CAPÍTULO V.
LA CIUDAD BLANCA
1
El valle zigzagueaba como una serpiente verdosa en las blanquecinas arenas del desierto. Entre los jardines y los huertos de olivos y frutales brillaba una ciudad blanca, como una mota de harina en el centro de una esmeralda. Descendieron la suave pendiente cubierta de retamas.y tomillos y se adentraron en el valle, rodeados de un verdor exuberante. Álamos y chopos perfilaban la calzada de acceso y más allá se extendían olivares, manzanos y perales repletos de aromáticas frutas. A este lado del río un pequeño arrabal de casas de una sola planta trazadas junto a los caminos confluía en el puente. Seis pilastras de piedra sostenían una pasarela de troncos claveteados con tablas y recubiertos de argamasa. Sin duda la base del puente era muy antigua y daba la impresión de haber sido rehecha numerosas veces a causa de las avenidas del río. Un torreón en el lado del arrabal protegía la embocadura. Antes de atravesarlo, la caravana se detuvo. El jefe de la escolta saludó al comandante que mandaba la guardia y le transmitió la consigna. Todo estaba en orden. Se retiró una gruesa cadena que interrumpía el paso y cruzaron el río Ebro. El puente conducía directamente a la puerta norte, flanqueada por dos torreones de alabastro. Entre ambos, dentro de una hornacina, se había colocado una desgastada escultura romana alada; Juan reconoció en ella a la diosa Victoria.
Dentro ya de la ciudad, la caravana se disgregó en varios pedazos. Los carros de la compañía de los Ferrer y los cincuenta esclavos giraron a la derecha y recorrieron una calle recta y amplia hasta una pequeña plaza ante la que se alzaba un templo cristiano. Allí se agruparon los carromatos y comenzaron a descargarse las mercancías. Juan, Helena, Ingra y los demás esclavos fueron conducidos a una casa donde les dieron de cenar un grasiento caldo de hierbas, habas refritas con mantequilla rancia y queso con estragón y les señalaron el lugar donde debían dormir, una lúgubre bodega en la que tan sólo había montones de paja húmeda por el suelo. Hombres y mujeres fueron separados en dos compartimentos distintos. La puerta de la bodega, convertida en provisional mazmorra, se cerró y tras ella sonó el chirrido de un cerrojo metálico.
— ¡Arriba, arriba, haraganes! Todos sois iguales, vagos e indolentes. ¡Vamos, ya es hora de que os mováis! —aullaba una voz ante la puerta recién abierta.
Se levantaron con los huesos entumecidos y Juan observó a contraluz los ojos profundos de Helena, que sacudía sutilmente las pajas adheridas a su vestido al salir de la estancia de las mujeres. Se asearon en una pila de agua y un grupo fue colocado en fila, cuatro varones a un lado y ocho hembras a otro. Instantes después apareció Sancho el Royo, un mercader cristiano que ejercía de intermediario en la compra y venta de esclavos en Zaragoza; en la mano portaba la lista de esclavos con sus nombres y características más notables.
— No está mal esta partida —comentó Sancho en una lengua parecida al latín, escrutándolos como si se tratara de animales listos para ser vendidos en una feria.
Y dirigiéndose a ellos añadió:
— Estáis en Zaragoza, la Ciudad Blanca, la capital del reino de nuestro señor Ahmad ibn Sulaymán. Yo soy Sancho el Royo, comerciante mozárabe, representante del señor Jaume Ferrer en esta ciudad. Algunos de vosotros ya habéis sido asignados a vuestros nuevos dueños. La mayor parte de las muchachas irá al servicio del rey, a su palacio de la Zuda occidental; si sois de su agrado permaneceréis en su harén, pero la que no le complazca será subastada en el mercado público. En cuanto a los varones, tenéis un destino diverso. El llamado Juan el Romano ha sido adquirido por Yahya ibn al—Sa'igh ibn Bajja el Platero, dueño del principal taller de orfebrería de la ciudad. Tiene varios hijos y quiere que aprendan otras lenguas; se encargará de enseñarles latín y griego. Otros saldréis mañana hacia Toledo, allí os espera vuestro dueño, un mercader de esclavos que necesita eunucos para cuidar los harenes de sus clientes. —Sancho prorrumpió entonces en fuertes carcajadas coreado por los guardianes que rodeaban a los cautivos.
Juan volvió los ojos hacia Helena y sus miradas hablaron por ellos. Eran conscientes de que quizá nunca volvieran a verse. Helena desapareció tras una puerta, delante de la roja cabellera de Ingra. Juan, escoltado por dos fornidos guardianes, fue trasladado a la casa de su nuevo amo. Yahya ibn al—Sa'igh era un rico orfebre propietario del taller más famoso de Zaragoza y dueño de varias tiendas en el zoco de la mezquita aljama. Vivía en una lujosa casa en la calle de la puerta del Puente, junto a una plaza que decían había sido el antiguo mercado de la ciudad cuando los romanos eran sus señores. Los dos guardianes llegaron ante la puerta y entregaron a Juan con el certificado de propiedad. Fue introducido en un patio interior en cuyo centro manaba una fuente y a los pocos minutos apareció Yahya acompañado por dos muchachos algo menores que el esclavo. Era un hombre de mediana edad, con canas en las patillas y en la barba, que cojeaba ligeramente cuando apoyaba el pie izquierdo en el suelo.
