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ESCUELA DE VIDA

Mi padre era también muy aficionado a los toros. Tenía dos abonos en Las Ventas, en la última fila del tendido alto del 4, pegado al 3. El 4 es un tendido de sol, de los más baratos, pero, como iba todos los domingos y controlaba la plaza, compró los abonos sabiendo que a la salida del primer toro en ese asiento ya daba la sombra. O sea, que pagaba menos por lo que otros pagaban más. Estaba orientado.

A mí me llevaba con él de vez en cuando, a las novilladas, pero reconozco que me aburría enseguida y me ponía a jugar a las chapas en la piedra del tendido. Lo único que me llamaba la atención era el revuelo, los sobresaltos, cuando en el ruedo pasaban cosas distintas y aparatosas: que se tirara un espontáneo, que los toros saltaran al callejón, que derribaran a los picadores, las cogidas…

Y también me divertía repitiendo una voz que entonces se escuchaba mucho en la plaza: «¡Fuera el Pimpi!», que era el contratista de los caballos de picar. Cuando estaba todo el mundo callado, yo lo gritaba para hacer gracia a los amiguetes de mi padre. Aunque entonces el toreo me aburría porque no lo entendía, tengo claro que, por mucho que nos quieran vender los supuestos salvadores de la infancia, ver toros de pequeño no me produjo ningún trauma ni me convirtió en un ser violento, como se inventan algunos ahora para no dejar que los críos entren a las plazas.

El torero favorito del Bienve era Luis Segura, un madrileño de mucha clase que se murió de un infarto toreando un festival en Valdemorillo. Mi padre siempre me hablaba de él. En realidad, me hablaba de muchos: de Antonio Bienvenida, de Paco Camino… Pero Segura y Miguelín, el de Algeciras, eran sus dioses. Y los defendía a muerte en las tertulias de los bares. Aunque yo nunca los vi torear, siempre he tenido una gran admiración heredada por esos dos toreros.

En cambio, mi padre nunca consiguió que los toros me llamaran la atención. Hasta que un día, jugando al fútbol con la pandilla en la explanada de Las Ventas, vimos a la gente arremolinarse en una de las puertas de la plaza. Pensamos que alguien se estaba peleando y corrimos a meternos en el barullo. Pero, qué va, no era una pelea, era un torero que llegaba con la cuadrilla. No sé ni quién podría ser. El caso es que aquello nos hizo gracia e incluso nos atrevimos a tocarle los bordados del vestido de torear, partiéndonos de la risa. Pero, de coña o no, ver a un torero tan de cerca, con toda esa gente admirándole como si fuera un ídolo, me impresionó sobremanera. Fue como una revelación.

Ya no jugué más al fútbol esa tarde; me aparté de los colegas y empecé a darle vueltas al asunto. Tantas, que al llegar a casa le dije a mi padre que quería ir otra vez a los toros. «¡Pero si no te gustan, cabrón!», me soltó mosqueado, y más sabiendo que hacía tiempo que había dejado de llevarme, harto del coñazo del niño que no paraba de gritar «¡Fuera el Pimpi!» y de comer bocatas de salchichón sin mirar nunca al ruedo. «Ya, papá, pero me ha pasado esto», y le conté lo que había sentido esa tarde.

Antes de aquel día siempre le decía a la gente que de mayor quería ser abogado, sin saber siquiera lo que significaba. Se lo debí escuchar a alguien y cada vez que me preguntaban, lo típico que se hace con los críos, yo repetía lo mismo: abogado.

También me dio otra racha por querer trabajar en la Casa de la Moneda, desde que me enteré que allí era donde fabricaban el dinero. Y más aún cuando, ya «al loro» de la historia, vi en la tele a la velocidad que salían de la máquina las monedas y los billetes. Menuda bola sería poder currar allí y a la salida coger un saquito y llevarse un poco de dinero para casa, porque nadie lo iba a notar entre tanta cantidad de parné. Pero mi padre me desmontó el tenderete cuando me explicó que te cacheaban a la salida para que no pudieras sacar nada. Entonces ya no me mereció la pena enfocar mi futuro por ahí.

Lo de querer ser torero sí que lo dije en serio, con verdadera conciencia. O al menos así lo creía. Por eso Bienvenido me llevó otra vez a Las Ventas el día en que cumplí los diez años, el 1 de mayo del 79. A otra novillada. La tarde iba como todas las demás y, aunque me esforzaba en prestar atención, no veía que pasara nada distinto a lo de otros días. Hasta que, de repente, a un chaval joven, vestido de celeste y oro, un novillo le pegó una voltereta muy fuerte. Me acuerdo perfectamente de la escena: el novillero cayó de culo y se quedó sentado en la arena, el utrero volvió a embestirle y el cuerno le pasó muy cerca de la cabeza. A pesar del susto, el tío se levantó y empezó a torear de maravilla con la muleta.

No supe que aquel novillero era Juan Mora hasta pasados los años, el mismo día de mi alternativa. Contándole esta misma historia después de la corrida en la que fue testigo de la ceremonia, él mismo cayó en la cuenta. Le di las gracias porque lo que le vi hacer aquella tarde, esa manera de reponerse con tanta raza y con tanto arte a la voltereta, y la forma en que respondió la gente, pegándole oles como loca, me llamaron la atención como nada en el mundo, hasta motivarme a intentarlo yo también.

Empecé a pasarme las horas muertas toreando en casa con los trapos de la cocina, aunque mi padre, que estaba encantado de ver que, por fin, me había aficionado a los toros, me decía que no podría ser torero en la vida porque era un cagón, que me ponía a llorar en cuanto me hacía cualquier heridita. Bienve no me hizo mucho caso, se lo tomó como una tontería más del niño. Pero como me puse tan ceporro con el tema, un día nos fuimos a la Casa de Campo, donde entrenaban los profesionales, a que viera cómo era aquello. La que había allí era toda gente mayor, muy seria, y la escena no me motivó nada. Aun así, seguí insistiéndole hasta que, en la siguiente corrida en Las Ventas, tuvimos la suerte de encontrarnos con Pedro Simón, un novillero que mi padre conocía y que estaba en la Escuela Taurina que acababan de abrir también en la Casa de Campo. Fue quien le dio la pista definitiva para que me llevara allí.

Llegamos un domingo por la mañana de primeros de junio y aquello sí que me gustó. En una placita de toros había muchos chavales de mi edad toreando de salón, como si estuvieran jugando. Y como a Bienvenido también le agradó, se informó, le explicaron y me apuntó a la semana siguiente.

Cuando fuimos a que me tomaran los datos y a pagar la cuota, el director me preguntó con una cara muy seria si yo era un sinvergüenza más que no quería estudiar, como todos los que iban por allí a perder el tiempo. «Lléveselo de aquí, que le quiere engañar», le dijo a mi padre. Ese era el recibimiento de Enrique Martín Arranz a todos los que llegaban, para que supiéramos que aquello no era un cachondeo. Me asusté y salí avergonzadísimo del despacho, pero supongo que el Bienve se descojonaría por dentro.

Ya inscrito, ese mismo día me dispuse a entrenar con los demás; mi padre había ido al Rastro y me compró todo el equipo: un capote y una muleta, que por cierto me venían grandísimos, mi espada de ayuda, el palillo para la muleta y un pañuelo de hierbas para hacer el típico lío de los maletillas. Creo que él disfrutó más que yo con el asunto.

Cuando saqué la muleta del maco, comencé a darle vueltas a la tela sin saber cómo tenía que usarla. Estuve a punto de pedir el libro de instrucciones. Pero a tiempo llegó uno de los chavales y me enseñó a cogerla y a montarla en el palillo; y cuando ya me iba a poner a torear —a mi manera, porque no tenía ni puta idea— llegó uno de los profesores y me dijo que dejara los trastos quietos y que me pusiera a andar. Estuve dando vueltas y más vueltas a la plaza hasta que se acabaron las clases. ¡Dos horas! Luego me enseñaron a doblar el capote y la muleta, los até en el pañuelo y me mandaron para casa. Al día siguiente se repitió la operación: monté la muleta yo solo y cuando me disponía a torear de salón me volvieron a decir lo mismo: ponte a andar. Y otra vez vueltas y más vueltas hasta el final de la tarde. Tres días me tuvieron así. Pasado el tiempo, cuando ya era uno de los alumnos aventajados, me atreví a preguntar a don José de la Cal por qué hizo aquello conmigo.

—Porque no sabías andar, porque no andabas en torero —me contestó.

Era verdad, porque, como chulito del barrio, caminaba de puntillas y moviendo los hombros. De «vacileta». Hasta que no me vio caminar erguido y posando bien los pies sobre la arena aquel hombre no me dejó coger un capote. Aprender a andar, esa fue la primera lección que me dieron en la Escuela Taurina de Madrid. Eran, claro, mis primeros pasos en el toreo.

MI PRIMERA VEZ

Con diez años recién cumplidos ya iba yo solo hasta allí. Mi padre me acompañó dos veces y me enseñó el camino, las líneas de metro que había que coger y los trasbordos que había que hacer. «Fíjate bien», me repetía, porque al tercer día me dio las doce pelas que valía el billete y me dijo: «Tira, que ya sabes cómo se va. Para esto no te hago falta». No sé si sería por dejadez o por ponerme a prueba, pero no tuvo contemplaciones. Me vino muy bien para perder el miedo. Había que salir al mundo y mi padre me montó en el metro para que lo hiciera yo solito.

