Inteligencia genética
—Creo que es mejor que usted hable con él, Profesora Reno. A mí me preocupa.
Marín Reno miró fijamente al Doctor Broc, tratando de adivinar qué pensamientos pasaban por esa cabeza. Siempre había oído que el lenguaje corporal podía revelar muchísimas cosas, pero nunca había podido aplicar ese conocimiento.
Tenía que admitirlo. El nivel de empatía al que podía llegar era casi nulo. No bastaba con ser una de las pocas mujeres en el mundo con un triple doctorado en genética, lo cual por si sólo hubiera bastado para separarla del común de hombres y mujeres de su edad, sino que además Marín no era realmente una persona muy carismática.
«No hay problema con eso», pensó. La verdad es que no le agradaba mucho la compañía de otras personas. Menos personas significaba menos interrupciones. Pero existían ocasiones, como esta, en las que le hubiera gustado tener una mayor capacidad para juzgar las motivaciones de la gente. ¿Estaba realmente preocupado el Doctor Broc? ¿Era realmente diferente el comportamiento de Carlos? ¿O eran los celos frente al intelecto superior de un Carlos Hert que había demostrado ser mejor científico que Broc?
Imposible saberlo. Tendría que confiar en Broc y hablar con Carlos.
—Yo hablaré con él, Doctor Broc.
—Es lo mejor, realmente me tiene preocupado.
Preocupado. Marín lo observó nuevamente. El Doctor Pedro Broc era famoso en el instituto por ser la persona que había ganado más veces el premio al mejor compañero del laboratorio. Sus contribuciones científicas eran casi nulas, y las pocas que tenía eran muy ingenuas, pero Broc tenía una personalidad magnética que podía ser muy útil cuando llegaba el momento de las relaciones públicas. Broc siempre era el encargado de promocionar en prensa los avances del instituto y el enviado a las negociaciones con las empresas que donaban el dinero necesario para las investigaciones. Era increíble que a sus 50 años tuviera aún la cabeza llena de cabellos cómo los de un joven de 18, y una sonrisa de oreja a oreja.
Broc cerró la puerta al salir de la oficina y el pequeño letrero que decía «Director» se balanceó de un lado a otro. Hacía meses que Marín había agregado una letra «a» al final con un plumón indeleble y ya no se notaba mucho. Lo haría de nuevo al regreso de su conversación con Hert.
Antes de eso, necesitaba una segunda opinión. Presionó el botón del intercomunicador en su escritorio.
—¿Si, Profesora Reno? —respondió rápidamente su secretaria.
—Sandra, llama a Ernesto Ferli y dile que venga a mi oficina por favor.
—En seguida.
Si realmente había algo malo con Hert, entonces Ernesto lo habría notado y podría conocer el motivo. Después de todo, los dos habían sido compañeros en la universidad.
No pasaron más de diez minutos y Ernesto entró por la puerta. Tenía el uniforme típicamente manchado con colorantes y reactivos. Este hombre fácilmente necesitaba comprar un uniforme nuevo todos los días.
—Hola Marín, ¿me necesitas para algo? Por favor, que sea rápido porque estoy en medio de algo.
—Hola Ernesto. No te preocupes, no quiero distraerte de tu trabajo, así que seré breve. Siéntate por favor.
—No, no. Si vas a ser breve prefiero estar de pie.
—Bueno, como gustes. Mira se trata de Carlos.
—¿Carlos? ¿Qué hay con él?
—Me comentan que anda un poco… como decirlo… saturado.
—¿Saturado? ¡Ja, ja! Habrá que diluirlo un poco, ja ja ja…
—¿Perdón?
—Bah, olvídalo… un mal chiste entre químicos. Así que saturado, ¿eh? ¿Quién te lo dijo?
—Broc.
—¿Ese idiota?
—Por favor…
—Es que es un idiota… pero no importa. Mira, la verdad es que yo a Carlos lo veo muy bien.
—¿No es cierto que está trabajando demasiado?
—Bueno, estará tras la pista de algo.
—¿Que casi no duerme?
—Dormir es opcional a veces en este trabajo.
—Es decir que no notas que haya cambiado en nada desde… el accidente.
—Mira, en todo caso, se ha vuelto más brillante. Desde que regresó del hospital ha tenido las mejores ideas que le he oído años.
—Bueno, no soy neuróloga, pero a veces los golpes en la cabeza causan efectos raros. Y yo vi los restos del coche, fue un golpe fuerte.
—Mira, esto ya no está resultando tan breve. La verdad es que Carlos está trabajando bastante, pero no lo culpo. Un accidente y un segundo divorcio le quitan las ganas de salir al mundo a cualquiera. Ya se recuperará.