— Se bienvenido a mi hogar —dijo Yahya—. Creo que ya te han puesto al corriente sobre quién soy y qué vas a hacer en esta casa. Estos dos son mis hijos mayores 'Abd Allah y Ahmad. Su madre ya les ha iniciado en el Corán y desde hoy tú vas a enseñarles cuanto sabes. En tu contrato de venta se dice que lees y escribes y que dominas el griego, el latín, el árabe y otras lenguas menores, y que tienes, pese a tu juventud, una buena experiencia y formación tras tus servicios en Grecia y Roma. Yo siempre quise acercarme a la sabiduría y al conocimiento, pero he tenido que dedicar todo mi tiempo a ganar dinero —Yahya rió a mandíbula batiente—. Ahora que soy rico es mi deseo que al menos mis hijos aprendan lenguas, que son cada vez más necesarias en el mundo de los negocios. Te instalarás en la parte posterior de la casa, en un aposento para ti solo. Deberás abstenerte por completo de penetrar en los espacios privados que están reservados exclusivamente a mi familia, a Fátima y a los dos eunucos africanos; no olvides esto.
»Cuando den comienzo las clases acompañarás a mis hijos a la escuela de la mezquita de Abú Yalid y permanecerás allí hasta que acaben sus lecciones de religión. Después volverás a casa, donde les instruirás en el conocimiento del latín. Por las tardes traducirás al árabe los escritos que te sean presentados en latín o en alguna de las otras lenguas que conoces. Debes recordar que nosotros los musulmanes nos regimos por un calendario distinto al cristiano. Nuestra era comienza con la hégira, la huida de Mahoma de La Meca a Medina. Eso ocurrió en vuestro año 622. Además, nuestro calendario se basa en los meses lunares, por lo que el año musulmán tiene trescientos cincuenta y cuatro días, aunque cada treinta años se intercalan once de trescientos cincuenta y cinco. También usamos el calendario solar, pero sólo para efectos agrícolas. Ten siempre esto en cuenta: nunca deberás abandonar la casa sin permiso y mi administrador tiene que saber en cada momento dónde estás y qué haces. Uno de los criados te enseñará la casa; ahora instálate y date un baño, los cristianos siempre estáis sucios. ¿Me has entendido?
— Sí, mi señor —contestó Juan en un notable árabe—. Espero educar a vuestros hijos y enseñarles cuantas cosas a mí me han enseñado.
La amplia vivienda disponía de dos baños privados. Uno, muy suntuoso y recién construido con mármoles, alabastros y azulejos, lo usaban el dueño, sus esposas y sus hijos, y el otro, más modesto, los siervos. Un complejo sistema de tuberías de barro cocido recorrían el suelo de la casa para que en invierno pudiera circular por ellas el agua caliente desde los hornos del baño y servir como excelente sistema de calefacción.
Juan miró a los que iban a ser sus primeros alumnos, dos niños de piel melada y ojos castaños, no muy distintos de la tez amarillenta y los ojos negros de su padre. Esbozó una sonrisa y los chiquillos le correspondieron.
Un año después de dejar Roma volvía a disponer de una estancia para él solo. Es cierto que se trataba de una simple alcoba en la que apenas cabían un camastro, un sencillo baúl de madera que servía a la vez para guardar sus escasas ropas y para sentarse y una desvencijada estantería de tablas, pero le pareció suficiente e incluso lujosa, aunque sólo fuera por el arco de herradura decorado con finas molduras de yeso por el que se accedía a la habitación.
El trato era mejor que el que le habían dado los cristianos; los musulmanes podían pegar a los esclavos, pero nunca en la cara, además, un niño de menos de siete años no podía ser separado de su madre.
Juan pasó aquel primer verano instruyendo a los hijos de Yahya hasta que a comienzos del curso se reanudaron las clases. La kuttab, la escuela primaria de la mezquita de Abú Yalid, se encontraba en el arrabal del sur, llamado de Sinhaya a causa de la tribu de bereberes que se había establecido en este lugar en las afueras de la medina hacía más de doscientos años. Todas las mañanas Juan salía temprano, después de la primera de las cinco oraciones preceptivas, con los dos niños. Durante los primeros días permaneció en el patio de la mezquita esperando a que acabaran las clases de religión, contemplando el discurrir del agua en la fuente y el vuelo de las palomas, pero sentía una atracción cada vez mayor hacia la biblioteca que ocupaba una de las alas del patio. Veía entrar en ella a sabios musulmanes tocados con altos turbantes albos, a estudiantes de derecho y de filosofía con gorros de fieltro azul y rojo, a maestros de las escuelas públicas y a eruditos locales y extranjeros de otras ciudades que gozaban de la protección del rey. No menos de cincuenta personajes acudían diariamente a la biblioteca y Juan se acercaba hasta la puerta para ver si podía escuchar alguna de las conversaciones que aquellos sabios entablaban bajo los porches de alabastro y yeso.
Una mañana, cuando Yahya se despedía de sus hijos en el patio de casa, Juan se dirigió a su dueño:
— Mi señor, quisiera pediros un favor.
— Dime cuál es —contestó Yahya.
— Todas las mañanas, cuando acompaño a vuestros hijos a la kuttab, permanezco varias horas en el patio de la mezquita aguardando a que finalicen sus clases. Ese es un tiempo precioso que podría aprovechar en la biblioteca. Si me permitierais consultar entre tanto algunos libros, mis conocimientos aumentarían y ello sería mucho más provechoso para vuestros hijos.
— Humm… —musitó reflexivo Yahya—, está bien, creo que tienes razón; esta tarde hablaré con el bibliotecario de la escuela para que te permita estudiar en la biblioteca, pero que quede bien claro que debes estar atento a la salida de mis hijos de clase.
Al día siguiente, en cuanto los niños entraron en la escuela, Juan acudió presuroso a la biblioteca. Cruzó el patio corriendo y al llegar al otro lado un anciano que paseaba bajo las arcadas le increpó su actitud; enrojeció y pidió disculpas al anciano, que continuó su paseo murmurando acerca de la incontinencia y la osadía de la juventud.
