Capítulo 2

A Mateo le parecía muy bien que todos confiaran en él para cuidar de aquella niña, pero no se le ocurría cómo.

De buenas a primeras, quien necesitó ayuda y cuidados fue él, por culpa del condenado perro. Siguiendo los consejos de Antonio Ramírez, consiguió hacerse con un palo tan largo que podía pasar por una lanza. Se imaginó que era un caballero medieval, y aquella mañana salió de su casa galopando, lanza en ristre, camino del colegio.

Ramírez le había dicho que en cuanto el perro viera el palo, se asustaría y se largaría con el rabo entre las piernas.

—En ningún caso —le advirtió su buen amigo— le pierdas la cara al animal. No vaya a pensar que le tienes miedo.

—Pero es que se lo tengo —le confesó humilde Mateo.

—Ya. Pero que no se dé cuenta. Si es necesario, le amenazas con el palo.

Así lo hizo. Al llegar frente a la temida casa, se irguió como supuso que haría un caballero medieval en semejante situación, mostrándole al animal el palo-lanza. Lo único que consiguió fue que el perro se pusiera a ladrar con más furia que nunca. Así que Mateo, con gran decisión, volvió a amenazarlo con la vara.

Fue visto y no visto. El perro, con sorprendente agilidad, dio un salto y sacando su enorme cabeza por encima de la valla, trincó el palo con los dientes. A continuación lo hizo crujir entre sus mandíbulas, como si fuera turrón de guirlache.

Mateo, del susto, perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Intentó levantarse para echar a correr, esta vez como un caballo de verdad, pero volvió a caer y se hizo una herida de regular tamaño en la rodilla derecha. En tan lastimoso estado llegó al colegio y lo primero que hizo fue increpar a su amigo:

—Conque un palo, ¿eh?

Y le contó lo sucedido. Pero, cosa curiosa, no le prestaron demasiada atención porque Jacinta, su vecina y amiga, acababa de hacer un descubrimiento asombroso: la niña nueva no se quitaba el gorro nunca porque estaba calva.

—¿Calva? ¡Qué asco! —fue lo primero que se le ocurrió decir a Mateo.

—Asco... ¿Por qué? ¡Pobrecilla! —la defendió Jacinta.

Antonio Ramírez, tan sesudo como siempre, les explicó:

—Es que tiene una enfermedad de la sangre, y a todos los que la padecen les tienen que dar rayos y unas medicinas que hacen que se les caiga el pelo.

—Pero ¿les vuelve a salir? —se interesó Jacinta.

—Sí; bueno, eso si no se mueren antes.

Mateo se quedó horrorizado. Encima de los problemas que tenía, ahora debía compartir el pupitre con una niña que se podía morir en cualquier momento.

* * *

LO DE COMPARTIR EL PUPITRE resultó bastante complicado. Entre lo gordo que estaba Mateo y el anorak de la niña, relleno de plumas, apenas si cabían los dos. Mateo se sentó lo más apartado posible, porque le entró la preocupación de que aquella terrible enfermedad pudiera ser contagiosa. Hasta se lo comentó a Ramírez, que dictaminó:

—No creo; si fuera contagiosa no la dejarían venir al colegio.

Pero, por si acaso, Mateo se pasó todo el día sentado en la esquina del banco. La niña parecía muy callada, con la cabeza gacha, excepto cuando hablaban los profesores. Entonces se quedaba con la boca abierta, mirándolos muy fijo, como admirada de todo lo que decían. Los profesores le hacían más caso que a los otros niños y, a veces, le preguntaban:

—¿Lo entiendes, Ana, guapa?

Y si la niña negaba con la cabeza, se lo volvían a explicar. Si lo entendía, se limitaba a asentir con la cabeza, como si no supiera hablar. A Mateo no se le ocurría cómo podía ayudar a una niña que no hablaba. Menos mal que la rodilla le dolía tanto que hasta se olvidaba de su vecina de mesa.

Según avanzaba el día le molestaba más, y como la herida le sangraba de vez en cuando, decidió cubrírsela con el pañuelo. Y en ese momento pudo comprobar que Ana Echeverría no era muda.