Las clases en la Escuela Taurina suponían un cambio drástico con el ritmo de vida que llevaba: de andar suelto por La Guindalera, haciendo lo que me daba la gana, a reunirme con gente más mayor y sin poder hacer ni una tontería, porque rápidamente te leían la cartilla. Era como romper el cordón umbilical con el barrio. Y por eso, porque al principio me costó renunciar a mi ambiente de siempre, al mes y pico dejé de ir por la Casa de Campo. Estuve diez o doce días sin aparecer por las clases, y mi padre me advirtió que si me había cansado de la Escuela que se lo dijera, más que nada para no seguir pagando la cuota, que serían cien o doscientas pesetas al mes. Pero lo pensé bien y volví. En el fondo me atraía mucho eso de los toros.

Recuerdo que también nos daban educación física, con Salcedo de profesor. El primer día que me pusieron a correr, como estaba gordito, acabé asfixiado. Intenté escaquearme diciendo que hacía un par de años que había tenido fiebres reumáticas y que el médico había dicho que si hacía esfuerzos me podía dar un soplo al corazón. Pero no coló. Aunque al principio me lo tomara como un juego de niños, los maestros me hicieron ver pronto que aquello no era una broma.

De momento, tenían allí colgado un letrero grande que decía que ser torero era muy difícil y ser figura, casi un milagro. También había varios cuadros con fotos de cornadas que acojonaban mucho. Cuando me fasciné con Juan Mora la tarde de mi cumpleaños no contaba con que el toro podía matarte, pero enseguida supe que me había metido en un mundo muy crudo en el que para salir adelante había que poner toda la carne en el asador, aunque fueras un niño.

El más duro de todos era Enrique Martín Arranz, el director. Había nacido en la provincia de Segovia, en Riahuelas, una aldea cercana a Riaza, y se había hecho torero yendo de maletilla por las duras capeas de los pueblos. Pasó muchas fatigas hasta que logró vestirse de luces y, como tenía inquietudes, hasta llegó a ser representante de los novilleros en el sindicato vertical de los tiempos de Franco. Él también había sido alumno de una escuela taurina que hubo en Zamora. La montó por su cuenta, en su propia casa, Manuel Martínez Molinero, un abogado que, además de trabajar como corresponsal del diario Informaciones, era un loco del toreo. Por sus clases pasaron a mediados de los años sesenta muchos aspirantes de toda Castilla. Hasta cincuenta alumnos llegó a tener.

Aquella era una gran idea, una alternativa cojonuda para los que empezaban a torear en una época tan difícil, cuando miles de chavales se lanzaban a la aventura para salir de la miseria. Pero a Molinero le faltaron medios para continuar con su proyecto. Martín Arranz siempre le siguió animando, convencido de que esa era la mejor manera de ayudar a los aspirantes, evitándoles todos los malos tragos que él pasó y que estaban ya fuera de época.

Durante sus años en el sindicato, Enrique se encabezonó en que el ministro Juan José Rosón creara una escuela taurina estatal, contando siempre con Martínez Molinero al frente. Hasta que, tras muchas negativas, tantas como veces lo propuso, decidió formar con otros compañeros una cooperativa de profesionales modestos. Entre otras muchas actividades, como una sastrería para hacer ropa de torear más barata u organizar novilladas, a través de ella se llevó a cabo definitivamente ese proyecto docente que le obsesionaba.

Con la fuerza de los visionarios, Martín Arranz insistió tanto a los políticos que acabaron por cederle como sede la placita de toros que había en la Feria Internacional del Campo, en la misma Casa de Campo de Madrid, y otras instalaciones para oficinas y aulas. La plaza estaba casi en ruinas cuando entraron, y fueron ellos mismos quienes se encargaron de rehabilitarla. Lo hicieron tan bien que al poco tiempo se pudo usar para celebrar un festival taurino a beneficio del Partido Comunista. También se arreglaron los bajos de los tendidos para poner literas para los alumnos que llegaban de fuera de Madrid y se montaron comedores, salas de estudio y talleres de Formación Profesional, porque la idea era educar a los chavales más allá del toreo.

Sin apenas dinero, la Escuela Nacional de Tauromaquia, que así se llamó entonces, comenzó a andar a la vez que la transición política española, en octubre de 1976, con los novilleros de la cooperativa como primeros alumnos más otros muchos chavales que no tardaron en alistarse.

Cuando yo entré, en 1979, mi matrícula era ya la número 181. En algo más de dos años habían pasado por allí muchísimos aspirantes, niños algunos, otros hombres cuajados, que soñaban con ser toreros. Varios ya estaban funcionando en la profesión, pero sobre todos destacaban tres becerristas que eran el mejor escaparate del centro: Julián Maestro, Lucio Sandín y José Cubero, Yiyo, a los que anunciaban como Los Príncipes del Toreo.

Después de un año aprendiendo a mover los trastos y a familiarizarme con todo aquello, la primera vez que me pusieron delante de una becerrita fue unos días antes de la feria de San Isidro de 1980, el 4 de mayo, en una de las clases que se daban de cara al público los domingos por la mañana. Me asusté mucho cuando los profesores me dijeron que por fin iba a torear, pero no por miedo a la añojita que me soltaran, sino al ridículo que podía hacer delante de los demás. Porque yo sabía que aún no sabía.

Antes de que echaran las becerras, como se hacía siempre, los chavales sorteamos el orden de aparición en el ruedo. A mí me tocó el número once, y el doce al Madrileño, otro de los críos que también iba a torear por primera vez y al que su padre arreaba desde el asiento de atrás del burladero. Mientras salían los primeros, yo seguía agobiado y escondido en aquel refugio, asomándome a veces por la tronera y escuchando ya en mi cabeza las risas de la gente. La vaquilla era lo que menos me preocupaba.

Cuando llegó mi turno, de tan cortado que estaba, reaccioné enseguida y le dije al Madriles que saliera por mí. Tenía tanta vergüenza que pensaba que, como ya habían salido muchos, el animalito se iba a cansar, los maestros iban a cortar y a mí me iban a dejar para otro día. Cuando estaba convencido de que pasaría eso, de pronto gritaron: «¡Otro, el doce!». Ya no había nadie más para cederle el paso.

Tragándome el sentido del ridículo, como cumpliendo con una obligación, me planté en la arena sin prisa. Iba vestido con un jersey, un pantalón vaquero y unas zapatillas de deporte. Nada de torero, porque no lo era. Llegué andando despacio cerca de la becerra y solo me fijé en sus ojos, en esa mirada agresiva con que me amenazaba.

La llamé y en un pase por alto, como me habían dicho que hiciera, el animalito me pasó por delante sin tocarme. Me vine arriba y, más seguro que antes, volví a citarla, pero esta vez me golpeó secamente en la cintura. No me dolió. Me coloqué otra vez, y volvió a arrollarme. Y así hasta cinco veces, en las que tan solo conseguí sacar dos pases limpios. De hecho, la única foto que tengo de ese día no es de un muletazo, sino de uno de esos golpes que me llevé.

Supongo que satisfechos de ver que al menos me había quedado quieto y no me había asustado, por fin los maestros me dijeron que me retirara de allí. Esa era, en realidad, la prueba a la que nos sometieron esa mañana a los alumnos más pequeños. No me dijeron nada más, ni para bien ni para mal. Pero yo, que apenas era consciente de lo que había pasado, me sentía aliviado porque al menos nadie se había reído de mí. Recogí mi muleta y me fui directo a los baños para comprobar si la becerra me había hecho alguna herida. Cuando me bajé los pantalones y me vi aquel pitonazo en el muslo, apenas un rasponcillo en la piel, por primera vez me creí y me sentí torero. Tenía una «cornada» y la gente me había aplaudido. Crecí dos metros. Era el día más grande de mi vida.

ÍDOLOS Y MAESTROS

A partir de aquella primera vez, de aquella experiencia maravillosa, no hice otra cosa que avanzar y avanzar cada vez con más ganas, con más afición. Como cuando descubres el sexo y le pierdes el miedo. Estaba tan entusiasmado que, al poco tiempo, me apunté sin decírselo a nadie a un concurso de becerristas que organizó la empresa de la plaza de Madrid, y nada menos que con los maestros Domingo Ortega y Paco Camino y el ganadero Victorino Martín en el jurado.

Se presentaron otros muchos chavales, y hasta los hermanos Acevedo vinieron desde Sevilla a aquella panadería de El Escorial. El premio era un capote, una muleta y un puesto para una becerrada infantil que iban a dar en Las Ventas. Y mira por donde lo gané yo. El segundo fue Álvaro Acevedo, que ahora es periodista taurino, pero su padre se empeñó en que teníamos que compartir el primer puesto, no tanto por los trastos sino porque su hijo toreara también ese festival que organizaba una gente que tenía problemas con los profesores de la Escuela.

Cuando Enrique se enteró de que me habían anunciado, porque le pidieron mi documentación, me llamó a capítulo y me preguntó muy tajante que con quién había contado para ir a ese concurso. Me dijo que torear en Madrid, aunque fuera una becerrada, era algo muy serio para lo que yo aún no estaba preparado. Así que me prohibió torear en Las Ventas, si no quería que me expulsaran del centro. De hecho, salí en los carteles pero no llegué a actuar en aquella becerrada. Ya tendría muchas más ocasiones de pisar esa plaza en la que llegué a conseguirlo todo.

Como ya estaba envenenado con el toreo, mi padre me llevaba también a las capeas. Él era de Guadalajara y por allí había tantas que solía ir de vez en cuando a echar el día con sus colegas y a acompañar al novillero Manolo Gómez, que era hermano de uno de sus amigos.

Los que controlaban aquellos festejos rudimentarios eran José Luis Sedano y Aurelio Calatayud, que llevaban con ellos a una legión de sudamericanos para que mataran los toracos que echaban a esas plazas con fuente y farola de por medio, cerradas a la antigua con remolques y carros. Los «capas» hacían lo que podían en esas condiciones tan precarias y luego me sacaban a mí a torear de salón, para hacer gracia a la gente y de paso, como mi padre con el taxi, provocar que les echaran más dinero cuando pasaban «el guante», extendiendo los capotes para que las monedas no cayeran al suelo.

