CAPITULO VII.

LA AGONÍA DEL LEÓN

1

A fines de primavera se dio por concluida la primera fase de las obras de construcción del nuevo palacio. El rey se trasladó a su nueva residencia y ofreció una fiesta a todos los zaragozanos.

Acabada la oración de media tarde, la salat al—asr, comenzaron los festejos. Rodeado de sus familiares y consejeros, al—Muqtádir salió del palacio viejo, ubicado junto a la puerta del Puente. Aguas abajo podían verse engalanados los cuatro navíos que soportaban sendos molinos flotantes y que se colocaban en el lugar de la corriente más propicio para el trabajo de las muelas. Embarcó en una nave que esperaba amarrada en la orilla del Ebro; se trataba de una galera traída desde Tortosa, con dos filas de remos y un mástil en el que ondeaba el estandarte azul con el león dorado de los Banu Hud.Toda la embarcación lucía decorada con guirnaldas de flores y banderolas; en el castillo de popa una orquesta tocaba melodías de fuerte contenido épico.

Ibn Hud embarcó con toda solemnidad, en medio de las aclamaciones de centenares de ciudadanos que se habían agolpado en el exterior de las murallas para presenciar el espectáculo. Majestuosamente, la galera se separó del embarcadero al tiempo que los remeros de estribor ciaban para colocarla de cara a la corriente. Cesó la música y a un golpe de timbal ambas filas de remos bogaron con fuerza río arriba. Desde las orillas, los zaragozanos agitaban pañuelos y ramas de olivo. Doncellas ataviadas con vaporosos vestidos y tocadas con diademas de plata con cornalinas y crisolitas que portaban cestillas de mimbre arrojaban sobre las aguas pétalos de rosas y coronas de flores y escanciaban en pebeteros situados junto a la borda perfumes y ungüentos. Al—Muqtádir, de pie en lo más alto del castillo de popa, saludaba brazo en alto a la multitud que corría por la ribera acompañando la marcha de la nave.

A una milla aguas arriba del puente, la embarcación se detuvo. Dos fuertes golpes con los remos la dejaron varada junto a la orilla. El séquito real descendió por la pasarela de tablones y desfiló sobre un camino alfombrado de juncos bajo un efímero arco triunfal rameado que el gremio de carpinteros había costeado como obsequio a su soberano.

Al otro lado del arco hacían guardia quinientos jinetes del ejército de la taifa, con sus caballos enjaezados con gualdrapas azules y amarillas. Al—Muqtádir montó a lomos de un rocín cárdeno y cabalgó entre las dos hileras de caballeros que agitaban sus lanzas vitoreando el nombre del rey.

Después de recorrer algo más de media milla, al—Muqtádir detuvo su caballo ante la puerta de la alcazaba. Allílo esperaban las primeras autoridades de la ciudad y del reino. El viejo y leal visir Alí Yusuf, el cadí, el almutazaf, el arquitecto real, el katibprincipal de la corte, el sahib al—surta, jefe de la policía local, varios ulemas, alfaquíes y generales del ejército. El visir se adelantó, hincó su rodilla izquierda en tierra e inclinando la cabeza se expresó así:

— Majestad, aquí están las llaves de vuestra casa. Esta antigua y legendaria fortaleza es ahora un palacio digno de vuestra gloria. Vuestros súbditos os ofrecen esta morada con el deseo de que sea para Vuestra Majestad un hogar de alegría y regocijo. Si es así, nada nos hará más felices.

El rey cogió las llaves y ayudó al visir a incorporarse. Miró en su entorno a la multitud silenciosa y resaltó:

— Ningún príncipe tuvo nunca mejores súbditos. Este palacio que hoy me ofrecéis es para nosotros el mejor regalo que podíais hacernos. Y será, en efecto, la casa de la alegría y del placer, pero también la casa de la sabiduría y de la ciencia. Será llamado desde ahora Palacio de la Alegría y en él tendrán cabida todos los hombres que Alá señale para profundizar en el conocimiento de las cosas. Y ahora, que comience la fiesta.

El rey levantó los brazos mostrando al gentío las llaves que acababa de recibir y penetró en el palacio a través de la puerta de arco de herradura decorada con yeserías de piñas y flores de acanto pintadas en azul, rojo y verde.

Por toda la explanada que se extendía entre el muro de tierra de la ciudad, la alcazaba—palacio y el río se habían establecido puestos de comidas al aire libre. En algunos, pese a las miradas amenazantes de los imanes más ortodoxos, se vendía vino y se cantaban canciones obscenas. Rapsodas y poetas aduladores declamaban sus versos subidos sobre cualquier objeto capaz de sostenerlos. Charlatanes, embaucadores y adivinos contaban a quienes les rodeaban historias fabulosas, leyendas de genios y héroes o les leían el destino escrito en la palma de la mano a cambio de una moneda.

En el centro de la Almozara se había preparado el campo de polo. Dos equipos de seis jugadores, los mejores del reino, disputaron un igualado partido. Los altos dignatarios, en cuyas últimas filas estaba Juan, lo presenciaron desde el graderío construido en madera para esta ocasión. Durante el partido varios jinetes cayeron al suelo y uno de ellos tuvo que ser retirado con la pierna rota. Los vencedores recibieron una copa de oro y unas camisas de seda.

Dentro de jaulas de hierro se exhibían varios animales adquiridos por el rey para su zoológico particular. Había dos fieros leones africanos, una pantera negra del desierto, una jirafa de las sabanas del extremo sur de la tierra, un elefante de largos colmillos de marfil, un avestruz de plumaje ampuloso y varios monos de las selvas ecuatoriales. El exterior del palacio estaba rodeado de jardines irrigados mediante una saqiya: desde una acequia próxima, una cadena de recipientes de barro movida por una rueda dentada de la que tiraba un asno llevaba el agua a unos canalillos desde los que se distribuía por todos los parterres. Frente a la entrada manaba una fuente de siete caños con siete cabezas de león esculpidas en piedra, regalo del rey a la ciudad.


Alí Yusuf, el viejo visir en el que tanto confiaba al—Muqtádir, murió a causa de un edema pulmonar. El rey se encontró ante la situación de tener que elegir un nuevo primer ministro. Durante varios días se le vio pasear a solas por el exterior del Palacio de la Alegría, agachándose en cada macizo de flores, inhalando el perfume de las rosas o acariciando los pétalos de los jacintos. Tras varios días de meditación, reunió a sus consejeros en el salón de recepciones y les comunicó lo siguiente:

— Hace ya varios días que andamos dando vueltas sobre quién ha de suceder al fallecido visir Alí Yusuf. Después de una profunda reflexión, hemos concluido que la persona más adecuada para el puesto es mi consejero, el hebreo Abú al—Fadl ibn Hasday.

Los cabecillas religiosos se miraron desconcertados ante el solemne anuncio que acababa de realizar el rey. Su jefe, el influyente imán 'Abd Allah ibn Alí al—Ansarí, a quien todos conocían desde la refriega contra los mozárabes como Abú Muhámmad, mostró su desaprobación alzando violentamente la cabeza con ademán airado. Entre los consejeros judíos se extendió un murmullo de satisfacción.

Juan se alegró al oír el nombre del elegido. Era su amigo desde que comenzara a frecuentar las tertulias de al—Kirmani y a visitar la casa de Ibn Paquda y sabía que era un hombre justo y ecuánime, aunque apasionado y muy dado a los devaneos amorosos.

— ¡Un judío, otra vez un maldito judío! —clamaba el imán 'Abd Allah en una dependencia de la mezquita de la puerta de Alquibla, donde se había reunido con los religiosos más radicales de la ciudad—. Ibn Hud ha debido volverse loco; todos nos estamos volviendo locos. No le era bastante con liberar a un esclavo cristiano, nombrarle consejero y arruinar al Estado con fiestas en las que se consienten acciones en contra de nuestra ley, que ahora tiene que nombrar gran visir del reino a un hebreo, que además es poeta e hijo de poeta. Si esto sigue así, pronto nuestra tierra será pasto de los infieles. Es preciso hacer algo, tenemos que reaccionar.

— ¡Y qué podemos hacer! —exclamó un anciano imán—. Ibn Hud controla todos los resortes del poder: el ejército le obedece ciegamente desde las victorias de Graus y Barbastro y sin el apoyo del ejército ninguna revuelta triunfaría. La población también está contenta. El reino progresa, los enemigos cristianos se mantienen a raya, bien gracias a las armas o bien por el dinero que les pagamos. Estamos en paz y prosperamos, así es imposible incitar a nadie a la rebelión.

Todos asintieron. 'Abd Allah percibió que el momento de exaltar a las masas contra su actual soberano todavía no había llegado.

— De acuerdo, es cierto que por ahora no podríamos triunfar. Seguiremos esperando. Dios, su nombre sea loado, y el tiempo están de nuestra parte —se resignó 'Abd Allah.


Con Ibn Hasday al frente del gobierno de la taifa, los judíos de todo al—Andalus volvieron sus ojos a Zaragoza, y cuantos se sentían acosados por razones religiosas o intelectuales en sus ciudades emigraron a la permisiva capital del norte en busca de cobijo. Sobre todo algunos granadinos que habían huido de esa ciudad tras las terribles matanzas contra la comunidad hebrea realizadas cinco años antes.

La tolerancia que mostraba al—Muqtádir hacia los miembros de las otras dos religiones, el judaísmo y el cristianismo, se transmitió allende los Pirineos de manera distorsionada. Por el sur de Francia, mercaderes y buhoneros hacían correr el rumor de que el rey de Zaragoza quería abandonar el islam y convertirse a la fe de Cristo. Pese a la derrota de Barbastro, seguía viva entre los cristianos la idea de cruzada. Un enorme afán por liberar a la Península Ibérica del dominio musulmán se extendía por todas la capas sociales.

Hugo, abad del monasterio francés de Cluny, informado por un peregrino de las patrañas que colocaban a Al—Muqtádir como próximo a aceptar el cristianismo, decidió escribirle una misiva en la que le invitaba a convertirse. Ibn Hud le respondió con una cortés evasiva. El abad creyó ver en la respuesta diplomática un atisbo de querer proseguir con la relación y envió una embajada con dos monjes que portaban una carta más larga y a los que encomendó la misión de comenzar la evangelización de los paganos.

Los dos monjes, Hugo de Santa Fe y Renato de Fonteville, que hablaban la lengua de los árabes, llegaron a Zaragoza a principios de verano del año de Cristo de 1071. Se alojaron en lo que fue el antiguo monasterio de las Santas Masas. En la cripta de la iglesia de Santa Engracia, ante los restos de los mártires zaragozanos, velaron toda una noche pidiendo por la conversión de aquellos descarriados mahometanos.

Al—Muqtádir les recibiría en su recién estrenado palacio. A la hora señalada, poco antes de mediodía, los dos monjes se presentaron en la reconvertida alcazaba. Fueron recibidos por un secretario al que le entregaron la carta de presentación que traían de su abad. Penetraron en el recinto del Palacio de la Alegría por la puerta en recodo y desembocaron en un patio en el que hacían guardia varios soldados vestidos de azul con corazas de cuero, cascos cónicos y lanzas con gallardetes azules y amarillos. Allí les hicieron esperar unos minutos. Las paredes, totalmente encaladas, reverberaban una intensa luz blanca que casi los cegaba. Al tiempo, los condujeron por una de las puertas laterales y atravesaron una larga y oscura galería que zigzagueaba como el efímero dibujo que dejan las serpientes al deslizarse sobre el agua. Los ojos de los monjes, acostumbrados a la intensa luz exterior, apenas podían distinguir dónde se encontraban. Avanzaban casi a tientas por un pasadizo iluminado por unas pequeñas aberturas en el techo, cubiertas con placas de alabastro, como si se tratara de un oscuro cielo tachonado por una única hilera de brillantes estrellas. Tras andar un buen trecho llegaron a una sala abovedada de forma circular, en cuyo centro había una pila de mármol negro llena de mercurio. La bóveda estaba perforada por cientos de agujeros tapados con vidrios incoloros que potenciaban los rayos del sol. Como finas espadas de luz, los rayos penetraban desde el techo e incidían sobre la pila circular en la que lucía el azogue. Esos mismos rayos eran devueltos por el metal líquido a las paredes, recubiertas de láminas de cinc bruñido, creando unos maravillosos efectos cuando los haces de luz impactaban desde los orificios del techo al mercurio y de aquí rebotaban a las láminas de metal. Toda la estancia aparecía atravesada por miles de intangibles hilos de plata.

En aquella habitación volvieron a esperar otro medido espacio de tiempo. Hugo de Santa Fe, movido por la curiosidad, se acercó a la pila y agitó el mercurio con su mano. En ese momento, todos los haces plateados comenzaron a girar de un lado para otro, provocando un tornasol de destellos que hizo proferir a ambos una exclamación de asombro y maravilla. Les pareció que se encontraban en el centro del universo y que éste palpitaba a su alrededor. Era como si flotaran en medio de un mar de estrellas cuyo fulgor los envolvía como un etéreo paño de seda entre efluvios de mirra.

Se abrió una puerta y apareció el maestro de ceremonias de la corte de Ibn Hud escoltado por dos musculosos gigantes de piel negra y brillante como pizarra mojada, cubiertos tan sólo por un pequeño taparrabos de lino blanco. Les explicó minuciosamente qué es lo que tenían que hacer a partir de entonces y les invitó a seguirle.

Los dos monjes caminaban como autómatas entre tantas maravillas. Al otro lado de la puerta había un salón rectangular y a su derecha dos enormes hojas de madera pintadas de amarillo. El maestro de ceremonias se colocó frente a ellas y les indicó que se situaran detrás de él, junto a los dos esclavos negros. Durante unos instantes se mantuvieron de pie, firmes en esa posición. De pronto sonaron tres golpes secos y metálicos y los dos batientes comenzaron a abrirse hacia afuera.

Ante sus ojos apareció un patio alargado enlosado de mármol blanco, con las dos paredes laterales cubiertas con pinturas en las que se mostraba una exuberante decoración de plantas y flores, como si se tratara de la vegetación del Paraíso. Penetraron en el patio y de nuevo sus ojos se cegaron. La intensa luz del sol relucía sobre el pavimento de mármol con tanta fuerza que causaba el efecto de estar caminando sobre las nubes. Bordearon una alberca con agua teñida de y se encaminaron hacia el se abría un pabellón cubierto con arcadas que sostenían paños de finas yeserías. Dos naves porticadas avanzaban por los flancos y entre ambas había otra alberca con agua amarilla. Detrás de ella unas enormes cortinas de terciopelo azul cerraban el patio. Los dos monjes fueron colocados delante del telón, uno a cada lado del maestro de ceremonias. Sonaron cinco golpes iguales a los tres anteriores y las cortinas se abrieron lentamente, recogiéndose a ambos lados, dejando ver un porche de finas columnas de jaspe que sostenían unos arcos a modo de gran celosía.

Lo que contemplaron entonces hizo que sus ojos casi se salieran de las órbitas. Sentado en un trono de oro engastado con gemas y piedras preciosas, en el Salón Dorado, se encontraba el rey de la taifa de Zaragoza. Las paredes estaban recubiertas de placas de bronce bruñido que reflejaban la luz como si fuera una neblina de áureas gasas. El rey, vestido con un lujoso tafetán y un turbante celestes, portaba entre sus manos una espada con el puño de oro con decenas de zafiros y esmeraldas engastados.

Los dos clérigos se inclinaron respetuosamente ante el soberano como empujados por un invisible resorte y el maestro de ceremonias habló:

— Majestad. Estos son los monjes cristianos Hugo de Santa Fe y Renato de Fonteville, legados del abad Hugo de Cluny, en el reino de los francos. Desean transmitiros un mensaje de su señor —y dirigiéndose a los dos monjes continuó—. Podéis exponer vuestra embajada.

— Majestad —habló Renato de Fonteville—. En nuestro país hemos tenido noticias de vuestro gran poder en este mundo y de vuestras gloriosas hazañas militares. En nuestra carta anterior, a la cual os dignasteis responder tan discretamente, os proponíamos que os acogierais a la verdadera fe en el Todopoderoso. Algunos nos han dicho que Dios ha iluminado vuestro corazón y que albergáis el firme propósito de caminar por la senda de los justos. Por ello, ¡oh, poderoso Señor!, nuestro abad nos ha enviado para traeros la palabra divina y la verdad de la religión cristiana, para asentar a vuestro alrededor el conocimiento del Mesías, Nuestro Señor, en Quien sólo hemos de creer y de Quien esperamos la salvación. En esta carta —continuó el monje señalando un pergamino que portaba en su mano— residen las pruebas de la excelencia de la religión cristiana y de su preeminencia. Satanás no pudo tentar a la gente de este mundo para inducirlos a adorar ídolos, pero sí confundió a los descendientes de Ismael en cuanto al enviado que reconocieron como profeta, abocando así a muchas almas al tormento del infierno. Considerad, ¡oh, noble rey!, esta proposición y nada prefiráis más que la salvación de vuestra alma y las de vuestros súbditos en el día del Juicio Final. Estamos aquí prestos a ofrendar nuestras vidas por vuestra conversión y la de vuestro pueblo.

— Agradecemos el interés que por nuestra persona tiene vuestro abad. Dentro de unos días os haremos llegar nuestra respuesta. Ahora regresad a vuestra residencia y esperad allí. Gozáis de nuestra protección y misericordia —finalizó al—Muqtádir.

Los dos monjes entregaron el pergamino al maestro de ceremonias y salieron comentando las maravillas que habían presenciado.

Al—Muqtádir entregó al ilustre cadí, el afamado teólogo andalusí Abú—l—Walid al—Bayi, la carta del abad de Cluny a fin de que preparase una respuesta en su nombre. Este teólogo era un reputado seguidor de la escuela malikí. De familia muy pobre, había peregrinado a La Meca en cuatro ocasiones. Durante tres años había sido vigilante nocturno en Bagdad y de vuelta a al—Andalus se había hecho famoso por atreverse a polemizar con el mismísimo Ibn Hamz. Hacía seis años que residía en Zaragoza, donde explicaba teología en una escuela coránica anexa a la mezquita de la puerta de Alquibla. El sabio musulmán escribió lo siguiente:


Hemos examinado, oh, monje, la carta que de ti nos llega, los vínculos de amistad que en ella manifiestas, el consejo que de allí muestras y la intención que evidencias; aceptamos tu amistad, pues nos ha llegado noticia del rango que ocupas entre tus correligionarios y se nos ha comunicado tu buena intención. Nos avisas, ¡por Dios!, con admonición de lo que hemos de hacer, según tú. Y si no hubiéramos estimado que tu lugar de residencia estaba muy apartado y era complicado hacerte llegar nuestra carta, más conveniente habría sido enviártela como se debe, procediendo del modo más indicado, considerándote muy merecedor de exponerte la Verdad y de que esta te fuese comunicada, que bien nos han insistido estos enviados tuyos acerca de tu solicitud por el bien y tus anhelos de Verdad, lo cual fortifica nuestra esperanza de que la aceptarás, te interesarás por ella, la harás tuya y a ella te convertirás.

