1807: Charles Geneviève d'Eon

En el saloncito de Malvina, que acaba de invitarle a sentarse, el Aposentador Mayor contempla al conde de Valduerna. Es un caballero de unos treinta años, vestido con una elegante levita verde más a la inglesa de lo usado en la Corte, pero con corbatín estrecho a la francesa. La dama explica la inesperada presencia del conde a Alonso, que hubiera preferido encontrarla a solas, pues tienen mucho que contarse dada la reciente ausencia de Malvina:

—La abuela del conde era portuguesa, como mi madre, y lejana parienta mía. Ahora él se ha molestado en traerme recado de una amiga londinense.

Valduerna se declara encantado de haber cumplido el encargo y muestra intención de retirarse pero Malvina le retiene e inicia una conversación solicitando noticias de Inglaterra. Alonso observa que ella se interesa sobre todo por noticias políticas y, una vez más en su larga amistad con la dama, sospecha que tanto viaje femenino tenga que ver con secretas actividades de información o comunicación política. Lo justificaría, en todo caso, su vinculación materna a Portugal —que, como país aliado de Inglaterra, está muy presionado por Napoleón— y el haber sido aya de la princesa española Carlota Joaquina, a la que acompañó luego a Lisboa como séquito cuando fue la infanta a casarse con el actual Príncipe Regente de Portugal.

Valduerna contesta a las preguntas con animación, comenta luego la opinión en Londres sobre la marcha del Grande Exército francés y, al interesarse la dama por la vida cotidiana inglesa, aborda un tema que le ha llamado la atención:

—Una muy curiosa costumbre es la manía londinense de apostar. Ahora, por ejemplo, se cruzan fuertes sumas sobre el verdadero sexo de cierta señorita d'Eon, una francesa residente en Londres a quienes algunos suponen varón.

Malvina y Alonso cambian sonrientes una expresiva mirada y la explican a Valduerna. Ambos se conocieron en París, en el otoño de 1777, precisamente cuando Carlos Genoveva d'Eon, hasta entonces capitán de dragones condecorado con la cruz de San Luis por su valor en el combate, fue obligado por orden de Luis XVI a «tomar el corsé», como se expresó entonces; es decir, a vestirse siempre según su sexo femenino, como había hecho ya en ciertas funciones de espionaje para el gobierno francés. Malvina y Alonso, invitados por el embajador español, asistieron en Versalles a la ceremonia y admiraron el espléndido vestido regalado por María Antonieta a la señorita, confeccionado por Rosa Bertín, modista de la reina y dictadora de la moda francesa desde su tienda Au Grand Mogol, en la calle Saint-Honoré.

—Pues en Londres —insiste Valduerna— algunos creen varón a esa dama que, además de su pasado militar, vive dando lecciones de esgrima frente a buenos espadachines, aunque una reciente herida ha mermado sus facultades. Y como ella se niega a revelar su verdadero sexo han intervenido los tribunales para dirimir las apuestas, declarándola mujer.

—Claro que era mujer —afirma Alonso—. A pesar de sus cuarenta años entonces, su garganta era blanca y tersa y no mostraba señales de haber tenido nunca barba. Resultaba atractiva y ni siquiera se apreciaba en sus brazos desnudos una musculatura de soldado. Además, su propia madre se felicitó de que volviera a vestirse según su verdadero sexo.

—Había cumplido ya los cincuenta —rectifica Malvina, que les ha oído en silencio—. Lo sé muy bien, pues llegué a tratarla.

«Otro aspecto de Malvina desconocido para mí», piensa Alonso, mientras la charla deriva hacia otros casos semejantes, como la monja alférez o las heroínas del teatro castellano vestidas de hombre por diversos motivos. Valduerna aprovecha una pausa para recordar al Aposentador la petición de una azafata formulada por su mujer y encarece que sea persona de la total confianza del propio don Alonso. Casi al mismo tiempo, Malvina propone el nombre de una tal Julia Mendoza que, para satisfacción de Alonso, resulta ser la sobrina de doña Úrsula, recomendada por Gertrudis. Aunque sólo tiene diecisiete años —explica Malvina—, la muchacha es digna de confianza por su buena conducta y hasta por su instrucción, pues sabe de letras.