Por suerte, porque hubiera sido una barbaridad, nunca toreé en aquellas capeas alcarreñas, pero fue allí cuando empecé a admirar de verdad lo que los hombres hacían con los toros. Y, sobre todos, Manolo Gómez, que era mi dios. Me enseñaba fotos de cuando debutó en México, en ese pedazo de plaza, y luego le veía ponerse delante de aquellos bicharracos, y me parecía un héroe.

Un día me cogió prestado el capote para pegarle cuatro o cinco verónicas a un eral y me hizo feliz: ese capote con el que yo solo jugaba al toro ya había toreado de verdad, y hasta tenía un quemazo que el novillo le hizo con el pitón. Estaba orgullosísimo cuando lo enseñé en la Escuela.

Como ya iba de torerito, la gente del barrio, los colegas de mi padre por los bares, organizaron una fiesta campera en la sierra para que pudiera torear yo solo. Pero las vacas estaban tan «curradas» y me pegaron tantas hostias que me mosqueé y perdí lo que los toreros llaman el sitio, o sea, la seguridad y la confianza en uno mismo delante del animal.

Cuando empezaron otra vez las clases prácticas en la Escuela no me quedé quieto ni una sola vez. Viéndome con la becerra, los profesores se dieron cuenta de lo que había pasado y me advirtieron de que no volviera a torear por mi cuenta. Cuando eres tan nuevo, cuando no sabes torear, es muy fácil perder ese frágil equilibrio mental que hace falta para dominar el peligro.

Porque aquellos locos que nos daban las clases nos hacían asimilar el toreo con mucha paciencia. Paso a paso, como debe ser. Martínez Molinero, que era un gran aficionado, tenía una vocación docente extraordinaria. Era el profesor que más nos gustaba, un hombre bueno como el pan. Su muerte, hace unos meses, me produjo una gran tristeza, porque se hacía querer de verdad.

Le recuerdo aún vestido perfectamente de traje y corbata, respetándose a sí mismo y haciéndose respetar. Muy torero, aunque no lo hubiera sido. Iba siempre con un impecable sombrero cordobés de fieltro negro que nunca dejó de ponerse. Hay que tener mucha personalidad para ir por la calle en estos tiempos con un sombrero cordobés.

En sus lecciones, con gráficos que él mismo pintaba con mucho detalle, Molinero se encargaba de enseñarnos a los más pequeños la cultura taurina: la historia del toreo, los detalles del rito, el orden del paseíllo y de la lidia, la colocación en la plaza, las suertes, los pases, los terrenos…

No había toreado nunca, al menos como profesional, pero sabía muchísimo de toros y nos inculcaba aquellas cuestiones tan densas para un crío con mucha amenidad, sin que nos aburriéramos nunca, lo que no deja de tener mucho mérito. Aprendíamos a andar por la arena con garbo, a liarnos el capote de paseo, a brindar, a vestirnos de luces, a comportarnos educadamente en la calle y a respetar a los toreros más mayores. Hasta nos hacía tests sobre todas aquellas cuestiones y, para motivarnos, los domingos montaba concursos y como premio daba dinero de su bolsillo al que pusiera el mejor par de banderillas, al que hiciera más quites distintos con el capote… Manejaba unos métodos muy personales, como hacernos torear de salón a todos a la vez a ritmo de silbato. Algunos listos se reían de él, pero aquella era la mejor manera de mantenernos concentrados y sincronizados.

No era fácil dirigir a una pandilla de cuarenta o cincuenta adolescentes cerriles. En cambio, Molinero lo conseguía con facilidad. Su empeño era que, cuando fuéramos a torear al campo o a las plazas, supiéramos perfectamente dónde teníamos que estar en cada momento y que lo hiciéramos siempre «en torero», con esa mezcla de arrogancia y formalidad. Por eso, en el primer tentadero al que fui en Salamanca todo me salió niquelao. Teóricamente, ya había hecho más de trescientos con el maestro.

El mismo criterio aplicaba Enrique Martín Arranz cuando nos llevaba a tentar vacas en el campo. No nos dejaba repetir un remate de capote para dejarlas en suerte con el caballo de picar, porque si repetías, o si entrabas en el mismo burladero donde estuviera tu compañero en la tienta, te mandaba a la tapia. No podíamos ni hablar entre nosotros cuando había una becerra en el ruedo. Recuerdo que, por comentar algo «por lo bajini», mandó a uno a Madrid haciendo autoestop.

Había que estar muy vivo y no perder comba, siempre atento al orden de la lidia y muy concentrado en las reacciones de las vacas, porque si salías después de un compañero y te ponías por el pitón que ya se había visto que era el malo, o el animal te cogía tontamente, te quitaban de allí al momento para que otro día anduvieras más espabilado.

Otro de los maestros que me dejó huella fue José de la Cal, que había sido novillero antes de la guerra civil y después banderillero de varias figuras. Aunque ya estaba mayor, era otro de esos hombres que solo con verlos sabes que son toreros. También vestía siempre con corbata, un pañuelo que asomaba tres picos por el bolsillo de la chaqueta, su gorrilla de visera, sus pantalones con vueltas y unos botos camperos inmaculados hechos a medida. Y en invierno, su  chaquetón con el cuello de piel de zorro. Nunca perdía su pose de torero con solera. Era admirable.

Cuando se jubiló de banderillero, don José trabajaba como secretario de la Asociación de Ganaderos. Porque era un sabio del toro bravo. Lo conocía todo de los encastes y de las procedencias de cada ganadería y, lógicamente, nos instruía sobre eso: las distintas razas, los pelos, las encornaduras, las hechuras, el comportamiento de cada sangre… Algo fundamental para un torero. También nos hacía exámenes. Años después decía que guardaba como recuerdo los dos únicos a los que había puesto un diez, uno de Yiyo y otro mío. Como ponía la condición de que los aprobásemos para torear vacas, sería por eso por lo que era tan aplicado en sus clases.

De la Cal también nos hablaba mucho de la época del toreo que a él le tocó vivir de joven. Nos imbuía ese carácter, esa forma de ser y de estar tan difícil de definir que llaman torería. La que él tenía. Nos explicaba cómo eran Marcial Lalanda, Félix Rodríguez, Cagancho, Victoriano de la Serna y todos los grandes toreros de su tiempo, con tanto entusiasmo que parecía que los tuviéramos delante. Sabía transmitirnos esa magia del toreo de la que también nos empapábamos cuando nos ponían películas antiguas. Porque los viernes del invierno, cuando hacía más frío y nos quedábamos en las aulas, iban por allí Pepe Gan y Domingo, su ayudante, que manejaban una filmoteca extraordinaria.

La primera vez que vi torear a Manolete fue una tarde que nos pusieron ese documental mítico de su debut en México, con ese cojo con las muletas pegando «languetazos» escaleras arriba para coger sitio, esa gente saltando y echándose las manos a la cabeza viéndole torear...

Al mismísimo Gan, que era un cordobés de pro, se me ocurrió preguntarle que quién era ese tío y se puso hecho una furia:

—¡Cómo que quién es, cómo que ese tío! ¡Niño, Manuel Rodríguez, Manolete, es el torero más grande que ha dado la historia! ¡A ver si te enteras! ¿No te da vergüenza preguntar eso?

Pedí perdón ante semejante bronca y me quedé «abucharado» en el asiento. Pero cuando me fijé en aquel monstruo formando ese lío, y que el toro le pega un cornadón y él sigue en pie como si nada, y en esa gente tirándole sombreros, y en esa plaza como un manicomio, me di cuenta de que Gan tenía razón. Aluciné con Manolete, con su quietud, con su personalidad… Fue otra de mis primeras revelaciones taurinas, de las que más hondas se me quedaron grabadas y me alentaron a querer ser torero. Desde ese día miré de otra manera aquel raído número de la revista El Ruedo con la muerte de Manolete que mi padre había comprado en el Rastro.

De niño no supe por qué el Bienve cuidaba aquel papelucho como si fuera una joya, pero tras ver la película también se convirtió para mí en un objeto sagrado. Además, solo por ver aquellos tendidos tan apasionados me enamoré de México para siempre. Quién me iba a decir entonces que cincuenta años después de los triunfos de aquel ídolo también yo cortaría un rabo en la capital mexicana.

Con aquellas películas los profesores conseguían apasionarnos por el toreo y nos hacían admirar a los grandes maestros. Nos pasaba como con las de Bruce Lee, pero, en vez de salir dando patadas del cine, ahora nos poníamos a imitar a los grandes toreros que acabábamos de ver: a Manzanares, a Rafael de Paula, a Curro Romero, a Pepín Martín Vázquez, a Paco Camino… Me entusiasmaban tanto que, en el colegio, me entretenía dibujando carteles de toros y poniendo mi nombre junto a los de los maestros. Me imaginaba toreando con aquellas grandes figuras de los años de la República. En mis fantasías, me liaba la chaqueta del chándal Adidas, con esas bandas que parecían los galones de los capotes de paseo de verdad, y me veía en la puerta de cuadrillas rodeado de leyendas. Sobre todos idolatraba a Victoriano de la Serna, tal vez porque Martín Arranz, que le admiraba y era de Segovia como él, nos enseñó cien mil veces la forma en que aquel genio daba su mítica verónica.

Era así como aquellos locos transmitían a niños de una generación tan lejana y distinta la magia de un tiempo olvidado. Mis ídolos de aquellos años no eran los futbolistas ni los cantantes, como los chavales normales. Ni siquiera los toreros de aquel momento. Mis verdaderos ídolos, sin haberlos visto, eran aquellas figuras antiguas con su aura de leyenda.

