EL REY MIDAS

—HACE poco —comienza Fuego— anduve por los Alpes, me detuve en Davos y encontré el lugar lleno de gente extraña. Muchos muy bien vestidos, pero también otros de piel morena o amarillenta con turbantes y curiosos cubrecabezas. Supe que se reúnen anualmente, casi siempre optimistas y satisfechos de la vida porque son gente adinerada. Por eso en esta ocasión me sorprendieron bastantes caras largas y otras desconcertadas, debatiendo sobre una crisis de dinero, al que daban nombres raros, como «subprime», «fondos soberanos», y otros términos nuevos para mí. A la vez se lanzaban ideas anticuadas, como la de protegerse comprando oro según se hacía antes. Otros, aunque obviamente enriquecidos gracias a las últimas facilidades financieras, recomendaban la vuelta a los viejos controles. Por lo visto, el dinero en abundancia se encuentra ahora en Asia: China, India, Singapur, Taiwán y los árabes del petróleo. Y para colmo, un tal Bill Gates insistía en la necesidad de un nuevo capitalismo.

—No entiendo nada —comenta Tierra—, pero me da igual. Yo no uso el dinero.

—Claro, te sucede lo contrario: el dinero te usa a ti —le aclara Agua— como a nosotros y a los hombres. Es el dios de ahora el que impone la ley del «más de lo mismo»: el desarrollo insostenible.

—¿Cómo puede ser así?

—Porque ahora el hombre ya no es «la medida de todas las cosas». Ni siquiera

«Dios es la medida de todas las cosas», como decidió más tarde la civilización occidental. Los teólogos estimaban tan poco el oro que hasta empezaron prohibiendo cobrar interés por los préstamos, pues «el dinero no podía parir dinero», era algo vil, sin virtud productiva.

—Tenían razón —sentencia Tierra.

—Los hechos desmintieron esa razón, pues progresaron las técnicas, aumentó el comercio y con ello la producción; crecieron las ciudades y los intercambios en sus mercados. El dinero resultaba indispensable y surgieron los banqueros. Fue imposible prohibir el interés del préstamo y los teólogos acabaron conformándose con que las cuentas quedasen claras: parece que la contabilidad por partida doble la inventaron los monjes. Sin embargo, el dinero no se libró de su mala fama, era un peligroso tentador del alma e indigno de ser apreciado. Era un mal necesario.

—Entonces, si el dinero no tenía razón —arguye Aire—, ¿quién la tenía?

—Ni la teología ni el dinero. Se fue imponiendo la razón humana. Las experiencias fueron enseñando al hombre las verdades de las cosas. Empezaron a crearse Universidades y se extendieron las ideas del Humanismo. La nueva razón dio sus frutos y generó un ambiente en el que se multiplicaron los descubrimientos. Algo, Tierra, como aquella época en que de pronto la Vida se volcó en la evolución, creando nuevos animales, algunos de los cuales consiguieron volar.

—Recuerdo aquello —añade Aire—. ¡Cómo me asombró ver a algunos reptiles despegando del suelo! Corrían, saltaban y me hacían sostenerles en alto con sus nuevos miembros emplumados. Y también recuerdo cómo mucho después los hombres de Occidente dejaron atrás su suelo nativo para ir a otros mundos con alas que eran las velas de unas carabelas como cáscaras de nuez. ¡Qué feliz fui empujando aquellos pájaros marinos que dieron la vuelta a la esfera terrestre! ¡Cómo me divertía el asombro de sus viajeros al descubrir extraños seres entre árboles y animales nunca vistos! ¡Hasta las estrellas formaban nuevas constelaciones en sus noches! Todo eran maravillas: templos en pirámide, dioses emplumados, pájaros parlantes, máscaras de oro…

—¡Y volcanes! —interrumpe Fuego entusiasmado—. ¡Magníficos, espléndidos, adorados como dioses!

—Y cataratas como mares derramándose —ríe Agua—, pero yo prefiero el siglo posterior: el dieciocho. Siglo de las Luces, merecedor de este nombre por sus grandes filósofos de la razón, pero también con hombres y mujeres adoradores de Dionisos y sus orgías vitales desafiando a las convenciones: los libertinos y su sagrada locura de la libertad prohibida. Bien se dijo después que quien no saboreó la existencia antes de la Revolución nunca conocería la alegría de vivir.

—Sí —se exalta Fuego—, porque, además, ese tiempo trajo la Revolución. El Ochenta y Nueve fue un año clave.

—Lo fue todo el siglo, en el que Occidente alcanzó su más alta cumbre. Hasta en sus guerras cuidaron las maneras. ¿Recordáis a aquel oficial francés que en la batalla de Fontenoy se dirigió a sus enemigos, los saludó quitándose el tricornio y los invitó: «¡Señores ingleses, disparen los primeros!».

—Para mí —comenta Tierra—, lo más valioso de aquel siglo fue el consumo en Europa de la patata. La gente la creía venenosa.

¡Cuánto trabajo le costó al señor Parmentier que el pueblo se decidiera a comerla en sustitución de los nabos cotidianos!

—Hay sitios donde el xviii sigue vivo —suspira Agua—. De vez en cuando la nostalgia de su arriesgado refinamiento me hace llover sobre los jardines de Aranjuez. Allí correteo por las acequias, salto por los surtidores y descanso en los amplios pilones de las fuentes decoradas con estatuas de los dioses olímpicos. Pero mi rincón favorito es el estanque junto al llamado «Pabellón Chinesco»: un quiosco japonés de madera con atrevidos aleros y salientes, cuya fantasía casi vegetal me impulsa a la meditación.

—¡Ah, por eso te aficionaste a esas ideas de los chinos! —ríe Fuego.