Entró en la biblioteca y preguntó por el director. Un joven aprendiz lo condujo hasta una sala donde un hombre maduro colocaba en una estantería un grueso códice de tapas de cuero negro.
— Señor —se presentó Juan—, soy el siervo de Yahya ibn al—Sa'igh.
— iAh!, sí, tu amo vino ayer a verme, pero no creí que aparecieras tan pronto. Yo me llamo Muhámmad ibn Bakr. Yahya es un buen amigo mío y un hombre piadoso. Sus donativos para con esta biblioteca son muy generosos. Él nació en este arrabal de Sinhaya, ahí al lado, en una familia de artesanos del metal. Gracias a su esfuerzo ha logrado una considerable fortuna y una elevada condición. En la ciudad todos lo conocen y lo respetan. Me ha puesto al corriente de tus deseos por aprender, aunque creo que para tu edad tus conocimientos son muchos. ¿Es cierto que has estado trabajando en bibliotecas de Roma y de Constantinopla?
— Sí, aprendí en la capital de Bizancio con el maestro Demetrio Escopleustes, en la biblioteca del palacio del patriarca, y en Roma lo hice en el escritorio de San Pedro con León de Fulda.
— ¿Demetrio Escopleustes?, ¿León de Fulda?, bueno, no me suenan esos nombres, pero imagino que serán hombres sabios para ocupar tan altos cargos. Ven, voy a mostrarte la biblioteca.
En una espaciosa sala, muy bien iluminada mediante amplios ventanales con vidrieras, se alineaban varias estanterías repletas de libros.
— Este es el fondo principal —se pavoneó Muhámmad ufano—, aquí hay unos seis mil ejemplares. En la sala contigua está el fondo de libros religiosos, que contiene algo más de mil, y hay todavía una pequeña colección de libros reservados con cerca de quinientos. En total, la biblioteca tiene casi ocho mil. Es la tercera de la ciudad.
— ¿La tercera? —preguntó Juan asombrado.
— Sí, ahora es la tercera. La primera es la de la mezquita aljama, con unos doce mil, y le sigue la del palacio real con nueve mil. Desde hace cinco años la biblioteca de Palacio nos ha superado en número de ejemplares y nos ha relegado al tercer puesto. El rey ha comprado y mandado copiar muchos libros; creo que no quiere morir sin ver convertida a su biblioteca en la primera de la ciudad. En aquellos cajones tienes las fichas de los libros y su ubicación. Si quieres consultar alguno le das la referencia a Utmán, nuestro aprendiz, y él te lo servirá.
— Muchas gracias, mi señor —asintió Juan inclinándose reverencialmente ante Muhámmad.
Juan se dirigió a los ficheros y revisó las primeras fichas. La biblioteca estaba catalogada por temas y dentro de cada tema por autores. En el exterior de la puerta de cada armario había colgada una hoja de papel con la lista de los libros que contenía. Le abrumó la cantidad de obras que desconocía y de autores de los que nunca había oído hablar. En filosofía, derecho, matemáticas o ingeniería las bibliotecas de Constantinopla eran superiores, pero la de Abú Yalid las superaba con amplitud en textos de astronomía, religión y poesía. Esta biblioteca era reputada por sus enciclopedias. Allí se guardaba una copia de los cuatro primeros libros de las Antigüedades de Varrón, el primer diccionario enciclopédico, una versión en árabe de las Etimologías de san Isidoro de Sevilla, recién traducidas del ejemplar en latín que conservaba el monasterio cristiano de las Santas Masas; había también una copia casi completa del compendio De Rerum Natura de Beda el Venerable y se había encargado una copia de la Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza, el más completo elenco del saber entre los musulmanes.
El director de la biblioteca era un apasionado del estudio de las estrellas y su máximo afán consistía en reunir la mejor sección de bibliografía astronómica de todo al—Andalus. Desde hacía varios años estaba empeñado en recuperar algunos de los textos que se habían desperdigado tras la expurgación realizada en la biblioteca cordobesa de al—Hakam II por Almanzor. Este caudillo, una vez dueño del poder en Córdoba, había ordenado destruir los libros de lógica y de astronomía; unos fueron quemados y otros arrojados a pozos ciegos y cubiertos con piedras y tierra, pero algunos ejemplares se salvaron del expolio. Durante los años que siguieron a la dictadura de Almanzor, el pueblo, por instigación del caudillo, había repudiado a los que trabajaban en el estudio de los astros. Casi todos se exiliaron bien al norte de África bien a la Marca Superior, donde la permisividad social era mayor, sobre todo en Zaragoza.
Después de la dictadura de Almanzor y de sus hijos, el Estado cordobés se descompuso y las ciudades más populosas de al—Andalus pugnaron por su independencia. La primera en lograrlo fue precisamente Zaragoza. Al—Mundir, gobernador de la ciudad y miembro de la poderosa familia de origen yemení de los tuyibíes, se declaró independiente y fundó un reino sobre la antigua provincia de la Marca Superior. Fue sucedido por su hijo Yahya ibn Mundir y éste por Mundir II, nieto del fundador. El tercer tuyibí fue asesinado por un pariente suyo llamado 'Abd Allah, que sólo gobernó unos meses.
