1930: La fuerza de Narciso

—¡Muchacha, mira dónde pisas! Vas dormida. Marta ha tropezado tontamente, camino de la oficina.

—Tardé mucho en coger el sueño, Quina.

—El duende, ¿verdad? ¡Ni que te hubiese dado un bebedizo!

Anoche contó Marta la aparición, en la biblioteca, del extraño personaje. No dijo nada de Bettina, considerándolo un secreto de Janos, pero no ha dejado de pensar en él.

—Ya verás como es el guarda. Ahora nos enteraremos. ¡Ni que fuese el fantasma de la Ópera! No sé cómo no te desmayaste de miedo.

Mientras llega don Celes discuten ambas el asunto, en el despachito de Quina con el ujier y la limpiadora.

—Es Juan, el guarda de noche —confirma Teodoro—. Un tío muy raro. Casi no le conocemos; no se le ve. Lleva en Palacio más años que nadie; lo menos desde la Reina Regente. Duerme arriba, en uno de los cuartos vacíos.

—Por lo menos vendrá a cobrar, digo yo —interviene Quina.

—No. Su sobre lo recoge la panadera.

Dionisia, la limpiadora, alude a la panadera de la calle de la Florida, detrás de San Antonio. Ella recibe la paga de Juan, le compra alimentos y lo que necesita y se lo lleva todo muy temprano, cuando abren para amasar y él todavía ronda por Palacio.

—También dicen que es pariente del rey —añade Teodoro— y que lo colocaron ahí porque se escapó de un convento ¡Cualquier señorito bala perdida!

—Ni para Navidades se junta con nosotros —insiste Dionisia— cuando en Reyes regalan Sus Majestades los juguetes para los niños... ¿Es feo, señorita?

—De feo, nada. Viejo sí y flaco, pero no feo —aclara Marta, recordando lo interesante de esa personalidad.

Don Celes llega y añade algunos datos.

—Es incluso más antiguo que yo. Cuando me hice cargo de la secretaría le pasé un recado para conocerle, pero no vino, alegando no abandonar su puesto. Miré su expediente personal para sancionarle, pero era muy singular, sin datos de procedencia ni contrato. Solo una nota muy tajante, de puño y letra del señor Mayordomo Mayor de doña María Cristina, que en paz descanse, advirtiendo que Juan Fernández, sin más, de cuarenta años de edad, ocuparía ese empleo vitalicio, sin que pudiera ser removido más que por juez y delito probado o por orden de Su Majestad... Y ahí sigue ese caso anómalo. Yo he querido regularizar esa situación pero siempre me han atajado de arriba.

Don Celes se lleva su disgusto al despacho y Marta pasa a su biblioteca, donde encuentra todo como lo dejó. Le parece que ha vivido un sueño.

Allí trabaja a media mañana cuando entra don Ernesto acompañado de un desconocido. Le es presentado como Remy Saignac, hispanista profesor de la Universidad de Toulouse, invitado por la Casa de Velázquez para dar unas conferencias. Aprovecha su estancia para recoger datos sobre los emigrados franceses en España durante la Revolución. Es más joven que Ernesto, delgado y ágil, moreno, con elegante bigote y ojos vivos, y viste una impecable chaqueta inglesa. «Tengo sangre vasca y bearnesa, soy pirenaico», aclara cuando Marta elogia su buen castellano.

Comentan el artículo que está leyendo Marta en el Semanario Económico del primero de mayo de 1766, con curiosos datos sobre preparación y teñido de pelucas, y luego Ernesto saca a Marta de su cueva, como él dice, y se van los tres, previo permiso de don Celes. Ante la puerta sorprende a Marta un moderno Renault descapotable.

—Observe, amiga Marta —subraya Ernesto—, cómo viven los profesores franceses. ¡Y nosotros en tren y en segunda!

—No exagere; soy un caso atípico. Soltero y con las rentas de unas tierras cerca de Foix, puedo satisfacer mi afición al automóvil. Por lo demás, mi vida es bien sencilla.

—Ya se le complicará. Con ese coche se hacen muchas conquistas.

A Marta le asombra esa frase de don Ernesto. En cambio le encanta la respuesta:

—Con ese coche, amigo mío, conquisto la libertad. Me muevo como quiero y no dependo de horarios.