Estoy convencido de que todo eso acabó influyendo después en mi forma de torear. Porque, sin saberlo, tenía sentimientos de torero antiguo. Porque hubiera dado lo que fuera por haber alternado con los mitos de aquella época.  Cuando salía a la plaza, inconscientemente intentaba desarrollar todas esas viejas imágenes y esa personalidad solemne de que nos hablaban los viejos profesores que nos inocularon la pasión del toreo y nos enseñaron a soñar.

Además, teníamos la suerte de que en los armarios de la Escuela había colgados varios vestidos de torear para usarlos en las becerradas. Estaban viejos y gastados, pero para nosotros eran objetos sagrados. A escondidas, era una maravilla ponerse una chaquetilla, tocar el oro ya sin brillo de los alamares y calzarse las taleguillas, aunque nos quedaran grandes. Qué bonita manera de alimentar una ilusión.

Con esas cosas, apenas sin darnos cuenta, siendo niños todavía entrábamos también en un mundo real, más duro que el que aún les esperaba a otros chavales de nuestra edad. Porque nos enseñaban a torear, pero también nos forjaban en la entereza, en la inteligencia, en el esfuerzo, en la capacidad de sacrificio, en el respeto a quienes nos iban por delante, a que aprendiéramos a mantener el tipo en todo momento aunque estuviéramos cagados de miedo, aunque no nos salieran las cosas. A estar siempre «en torero».

Extrañamente, aunque era un macarrilla de la calle, apenas me costó adaptarme al sentido espartano de aquel aprendizaje. No sé si porque sabían sacar lo mejor de mí o porque ya empezaba a ver que ese podía ser un buen camino para salir adelante, pero fue así como me domaron y me pulieron. Los valores que esos hombres me inculcaron, esa filosofía de comportamiento ante el toro y también ante la vida, seguirán guiándome hasta que muera. Porque, al paso de los años, con ellos como referencia he podido salir muchas veces adelante, sobre todo en los momentos más difíciles.

LA SELVA EN LA CASA DE CAMPO

Aunque no tuviera apenas medios, la Escuela Taurina de Madrid de aquellos años funcionaba de maravilla. Además, allí todo era muy democrático, porque casi siempre las decisiones, menos las administrativas, se tomaban por votación de los alumnos, a mano alzada. Así decidíamos, por ejemplo, si Fulano y Mengano estaban preparados para torear o no las vacas de los entrenamientos. Incluso había lugar para la rebeldía, como cuando pasado el tiempo nos pusimos en contra de Andrés Vázquez, otro de los toreros que teníamos como maestro.

Como era padrino de Luis Miguel Calvo, el hijo de uno de sus banderilleros, Andrés tenía con él un trato de favor muy descarado respecto a otros alumnos. Cuando había vacas, se saltaba los turnos para que saliera su ahijado o, como el hombre era así, se ponía él mismo delante para entrenarse cuando decidió reaparecer en los ruedos. «Fijaros cómo se torea», nos decía a los que teníamos que estar toreando en su lugar.

Pero si, en teoría, allí éramos todos iguales, aquello no nos terminaba de encajar a nadie. Hasta que un día, por mi culpa, se encendió la mecha. El mismo Andrés Vázquez nos repetía muchas veces que si no teníamos ganas de torear de salón o de entrenar con el carretón no lo hiciéramos, porque podíamos coger vicios y malas costumbres. Así que una tarde, cuando nos estaba dando clases de entrar a matar, llegó mi turno y me negué a hacer el ejercicio.

—Tú, paliducho —que era como me llamaba—, coge la espada.

—No, maestro. Usted nos tiene dicho que no hagamos nada cuando no tengamos ganas, y a mí hoy no me apetece entrar a matar —le contesté con displicencia.

Discutimos un rato, que sí, que no, hasta que se dio media vuelta y se fue de muy mala hostia a las oficinas. Volvió a los cinco minutos y detrás de él llegó también Enrique Martín Arranz, con la cara muy seria. El director se vino hacia a mí, me agarró del brazo y me llevó a un aparte. Allí mismo me explicó una máxima que he tenido en cuenta toda mi vida:

—Mira, chaval. En esta vida las personas se dividen en yunques y martillos. Tú, ahora mismo, eres yunque. El maestro es el martillo, y hoy te ha dado un martillazo. Procura toda tu vida ser martillo, pero solo cuando de verdad puedas serlo. De momento, estás expulsado tres días.

Ese fue solo mi caso, pero el descontento de los compañeros con Andrés era general. Llovía sobre mojado. Y como los profesores tenían la costumbre de reunirnos una vez al mes para que expusiéramos nuestras quejas, después de mi expulsión nos confabulamos todos contra él. En realidad, fui el cabecilla de la rebelión, porque creía que su comportamiento era injusto no solo conmigo sino con todos los compañeros, y por eso no me importó dar el primer paso. Como el maestro ya había hecho más cosas a favor de Calvo y en contra del criterio de la propia Escuela y de algunos alumnos, acabaron sacándole del claustro de profesores. Lo sentí, porque Andrés no es mala gente. Y, además, ha sido un gran torero.

Pero así eran entonces las cosas en aquella Escuela Taurina de Madrid. Acatábamos la disciplina, pero teníamos voz y opinión sobre muchos asuntos. Y que no se le ocurriera a un padre hacer ni intención de reclamarles algo a los maestros, pues ese alumno estaba sentenciado para siempre. Aquella era una familia aparte. Al menos en los primeros años, porque luego cambió la cosa…

Los profesores se compenetraban muy bien. Los que hubo desde el principio y los que se incorporaron después: Serranito, Luis Morales, Gregorio Sánchez, Tinín... Pero el único que nos ponía firmes era Enrique Martín Arranz. De tan estricto y tan borde, representaba la auténtica dureza del toreo, la cruda realidad. Todos le temíamos y sabía imponerse con una sola mirada. Era el sargento de hierro. Porque sin disciplina, aquel proyecto hubiera sido imposible. En la Escuela de esos años había gente de todo tipo, muy distinta en forma de ser, en educación y en vivencias. Como en el servicio militar. Éramos cuarenta o cincuenta chavales de todas las edades, veintitantos los días de clase normal y todos cuando había vacas para torear, cuando no faltaba ni uno.

Había algunos de fuera que dormían allí, como el Chinorri, el Hueverito o Miguel Murillo, que eran extremeños y ya pasaban de los veinte años. También los franceses Stephan Pons y Loren, el Rubio de París, que ahora es pintor. También se quedaban el Sevillita, Manolete —un gallego que tenía gafas de culo de vaso e iba siempre con un transistor en la oreja—, Iluminado —que ahora es el conserje—, Picornell —un catalán con ciento veinte kilos—, el Avestruz… Y no me puedo olvidar de el Ropero, un majara que era albañil y hacía todas las chapuzas en la Escuela. Decía a todo el que le escuchara, así con rima, que iba a cambiar la paleta por la muleta. Vestía siempre con un jersey, fuera invierno o verano, y se quitaba el frío poniéndose papeles de periódico… y ciego de cazalla. También había novilleros veteranos, que habían toreado bastante, como Luis Miguel Villalpando, Vicente Yestera, Chocolate, Fernando Galindo, los hermanos Cubero, Pedro Simón, Luis Miguel Campano, Gitanillo Vega y, claro, Yiyo, Sandín y Maestro…

Cada uno era de su padre y de su madre, pero todos iban a buscar una salida a su vida y a su afición, a veces para mal. Me acuerdo de Pablito Nevado, un becerrista de Valencia de Alcántara al que llamábamos Paulita porque toreaba con mucho arte. Era un diamante en bruto. Pero con él vimos en directo la transformación que la ciudad puede provocar en un chaval de pueblo, porque a las pocas semanas de llegar ya iba con su chupa de cuero, la chapita de Los Ramones, las gafas negras… Se perdió.

Sí, había de todo allí, algún que otro delincuente incluido. Pero en la Escuela, sobre todo a los que pernoctaban, se ocupaban de buscarles trabajo. Algún empresario aficionado a los toros, como el de Azulejos Peña, les daba curro a media jornada.

Aquello era como una pequeña selva. Aparte de estar espabilado para el toreo, había que orientarse pronto para defenderse, porque intentaban putearte por todos lados. Había mucha competencia y había líderes, por un lado los taurinos y por otro los mayores que vivían en la Escuela, porque aquel era su feudo. Además, Enrique les hacía responsables de lo que pasara cuando se quedaban solos. Si había algún problema los llamaban a careo y a los culpables los castigaban a limpiar retretes o los expulsaban. Igual que en la mili.

Acostumbrado a la calle, supe enseguida lidiar con aquella fauna. Al principio, como era muy pequeño, no era competencia para los «jefes», que me trataban casi como su mascota: el Lentejita me llamaban, como era gordito… El mote me lo puso Yiyo, que me tenía todo el día embistiéndole para torear de salón. Hasta que cogí protagonismo y también empecé a ser líder, en todos los aspectos.

Aparte de lo taurino, en lo demás éramos bastante cabrones. Aunque en las clases estuviéramos controlados y disciplinados, la cabra siempre tira al monte. Al fin y al cabo, no dejábamos de ser unos críos y nos encantaban las gamberradas. Y, como los lobos, éramos temibles cuando nos juntábamos en manada. Se nos ocurría de todo.

Mi «tronco», el más colega que tenía, era el Perea, Pedro José Perea, sin dejar de lado a Luis Adán, que era una firma. Éramos las tres patas del banco, inseparables. Con Luisito robé una muleta que Curro Vázquez les había dejado a unos amigos suyos para una fiesta campera. Como no nos dejaron torear, por lo menos sacamos algo en claro de allí. Nos había invitado Tomás, el mozo de espadas, y le tuvimos loco un tiempo buscando aquella muleta.