Antes de éste nos había llegado tu otro escrito, y a él había añadido su portador algunas pretensiones absurdas, que nunca se deben exponer a quienes poseen una mínima sensibilidad, ni menos ocurrírsele a quien tenga algún entendimiento, a propósito de la resurrección de muertos y osamentas deshechas.

Templamos entonces nuestra contestación, le otorgamos nuestro distanciamiento y nuestro perdón. Te respondemos, pues, como deduciendo por lo que de ti partía y las inconsistencias que de tu parte nos llegaban, que las habías escrito sin suficiente meditación, exponiéndolas sin haberlas estudiado o verificado, como prejuzgando que los simples musulmanes bien podían admitir lo que admiten vuestros correligionarios, aceptando, sin más, determinados actos y dando por buenas cosas en extremo falsas.

Nos hemos propuesto mostrarte benevolencia y amabilidad, pues es lo mejor con que puede corresponderse al que se espera torne, se arrepienta y someta al islam, pues los términos duros se emplean con quien resiste de forma manifiesta y claramente se empecina, sin dejar esperanza de su acatamiento. De ti esperamos alzarte sobre donde estás, librarte de esa mancilla, con la gracia de Dios y su ayuda, asistencia y concurso.

Como tus cartas y relaciones nos llegan repetidamente, decidimos comunicarte los puntos en que estamos conformes contigo y nuestra oposición a otros que destacamos en tu exposición, con consejos por los que se guían las gentes de bien y que Dios nos prescribió por boca de sus Enviados, pero nos abstenemos de polemizar contigo en aquellas partes de tu discurso que juzgamos indecorosas y nos indignan, con sus insultos a los Nobles Enviados de Dios, a los grandes Profetas, la paz sobre ellos. Eludimos tratar este último aspecto, en tanto no estás avisado y advertido, y te consideramos excusado en aquello de lo que no tienes conocimiento ni has formado noción verídica. Extremaremos así nuestra benevolencia contigo y te daremos pruebas, como las que se usan en sermones y epístolas, sin recurrir a demostraciones racionales y argumentos, ayudándote en el mismo sentido que pretende tu carta, abundando en tu mismo propósito: es posible que ese sea el modo más adecuado para conciliar tu voluntad y el modo más eficaz de rebatirte y ponerte remedio.


— Excelente, Abú, excelente —felicitaba al—Muqtádir al teólogo musulmán tras leer la respuesta—. Breve, elegante, concisa y contundente.

— La carta se acompaña con unos pliegos en los que se demuestra la superioridad del islam y la verdad de la revelación del profeta Muhámmad —aclaró Abú—l—Walid.

Los dos monjes recibieron la carta de al—Muqtádir y los pliegos con los postulados teológicos una semana después de su visita a Palacio. El portador del mensaje les hizo saber que su misión había terminado y que podían volver a su país. Al día siguiente, los dos clérigos cristianos partieron fracasados por el camino del norte hacia Francia; en sus alforjas portaban dos docenas de libros que habían adquirido en el zoco.

2

La situación política se alteró notablemente. El rey de Castilla Sancho II había dejado de lado los asuntos zaragozanos. Enfrascado como estaba en rehacer el reino que su padre, Fernando I, había dividido en su testamento entre sus hijos, Sancho quería unir de nuevo las coronas de Castilla, León y Galicia y para ello necesitaba derrotar a sus hermanos. El reino de Zaragoza, acostumbrado a la protección de los ejércitos castellanos, quedaba expuesto así a la alianza combinada de Pamplona y Aragón. Pero al—Muqtádir volvió a maniobrar con la habilidad diplomática que le había hecho famoso. Consiguió enemistar al rey de Pamplona con el de Aragón y firmar una alianza con Sancho de Peñalén contra Sancho Ramírez. En abril de 1069 al—Muqtádir se había comprometido a pagar al rey de Pamplona mil monedas de oro al mes a cambio de que los pamploneses no atacaran las tierras de Zaragoza y permitieran el libre tránsito de mercancías y viajeros entre los dos reinos. En 1072 fue asesinado en el sitio de Zamora el rey Sancho de Castilla y su hermano Alfonso asumió la corona, uniéndola de nuevo a la de León.

La alianza entre pamploneses y zaragozanos se reafirmó en mayo de 1073. Sancho de Peñalén, a cambio de doce mil monedas de oro anuales, se comprometía a convencer, por las buenas en primera instancia, a Sancho Ramírez para que los aragoneses devolvieran a al—Muqtádir las tierras ocupadas al norte de la ciudad de Huesca, y si no lograba convencerlo, ayudaría al rey de Zaragoza a recuperar sus posesiones por la fuerza.

El rey de Aragón viajó a Roma y se convirtió en vasallo de la Santa Sede. En justa correspondencia, el papa predicó una nueva cruzada contra el islam hispano. La isla de Sicilia, a la que habían acudido los normandos llamados a una cruzada, había sido abandonada por los musulmanes y la cristiandad esperaba que este ejemplo se repitiera en la Península Ibérica. Todos los reyes cristianos estaban convencidos de que aquel momento significaba el cambio en la situación política del mundo mediterráneo. Por primera vez desde su aparición en las orillas de este mar, los musulmanes perdían la iniciativa militar en favor de los cristianos. En los últimos meses de su vida, el papa Alejandro II promulgó una bula en la que se designaba al conde Eblo de Roucy, cuñado del rey de Aragón, como jefe de esta nueva expedición contra los musulmanes de al—Andalus. Los mercaderes trajeron la noticia hasta Zaragoza, pero los espías de al—Muqtádir le comunicaron que el movimiento de tropas era muy escaso y que los efectivos cristianos que habían respondido a la llamada del papa católico no suponían ninguna amenaza seria para sus territorios. Los escasos cruzados, ante la endeblez de sus fuerzas y efectivos y desmoralizados por la pronta muerte del Sumo Pontífice, se disolvieron sin ejecutar una sola acción guerrera. En Roma fue elegido nuevo pontífice el monje Hildebrando, el rival del cardenal Humberto de Selva Cándida, que adoptó el nombre de Gregorio VII. Al llegar la noticia a Zaragoza, Juan supo que aquel hombre traería días de gloria para la Iglesia y sin duda de dificultades para los musulmanes.


Aquel verano del año 465 de la hégira, 1073 del calendario cristiano, comenzaron las obras del pórtico sur del patio central del Palacio de la Alegría. La prisa del rey por trasladarse a vivir a su nueva residencia había obligado a interrumpir los trabajos, dejando inconclusas algunas partes. La entrada protocolaria al patio principal, donde se disponían las dos albercas, una de agua amarilla y otra azul, se realizaba para los embajadores desde el lado sur, después de atravesar el pasillo laberíntico, el salón del estanque de mercurio y la sala de espera. Desde ella se accedía al patio a través de una puerta que se abría directamente y que ahora sólo la protegía un pabellón de lona. Sobre el plano, el arquitecto había diseñado un pórtico de cinco arcos cruzados sostenidos por pares de columnas de pórfido, similares a las del lado norte. El arquitecto que comenzó los trabajos, el eficaz y brillante Jalid ibn Yusuf, había fallecido pocos meses después de la inauguración de su obra y a su muerte había sido nombrado como arquitecto real un joven maestro malagueño llamado Said al—Jair, que estaba dirigiendo la construcción del palacio real de la alcazaba de la ciudad fronteriza de Balaguer, a las órdenes de al—Muzaffar, el rey de Lérida, hermano y enemigo de al—Muqtádir.

El malagueño inspeccionó con Juan los planos de su antecesor y decidió llevar a cabo algunas transformaciones.

— Para las nuevas modas —expuso—, estos planos de Jalid son demasiado clásicos; carecen del dinamismo y de la fuerza expresiva que se impone en la arquitectura moderna. Las líneas son demasiado sobrias, sin movimiento, no trasmiten apenas ninguna sensación. La arquitectura actual es más etérea, más sutil, más alegre. Los cambios que propongo producirán sin duda nuevos efectos y darán al conjunto una mayor gracilidad. Quiero provocar una sensación de vértigo desbocado, de tumultos encontrados, de líneas vibrantes que se crucen en todas las direcciones sin romper en ningún momento la armonía y el equilibrio de lo ya construido.

— Pienso que sería conveniente respetar el trazo que diseñó ibn Yusuf —alegó Juan—. Este edificio fue concebido como un todo y se tuvieron en cuenta muchas variantes. Cambiar algo sería romper con las disposiciones originales y alterar la unidad del conjunto.

— Bueno, los cambios son menores. No suponen sino una adaptación al nuevo estilo. Por eso —continuó Said señalando los nuevos planos—, los cinco arcos del proyecto original del pórtico los he ampliado a seis, los cuatro centrales más grandes y los dos de los extremos menores, pero de la misma traza polilobulada. Las columnas geminadas irán separadas por unos pilares de sillares de alabastro, para dar una mayor fuerza al conjunto.

— No lo entiendo interrumpió Juan—. Hace un momento decíais que vuestra pretensión era dotar de mayor agilidad y movimiento al pórtico y ahora presentáis unos soportes muy macizos, de una menor «movilidad y dinamismo», como vos mismo decís, que los alzados originales.

— Mi buen amigo, el movimiento y la gracilidad se traslada a la zona de los arcos. La parte inferior es maciza para resaltar el vano del arco. Ahí es donde radica toda la fuerza y la energía del pórtico. Fijaos en las filigranas de arquerías entrelazadas y de yesos decorados —indicó señalando el boceto—, comprobad el juego de macizos y vanos que se superponen al colocar sobre la vertical de los pesados pilares de alabastro unos vacíos a modo de ventanas geminadas que descongestionan la rotundidad y el abigarramiento de los compactos arcos.

— Pero el pilar central os queda justo de la puerta. Con los planos anteriores, al salir por esa puerta se encontraría el visitante el amplio vano del arco central de los cinco previstos, gozando así de un primer golpe de vista limpio y diáfano del patio, mientras que con los nuevos planos se dará de bruces con el pilar central de los seis —indicó Juan.

— De eso se trata —repuso el arquitecto—. Lo que pretendo es que el juego que se inicia en el laberinto, e incluso antes en el patio de la entrada, continúe hasta el final. Si se ejecutara el proyecto original la puerta daría casi directamente al patio, y el pórtico diseñado por Jalid ibn Yusuf se convertiría en un verdadero arco triunfal. ¿No pretenderéis que un embajador que venga a ver a nuestro rey penetre en el patio a través de un arco de triunfo como si se tratara de un emperador de la antigua Roma?

— No, pero…

— Esta nueva solución deja el pórtico sur como una nueva estancia, un espacio que vertebra la sala de espera con el patio y que contribuye a aumentar la ofuscación del obnubilado visitante. Así desembocará en el patio no como un conquistador triunfante sino como un sumiso súbdito de Su Majestad. Se verá obligado a doblar el cuello e inclinar la cabeza para ver qué tiene delante y dónde está. Con una entrada así nadie podrá irrumpir de manera altiva, con la cabeza erguida y la mirada frontal. Creo que entendéis lo que trato de hacer.

— Sin duda. Vuestra idea es aceptable, pero la armonía del edificio pierde mucho —apostilló Juan.

— No se trata de crear un espacio armónico, sino de asombrar, de amedrentar, de hacer del edificio un emblema vivo del poder de los Banu Hud —sentenció el arquitecto.

El monarca se mostró de acuerdo con las modificaciones del proyecto original. El malagueño realizó una encendida y brillante defensa de las variaciones que introducía en la obra y nadie osó replicar nada en contra. Sólo Juan repuso que a él le parecía más equilibrado el diseño del pórtico original, pero aceptó sin más alegaciones los cambios.

Varios meses después el pórtico sur y algunas obras menores en escaleras, jardines y estancias finalizaban. Al—Muqtádir podía disfrutar enteramente de su particular paraíso.

3

El trabajo en el observatorio del gran torreón cuadrangular del Palacio de la Alegría ocupaba ahora casi todo el tiempo de Juan. Como subdirector del mismo era el encargado del mantenimiento de los aparatos y de la anotación de las variaciones astronómicas. Vivía más de noche que de día. Cada tarde, después de la oración del magrib, subía a la azotea con el instrumental científico, buena parte traído de Toledo, y observaba incansable el cielo. Su jornada de trabajo era la contraria a la de la mayoría de los hombres de la ciudad. Se acostaba a la salida del sol y dormía hasta después de mediodía. Su fiel Jalid le servía la comida en el jardín de casa y tras leer algo de poesía o de filosofía se trasladaba hasta el Palacio de la Alegría. Además, un par de tardes cada semana recibía al jovencito Abú Bakr ibn Bajja, su discípulo, el hijo de su antiguo amo Yahya ibn al Sa’igh. El muchacho, cuya brillantez intelectual crecía día a día, había cumplido ya los once años y seguía las lecciones con los niños de su edad en la escuela de la mezquita de Abú Yalid, pero todas las tardes, por indicación de Juan a Yahya, complementaba su educación con lecciones de profesores especializados. Juan le explicaba filosofía, Tabit ibn 'Abd Allah al—Awfí lo introducía en la aritmética y el jovencísimo Alí ibn Mas’ud al Jawlaní le explicaba los fundamentos del derecho islámico.

El ascenso de Juan continuaba. Hacía unas pocas semanas que el príncipe Abú Amir le había propuesto como director de la biblioteca palatina y al—Muqtádir lo había ratificado. De nuevo ejercía dos cargos y de nuevo la tarea se multiplicaba.

Su nuevo puesto la biblioteca le permitió pasar mucho tiempo junto al príncipe heredero. El joven hayib estaba más preocupado por su formación intelectual que por su futuro destino como rey de la taifa, por lo que pasaba muchas horas entre los libros y en compañía de Juan. El príncipe Abú Amir se inclinaba de manera notoria hacia las matemáticas. Estaba realmente obsesionado por los números y por las fórmulas numéricas. Le apasionaban el cálculo y la aritmética y sostenía que el conocimiento de las leyes por las que se rigen los números es sin duda el camino para lograr la armonía en el universo. Discutía con Juan durante horas y horas sobre las leyes que dirigen el movimiento de los planetas y de las estrellas y mantenía que estaban sujetos a leyes matemáticas. Sostenía que la combinación de los números de manera exacta era el mejor indicador de la perfección.

Muchas tardes solían cenar juntos y en no pocas ocasiones se añadían Ibn Paquda, Ibn Hasday, el visir hebreo, y el hakim Ibn Buklaris. Todos habían sido discípulos de al—Kirmani, el viejo maestro cuyo recuerdo siempre estaba presente en sus tertulias. Transcurrían tiempos de paz y sosiego.

Pero un acontecimiento penoso vino a alterar la calma de la corte en aquellos sosegados meses. Al—Muqtádir había designado hacía una década a su hijo, el príncipe y hayib Abú Amir, como heredero en sus reinos. Este príncipe era de carácter pacífico y amable, enamorado del estudio y del cultivo de la ciencia. Juan estaba convencido de que si no hubiera sido porque su padre deseaba que él lo sucediera, no hubiera movido ni un solo dedo por alcanzar el trono de Zaragoza. Era hijo de una de las esposas cristianas de al—Muqtádir, una dulce y bella princesa navarra de cabello de oro que se había convertido al islam al quedarse embarazada del monarca. Abú Amir era el hijo primogénito de al—Muqtádir, pero sólo unos cuantos meses mayor que su hermano Mundir, hijo de otra esposa, una sevillana de cabello negro azabache y fuerte carácter. Mundir era altanero y violento. La orgullosa sevillana, la segunda esposa en orden de prelación después de la navarra, había educado a su hijo en la intolerancia y el resquemor. Desde muy niño le había inculcado el sentimiento del odio hacia su hermano mayor y le repetía sin cesar que él era mucho mejor que su hermano y que estaba más preparado para ejercer como rey que el hijo de aquella melindrosa infiel. La sevillana aseveraba que por sus venas corría la sangre del Profeta, pues, según aseguraba, sus antepasados habían pertenecido a la familia de Mahoma. Los caracteres opuestos de los dos hermanos habían chocado desde pequeños, y a pesar de los amagos de enfrentamiento que Mundir realizaba de vez en cuando, la prudencia y la serenidad de Abú Amir habían logrado hasta entonces evitar la pelea abierta.

A media tarde paseaban por los jardines exteriores del Palacio de la Alegría el príncipe Abú Amir y Juan. Discutían sobre los cálculos efectuados por Aristarco contenidos en la obra ilustrada adquirida en Toledo. Juan, entusiasta seguidor del astrónomo griego desde que en Constantinopla leyera su libro prohibido, sostenía que los cálculos del sabio de Samos eran correctos. Según Aristarco, la Luna tenía un diámetro en torno a un tercio del de la Tierra y la distancia entre ambas era ligeramente inferior a diez diámetros terrestres. En cuanto al Sol, su diámetro era casi siete veces mayor que el terrestre y la distancia entre ambos unos ciento ochenta diámetros. El príncipe se mostraba de acuerdo con la medida de la Luna, pues los cálculos realizados mediante trigonometría parecían exactos, pero no en cuanto al tamaño del Sol y a las distancias entre la Tierra y los otros dos astros. Si el tamaño de la Luna era el que se obtenía mediante los cálculos trigonométricos, la distancia tenía que ser necesariamente mayor, al menos tres veces mayor, es decir, unos treinta diámetros. Sobre el Sol, Abú Amir afirmaba que era mucho mayor, quizá más de cien veces mayor que el diámetro terrestre y, desde luego, en ese caso la distancia entre ambos estaría por encima de los diez diámetros. Estaban acordando dedicarse juntos a resolver estos problemas cuando apareció el príncipe Mundir sobre un caballo alazano. Vestía ropa de montería y en su mano izquierda, con un grueso guante de cuero, portaba un halcón.