Retirado Valduerna, Alonso y Malvina se preguntan por sus vidas respectivas desde su último encuentro. Alonso pide permiso para encender su pipa y obsequia a Malvina con una cajita de rapé. La dama acostumbra a tomarlo en público, dando un motivo más de escándalo. Aspira gustosa unos polvos y estornuda con placer, celebrando la calidad: no hay nada mejor para despejar la cabeza.

—Me extraña —bromea— que el rapé no esté también condenado por la Iglesia, como algo contra natura.

—Sería difícil —ríe Alonso—. El que acabo de ofrecerle lo he reservado para usted y es regalo del Reverendísimo Patriarca de las Indias e Inquisidor General don Ramón Josef de Arce... No será por el rapé por lo que se ocupe de usted el Santo Oficio, pero ándese con cuidado por otros motivos. Hay denuncias en su contra y aunque la Inquisición ahora no es la de antaño, después de la Revolución en Francia se ha vuelto más rigurosa.

—Ya sé que se critican mis inocentes gustos, como el de haber llevado un día mantilla blanca en misa... Lo de vivir sola, lo de mis galopadas por el campo, ¡a las que no pienso renunciar por nada del mundo! A mis cuatro años contrataron a mi padre para dirigir la Real Yeguada ahí en Soto Mayor, y ya me llevaba a cabalgar con él por estas tierras. ¿Qué pecado cometo, a quién ofendo?... ¡Ah, y lo de hablar inglés! ¡Como si no lo hubiese aprendido de mi padre que, como buen irlandés, odiaba a los ingleses!... Mis viajes, ¿son delito? O mi relación con Sara, esa pobre mujer, tachada de malas artes porque vende buenos perfumes y mejores remedios... Seguro que me ha denunciado, y también a ella, algún barbero sangrador temeroso de esa competencia curativa.

Por la puerta asoma la gata Dalila, inquietante como una pequeña pantera negra. Se restriega mimosa contra la falda de la dama mientras clava en Alonso la mirada de sus ojos esmeralda. Malvina la sube a su regazo y la acaricia, bromeando sobre la posibilidad de que la Inquisición considere al felino como un demonio familiar en figura gatuna.

El caballero contempla, mientras escucha, el alargado rostro femenino, cuyas cejas en arco dan a los ojos azabache una expresión inquisitiva. Los pómulos parecen atraer los labios delgados, curvándolos hacia arriba en una boca más bien burlona, entre el escepticismo y la sonrisa. El cabello oscuro, muy corto y al natural, siempre libre de pelucas y rizos, da a la cara un aspecto atrevido, como el del joven Napoleón en la famosa estampa del puente de Arcolé. Ante esas caricias a Dalila y esa mirada apacible, ahora cuesta trabajo atribuir a la dama actividades clandestinas, pese a sus viajes o a sus secretos, como esa amistad con Eon que acaba de desvelar. Ante Alonso hay sólo una mujer bien plantada, a pesar de sus cincuenta años pasados, viviendo en su saloncito, donde, sin lujosos medios, ha logrado crear un ambiente cómodo. Una viuda de un matrimonio desgraciado y sin la bendición de los hijos, cuyo indigno esposo dilapidó el patrimonio en dos años de casado. Podrá tener gustos no convencionales, incluso aficiones más propias de un hombre, podrá exagerar su gusto por la libertad, pero eso no le quita su arte de vivir, tantas veces comprobado por Alonso en treinta años de amistad.

Treinta años, recuerda el caballero, desde aquella noche en que la conoció. Había ido a Francia a obtener información para Sargadelos sobre las modernas ferrerías y París era una fiesta, como si la gente adivinara que tanto desenfreno no podría durar mucho: como se dijo después, quien no lo conoció entonces no conocería ya nunca el placer de vivir. Sus informadores, para atraerse mejor a un futuro comprador, sugerían fáciles aventuras galantes mostrándole el famoso Almanach des adresses des demoiselles de París, donde todas, las mujeres venales de las galerías del Palais Royal anunciaban sus especialidades y sus precios. Alonso sólo aceptó acudir con uno de ellos a un baile de máscaras en la Ópera. Y en él se presentaron a las dos de la madrugada —la hora de moda, aunque la danza comenzara a las doce dejando sus espadas a la puerta, según disponían las ordenanzas. El baile estaba en su apogeo...