Pero, además de mis cuates, también estaban en el grupete Ramón García, que le llamábamos Soro y ahora es cámara de televisión, el Manili y el Caye, que se hizo «picoleto». Nos juntábamos para chorar bicis y para pegarnos con los de otros barrios.

Estaban también muchos chavales de Carabanchel y de Usera, que había que ver cómo eran: Fernando José Plaza, Juan Patricio González, el Cachas Negras, Montenegro, el Mestizo… Y luego llegó la invasión de Fuenlabrada y alrededores: los hermanos Fundi, el Portu, Sandoval, el Ocho y media, otro rubito discotequero que bailaba break dance… El único que no «remaba» como nosotros era Carlitos Neila, que vivía en el barrio de Salamanca y estudiaba con los curas. Como era tan educadito, le abrumábamos: «¿Pero tú no te haces pajas?, pero cágate en la hostia, chaval».

Allí, o sabías moverte o te breaban. Nada más llegar te hacían la radiografía y los más listillos, viendo por dónde flojeabas, te colocaban el alias que nunca te ibas a quitar. A Juan Carlos Belmonte le pusimos el Súper porque contando un día una aventura nos dijo que le había salvado «el instinto de supervivencia». A Curro Cavas, que era muy reservado y siempre decía que se tenía que ir a las ocho y media, pues no hubo que «rayarse» mucho para que le tocara ser el Ocho y media. Casi todos los motes, como el mío, los ponía Yiyo, que era un cachondo. Un tío buenísimo y saladísimo, pero muy cabroncete. Se le ocurrían todas las perrerías y le encantaba meternos miedo a los pequeños.

BREVE CATÁLOGO DE GAMBERRADAS

Y es que no teníamos ni una idea buena. Entre docenas, la putada más sonada que hicimos fue la que sufrieron los cristales de un edificio de congresos que había al lado de la Escuela. Algún día tenía que pasar algo así: aquellos ventanales enormes al alcance de veinte chavales que echábamos allí las horas muertas… Había temporadas, sobre todo en vacaciones, que incluso nos llevábamos los bocatas o íbamos a comprar y nos guisábamos nosotros. El Chinorri hacía unas patatas con patas de pollo —no con muslos, ¡con patas de pollo!— que estaban riquísimas. Así que, sin salir de allí desde las nueve de la mañana, a las siete de la tarde estábamos hartos de entrenar y de torear, y en un momento dado empezaba la risa: nos regábamos con las mangueras, hacíamos encierros con los carretones…

Una tarde de aquellas, a finales de la primavera, cansado ya de todo salí a dar un paseo y reparé en ese edificio en el que acababan de rodar la película Carmen, con esas cristaleras… Me quedé mirándolas fijamente y, por puro placer, solo por ver cómo sonaba aquello, agarré una piedra y ¡plaaassssshh! El ruido de los cristales cayendo al suelo se debió oír a un kilómetro, porque en un segundo estaban allí todos los colegas: el Mestizo, Luisito, Perea, Bote, el Fundi, los hermanos Felipe, que les llamábamos los Pelaillas…

—¿Qué ha pasao?

—Que no me he podido contener. Habéis visto esto, es la hostia.

Cogí otra piedra y repetí la operación. Creo que todavía tiré una más, pero al momento aquello parecía un bombardeo de guerra. No dejamos un cristal sano. Lo malo fue que a cien metros, y no nos acordamos, había un cuartelillo de Policía desde donde también escucharon el estruendo.

Cuando volví a la plaza vi correr desesperado a uno de los Pelaos, que se metió a esconderse en las habitaciones porque tras él venía un policía con una barra de hierro en la mano. Al ratito vimos también esconderse a Perea detrás de unas matas.

La consigna de aquella cuadrilla era que, hiciéramos lo que hiciéramos, aquel al que pillaran no conocía a los demás. Era su marrón y él se lo comía. Pero al Rati, a Perea, que era hijo de un guardia civil, le enganchó el madero. Se desgañitaba insultándole —¡Hijoputa, suéltame, me cago en tus muertos!— mientras lo arrastraba de una pierna.

Fuimos todos a amenazarle, a intentar que le soltara, pero con esa barra de hierro cualquiera se acercaba al «jambo». Y como se lo acabó llevando al cuartel, los demás nos fuimos a casa acojonaditos.

Al día siguiente había toros en Las Ventas, y antes de empezar la corrida, como hacía otras tardes, me acerqué a la puerta de arrastre para que Martín Arranz me pasara a la plaza. Cuando me tuvo cerca, me pegó un tirón de la oreja que todavía me duele.

—Di a los cristaleros que cuando termine la corrida los quiero ver a todos aquí, que no falte ni uno —me advirtió.

Y acto seguido me enumeró a cada uno de los autores de la masacre.

Los encontré enseguida, porque entonces los chavales de la Escuela repartíamos los programas de mano de las corridas de Madrid.

—El Perea ha cantao —les informé con angustia—, porque Enrique sabe todos los que hemos sido.

A la salida, efectivamente, el director nos dijo que al día siguiente estuviéramos en la Casa de Campo a las siete de la mañana para que aún nos diera tiempo a ir al colegio. En casa me inventé que tenía un tentadero y que debía salir pronto.

Cuando me desperté, cogí mi maco y mi cartera y salí para la Escuela en el primer metro del día. Allí estaban todos, cagados de miedo, alguno llorando y balbuceando que su padre le iba a matar. Enrique llegó al momento y nada más entrar preguntó por el culpable del destrozo. Nadie hablaba. Pasó un rato que se hizo eterno hasta que me atreví a dar el primer paso:

—Yo empecé, pero solo tiré tres piedras. Eso es lo que yo hice. Lo que hicieron los demás, no lo sé, porque me bajé a entrenar y allí los dejé.

Lusito Adán empezó a reírse, de los mismos nervios, y el sheriff Arranz le formó una bulla de asustar. Así que siguió José Luis Bote, que dijo que él solo tiró una piedra y le había dado a un trozo de cristal que iba cayendo, ¡el muy cabrón! Hasta que, uno detrás de otro, todos fuimos confesando.

Enrique nos castigó, durante toda la feria de San Isidro, a ir a la Escuela Taurina a las siete de la mañana, para estudiar, y desde allí salir para el colegio. Al terminar las clases, a las seis de la tarde, todos de nuevo a la Casa de Campo para pintar la plaza. Y que no se nos ocurriera suspender. Esa fue la feria en la que Yiyo salió por primera vez a hombros de Las Ventas. De nosotros, solo le vio José Luis Bote, que como era vecino suyo de Canillejas se escaqueó esa tarde para esconderse en una andanada.

Aun así hubo suerte, porque cuando salimos del careo pensábamos que nos iban a hacer pagar los cristales. Hice pellas y, pensando que en mi casa no había un duro, me fui andando con Perea hasta la calle Leganitos, la paralela a la Gran Vía, a preguntar en una cristalería lo que podía valer aquello. Le dijimos al dependiente que nuestros padres nos habían encargado que buscáramos un presupuesto de lo que podían costar unas lunas de tal tamaño y de tal forma. Total, un pastón. Nos acojonamos mucho. Y como no podíamos decirle a la familia que tenían que gastarse ese dinero, incluso pensamos en irnos a trabajar a Alicante, de hamaqueros a la playa. Pero pasó el tiempo y todo se olvidó. Creo que nadie pagó los cristales, porque aquel era un edificio municipal y, al ser una cosa de críos, debieron meterlo en gastos generales.

Esa no fue la única que liamos. Hacíamos muchas más gamberradas, cosas de auténticos majaras, que es lo que éramos. Un día vino Perea diciendo que había estado en el Museo de Cera y que había una sala entera dedicada a los toreros. Y, como se puso de moda entre la gente del toro llevar de llavero un macho del traje de luces, se nos ocurrió presentarnos allí a la mañana siguiente. A primera hora, para que no hubiera mucha gente, estábamos en el museo Perea, los Pelaos, el Madriles y yo, cada uno con una tijera en el bolsillo. Sacamos nuestra entrada y, en cuanto nos abrieron la puerta, nos fuimos como balas a la sala que había dicho el «compi». Cada uno por su lado, fueron cayeron los machos de todos los vestidos de torear que tenían las figuras de cera, de las chaquetillas y de las taleguillas. Solo nos dejamos uno, porque oímos acercarse al vigilante. No respetamos ni esa escena tan tétrica de la muerte de Granero.

Algunos días, al salir de clase, nos íbamos a pasar el rato a la orilla del lago de la Casa de Campo. Alguno se fijó en que los currantes siempre dejaban la barca motora a pasar la noche en mitad del agua. Una tarde, ya anocheciendo, nos dio el «siroco» de llegar hasta ella. Así que rompimos el candado de la escuela de piragüismo, sacamos las barcas de remo, nos subimos a la motora y nos pusimos a jugar a los piratas, liándonos a hostias para hacer el abordaje. Y, claro, más de uno se cayó al agua. Desde entonces pusieron vigilancia nocturna.

Otra vez la tomamos con los quioscos de bebidas que había enfrente del lago. El dueño de uno de ellos se enrollaba mucho con nosotros y, como era aficionado, a veces hasta nos fiaba. Pero la cuenta engordó tanto que ya tuvo que pedirnos que le pagáramos. Enseguida dimos con la manera de hacerlo: nos fuimos al quiosco de al lado, cogimos una de las máquinas de chicles, de esas de bolas de colores, y el Mestizo y Luisito la reventaron a patadas hasta que empezaron a caer monedas. Desvalijamos las tres que había, peleándonos por coger las monedas como en esos saqueos de tiendas que se ven por la tele. Sacamos mil y pico pelas, y con ellas nos dio para saldar la deuda y para pegarnos otro homenaje más. Con el mismo procedimiento cayeron las máquinas de chicles de todos los otros quioscos de la Casa de Campo.