—Ok, no quiero robarte más tiempo. Gracias… y trata de no manchar tanto tu uniforme.
—¡Pero si eso es lo divertido! Nos vemos.
Ernesto tenía razón, no parecía ser preocupante. De todas maneras, no haría daño ir a hablar con Carlos un rato. Se levantó de la silla y salió rumbo a su oficina.
Hacía tiempo que no caminaba por los pasillos durante el horario de trabajo. Se sorprendió al encontrar muchas caras nuevas en el camino. Sabía que todas ellas habían sido contratadas con su aprobación, pero para ella las personas eran sólo fotos pegadas a un currículum vítae.
La oficina de Carlos estaba al final del laboratorio. Tocó dos veces a la puerta y no hubo respuesta. Tocó otra vez y aún nada. Sin embargo, se podía escuchar ruido dentro de la oficina, así que abrió la puerta.
Carlos Hert no levantó la mirada del monitor. Estaba tecleando rápidamente. Los ojos rojos y el saco arrugado delataban que hacía varias horas que no se movía de ahí. Marín esperó que Carlos terminara la idea y se detuviera por un instante.
—Carlos.
—¿Eh? ¡Ah! Marín, ya casi acabo, ya casi acabo.
—Sí, ya veo. Pero tómate un descanso, conversemos un rato.
—¿Conversar?
—Tú sabes, conversar. Te veo cansado, vamos a tomar un café y cuéntame que ha sido de tu vida.
—Marín, a ti no te interesa realmente mi vida.
—¿Cómo?
—No, no, discúlpame. Es parte de mi proyecto actual. Mira, está bien, vamos por un café y te lo cuento para que no me creas loco o inadaptado.
Caminaron hacia la máquina de café que estaba al otro extremo del laboratorio. A Marín siempre le habían molestado esos silencios embarazosos cuando caminaba junto a otra persona. Se suponía que había que hablar de algo, comentar el clima o algo así. Pero la verdad a ella no le interesaba hablar de nada en esos momentos. Siempre era un fastidio hablar por educación.
Carlos tenía algo de razón, en el fondo a ella no le importaba mucho su vida personal, lo que le importaba era su trabajo y su relación profesional. Las charlas triviales eran aburridas. Si conversaba con Carlos era para discutir teorías o comparar resultados, algo menos frívolo.
Ya con un vaso de café con chocolate en la mano y sentados en una pequeña mesa, Carlos empezó la conversación.
—Mira Marín, la verdad es que he estado muy ocupado. Desde que salí del hospital he estado teniendo ideas bastante curiosas y no puedo descansar si no las desarrollo.
—Eso está bien, creo… pero ¿qué te ha dicho el doctor?
—Dice que sufrí daño en uno de los lóbulos del cerebro y que es normal que mi comportamiento cambie un poco.
—¿Ah sí? Eso no me parece nada normal.
—Bueno, normal no es, tienes razón. Pero no es algo que no se haya visto antes… Yo no me quejo, estoy más creativo que nunca. Sin embargo, me he puesto a investigar al respecto. Justamente en eso estoy trabajando.
—Pensé que era algo relacionado con la genética, recuerda que por eso nos pagan.
—Lo es. Mira, te explico. He estado investigando los efectos que tienen sobre las personas los daños en alguna parte del cerebro. En algunos casos, estos daños generan que las otras áreas del cerebro funcionen mucho más eficientemente.
—¿Ah sí?
—Como te dije, no es algo común, pero sucede al menos en un 10% de los casos. Y cuanto más grave es la falla en una parte, más sorprendente es el nivel que alcanzan las otras.
—¿Compensando?
—Así es. En el caso extremo, tienes a personas que son diagnosticadas como autistas, pero que poseen otros talentos muy superiores a los normales. Memoria prodigiosa. Altísimo talento artístico. Capacidad nunca vista para identificar patrones.
—Ya veo…
—No, no ves… eso es sólo la punta del iceberg.
—¿Y cuál es tu punto entonces?
—Lo que esto significa es que el potencial está ahí, escondido y desperdiciado en el cerebro. A veces, ese potencial extra es forzado a salir a la superficie para compensar fallas graves, pero normalmente está sin uso.
—La vieja idea del potencial desperdiciado en el cerebro… No sé qué decirte, los estudios que sugieren que todas esas cosas son ideas de algunos charlatanes. Nunca nada ha sido comprobado.
