Una noche en el balneario
Cae la noche cuando el viajero llega al balneario de Nocedo —después de desandar hasta Valdorria el camino de la ermita y el de Valdorria hasta la carretera—, tan sucio y tan polvoriento que, cuando le ven entrar, todos, salvo el administrador, salen huyendo. Si sacudiese las botas, más de un bronquítico sufriría una recaída en su enfermedad.
Pese a ello, el administrador, un hombre amable y joven, harto seguramente de tratar con reumáticos y viejos, no tiene inconveniente en incluirle por esa noche entre sus hospedados. Incluso, como oficio, le admite sin problema el de viajero, pese a que no exista como tal, ni ofrezca por sí mismo ningún crédito. Y, tras hacerle la ficha y leerle el horario de la casa (un horario estricto y duro: a las once de la noche cierra la puerta y nadie puede salir del balneario, ni aun a tomar un café hasta el bar del pueblo), le enseña la zona de los baños y le da la llave de su habitación.
Pero, a las nueve de la noche, la zona de los baños está cerrada ya (al menos los de las aguas mesotermales, mineralizadas, bicarbonatadas y alcalino férreas, especialmente indicadas para los reumatismos musculares y nerviosos, las afecciones del corazón, los procesos bronquíticos y asmales y las hipertensiones duraderas —y excelentes, a temperaturas inferiores a los 18 grados, como aguas minerales de mesa—, que anuncian con gran lujo de detalles los prospectos) y el viajero ha de quitarse el polvo como puede en el lavabo de su habitación, un cuarto de no más de cuatro metros, con un armario de luna, el lavabo, un orinal, una mesilla de noche y dos camas antiquísimas. Para el viajero, no obstante, acostumbrado a dormir en los pajares y sobre el suelo de los apeaderos, casi un derroche de comodidad.
Dicen quienes lo conocieron en sus mejores tiempos —los de los años de la posguerra— que estas Caldas de Nocedo fueron las preferidas, para sus veraneos y descansos, por cierta burguesía madrileña y leonesa, que aquí solía pasar largas temporadas. «Cuando sólo veraneaban los que tenían que veranear», que decía con sorna el padre del viajero, el balneario era ocupado cada año por las mismas familias de toda la vida y por los séquitos de ayas, ayudantes y criadas que, cargados de maletas y baúles, acompañaban a aquéllas. El álbum fotográfico del dueño y la memoria de los lugareños guardan recuerdo aún de las imágenes de los Mercedes negros aparcados ante las Caldas y de los grupos de bañistas posando en la galería para una posteridad lejana todavía en ese instante. Pero llegó la guerra y aquellos tiempos se fueron para siempre. El balneario de Nocedo, que durante varios meses pasó de ser lugar de baños de la élite a cuartel general de las milicias republicanas del Ejército del Norte en los montes del Curueño, quedó arrasado por completo y, aunque reconstruido después de la guerra, ya nunca volvió a ser el que era. Volvieron, sí, algunas de aquellas familias supervivientes, con sus Mercedes y sus chóferes de siempre, pero las legendarias Caldas de Nocedo comenzaron a decaer y, a partir de los años cincuenta, ya sólo abren sus puertas para acoger cada verano, entre junio y septiembre, a una triste colonia de reumáticos y viejos como estos que ahora pasean en grupos por los pasillos o por los alrededores de la casona, esperando aburridos la hora de la cena.
La hora de la cena la señala puntualmente, a las diez menos veinte de la noche, la campana de la mínima capilla que se alza junto al río, al lado mismo del balneario. A la llamada de la campana, poco a poco, como un dócil y doméstico rebaño, los huéspedes —algunos de los cuales ya esperaban a la puerta— van pasando al comedor y ocupando en las mesas sus sitios de costumbre, quizá también desde siempre. El comedor, un gran salón silencioso pintado en color crema e iluminado tenuemente desde el techo por cuatro o cinco globos de luz fría y macilenta, es el marco ideal para tal paisaje humano y para la triste cena que le espera: una sopa de verdura, cuatro croquetas de ave y una pera. Alimentos seguramente suficientes para los huéspedes, pero apenas un ligero refrigerio para las necesidades de un viajero que hoy ha andado medio mundo y subido todas las cuestas de la tierra. Pero, por fortuna para él, la camarera se ha puesto de su parte. Tanto ella como su compañera deben de estar ya hartas de ver a viejos (y, como el cocinero, en guerra muda y sorda con la empresa, cuyos representantes principales, con la familia del dueño al completo, comen enfrente del viajero) y, disimuladamente, le refuerzan el menú con unas rajas de lomo ante la sonrisa galante del viajero. El viajero siempre ha sido agradecido, especialmente con las camareras.