En el metro, en el suburbano, que era la línea que pasaba por delante de la Escuela, también las liábamos pardas. Nos colábamos, por supuesto, por debajo de la valla que daba al parque, esperábamos amagados hasta que pasaba la cabeza del tren y, cuando ya no nos veía el conductor, salíamos corriendo cuesta abajo hacia las vías para meternos en los coches. Sujetábamos las puertas para que no se cerraran, nos pasábamos de vagón a vagón… Nos moríamos de risa, pero sin saberlo nos jugábamos la vida. Como estaban avisados, un día los «metreros» nos esperaron con los guardias, pero como nosotros los vimos antes, para vengarnos no se nos ocurrió otra cosa que apedrearles, igual que hacíamos de vez en cuando con los vagones, cuando tirábamos piedras a las ventanillas. Éramos un peligro público.

Con aquella banda de salvajes pasaba más tiempo que con mi padre o con Pepita. Eran como los hermanos que no tenía. Nos relacionábamos con una gran camaradería, porque nos sacrificábamos y nos peleábamos por el resto como por nosotros mismos. Salvo, eso sí, el día que había vacas para torear en la Escuela. Entonces no había amigos que valieran. Las caras cambiaban y cada uno iba a lo suyo hasta que aquello se acababa y volvía el cachondeíto.

LOS BOTINES DE LAS PUTAS

Esa fue de las épocas más bonitas de mi vida, porque con ellos me evadía de los problemas de casa y, siendo un crío solitario fuera de allí, aprendí el valor del compañerismo. Ya de matador de toros, siempre me ha gustado llevar en mi cuadrilla a gente que salió de la Escuela: Juan Cubero, Antonio Romero, Venancio Veneros, David Pirri, Víctor Hugo… Por ese sentido del compañerismo y porque todos los que salían de allí lo hacían con el oficio bien aprendido y eran buenos profesionales.

Decían entonces los detractores de las escuelas taurinas que eran una fábrica de hacer toreros en serie, todos iguales. No era cierto. En la de Madrid ninguno nos parecíamos a otro. Cada uno desarrollaba su personalidad con el tiempo y siempre sobre la base de la variedad y un aprendizaje buenísimo de la profesión, que era lo mejor de todo.

Pero fue también en esos primeros años de clases cuando comencé a masticar la amargura que todos los toreros tienen desde que empiezan. En esas charlas y en esos paseos que daba con mi amigo Perea no hacíamos más que quejarnos de las injusticias que creíamos que se hacían con nosotros en la Escuela.

A los dos nos gustaba el toreo más puro y nos sentíamos los mejores. Solo veíamos defectos en los demás, de los que largábamos sin compasión. Por definición, por puro sentido de la competencia, ya empezaban a crecernos en las tripas la vanidad, el orgullo y también los complejos que rumian desde el principio todos los que se juegan la vida delante de los toros.

Pasaron dos años desde que me matriculé hasta que me anunciaron en mi primera becerrada. Aunque salí como sobresaliente una semana antes en Aranjuez e hice unos quites y puse un par de banderillas, la fecha real de mi debut en público es la del 7 de junio de 1981 en la plaza de toros de Trujillo, con José Luis Bote y un chaval de allí. Como no encontramos hotel ni nos pudimos meter en el Ayuntamiento ni en ninguna escuela, como se hacía en los pueblos, nos tuvimos que vestir de corto en la misma plaza. Antes de la corrida decidimos echarnos la siesta encima de los capotes, en el pasillo que va del ruedo a la enfermería. Allí, a la sombrita, estábamos tumbados los tres, el Fundi —al que ese día le tocó de sobresaliente—, José Luis y yo, cuando reparamos en un rastro de sangre seca que llegaba hasta la puerta del quirófano. Supusimos enseguida que era la de Morenito de Maracay, al que unos días antes un toro le había pegado allí mismo una cornada muy fuerte. ¡Menuda manera de coger moral para salir a una plaza por primera vez!

Por cierto que si la ropa de torear era prestada, los botines que me puse aquel día me los pagaron las putas del barrio. Como mi padre estaba «enchiquerado», ni Pepita ni yo teníamos dinero para comprarlos. Pero no hubo problema porque a esas alturas «el torerito» ya era famoso en La Guindalera.

Desde que entré en la Escuela, cuando venía del metro camino de casa siempre me paraban las «lumis» a la puerta de los bares de alterne, si es que no me asomaba yo para ver si estaba mi padre dentro, y me invitaban a un refresco para que les contara mis aventuras de torero. Entre algunas de ellas y el dueño del bar La Pista acabaron juntando el dinero para los botines, los más baratos que había en Los Guerrilleros de Tirso de Molina.

El primer becerro, el de Trujillo, era un añojo de la ganadería de Ángel Ortega, o así lo anunciaron. Fue el primero que maté y también el primer animal al que toreé de salida con el capote, porque en Aranjuez solo había hecho quites y en la Escuela las vacas las paraban los que estaban más avanzados.

Torear bien de capa es más difícil que hacerlo con la muleta, porque hay que coordinar muy bien los dos brazos. Sabía hacerlo de salón, pero no le tenía cogido el tacto ni el ritmo a la tela. Así que el becerro me dio dos o tres cates nada más empezar. Como recuerdo, todavía tengo una marca en la mano izquierda del pisotón que me pegó.

Los días anteriores al debut tuve la cabeza llena de dudas, porque no sabía cómo saldría aquello si nunca había toreado de salida con el capote, si nunca me había puesto delante de un macho y, sobre todo, si nunca había entrado a matar de verdad. Lo del público no me preocupaba tanto, porque ya había toreado muchas veces delante de gente. Y con la muleta me defendía, porque había salido a diez o quince becerras en las clases prácticas. Por suerte, resolví el asunto con cierta facilidad e incluso le metí media estocada a la primera y el becerro cayó patas arriba. Me sentí muy bien cuando me dieron las dos orejas.

A la vuelta, sin poder decir ni pío, me vine en el coche con Martín Arranz y un amigo suyo. Me hice el dormido en el asiento de atrás y ellos se pusieron a hablar de mí, a comentar lo que había hecho. Llegaron a la conclusión de que andaba bien y de que tenía cosas de torero. Me dejaron en la Escuela, cogí el maco y me volví a casa más contento que unas pascuas. Pero al abrir la puerta y encontrarme con la realidad diaria me dio el bajón: no podía contárselo a mi padre, que estaba en Carabanchel y no saldría de allí hasta mediados de julio. Entonces sí, aquella otra tarde de mitad verano me lo encontré sentado en el sofá cuando volvía de torear por primera vez en Francia, en Mont-de-Marsan. Y por fin pudimos hablar de toros con tranquilidad, no como esa vez que me pegó un bofetón cuando, por llevarme la contraria sobre un torero, le dije que era un chufla.

Esos primeros viajes para torear, y para conocer mundo, eran como las vacaciones que casi nunca tuve. De pequeño, recuerdo que una vez o dos fuimos a Alicante, a casa de una amiga de Pepita. Y algún año estuvimos en el pueblo de mi padre, en las fiestas, pero me rompí la clavícula y nos tuvimos que volver enseguida. Ya de mayorcito, cuando empezaban las clases, los compañeros del colegio me decían que habían estado en tal o cual sitio, que si en la playa, que si en Inglaterra, pero yo no había salido de Madrid. Si acaso, los días de más calor del verano, me colaba en la piscina del Lago con los colegas, me cambiaba detrás de un seto, dejaba allí la ropa y me bañaba un rato. Así que cuando los del colegio «roneaban» de sus vacaciones, sacaba mi orgullo y les decía que en unos pocos años, como iba a ser torero, iba a tener un cochazo para irme donde me diera la gana.

Y lo decía convencido, porque en esas primeras becerradas por los pueblos ya empecé a ver algún dinerito. No es que cobráramos, sino que aprendimos enseguida a brindar los becerros a los ricos o a los toreros que iban a vernos, porque sabíamos que siempre nos daban un regalo en agradecimiento: doscientas, mil, quinientas pelas... Hasta mil duracos me llegó a dar un día Curro Vázquez.

Cuando junté las dos mil primeras pesetas, tenía clarísimo en qué me las iba a gastar. Tenía vistas en el escaparate de una zapatería del barrio, un poco más arriba de mi casa, unas zapatillas Yumas que estaban de moda y que habían puesto de oferta, justo por 1.999 pesetas. Las veía cuando pasaba por allí cada tarde, y eran para mí como el icono de algo grande: unas zapatillas buenas y no las guarreras que llevaba.

Cuando por fin me hice con la pasta, al día siguiente salí corriendo del colegio para no encontrarme la zapatería cerrada. Entré sofocado, casi a punto de que echaran el cierre, y pedí que me sacaran las Yumas con las que soñaba.

—¿Qué número? —me preguntó el zapatero.

—El 37.

—No me quedan —dijo—, solo hay un par, pero de dos números menos.

—Pues sáquelas —respondí convencido.

Metí los pies como pude, apretadísimos, y por esa ilusión que tenía preferí sacrificarme y llevármelas puestas. Las tuve más de dos años, hasta que acabaron destrozadas por la presión. De hecho, los dedos de los pies se me han quedado encogidos desde entonces, como a las geishas. Pero no me importó. Comprarme esas zapatillas fue un triunfo, el símbolo de que había conseguido cosas por mí mismo, con el primer dinero honrado que ganaba en el toreo… y en la vida.

