Capítulo 1
MATEO Chamero era un chaval de ocho años que un día se encontró con que tenía tres problemas, a cual más inquietante.
El primero de todos fue que su madre decidió que estaba muy gordo y que tenía que adelgazar.
Pero para ser exactos, la que estaba muy gorda era ella, que fue la que dijo:
—¡Esto no puede ser! En esta casa no se piensa más que en comer. Así estamos los tres tan gordos.
Se refería también al padre de Mateo, que estaba grueso, sí, aunque menos que la madre.
—O sea —determinó—, que se acabó lo de comer garbanzos, judías y lentejas.
Al principio, a Mateo le pareció una buena idea porque no le gustaban demasiado los cocidos. Lo malo fue cuando su madre se empeñó en que sólo podían comer verduras o pescados muy sosos, que no sabían a nada, o, con suerte, algún filete muy delgadito a la plancha.
—¡Pero, mamá —protestó desesperado Mateo—, si a mí no me importa estar gordo!
—¡Pero a mí sí! —replicó la madre, que era muy enérgica.
—¡Pues entonces adelgaza tú! —le contestó a su vez Mateo, que era bastante descarado.
A la madre le hizo gracia la salida y le aclaró en plan cariñoso:
—Quiero decir que a mí sí me importa que estés gordo. ¿O es que de mayor quieres ser como tu padre?
—¡Claro que quiero ser como papá! —le contestó Mateo, que se sentía muy orgulloso de su padre, pues era nada menos que capitán del cuerpo de bomberos.
—¿Tan gordo? —le insistió ella.
La verdad es que era un asunto que a Mateo le traía sin cuidado. Cierto que en el colegio algunos le llamaban la gorda Chamero o King Kong Chamero, pero no le importaba demasiado. Cierto, también, que corría un poco menos que los otros chicos cuando jugaban al fútbol; pero en cambio le respetaban bastante, pues a nada que les diera un empujoncillo los tiraba al suelo.
Este problema, que parecía una tontería, cada vez se hizo más grave. Y raro era el día en que a la madre no se le ocurría prohibirles un nuevo alimento porque engordaba. Tenía muchas amigas, también gordas, que siempre estaban dando consejos sobre lo que no se podía comer. Horrible.
EL SEGUNDO PROBLEMA también se presentó de repente. Los Chamero vivían en un barrio a las afueras de la ciudad, en el que había edificios de pisos pero también pequeños chalés. Y a uno de estos últimos se vino a vivir un señor mayor, misterioso, dueño de un perro gigantesco que ladraba como enloquecido cada vez que Chamero pasaba por su calle.
No le quedaba más remedio que pasar por allí para ir al colegio. Y a Mateo, con todo lo forzudo que era, los perros le daban terror. Mejor dicho, le aterraban casi todos los animales. En eso había salido a su madre, que si veía una lagartija daba unos alaridos que ponían los pelos de punta al más templado.
El padre, que, como buen bombero, era muy valiente, le razonaba a su hijo:
—Pero ¿cómo te puede dar miedo una lagartija que no tiene ni el tamaño de un dedo tuyo? ¿Qué te va a hacer semejante insignificancia de animal?
—Y entonces ¿por qué les tiene miedo mamá? —le objetaba Mateo.
—Mira, hijo —le explicaba el padre, que era muy pacífico—, tu madre tiene muchas virtudes, pero es un poco nerviosa. Y cuando se le disparan los nervios...
La madre, muy comprensiva, le daba la razón al padre y admitía que era ridículo tener miedo a los animales... excepto a los perros. Y se ponía a contar historias de perros que habían mordido ¡hasta a sus dueños!
—¡Pero, mujer —se enfadaba el padre—, eso será un caso entre un millón! Aunque no digo que no haya casos de perros que se vuelvan locos. Pero eso es lo excepcional.
De poco consuelo le sirvió esa explicación a Mateo, porque llegó a la conclusión de que el perro del vecino era, sin duda, una de esas excepciones.
Si lo de no comer iba mal, lo del perro, peor todavía. El animal cada día se mostraba más furioso. En cuanto le veía se ponía a ladrarle, con los ojos inyectados en sangre y mostrando unos colmillos amenazadores. Golpeaba con su enorme cabeza contra una alambrada del jardín, y ésta se iba doblando poco a poco. A Mateo le parecía que cualquier día la rompería y podría abalanzarse sobre él.