Ernesto se dispone a guiarles en la visita a la Casa del Labrador. No le faltaba razón en cuanto a las conquistas porque, sentada junto al conductor, que se ha calado unas gafas deportivas y una gorra de visera, Marta experimenta sensaciones vagamente voluptuosas. El cómodo asiento, el olor a cuero todavía nuevo, el ajuste de la portezuela, los brillantes cromados y la lujosa madera en el salpicadero la instalan en un ambiente desacostumbrado. Frente a Saignac, en tres indicadores de no sabe qué, ve oscilar, nerviosas, unas agujas. Una de ellas marca cincuenta, sesenta, setenta... El vehículo parecería deslizarse si no se oyese el rasguido de los neumáticos sobre el asfalto. Lo más excitante es el viento en la cara. Ernesto, detrás, lleva la mano sobre el sombrero para sujetárselo; a Marta le hace feliz el alboroto de sus cabellos. Lo vive como una transgresión. Sí, es la libertad. Alza la mirada y las altas copas de los árboles en la calle de la Reina huyen veloces, con sus primeras hojitas. Cierra los ojos y siente la caricia ventosa, suave y brutal a un tiempo. Los abre y mira a su izquierda al joven profesor: la boca una sonrisa, la nariz una proa, la corbata de pajarita estremeciéndose en el aire como una mariposa posada en su cuello. El sol crea entre los ramajes un juego de luces.

—¿Va usted bien? —pregunta Saignac.

—¡De cine! —canta Marta.

El francés la mira y acentúa su sonrisa.

—¡Cuidado! Es ahí mismo, a la izquierda —advierte Ernesto.

—Seguiremos un poco más, para la señorita. ¿Le parece?

Marta le mira encantada y el ronquido del motor se acentúa, el coche parece dar un brinco, la aguja marca noventa. Pasan un puente sobre el Tajo, adelantan a un carretero que se asusta. Su blasfemia no les alcanza. A un lado y otro llanos campos labrados, en alguno apuntando el verde. Hay jirones de neblina como un vaho de la tierra satisfecha. A la derecha, sobre un cerro el castillo de Ontígola. Corren bajo la alta campana celeste, envueltos en la claridad de la mañana... Marta seguiría eternamente así.

Saignac se detiene al fin, da la vuelta y regresa más despacio, dejando el coche ante la verja de la Casa del Labrador, que blanquea entre los árboles. Se apean y es notorio el alivio del silencioso Ernesto. A Marta le choca la quietud del suelo. Sí, era la libertad, vivir sin lazos.

La Casa del Labrador, que Marta no había visitado aún, la deja sorprendida pues, por el nombre, había imaginado un pequeño pabellón y se encuentra ante un palacete de recreo con dos alas encuadrando un patio de acceso. Cada sala tiene sus preciosidades, destacadas por las atinadas indicaciones de Ernesto, que a veces corrige en voz baja al guía oficial: los paisajes bordados en la seda de las paredes del salón de baile no fueron obra de la reina y sus damas. La máxima broma del recinto es haber acumulado la riqueza —aplicaciones de oro y platino sobre las cuatro paredes— justamente en el retrete que, bajo terciopelo rojo y en un nicho como un trono, dispone del asiento perforado apto para las expansiones corporales más íntimas. Marta, contemplando las cuatro pinturas alusivas al acto en cuestión, imagina el ufano servilismo de los cortesanos admitidos al real desahogo y recuerda el complicado rito del petit lever du Roi en la alcoba de Luis XIV.

Vuelven al coche, apeándose en el merendero El Rana Verde, junto al puente colgante. Eligen una mesa a la orilla del río. El sol entibia dulcemente el aire y, atravesando ramajes, dibuja sombras movedizas sobre el agua, opaco espejo verdegrís donde afloran súbitos remolinos. Una rata de agua se desplaza veloz entre los juncos de la orilla.

Tras encargar el menú preguntan a Marta si se va aclimatando. Ella expone su impresión de esa mágica encrucijada de mundos que es Aranjuez: el Palacio y las casas reales conservando el espíritu del XVIII con los jardines donde reinan los dioses en mármol, y la Villa habitada por gente viva y actual. De noche ese pueblo duerme, mientras el Palacio vacío se llena de sombras y rumores y los jardines se vuelven misteriosos.

Marta acaba dándoles la prueba de esa conjunción mágica: la aparición del Guardián. Describe al personaje, repite sus palabras sobre el París de Luis XVI. También, como Aranjuez, pertenece a varios mundos con quién sabe cuántas vidas...