— Vaya, vaya. He aquí a los dos inseparables tortolitos —comentó irónico Mundir, altanero desde su corcel.

— Buenas tardes, Alteza —contestó deprisa Juan.

— ¿Has ido de caza, hermano? —preguntó amable Abú Amir.

— Sí. Y por lo que veo también tú —aseveró burlón Mundir.

¿Qué quieres decir? —inquirió Abú Amir que comenzaba a mostrar un semblante serio ante semejantes chanzas.

— ¿No es acaso tu trofeo ese pichón? —preguntó señalando con la cabeza a Juan.

— Ten cuidado con lo que dices, hermano. No olvides que estás hablando con el hayib de la ciudad y príncipe heredero —asentó con firmeza Abú Amir.

— Lo eres, pero no vales para ese puesto. Los débiles deberíais refugiaros entre faldas de las mujeres. Tal vez tú lo hagas entre las piernas de este garañón eslavo.

— Retira inmediatamente lo que has dicho y pide perdón o me veré obligado a…

— ¿A qué? —cortó tajante Mundir—. ¿A denunciarme ante nuestro padre? Acaso crees que esa puta navarra a cuya entrepierna debes tu designación va a seguir protegiéndote…

En ese momento la paciencia de Abú Amir desbordó su límite y se lanzó sobre su hermano desmontándolo del caballo. Los dos príncipes rodaron por el suelo enzarzados en un combate de puñetazos, patadas y empellones. El halcón encapuchado, ajeno a cuanto se le venía encima, había caído debajo de las patas del rocín, que encabritado por los gritos de los dos hermanos corcoveó y piafó, pisoteando a la rapaz y aplastándola contra el suelo. Juan intentaba separar a los dos enconados combatientes y enseguida se formó un amasijo de brazos, piernas, cuerpos y cabezas. El eslavo, pese a su tamaño y corpulencia, apenas podía mantener separados a los hermanos y ante la tesitura que se planteaba optó por la vía expeditiva. En un momento en el que Mundir mostró descubierto su rostro, Juan le lanzó un puñetazo directo a la mandíbula con toda la fuerza de que fue capaz. El golpe lo fulminó y cayó como un pelele al suelo ante la contundencia del puño del eslavo.

— No sabía que pegaras tan fuerte —dijo Abú Amir.

— Yo tampoco —contestó Juan.

— Habrá que llevarlo a Palacio y dar cuenta de este incidente a mi padre.

Al decir esto, el príncipe heredero señaló a varias decenas de personas que se habían acercado a una distancia prudencial para contemplar la riña de los dos hermanos.


— Sabía que iba a ocurrir esto, lo sabía —gritaba al—Muqtádir entre grandes zancadas en el salón de recepciones del Palacio de la Alegría—. Mis dos hijos revolcándose en el fango como mujerzuelas.

Delante de él estaban en pie los dos hermanos y Juan, todavía con las ropas rotas, llenas de polvo y con restos de la sangre que Mundir había vertido por la nariz tras el contundente golpe.

— Y tú —gritó dirigiéndose al eslavo—, ¿no pudiste hacer nada por evitarlo?

— Fue todo demasiado rápido, Majestad.

.¿Y cómo fue? —inquirió al—Muqtádir.

— Permitidme, Majestad, que guarde silencio —dijo Juan.

— ¿Qué dices?, que te permita guardar silencio. Con quién te crees que estás hablando, desagradecido. Te ordeno que cuentes lo que tus ojos vieron tal y como ocurrió —clamó al—Muqtádir cada vez más irritado.

— Padre —intervino Abú Amir—, dejadme que sea yo quien…

— No —cortó tajante el rey—. Habla, Juan.

A Juan no le quedó otro remedio que contar lo que había visto y oído, aunque omitió el insulto proferido por Mundir hacia la esposa del soberano.

— No podéis estar juntos. Sois como el agua y el fuego —reflexionó unos instantes y prosiguió—. Mundir, prepárate para partir. Te nombro virrey de Tortosa. La próxima semana marcharás con un destacamento del ejército hacia esa ciudad que gobernarás en mi nombre. No quiero que os matéis el uno al otro, al menos hasta que yo muera.

— Pero, padre —protestó Mundir—, yo no deseo abandonar la corte.

— No me importa nada lo que tú desees. Haz lo que te digo o no vivirás para contarlo —sentenció al—Muqtádir—. Lo que más siento es la muerte del halcón, era uno de los mejores.Y ahora retiraos.

Tal y como había ordenado el rey, el príncipe Mundir partió hacia Tortosa con el nombramiento de virrey bajo el brazo, pero con el odio hacia su hermano enraizado en lo más hondo de su corazón.


Superado el episodio del enfrentamiento entre los dos hermanos, la corte recuperó la tranquilidad. al—Muqtádir gozaba de su palacio y de las fiestas que en él se celebraban. Envejecía lentamente, como un viejo león que se recuesta a la sombra de una palmera después de haber cazado una buena presa. En el Palacio de la Alegría se mezclaban oportunamente el placer y la ciencia. Pacificado el reino y aseguradas las fronteras, al—Muqtádir se dedicó con intensidad a saborear los frutos de su política.

La corte rezumaba sabiduría y ciencia por doquier. Todos los días, después de la oración de mediodía, la salat al—zurh, el rey departía en los patios, salones y jardines del Palacio de la Alegría con decenas de filósofos, astrónomos, matemáticos, poetas y hombres de toda clase de ciencias, muchos de los cuales recibían favores y dádivas del monarca. Tampoco faltaban los aduladores y los que atraídos por la magnanimidad del soberano mecenas pululaban a su alrededor en busca de una prebenda o de unas monedas. Todos los días, a primeras horas de la mañana, despachaba con los altos funcionarios los asuntos del reino y después sentenciaba los casos que le llegaban tras haber pasado por los cadíes, y siempre que hubiera habido alguna reclamación.

La mayor parte de la población amaba a su monarca, lo quería y lo estimaba como hombre justo y honesto. La leyenda de su fama de guerrero invencible, no en vano había derrotado por dos veces consecutivas a los infieles cristianos, sólo era comparable a su prestigio como hábil diplomático y experto negociador.

Sólo dos grupos se mostraban recelosos con el gobierno de Ibn Hud: los comerciantes y mercaderes, a los que constantemente se les estaba pidiendo tributos para sufragar los gastos del Estado, que rechazaban la política fiscal porque recaía demasiado sobre ellos, y los clérigos radicales, que repudiaban la política de conciliación y de permisividad religiosa de al—Muqtádir. Los más presionados eran los dedicados al comercio de la seda, las especias y la plata. El propio Yahya ibn al—Sa'igh, que había sido un entusiasta defensor del rey, había tornado sus elogios por veladas críticas. Yahya, al haberse frustrado su pretensión de complementar los negocios de orfebrería con los de pieles, debido a la expansión de los cristianos en la frontera norte, y acuciado por la presión fiscal sobre sus talleres y productos de azófar, cobre, bronce y plata, estimó que podría ser muy rentable dedicarse a comerciar con productos para tintes.

Una tarde, después de comer, se presentó en casa de Juan, acompañando a su hijo Abú Bakr. El eslavo lo recibió con amabilidad y mientras el niño realizaba una serie de ejercicios caligráficos, ambos hombres hablaron en el jardín:

— ¿Cómo se encuentra vuestra familia? —preguntó Juan.

— Muy bien, muy bien. Mi hijo mayor, vuestro antiguo pupilo 'Abd Allah, ha ascendido a oficial de caballería en el ejército y pronto será comandante de uno de los batallones de la guardia real, ya sabes que siempre quiso ser soldado. El segundo, Ahmad, me ayuda en el trabajo y ya se hace cargo de los talleres de orfebrería. Tiene un gran sentido para los negocios. Mi hija mayor se casará con un hacendado de Huesca al que conocí en uno de mis viajes comerciales; es un hombre mayor pero honesto y virtuoso. A las demás les estoy buscando marido. Todas aportarán una buena dote al matrimonio. De Abú Bakr casi sabes tú más que yo. Es el orgullo de la familia, gracias a tus enseñanzas, sin duda. En cuanto al más pequeño —continuó Yahya, en tanto Juan, al oír la referencia a su hijo, agrandó el contorno de los ojos—, mi amado Ismail es la alegría de la casa. Corretea de un lado para otro sin cesar y sólo piensa en pelear. Hace unos días lo llevó su hermano mayor lo llevó montado en su caballo a dar un paseo por la Almozara y el niño vino henchido de contento. Tenías que haberlo visto cuando le puso en su cabecita la cimera y le dejó empuñar el sable que apenas podía levantar del suelo. Creo que también será soldado.

«Es la sangre del linaje de los Tir», pensó Juan.

— En cuanto a ti, ya sé que sigues ascendiendo en la corte. Creo que deberías trasladarte a una casa mejor y más grande. Esta no está mal, pero este barrio, y yo he nacido en él, no tiene la categoría que requiere la residencia de un funcionario de tu nivel. En la medina hay buenas casas y podrías mudarte a una de ellas. Yo mismo he comprado dos, cualquiera de ellas te serviría, y desde luego que te haría un precio especial de alquiler.

— Gracias Yahya, pero estoy muy bien aquí. El rey me permite vivir sin pagar ninguna renta y aunque no es de mi propiedad, es la primera vez que me considero en «mi casa» desde que dejé mi aldea de Bogusiav. Me encuentro a gusto y por el momento es más que suficiente para mí y mi criado. Estas paredes se han convertido en mi hogar y no voy a cambiarlo, al menos por ahora.

— Quizá cuando te cases y tengas familia…

— Quizá —asintió Juan.

— Pero bueno —continuó Yahya—, mi visita de hoy es de carácter profesional. Ya sabes que hace varios años intenté introducirme en el negocio de las pieles, que no cuajó a causa del avance de los infieles. Los tiempos que corren no son demasiado boyantes para la orfebrería: el oro es escaso, y casi todo el que entra en el reino es requisado para la corte, y la plata está alcanzando precios imposibles. Hace cinco o diez años cualquiera podía permitirse el lujo de tener un aguamanil, una jarra, un pebetero o un cofrecillo, pero los precios se han disparado de tal manera que sólo unos pocos están en disposición de adquirir objetos de plata. Incluso en las casas más ricas se está sustituyendo la vajilla de plata por la de loza dorada, la que llaman de reflejo metálico. Los tiempos cambian y para sobrevivir en este duro mundo de los negocios es preciso aclimatarse a esos cambios. Por eso creo que el comercio de productos de tintorería va a ser muy boyante. Los tintes son indispensables en la industria textil, e incluso en la doméstica. Si, como presagio, se acercan años de carestía y dificultades, casi nadie podrá comprar una cajita de plata, pero todos tendrán que seguir vistiéndose. Es probable que sus famélicas bolsas no les permitan cambiar de traje o de túnica, pero sí podrán teñirlos de otro color y salir a la calle con los mismos como si fueran nuevos.

— En verdad que vuestro olfato para ganar dinero no tiene igual —aseveró Juan.

— Imagínate si lograra importar tintes en tales cantidades que abarataran su precio y después en las tenerías de la ciudad se tintaran las gastadas camisas blancas de colores azules con el tinte añil del exclusivo índigo de Bagdad y del golfo Pérsico, las frías blusas de lino crudo con los elegantes granas y carmesíes de la cochinilla de Murcia y Marruecos, los apagados mantos de lana con el rojo encendido de la gomorresina de Alejandría o del palo de brasil de la India.

— Esos colores ya existen en los mercados y los tintoreros emplean otras sustancias para obtenerlos —alegó Juan.

— Sí, pero el rojo lo consiguen con el insecto quermes, que produce un olor desagradable y obliga a lavar los paños tintados varias veces y tratarlos con esencia de laurel, y no es tan exquisito ni tan duradero como el tinte de la cochinilla. El azul se obtiene de sales de metales que estropean a la larga los tejidos, volviéndolos débiles y quebradizos. ¿Y quién osaría teñir de rojo un paño de fina seda rayhaní o un lienzo de la seda ubaydí, importada desde Irak en exclusiva para las cortes, con una sustancia que no fuera la noble gomorresina? ¿Puedes imaginar lo que ganaría la famosa «tela zaragozana» si se le aplicaran estos cualificados tintes en vez de la vulgar agalla o el tanino de zumaque? —inquirió Yahya.

— No. No lo puedo imaginar. No soy nada experto en negocios.

— Yo sí, pero necesito información que tú puedes proporcionarme. Las modas de Oriente, tanto las de Constantinopla como las de Irak o Egipto, se trasladan a al—Andalus con un retraso de diez o quince años, y aún más. Me gustaría que me contaras cuál era la moda en Constantinopla cuando tú estuviste allí, así podría adivinar los futuros gustos de los andalusíes y adelantarme a su llegada.

Juan se acomodó en la silla de anea, tomó un pastelillo de miel de una bandeja que Jalid acababa de servir y dijo:

— No creo que la moda de Constantinopla sea del gusto de los zaragozanos.

— Los musulmanes siempre hemos imitado los buenos gustos de los pueblos que hemos conquistado, sus buenas costumbres, su buena arquitectura, su buena música, sus buenos oficios, su buena ciencia, su buena filosofía… Nuestra civilización, y te lo dice un hombre que no ha tenido estudios pero que ha sabido hacerse a sí mismo, se ha construido sobre lo mejor de cada una de las civilizaciones que nos han precedido allá por donde hemos pasado; esa es nuestra grandeza. Somos un pueblo ecléctico, por eso hemos triunfado y por eso sobreviviremos sentenció Yahya.

— Los romanos también eran un pueblo ecléctico. Decían asimilar lo de cada país, ciudad o Estado que conquistaban: la eficacia de la administración etrusca, la profundidad de la filosofía y del arte griegos, la grandeza de la historia y del ingenio de Egipto, el espíritu emprendedor de Cartago, la energía de los galos y los hispanos, e incluso intentaron comprar la vitalidad de los germanos, pero fracasaron y quinientos años después de su caída, de la gloria de Roma sólo quedan las ruinas en las que anidan las serpientes, crecen los matorrales y se ocultan los enamorados clandestinos.

— Tú sabes más que yo de historia y de letras, pero hazme caso en los negocios.

Juan le describió, lo más preciso que pudo y alegando que hacía ya algunos años de aquello, los vestidos y los colores que gustaban a los bizantinos: las camisas azafranadas y granas, las túnicas verdes y amarillas, los brocados en cenefas y en festones, los zapatos de colores chillones de aterciopelada piel de gamuza y tantos otros detalles que recordaba haber visto en sus salidas por las calles de la capital imperial o en el Hipódromo en las celebraciones de la fiesta del aniversario de la fundación de Constantinopla.

— Y una última cosa. En Valencia he entablado contactos con armadores genoveses y pisanos con los que estableceré pronto algunas sociedades para que en sus navíos traigan las sustancias de tintura hasta el puerto de Tortosa, desde allí las haré llegar a Zaragoza en barcazas por el Ebro; hay que abonar peajes en cuatro puntos del río, pero es mucho más barato y seguro que un viaje por tierra. Quisiera que me tradujeras al latín y al griego los contratos y la cartas de compra. ¿Lo harás?

— Por supuesto —asintió Juan.

— Sabía que no me ibas a negar este favor. Te lo agradezco. Ahora tengo que marcharme, mañana parto con mi esposa Shams a mi casa de campo, ya sabes, esa almunia que adquirí hace algún tiempo para retirarme a descansar. Estaremos allí unos días. Abú Bakr se queda en la ciudad para poder seguir asistiendo a tus clases.

— ¿SSShams? —balbució Juan.

— Sí, Shams. Mi cuarta esposa. ¿Ya la has olvidado? La mujer de tu raza, ¡y qué mujer! —exclamó Yahya al levantarse de la silla—. Desde que murió mi primera esposa es la favorita de mi gineceo. Queda con Dios y que su luz te acompañe.

Juan permaneció sentado, incumpliendo las reglas de la cortesía del anfitrión, y fue Jalid quien tuvo que acompañar a Yahya hasta la puerta.

«¡Shams, Shams!», se repetía una y otra vez en su interior.

El nombre de la amada, su perfecto rostro ovalado, su cabello de rayos dorados desfilaban por su cabeza. Hacía ya cuatro años que no la veía; la vida transcurría tan deprisa…


El círculo de amigos de la antigua tertulia de al—Kirmani, Juan, Ibn Paquda, Ibn Buklaris e Ibn Hasday, alcanzaba día a día mayor influencia ante el monarca, que los veía como un grupo de jóvenes entusiastas, comprometidos con el progreso de su reino y desprovistos de los intereses mezquinos que otros pretendían lograr.

Estimaba mucho las charlas con Juan, a quien solía invitar a las abundantes fiestas que se celebraban en la corte, tanto las oficiales, como las privadas. La más festejada era la 'id al—fitr, en la que se conmemoraba el final del mes del ayuno en el que fue revelado el Corán, el sagrado ramadán, tras la aparición de la luna llena del mes de sawwal. Por su trabajo en el observatorio eran Juan y Abú Yafar los encargados de fijar el momento exacto de comienzo y final del mes del ramadán, y tras la verificación astronómica lo comunicaban al gran muftí de la mezquita mayor, que daba la orden a todos los alfaquíes para que fuera anunciado el comienzo del ayuno desde los alminares y los minbares de todas las mezquitas. La noche del día 27 del mes de ramadán, el noveno del calendario lunar musulmán, la mayor parte de los habitantes de la ciudad permanecían en vela. En la mezquita mayor se celebraba una solemne plegaria a la que asistía el rey con sus hijos varones. Después de la ceremonia, que se seguía con una especial devoción, estallaba un júbilo incontenible. Calles y plazas, zocos y mercados se convertían en espacio para la alegría y el regocijo. Tras un mes de ayuno, en el cual nadie podía comer, beber o tomar a hembra durante el día, mientras pudiera distinguirse a la vista un hilo blanco de un hilo negro, la comida y la bebida corrían a raudales. El propio al—Muqtádir ordenaba colocar unas tinas en la Almozara, frente al Palacio de la Alegría, con excelente vino dulce de Málaga y bandejas con galletas de harina y mantequilla.

La segunda gran fiesta era la de los sacrificios, la ‘id al—adha. En ella se recordaba el nacimiento del Profeta. Cada familia, o grupo de familias, sacrificaba un cordero y tomaba gachas de trigo cocidas con leche en recuerdo del primer alimento consumido por Amina, la madre de Mahoma, tras nacer éste. Una multitud ingente desfilaba por las calles entonando cánticos y lanzando al aire flores y pétalos de rosas en procesión hasta el oratorio al aire libre de la sari'a, la musalla, donde se realizaban plegarias y se elevaban oraciones al Altísimo.