Sulaymán ibn Hud, gobernador de la ciudad de Lérida, al enterarse del asesinato del rey y de la entronización del usurpador, marchó con un ejército sobre la capital de la Marca y con el apoyo del pueblo derrocó a 'Abd Allah, que huyó llevándose el tesoro real al castillo de Rueda, sobre el valle del río Jalón. Sulaymán se apoderó del reino de los tuyibíes entronizando la nueva dinastía reinante de los Banu Hud. Antes de su muerte dividió el reino entre sus cinco hijos; a Yusuf le dio Lérida, a Lubb Huesca, a Mundir Tudela, a Muhámmad Calatayud y a Ahmad Zaragoza. Este último, muerto su padre, luchó contra sus hermanos para reunificar el reino. Consiguió engañar y derrotar a todos menos a Yusuf, que se hizo fuerte en Lérida. Tudela, Calatayud y Huesca fueron conquistadas poco después.
Ahmad ibn Sulaymán reinaba con magnanimidad. Hombre ambicioso y henchido de delirios de grandeza, había creado una corte en la que poetas, músicos, filósofos, astrónomos, médicos y otros hombres de ciencia eran acogidos entusiásticamente. A la desaparición del Califato, Zaragoza se había convertido en el principal foco de atracción de intelectuales que huían de la intransigencia que se había adueñado de la antigua capital de al—Andalus. Desde su trono se sentía elegido para hacer grandes obras en nombre del islam y sus astrólogos le habían predicho que era el predestinado para extender el dominio musulmán sobre la Tierra.
Juan comenzó a estudiar en la biblioteca un manuscrito de 'Abd Allah ibn Ahmad, geómetra y astrónomo zaragozano que se había establecido en Sevilla. Hacía pocos años que había fallecido en aquella ciudad, aunque antes ordenó que enviaran a su ciudad natal una copia de su libro Rectificación del movimiento de las estrellas y errores cometidos en la observación astronómica. En esta obra, Juan aprendió la importancia de la demostración empírica y la crítica permanente como método de avance en la investigación científica. Para la comprensión de los cálculos astronómicos tuvo que estudiar matemáticas en las obras de Alí ibn al—'Abbás al—Majusí, especialmente su Libro Regio, el principal tratado de matemáticas, y el libro de álgebra de Abú Ma'sar. Con ese acervo de conocimientos pudo comprender sin dificultad el Tesoro óptico de Alhazén, el complicado tratado de Thabit ibn Qurrah y el Libro de la ciencia de las estrellas de Alfragano. Volvió a repasar el Almagesto de Ptolomeo y ordenó sus conocimientos sobre el universo: concluyó que la Tierra era redonda como una naranja, con un diámetro de ciento ochenta mil estadios, unas veintidós mil quinientas millas romanas, que estaba dividida en cinco zonas, las dos extremas inhabitables por el frío y la central por el calor; sólo se podía vivir en el círculo solsticial, en cuyo centro se hallaba el Mediterráneo, cuyas orillas bañaban las tres partes del mundo: Europa, Asia y África. La esfera terrestre no descansaba en nada, sino que flotaba en el espacio por el poder.de Dios, suspendida en el vacío. Debido a fuerzas que no comprendía, la Tierra, tal y como había demostrado Aristarco de Samos hacía más de un milenio, giraba alrededor del astro solar, que era el centro del universo.
2
Una mañana de finales de otoño, cuando el viento del noroeste arrastra los primeros fríos sobre el valle, Juan acompañó a los hijos de Yahya, como cada día, a la escuela y cruzó el patio para ir una vez más a la biblioteca. Sus conocimientos, pese a su juventud, lo habían hecho famoso entre quienes la visitaban. Estaba trabajando sobre un tratado de aritmética que no acababa de entender del todo cuando el aprendiz Utmán le tocó el hombro con suavidad:
— Aquel anciano quiere hablarte —le dijo.
— ¿Quién es? —preguntó Juan.
— Se llama Abú—l—Hakam, pero todos lo conocen como al—Kirmani. Nació en Córdoba en una familia de origen iraní y estudió astronomía con el célebre Maslama de Madrid. Dicen que ya ha cumplido setenta años, y así debe de ser, porque siempre viene acompañado de dos o tres criados y alumnos suyos para que le seleccionen los libros y se los lean, pues tiene los ojos tan cansados que por sí solo no puede hacerlo. Ha viajado mucho por todo el mundo y cuando regresó de Oriente tuvo que refugiarse en Zaragoza porque en su Córdoba natal lo perseguían por heterodoxo. Goza de mucha fama y el rey nuestro Señor, que Dios guarde, lo tiene en gran estima, tanta que lo ha nombrado profesor de astronomía y matemáticas de su hijo, el príncipe heredero Abú Amir, además de ocupar hasta que quedó ciego el puesto de médico y astrónomo real. Alguno de sus colaboradores le ha informado de tu presencia aquí y quiere conocerte.
Juan cerró el libro y se dirigió hacia donde se encontraba el anciano de aspecto venerable. Estaba sentado en un banco de madera, cubierto con un amplio manto de lana alba que lo envolvía por completo y tocado con un sencillo bonete blanco. Su rostro enjuto y tallado con hondos surcos dejaba entrever una vida azarosa y llena de experiencias. Una barba blanquecina poblaba su rostro, en el que destacaban sobremanera dos profundos ojos azulados en los que se adivinaba la falta de luz. Lo rodeaban cuatro alumnos, todos ellos mayores que Juan.
— Señor —intervino con reverencia—, el aprendiz me ha hecho saber que queréis hablar conmigo, ¿a qué debo tal honor?
Aquel anciano desprendía un magnetismo especial, similar al que había sentido ante la presencia de Demetrio y de Miguel Cerulario en Constantinopla o de Humberto de Selva Cándida en Roma.
— ¿Eres tú Juan el Romano? —preguntó al—Kirmani volviendo su rostro hacia el lugar de donde procedían las palabras del joven.
— Sí, mi señor, pero no soy romano sino eslavo —contestó fijando sus ojos en un colgante de plata con una bolita de cristal de roca que pendía del cuello de al—Kirmani.