Acabó aquella temporada del 81 y ya había matado veinticuatro becerros. Era de los alumnos más destacados de la Escuela. Sobreviviendo en esa ilusión, pasó el invierno hasta que murió mi padre. Mi madre no fue al entierro, pero llamó a casa al poco tiempo. Yo mismo cogí el teléfono y por la línea, sin vernos las caras, tuve con ella la primera conversación de mi vida. Y tan desagradable que nunca se me olvidará.

—José, soy tu madre. Dile a esa tía guarra que vive contigo que dentro de unos días voy a la casa y os marcháis los dos, que el piso es mío.

Le tuve que pedir que me lo repitiera, porque no podía creer lo que estaba escuchando. Según estaban las cosas, con mi padre recién enterrado, me puse tan agresivo que le contesté aún peor:

—¡Ven para acá si tienes cojones, que te voy a pegar una patada en el coño que te voy a tirar por las escaleras abajo! ¿Vas a venir ahora a avasallarnos?

Colgué de un puñetazo. Estaba fuera de mí, desquiciado, rebelado con el mundo porque me quedaba solo y encima tenía que escuchar algo tan injusto como eso de una mujer que me había abandonado tan pronto. Ya no era un niño, sino un medio hombrecito que estaba madurando a la fuerza, metido en el mundo del toro y moviéndome en los peores ambientes del barrio. No tenía aún confianza en mí mismo pero sí una agresividad animal concentrada que mi madre hizo explotar con esa llamada.

Días después, al llegar del colegio, me la encontré al abrir la puerta de casa con sus dos hijos nuevos. Pepita me la presentó de sopetón:

—José, esta es tu madre y estos tus hermanos.

No quise verla. Tiré la cartera, me di la vuelta y me metí en mi habitación gritando.

—¡No son mis hermanos, son sus hijos!

Después de los momentos tan duros que había vivido, aquel fue un golpe bajo. Pero tal vez arrepentida de la bronca telefónica, ella se portó de una forma más conciliadora. Pepita le explicó que el piso lo habían comprado a medias mi padre y ella, y lo entendió. Su intención inicial era quedarse con parte de la herencia porque, aunque vivieron separados, no se habían divorciado y legalmente seguía siendo la mujer de Bienvenido. Como no había mucho de donde sacar, hablaron entre ellas y debieron llegar a un acuerdo, mientras yo seguía detrás de la puerta de mi habitación, dispuesto a saltar a la más mínima. Al final no pasó nada. Mi madre se marchó y ya no volví a verla hasta pasados varios años.

WALK ON THE WILD SIDE

Tras la muerte de mi padre comenzó la etapa más difícil de mi vida. Con todas esas circunstancias que me tocó sufrir de repente, estuve durante mucho tiempo en el filo de la navaja. A punto de caer en un hoyo del que nunca hubiera podido salir. Pasado el tiempo y viéndolo con perspectiva, estoy seguro que de no ser por la ilusión de ser torero, y por lo que vivía y aprendía en la Escuela Taurina me hubiera perdido para siempre.

Recién cumplidos los trece años me movía siempre a mi aire. Pepita trabajaba y tampoco podía atenderme. Y el tiempo que tenía libre se lo pasaba en el bingo. Así que me levantaba, me hacía el desayuno y me iba al colegio, si es que no hacía pellas y me juntaba con la gente más chunga que había por ahí.

Comía solo, lo que yo me cocinaba o lo que ella me dejaba hecho, y por la tarde me iba a la Escuela. Estaba sin control demasiado tiempo y empecé a forjarme una forma de ser y de estar en la vida.

En la placita de la Casa de Campo era uno, más formal y aplicado, pero en la calle era otra persona completamente distinta. Como el doctor Jekyll y míster Hyde. Por las mañanas me vestía con una chupa de cuero negro que había sido de mi padre, con mis pelitos largos, mi collar de coral ajustado al cuello... y me iba con lo peor de cada casa.

Aunque estaba en plena ebullición en aquellos primeros años ochenta, la famosa Movida madrileña no había llegado a mi barrio todavía. Y eso que al otro lado de la avenida de América, en «La Prospe», estaba el Rock-Ola, la sala donde tocaban todos los grupos modernitos y se juntaba la gente del rollo que bendijo Tierno Galván. Pero aquello, que era más bien de pijitos rebeldes, no iba con nosotros. En La Guindalera éramos más duros.

En cuanto a música, a ratos nos daba por el flamenquito y el gitaneo, que era lo que escuchábamos en casa. Mi padre siempre tenía puesta copla en la radio y de niño me hartaba de oír las canciones de Marifé de Triana, de Bambino, de Antoñita Peñuela y, cómo no, del gran Manolo Caracol. Luego empezó con Los Chichos, Los Chunguitos y Los Calis, que eran lo más, porque Camarón aún no se había puesto de moda.

Con esa música me crié. Pero los chavales teníamos nuestros propios gustos. De lo de fuera, nos molaba mucho Boney M. Pero con lo que de verdad flipábamos era con lo que llamaban rock urbano: Leño, Topo, Asfalto… Y con grupos más potentes, como Obús, Barón Rojo, Iron Maiden, AC-DC. O con los punkis, los Sex Pistols y tal. Eso es lo que escuchábamos a todas horas, gritos y ruido, que era lo que nos ponía.

También nos iba mucho el rollo de las películas de delincuentes juveniles, Perros callejeros, El pico e historias como la de el Vaquilla, que era un ídolo para todos los macarras. Se parecían mucho a lo que nosotros vivíamos en el barrio, como esas rumbas que hablaban de cárceles y de drogas.

Aquella fue un época crítica, cuando, como cantaba Lou Reed, anduve por el lado salvaje. Me gustaba juntarme con la flor y nata de los «manguis» del barrio. Y para entrar en esa «élite» había que ser el más chulo, el más bragado, el más peligroso… Nos dedicábamos a robar relojes a los chavalitos de la urbanización que había al lado del colegio. No era difícil. Les rodeábamos, les asustábamos con un baldeo bien afilado y nos daban llorando los «pelucos» que luego vendía otro colega que conocía a los peristas. También robábamos los radiocasetes de los coches. Los abríamos con las llaves de las latas de conserva. Las poníamos en la vía del metro para que las ruedas las aplastaran, y se quedaban tan finas que entraban como un guante en las cerraduras de los Seat 127.

Los coches no nos los llevábamos, aunque podíamos hacerlo. De hecho, ya sabía conducir porque me había enseñado mi padre con el Mercedes. Pero preferíamos quedarnos con el dinero de los relojes y de los radiocasetes, que eran más fáciles de vender y tenían menos complicaciones con la Policía. El Pituco y el Pirvin se encargaban y luego nos repartíamos la pasta.

Ellos lo celebraban bebiendo botellas de ponche y de coñac, ni siquiera litronas de cerveza, y con «chocolate» para fumar. Pero yo, como tenía lo del toro en la cabeza, les decía que me dieran mi parte y me compraba una funda para una ayuda, un estaquillador… o me iba a Vallecas, a casa de Girón el banderillero, a que su mujer me cosiera los trastos de torear, porque eran tan malos y los tenía tan rotos que no había por donde cogerlos. En la Escuela los llamaban la bandera de la Cruz Roja, porque estaban llenos de esparadrapos. Girón, que era un «esaborío», se levantaba de la cama renegando cada vez que me veía por allí, porque, aunque vivía de eso, la señora era un encanto y casi nunca me cobraba.

Nuestra carrera de delincuentes y pasaos fue en progresión aritmética, porque luego a los colegas les dio por comerse anfetas y «tripis», esos ácidos chiquititos con los que se ponían como motos. Y después pasaron a mayores. Afortunadamente, a mí nunca me dio por ahí, seguro que porque tenía ya la fijación de ser torero, que si no… Con el paso del tiempo, muchos chavales del barrio y del colegio, gente normal, hijos de currantes y de familias humildes, cayeron para siempre en las drogas.

Cuando he vuelto por allí o cuando me los he ido encontrando en la vida, he sabido de sus adicciones y de sus problemas. Muchos acabaron en la cárcel, algunas chicas se dedicaron a la prostitución y otros cuantos murieron de sobredosis. En muchos barrios del Madrid de aquella época la heroína arrasó a toda una generación. Bastantes noches pienso que yo también pude ser uno de ellos.

Pero, aunque anduviera suelto o me dedicara a robar, nunca dejé de ir al colegio. Al final de la EGB entré en una época de mal estudiante, porque me empecé a obsesionar con los toros y ya me hacía mis pajitas mentales —y de las otras—. Pasaba de todo, solo que, como ya he dicho, me quedaba con lo que escuchaba en clase y así iba sacando los cursos. A trancas y barrancas.

Lo peor llegó tras la muerte de mi padre. Me hice aún más retraído y me presentaba en el colegio con unas pintas espantosas: con esa chupa de cuero que no me quitaba ni para dormir, con unas gafas Ray-Ban de policía, unos vaqueros ajustados que se llevaban entonces, los Jesus, una camiseta blanca, una camisa de cuadros por fuera del pantalón, mis collares de coral, mis zapatillas… Parecía un roquero pasado de rosca.

Así entraba a clase en octavo de Básica. Me sentaba en la última fila, ponía los pies encima del pupitre y hasta me encendía un cigarrito. Estaba echado a perder, totalmente desarraigado. Iba a cumplir trece años y lo había vivido casi todo. El colegio y la gente me importaban tres cojones. Era el chulito del barrio, era torero y me creía la hostia.