—Sí. Enriquecí el mundo de mis creencias nativas con el pensamiento oriental que he seguido escuchando a maestros del Tao. Ahora voy poco a Aranjuez —concluye dolida—. El estanque está seco y el Tajo, nuestro río mayor, baja a medio cauce y se estanca a pie del Palacio Real porque antes me han robado caudal en un trasvase.

—Por cierto —Aire vuelve al tema anterior para disipar tristezas—, ¿tratan del dinero esos maestros?

—Sí, pero no a la manera de Occidente. Ni como los teólogos ni como los banqueros. El dinero es para ellos algo tan superficial como los demás objetos.

—Entonces —continúa Aire—, volvamos al siglo XVIII porque en él se rehabilitó el oro por completo. El antes vil metal empezó a ser la divisa de los nuevos tiempos: «El dinero es la medida de todas las cosas» empezó entonces a generalizarse. Aunque todavía hacia 1700 la nobleza y el poder se fundaban en la posesión de tierras. En París tenían incluso su centro unos filósofos defensores de que la fuente originaria de todos los bienes materiales era la tierra. Era la secta de los fisiócratas dirigida por el médico: Francisco de Quesnay. Era un hombre ingenioso. Quería inculcar su filosofía al rey Luis XV para que se aplicara en Francia y, como no tenía acceso fácil al monarca, logró hacerse médico de la favorita real, madame de Pompadour, para atraerla a sus ideas. Estaba persuadido de que los encantos femeninos transmitirían al rey la sabiduría fisiocrática mejor que ningún libro. Pero el siglo XVIII también alumbró a un pensador escocés que arrinconó la teoría fisiocrática y analizando el funcionamiento de los mercados, resultó ser, sin proponérselo, el sacralizador del dinero.

—¿Un banquero?

—No, un filósofo social, Adam Smith.

Percibió que en el mercado la competencia tendía a reducir las discrepancias hasta acabar en un precio válido. Eso le llevó a afirmar que, en tal enfrentamiento de egoísmos contrapuestos, el proceso se resuelve «como si una mano invisible» condujera hacia el resultado más favorable para todos. Por consiguiente, el libre mercado se erigía en sistema del bien común: si los productos se encarecían o abarataban, nadie resultaba responsable y el precio era el mejor posible. Y, sobre todo, la expresión «mano invisible», que se hizo célebre, sugería una influencia misteriosa como providencial. Enriquecerse en el comercio dejó de ser mal visto. Fue como empezar a vivir en el país de Midas, el rey que convertía en oro todo lo que tocaban sus manos.

—Un siglo después —interrumpe Agua— lo explicó en pocas palabras el filósofo Marx diciendo: «El capitalismo lo convierte todo en mercancía».

—Por si fuera poco —continúa Aire— el célebre Benjamin Franklin, también en el siglo XVIII, popularizó la máxima «el tiempo es oro» que aún hoy se sigue usando como verdad evidente y muestra cómo se ha empobrecido la concepción del mundo en Occidente. El tiempo abarca la Vida en todas sus dimensiones y no sólo el dinero, que no puede comprarlo todo y menos aún la vida misma.

—Eso se vio bien claro en la Revolución Francesa —exclama Fuego satisfecho—. En ella hubo grandes altibajos de fortuna y pobreza, pero la gente apreció otros valores. La vida social cambió mucho.

—Sí —añade Aire—, porque el fecundo siglo XVIII aportó otra gran innovación utilizando tu energía, Agua, con la de Fuego, en la máquina de vapor. Eso inició la revolución industrial reforzada con la ocupación de colonias en todo el mundo. La creciente riqueza aceleró la demanda y consumo, desencadenando el «más de lo mismo» cuyos desmanes estamos sufriendo.

—Todo eso del dinero no me lo explico bien —pregunta Tierra—. ¿Hay que suprimir entonces el mercado?

—De ningún modo. Es imprescindible. La culpa es de quienes se amparan en la supuesta «mano invisible» para beneficiarse egoístamente, abusando de posiciones favorables, porque en el mercado los participantes no operan en pie de igualdad. Por una parte, los vendedores más ricos emplean publicidad y otras técnicas muy eficaces para provocar deseos en los compradores que, a su vez, si tienen dinero, pueden elegir mejor y agotar existencias privando a los pobres. Los ideólogos elogian la «libertad de elegir» en el mercado, pero esa libertad sólo se tiene si se puede pagar el precio. Pues el mercado carece de ética: entrega las mercancías a quien paga y no a quien más las necesita.

—Por otro lado —intercala Agua—, la útil competencia tiene también aspectos negativos. No sólo cuando es agresiva (como procura ser tantas veces) sino porque estimula la innovación, pues quien lanza un producto nuevo domina el mercado al no tener competidores. Innovar es beneficioso si aporta ventajas reales, pero es un despilfarro cuando se utiliza (como ocurre, por ejemplo, en la moda del vestir) para sustituir objetos todavía aprovechables por otros sólo distintos en pequeños detalles que se adquieren para «estar al día» o «no ser menos». Estas motivaciones, frecuentes en los países ricos, vienen a ser una bulimia. Los nuevos materiales y artefactos creados constantemente por la ciencia son aprovechados rápidamente por el comercio para ofrecerlos en el mercado. Así ha ocurrido, sin ir más lejos, al descubrirse medicinas para las que fue preciso buscar alguna enfermedad consumidora. En esos casos los economistas modernos actúan al revés que sus antecesores, pues en vez de buscar recursos para satisfacer necesidades ya existentes, las crean artificiosamente para provocar la demanda de productos recién inventados. El mercado bien manipulado lo absorbe todo; quienes lo dominan son insaciables.

—¡Pero eso debería controlarse! —protesta Tierra—. ¡Eso es el desarrollo insostenible!