— Me han dicho que hace algunos meses que has llegado de Roma, que antes estuviste en Constantinopla y que estás al servicio de un rico industrial. Yo viajé en mi juventud por Oriente en busca de sabiduría, pero nunca visité la vieja Bizancio. En la ciudad de Harrán, donde aprendí la gnosis de los ismaelitas, un mercader griego me habló mucho de ella y siempre tuve curiosidad por conocerla; por aquellas descripciones parecía muy distinta a nuestras grandes metrópolis. Despertó mi atención la abundancia de médicos y de filósofos, que según decía el griego eran tan numerosos como en Bagdad, pese a ser la capital del califato casi dos veces Constantinopla. Me gustaría hablar contigo sobre estas cuestiones; voy a pedirle a tu dueño que te deje venir a mi casa a algunas tertulias.
— Mi señor, me gustaría alegó Juan—, pero tengo que encargarme de acompañar a los hijos de mi amo a la escuela y después enseñarles latín y griego, no sé si…
— No te preocupes por ello —le interrumpió al—Kirmani—. Hace pocos años, cuando mi vista todavía era clara y mi pulso firme, realicé una ablación a tu actual dueño. Un otoño viajó a Pamplona con un cargamento de bandejas de cobre, jarras de plata y cajas de marfil; al regreso se le echó el invierno encima y en el camino se le congelaron los pies. Ya en Zaragoza tuve que amputarle dos dedos del pie izquierdo que estaban gangrenosos; de no haberlo hecho hubiera muerto a los pocos días. Le ha quedado de entonces una leve cojera, pero ha conservado la vida. No me podrá negar ese favor.
A la semana siguiente Juan fue autorizado por su dueño para que los miércoles, después de la oración de la tarde, fuera a casa del médico. Yahya, como buen hombre de negocios, sabía que el anciano, el más relevante de los médicos del reino y gran experto en matemáticas, transmitiría algunos de sus conocimientos a Juan y ello redundaría en su beneficio.
La casa de al—Kirmani estaba ubicada en la medina, junto a la puerta de Toledo, al lado de una pequeña plazuela en la que brotaba una fuente erigida por el segundo soberano de la taifa. Había sido un regalo del rey Ahmad ibn Sulaymán y era muy espaciosa, con un gran patio descubierto cuyo suelo estaba decorado con pequeñas piedras de colores formando dibujos geométricos y figuras de animales. Juan descubrió enseguida que se trataba de un mosaico como los que había visto en Roma. Un gran círculo se inscribía en un cuadrado: doce figuras representando a los doce signos del zodíaco rodeaban a un gran rostro de mujer en el centro, con largos cabellos dorados, ojos entornados y labios entreabiertos. El patio estaba porticado, con cuatro columnas estriadas, rematadas por capiteles de hojas de acanto. Las paredes se habían alicatado con azulejos en verde, azul y blanco, dibujando formas geométricas que alternaban con arcos de yeso decorados con guirnaldas de flores y racimos de piñas en las puertas que se abrían al patio.
Al—Kirmani se reunía con su grupo de afines en el madjlis, una espaciosa sala al fondo del patio, iluminada tenuemente con dos lámparas de aceite aromático y un candelabro de cirios bermejos. En un incensario se quemaban palitos de sándalo y en las esquinas ardían de continuo leños de olivo y encina en cuatro braseros. El anciano se sentaba sobre dos mullidos almohadones al fondo de la sala y los alumnos se acomodaban a su alrededor, en torno a una amplia mesa de escasa altura en la que siempre había escudillas con almendras, avellanas y nueces con miel, racimos de pasas, azufaifas e higos secos, orejones de melocotón y albaricoque, galletas de mantequilla, tacitas de porcelana con infusión de abrótano y manzanilla y jarras con agua aromatizada con esencia de rosas y azahar. Nunca eran más de veinte los elegidos para cada sesión, y a veces variaba la composición del grupo, introduciendo nuevos alumnos que se incorporaban a las pláticas del maestro. A las tertulias acudían los intelectuales más brillantes de la Zaragoza hudí; entre ellos estaban el científico Alí ibn Ahmad ibn Daw'al, discípulo del prestigioso 'Abd Allah ibn Ahmad, el médico y jurista Ahmad ibn 'Abd Allah Abú Chafar, el viajero al—Husayn ibn Muhámmad al—Ansarí, de notable fama por su peregrinación a los lugares santos de Arabia, y el pedagogo 'Abd al—Wahhab al—Ansarí. De vez en cuando también asistía el príncipe Abú Amir, destinado a suceder a su padre en el trono de Zaragoza. La tertulia de al—Kirmani no hacía distinciones entre musulmanes, cristianos o judíos. Uno de los más asiduos asistentes era el joven filósofo hebreo Ibn Paquda, que estaba inmerso en el estudio del Antiguo Testamento, y el también hebreo Ibn Hasday, joven dotado de gran capacidad para la retórica. La mecánica de las sesiones apenas variaba. Al—Kirmani, después de recitar de memoria algunos versículos del Corán, pronunciaba un breve discurso sobre el tema a tratar ese día, citando a las principales autoridades en la materia. Después iniciaba una rueda de preguntas a los invitados; cada uno debía contestar a una cuestión y a su vez tenía que plantear otra al maestro o a cualquiera de los congregados. Por último, se celebraba una discusión abierta entre todos los asistentes en la que el anciano actuaba como moderador.
El primer día que asistió Juan, fue presentado por al—Kirmani, quien alabó su juventud, como experto en griego y latín, conocedor de la filosofía de Platón y Aristóteles y viajero en Constantinopla y Roma. Al oír aquello tragó saliva y enrojeció, pero notó que algunos lo miraban admirados porque al—Kirmani siempre había destacado en sus conversaciones que viajar era una de las principales fuentes de conocimiento para el ser humano.