A estas dos fiestas de carácter religioso, que se regían por el calendario lunar, seguían en importancia otras dos en función del calendario solar. El primer día de primavera, el 21 de marzo, se celebraba la fiesta del nayruz. Se conmemoraba el equinoccio primaveral con la entrada del signo zodiacal de Aries. Era sin duda una reminiscencia de fiestas paganas, probablemente dedicada en su día a la diosa Flora o a Venus o a quién sabe qué otra diosa de las muchas que adoraban los antiguos. Por eso los alfaquíes condenaban esta fiesta como pagana. La costumbre, sin duda heredada también de los antiguos, era intercambiarse regalos. A los niños se les entregaban pequeños muñequitos de terracota. Los alfareros cocían unas semanas antes diversas figurillas de animales, algunas articuladas con ingeniosos sistemas con alambres y cuerdecitas, e incluso pequeñas piezas de madera. Los más atrevidos, pese a la prohibición religiosa, fabricaban figurillas representando a seres humanos.

El solsticio de verano, el 24 de junio, se festejaba el nahrayán. Ese mismo día conmemoraban los cristianos la fiesta de San Juan y era frecuente ver confraternizando a miembros de las dos religiones, e incluso algunos cristianos no reparaban en invitar a comer a sus amigos musulmanes. El día más largo y la noche más corta del año se celebraban con una carrera de caballos en la Almozara. Cuando el sol estaba en su cenit, el gran visir, en nombre de su majestad al—Muqtádir, daba la salida de la competición. Solía participar casi medio centenar de jinetes y el recorrido alrededor del Palacio de la Alegría consistía en un circuito de cinco millas. El vencedor recibía una espada con la empuñadura de plata, una capa de lana azafranada y un diez por ciento de las apuestas que se cruzaban a su favor. Algunos años un jinete había logrado una verdadera fortuna gracias a su victoria. La gran carrera era tan popular que algunos gremios de la ciudad preparaban su propio caballo y jinete, pagando elevadas sumas por conseguir el mejor corcel y el mejor caballero. Después de la carrera había fiestas por las calles y las plazas, con comidas al aire libre. Los más ricos navegaban sobre las aguas del Ebro a borde de barcazas engalanadas con guirnaldas y banderolas. Amigos y familiares se intercambiaban regalos y enhorabuenas por el comienzo del estío. Muchas mujeres se mostraban ese día provocadoras y durante una jornada se rompía la rígida etiqueta social. Algunos, sobre todo los jóvenes, recorrían las calles embutidos y ocultos en los más disparatados disfraces. Esta costumbre era perseguida por el almutazaf y sus ayudantes, aunque sólo en las formas, pues estaba tan extendida que incluso algunos cadíes solían vestir ese día un disfraz poco acorde con su circunspecto cargo. Para dar la bienvenida al verano se tendían los vestidos al rocío, se regaban las casas y todo el mundo se bañaba en el río en la madrugada. Las mujeres exponían su rostro en las azoteas a la luz del planeta Venus, pues corría la leyenda de que así se hacían mucho más bellas y atractivas a los ojos de los hombres.

Algunos imanes encabezados por el intransigente 'Abd Allah ibn Alí, el mismo que había encabezado la revuelta contra los mozárabes en el invierno anterior a la reconquista de Barbastro y que había intentado crear una conjura contra al—Muqtádir tras nombrar a un judío como gran visir del reino, se dirigieron por escrito al rey solicitando que fuera rígido e inflexible con estas manifestaciones que atentaban contra la piedad de los buenos musulmanes y que pusiera toda su fuerza en prohibirlas, incluyendo en ello la costumbre de algunos creyentes de aceptar regalos y comida de sus amigos cristianos. La respuesta de al—Muqtádir se concretó en que el propio monarca recorrió las calles en compañía de algunos amigos y de varios guardias de su escolta disfrazado con una piel de león y sentó a su mesa a dos hijos del que fuera su visir, el cristiano Ibn Gundisalvo.

Juan siguió la costumbre popular y se presentó en casa de Yahya con varios regalos: en una cajita portaba dos pequeñas tortugas, el animal que simbolizaba la sabiduría, una para Abú Bakr y otra para Ismail. A su antiguo amo le entregó un cofrecillo con un peine, unas tijeras y una navajita que había adquirido en su viaje a Toledo y que nunca había empleado. Yahya, agradecido por aquel detalle, le agasajó con un espléndido capote de lino teñido de grana con cochinilla de la mejor calidad. Lo invitó a quedarse a comer y Juan aceptó esperanzado por si podía ver a Shams.

Estaba reunida toda la familia en el amplio salón que daba al patio en el que fluía incesante una fuente de agua y que acababa de ser reformado. El acceso se había decorado con nuevas yeserías y arcos, siguiendo la moda que el arquitecto malagueño había impuesto en el pórtico sur del patio central del Palacio de la Alegría; desde el suelo y hasta una de tres codos se había colocado un alizar de azulejos vidriados en verde y manganeso. Hombres y mujeres comieron en el salón, pero lo hicieron en dos grupos, los hombres al fondo y las mujeres en un lateral, tras un biombo de madera enrejada. El grupo masculino lo formaban Yahya y sus tres hijos mayores, el oficial de caballería 'Abd Allah, Ahmad y el jovencito Abú Bakr, además de Juan y dos primos de Yahya cada uno con dos hijos. En el grupo femenino estaban las tres esposas de Yahya, Shams, la bereber y Marian, la madre de Abú Bakr, y con ellas ocho o nueve mujeres más, que sin duda eran las hijas de Yahya y las esposas de sus hijos y primos. Como estaban en familia no se cubrían la cara con el velo y Juan podía entrever a través de la celosía el rostro de Shams. El travieso Ismail iba y venía de un lado para otro, picoteando un poco de la mesa de los hombres y otro poco de la de las mujeres, sentándose de vez en cuando en el regazo de Juan, a quien siempre llamaba tío.

En cuanto acabó la comida, el eslavo, alegando compromisos anteriores, se excusó y salió de la casa. Entre la multitud que recorría las calles alborozada, sintió que su estómago se retorcía; apenas pudo alcanzar un apartado y poco transitado callejón donde vomitó cuanto había ingerido. Continuó hasta su casa arrastrándose como un fantasma, con los ojos bañados en lágrimas y el alma partida en mil pedazos.

4

Al—Muqtádir, rodeado de una brillante plétora de consejeros, dedicaba todo su tiempo al cultivo de las ciencias y las artes y al goce de lujosas fiestas en su nuevo palacio o en la llanada de la Almozara. En las grandes festividades el rey patrocinaba desfiles de barcas por el Ebro, a bordo de las cuales se servían sabrosos manjares al arrullo de los sones de melodiosas orquestas y de los cánticos de delicadas cantantes. En su harén disponía de medio centenar de concubinas, protegidas por un grupo de fornidos eunucos africanos y eslavos. En el cuerpo de eunucos de Palacio sólo se admitían o negros de la piel más oscura o blancos de piel lechosa y pelo rubio, de altura igual o superior a tres codos y un palmo. Se creaba así un llamativo contraste entre las dos razas que al—Muqtádir gustaba de combinar como si se tratara de un elemento más en la decoración. Los eunucos negros vestían siempre telas inmaculadamente blancas, pantalones, chaleco y turbante de lino en verano y jubones de lana en invierno. Los blancos se cubrían con iguales prendas pero en color negro. En el gineceo había mujeres de todas las razas: blancas de nieve del norte de Europa, morenas de miel de la cuenca del Mediterráneo, cobrizas de ámbar de los países de Oriente y negras de azabache de la profunda África. Agentes del rey recorrían los mercados de esclavos en busca de las más hermosas doncellas para su soberano, siempre vírgenes y no mayores de veinte años. En verano retozaban en los jardines privados del Palacio de la Alegría, desnudas como huríes, aseadas y perfumadas en espera de que su señor eligiera a la afortunada para compartir su lecho. Las rencillas entre las mujeres del harén estallaban con frecuencia, pero los eunucos estaban siempre atentos para reprimir cualquier altercado y las culpables eran castigadas con severidad, en ocasiones incluso vendiéndolas en el mercado de esclavos a cualquiera que pujara por ellas. Todas eran bellísimas pero hasta la más hermosa hubiera palidecido ante Ingra, la dueña del corazón del rey de Toledo. Si al—Muqtádir hubiera sabido que aquella pelirroja, a la que nunca vio, había sido rechazada porque los astros indicaban que no era ése el momento oportuno para adquirir nuevas mujeres, más de un astrólogo hubiera perdido su mano, su pie y quizás hasta su cabeza, a pesar de que la escocesa no fuera virgen.

La biblioteca real casi se equiparaba en número de ejemplares a la de la mezquita mayor. Al—Muqtádir y su hijo Abú Amir estaban empeñados en que siguiera creciendo. Una mañana Juan fue requerido a audiencia por el rey. Se presentó a la hora señalada vestido con sus mejores prendas, como era la norma. Al—Muqtádir lo recibió en el patio principal y le comunicó que era su intención crear una escuela de traductores en su reino que recopilara los libros escritos en latín, en griego y en hebreo para ser vertidos al árabe. Había decidido que dicha escuela se instalara en la ciudad de Tarazona, una pequeña medina ubicada a unas cincuenta millas al noroeste de la capital, en las faldas del Monte Cayo, muy próxima a la ciudad de Tudela, que por entonces ya era la segunda del reino, sobrepasando a Calatayud.

— Tú eres el más indicado y el que tiene una mejor preparación para fundar esa escuela —le dijo al—Muqtádir—. He elegido Tarazona porque es un lugar pequeño, tranquilo, pero no muy alejado de las principales rutas de comunicación, y bien protegido en caso de un ataque cristiano. Pensé primero en Tudela, pero allílos judíos son numerosos y poseen una afamada escuela en la sinagoga mayor, en la que se forman sus mejores intelectuales. Voy a ordenar que algunos de esos maestros hebreos se desplacen a Tarazona y se incorporen al trabajo de traducción. Por último, esta pequeña ciudad fue sede de una catedral cristiana antes de que los creyentes la conquistáramos y guarda en su iglesia mozárabe muchos manuscritos antiguos en latín que habrán de ser traducidos. Prepárate para el viaje y elige a las personas de tu confianza que quieras que te acompañen. Si cumples como espero con estas órdenes, tu salario y tu rango en la corte subirán mucho.


En apenas un mes Juan estuvo dispuesto para partir. Tuvo que arreglar algunas cosas, despedirse de todos sus amigos, buscar un nuevo maestro de filosofía para Abú Bakr (el hebreo Ibn Paquda aceptó encantado continuar con la educación del joven una vez que Juan logró vencer las reticencias de Yahya porque su hijo fuera enseñado por un judío), finalizar algunos trabajos pendientes en el observatorio astronómico, del que seguiría siendo subdirector en excedencia, dejar resuelto el cuidado de su casa en su ausencia y adquirir algunas cosas para el viaje, que no era largo ni difícil, pero el regreso podría estar lejano.

Ibn Buklaris, Ibn Paquda y el propio príncipe heredero acudieron a despedir a Juan, que encabezaba una pequeña caravana compuesta por seis expertos traductores, diez soldados de la guardia real y ochos criados dirigidos por el fiel Jalid. Su único equipaje eran dos baúles de azófar que Yahya le había regalado del último modelo de cofre para ropa salido de sus talleres, y varias docenas de libros. Durante tres jornadas recorrieron el camino, en dirección noroeste; el Monte Cayo los guiaba como un inmutable faro de piedra. Al atardecer avistaron Tarazona.

La ciudad era pequeña y estaba encaramada en lo alto de una colina de conglomerados rojizos que se cortaba casi a bisel sobre el valle de un escuálido río llamado Queiles, famoso en la Antigüedad por la calidad de sus aguas para templar el acero, que surgía de las faldas del gigante montañoso y se abría paso entre desfiladeros y peñascales. Junto al río había un pequeño arrabal, de apenas tres docenas de casuchas de aspecto miserable, en torno a una humilde iglesita de mampostería, donde vivían los escasos cristianos que quedaban en la ciudad. Muros que asomaban entre montones de escombros cubiertos de maleza denotaban que había sido próspera en tiempos remotos. En la otra orilla estaba la medina, sobre la colina, y en los dos extremos dos arrabales, tan pequeños como el de la mozarabía, ocupados por musulmanes. Entre la medina y el río, al pie de una imponente fortificación que colgaba del cortado como un nido de águilas, se amontonaba el modesto barrio judío.

Juan se instaló en una pequeña pero lujosa casita de la medina y tomó a su servicio a una muchacha que haría las veces de sirvienta y de concubina. Su nombre era Aziza, pero Juan la llamaba siempre Asma, es decir, «hermosa». La muchacha era recatada y sencilla, pero en el amor se transformaba en una mujer ardiente y sensual. Fueron muchas las noches de placer que la joven amante le proporcionó al eslavo y constituyó una inestimable ayuda para soportar el tedio de los largos meses en aquella pequeña ciudad provinciana.

Jalid, que disponía de mucho tiempo libre, se aficionó a visitar el burdel mozárabe, en el que gastaba casi todo su dinero con prostitutas cristianas.

Juan compró una pequeña huerta a orillas del Queiles en la que había varios olivos, manzanos y melocotoneros. Algunas tardes, cuando el trabajo se lo permitía, encontraba un ejercicio extraordinario para la relajación en el cultivo de los frutales, e incluso aprendió a preparar la conservación de las frutas en almíbar y de las hortalizas en adobo. Las aceitunas las colocaba en un bote con agua caliente, sal y jarabe de granada, las cubría con hojas de hinojo y unos días después, cuando ya habían macerado, les añadía comino y orégano. También las preparaba con sal tostada y vinagre o bien lavadas con agua fría y después adobadas con aceite, sal, cilantro, alcaravea y orégano, añadiéndoles miel y vinagre. Siempre que visitaba su casa algún personaje, le ofrecía antes de la comida estas aceitunas, jactándose de envasarlas él mismo.

Algunos campesinos le aseguraron que las simientes mejoraban mucho si se guardaban en sacos de piel de lobo y que sus frutos se librarían de las tormentas devastadoras si se tomaba un cuerno de ciervo, se machacaba, se diluía el polvo obtenido en agua y se echaba sobre las semillas. En aquella agreste comarca la mayor parte de los pobladores, tanto musulmanes como judíos y cristianos, eran supersticiosos y siempre se defendían del mal de ojo o de los brujos y demonios con amuletos y fetiches. Creían que el majestuoso Monte Cayo era sagrado y que en sus umbrosas faldas habitaban genios enanos a los que no era conveniente importunar. Los judíos y los musulmanes apenas se atrevían a penetrar en los tupidos bosques de hayedos, robles y pinos y sólo los cristianos osaban adentrarse en ellos en busca de animales para cazar, sobre todo jabalíes, que los miembros de las otras dos religiones despreciaban como bestias inmundas. En las altas cabeceras de los pequeños ríos había algunas míseras aldeas habitadas tan sólo por mozárabes, que cultivaban huertecillos y pastoreaban rebaños de ovejas y piaras de cerdos que sólo ellos consumían.

Durante dos años Juan organizó con suma eficacia la Escuela de Traductores y consiguió crear un pequeño observatorio astronómico en lo alto del alminar de la mezquita de uno de los dos arrabales, desde donde siguió sus estudios sobre las estrellas. Sus principales colaboradores fueron varios sabios judíos que querían agradecer así la acogida que el rey les había prestado cuando emigraron a Zaragoza desde otras regiones de al—Andalus, de donde la intransigencia les había obligado a marcharse. Por la Escuela de Tarazona pasaron el literato y científico Abú—l—Hasán ibn al—Taqana, el poeta y gramático Leví ibn al—Tabbán y el polígrafo Mosé ibn Chicatella. El rabino zaragozano Leví ibn Ya'acob compuso una obra titulada La llave, que envió a Juan para ser traducida, así como un libro de poesía litúrgica y sagrada.

Las primeras obras que se tradujeron fueron las del filósofo hebreo Salomón ibn Gabirol. Este influyente pensador judío había nacido en Málaga, pero a la edad de tres años se trasladó con su familia a la capital de la Marca Superior, donde escribió la mayor parte de sus obras. Sus tres mejores libros, Selección de perlas, La corrección de los caracteres y Lafuente de la vida, que fueron escritos en árabe, se vertieron al hebreo y al latín y de ellos se hicieron copias para las principales bibliotecas de Zaragoza.

Numerosos ulemas musulmanes y rabinos judíos acudieron a Tarazona en busca de obras traducidas o aportaron libros para que fueran traducidos. El prestigio de Juan se extendió por toda la antigua Marca Superior y había quienes acudían tan sólo por conocer a aquel joven maestro que era capaz de traspasar las ideas de un idioma a otro sin que se perdiera la calidad literaria. En la Escuela de Traductores estudiaron personajes que años más tarde serían políticos de significada relevancia en el reino hudí: Walid ibn 'Abd Allah, futuro cadí de Zaragoza, Abú Marwán, que sería gobernador de la ciudad, Alí ibn Mas'ud, ilustre letrado, o Sahl al—Ansarí, poeta y katib para asuntos literarios que en Tarazona compuso un poema sobre el tema de la su'ubiyya, el movimiento de sentido nacionalista nacido como reacción a los alardes de la superioridad árabe frente a bereberes y muladíes.

En la Escuela se recopilaron todos los tratados de gramática que servían para consultar dudas de traducción y se comenzó a elaborar un manual de normas prácticas para los traductores, que Juan pensaba completar con la edición de un diccionario árabe—latín—hebreo. Para los textos judíos se usaba como libro fundamental la gramática hebrea, aunque escrita en árabe, del judío Abú al— Walid ibn Yanah, natural de Lucena, formado en Córdoba y refugiado en Zaragoza cuando estalló la fitna al final del Califato. Para las versiones en árabe, Juan optó por seguir las reglas gramaticales de la escuela de Bagdad introducidas en al—Andalus por el erudito murciano Ibn Sidah al—Mursí. Para el griego y el latín tuvo que elaborar él mismo unos apuntes recopilando en síntesis cuanto había aprendido en Constantinopla y en Roma.