—¿No será el Judío errante, por casualidad? —La amable ironía de Ernesto ataja el entusiasmo de Marta—. Vamos, vamos, usted es una universitaria seria. Todo eso son fantasías de un mitómano, afectado mentalmente por su larga soledad.

—Nada de mitómano: razona muy bien. Ya sé que no pudo existir en aquel París, pero lo vive subjetivamente, con asombrosa riqueza de datos. Lo sabrá por sus lecturas, claro, aunque conoce detalles increíbles, pero así es como los actores viven su papel. Y él los supera, porque se lo cree de verdad.

—Por eso es un mitómano.

Saignac se alinea con Marta:

—Alguna razón tiene la señorita. Vivimos nuestras creencias más que la realidad: nuestra concepción del mundo, nuestra fe, nuestras imaginaciones... ¿Acaso sabemos algo cierto de la realidad objetiva? Sólo nuestras percepciones, pero ¿qué hay más allá?

—Comprendo sus reparos, don Ernesto —se justifica Marta—, pero a mí ese hombre me fascina. ¡Si usted le oyese hablar con una seguridad tan natural! ¡Cuánto me gustaría sentirme igualmente viva en otro tiempo! Mejor que conocerlo por legajos. Me admira, le envidio... y también me llena de compasión.

—Por ese camino sería usted una mala historiadora. Yo le deseo y le pronostico un futuro más científico. Rigor, rigor ante todo, amiga mía... Y volviendo a los hechos: lo más curioso para mí es el extraño expediente personal de ese sujeto. ¿Cuál sería su pasado? ¿Le ha dicho algo?

Marta habla del Baedeker con una dirección vienesa y de la Bettina austrohúngara, aunque callando el supuesto parecido que a ella le atribuye Janos.

—Ah, eso es una pista. ¿Y se dice que es lejano pariente del rey?... Creo recordar algo... Lo aclararé.

—¿Me informará usted? —inquiere Marta, pensando que si conociese su historia comprendería mejor al personaje.

—¡Naturalmente!

La comida les impone pausas. Saignac aborda el tema de la situación política española. ¿Les ha llegado la crisis bursátil de Nueva York? Porque ya repercute en Centroeuropa.

—No, la peseta está en crisis por causas internas —explica Ribalta—. Las exposiciones de Sevilla y Barcelona no han servido para apuntalar la monarquía sino para descabalar el presupuesto. La inevitable caída de Primo de Rivera ha creado un vacío muy delicado hasta que reconstruyamos los órganos constitucionales. Las fuerzas antidinásticas se mueven mucho... Ahora mismo el rey va a visitar las Hurdes, una comarca casi en la Edad Media, pero ese hombre flaco, de infancia enfermiza junto a las faldas maternas y luego de afanes militaristas, para compensar, me da más lástima que otra cosa.

—¿Cree usted que caerá la monarquía?

—Es posible, pero no lo creo probable. Los republicanos parecen muchos, porque se agitan en las grandes ciudades y áreas industriales, pero el nuevo gobierno ha anunciado ya elecciones y en ellas votará también toda una España rural apegada a la tradición. Con los caciques manejando bien esa España, Alfonso XIII se sostendrá, a pesar de sus errores.

Saignac no opina lo mismo. Los intelectuales están en contra, Unamuno y otros volverán del destierro y en cuanto se suprima la censura la propaganda republicana será muy intensa. El poder es débil frente a ellos. Para confirmarlo evoca la reciente conferencia del socialista Indalecio Prieto en el Ateneo, bajo la presidencia del doctor Marañón, en la que al pedir responsabilidades por el desastre de Annual acusó directamente al rey. Como estaba presente un delegado gubernativo, Prieto salió a la calle pensando que iba a ser detenido, e incluso se sentó en la terraza de un café para facilitarlo. El policía le siguió y consultó por teléfono con sus jefes, pero no se atrevieron a detenerle.

—Además —concluye— hay que pensar en el contexto: crisis económica a la vista, tensiones políticas entre las dos amenazas del fascismo y el comunismo..

Ernesto arguye y Marta les escucha atenta. Está descubriendo una realidad española que desconoce, por su concentración en los estudios y el limitado circulo en que vivía junto a su madre. Piensa en la señora Sole: ¿replicaría a esos señores, bien vestidos y comidos, que no han mencionado a gentes como ella?