En esa ocasión, el maestro había elegido el alma como tema para el debate. Comenzó con unos versículos del Corán: «Cuando la Tierra sea reducida a polvo fino y venga tu Señor con los ángeles en filas, ese día traerá la gehena, ese día el hombre se dejará amonestar —y ¿de qué le servirá entonces la amonestación? y dirá: "Ojalá hubiera enviado por delante buenas obras para mi vida". Ese día nadie castigará como Él, nadie atará como Él. ¡Alma sosegada, vuelve a tu Señor satisfecha, acepta, y entra con Mis siervos, entra en Mi Jardín!».
El texto se refería al Juicio Final. Juan suspiró aliviado, conocía muy bien el Apocalipsis y había estudiado con Demetrio las posiciones de Platón y Aristóteles sobre el alma. Podría defenderse entre tantos sabios; la pregunta de al—Kirmani no le cogió por sorpresa.
— Nuestro joven invitado de hoy es un experto viajero. Viene de muy lejos y ha visitado muchas ciudades y naciones. Ha estado algún tiempo entre los griegos, los descendientes del gran Platón y del sabio Aristóteles. ¿Crees posible —preguntó el anciano dirigiéndose a Juan— conciliar las teorías de los dos filósofos? ¿Se sigue planteando esta cuestión en Bizancio y en Roma?
Juan se levantó de la almohada donde estaba sentado, aspiró profundamente y comenzó a hablar:
— Esta cuestión que proponéis, maestro, ha sido fuente de discusión durante muchos siglos, y sin duda lo seguirá siendo. Todos amamos con nuestro corazón a Platón, pero todos sentimos a Aristóteles más cerca de nuestra cabeza. ¿Pero acaso podría explicarse Aristóteles sin Platón? Yo creo que la vía del conocimiento es sólo una, aunque a sus orillas corran diversas sendas que en ocasiones pueden alargar el camino. En los textos de ambos filósofos hay posiciones encontradas, pero es preciso buscar los razonamientos comunes y a través de ellos seguir en el camino de la verdad.
— Dices bien —habló al—Kirmani—, ese camino de la verdad es el que nos ha mostrado Mahoma, nuestro profeta. Él nos enseñó a comprender la unidad y la continuidad de las transmisiones proféticas, desde Moisés a Jesús. Nosotros hemos de introducir la razón para que la revelación de Dios triunfe sobre toda la Tierra.
Siguió después una animada discusión sobre las teorías del alma en los libros de los dos grandes maestros griegos.
Al—Kirmani era el principal impulsor de la secta de Los Hermanos de la Pureza e introductor de la escuela masarrí. Experto en geometría, filosofía y medicina, «el maestro», como se le conocía en los ambientes intelectuales de la ciudad, había difundido en Zaragoza la llamada Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza. Este grupo había florecido en la ciudad iraquí de Basora en décadas anteriores tratando de armonizar la autoridad con la razón. Sostenía que Dios era el todopoderoso creador del mundo, pero que el hombre había sido dotado de libertad de voluntad y de facultades cognoscitivas en los sentidos. Creía que la moral humana dependía del clima, de los astros, de la religión y de la educación, y que el hombre sólo alcanzaba la perfección cuando comprendía que Dios era único y que la creación era una obra armónica. Los Hermanos de la Pureza enseñaban una serie de materias, compendiadas en varias epístolas en forma de diccionario, en las que se contemplaba una fuerte carga de pensamiento neoplatónico y sincretista y un interés creciente por la formación filosófica de los intelectuales y por el cultivo de las ciencias especulativas. A pesar de que estos postulados tenían influencias chiítas, la mayor parte de los intelectuales y juristas del reino de Zaragoza, educados en la rígida ortodoxia sunnita de la escuela malikí, aprobaron la Enciclopedia. Buena parte de esa aceptación se debía al prestigio de al—Kirmani, hombre tolerante y conciliador, defensor de la razón por encima de todo y admirador por ello de Platón y de Aristóteles.
3
Juan enseñaba las letras griegas a sus dos discípulos al calor de un brasero de bronce. Yahya entró en la estancia y sus dos hijos se levantaron para ir a saludar a su padre.
— Salid un momento, pequeños, tengo que hablar con Juan.
Los dos obedecieron con gusto, pues preferían jugar en el jardín a seguir el aprendizaje de aquellas raras letras.
— Esta tarde —dijo Yahya— voy a ir al mercado de esclavos. Una de mis esposas está a punto de dar a luz y necesitaré una sierva joven que la atienda y que cuide del niño. Tengo tres mujeres y es hora de ir buscando una cuarta. Pero no creas que todos los musulmanes pueden tener ese número. El Profeta, su nombre sea bendito, consintió hasta cuatro esposas legales y tantas concubinas como un hombre pueda mantener con decoro. Claro que eso sólo se lo permiten los ricos. Lo habitual es que cada hombre tenga una sola mujer, o dos a lo sumo. Muy pocos pueden alimentar a cuatro y únicamente los reyes y los grandes señores poseen harenes con decenas de concubinas. Si encuentro una esclava de mi gusto es probable que la haga mi esposa más adelante. Un comerciante del zoco, buen amigo mío, me ha dicho que van a subastar una partida de jóvenes muchachas procedente de Barcelona. Sin duda habrá de diversas razas y quizás alguna me agrade. Quiero que vengas conmigo para que me sirvas de intérprete, pues hace tiempo que deseo adquirir una joven eslava de cabellos dorados, piel lechosa y ojos como el cielo, de tu misma raza.