Estaba dichoso por su trabajo, pero en su mente latía con fuerza la idea de fundar en Zaragoza un gran centro de estudio en el que, al igual que en la madraza Nizamiyya de Bagdad, en La Casa del Saber de Toledo o en la Universidad de Constantinopla, se enseñaran todas las disciplinas científicas.

5

A finales del mes de muharrandel 467, principios de septiembre del año cristiano de 1075, se recibió una misiva en Tarazona, dirigida al jefe de la Escuela de Traductores, en la que el rey anunciaba su próxima llegada a la ciudad para participar en una cacería. En una de las cartas que habitualmente Juan enviaba a la corte como informes sobre el trabajo realizado, había incluido un párrafo en el que señalaba la riqueza cinegética de la comarca y la abundancia de ciervos, corzos, aves e incluso la existencia de algunos osos en las zonas más elevadas y abruptas de la montaña. Al—Muqtádir, un tanto abotagado por la inactividad y colmado de tantos placeres sedentarios como le ofrecía su Palacio de la Alegría, decidió que era hora de realizar una salida en busca de ejercicio y que para ello nada mejor que una campaña de caza en las laderas de aquella montaña, la más alta de todos sus dominios, que se podía contemplar los días claros desde lo alto del torreón del observatorio astronómico. En una posdata se le comunicaba que había fallecido el rey al—Mamún de Toledo y que había sido sucedido por su nieto Yahya al—Qadir.

La comitiva real se presentó en Tarazona a principios de otoño, cuando los bosques comenzaban a adquirir unos tonos ambarinos y cobrizos. El walí,el cadí, el gobernador militar, los alfaquíes y el jefe de la Escuela de Traductores recibieron al soberano a la entrada de la ciudad. Centenares de vecinos se agolpaban en la explanada de la pequeña almozara, en un recodo del valle entre la medina y el barrio mozárabe, para contemplar por vez primera a un auténtico rey. Al—Muqtádir, a quien acompañaba el príncipe heredero, descendió de su rutilante alazán de pelo rojizo tras haber recibido el homenaje y la sumisión de los representantes de la ciudad y saludó a Juan con entrañable ánimo, lo que acabó por encumbrar definitivamente al eslavo ante los ojos de aquellos ciudadanos.

— Bienvenido, mi señor —dijo Juan.

— Mi querido amigo, te encuentro muy bien —replicó al—Muqtádir.

— Los aires de la montaña son fríos pero saludables, Majestad —añadió Juan.

— Espero que, como decías en uno de tus informes, la caza sea abundante.

— Lo es, mi señor. Más abundante que en ningún otro lugar de vuestro reino —repuso Juan.

— En ese caso nos esperan días felices e intensos. ¡Abú! —gritó volviéndose hacia el príncipe heredero—, ¿no saludas a tu amigo?

El príncipe Abú Amir descendió de su corcel y acudió ligero a abrazar a Juan.

— Tenía ganas de verte —dijo el príncipe.

— Yo también a vos, Alteza —repuso Juan dirigiéndose al heredero con el tratamiento y deferencia que en público exigía el protocolo de la corte.

El cortejo se dirigió por las empinadas calles de la medina hasta la Zuda, donde se habían preparado los aposentos para el rey, el príncipe y los demás altos funcionarios que los acompañaban. Sobre una pequeña carreta, dentro de una jaula con una alcándara, se posaban media docena de halcones perfectamente entrenados en el arte de la cetrería, que tanto le gustaba a al—Muqtádir.

Desde las habitaciones del monarca podía disfrutarse de un amplio paisaje. A diferencia de la mayor parte de los palacios y edificios musulmanes, esta zuda tenía amplios ventanales hacia fuera, aunque también disponía de un pequeño y discreto patio. El que sus habitaciones privadas dieran al exterior no disgustó demasiado al rey y, aunque no exigió cambiarlas, dijo que prefería la tradicional costumbre de la arquitectura árabe de volver las habitaciones hacia el interior de la vivienda para preservar la intimidad familiar de las miradas extrañas. De todos modos, a la altura que estaban los aposentos, colgados de paredes verticales de roca, hubiera sido preciso ser un águila para poder asomarse desde fuera. El gobernador militar explicó al rey que según se había transmitido por la leyenda, esa fortaleza había sido construida por Hércules, y los árabes se habían instalado en aquel elevado alcázar para poder vigilar a los numerosos cristianos que quedaron en Tarazona, aunque un centenar de años después la mayoría emigró a la recién fundada ciudad de Tudela, mucho mejor emplazada y más próspera, por lo que la otrora nutrida comunidad mozárabe había quedado reducida desde entonces a un puñado de familias.

Al día siguiente el rey recibió en audiencia a las distintas delegaciones de la ciudad y de la comarca, que le entregaron numerosos regalos y presentes. Después visitó la Escuela de Traductores, donde Juan le puso al corriente de los trabajos realizados. En unas estanterías se ordenaban más de medio centenar de obras traducidas en todas las combinaciones posibles entre el árabe, el latín, el hebreo e incluso el griego. En un armario descansaban varios manuscritos aguardando el momento de ser traducidos y sobre varias mesas había al menos una docena de códices sobre los que se estaba trabajando en ese momento.

Dos días después salieron de cacería. Lo hicieron primero en los alrededores de la ciudad, al lado de unas represas de piedra que los romanos habían construido para regar la vega. Durante la noche acudían a estas balsas manadas de jabalíes y venados para abrevar. Bastaba con apostarse cerca y lanzar un certero flechazo para abatir a la pieza. En torno a los senderos que transitaban los animales se construyeron varios puestos de espera, camuflados con ramas y juncos. La luna brillaba en lo alto del cielo, recortando la silueta majestuosa del Monte Cayo, e iluminaba el camino. Al—Muqtádir tenía el puesto más cercano al agua, apenas situado a quince pasos de la orilla de la charca. Cualquier animal que se aproximara para beber en aquel lugar, sería abatido por las flechas del monarca. Tras largas horas de espera en monótono silencio, unos ruidos como de pezuñas golpeando un lecho de guijarros sonaron en el recodo del camino. Instantes después aparecieron seis ciervos de tamaño considerable, acompañados de una prole de varios cervatillos. Los cazadores tensaron sus arcos y aguardaron a que la flecha de al—Muqtádir fuera disparada contra el ejemplar de mayor alzada para asaetear al resto de la manada. Los venados se detuvieron unos pasos antes de la orilla de la charca y elevaron sus cabezas irguiendo el cuello recelosos. El macho dominante del grupo se adelantó unos pasos y abriendo sus patas delanteras se inclinó hasta alcanzar el agua con su hocico. Los demás se acercaron e hicieron lo mismo. Justo en ese momento sonó un silbido rompiendo el aire silencioso de la noche y el jefe de la manada cayó al agua en medio de terribles convulsiones. Los demás, espantados, volvieron grupas intentando huir de la muerte que acechaba. Nuevos silbidos rasgaron la noche y una docena de ciervos, ciervas y cervatillos quedó abatida sobre los juncales de la charca. Algunos lograron huir entre la espesura dejando un rastro de polvo, barro, sangre y ramas rotas.

— ¡Magnífico, señores! —exclamó al—Muqtádir ebrio de alegría ante las piezas desplomadas, cuyas pieles rebozadas en barro y agua brillaban a la luz de las antorchas que los criados acababan de encender..,

— Buena caza, Majestad —aseveró su escudero.

— Una docena de ciervos en una sola jornada. Empezamos bien. Si todo sigue así, habrá que volver de vez en cuando —anunciaba eufórico el rey.

Amanecía sobre el Monte Cayo cuando la partida de cazadores regresó a la ciudad. Decenas de campesinos que se aprestaban para acudir al trabajo diario contemplaban atónitos el balance del primer día de montería. Algunos envidiaban los enormes pedazos de carne que saldrían de debajo de aquellas pieles marrones en cuanto un matarife los despedazara para la cocina.

— Aquí hay mucha carne fresca, Majestad —dijo Juan ante la vista de los animales muertos—. Sería un gesto de magnanimidad para con vuestros súbditos si ofrecierais una comida a todos los ciudadanos de Tarazona. Muchos de ellos no comen otra cosa que harisa, una papilla de trigo y carne picada cocida con grasa. Un gran festín con el que conmemorar la grandeza de la dinastía de los Banu Hud los haría felices y aumentaría su amor por su rey.

— Siempre tienes razón. De acuerdo. Pasado mañana celebraremos un banquete al que podrán acudir todos los varones de esta ciudad. Que se emitan bandos y se promulguen por las calles —ordenó al—Muqtádir.

El banquete se celebró en el espacio abierto de la almozara. El almutazaf pidió a los comerciantes que colaboraran aportando especias y vino. Cada vecino acudió con su mesa y su silla y a la sombra de los chopos se formó enseguida un improvisado comedor para un millar de comensales. En lo alto de un mástil ondeaba el estandarte azul y amarillo con el león rampante y la media luna creciente de los Banu Hud y a su lado una bandera verde con la leyenda «No hay más dios que Dios».

La carne de los venados se cocinó de varias maneras: los lomos, con salsa de manzana, confitura de ciruelas y de frambuesas silvestres de la comarca, se sirvieron a los dignatarios que ocupaban la mesa real. El resto de la carne se preparó bien en albóndigas picantes ensartadas en alambres y asadas al fuego salteadas con pedacitos de cebolla y berenjena, bien guisado con laurel y ajo, bien asado con estragón, tomillo y romero. Los confiteros de la ciudad, dirigidos por el repostero real, prepararon unos pastelillos similares a las almojábanas pero rellenos de crema en vez de queso, dulces de almendra con miel y hojaldres salpicados con frutas confitadas. Se bebió abundante vino, cerveza que elaboraban en la zona con cebada y nabos, agua perfumada con esencia de lavanda, horchata y jarabes de membrillo y granada. Al rey y a su séquito les sirvieron unos sorbetes de higo enfriados con hielo y espolvoreados con nieve. Al—Muqtádir, extrañado, miró hacia la cumbre del Monte Cayo y preguntó de dónde habían sacado la nieve y el hielo si aquel año todavía no había nevado y de noche aún no se habían congelado las aguas. Juan respondió que en aquellas sierras era costumbre recoger la nieve durante los primeros días de primavera en grandes silos enterrados y con las paredes aisladas por barro cocido mezclado con ceniza y carbón. La nieve se apretaba cuanto era posible y así, protegida del calor estival por una tapadera hermética, se disponía de nieve y hielo durante todo el año, incluso en pleno verano. Al— Muqtádir, entusiasmado con la idea, ordenó a uno de sus visires que dispusiera lo necesario para hacer lo propio en Zaragoza.

— Pero, Majestad, en vuestra capital apenas nieva y hace menos frío; será muy difícil conseguir que la escasa nieve, si es que la hay, se conserve hasta el verano sin que se derrita —alegó el visir.

— Entonces la llevaremos desde aquí —sentenció el monarca.

— No llegaría a su destino. El viaje dura al menos tres días. Se derretirá antes —dijo el visir.

— Si me permitís, Majestad —intervino Juan—. Si la nieve se coloca dentro de enormes cantimploras, de al menos un alquez de capacidad, fabricadas en cobre, con doble cámara, y se revisten de cueros con cámaras de agua y una carreta con tres o cuatro de estas cantimploras viajara, cambiando de mulas, por supuesto, durante toda la noche, es probable que esa nieve llegase a Zaragoza desde aquí en apenas un día. Es cuestión de organizar el servicio, y aunque saldría caro, Vuestra Majestad podría disponer en banquetes señalados durante el verano de ciertas cantidades de hielo con el que enfriar las bebidas y elaborar los deliciosos sorbetes helados.

— Sí, puede funcionar. Toma nota, visir. Lo haremos como dice Juan. Este verano quiero nieve en el Palacio de la Alegría.

Durante los días siguientes, entre jornadas de caza y de descanso, Juan y el príncipe Abú Amir, más interesado por los libros que se traducían que por las emociones que la caza proporcionaba, debatieron sobre filosofía, matemáticas y astronomía durante los largos paseos por la orilla del río o por las veredas enmarcadas por hileras de sauces, chopos y álamos. Algunos días cabalgaban hasta lo alto de alguna de las colinas circundantes y desde una de ellas tramaron el proyecto de subir hasta la cumbre del Monte Cayo. Cuando el príncipe solicitó permiso al rey, éste receló y aunque a regañadientes, alegando que no se le había perdido nada en lo alto de aquella pelada cima, dio su consentimiento.

La expedición al Monte Cayo partió de Tarazona pasada la media noche. La componían el príncipe heredero, Juan, su fiel criado Jalid, que pese a su cojera se había empeñado en acompañarles hasta donde le fuera posible, tres criados más, dos aristócratas zaragozanos que se habían sumado a la empresa, diez soldados de la guardia real y dos vecinos de Tarazona, uno cristiano y otro musulmán, que aseguraban conocer el mejor camino para adentrarse en la montaña. Algunos aldeanos afirmaban que nadie había ascendido nunca hasta la cumbre porque era una montaña sagrada desde hacía muchos siglos y sus laderas estaban habitadas por genios, y quién sabe qué demonios malignos estarían apostados entre los árboles o tras los peñascos para causar daño a los que osaran romper la tranquilidad de su morada.

Los dos hombres jóvenes, ninguno de ellos había cumplido la treintena, marchaban en la cabeza de la expedición sobre robustas mulas pardas, mucho más apropiadas para transitar por aquellos caminos que los veloces pero delicados caballos. Ascendieron pausadamente por un camino serpenteante que comenzó siendo una vereda tan ancha como para permitir el paso de una carreta y poco a poco, conforme ascendía por la ladera, se estrechó hasta convertirse en una angosta senda por la que apenas podían transitar las mulas en fila de a una.

Ya hacía tiempo que había amanecido cuando la senda que serpenteaba entre el tupido conglomerado de árboles desembocó en un claro del bosque en cuyo centro manaba una fuente debajo de unas piedras grises. Muy por encima de sus cabezas, entre nubes grisáceas que circulaban a gran velocidad empujadas por los fuertes vientos de aquellas altitudes, aparecía y desaparecía la cumbre de la montaña. Hasta entonces la ascensión había sido larga pero con escasa pendiente, desde ahí la ladera se empinaba hasta alcanzar en algunos puntos un desnivel infranqueable. A esa altura el bosque de pinos y encinas daba paso a un denso hayedo alternando con robles. Más allá del cantizal grisáceo del manantial las mulas no podían pasar; sería preciso proseguir la marcha a pie. En el claro se estableció un campamento en el que se quedaron seis soldados, Jalid, que apenas podía dar un paso más, y dos criados; el resto continuó, avituallado con abundantes alimentos en sus mochilas, montaña arriba.

Conforme iban ascendiendo, el bosque de hayas se hacía más y más denso y apenas podían orientarse entre la espesura. Con lazos de telas de colores iban marcando la ruta seguida, para después tener claros los hitos de referencia a la hora del descenso. El sol brillaba en lo más alto cuando salieron del bosque de hayas a un enorme canchal de piedras cubiertas de líquenes verdosos, al final del cual se alzaba la cumbre. La tenían allá enfrente, apenas a mil pasos de distancia, pero parecía tan lejana como una quimera.

Unas amenazadoras nubes se cernían sobre el monte, como carroñeros cuervos sobre despojos. Decidieron hacer un alto para reparar fuerzas y consumieron carne ahumada, queso, almendras, nueces y galletas de mantequilla y miel. Reemprendieron la ascensión por el cantorral, trepando entre los peñascos con cuidado, a fin de evitar los desprendimientos que pudieran producirse. Mediada la tarde alcanzaron la cima. No era una cresta, como habían imaginado, sino una superficie de más de dos millas de longitud. Desde allíse divisaba un amplio panorama. Tenían a la vista casi todo el reino e incluso podían discernir al norte las cumbres nevadas de los Pirineos, donde radicaban los pamploneses y aragoneses. El aire era fresco pero agradable y las nubes pasaban veloces sobre sus cabezas. Hacia el oeste quedaban las tierras musulmanas de Soria, frontera occidental del reino de los Banu Hud, y más allá Castilla.

— Parecía más dura la subida —dijo Abú Amir.

— Este último tramo lo es —añadió Juan.

— Debemos regresar o se nos echará la noche encima.

— Creo que nos va a caer encima de cualquier modo.

Antes de comenzar el descenso se postraron en el suelo sobre sus mantas de viaje y vueltos hacia el sureste, hacia donde Juan indicó que estaba la ciudad santa de La Meca, rezaron en el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso, el Altísimo. El sol había iniciado ya el declive hacia el ocaso y las sombras se prolongaban alargadas sobre el suelo rocoso.

El descenso por el canchal, aunque más rápido que el ascenso, fue mucho más peligroso. Uno de los soldados pisó en falso en una de las rocas que al desprenderse lo arrastró durante varios metros, sufriendo magulladuras y cortes superficiales, además de una torcedura de tobillo. Hubo que aplicarle un improvisado vendaje y asegurarle con firmeza el pie.

Apenas habían alcanzado los primeros árboles, a menos de media milla de distancia observaron una silueta maciza y peluda de color marrón oscuro, que se deslizaba entre las piedras bordeando el hayedo.

— ¡Un demonio, un yin! —gritó uno de los soldados señalando hacia aquella forma peluda.

— ¡Es un genio ífrit! —exclamó otro.

— Los demonios y los genios fueron creados por Alá de fuego de viento abrasador, y aquí no hay nada de ello. Es un oso —indicó Juan—, hay algunos ejemplares en esta montaña.

El animal desapareció en la espesura con una rapidez impropia de su volumen.

Siguiendo las señales dejadas alcanzaron el claro del bosque junto a la fuente. Jalid los recibió alborozado señalando a la cima y diciendo que les había visto ascender por la empinada pendiente. Se detuvieron unos momentos, sólo los necesarios para refrescarse, rezar y recoger los pertrechos. Subieron a lomos de las mulas e iniciaron el camino de regreso a Tarazona por la senda. Pasaba la media noche cuando entraron en la medina por la puerta de Hierro. En la zuda les aguardaba al—Muqtádir con cara de pocos amigos.

— ¡Desaparecido! —clamó el rey—. El príncipe heredero desaparecido durante un día completo.

— Pero, padre, tú me diste permiso para ir —se excusó Abú Amir.

— Sí, te lo concedí, pero por vuestra tardanza creí que os había ocurrido algún percance. Estos malditos campesinos no hacían sino murmurar sobre no sé cuántos demonios prestos a devoraros en cuanto os adentraseis en el bosque. ¡Por qué no empleas tus energías en el noble arte de la cetrería en vez de malgastarlas subiendo a una montaña?