Rechazando a Dalila Malvina se levanta para ofrecer a Alonso un té que sabe preparar como nadie. Ambos lo prefieren al espeso chocolate español: ella por tradición paterna y él por haberse habituado en su vida marinera, sobre todo en sus viajes madereros por el Báltico, para los negocios de su primo Antonio en Sargadelos.

De pie aún resulta más esbelta la dama, favorecida por su vestido liso de poco vuelo, a rayas azules y blancas según la moda Directorio. Encima un caracó gris tórtola y un fichú de lino estampado en torno a su garganta. Los senos, altos pero apenas marcados, no necesitan ni de la cotilla española ni de los ligeros corsés, restaurados en Francia después de haber sido prohibidos en la época revolucionaria, y ni siquiera de las brassières en forma de banda. Un camafeo en una cinta al cuello y un simple anillo de sello, en jade verde, son las únicas joyas que ostenta.

Mientras ella desaparece hacia el interior de la vivienda, Alonso se explica todavía mejor las sospechas de los inquisidores al descubrir, sobre una cómoda, dos revistas de moda de fecha reciente, ambas parisinas y por tanto prohibidas en España: la Revue du Suprême Bon Ton y Les Délices de París. Ella afirma haber viajado tan sólo por Portugal hasta Estremoz, donde radican sus tierras, pero allí no ha podido comprarlas. ¿Por qué no reconoce haber llegado hasta Lisboa para hablar con su querida Carlota Joaquina, si es que no ha llegado incluso a embarcarse hasta Francia? Tiempo de sobra ha tenido y París siempre la atrajo como un imán, desde que vivió muy joven en casa de unos tíos. Sobran los motivos para suponerle otra vida en la sombra, aunque de eso a creerla enemiga de la religión va un abismo. «Seguro que llegó a París», se dice Alonso volviendo a la evocación de aquella noche en que se conocieron en pleno torbellino de disfraces, risas, música, excitación de gentes ávidas de placer: danzaban en la pista, se asomaban o se escondían en los palcos, se empujaban e interpelaban, se formaban parejas y se deshacían. El acompañante de Alonso parecía conocer a todo el mundo a pesar de los disfraces y acababa de señalarle, como notorio invertido, a alguien vestido de Capitano de la Comedia Italiana, cuando una máscara femenina se lo llevo, dejando sólo a Alonso. A poco el Capitano empezó a importunar, con gestos indecentes, a un joven de atractiva figura que, de pronto, se acercó a Alonso y le saludó en español como si se conocieran:

—He perdido a mi pareja y me encanta encontrarme con un compatriota, señor. Le he oído antes hablar en nuestro idioma.

Alonso contestó amistoso mientras el Capitano, desconcertado, decidía retirarse tras un gesto despectivo. El joven agradeció la acogida explicando que no temía al importuno, pero que prefería evitar un escándalo. Alonso hubiera deseado prolongar una conversación que empezaba a interesarle, pero el caballero se despidió por haber visto a su pareja y se alejó hacia una musa griega con una lira dorada en la mano. Alonso lamentó no haber llegado a intercambiar sus nombres, pero días después, al concurrir a la Embajada española para ir a presenciar en Versalles la puesta de mujer del caballero d'Eon, reconoció asombrado la voz de aquel joven en la boca de la condesa de Brías, también invitada. Ella confirmó riendo la identidad y celebró el reencuentro, explicando que efectivamente se había disfrazado de hombre.

Así nació la amistad con esa dama que aparece ahora con el servicio de té. Lo deja sobre el velador y la fragancia de la infusión perfuma el saloncito.

—Es usted única —alaba Alonso ante la calidad de la bebida.

—Soy como tantas, sólo que usted ha olvidado el placer de tener una compañera... ¿Por qué no se vuelve a casar?

—¿También usted? Ya me lo dicen todos, desde la reina a mi ama de llaves. Desde luego me gustaría gozar de un cariño femenino pero Dios no lo ha querido: se llevó a mi mujer. ¡Y si al menos me hubiese dejado a mi hijita!... Ahora ya no quiero cargar a nadie con mi vejez... Y usted, querida amiga, ¿cómo me da el consejo y no lo sigue?