Aunque le daba vergüenza reconocer el pánico que le inspiraba aquel animal, decidió hablar con su madre y contarle lo que pasaba.
—Mamá, tendrías que hablar con su dueño, ¡porque mira que como se escape un día!
La madre estaba haciendo un guiso de puerros con vinagre, que le había dicho una amiga que no engordaba ni un gramo, y le contestó distraída:
—No creo que se escape.
Mateo no entendía nada de la vida. Su madre estaba preocupadísima porque pesaba unos kilos de más y, en cambio, no le importaba que a su hijo le atacara un perro salvaje.
A TANTO LLEGÓ LA COSA que decidió comentárselo a Antonio Ramírez, su mejor amigo y compañero de clase. Éste se lo tomó muy en serio y le dijo:
—No me extraña que estés preocupado. Hay perros que son capaces de matar a un niño.
Y como era muy decidido, ese mismo día, en clase de Conocimiento del Medio, le preguntó al profesor:
—Oiga, profe, Chamero dice que cerca de su casa vive un perro que está loco. ¿Es verdad que un perro puede volverse loco?
Antes de que el profesor pudiera contestar, algunos alumnos se pusieron a opinar. Los que tenían perros y estaban encariñados con ellos dijeron que eso era imposible, pues el perro es el mejor amigo del hombre. Pero otros no estaban de acuerdo y contaron casos de perros terribles, que mordían a cualquiera que se les pusiera por delante.
—Vamos por partes —dijo el profesor poniendo orden en la clase—; con los perros hay que tener cuidado. Un perro que esté bien enseñado no tiene por qué crear problemas. Pero, a veces, los dueños se aburren de ellos, los abandonan o no les dan de comer, y entonces los animales tienen que matar para alimentarse. También hay dueños que los educan para que sean muy fieros y los defiendan, y ésos pueden acabar siendo peligrosos.
—Pero —insistió Antonio Ramírez— aunque sea un perro bien cuidado, ¿puede volverse loco?
—Es muy difícil, pero no imposible —concluyó el profesor.
Con lo cual Mateo quedó tan preocupado como antes. Mejor dicho, un poco más, porque Jacinta, también vecina y muy amiga, le dijo al terminar la clase:
—Ya sé de qué perro hablas. Es un snaucer negro. Mi tía dice que por las noches se escapa a perseguir gatos.
—¿Para comérselos? —preguntó Mateo, sin poder disimular un temblor en la voz.
—Supongo —contestó la chica.
—Pues si se escapa de noche, también se podrá escapar de día —razonó Mateo.
—Supongo —volvió a repetir Jacinta con la tranquilidad que le daba el vivir bastante lejos de tan fiero animal.
—¡Parece que no sabes decir otra cosa! —se enfadó Mateo, viendo lo poco que les preocupaba su suerte.
Pero Antonio Ramírez, que era muy reflexivo, le aconsejó:
—Tú lo que tienes que hacer es conseguir un buen palo y amenazarlo con él. Fíjate en los circos: los domadores, con una varilla de hierro, pueden hasta con los leones. Basta que se la enseñen y los animales retroceden.
A Mateo le gustó la idea y decidió ponerla en práctica. Pero ese mismo día se le presentó el tercer problema.
A PRIMERA HORA DE LA TARDE apareció el director en la clase con una niña de la mano. El director, que era un señor muy serio y bastante callado, en esta ocasión se mostraba muy dulce con la niña, haciéndose el simpático. Algo poco corriente.
—A ver, chicos y chicas, aquí viene una nueva alumna. Quiero que me la cuidéis muy bien.
En el colegio estaba claro que los que cuidaban de los niños eran los profesores. Por eso les extrañó que el director les pidiera que cuidaran de aquella niña tan rara. Resultaba rara porque, aunque no hacía frío, llevaba un anorak bastante grueso y la cabeza se la cubría con un gorro.
—Vamos a ver dónde sentamos a Ana Echeverría, porque quiero que sepáis que esta preciosidad se llama Ana Echeverría —continuó el director.