Yahya y Juan salieron de casa camino del mercado de esclavos, que se encontraba entre la mezquita aljama y el río. Les acompañaba Said al—Jayr, experto comerciante en la trata de esclavos y amigo de Yahya. Este individuo era hombre de ojos vivaces y porte altivo, aunque de escasa estatura, que trataba de disimular calzando unos zapatos con suela de corcho de roble con alto tacón rellenado con arena. Por el camino, Said le recordó a su cliente el cuidado que había que tener a la hora de comprar una sierva.
— No debes precipitarte al elegir —recomendaba con aire de suficiencia—. Hay mercaderes que a pesar de la vigilancia del almutazaf ponen todo su ingenio en presentar a unos esclavos de determinada categoría como si fueran de otra. Son tan estafadores como los fruteros que untan los higos con aceite para que parezcan frescos. Pretendes una atractiva esclava que sea a la vez niñera para tu futuro hijo y amante, e incluso esposa, para ti. Pues bien, has de saber que a diferencia de los esclavos masculinos, entre los que los indios y los nubios son aconsejables para guardar las propiedades y cosas, los negros como criados, eunucos y labradores y los turcos y eslavos como soldados, entre las diversas razas de mujeres, las bereberes son ideales para los placeres del lecho y de natural son las más obedientes y diligentes para el trabajo; sus hijos son los más sanos y en el parto demuestran un valor como ninguna otra. Las cristianas son muy celosas del cuidado del dinero y de la despensa, pero son las peores para la voluptuosidad. Las turcas son poco agraciadas y sus rostros desagradables a la vista, pero son trabajadoras y engendran hijos valerosos. Las etíopes tienen la naturaleza más dura y resistente que Dios, su nombre sea loado, ha creado y soportan sin rechistar todo tipo de trabajos y fatigas; sus pechos son grandes y caudalosos, pero son feas y sus toscos cuerpos emanan un fuerte olor acre que no las hace apetecibles. Las armenias son muy bellas, de perfectos rostros ovalados y brillantes ojos melados, pero son en extremo avaras y no se someten con facilidad, muestran siempre un carácter esquivo y rebelde. Las nubias tienen una naturaleza obediente y dócil para con sus amos, como si hubieran sido creadas para la esclavitud; acatan las órdenes sin dudar y siempre sonríen, pero son ladronas y de poco fiar. Las hindúes son las mejores amantes; dulces y tiernas como huríes, siempre están dispuestas para el amor; en ellas encuentran los hombres los mejores deleites y placeres, pero son orgullosas y no soportan la humillación. Si se sienten ofendidas son capaces de cometer los mayores crímenes y pueden llegar a suicidarse, pero si se las trata bien permanecen fieles hasta la muerte. Las iraquíes son incitantes y coquetas, las mequíes delicadas y excelentes cantantes y las medinesas elegantes y altivas. En cuanto a las que tú buscas, las eslavas son fuertes y resistentes, ariscas al principio aunque se someten con un poco de tacto y cierta disciplina. En el lecho son ardientes si no se las toma con frecuencia; engendran hijos sanos y robustos a los que cuidan con total dedicación. Ten en cuenta todo esto antes de comprar y regatea en el precio, pero no cierres el trato hasta que yo te indique que puedes hacerlo.
— Amigo Said —ironizó Yahya—, veo que tus conocimientos teóricos, muy amplios, no te han servido en la práctica. Si los hubieses aplicado no habrías tenido que repudiar a tu segunda esposa y decirle que era para ti «como la espalda de tu madre». Creíste que te sería fiel y te engañó con uno de tus mejores amigos; tu ojo de experto no funcionó con esa armenia de ademanes coquetos y porte altivo.
— Bueno —alegó Said—, aquello fue, aunque se concretó legalmente como matrimonio, cual una «unión del goce». Para míconstituyó una mera alianza eventual, como las que practican algunos mercaderes que pasan largas temporadas en otras ciudades y que no pocos equiparan con la prostitución.
El mercado rebosaba de compradores dispuestos a adquirir la preciada mercancía que desde hacía semanas se pregonaba en la ciudad. Musa ibn Fahd, el principal comerciante de esclavos de todo el reino, había adquirido a las jóvenes más bellas para mostrarlas a los ávidos clientes. Cada esclava tenía una completa ficha en la que se hacía constar su edad, a veces de manera aproximada, sus señas físicas, su nombre, su procedencia y un certificado en el que se certificaba su condición de virgen o, en caso de no serlo, credencial de no estar encinta. Para aquella subasta habían acudido a Zaragoza gentes de todo al—Andalus en busca de esclavas para revender después en Toledo, Sevilla, Badajoz o Granada. Había corrido la noticia de que una partida de veinte jóvenes de extraordinaria belleza, y que en principio iban destinadas al harén del rey, había sido rechazada debido a una indicación de su astrólogo; esas jóvenes se iban a vender en subasta pública. Las muchachas compradas en la capital de la antigua Marca Superior eran las más codiciadas de todo al—Andalus y simplemente con el certificado de haber sido adquiridas en Zaragoza su precio ascendía un veinte por ciento al ser vendidas en otras ciudades del sur.
La subasta se celebró en el ma’rid del zoco norte, el lugar especial dedicado a la venta de esclavos, en un amplio patio cubierto en cuyo centro se había colocado un estrado desde el que Musa ibn Fahd y sus ayudantes mostraron en primer lugar a media docena de eunucos. Tres de ellos eran originarios de Almería y habían sido castrados, apenas recién nacidos, por los hábiles cirujanos judíos de esa ciudad. Los otros tres eran eslavos, o al menos eso decían los subastadores, y, a diferencia de los almerienses, que carecían de testículos y de pene —este tipo de eunuco se denominaba madjbub—, los eslavos sólo habían sido desprovistos de sus compañones y conservaban la verga, es decir, eran khassi.