Ella contesta con una brusquedad que, a veces, no logra controlar.

—Mi matrimonio fue un desastre, ya lo sabe. El conde era un vicioso que murió como el de mi amiga Marie-Thérèse, princesa de Lamballe, de lo que llamaban entonces una galanterie; contagiado por cierta mademoiselle de la Cour, a quien apodaban «Paladar de Oro» por habérselo puesto artificial a causa de una infección venérea. Recobré la libertad y decidí no volverla a perder. Un marido español no me dejaría galopar a solas con Silvano, ni viajar a mi gusto. Me tendría encerrada en casa, ¡y está el mundo tan interesante!

—¿Usted cree?

—¿Está ciego? Usted, tan sensible, ¿no ve amanecer otra época?

—Sí, lo veo, pero ese cambio sin horizonte me inquieta. Pensar que no lo viviré es un bálsamo para mí... Porque, ¿adónde vamos?, ¿usted lo sabe? Ni usted ni nadie.

—¿Qué importa eso? Me basta con saber lo principal, lo que soy y dónde estoy: viviendo en el presente. Lo demás no existe. El pasado sólo aparece mientras lo pienso ahora; el futuro acaba de empezar y vivirlo en el presente es estar viva de verdad, con la sangre encendida...

¿Lamenta ella haber dicho tanto y tan ajeno a una dama de sus años? Calla, vuelve a mostrarse ama de casa y ofrece unos pastelitos.

—Le gustarán. Me los manda la esposa del repostero mayor... Tengo buena vecindad en el Patio de Oficios, como ve.

Contemplando a Alonso, que fuma pensativo, añade:

—Esta luz tendida le favorece... ¿Por qué no se hace un buen retrato? Comprendo que Goya es muy caro, pero hay otros artistas excelentes.

Alonso contesta de buen humor:

—Si usted se retrata, yo también... No sé para quién, la verdad.

—Para nosotros; yo tampoco tengo a quien dejarlo... Bueno, a mi sobrina, la gobernanta camarista de la reina. Carolina Aldave, ya la conoce.

Entre nuevas tazas de té charlan un rato. Se hace necesario al fin encender las bujías y Alonso se despide, tranquilizado por el sosiego del saloncito y la cordura de las palabras femeninas, aun dentro de su audacia. Malvina le acompaña a la puerta y retrocede pensativa hacia su alcoba. Tira de un cordón y suena una campanilla en la planta baja, donde vive Silvano. Destapa un tubo y le responde la voz del mulato. Ella le encarga que, por medio de Sara, avise a Julia para que venga a verla al día siguiente. Le advierte además que él habrá de viajar a Madrid para llevar un pliego.

Se acomoda luego en su butaca y se dispone a leer la carta que le ha traído Valduerna. Antes de romper el sello lo examina con cuidado. Aparece en sus labios una astuta sonrisa acentuada a medida que lee, aunque en algún momento el ceño fruncido exprese preocupación.