Saignac se vuelve hacia Marta, preguntándole por su trabajo. ¿Aparecen cosas interesantes?

—Seguro, pero aún me muevo a ciegas. Sólo llevo quince días: hoy justamente se cumplen. Para usted, don Ernesto, sigo tras esas pesquisas inquisitoriales, pero no tengo nada nuevo.

—En ese campo busque también sobre la masonería; ya conoce mi tesis. La masonería vino a España desde Inglaterra y combatiría a un Godoy entregado a Napoleón.

—¿Para dar el poder a un Fernando VII confiado en los franceses? —discrepa Saignac.

—Sí, pero más torpe que el Príncipe de la Paz. Además entre los fernandinos algunos eran anglófilos.

—No sé, no sé. Me inclino ante su autoridad, profesor... Pero ahora importan más los trabajos de la señorita.

Marta se siente halagada; no tiene costumbre de esos homenajes, y menciona otros legajos donde le ha parecido ver minutas de un tratado, posiblemente el de Fontainebleau.

—¿El de 1807? —aclara Ernesto—. Si saliese algo nuevo...

—¿Y para mí, no está dispuesta a buscar?

Marta, sonriendo, se vuelve hacia Saignac.

—¿Para su estudio sobre los realistas franceses o para su hipótesis sobre el caballero d'Eon?

—Touché: el caballero es mi manía y esa dama portuguesa de comportamientos casi varoniles me llama la atención. ¿Vivía en Aranjuez o viajaba? Porque si residía aquí no cabe pensar siquiera que fuese Eon. ¿Qué edad tenía?

Marta no tiene aún esos datos. Aprovecha la presencia de Saignac para preguntarle lo que más le intriga del caballero:

—¿Por qué se empezó a vestir de mujer?

—Es difícil saberlo. Probablemente varías causas. Influencia materna en su infancia, ventajas para el espionaje y, desde luego constitución biológica. Quizás homosexualidad, aunque yo no lo creo. Lo único seguro es su sexo masculino, a pesar de creerle mujer los tribunales ingleses. La autopsia en Londres fue categórica.

—¿Y qué iba a hacer en Aranjuez, suponiendo que fuese esa dama? —objeta burlón Ernesto.

—Participar en las intrigas políticas, como toda su vida. Quizás con los masones a quienes usted aludía.

—Lo que no entiendo yo como mujer —cuestiona Marta— es qué ventajas le proporcionaba el vestido femenino. Una dama tenía entonces poca libertad de movimientos.

—Pero era menos atacable y mejor sonsacadora por parecer inofensiva —replica Saignac—. Se subestima la importancia de las mujeres. Algunas mandaron mucho como usted mismo ha estudiado, profesor: Catalina de Rusia, Isabel de Valois. «Mujeres fuertes», las llama la Biblia... Y no hablemos de las combativas en la época revolucionaria: La Méricourt, Paulina León, Olimpia de Gouges, Clara Lacombe a la que llamaban «La rosa roja»... O las amantes de los poderosos, influyendo en sus decisiones. Española fue Teresa Cabarrús, lanzando a Tallien contra el Terror y provocando con ello la muerte de Robespierre y el Thermidor... Por cierto, profesor, siempre me ha sorprendido que en su estudio sobre Rusia no se ocupara usted algo más de Eon. No olvido que al llegar él allí reinaba aún la zarina Isabel, pero Catalina era ya Gran Duquesa desde hacía diez años.

Ernesto, algo desdeñoso, explica que su tema era el reinado de Catalina y que Eon no representó gran cosa; da a entender que el caballero le parece sólo una curiosidad. Pero ya en los postres la conversación divaga. Se pasa de las «mujeres fuertes» al feminismo actual, a la mujer en la universidad, al posible futuro de Marta, a la agitación entre los estudiantes y otra vez a la situación española. El lugar en que están y los temas tratados inspiran a Saignac una pregunta:

—¿Estaremos en un momento paralelo al de 1808? ¿Se pasará también ahora de un antiguo régimen a otro?

—La pregunta es interesante y hay circunstancias comparables —responde Ribalta—. El siglo XX ha empezado en realidad tras la Gran Guerra; hasta 1914 se prolongó el XIX. Análogamente, el XIX empezó con las guerras napoleónicas y sus consecuencias. Pero ahora el escenario no es Europa sino el mundo, con Estados Unidos saliendo de América y con los problemas coloniales... Es difícil contestar, pero no creo que aquí se produzca un motín como en 1808, ni que Alfonso XIII sea un Carlos IV... La república acabará llegando, como en otros países; pero no tan pronto.