Lógicamente, el viajero es el último en acabar de cenar. La razón de su tardanza no está tanto, sin embargo, en la mayor consistencia de su menú como en su indisimulado e inequívoco interés por quedarse a solas con las camareras. Un interés que parece encontrar cierta correspondencia en éstas, aunque no tanto en la estricta gobernanta encargada de vigilar al servicio y de velar por la buena marcha de la empresa. La señorita Maruja, que así se llama la mujer, lleva ya tantos años en la casa que manda más que los dueños. Y, como, además, éstos se han retirado ya, a su pabellón (un caserón de piedra separado por un mínimo jardín del de los huéspedes) y el administrador ha tenido que bajar hasta León a un reumático que, al salir del comedor, ha tropezado y caído al suelo —quizá de desfallecimiento—, resulta ser que la señorita Maruja es ahora la encargada general, no sólo del servicio, sino también de los hospedados:
—Haga el favor de ir acabando, que las muchachas tienen que recoger las mesas.
Está claro que la señorita Maruja no ve con buenos ojos al viajero. Acostumbrada al orden y a los viejos clientes de sus tiempos, está claro que el viajero no le ofrece ninguna confianza y, si acepta su presencia, es solamente porque el administrador —que, a la postre, ha resultado ser también nieto del dueño— accedió, contra su voluntad, a que se alojara. Pero ahora el administrador no está y hasta que vuelva es ella la máxima autoridad en este lugar:
—Lo siento, pero no puede andar por los pasillos dando vueltas.
—¿Por qué?
—Porque hay ya gente durmiendo.
Lo de que la gente duerma o no es lo de menos. Lo que la señorita Maruja en realidad no quiere —y el viajero en seguida se da cuenta— es que éste ande ahora deambulando por la casa y, mucho menos, que se acerque a la cocina para intentar hablar con las camareras. El buen nombre de las Caldas y la honorabilidad de la empresa están en juego. Por ello, y no por otra razón, le echó del comedor hace ya un rato y por ello le somete, del comedor a la cocina y de la galería a las habitaciones, a una persecución sin tregua. Tratando de huir de ella, el viajero recala finalmente en el salón en el que dormitan, frente a la televisión, cinco o seis huéspedes. La película que ponen esta noche no puede ser más interesante: La vejez luminosa, de José Luis Sáenz de Heredia. Pero hasta aquí le sigue la estricta gobernanta de las Caldas. El viajero aún no ha acabado de sentarse y ya está ella asomándose a la puerta para ver si está allí dentro. Agotado, cansado de escapar por los pasillos y de que la gobernanta lo vigile como si fuera un verdadero usurpador, el viajero no tiene otro remedio que abandonar y retirarse a su cuarto a descansar. Definitivamente, mientras la señorita Maruja esté despierta, es imposible conseguir siquiera acercarse a las camareras.
Pero ya lo dice el refrán: donde menos se espera salta la liebre. El viajero, rendido del camino y doblegado —contra su voluntad— al reglamento interno de la empresa, comienza ya a dormirse cuando, de pronto, le despiertan unos golpes en la pared. Durante unos segundos, piensa que está soñando. Pero, antes de que se duerma, los golpes se repiten otra vez, rotundos e inequívocos y tan inconfundibles como que él ahora no está dormido. Sorprendido, escucha atentamente hasta que por fin alcanza a distinguir, al otro lado de la pared, las risas de las camareras. Está claro que el viajero esta noche está de suerte: resulta que, sin saberlo, está durmiendo en la habitación contigua a la de ellas.
A partir de ese momento —y según consta en su cuaderno—, todo ocurrió con un gran secreto. El viajero comenzó, según parece, respondiendo a las camareras —al principio, suavemente; pero, en seguida ya, como es fácil comprender, como si en su habitación hubiera un incendio— y, al final, hacia las dos o las tres de la mañana, sin poder contenerse ya más, acabó levantándose y saltando por la ventana desde su habitación a la de las chicas. Pero, aunque a la señorita Maruja le costaría creerlo, el viajero es un caballero y, de lo que pasó después, no dejó escrito nada en su cuaderno.