MALVINA

La han abierto, claro, pero se nota en el sello, tengo experiencia, no importa, Valduerna no habrá descubierto nada, sólo se habla de trapos, ¡qué útiles las modas para escribirse en clave! otro que sospecha de mí, no me inquieta, en cambio esta carta cuenta su vida en Londres, ¡si lo hubiese él sabido mientras me la traía! Myrtille le siguió los pasos como le encargué en París, ¡magnífica discípula! ¡cómo la echo de menos! asegura que Valduerna no ha pasado a Francia, si traiciona a Godoy en favor del príncipe Fernando esta vez no lo ha mostrado, su viaje como yo me figuraba, Napoleón le aprieta los tornillos a Godoy, éste manda a Valduerna a tantear a los ingleses ¿ayudarían a España a resistir? lo deduciré de la actitud de Godoy, volverá a llamarme para llevar a París la respuesta a lo que le traje, dudo que Valduerna haya tenido éxito, los ingleses están a la espera de cómo termine el empuje del Ejército Grande, Myrtille opina como yo, Inglaterra no nos ayudará en serio y Napoleón ha decidido acabar con los Borbones de aquí después de los de Italia, y con los Braganza de Portugal. Carlota Joaquina piensa lo mismo, se lo escribe a su madre en la carta que me confió, Silvano la llevará a Madrid mañana, Napoleón ha descartado invadir Inglaterra, Trafalgar le dejó sin los barcos necesarios, ¡curiosos caminos los del destino! ¡Napoleón, apropiándose de Europa, es quien va a empujar el futuro hacia América! ¡qué nuevas perspectivas para el mundo! allí continuará la historia, pero Alonso como todos: no quiere ver que Europa es ya el pasado, teme al caos, al desorden, ¡pero es el pórtico a una nueva era! mejor futuro para las mujeres, tendremos más caminos, ¡qué lástima el pobre Alonso, tan limitado! y ahora, además, desencantado de todo, ¡si en su puesto estuviera una de las nuestras! íntimo de los reyes, solicitado por los más importantes, ¡qué posición la suya para saberlo todo y poder influir! por eso quiere Valduerna una azafata próxima al Aposentador, adiviné su juego al verle insistir en ello, espera sonsacar a la chica lo que oiga a Gertrudis o a Roque, pero Julia me informará a mí sobre Valduerna, esa muchacha promete, podrá ser de las nuestras, Sara también muy útil, pero sólo piensa en destruir, resulta divertido: Valduerna coloca un peón cercano a Alonso y así entra en su casa una persona mía, ventaja de las mujeres, los hombres nos desdeñan y se descuidan, no nos creen a su altura, Alonso ni sospecha mis actividades, le extrañan mis viajes, quizás me suponga amantes, no comprende ¡amantes yo, echarme un amo, ni que estuviese loca! o me supone de Godoy o de Fernando, ¡como si esas luchas de partido fuesen la batalla principal'..., vio mis revistas, habrá adivinado mi viaje a París, ¿y qué? lo supondrá capricho, mi gusto de siempre, ni siquiera en la «toma del corsé» advirtió cómo me miraba Carlos Genoveva, cuando dejaba de ser Carlos para convertirse en Veva, ¡cómo lo celebraron las anandrinas! hicieron a d'Eon su ídolo, hasta entronizaron su busto en la residencia secreta, le creyeron el Adelantado, faro y guía de la mujer libre, ¡un fracaso! se apagó como fuegos artificiales, iba para Mesías y ni siquiera fue Bautista, cuando tomó el corsé ya se me había desinflado en Irlanda, por eso aquellas miradas suyas, al principio creí en él, nuestro comienzo en Sussex fue perfecto, encarnamos juntos el mito de la otra mitad pero de un modo nuevo, mejor que el amor de dos mujeres, nosotros estrenábamos la pareja del futuro, no tuvo agallas para mantenerse, no me seguía, se quedaba estancado en el placer, como las anandrinas, se gozaba en la transgresión ¡pero sé trata de más: la libertad! para el mero placer no me hacía falta él, ¡qué lástima, tenía facultades, llegó a estar muy cerca!... al menos aprendí algo: no se puede contar con los hombres para nuestro futuro, sólo manejándolos, fácil porque están ciegos, como en política, no ven que el huracán napoleónico se desplaza a Portugal y España, vendrán sus soldados y nos echará al Océano, ¡hágase el milagro aunque lo haga el diablo! entonces empezará el futuro, vida nueva: otra era. Carlota ya lo entiende, se convencerá María Luisa, Europa naufraga, Napoleón no construye, sólo produce cadáveres, usar a todos para acelerar el cambio, a Fernando contra Godoy, burgueses contra nobleza, ilustrados contra obispos, todos ellos contra todos, ¡pero no quedarse ahí! preparar el después, el mañana, cruzar el océano, los Braganza ya dispuestos, nuestros reyes se hacen viejos, Fernando destruirá a Godoy en cuanto reine y Napoleón no le apoyará, Godoy ya piensa en las Indias, ¡qué remedio! los demás anclados aquí, ciegos al porvenir, por eso hay que ayudarle, el único aprovechable, aunque sea como todos, embarcará a los reyes y allí nueva existencia, sociedad sobre otras bases, más justas, la mujer con igualdad y libertad, la mujer en fraternidad, ¡el grito de la Revolución! ¡al fin cumplido! empezar desde el principio, libres como en América del Norte, nueva vida.