La tarde apenas está empezando y Ernesto propone un paseo por la zona más próxima del Jardín del Príncipe, cuya puerta del embarcadero está próxima. Pasean gozando la suavidad del aire, el tibio sol, los olores vegetales de la primavera naciente. Las primeras hojas, pequeñas y delicadas, forman una exquisita nube verde en el ramaje de algunos árboles. Entre arbustos desnudos destaca el vivo amarillo de las forsythias. Llegan hasta la plaza de los jarrones y, dejando a la izquierda el embarcadero con su muralla y garita en miniatura, se acercan a la fuente de Narciso. La contemplan en silencio: cuatro titanes de piedra sostienen una gran taza sobre la cual Narciso, abiertos los brazos, admira extasiado su imagen en el agua. Su perro, al lado, le contempla inmóvil entre atributos de caza.

—Hermosa —comenta Marta—. Me gusta más que el Narciso tradicional, demasiado delicado. Éste es fuerte; casi un coloso.

Ernesto la mira con atención.

—Un coloso...—murmura—. ¡Qué visión más exacta!

Marta, a su vez, le mira extrañada, pero no hay más comentarios. Retornan despacio hacia el restaurante.

—Vengase con nosotros a Madrid —propone Saignac a Marta—. Mañana la vuelvo a traer, es un paseo.

Ella se excusa sonriendo, en el fondo agradecida. Suben ellos dos al coche y Marta les ve alejarse, doblando a la derecha por el puente. Queda sola frente a la entrada del Parterre. Una embriaguez de bienestar la retiene inmóvil; no quiere quebrar el encanto del día. Divisa el Palacio al fondo del jardín y se le ocurre el pensamiento de que allá, en una de esas muchas habitaciones desconocidas, Janos quizás duerme. O acaso se ha despertado ya y piensa en esa Bettina que cree haber recobrado. Un asomo de melancolía enriquece y ahonda las sensaciones de Marta.

