Despertar con mistela

Hacia el amanecer, el viajero se despierta bruscamente, sacudido en el suelo por un enorme estruendo. No es la guerra, como al principio piensa, sin saber todavía dónde está, ni qué hace tumbado en el cemento. Es un tren que se acerca por la vía a gran velocidad hacia el apeadero.

Como impulsado por un muelle, el viajero salta de su sitio y recoge a la carrera su mochila esperando que aún le dé tiempo a cogerlo. Pero, cuando se asoma al arco de la puerta, el tren está cruzando ya por el andén, envuelto en un estruendo impresionante, y se pierde por el fondo de la vía, entre los postes de la luz y los grumos temblorosos de la niebla.

Aturdido, el viajero se queda en el andén mirándolo marchar, sin saber si ponerse a correr detrás de él o si volver a su sitio para seguir durmiendo. Ese tren que se aleja es el que tenía que coger para volver a la estación de La Vecilla. O, al menos, eso cree. Lo que supone, entre otras cosas, que tendrá que volver a hacer andando cuatro kilómetros de carretera. Pero, en seguida, unos obreros que están quitando zarzas de la vía —y que el viajero tarda en ver por culpa de la niebla— le sacan de la duda y le consuelan. El que acaba de pasar era un tren de mercancías. El Correo, que es el de los viajeros, no llega hasta las nueve, y todavía son las siete y media.

—¿Las siete y media? —repite, atónito, el viajero, buscando su reloj en la mochila.

—Las siete y media, sí, señor —insiste el que parece el capataz—. Buena hora para seguir durmiendo.

Tiene razón el hombre. Las siete y media es buena hora para seguir durmiendo. Pero, al viajero, el tren le ha roto el sueño y, aunque podría tratar de conciliarlo nuevamente, no tiene deseo alguno de volver a tumbarse en el cemento: mientras hablaba con los obreros, ha empezado a notar que le duele todo el cuerpo. Así que guarda el saco en la mochila, calza las botas, se peina un poco el pelo con los dedos y, tras pedirles a los obreros que le echen un vistazo a la mochila mientras vuelve, se dirige hacia Aviados decidido a enfrentarse de nuevo con los perros.

Como en la noche anterior, cuando el viajero entra en Aviados, el pueblo está desierto por completo. Son las ocho todavía y todos los vecinos deben de seguir durmiendo. Pero los perros no le ladran como anoche. La claridad del día, al parecer, les quita el miedo y se limitan a mirarlo cuando pasa, tumbados y enroscados en sí mismos delante de las puertas. Nadie diría, viéndolos así, que éstos eran los que anoche le ladraban asustados, mirándolo con miedo y enseñándole los dientes.

Contra lo que el viajero cree, sin embargo, en Aviados no todo el mundo está durmiendo. Contra lo que el viajero cree, a las ocho de la mañana, en Aviados, tres mujeres se afanan ya en el lavadero, haciendo la colada mientras el resto de sus vecinos duerme.

—Buenos días —las saluda el viajero, acercándose a ellas.

—Buenos días —le responden a coro las mujeres.

El viajero, tras pedirles permiso, se sienta en el pretil del lavadero y se pone a lavarse en el chorro del caño ante la curiosidad de aquéllas. Una de ellas le ofrece amable una toalla.

—Mucho madruga usted —le dice, deseosa de saber de dónde viene.

—Ya ve —le responde el viajero, escuetamente—. La verdad es que, en este pueblo, no hay quien duerma.

—Y que lo diga —interviene, interesada, otra de las mujeres—. Anoche no sé qué pasaría que no pararon de ladrar los perros.

—Andaría algún zorro por aquí cerca —dice el viajero.

—Sí. De dos piernas —apostilla la dueña de la toalla entre las sonrisas de sus compañeras.

Por fortuna para él, una de las tres mujeres es la dueña del bar del pueblo. Y, aunque aún está cerrado como la mayoría de las casas en Aviados, la señora interrumpe su tarea y va a buscar la llave para abrirlo solamente para él. Por su aspecto destemplado, a la mujer el viajero le ha debido de dar pena.

—Lo que no tengo es café hecho —le advierte, sin embargo, antes de entrar.

—No importa —dice el viajero—. Tomaré un vaso de leche.

—Tampoco. Todavía están ordeñando y hasta las nueve o nueve y media no vienen a traérmela.

Desolado, el viajero contempla en torno suyo los estantes en los que se alinean en desorden las botellas y las latas de conserva. Hay orujo, coñac, anís, ginebra; pero nada de eso le apetece. Lo único que al viajero le apetece de verdad en este instante es un buen café con leche.

—Tome usted una mistela —le sugiere la mujer buscando la botella en el estante—. Le vendrá bien para entonar el cuerpo.

—¿Una mistela? —dice el viajero, que no ha vuelto a probar ese licor seguramente desde que era pequeño.

—¿Por qué no? Por lo menos, le entrará mejor que el aguardiente.

Mejor que el aguardiente seguramente sí le entra la mistela. Pero está dulce y se le pega al paladar como una pasta.

El viajero, sin embargo, hace un esfuerzo y se la toma entera. Le da apuro dejar la copa a medias después de haberle hecho a la señora ir a buscar la llave y abrir el bar para él, interrumpiendo su tarea en el lavadero.