más natural obsequiarme con petacas de tabaco nuevas hasta que casi tuve una veintena tiradas por los cajones. Pero yo no soy de los que abandonan a una vieja amiga que me ha acompañado a todas partes y que conoce mis hábitos a conciencia. De hecho, en una ocasión estuve muy cerca de ser infiel a mi petaca de tabaco, y tengo intención de contarlo, en parte para fustigarme.

El incidente tuvo lugar hace varios años. Gilray y yo habíamos salido para hacer una marcha a pie por la comarca de Shakespeare, pero nos separamos en Stratford, que debía ser nuestro punto de partida, porque él no me pensaba esperar. Yo, desde luego, soy mucho más devoto de Shakespeare de lo que puede serlo Gilray, y Stratford me afectó tanto que pasé un día tras otro fumando reverencialmente en la puerta del hotel; mientras que él, puesto que nos hallamos ante un espécimen de turista puro (no es que quiera hablar mal de Gilray), pretendía correr de uno a otro lugar de interés. No podía entender los pensamientos que me embargaban mientras paseaba por las calles de Stratford; y cuando descansaba tumbado en el sofá del hotel me acusaba de dormir, cuando, en realidad, me estaba imaginando la infancia de Shakespeare. Gilray llegó hasta el extremo de discutirme que no se trataría en absoluto de una marcha a pie si no empezábamos a caminar en algún momento; así que, después de todo, incluso me alegré cuando partió.

El día siguiente fue para mí memorable. Por la mañana llamé a mi proveedor de tabaco en Londres para que me enviara más Arcadia. Me había peleado con los dos proveedores de Stratford. Uno de ellos, tan pronto como vio mi petaca de tabaco, casi me obliga a comprar otra. El segundo era incluso más molesto. Le pagué con medio soberano por el tabaco que obtuve de él pero cuando le echó un vistazo a mi petaca empezó sospechar y me pidió que no le pagara en plata. Un insulto a mi petaca lo considero como un insulto a mi persona, así que no volví a esas tiendas nunca más. La tarde del día en que escribí a Londres para que me enviaran tabaco me llegó una carta de casa en la que decían que mi hermana estaba gravemente enferma. La había dejado con buena salud, así que las noticias eran de lo más angustiosas. Como es natural, volví a casa en el primer tren. Solo, en aquel mortecino compartimento, se me llenó el corazón de ternura e hice memoria de los momentos en que le había ocasionado dolor de manera tan desconsiderada. De repente, recordé que más de una vez me había rogado con lágrimas en los ojos que tirara mi petaca. Siempre dijo que no era respetable. En la amargura del autorreproche saqué la tabaquera de mi bolsillo preguntándome si, después de todo, el amor de una mujer buena no era una posesión mucho más preciosa que aquella. Sin darme tiempo a dudar, me levanté y tiré muy decidido mi vieja petaca por la ventana. La vi caer a los pies de una valla. El tren se puso en marcha.

Para cuando llegué a casa, el médico ya había declarado a mi hermana fuera de peligro. Por supuesto, me sentí muy aliviado cuando oí aquello, pero al mismo tiempo supuso una lección para no volver a actuar sin reflexionar. Retener mi petaca de tabaco no habría retardado su mejoría y no podía evitar imaginarme a la pobre, mi más vieja amiga en este mundo, tirada a los pies de aquella valla. Me di cuenta de que había obrado mal apartándola de mí. No tenía siquiera el consuelo de sentir que si alguien la había encontrado la sabría apreciar, porque estaba tan lastimada que era consciente de que a ningún nuevo propietario le resultaría tan agradable como a mí. Tenía la intención de contarle a mi hermana el sacrificio que había hecho por ella; pero tras verla mucho mejor, abandoné la habitación sin decirle nada. Había Arcadia en la casa, pero no tuve el valor de fumar. Me retiré pronto a dormir y tuve un sueño muy desasosegado, del que me levanté con temblores. La lluvia caía contra mi ventana, golpeándola con gran estruendo, como para despertarme y hacerme regresar en busca de mi petaca de tabaco. Llovió mucho durante toda la mañana, yo me sentía terriblemente mal y ante mis ojos sólo veía una valla mojada y, a sus pies, una petaca de tabaco en la hierba.

A la tarde siguiente ya estaba de vuelta en Stratford. Por lo que podía recordar había tirado la petaca a unas pocas millas de la estación, pero no fui a buscarla hasta que oscureció. Tenía la impresión de que los mozos de estación me estaban vigilando. Agachándome entre los setos llegué por fin a la vía a una o dos millas de la estación y empecé a buscarla. Podría pensarse que tenía pocas posibilidades de encontrar la petaca, pero lo cierto es que la recuperé sin mucha dificultad. Se me había grabado a fuego en el cerebro la escena en la que tiraba a mi vieja amiga por la ventana y hoy podría ir al lugar tan diligentemente como llegué en aquella ocasión. Allí estaba, tirada en la hierba aunque no en el lugar exacto donde había caído.

Parecía como si algún peón la hubiera encontrado, mirado y dejado caer después. Estaba medio llena de agua, y toda pegada, pero la recogí tiernamente y en varias ocasiones durante el camino de vuelta a la estación palpé mi bolsillo para asegurarme de que en realidad seguía allí.

No he descrito el aspecto de mi petaca de tabaco porque lo considero innecesario. Me temo que nunca logró recuperarse de su noche a la intemperie y como mis familiares femeninos se negaban a tocarla tuve que remendarla, tanto entonces como antes, yo mismo. Gilray solía alardear de que existía una manera de arreglar un agujero en una petaca de tabaco que era mejor que coser. Había que colocar muy juntos los dos trozos de gutapercha y después practicarles con unas tijeras hendiduras muy profundas. Con esto se conseguía que se unieran entre sí, decía, y yo le creí hasta que lo experimentó en mi petaca. Sin embargo, no soy de los que le ponen objeciones a un agujerito aquí y allá. Dondequiera que deposite la petaca dejo un rastro de tabaco y gracias a ese sistema consigo generalmente rellenar una pipa cuando otras personas estarían en la miseria. Nunca le dije a mi hermana que mi petaca estuvo una vez perdida, pero a partir de entonces, cuando se queja de que ni siquiera he intentado prescindir de ella, sonrío con ternura.