ERNESTO

Un loco, no se puede conducir así, en la cuesta de la Reina casi nos salimos de la curva, se reía, me tuvo en vilo hasta volver a casa, ¿era intencionado? le molesta que me respete Marta, que me admire, ¿cree que con su coche y con su chaqueta inglesa se va a llevar a todas de calle? en sus cartas era más serio, planeaba bien su trabajo, pero no comprende España, no percibe la realidad política, claro que a Marta le encantaba el coche, a todas, ya lo dice Alfredo: «desengáñese, don Ernesto: el perfume más apreciado es el olor de la gasolina», galanteándola sin disimulo, flirteando, como dicen ahora los pollos, ¡recién presentados y delante de mí!, le gusta Marta, le miraba las piernas, desde luego bonitas, ¿cómo no lo advertí en las clases? aplicadísima tomando apuntes, ¡eran tantas! ¿qué más da? lo mejor de ella es su cerebro, su sensatez, nada frívola, a pesar de su embeleso en el coche, era otra cosa, se le veía, una embriaguez, expediente impecable, y la historia familiar adivinable en su petición de beca, no perderá la cabeza por francés más o menos, no tomaba en serio los galanteos, le resbalaban, está a otra cosa, ¡qué bien ha captado la esencia de Aranjuez! encrucijada múltiple: un acierto, y sólo en quince días, convivencia de espacios y tiempos, interpenetración, impresionable porque es joven, aún se la puede moldear, si lo merece, su entusiasmo por el guarda mera reacción juvenil, pobre hombre, alocado por las lecturas, me informaré para dejarlo a su nivel, lo aclarará la prensa de entonces, recogería lo de un pariente real huido de convento, lo encargaré a Alfredo, bien poco trabajo le doy como auxiliar de la cátedra, y me suena lo de Bettina, hubo cierta boda aristocrática de una Elisabeth austríaca, el Baedeker vienés apunta a ello, quizás Civantes recuerde: su padre sería entonces gentilhombre, si no es todo invención del pobre guarda, como la fantasía de Saignac sobre Eon, no comprende nada, reprocharme que no he estudiado el caso: me da risa, ¡si él supiera!, ningún biógrafo ha calado en Eon, ni Buchan-Telfer, ni las supuestas memorias de Gaillardet, ni Homberg ni los demás, y menos Havelock-Ellis, definiendo el «eonismo» como inversión estéticosexual, ¿inversión? ¡ninguna, en absoluto! ¿homosexual? ¡qué tontería! ¿travestido? pero hay géneros, ¿impotente? también hay clases... de los temas prohibidos sólo se sabe viviéndolos, sangrando en carne propia, o ardiendo, el mito de Narciso revela mucho más que esos libros, no sospecharon que les llevé a mi santuario, esa fuente mi centro en Aranjuez, ¡asombrosa Marta! intuición prodigiosa: «fuerte, un coloso», insospechable en una muchacha ignorante de la vida, ¿o no tan ignorante? no creo, por lo que sé de ella, sí, tú lo has comprendido, mujer: la fuerza de Narciso, por encima de los titanes, magnificación del sexo, por eso no halla pareja a su altura, se repliega sobre sí mismo, viste a la mujer sobre su propio cuerpo, la encuentra en él mismo, así se completa, es él y ella consigo, coexistiendo, ¡obvio si no fuera tabú! la grandeza de Eon fue proclamarlo, vivirlo a la luz, gritarlo, bravo guerrero ostentosamente mujer, no andrógino, eso es otra cosa, ¿cómo lo descubriría?, su madre vistiéndole con falditas, era entonces el uso, y también mucho más tarde, como a mí, basta abrir el álbum, ¡álbumes de mamá, mi biografía! fotos, recortes de prensa, meticulosa, mi crecimiento, estudios, oposiciones, éxitos, ahí estoy, cinco años, Ernestina, papá se «hartó de mariconadas»; metió tijera en mis bucles, casi lo último que hizo, sin entenderlo, se me grabó la frase, decisiva: horror a esas mariconadas, ¿qué serían?, ¿y cómo ser querido sin ellas?, el primero en la clase, el niño bueno... todo era poco, no lo niegues, mamá, lo muestras en tu retrato, ése, el grande, hecho para «dejármelo», sólo el busto, ¿por qué casi de espaldas, volviendo la cara hacia el objetivo?, «lo más bonito mío, hijo, mis hombros y mi cuello», falsa explicación, era desdén, volverme la espalda, ¡cuántas veces te oí condenarme! «dichosas las madres con hijas para su vejez; los hijos se van con otra», ¡cuántos años para darme cuenta! cuando me dejaste y encontré otra era tarde, fue la que pude hallar y no siempre con éxito, a mi fallo quería consolarme: «eso le pasa a muchos», ¿y cómo lo sabía? no lo pregunté nunca, ahora ha encontrado a otro: supongo que ése le responde... casi mejor, no es tan necesaria, mero complemento para fuera, me envidiaban, simulando escandalizarse, Alfredo lo divulgó, claro, «el profesor va a ver a su amiguita», risitas picaras, más prestigio, como mi esgrima en el casino, deporte de caballeros, el maestro Isidrín es tan bueno como Afrodisio... ahora necesito una boda, con alguna comprensiva, por conveniencia, Guiomar Civantes perfecta, hija única, aunque decaídos el problema no es la dote, con su padre, el duque, mi sillón académico seguro, pero ¿comprenderá... y aceptará? nadie lo sabría nunca, por supuesto, la aristocracia no quiere escándalos, es ya mayor y poco atractiva ¿por eso no se ha casado? convendría saberlo, y beata, eso ayudaría, el padre lo desea, se insinúa... pero me ligaría a los monárquicos, no son tiempos de comprometerse, la pelota en el tejado, puede caer republicana, no lo dije así a Saignac, no hay que crear el suceso, tampoco ser vocal para la Junta del Ateneo, ni con los unos ni con los otros, andar con pies de plomo, estar a verlas venir: las elecciones... y Guiomar no es la única mujer, ¡esa Marta calando a Narciso, intuyéndolo! ¿qué lleva dentro esa muchacha? además es atractiva, demasiado joven, pero casos hay, y no parece tener pretendientes, ni desearlos, para ella, huérfana de apoyos, seria yo una promoción, social y universitaria, podría compensarla, ¿será una mujer fuerte? ¿quién sabe? hay que tratarla más... ¡mira que si ella te destrona, mamá! un cambio de régimen, como aquí, ¡mira que si lo resolviese todo! ahí te quedas, esta noche salgo, una copa en Pidoux, ya sé que no te agradaba.