—Oye —le dijo la niña en un susurro de voz—, si te pones ese pañuelo tan sucio se te infectará la herida.

Mateo miró el pañuelo, que a él le parecía que estaba bastante limpio, y preguntó muy fino a la chica:

—¿Tú crees que está sucio?

—Asqueroso —musitó Ana.

Mateo se quedó cortado ante la salida de aquella mosquita muerta. Ella, sin más comentarios, abrió una cartera casi más grande que ella, toda llena de libros y cuadernos, muy bien ordenados, y le dio un pañuelo de tela fina, recién planchado. Además, olía muy bien.

—Pero te lo voy a manchar de sangre —fue lo único que se le ocurrió decir a Chamero.

La niña se limitó a encogerse de hombros, y así fue como comenzó la extraña relación entre la flaca y el gordo.

* * *

PRONTO SE DIO CUENTA MATEO de que aquella niña con aire de despistada se enteraba de todo. Hasta de su problema con el perro. Él sólo lo comentaba con Antonio Ramírez y con Jacinta. Y fue a esta última a quien se le ocurrió una idea casi peor que la del palo.

—Está claro —le dijo Jacinta— que ese perro la ha tomado contigo. Lo mejor es que pases por el chalé lo más deprisa posible. ¿Por qué no vas en bici a todo gas?

Como Mateo confiaba mucho en sus amigos, le hizo caso.

A la mañana siguiente montó en su bici de carreras, tomó impulso y... cuando el animal vio aparecer la bicicleta, se puso como loco. Se lanzó con tal furia contra la alambrada que Mateo no dudó que, en esta ocasión, la destrozaba. Consecuencia: tanta prisa se quiso dar en escapar que fue a parar al suelo, haciéndose otra herida, esta vez en la rodilla izquierda.

Lloró de rabia y de dolor y entró en el colegio sin querer hablar con nadie. Ana Echeverría le echó una mirada de las suyas, de niña modosita, y se limitó a preguntarle:

—¿Qué pasa? ¿Es que tú te caes todos los días?

Y sin más explicaciones, le alargó otro pañuelo tan limpio y fragante como el del día anterior.

De enfadado que estaba ni le dio las gracias. Al rato le volvió a preguntar la niña:

—¿Cómo se llama ese perro que te ladra tanto y te da miedo?

—¿Y quién te ha dicho a ti que me da miedo? —preguntó a su vez Mateo de malos modos.

Ana se encogió de hombros, en un gesto muy suyo, sin contestarle.

—Y, además, si me da miedo, ¿qué? —le increpó Mateo desafiante—. ¿Es que a ti no te dan miedo los perros locos?

La niña se lo pensó y contestó en un susurro:

—A mí lo único que me da miedo es ir al hospital.

Sin habla se quedó Mateo ante una noticia tan triste. Sintió una cosa por dentro y no le quedó más remedio que preguntarle:

—¿Y por qué te da tanto miedo?

—Me ponen inyecciones.

—Pues a mí una vez me pusieron una y no me dolió —le dijo Mateo para consolarla.

—¿Dónde te la pusieron? —se interesó la niña.

—Aquí —le contestó Mateo señalándose una nalga.

—En el culo no duelen nada —le aclaró la niña—; ni en el brazo tampoco. De ésas me ponen muchas. Lo malo es una que me ponen en un hueso de aquí.

Y se señaló la columna vertebral. Mateo pensó que aquél era un sitio horrible para poner inyecciones.

—Jo, qué faena —fue lo único que se le ocurrió decir. Y añadió como para darle ánimos—: Pero ya no estás en el hospital...

—No —admitió la niña—, pero tengo que volver todos los miércoles para esa inyección. Hasta que llegue el verano.

A Mateo no se le ocurría decir nada más sobre un asunto tan desagradable, y fue la niña quien volvió a preguntar:

—Pero ¿cómo se llama el perro ese? Si a un perro le llamas por su nombre es más fácil hacerse amigo suyo.

Aunque Mateo se fiaba ya poco de los consejos de sus compañeros, fingió que le parecía una buena idea y dijo que se enteraría del nombre de aquella fiera. Lo hizo para que la niña no siguiera pensando en cosas tristes.