Como era el más «gamba», tenía que demostrarlo a cada momento. Había días en que me daba por irme en mitad de la clase, cuando me salía de los huevos. Abría la puerta, bajaba dos pisos, cruzaba el patio, saltaba la verja y me iba a dar una vuelta. Al rato volvía y entraba en el aula como si no hubiera pasado nada. Me comportaba como en esas películas americanas de institutos con chavales conflictivos.

A la profesora de inglés, que era muy prudente, un día hasta la hice llorar. Me pasaba mucho con ella. Otra mañana, en trabajos manuales nos encargaron algo en grupo, pero yo pasé de todo y me fui de mesa en mesa vacilando con las pibitas. No me sentaba, o me ponía de rodillas en una silla, o me subía encima de la mesa, hasta que llegó el profesor y me dio un manotazo por detrás. Reaccioné como un loco, cogí la silla y me volví para pegarle con ella. Menos mal que me paré, y menos mal que él se contuvo, porque se hubiera formado la mundial.

Los profesores de aquel colegio público de La Guindalera tuvieron mucha paciencia conmigo y siempre me intentaron ayudar. Supongo que estaban al tanto de mi situación y levantaron mucho la mano. Sobre todo don Gervasio, que era mi tutor y el profesor de matemáticas, mi asignatura preferida junto con el lenguaje… que lo daba una chavalita joven que llevaba siempre una minifalda muy corta. Este otro era un hombre medio calvete, de ojos claros, fuerte de complexión y fuerte en el trato. Conecté muy bien con él, porque me hacía ver la rectitud del camino.

Y también don José, el director, que, como era muy aficionado a los toros, me tapaba todo. Con esa actitud tan borde que yo tenía, cada dos por tres me echaban de clase o me mandaban a su despacho. Y don José me sentaba allí y me decía con una resignación de santo:

—Pero ¿otra vez aquí, Arroyo? Es que no paras, ¿eh? Bueno, ¿qué pasa?, ¿cómo van las cosas en la Escuela?, ¿toreas o no? Arrímate a los becerros, pero en clase haz el favor de comportarte un poquito, que tú eres bueno y estudioso, que yo lo sé.

Aun así, dos o tres veces no tuvo más remedio que expulsarme.

Menos el pobre del conserje, que no podía ni verme, me perdonaron mucho en aquel colegio. Y más que nadie don José, que siempre intentaba aliviar los líos que formaba. Me dio mucha confianza porque fue quien mejor entendió mi situación. Cualquier otro se hubiera quitado de en medio a aquel conflicto con patas, pero tanto él como los otros profesores intentaron encauzarme como mi propio padre no lo había hecho. Al Bienve se la sudaba todo, incluido yo.

No he vuelto a saber nada de ellos. Volví cuatro o cinco años después al colegio para visitarlos, pero ya no estaban. El director, que ya era mayor, se debió jubilar. A don Gervasio, me dijeron, le habían trasladado fuera de Madrid. Siento no haber estado con ellos para poderles expresar mi profundo agradecimiento por la manera en que me trataron en esos meses tan difíciles de mi vida. Me hubiera gustado invitar a una barrera a don José, con lo aficionado que era, y brindarle un toro. Quién sabe, lo mismo me vio torear alguna vez y no quiso acercarse a decirme nada. De todas formas, si llegan a leer estas líneas, quiero que sepan que siempre estaré en deuda con ellos por la tremenda paciencia y la gran comprensión que tuvieron conmigo.

Pero en la Casa de Campo me comportaba de una manera muy distinta. Me tomaba aquello más en serio que los estudios. Incluso en los meses más «salvajes», después de morir mi padre, al llegar a la Escuela me quitaba el collar, me atusaba los pelos por debajo de la camisa e intentaba que no se me notara ese aire tan chungo que tenía en la calle. Aun así, los maestros se dieron cuenta de que algo pasaba, tal vez porque empecé a despistarme y a bajar el rendimiento. Aunque, probablemente, lo que me delató era lo tontito y lo graciosete que me ponía para joder las clases con Perea, mi colega del alma.

Desde que toreé la primera vez, no había tardado en despuntar y ya tenía algunos privilegios en la Escuela, como el de no esperar turno para salir a las vacas. Así que, viendo lo que pasaba, Martín Arranz me bajó de grupo y volvió a hacerme sortear con los demás o incluso a no dejarme torear, aunque me tocara por número.

No lo llevé demasiado mal, hasta que un día me hizo salir el último, después de todos los nuevos. Eso sí que no, esa era la peor humillación que podían hacerme, salir detrás de todos los que no tenían ni puta idea. A mí, que ya me creía el gallito del corral. Pero fue toda una lección. Aprendí que para ser torero, para competir, no te puedes despistar ni un minuto. Y que no hay amigos que valgan. Cada uno a lo suyo y poniendo el alma para conseguirlo.

Los maestros de la Escuela de Tauromaquia fueron en realidad como mis segundos padres. Fueron quienes de verdad domaron a aquel crío incontrolado, y no Bienvenido, que era recto conmigo… cuando estaba en casa. Ellos fueron los que evitaron que cayera por la cuesta abajo del barrio, quienes me rescataron, sin saberlo o no, cuando me llevé el golpe más fuerte de mi vida.

Hasta entonces Pepita, la compañera de mi padre, había sido para mí como un colchón. Mi realidad era dura, pero con ella se me hizo más llevadera, sobre todo al principio. De niño, aunque sin lazos de sangre, me cuidó como una madre. Bien o mal, porque no sabría hacerlo mejor, pero no dejó de jugar un papel importante en mi vida. De hecho, yo la llamaba mamá. Cuando murió mi padre, fue mi refugio. No me dio mucho calor, pero al menos no me dejó solo. Hasta que crecí, la cosa empezó a cambiar y apenas aguanté un año más con ella.

Martín Arranz se había ofrecido a ayudarnos económicamente porque conocía perfectamente nuestra situación, incluso antes de que muriera Bienvenido. Cuando vio que llegaba a las clases antes que los demás, que estaba en la Escuela a horas en que debía estar en el colegio, me preguntó si nadie me controlaba en casa. Le conté lo que me pasaba, que mi madre trabajaba y mi padre estaba enfermo. Así que decidió ir a verle al hospital.

Cuando entró a la habitación, confundió a Pepita con María Jesús, una enfermera que le cuidaba y con la que el Bienve se había liado después de salir de la cárcel. Mi padre ya se debía ver muy mal, porque aprovechó la visita para preguntarle al director de la Escuela por mi futuro. Como torero, Enrique no le pudo prometer nada, porque, por lógica, como tantos y tantos, era casi imposible que lo fuera. Pero también le dijo que no se preocupara porque él mismo se iba a encargar de llevarme por el camino recto como persona. Y le prometió que iba a hacer por mí todo lo que estuviera en su mano.

Efectivamente, unos días después de sacarme del entierro de mi padre, Martín Arranz me llevó a comer a su casa y me ofreció su ayuda, que no dudara en pedírsela cuando nos hiciera falta. Pero, por desgracia, también se lo dijo a Pepita. Yo le tenía mucho respeto. Era tan estricto y tan duro en la Escuela que me cagaba de miedo en cuanto me miraba. Por eso no quise abusar de su ofrecimiento, y si alguna vez le pedí dinero fue para lo más urgente, para comer o para asuntos de primera necesidad. Pero no para que aquella mujer se lo jugara en el bingo.

Habíamos cerrado la panadería y ella solo trabajaba ya en el restaurante. Mangaba la comida allí y el sueldo lo dejaba para los cartoncitos. Me ponía enfermo. A veces también nos ayudaba su amiga, la mujer del policía, o su hermana, que tenía un marido que ganaba mucha pasta. Pero una vez que le dejaron un dineral la tía se lo pulió en el bingo en una tarde. Para matarla. Estaba tan enganchada, tan enferma de ludopatía que cuando yo juntaba doscientas pesetas, que me las ahorraba yendo andando hasta la Escuela en vez de en el metro, también me las pedía para echar un par de cartones. Y se las daba, porque tenía que mantener un tira y afloja con ella. Pero aquello no podía seguir así.

La situación estalló definitivamente un día en que me volvió a decir que le pidiera dinero a Martín Arranz y yo me negué en redondo. Como siempre, me amenazó con que si no lo hacía iba a discutir con él.

—Haz lo que quieras —le contesté, decidido a no aguantar más—, pero no le voy a pedir dinero para tus vicios.

Ese día hubo vacas en la Escuela y al salir, antes de unos días de vacaciones, no sé si de Navidad o de Semana Santa, Enrique nos ofreció a algunos chavales llevarnos a su finca de Colmenar del Arroyo, como otras veces. Cuando llegué a casa, le dije a Pepita que me iba, pero no quiso dejarme porque no había pedido el dinero. Aunque estaban allí su hermana, su cuñado y su sobrina, discutimos muy fuerte, a voz en grito, hasta que metí mis cosas en la bolsa y cogí la puerta.

Cuando ya bajaba por las escaleras, ella se asomó y empezó a insultarme. Fue la gota que colmó el vaso. Tiré los trastos, subí los escalones de cuatro en cuatro, la empujé para dentro, la cogí del pescuezo y la amenacé con una furia que me salía de las mismas tripas:

—Me vas a insultar, hija de puta, cuando lo que estoy haciendo es no pedir dinero porque me da vergüenza ver en qué te lo gastas. Yo te mato.

Se me echaron encima todos los que estaban allí.

—¡Este niño está loco!

—No os acerquéis que os mato a vosotros también con la espada —les dije apretando los dientes.

El «pollo» fue de los gordos y vi tan asustada a Pepita que yo mismo me di cuenta de que tenía que calmarme.

Salí por la puerta sin que nadie se atreviera a detenerme. Y cuando llegué al campo juré que nunca más iba a volver a esa casa.