—Pero la evidencia es irrefutable. Hay un potencial de genialidad extrema que se mantiene escondido, tal vez durante toda la vida. En algunos casos surge bajo situaciones extremas.
—¿Y por qué entonces no podemos usarlo? ¿Por qué no hay gente que logra acceder a ese potencial sin necesidad de algún accidente o defecto grave?
—Hay personas que pueden… o al menos se me ocurren algunos ejemplos históricos como Leonardo o Newton… pero justo en eso estaba trabajando hoy. Esos casos no son muy comunes.
—¿En eso estabas trabajando?
—¿No vas a preguntar por qué no son comunes?
—Está bien, ¿por qué no son comunes esos casos?
—No son muy comunes, según mi teoría, porque la genialidad extrema es genéticamente repudiada para favorecer a otras cualidades.
Marín casi dejó caer su café.
—¿Pero estás loco? ¿Por qué la naturaleza querría dejar de lado la inteligencia genial? ¡La inteligencia ha hecho de nosotros lo que somos!
—La inteligencia… sí… pero la primera prioridad de la evolución es asegurar la continuidad de la especie humana. Y para eso necesitamos cierto nivel de inteligencia, pero no mucho.
—Es mejor tener lo más posible.
—No, no es mejor.
—No entiendo.
Carlos se inclinó hacia delante. Los ojos, aunque rojos, le brillaban.
—Mira Marín. ¿No te has fijado cómo somos?
—¿Somos? ¿Quiénes?
—Nosotros, los científicos, aquí en este laboratorio. Los ingenieros que trabajan en el piso de arriba. Los físicos en la Universidad al frente. Y en contraste, ¿has visto al idiota de Broc?
—¿A dónde quieres llegar?
—Niégame acaso que tenemos una vida personal limitada, por decir lo menos. ¿Acaso tienes hijos?
—Bueno, yo…
—Yo me he divorciado dos veces. Soy un pez fuera del agua en cualquier situación social. No sé comunicarme bien. Soy totalmente descuidado con mi físico y mi apariencia. Esas cosas no me interesan en lo más mínimo. Y creo que los dos somos un buen ejemplo de personas muy inteligentes.
—No pensaba… la verdad es que el tiempo no me alcanza para…
—Tranquila. Es normal, nuestras prioridades son otras. Pero fíjate qué es lo que sucede. Una inteligencia muy alta pone en serio peligro la capacidad que tiene ese individuo de reproducirse adecuadamente, ya sea por falta de interés del mismo en relaciones sociales o por falta de talento para moverse en una atmósfera donde se crean relaciones entre personas.
—¿Qué estás diciendo?
—Que a mayor inteligencia, menos probabilidades de tener descendencia, de encontrar una pareja genéticamente saludable para tener hijos.
—Estás equivocado.
—Puede ser, puede ser… sin embargo, se dice que Leonardo da Vinci era un hombre muy atractivo, pero que nunca tuvo esposa o novia.
—¡Tal vez no le gustaban las mujeres! Han existido genios que se han casado y han tenido hijos…
—Y en ese instante su producción de ideas se detuvo y nunca más colaboraron con algo al conocimiento. Como Einstein, por ejemplo. Todos se casan y dejan de aportar. ¿Estás familiarizada con las teorías de Baron-Cohen en Cambridge? Acaba de publicar un estudio donde muestra la relación que existen entre los genes que hacen a uno analítico y el autismo.
Alguien necesitaba urgentemente unas vacaciones. Pero ¿cuál de los dos?
—Carlos, necesitas descansar… no soy psicóloga, pero esta teoría tuya debe tener algo que ver con tu segundo divorcio, yo sé qué amabas mucho a… ¿cuál era su nombre?
—Alicia…
—Ella. Y el accidente no ha ayudado en nada. Mira, de verdad tómate un descanso. Yo te necesito aquí, pero sólo si estás totalmente lúcido y no estás perdiendo el tiempo en teorías raras para explicar los malos ratos de algunas personas… o los propios.
Carlos Hert sonrió. Marín no entendía. Pero para él las cosas estaban claras. Sin embargo, mejor seguirle la corriente, unas vacaciones lo liberarían del trabajo extra y podría concentrarse en profundizar en esta teoría.
—¿Tú crees? Bueno, la verdad… no sé… creo que unas vacaciones me harían bien… muchas gracias… eres una buena amiga.
Carlos bajó la mirada. Marín no sabía qué hacer. ¿Qué era lo correcto en estas situaciones? ¿Un abrazo? ¿Una palmada? Como siempre, no hizo nada.
Los dos se quedaron sentados un buen rato, sin hablar, hasta terminar el café.