Aquel comentario los asombró más aún, porque la niña de preciosidad tenía poco. Quizá lo fuera, pero no se podía saber pues, entre el gorro y que mantenía la cabeza inclinada, apenas si se le veía la punta de la nariz. Y lo poco que se veía mostraba un color muy pálido, sin ningún atractivo.
El director, sin soltar a la niña de la mano, echó una ojeada la clase, buscando un buen sitio para su protegida, y su mirada se detuvo en Mateo Chamero.
—¡Vaya! —exclamó con alegre sorpresa—. Tenemos un sitio libre junto a Chamero, gran muchacho.
Efectivamente, los pupitres eran de dos plazas y, a causa de su gordura, Mateo ocupaba uno él solo.
—¡Ja, ja, ja! —rió el director, que seguía simpático a más no poder—. Ana estará muy bien junto a Chamero, que, como todos los gordos, es pacífico y buena persona.
Mateo no salía de su pasmo, ya que como no era de los mejores alumnos del colegio, el director no tenía muchas oportunidades de decirle cosas agradables. Por eso puso cara de extrañeza, y el director, un poco apurado, le dijo en tono de disculpa:
—Oye, ¿no te importará que te haya llamado gordo?
—A mí no —le contestó el chico—; a la que le importa es a mi madre.
—¿Cómo dices? —se extrañó el director.
—Que a mi madre sí le importa el que yo esté gordo. Bueno —aclaró—, y también el estar gorda ella.
Al director, con lo contento que estaba, le dio un ataque de risa, esta vez de verdad, y a sus risas se unieron las de todos los de la clase. A Mateo no le importó, porque le gustaban mucho las bromas y el que la gente se riera.
LO MALO FUE CUANDO LLEGÓ A CASA por la tarde. Se encontró a su madre hecha una furia.
—Pero ¿cómo se te ocurre andar diciendo por ahí que estoy gorda?
De momento Mateo no cayó en la cuenta, hasta que se acordó de lo ocurrido en clase.
—Sólo lo he dicho en el colegio —le explicó a modo de disculpa.
—¿Y te parece poco? —se encrespó ella—. ¿No ves que como conozco a todas las madres, sus hijas ya les han ido con el cuento?
Eso era verdad, porque el barrio no era muy grande y se conocían casi todos los vecinos. Pero como Mateo no tenía mucho miedo a su madre, le replicó:
—¿Y qué tiene de malo el estar gordo? El director me ha felicitado hoy por estar gordo y ha dicho que los gordos somos mejor gente.
—¡Pues dile al director que no se meta donde no le llaman! —fue la furiosa respuesta de la madre.
—Bueno —le dijo Mateo muy tranquilo—, mañana se lo diré.
La madre le prohibió con otro grito que lo hiciera. Y, mientras tanto, el padre se partía de risa. Con lo cual Mateo confirmó, una vez más, que la gente mayor era muy complicada. Lo que le parecía bien al director, le parecía fatal a la madre, y lo que a ésta le hacía sufrir, a su padre le hacía reír. Un lío.
Lo bueno que tenía su madre es que pronto se le pasaba el enfado. Por eso, cuando estaban cenando los tres, ella preguntó ya en otro tono:
—¿Y por qué habéis tenido que hablar en clase de mi gordura?
—Es que ha llegado una niña muy rara, ¡ésa sí que está delgada, mamá, a ti te encantaría!, y la han sentado en mi pupitre.
A la madre se le cambió la cara y, con aire preocupado, le preguntó:
—¿Se apellida Echeverría?
—Sí, ¿la conoces? —se extrañó Mateo.
—Conocemos a sus padres —y añadió, dirigiéndose a su marido—: Ya sabes quién es. La hija de Pedro y Juana. Pobrecilla. Ha estado muy enferma. Más de un año en un hospital.
—Pues yo creo que sigue enferma —les explicó Mateo—. En la cabeza lleva siempre un gorro y el anorak no se lo quita ni en clase.
—Ya —dijo la madre—. Es que tiene una enfermedad de la sangre muy mala. Debe cuidarse mucho. No le conviene coger catarros, ni ninguna infección. Para ella sería peligroso.
El padre asentía a cuanto decía la madre, también con aire grave, y para concluir recomendó a su hijo:
—Ya la puedes cuidar.