ÍCARO

—SON lo que somos todos, incluso nosotros y la misma Vida: manifestaciones de la Energía Cósmica, origen de todo —sigue Agua.

—¿De dónde sabes eso?

—¿Y me lo preguntas tú, Fuego, nacido antes que nadie como una de las formas en que se estructuró esa Energía? Hace miles de años lo afirmaban ya los sabios chinos. El mundo originario es un inmenso Vacío propicio para la Energía y sus manifestaciones. Ahora parece que lo van admitiendo los físicos. Los hombres, como todo lo que hay, son chispas de esa Energía materializada.

—¡Oye, eso no está mal! —recoge Fuego—. Siempre dije que vivir es arder. El mundo es una hoguera como era en mi infancia. ¡Me gusta!

—Pues el hombre es una chispa en esa hoguera. Salta un instante, traza una parábola ardiente y cae apagándose en ceniza.

—¿Nada más?

—¡Y nada menos! Porque la Vida, en su imparable desarrollo, al crear al ser humano alcanzó la más rica complejidad: un ser pensante cuya mente interpreta y razona siempre con espíritu de superación. La Humanidad se adelanta a todos como punta de lanza de la evolución y deja en el tiempo la estela de la Historia. No podemos destruir a los hombres, aunque ahora se arrojen ciegos a una catástrofe.

—¡Pero si hasta sus periódicos les repiten que su desarrollo es insostenible! Por fuerza han de saberlo.

—Lo saben, pero no lo sienten. Los más ricos no padecen escasez, para los pobres sufrir es lo normal y todos se engañan sin proponérselo porque viven en el mundo que ellos mismos se han creado al margen de nosotros y piensan que podrán hacerlo funcionar a su capricho.

—¡Un mundo propio de ellos! — se asombra Tierra—. ¿Cómo han podido hacerlo?

—Con las palabras.

—¡Ah, admirables palabras! —se entusiasma Aire—. Su poder es mío. Me hago humano en un pulmón, recorro una tráquea, pulso ciertas cuerdas como un arpista y llego a la caverna bucal ya preparada para el susurro, el poema o el clamor. ¡Qué delicia, qué grandeza! ¡Cómo me siento realizado! Todos recordaréis, como yo, a los primeros descubridores del poder de la palabra, maravillados de sus efectos.

—Y, sobre todo, la escritura, Aire. Dar sonidos a las cosas fue admirable, pero representarlas con signos fue mucho más, pues permitió acumular conocimientos. Así se crearon casas, herramientas, caminos, leyes… En fin, todo un mundo cultural adecuado al ser parlante. Por esos motivos el hombre se sintió superior: Rey de la Creación, como le habían asegurado.

—¿Entonces hay otro mundo pegado a nosotros, pero diferente? —se extraña Tierra.

—Hay muchos mundos para el hombre, madre. Tantos como se proponga la mente humana, representándose la realidad de muchas maneras. Recuerda, por ejemplo, que en nuestros tiempos la gente creía que tú eras un disco plano y que el Sol giraba a tu alrededor bajo la bóveda celeste. Más tarde descubrieron tu forma esférica y que eres tú quien gira en torno al Sol. Y, además, ahora no hay bóveda celeste y la visión del mundo es mucho más compleja.

—Desde luego la mente humana ha alcanzado éxitos grandiosos, hasta hace poco impensables —afirma Aire—. Las comunicaciones instantáneas, la energía nuclear y, como guinda del pastel, el viaje a la Luna que me deja a mí como un ligero velo de ti, Tierra. Sería triste destruir tanto talento con un diluvio terminal. Pero ¡cuidado! —advierte Agua— las nuevas creaciones, condicionadas siempre por la realidad física que somos nosotros, se logran sin tenernos el menor respeto. Hace cinco siglos no era así porque, como decía un sabio de entonces, Paracelso, a la Naturaleza se la domina obedeciéndola. Los hombres y nosotros convivíamos en armonía. Ahora se nos explota y se nos destruye; se tiene tan ciega fe en la técnica que se la cree capaz de resolverlo todo y la Humanidad llega incluso a creerse en la posibilidad de hacerse distinta de lo que es. ¿Cómo os lo explicaría yo?… ¿Os acordáis de Ícaro?

—¡Pobre chico! —lamenta Tierra—. Su padre, Dédalo, construía laberintos y alguno ocuparía la cabeza del muchacho cuando se empeñó en volar como los pájaros, con unas alas de plumas adheridas a sus brazos con cera. Al acercarse al Sol, se fundió la cera y cayó al suelo matándose.

—Es decir, se empeñó en ser lo que no era y se estrelló contra la realidad. Ícaro resulta típico de los hombres civilizados. Se creen omnipotentes.

—Ya hasta buscan agua en Marte, mi planeta preferido —reprocha Fuego—. Se arruinarán quizás tratando de colonizarlo.

—¡Qué locura, mientras están agotando el agua aquí! Más barato y más útil sería reforestar el Sáhara, esa llaga que tengo clavada en el pecho.

—En eso del dinero no estoy de acuerdo. Viajar al espacio es cada vez menos costoso porque se ha progresado mucho y en cambio lo del Sáhara sería como comprar un continente entero. El dinero…

—¡Dejaos ya de dinero! — estalla Fuego—. ¿Es que nadie habla de otra cosa? ¡Me aburre ya la dichosa palabra!

—¿Por qué te pones así?

—¿Queréis saberlo? Pues necesito un buen rato.

—¡Esperad! —interrumpe Tierra—. Veo a mi dragón muy amarillento porque le falta su golosina. Éste es un buen momento para que tomemos nuestra tisana de siempre. Después nos explicas tu irritación, Fuego.

El dragón es un camaleón asido con sus patas prensiles a una rama del espino próximo. Sus ojos protuberantes están fijos en Tierra que, riendo, entra en su cueva pidiendo antes que le cojan las hierbas. Aire eleva sus manos juntas como un cuenco y a poco una breve corriente de viento deja en ellas un montoncito de hojas verdes. Aire las deposita en una jarra de arcilla traída por Tierra, recién vuelta de su cueva. Agua coge la vasija y se acerca al manantial de donde salta súbito como un surtidor que llena el recipiente con las hojas. Mientras, Tierra saca de su casa unas tazas y un platillo. Agua pone la jarra en las manos de Fuego que calientan el agua hasta la ebullición. Al poco rato la tisana puede ya servirse. El plato, conteniendo un poco de miel, es colocado ante la mata del camaleón, que se va coloreando de verde poco a poco mientras desciende de la rama.

—¿Le gusta la miel? —pregunta Aire mientras todos se sientan en corro.

—La miel no, los insectos que acuden a ella —corrige Tierra.

Así es. Cuando se acerca alguno, el camaleón, sin moverse, lanza como si echara un lazo su habilidosa lengua, enrollada en su boca, y captura la presa.

—¡Y parecía tan torpe! —comenta Fuego.

—Se mueve sin prisa, pero es listísimo —defiende Tierra—. Es hembra y vive conmigo hace mucho tiempo. La llamo Malaquita.

Los dos ojos del animal enfocan a Tierra. Se ha convertido en una pieza de jade verde.

Cambian algunos comentarios más y al cabo Tierra pide a Fuego que explique su disgusto ante el dinero.