— Mi señor —repuso Juan—, lo único parecido a un demonio que vimos fue un oso.

— ¡Un oso! ¿Era grande? —inquirió al—Muqtádir.

— Estaba lejos, a más de media milla. Pero sí, parecía muy grande —dijo Juan.

Los ojos del monarca, hasta entonces chispeantes por el enfado, se encendieron. Su rostro cambió de semblante y se tornó de enojado a interesado.

— Un oso. Dentro de dos días iremos a cazar osos —sentenció el rey—. Ahora marchaos a dormir, os hará falta.

Los dos amigos se fueron directos a la cocina, donde, fuera de todo protocolo, se prepararon con sus propias manos, y ante los ojos incrédulos de los cocineros, una copiosa pero modesta cena a base de huevos revueltos con ajos, espárragos silvestres, carne de venado y compota de manzanas.

— Eres muy hábil, Juan. Sabes como nadie desviar la atención hacia lo que te interesa. Al comentar el asunto del oso, has evitado el enfado de mi padre y la regañina que tenía preparada —dijo Abú Amir en tanto daba buena cuenta de una sabrosa costilla.

— Tu padre estaba preocupado por tu tardanza. Eres el heredero del trono, el garante de la continuidad de la dinastía de los Banu Hud alegó Juan.

— No soy ningún niño. A mi edad mi padre ya era rey, y si yo muero todavía queda mi hijo Ahmad, o alguno de los demás hijos de mi padre —protestó el príncipe.

— Muchos príncipes no han vivido lo suficiente para ser reyes, no lo olvides —repuso Juan.


Pese a que al—Muqtádir ya había entrado en la cincuentena, trepaba entre las piedras con tanta agilidad como los soldados más jóvenes. Habían pasado toda la noche cabalgando desde Tarazona hasta alcanzar un valle en cuyo tramo superior aseguraban los lugareños que había varias guaridas de osos. El amanecer a esas alturas era frío y los cazadores, en torno a una veintena, caminaban ateridos entre las rocas y los matorrales. Un mozárabe de un poblado del valle alto del río Huecha guiaba la partida.

— Esta es la senda de los osos, Majestad aseguró el montero—. Si encontramos algunas huellas tendremos la pista que nos conduzca hasta una osera.

Rastrearon durante horas hasta que por finencontraron unos excrementos recientes y unas huellas de garras que el mozárabe aseguró que pertenecían a un oso. Los cazadores se desplegaron en semicírculo en derredor de una cueva a la que se dirigían las pisadas. Se mantuvieron apostados en espera de que sucediese algo. Juan y el príncipe compartían el mismo puesto y ambos portaban sendas lanzas, que les servían a la vez de cayado, y espadas cortas.

— Ese maldito oso no va a salir —se quejó al—Muqtádir impaciente.

— Seguramente nos habrá olfateado, Majestad —dijo el guía—, y se siente seguro en su cueva.

— Entonces habrá que obligarle —ordenó el rey.

Varios soldados encendieron unas ramas y recogieron hierba y ramas verdes en abundancia que acumularon a la entrada de la cueva, arrimándola en un lateral.

— Es preciso que se produzca humo, pero no llamas. Si el oso ve que hay fuego no saldrá señaló el mozárabe.

Minutos después un denso humo blanquecino ocultaba la entrada de la cueva. Los cazadores esperaron excitados durante un tiempo. Los arcos tensos, las lanzas dispuestas, los ojos fijos en la entrada de la gruta, los músculos prestos a la acción, la respiración contenida, los tendones hinchados al máximo, los labios prietos, el corazón acelerado y la sangre palpitando a borbotones en las sienes; tal erael estado en que se encontraban en aquellos instantes.

De pronto se oyó un bramido y una enorme masa de piel taheña surgió entre la humareda agitando las zarpas delanteras al aire. El oso se alzó desafiante entre la densa cortina de humo. Movía su colosal cabeza de un lado a otro y abría sus enormes fauces anunciando que no iba a rendirse sin combatir. Al—Muqtádir salió de su escondrijo entre las rocas y se colocó ante la bestia, apenas a medio centenar de pasos. El capitán que mandaba los soldados, al observar la acción de su rey, acudió presto junto a él con la espada en la mano. El monarca indicó con un gesto que se apartara. Todos los soldados apuntaron con sus arcos hacia la fiera pero al—Muqtádir ordenó gritando que nadie disparara una sola saeta. El rey avanzó un poco más hacia la cueva, cogió una flecha de su aljaba, tensó su arco y fijó el punto de mira en el cuello del animal. No podía fallar. Si la flecha no daba en el blanco o lo hacía en un lugar no letal, el oso se abalanzaría sobre él y a esa distancia no podría esquivar la acometida. El mortífero proyectil recorrió la treintena de pasos en menos de un pestañeo y se clavó en la garganta del oso, atravesándole el cuello. El oso rugió herido de muerte e inició un amago de carrera hacia su verdugo. Pero sólo pudo dar unas zancadas. Antes de que alcanzara siquiera la mitad del trecho que lo separaba de al— Muqtádir, cayó rodando por la ladera.

Todos vitorearon el nombre del rey, que de pie en medio de aquel paisaje alzó su arco sonriendo. Sólo Juan se dio cuenta entonces de que en la entrada de la cueva dos cachorros se movían inquietos. Todos los cazadores habían acudido a contemplar aquel enorme cuerpo peludo que todavía se convulsionaba entre estertores de muerte. Juan cogió a un osito debajo de cada uno de sus poderosos brazos y los apartó de aquella escena. Por un momento pasó por su cabeza la imagen del escudo que tantas veces había visto en su casa de Bogusiav, el blasón de los Tir con un oso gris rampante sobre un brillante fondo azul. Era claro que la madre había muerto por defender a las crías, que se había autoinmolado sabedora de que no tenía ninguna oportunidad, pero esperanzada en que su sacrificio quizá pudiera servir para salvar a su prole.

Con la piel de la osa sobre una mula, la carne despedazada en sacos y los dos oseznos en dos capazos, uno con Juan y otro con el príncipe, los cazadores descendieron de la montaña e hicieron noche en un castillo, aguas abajo del valle. Al día siguiente, mediada la tarde, regresaron a Tarazona.

— Tu trabajo aquí ha sido magnífico, Juan. He decidido que ya has estado demasiado tiempo fuera y que debes retornar. Dispón lo necesario para que alguien te suceda como jefe de la Escuela y regresa a Zaragoza. Tómate el tiempo que necesites y comunícame el nombre de tu elegido para que reciba el nombramiento oficial. Mañana partiremos hacia la corte. El invierno no tardará en aparecer y para entonces quiero estar en Palacio. El gobernador de la ciudad me envió dos muchachas para que calentaran mi cama durante mi estancia aquí. Quédatelas si quieres hasta que regreses; son hermosas y expertas amantes.

La comitiva real partió en una ventosa mañana otoñal. Los habitantes de la ciudad se congregaron para despedir a su rey. Extendida sobre una mula parda destacaba la piel de la osa y en una carreta, dentro de una jaula de barrotes de madera, gruñían los dos ositos, asustados ante tanto gentío; en otra aleteaban los halcones.

Juan devolvió al gobernador a las dos muchachas. Realmente eran bellas y dignas de un rey, pero tenía suficiente con Asma. En los días que siguieron a la partida de al—Muqtádir, resolvió los asuntos pendientes, organizó el trabajo de los próximos meses de los traductores y dio consejos a quien había designado como nuevo jefe de la Escuela, el más aventajado de sus alumnos, un brillante joven llamado Yusuf ibn Hawsab, que había sido pionero en la Escuela y había venido con Juan desde Zaragoza para su fundación.

En cuanto se recibió la confirmación del nombramiento de su sucesor, Juan se dispuso a regresar a la capital. Ordenó a Jalid que recogiera sus pertenencias personales de la casita y la entregó al gobernador en el mismo estado, y aún mejorado, que la había recibido. Se despidió de Asma con ternura y le regaló el huerto de frutales y olivos, a cuya sombra habían pasado tantas plácidas tardes de verano, un valioso alquicel de piel de marta y una bolsa con treinta dinares. Asma lloró desconsolada y le pidió que la llevara con él, que así podría servirle siempre, que sería su esclava fiel hasta la muerte. Juan le dijo que no era posible y se despidió con un beso. Había decidido hacer caso de la recomendación que Abú Yafar le hizo en Toledo: «Disfruta del cuerpo de esa joven, tómala cuantas veces quieras, pero después olvídala».

6

Los criados encargados del mantenimiento de la casa de Juan la habían cuidado con esmero y parecía que por ella no había pasado el tiempo. El jardín estaba triste por la proximidad del invierno, pero ese detalle carecía en aquellos momentos de importancia. La primera noche durmió con la serenidad que produce el deber cumplido y el cálido ambiente que sólo proporciona el fuego de la chimenea del propio hogar al regreso de una larga ausencia.

Como era preceptivo, Juan solicitó audiencia real y fue recibido de inmediato. Al—Muqtádir lo confirmó en sus cargos de subdirector del observatorio y director de la biblioteca de Palacio, y le comunicó que desde entonces su salario sería de dos dinares diarios, lo que constituía una verdadera fortuna.

En los días siguientes visitó a Ibn Paquda e Ibn Buklaris, con quienes retornó las tertulias y los paseos por la alameda, y se reincorporó al trabajo en el observatorio con Abú Yafar. También acudió a casa de Yahya, a quien regaló un par de libros traducidos en Tarazona para que siguiera enriqueciendo su biblioteca. Se interesó por Abú Bakr, a quien Ibn Paquda había educado durante los dos años de ausencia de Juan, y por el pequeño Ismail, que seguía correteando por la casa con espadas de madera en la mano, soñando con emular a su hermano mayor en los campos de combate contra los cristianos. Pero no logró ver a Shams.

Al—Muqtádir se reunió repetidas veces con sus consejeros durante aquel invierno. El reino hudí era poderoso pero necesitaba más y más dinero para afrontar los crecientes gastos. Además, los comerciantes ya no ocultaban su descontento con la política del Estado, que exigía tributos sin ofrecer ninguna compensación.

— Necesitamos conquistar nuevas tierras y abrir nuestro reino hacia Levante —expuso al—Muqtádir en una reunión en el salón del trono del Palacio de la Alegría ante media docena de consejeros, entre los que estaban el príncipe Abú Amir y Juan—. Denia y Valencia son dos reinos ricos pero de escaso poderío militar. La incorporación de esas dos taifas al reino de los Banu Hud calmaría la inquietud de los mercaderes, proporcionaría cuantiosos ingresos a las arcas del tesoro y nos convertiría en el más extenso de los reinos andalusíes. Si dominamos toda la costa, desde las tierras del conde de Barcelona hasta las del rey de Murcia, podremos negociar con los cristianos en igualdad de condiciones.

— Denia es una taifa muy rica —intervino el visir Ibn Hasday—. Su rey Muyahid consiguió amasar una gran fortuna y su hijo Alí la ha ampliado de modo considerable. Es bien sabido que hace veinte años envió un barco con alimentos a Egipto para ayudar a paliar el hambre que se extendía por aquel país. El barco regresó cargado de gemas preciosas y oro.

— Ciertamente la conquista de Denia sería una excelente adquisición para nosotros, pero, Majestad —añadió Abú Amir dirigiéndose al rey—, no olvidéis que vuestra hija, mi hermana, está casada con su rey, y que ese matrimonio se pactó como lazo de alianza entre Denia y Zaragoza.

— Él ha roto la alianza, por lo que ahora diré. Éste es el momento oportuno para ampliar nuestro poder. El reino de Toledo está gobernado por ese al—Qadir, un personaje débil e incapaz al que tiene absorto y hechizado una bruja de pelo rojo, antigua concubina de su abuelo al—Mamún. Desde el asesinato del visir Ibn al—Hadidi, Toledo está dividido en dos bandos y la situación empeora mes a mes. Valencia, que era posesión del rey de Toledo, hace poco que acaba de declararse independiente y está siendo gobernada por un tal Abú Bakr ibn 'Abd al—'Aziz. Sólo necesitábamos una excusa y acaban de proporcionárnosla. Una partida de nuestro ejército ha tenido una escaramuza con un grupo de soldados del tirano de Lérida; nuestras patrullas han interceptado un mensaje que el rey de Denia enviaba a mi hermano al—Muzaffar, el usurpador del trono leridano, en el que le prometía ayuda contra nosotros. Varios jinetes de la caballería enemiga han sido identificados como vasallos del de Denia. Sólo es preciso tomar la iniciativa y todo Levante con sus enormes riquezas será nuestro sin apenas esfuerzo. Y ahora, una sorpresa —al—Muqtádir indicó con un ademán a un guarda que vigilaba ante una puerta que hiciera pasar a quien esperaba tras ella.

Momentos después hizo su entrada un personaje de aspecto siniestro. Tenía una estatura considerable (el más alto de todos los allí reunidos después de Juan), ojos pequeños, vivarachos y rasgados, tez cetrina, barba afilada y escasa y nariz fina, larga y aguzada.

— Señores —anunció al—Muqtádir—, os presento a Ibn Ruyulu, visir de Alí ibn Muyahid Iqbal al—Dawla, rey, por poco tiempo espero, de Denia. Es nuestra llave para abrir las riquezas de ese reino.

Ibn Ruyulu describió con todo lujo de detalles el sistema de fortificaciones de Denia, la red de fortalezas, la debilidad de su ejército y sobre todo los cuantiosos tesoros acumulados por sus soberanos.

Los generales del ejército, informados de todo ello, concluyeron que a la vista de tales datos, la conquista de Denia sería un paseo triunfal. Pero eso no era todo; agentes de Ibn Ruyulu se estaban encargando de difundir por Denia el rumor de que al—Muqtádir era el único garante de la seguridad para los musulmanes. Lo presentaban como el paladín del islam, el único soberano capaz de enfrentarse y de derrotar a los infieles cristianos. Se decía de él que su poder y su fuerza eran tales que había dado muerte con sus propias manos a un oso y que en su pecho radicaban la bravura de un tigre y la fuerza de un león. Estos rumores fueron calando en la ciudad de Denia y crearon una corriente de opinión favorable al rey de Zaragoza y contraria a su soberano, a quien estos mismos agentes presentaban como un ser preocupado tan sólo por recibir tributos, ebrio de ambición por el oro y las joyas, corrupto dilapidador del erario público y despreocupado por la defensa de su país y de sus súbditos.

Una vez más, el ejército hudí, la formidable máquina de guerra que había derrotado a los aragoneses y había reconquistado Barbastro a los cruzados, se puso en marcha. En esta ocasión, once años después de la victoria de Barbastro, el objetivo no era el territorio cristiano, sino el sur musulmán. Las verdaderas intenciones de aquel despliegue militar se mantuvieron en secreto. Enterados por sus espías de la partida del ejército, todos los reyes de taifas temblaron de pavor temerosos de que fueran ellos los elegidos por al—Muqtádir como presa para sus ambiciones de conquista. Pero todas las dudas se resolvieron cuando Ibn Hud acampó su real frente a las murallas de Denia.

Alí ibn Muyahid Iqbal al—Dawla, aterrado ante el poderío del ejército hudí, designó a su hijo Mu'izz para que negociara con al—Muqtádir un arreglo y tratara de dilatar su caída. El príncipe se presentó en la tienda del señor de Zaragoza y aludió a las relaciones de parentesco que unían a ambos reinos, recordando que la esposa de su padre era hija del zaragozano, y continuó:

— ¡Oh, señor! ¡Tú siempre logras conseguir lo que anhelas! ¿Cuántas veces nos hemos opuesto a ti, o te hemos contrariado? ¿Por qué acosas a tus aliados si siempre te hemos escuchado con devoción y respeto?

— Por el Altísimo que no pretendemos el dominio sobre esa ciudad hasta que sea fácil poseerla y se abandonen en nuestras manos sus riendas —contestó al—Muqtádir en tono amenazador.

— iOh, señor! ¿A dónde nos llevarás y a quién nos confiarás? —añadió Mu'izz creyendo que el rey se refería a la conquista de Denia cuando lo estaba haciendo a la de las fortalezas que protegían el reino.

El visir Ibn Ahmad, que estaba presente en la entrevista, susurró al oído de al—Muqtádir que el príncipe, acobardado, no había comprendido la metáfora: las riendas eran las fortalezas comarcanas. Inesperadamente, había aceptado entregar la ciudad sin lucha, es decir, la rendición incondicional.

— Me entregaréis Denia y su reino, que pasarán a estar bajo nuestra protección —sentenció al—Muqtádir ante el empequeñecido príncipe.

Al día siguiente, el rey de Denia, su hijo y los altos dignatarios de la ciudad salieron de las murallas y ofrecieron sus dominios a al—Muqtádir. El rey de Zaragoza, escoltado por su guardia personal y acompañado por los cobardes y sumisos Alí y Mu'izz, entró triunfante en la ciudad aclamado por los agentes de Ibn Ruyulu, que alentaban a la multitud para que vitoreara a su nuevo soberano. La comitiva la encabezaba un portaestandarte con el león dorado de los Banu Hud y a su lado un soldado con una pica que sostenía en la punta una enorme cabeza de oso disecada bajo la cual podía leerse la leyenda: «El poder y la fuerza sólo pertenecen a Alá y al—Muqtádir es su espada». Corría el mes de sa'bándel año 468 de la hégira, marzo de 1076 de la era cristiana.

Al—Muqtádir permaneció varias semanas en la ciudad para arreglar los asuntos de su gobierno. Estimó que Denia estaba más alejada de Zaragoza que Tortosa y nombró a su hijo Mundir virrey de la ciudad, para poner más tierra de por medio entre los irreconciliables hermanos. Finalizada su misión regresó a Zaragoza. Le acompañaban Alí,soberano destronado, a quien ordenó que se despojara de sus ricas vestiduras y viajara vestido con un traje burdo, y toda su familia. Durante el regreso recibió el homenaje de las ciudades y aldeas por las que pasó y en Zaragoza volvió a realizar otra entrada triunfal. Aguas abajo del Ebro, y tan sólo como consideración a su hija, entregó una almunia a Alí para que pudiera vivir en ella con sus hijos y esposas hasta su muerte.


En Denia se obtuvieron numerosos tesoros. En una dependencia secreta del palacio real se habían acumulado lingotes de oro y plata, joyas, telas preciosas, marfiles y todo tipo de objetos de lujo. El recibimiento triunfal que se había expresado en las calles no se trasladó a la corte. Los más allegados consejeros del rey le censuraron que hubiera ocupado Denia dejando sin conquistar Valencia, mucho más rica que su vecina del sur. En esa populosa ciudad gobernaba Abú Bakr, antiguo gobernador dependiente del rey de Toledo. Al—Muqtádir no quería bajo ningún concepto que el rey de Castilla, que consideraba a Abú Bakr como su vasallo, se enemistara a causa del dominio de la ciudad del Turia. Por su parte, Alfonso VI de Castilla había fijado sus ojos en Toledo, y le interesaba más su conquista que cualquier otra cosa. Para ello trataba de debilitar todo lo posible a este reino de taifas, pero también a los de Sevilla y Granada.

Al—Muqtádir, cuyos intereses coincidían con los de Alfonso, decidió enviar una embajada al rey de Castilla para pactar la compra de Valencia. En la primavera de 1076 Juan salía de Zaragoza rumbo a La Rioja formando parte de una legación para discutir las condiciones de adquisición de la capital levantina. Tenía orden expresa de su soberano de ofrecer hasta un máximo de cien mil dinares, una cifra como nunca antes se había visto en al—Andalus. Las riquezas obtenidas en Denia permitían realizar esa oferta.

En el monasterio de San Millán de la Cogolla, al pie de la sierra de San Lorenzo, se reunieron durante dos días los representantes de Zaragoza y Castilla. El delegado castellano exigió el pago de ochenta mil dinares y Juan le ofreció cuarenta mil. Después de tensas horas de tira y afloja, se tasó Valencia en sesenta mil dinares. Juan regresó a Zaragoza con el acuerdo de compra y al—Muqtádir ordenó de inmediato a sus generales que tuvieran preparado el ejército para dentro de dos meses. Entre tanto, otra legación zaragozana pactaba en secreto con el infante Ramón, hermano del rey de Pamplona, una sublevación contra éste y la asunción del trono por el infante.

Diez mil guerreros veteranos, curtidos en los campos de batalla de Graus y de Barbastro, acamparon frente a Valencia a mediados de junio. Abrumado por el despliegue militar hudí, Abú Bakr salió de las murallas vestido con traje de fiesta al encuentro de al—Muqtádir. En su presencia, el gobernante valenciano pronunció un discurso cargado de elocuencia, recitando de memoria una serie de expresiones, sin duda preparadas por literatos, entre las que intercalaba citas al Corán referentes a la unidad de los musulmanes. El brillante discurso acabó con estas palabras:

«En consecuencia, estas tierras son tuyas, obra con ellas como te plazca y todos nosotros te obedeceremos como súbditos tuyos».

Inesperadamente, y ante el asombro de los generales del ejército hudí, al—Muqtádir se conformó con aquella declaración y ordenó a los comandantes de los batallones que prepararan el regreso inmediato a Zaragoza.

En el camino de vuelta vino a su encuentro un mensajero que se había desplazado sin apenas descanso desde la corte. Portaba un mensaje urgente. El rey lo hizo pasar a su tienda.

— Mi señor —dijo el mensajero—, el rey Sancho de Pamplona ha sido asesinado en Peñalén por su hermano Ramón. Un agente nos ha informado de que fue arrojado a un precipicio. El infante Ramón trató de proclamarse rey de los pamploneses, pero la mayor parte de los nobles del reino lo acusaron de traidor y de ser el causante de la muerte de su hermano. Un enviado suyo acudió a Zaragoza en busca de ayuda y sabemos que también la solicitó a Aragón y Castilla. Pero estos dos monarcas cristianos se la denegaron y han acordado repartirse Navarra entre ellos: la región de Nájera será para Castilla y la de Pamplona para Aragón.

— ¡Imbécil! —bramó al—Muqtádir—. Bien sabía yo que ese cretino sería incapaz de hacer las cosas bien. Le ordené que se ganara primero a la nobleza y después acabara con su hermano de manera que no se notase, usando un envenenador profesional o simulando un accidente de caza. Y a ese idiota no se le ocurre otra cosa que despeñarlo. No ha sabido esperar y ahora él se ha quedado sin reino y nosotros atenazados por nuestros enemigos. ¡Guardias! —continuó—, convocad a los generales, que acudan inmediatamente para celebrar un consejo.

Instantes después entraban en la tienda real los generales que dirigían la expedición. Al—Muqtádir caminaba de un lado a otro con pasos rápidos y nerviosos. Sus profundos ojos oscuros denotaban un enfado sin par.

— Señores. La situación se ha complicado. El reino de Pamplona ya no existe; nuestro mejor aliado, la almohada que nos protegía de Castilla y Aragón, ha desaparecido. Necesitamos asegurar nuestras fronteras. La mitad del ejército, al mando del general Umar, girará hacia el oeste y fortificará las tierras de Molina y Soria. Los de Molina deberán someterse a nuestro poder, en caso contrario la villa y sus aldeas serán arrasadas. La otra mitad del ejército regresará conmigo a Zaragoza, desde allí prepararemos la defensa del norte por si el rey de Aragón decide atacarnos.

En la capital esperaban al rey el infante Ramón y su hermana Ermesinda, que le había ayudado a consumar el fratricidio. Al—Muqtádir increpó con dureza a Ramón ante toda la corte, tildándole de torpe, inútil y cobarde. Le ordenó que se retirara hasta que decidiera qué hacer con él.


Unos golpes sonaron en la puerta. Jalid, que acababa de preparar la cena, acudió a abrir. La infanta navarra Ermesinda, semioculta bajo una amplia capa de lino azul, preguntó por Juan ibn Yahya al—Tawil. Juan reconoció enseguida a la infanta. La había visto una sola vez, el día en que al—Muqtádir increpó y humilló a su hermano en el Palacio de la Alegría; aquella mujer no era fácil de olvidar. Tenía una figura esbelta, en la que destacaban unas ampulosas caderas y un busto prominente. Su rostro era afilado y sus rasgados ojos verdes dejaban entrever un carácter ladino y taimado. Era una de esas mujeres que no se detienen ante nada ni ante nadie con tal de lograr sus propósitos.

— ¿Sois vos Juan ibn Yahya, el consejero del rey? —preguntó en latín la bella navarra a la que Jalid había acompañado hasta el interior de la casa.

— Uno de los consejeros del rey, señora —puntualizó también en latín el eslavo—. ¿A qué debo el honor de vuestra visita?

— Vengo a pediros que intercedáis por mi hermano ante Su Majestad. Es cierto que se precipitó por no esperar el momento adecuado, pero sus ansias por convertirse en soberano de Pamplona vencieron su paciencia.

— Las prisas no son nunca buenas consejeras. Esto vale también para vos.

— Haré cuanto me pidáis —añadió Ermesinda con voz melindrosa.

— ¿Tanto amáis a vuestro hermano?

— ¿Queréis comprobar por vos mismo hasta dónde soy capaz de llegar? —preguntó la infanta ahora con voz sensual y mirada lasciva en tanto se colgaba lujuriosa de los poderosos hombros de Juan, ofreciéndole sus finos y suaves labios al tiempo que balanceaba sus pechos apretados contra el torso del eslavo.

— Sois muy bella. Ese hermano vuestro no os merece —alegó Juan impertérrito.

— Os he dicho que estoy dispuesta a cualquier cosa por lograr vuestro apoyo. Sois fuerte y muy bien parecido, podemos disfrutar uno del otro a la vez que discutimos asuntos de Estado.

— Este asunto es de competencia exclusiva de Su Majestad —indicó Juan.

— Vos podríais…

— Mi criado os acompañará hasta la puerta. Buenas tardes, señora —cortó firme Juan a Ermesinda, que apretando los labios dio media vuelta y salió con pasos enérgicos y presurosos y el orgullo herido.

— Esa hembra tiene una mirada de acero —dijo Jalid tras cerrar.

— Fría, suave y ágil como la de un felino —añadió Juan—. Es probable que nos cause problemas; no es de las mujeres que olvidan un desaire, y menos de las que perdonan a quien las rechaza después de haberse ofrecido.

Utilizando su cuerpo y su poderosa capacidad de seducción, Ermesinda consiguió una entrevista privada con al—Muqtádir. El rey, que ya había reparado en el espléndido cuerpo de la navarra, no tardó en incluirla entre sus amantes. Ermesinda intentó en vano que Juan cayera en desgracia a los ojos del soberano. Una noche, después de haber hecho el amor, la infanta le reiteró que castigara a Juan alegando que la había ofendido pidiéndole relaciones. El monarca le prometió que lo colgaría en lo más alto del torreón del observatorio.

Pocos días después al—Muqtádir subió al torreón, donde Juan realizaba unas mediciones sobre la órbita de Venus, y le colocó en el cuello un collar de eslabones de oro que pendía hasta la altura del corazón.

— ¿Sabes?, intentó enemistarme contra ti. Le prometí colgarte en lo alto de este torreón y eso es lo que he hecho. Este collar te da derecho a ser considerado como un ulema, un sabio oficial. Realmente lo eres, más que muchos que llevan ese título desde hace tiempo sin merecerlo. Transmites sabiduría y tienes discípulos: cumples por tanto todos los requisitos para ser uno de ellos, un ulema. Esa Ermesinda es la mujer más pérfida que conozco —continuó al—Muqtádir—, pero como amante es excepcional. Es lasciva y melosa como una gata en celo y fría y escurridiza como una serpiente. Ha sido amante de su hermano. Seguramente fue ella quien le incitó a liquidar a Sancho. Ya se veía reinando en Pamplona, al lado de ese idiota de Ramón, a quien dominó con sus amores incestuosos, y quién sabe si cansada de él también lo hubiera asesinado para quedarse ella sola al frente del reino. Pese a todo, he decidido liberar a Ramón y concederle unapensión vitalicia, otorgándole refugio en Zaragoza.

— Sois muy generoso, Majestad.

— No, me estoy haciendo viejo —repuso el rey a la vez que iniciaba el descenso por la escalera de caracol.

Apenas había pisado el segundo peldaño se volvió hacia Juan y añadió:

— Excepcional, como amante es excepcional.

7

Bien fuera por la codicia que le despertaron los tesoros de los que se apoderó en Denia, bien por el paso inexorable de los años, bien por los placeres de las fiestas y lujos del Palacio de la Alegría, o quién sabe si a causa de algún hechizo que la infanta navarra le administró, el carácter natural de al—Muqtádir, valiente y generoso a la vez que hábil e inteligente, fue tornando hacia una ambición desmedida de riquezas y una incontrolada lujuria. Abusaba del sexo, la comida y la bebida cuanto era capaz de resistir y su cuerpo de guerrero entró en un proceso de degeneración física en tanto su mente se degradaba sumida en el alcohol y la incontinencia. Su alabado talante ecuánime se volvió irascible y caprichoso, su ponderado sentido de la justicia se mudó en arbitrariedad, su admirable capacidad para gobernar el reino con mano firme pero serena se transformó en innecesaria dureza, su gusto refinado y sutil fue sustituido por una atracción desmedida hacia las cosas procaces y vanas.

Mantenía sus tertulias con científicos y filósofos como antaño, pero enseguida derivaba la conversación hacia lo escabroso, buscando la morbosidad de cada asunto. Si se hablaba de música comparaba el laúd con el cuerpo de una mujer, realizando soeces observaciones sobre el agujero del instrumento musical, o relacionaba la flauta con el miembro viril. Cuando se conversaba sobre el firmamento solía identificar la Vía Láctea con los restos de la polución seminal de un gigante. En su vocabulario introducía con frecuencia expresiones bajas y viles, indignas de la boca de un monarca. Su heredero, el refinado y sereno príncipe Abú Amir, solía evitar a su padre siempre que era posible y no podía disimular el rubor y la vergüenza cuando aquél cometía algún acto innoble o pronunciaba expresiones groseras.

Se pavoneaba de haber desvirgado a más doncellas que ningún hombre hasta entonces, más que el mismísimo califa de Bagdad Harún al—Rachid, o que el emir cordobés 'Abdarrahman II, de quien se había dicho que sólo copulaba con vírgenes y había sido padre de doscientos hijos. Se ufanaba de haber gozado de bellezas sin igual, de haber satisfecho como nadie a las mujeres y de ser el mejor semental de Occidente. Gustaba de humillar a sus más allegados consejeros y a los altos dignatarios proponiéndoles que, si fuera necesario, él podría transportar a sus mujeres e hijas a un universo de placeres que de otra forma nunca alcanzarían.

Si hasta la conquista de Denia era reconocido y admirado como defensor del islam y paladín de los creyentes, y en su cabeza de soldado de Alá anidaban permanentemente planes para hacer la guerra santa a los cristianos, desde entonces sólo le cupo la ambición de aumentar sus dominios a costa de los más débiles y no cesó de maquinar traiciones y engaños contra otros reinos musulmanes de al—Andalus. Se recluyó entre los muros de su Palacio de la Alegría, que sólo abandonaba para participar en algunas celebraciones en la mezquita mayor o en la musalla de la sari'a o para cazar palomas y alondras con halcones en los bajíos del Ebro.

Nadie se atrevía a contradecirle o a expresar una opinión censurando su modo de vida. Decía que era un león y que tras la caza estaba descansando, disfrutando de los sabrosos bocados a los que se había hecho justo merecedor. Para colmar su vanidad se rodeó de halagadores poetas que recitaban composiciones líricas en las que se destacaban su valor, su habilidad en el manejo de las armas, su gusto exquisito, su firme decisión, su elocuente retórica y otras muchas cualidades cuya simple mención hubiera hecho enrojecer al mismísimo Narciso.

El último día de rabí I del año 471 de la hégira, 8 de octubre de 1078 del cómputo cristiano, se produjo un eclipse total de Sol. Todos los astrónomos sabían que ese fenómeno iba a ocurrir, pero nadie dudó en Zaragoza de que la ocultación solar en pleno día anunciaba el comienzo del fin de la gloria de al—Muqtádir.

Un macabro episodio vino a ensombrecer los últimos años de su reinado. Su desmedido afán por las riquezas y las mujeres, las generosas dádivas a los parásitos aduladores, el abandono de la guerra santa y la renuncia a la defensa del reino por las armas a cambio de abonar parias a los cristianos obligaron a endurecer la política fiscal. Un nuevo impuesto que gravaba la producción agrícola y ganadera y la producción de sal gema vino a sumarse a las ya muy pesadas cargas que tenían que sostener los campesinos y los comerciantes.

En una aldea cercana a Zaragoza, un hombre que tenía fama de santidad por su ascetismo, su piedad, su pureza y sus buenas acciones recibía constantes quejas de sus vecinos sobre la actitud de al—Muqtádir, al que acusaban de esquilmar a los buenos musulmanes para emplear el dinero recaudado en comprar la paz a los cristianos. El venerable varón, angustiado por los sufrimientos de sus vecinos, acudió hasta la corte acompañado por un grupo de aldeanos y solicitó audiencia al rey. Escoltado por varios miembros de su comunidad, seguidores de su ejemplo, se apostó a las afueras de Palacio en espera de ser recibido. En torno a este grupo se fueron congregando curiosos y hombres desencantados de las acciones del monarca. El asceta recriminaba la política de al—Muqtádir y predicaba palabras de hermandad y anunciaba la paz y la felicidad eterna para todos los que siguieran el camino recto trazado por el Profeta, amenazando con el fuego eterno para los que obraran en contra de los designios de Dios.

Los seguidores del asceta crecían sin cesar y eran ya más de dos centenares los que cada día se arremolinaban en el lugar elegido en espera de la entrevista. Rezaban plegarias, cantaban himnos de glorificación al Todopoderoso, recitaban las ciento catorce suras del Corán, compartían la comida y el hambre, el agua y la sed. Al—Muqtádir dudaba entre recibir al santón y burlarse de su actitud o disolver a aquellos harapientos que ensuciaban con su sola presencia los ajardinados alrededores de su palacio. En uno de los consejos, Juan recomendó que lo recibiera pero al—Muqtádir, por primera vez, no hizo caso al eslavo y amenazó con castigar a los seguidores del santón arrancándoles los dientes y condenarlos a empujar de por vida la rueda de un molino

Poco después un grupo de soldados de la guardia real, aprovechando las primeras horas del día, cuando los seguidores del predicador eran escasos, lo detuvo y lo condujo a los calabozos de la Zuda occidental. Sin ninguna garantía previa y sin haber oído sus alegaciones, el asceta fue ajusticiado en la musalla tan sólo dos días después de su arresto. Un verdugo cercenó primero sus manos y sus pies y entre horribles aullidos le cortó la cabeza de un limpio tajo.Antes de morir lanzó una terrible maldición contra al—Muqtádir, profetizando que expiraría rabiando como un perro y ahogado en sus propios excrementos. En las gradas de la tribuna del viejo circo romano fue colocada su cabeza, clavada en lo alto de una pica, con un cartel en el que en grandes letras se podía leer: A QUIENES DESMIENTAN NUESTROS SIGNOS LES ALCANZARÁ EL CASTIGO POR HABER SIDO PERVERSOS. Fueron muchos los que se escandalizaron por el atrevimiento de al—Muqtádir al colocar un versículo de la sura 6 del Corán junto a la cabeza de un piadoso varón tan injustamente ejecutado.


La preocupación por la progresión de los desvaríos del rey aumentaba entre los consejeros y los altos funcionarios. El peligro de una invasión aragonesa era creciente. Sancho Ramírez, con nuevas fuerzas tras la incorporación de Pamplona a sus dominios, inició una serie de escaramuzas en la frontera, ocupando algunas posiciones estratégicas en torno a Huesca. El rey de Aragón estaba tan seguro de su poder y de la debilidad de Zaragoza que incluso se permitió rechazar la ayuda de una cruzada que encabezaba el duque Guillermo VIII de Aquitania. El príncipe heredero recibía constantes mensajes e incitaciones para que depusiera a su padre y asumiera el poder.

— Son muchos los que me instan a que acabe con el gobierno despótico de mi padre —decía el príncipe a Juan durante un paseo por la alameda de la Almozara.

— Creo que Su Majestad no está en condiciones de seguir reinando, pero no puedes ocupar el trono por la fuerza, serías considerado un usurpador y tu hermano Mundir tendría una excusa inmejorable para rebelarse y combatirte. Además, el ejército sigue siendo fiel y leal al rey, y sin su apoyo no triunfarías —le aconsejó Juan.

— Entonces, ¿qué podemos hacer? La situación comienza a ser insostenible y me temo que el pueblo acabará hartándose de las veleidades de mi padre. Si estallara una revuelta las consecuencias serían catastróficas.

— Debemos actuar con cuidado y habilidad. La paciencia es una de la más encomiables virtudes. Creo que sería conveniente lograr que Su Majestad redacte un decreto en el que te ratifique como sucesor y te nombre regente en caso de ausencia o enfermedad. A partir de entonces podríamos lograr que un consejo de médicos, y creo que Ibn Buklaris estaría de acuerdo en ello, declarara la incapacidad de Su Majestad para gobernar y en ese caso tú asumirías la regencia. Habrá que lograr el apoyo, siempre con discreción y sin que aparezcas en la operación, de los cadíes, los alfaquíes, los gobernadores de las principales ciudades y los comandantes del ejército. El general Umar será el más difícil de convencer, pero los demás tal vez acepten —asentó Juan.

— Mañana nos reuniremos en mi almunia del Huerva. Tú avisa a Ibn Buklaris y a Ibn Paquda, yo hablaré con el visir Ibn Hasday. Entre los cinco diseñaremos el plan a seguir —finalizó el príncipe.

Abú Amir poseía una pequeña finca ubicada en el valle del Huerva, a unas seis millas de las murallas de la ciudad. La usaba como casa de recreo, a donde solía retirarse algunas veces, especialmente cuando los rigores del tórrido verano azotaban la ciudad y los malos olores causados por la descomposición de las basuras y despojos hacían el aire pesado y hediondo. Los cinco amigos estuvieron de acuerdo en las medidas diseñadas por Juan. No tenían mucho que ganar, pero los movía la defensa de los intereses del Estado.

— Me has sorprendido, Juan. No creí que tuvieras tanta habilidad para la política —dijo Ibn Buklaris una vez trazadas las líneas maestras del plan—. ¿Dónde has aprendido tanta sutileza?

— Recuerda que he vivido varios años en el ombligo de la mejor diplomacia del mundo, en Constantinopla —respondió Juan al tiempo que apuraba el Último trago de una jarrita de vino blanco perfumado con esencia de melocotón.

— Deberías dedicar más tiempo al cultivo del arte de la política —le recomendó Ibn Hasday.

— Por más que lo hiciera nunca alcanzaría tu nivel —le replicó Juan.

— Amigos, cuando sea rey creo que voy a gozar de unos consejeros reales de valía extraordinaria —señaló el príncipe.

Estaban a punto de dar por concluida la reunión cuando Juan añadió:

— Queda lo más importante: escuchad con atención. Un caballero castellano, llamado Rodrigo Díaz, ha sido acusado ante su rey Alfonso de haberse quedado con la parte principal de las parias que fue a recaudar a Sevilla y de desobedecer a su rey por atacar a los toledanos sin su consentimiento. Un tribunal lo ha condenado al destierro. Ahora está en Atienza, en el límite de nuestra frontera occidental. Busca un país donde lo acojan en su exilio. He logrado establecer contacto con él gracias a que mi antiguo amo, Yahya ibn al—Sa'igh, lo conoció cuando hace años estuvo en Zaragoza con las tropas castellanas que acudieron en nuestra ayuda en la batalla de Graus. Entonces era un joven caballero al servicio del infante de Castilla don Sancho, hoy es un poderoso guerrero que encabeza un pequeño pero eficaz y preparado ejército de más de mil hombres. Pienso entrevistarme con él dentro. de quince días. Mi propuesta es que ponga sus lanzas al servicio de los Banu Hud y garantice la sucesión de Abú Amir. Será preciso que disponga de un salvoconducto para atravesar el reino con la excusa de ir a ofrecer sus servicios al conde de Barcelona. Una vez aquí será nuestro escudo por si hubiera una revuelta del ejército a favor del rey.

— Es muy peligroso. ¿Qué ocurrirá si exige a cambio poder, o tierras? —preguntó el príncipe.

— En ese caso, harto probable, le dirigiremos hacia Valencia. Al—Muqtádir ejerce sobre esta ciudad una autoridad más nominal que efectiva, pero de derecho es nuestra. Podríamos entregársela —propuso Juan.

Dos semanas después de aquella reunión en la almunia de Abú Amir, y tal como estaba previsto, Juan se entrevistó con Rodrigo Díazen la fortaleza castellana de Atienza. Acordaron que el castellano de Vivar esperaría en la frontera, moviéndose de un lado a otro si era preciso, hasta que al—Muqtádir fuera depuesto. Cuando Abú Amir ejerciera el poder, se dirigiría a Zaragoza para ponerse a las órdenes del nuevo monarca. Rodrigo Díaz empeñó ante Juan su palabra de caballero cristiano y juró por la Biblia que cumpliría todos los términos del pacto.


La vorágine de placeres y de incontinencias de todo tipo estaba destruyendo la voluntad de al—Muqtádir, a quien la enfermedad de la gota atormentaba. Ibn Buklaris le recetó el consumo de mostaza, que perjudicaba el cerebro si no se contrarrestaba su efecto con un preparado de almendras y vinagre. Aunque las prácticas homosexuales eran frecuentes entre hombres, y muchos aristócratas y altos funcionarios tenían amantes masculinos, sobre todo esclavos y criados, al—Muqtádir se había mostrado siempre contrario a ellas. Pero en una ocasión, harto de desvirgar doncellas y hastiado de ejercer de macho, fijó sus ojos en un adolescente llamado Yahya ibn Yatfut, un hermoso muchacho de piel melada, pelo castaño y ojos verde esmeralda. Era miembro de una de las familias más nobles del reino, la de los Banu Yafrán, y se había criado en Palacio, con el ramillete de hijos de los principales del reino que se educaban en la escuela palatina. Desde hacía tiempo, los primogénitos de los más poderosos linajes pasaban los años de formación en la corte; oficialmente se aseguraba que era para prepararlos para ocupar los altos cargos que el destino les tenía reservados, pero todos sabían que en realidad eran rehenes del rey para garantizar la fidelidad de las familias poderosas.

Al—Muqtádir reparó en el muchacho cuando los alumnos realizaban ejercicios de doma en el campo de equitación cercano al Palacio de la Alegría, al lado de la Almozara. Al contemplar su rostro y su grácil figura, la pasión amorosa se encendió en el monarca y su corazón sólo fue desde entonces para él.

Para atraérselo, organizó fiestas campestres, a las que acudía rodeado de muchachas vírgenes, jóvenes efebos, eunucos bellísimos y negros superdotados, que acababan en verdaderas orgías en las que todo tipo de prácticas sexuales se celebraban entre cántaros de vino endulzado con azúcar de caña y jarras de hidromiel fermentada, que eran bebidos incontinentemente por los asistentes hasta caer sumidos en profundas borracheras colectivas.

Después le envió regalos y presentes, y más tarde le remitió un poema en el que le decía:


¡Oh, gacela! Dime, por Dios,

cuándo te veré presa en mis redes.

La vida se me pasa

y mi alma languidece por no lograr tu amor.


El muchacho le devolvió el papel en el que al—Muqtádir había escrito los versos, incluyendo al dorso estos otros:

Si es verdad que soy gacela,

tú eres león que quieres arrebatarme,

y nunca me ha pasado por las mientes

el establecerme en tu selva.


Pero más abajo continuaba: «Esta es la contestación que exigen las leyes de la poesía. Pero después te digo: He puesto mi brida en manos de mi señor».

Cuando el rey leyó el colofón, su corazón estalló de placer. Enamorarse del muchacho le había rejuvenecido. Su carácter irascible de los últimos años se tornó delicado y alegre y, para asombro de todos, renunció a sus desbordadas orgías sexuales multitudinarias. Yahya ibn Yatfut colmaba todas sus ansias de amor. Se les veía pasear juntos, siempre de la mano, por los alrededores de Palacio, mirándose a los ojos entre sonrisas a veces tiernas, a veces pícaras. En las fiestas privadas ya no había danzarinas de formas voluptuosas, torneados muslos y prominentes pechos, sino delicados efebos y etéreas ninfas de formas asexuadas y cuerpos ambiguos. El otrora belicoso y masculino Ibn Hud se abandonó a una nueva sensualidad. Buscó nuevos placeres en el sexo masculino y acabó disfrazándose de mujer para ser poseído analmente por el joven Yahya.

— Esta situación no puede continuar de ninguna manera. Es preciso actuar ya —propuso el príncipe heredero ante sus colaboradores—. ¿Tenéis preparado lo acordado?

— Aquí está el documento por el que Su Majestad delega en su heredero, el príncipe Abú Amir, todos los poderes en caso de enfermedad; no ha sido difícil que lo firmara. Hemos tenido que negociar con Mundir para evitar su sublevación y se ha mostrado de acuerdo siempre que en el testamento del rey se le concedan Tortosa y Denia, las dos últimas conquistas de al—Muqtádir, además de Lérida. Hemos cedido y aceptado esas condiciones. Más adelante podremos recuperar las tierras de Levante que ahora se le entregan a cambio de su apoyo —intervino Ibn Hasday

— En connivencia con todos los médicos de la corte he preparado un documento en el que se declara a Su Majestad enfermo y con incapacidad manifiesta para gobernar, por lo que aplicando el propio decreto real, el príncipe Abú Amir pasará a ser regente con todos los poderes —añadió Ibn Buklaris.

— Entonces no esperemos más. El ejército está inquieto. Es preciso obrar con rapidez y eficacia. Dentro de siete días recluiremos al rey en sus aposentos y el príncipe asumirá el poder. No podemos fallar. Rodrigo Díaz está con sus mesnadas presto para cumplir su parte del plan. Ahora es preciso mantener ocupado a nuestro ejército —sentenció Juan.

— ¿Ocupado? —se preguntó Ibn Buklaris.

— Sí, en acción. Aquí traigo —señaló Juan un papel que portaba en la mano— un decreto del rey por el que el general Umar debe atacar en una semana las tierras de Lérida. No me ha costado convencer a Su Majestad. Pese a los años transcurridos sigue odiando a su hermano al—Muzaffar. Nuestro ejército estará acantonado allí hasta que se le unan los castellanos de Rodrigo Díaz y nuevos contingentes mandados por Abú Amir. La conquista de Lérida será para los ojos del ejército más valiosa que las de Tortosa o Denia, y Abú Amir será reconocido como conquistador, con lo que espero que ganemos la adhesión de los soldados.

— Tu plan parece correcto, pero ¿y si falla? —inquirió Ibn Hasday.

— En ese caso nuestras cabezas rodarán en la arena de la sari'a y ya no tendremos de qué preocuparnos —ironizó Juan.


El día 5 del mes de yumada I del año 474 de la hégira, 11 de octubre de 1081, el príncipe heredero Abú Amir Yusuf ibn Ahmad ibn Sulaymán ibn Hud asumió el poder con el título de al—Mu'tamín, «el que confía en Dios». El rey al—Muqtádir fue recluido en unas dependencias del Palacio de la Alegría, vigilado por varios guardias y bajo la supervisión médica de Ibn Buklaris. Para dar sensación de normalidad, se acuñaron dos monedas de manera simultánea, una con el nombre de al—Muqtádir y otra con el de al—Mu'tamín. Dos díasdespués las mesnadas del caballero castellano Rodrigo Díazpasaban por Zaragoza camino, así se dijo, de Barcelona.

El plan acordado en la almunia del Huerva se estaba cumpliendo en todos sus detalles. Rodrigo Díaz se dirigió a tierras cristianas del condado de Barcelona. Pero el conde Berenguer II no aceptó las condiciones del de Vivar para entrar a su servicio, claro que estaban diseñadas para que no lo hiciera, y Rodrigo regresó con su mesnada a Zaragoza, colocándose bajo las órdenes de al— Mu'tamín. Los dos hombres entablaron enseguida una sincera amistad. Al—Mu'tamín estimaba la capacidad militar y la gallardía de Rodrigo y éste apreciaba la ecuanimidad y talento del regente.

Un inconveniente alteró los planes trazados por Juan. El general Umar, receloso con la actuación de al—Mu'tamín, ocupó Lérida en nombre de al—Muqtádir y la entregó al príncipe Mundir, que ya se intitulaba soberano de Denia y Tortosa. Al—Muzaffar, tío de ambos, pudo huir, pero cayó en manos de al—Mu'tamín, que lo recluyó preso en el castillo de Rueda, sobre el valle del Jalón, a mitad de camino entre Zaragoza y Calatayud.

A finales de primavera del año cristiano de 1082, mes de muharrandel 475 de la hégira, al—Muqtádir, que continuaba recluido en el Palacio de la Alegría, empeoró de su enfermedad. La maldición del asceta parecía cumplirse. Durante toda una noche el rey aulló como un perro, profiriendo horrendos gritos de dolor. Ibn Buklaris intentó calmarlo suministrándole drogas y una cataplasma de hielo traído de las neveras del Monte Cayo, pero no pudo atajar los espasmos agonizantes. El equilibrio de los cuatro humores del cuerpo se había roto: la sangre caliente y húmeda bullía ardiente en las venas; la flema fría y húmeda se espesaba en los pulmones e impedía una correcta respiración; la bilis amarilla, caliente y seca, se derramaba a borbotones entre los tejidos; y la bilis negra, fría y seca, inundaba los órganos internos impregnándolos de muerte. El hakimle obligó a beber un jarabe de ciruelas y un vaso de agua de rosas con mejorana, pero vomitó el brebaje; se le suministraron carquesia y sudorífero, aunque tampoco surtieron efecto.

Su rostro adquirió un color emético. Una espuma sanguinolenta surgió de su boca en torno a una ulcerada lengua aftosa entre estertores tan fuertes que apenas podían sujetarlo cuatro robustos eunucos. Se hizo encima sus necesidades corporales y en apenas minutos todo su cuerpo se llenó de excrecencias purulentas y viscosas. El hakim Ibn Buklaris sajó los bultos más gruesos y aplicó un ungüento de raíz de malvavisco y de lirio cárdeno, polvo de azafrán, bulbo de azucenas y raíz de espadaña disuelto en infusión de manzanilla con aceite de sésamo. Todo fue inútil: el rey murió entre terribles convulsiones, balbuciendo una sarta de palabras indescifrables entre las que alguno de los presentes creyó entender el nombre de Yahya ibn Yatfut.

Juan recordó la profecía que había leído en Toledo en el libro del visionario Ibn al—Jayyat: «Cuando se cumplan cinco veces seis veranos, el león rampante del norte brillará más que el Sol. Parecerá entonces que la Luna se asentará para siempre en la casa del Escorpión. Pero seis veranos después el Sol ocultará la Luna. El azul y el amarillo tornarán rojo y blanco. La esperanza de los creyentes sucumbirá ante el yin del placer y la muerte se asentará en la sala dorada». Parecía increíble pero la profecía se había cumplido. El león, es decir al—Muqtádir, había alcanzado la cima de su poder justo tras la conquista de Denia, pero después había caído en la degradación hasta su muerte. Pero aún había más: al—Kirmani había fijado el comienzo de las obras del nuevo palacio, es decir, de la Sala Dorada, cuando «la Luna creciente esté alineada con Venus en el centro del Escorpión». Cualquier astrólogo sabía que la Luna asentada en la casa de Escorpión abocaba a influencias negativas: una sensualidad desbordada, curiosidades malsanas, impulsos eróticos irrefrenables y pasiones turbulentas en las que los sentidos se dejan arrastrar por los placeres. Juan entendió entonces que el maestro había dejado un mensaje secreto que nadie había podido desentrañar, en el que anunciaba la desgracia para aquel dueño del Palacio que se dejara llevar por las influencias negativas señaladas. Así, sin que ninguno de los dos lo hubiera podido ratificar, la profecía de Ibn al—Jayyat coincidía con la predicción de al—Kirmani. El viejo maestro había hecho colocar jaspe rojo y alabastro blanco combinándolos en armonía. En el texto profético se vaticinaba el cambio del amarillo y el azul, los colores de la divisa de la dinastía de los Banu Hud, por el rojo y el blanco. Sin duda el cambio de colores se refería a la sucesión de al—Mu'tamín, mucho más ecuánime y equilibrado que su padre. También en eso habían acertado al—Kirmani e Ibn al—Jayyat. Sólo quedaba un detalle por atar, el referente a que «El Sol ocultará la Luna». Cabía una posibilidad: el Sol en el signo lunar, el de Cáncer, significa que prevalece la sensibilidad receptiva, la renuncia a la iniciativa, la falta de agresividad, la búsqueda del placer hedonista, la inestabilidad emotiva con presencia de actitudes infantiles y rechazo a las responsabilidades; quizá se anunciaba la desviación última del rey hacia la homosexualidad. Pero la Luna también formaba parte del estandarte de los Banu Hud: ¿quién sería el Sol que acabara con la Luna?

La noticia del fallecimiento del monarca corrió de inmediato por todas las bocas del reino. Algunos difundieron que había sido mordido por un perro y que había muerto fruto de la rabia que el animal le había transmitido. Los más radicales, alentados por los religiosos integristas seguidores del imán 'Abd Allah ibn Alí,propalaron que se trataba de un castigo divino por haberse burlado de los mandamientos de Dios. Los seguidores del santón ejecutado dijeron que se había cumplido la maldición pronunciada por aquél en el cadalso antes de ser tan alevosamente ejecutado. Ibn Buklaris, como médico real, certificó que la muerte había sobrevenido a causa de altas fiebres como consecuencia de un desarreglo de los humores del cuerpo.

Ahmad ibn Sulaymán ibn Hud, el león del islam, el paladín de los creyentes, el hafiz de la verdadera fe, el «Victorioso por Dios», fue enterrado en el cementerio real, cerca del Palacio de la Alegría. No había cumplido los sesenta años, pero había gobernado su reino durante treinta y seis. En el funeral se recitaron estos versos, parte de un poema escrito por el propio al—Muqtádir:


¡Oh, casa del placer, oh, salón dorado!,

por vosotros han hallado su colmo mis deseos.

Si otra cosa no poseyera en mi reino,

tendría todo lo que pudiera ansiar.


Su hijo al—Mu'tamín hizo grabar sobre la tumba el siguiente epitafio: «Aquí duerme la eternidad Ahmad ibn Sulaylmán, del linaje de los Banu Hud. Nadie amó como él la vida, nadie vivió como él el amor».