— Los eunucos castrados de niños son los más caros. Su voz seguirá siendo atildada y suave durante toda su vida, no les crecerá barba ni vello y sus cabellos serán siempre finos y sedosos, pero se ajarán pronto, su piel se tornará pálida y apergaminada y engordarán deprisa. Mas hasta entonces, son los que proporcionan un mayor placer a sus amos. La operación de castración es muy delicada y peligrosa; más de la mitad mueren tras la intervención, por eso su precio es tan elevado —explicaba Said a Yahya.
— Es una práctica cruel, pero sin duda un buen negocio —comentó Yahya.
— Tu esclavo hubiera sido un magnífico eunuco. Es guapo, de rostro agradable y bello y de piel blanca. Hubieran pagado muchos dinares por él —ironizó Said mirando a Juan de soslayo.
— Ya es un hombre y me sirve mucho mejor como preceptor de mis hijos y traductor.
— Sí, es demasiado viejo para castrarlo. No hay nada peor que un eunuco castrado en edad púber, pues en ese caso, aunque se le supriman sus órganos masculinos, el deseo sexual, ya latente, subsiste, y al no poder satisfacer sus instintos se vuelve un ser maligno y peligroso.
Finalizada la venta de los eunucos, se procedió a subastar a las hembras. Varias jóvenes vestidas con unos ajustados pantalones de lino y una camisa de gasa anudada a la cintura que dejaba entrever el vientre se colocaron al pie del estrado. Comenzaron con un grupo de negras sudanesas, de pechos ampulosos, rojos labios gruesos y carnosos y dientes de nítida albura. Después salieron al estrado varias nórdicas de piel lechosa y abundantes pecas.
Por fin, el subastador anunció que la próxima era «la mujer más bella que nunca han visto ojos mortales». Con el inconfundible y desafiante caminar que todavía hacía resaltar más su silueta, Ingra subió los peldaños de madera entre una nube de suspiros y exclamaciones de todos los presentes. Juan, que hasta entonces asistía a la subasta sin prestar demasiado interés, aunque de vez en cuando alguna de aquellas jóvenes le hacía recordar los placeres que gozó en Roma sobre la cama del cardenal Hugo Cándido, aguzó la atención, al contemplar la espléndida figura de su amiga escocesa. La pelirroja, cuyo cabello de fuego y sus rotundas formas causaron la admiración de todos los hombres, brillaba como Antares en el corazón de la constelación del Alacrán. La puja se inició en quinientos dinares y fue ascendiendo rápidamente hasta que el delegado del rey de Toledo ofreció por ella cuatro mil monedas de oro. Nadie pudo superar la fabulosa cifra y la escocesa quedó en propiedad del soberano de la antigua capital visigoda.
— ¡Por todos los demonios! —exclamó Said—, nunca he visto nada igual. Jamás se había pagado tanto por una esclava en este mercado, ni creo que en ningún otro. ¡Si esa mujer hubiera sido virgen seguro que se habrían ofrecido por ella más de cinco mil dinares! Dicen que hace treinta años el elocuente príncipe Hudayl ibn Razin, primer soberano independiente de la taifa de Santa María de Oriente, pagó tres mil dinares por una esclava cantante que adquirió a un célebre medico llamado Abú 'Abd Allah al—Kinani. Creo que nunca ha existido mujer más graciosa, ni de silueta más fina, ni con voz más melodiosa, ni de caligrafía más delicada, ni dicción más pura que aquélla. Era además hábil en el arte de la lucha con armas de guerra y tenía conocimientos de medicina y otras ciencias. Con ella y otras esclavas cantoras que después fue adquiriendo, el rey de Albarracín logró formar la sitara, es decir, el conjunto músico—vocal más excelente de todos las taifas de al—Andalus. La esclava de Ibn Razin tenía todas las cualidades de una excelente sierva, ¡pero ésta, sólo con su belleza, ha costado mil dinares más!
Después de Ingra, por los peldaños que subían al estrado apareció una joven rubia, de ojos marinos y talle delicado. Los ojos de Juan se encendieron cuando reconoció a Helena. Observó que su amo mostraba una especial atención y al mirarle de soslayo supo que Yahya pujaría por ella.
— Buena compra, Yahya, buena compra —clamaba Said contento—, ¡y tan sólo quinientos dinares!
— ¿Sólo quinientos dinares, dices? —clamaba Yahya—. ¡Una buena esclava puede comprarse por cincuenta monedas de oro y yo he pagado diez veces esa cantidad! Todavía no sé cómo he podido hacerte caso.
— Pero te llevas la flor de la subasta. Estaba destinada al rey, pero nuestro Señor ha renunciado de momento a comprar más muchachas en espera de que los astros sean propicios para ello. Es la joven más delicada y dulce que jamás se ha visto en este ma'rid. Vas a ser la envidia de toda la ciudad. Toda tu vida me agradecerás las noches de placer que esta doncella ha de proporcionarte. Pero apresurémonos, hay que firmar el acta de compra.
Finalizada la subasta, Yahya, Said y Juan se dirigieron a las oficinas de Musa, que se encontraban en el primer piso de la alcaicería. Yahya recibió el certificado de virginidad de la joven Helena, aunque Said insistió en ejecutar una cláusula del contrato por la que se arrogaba el derecho a explorarla antes de hacer efectivo el pago. Dos expertas comadronas, que actuaban siempre en estos casos como garantes de los acuerdos, certificaron, tras examinar a la muchacha en una sala contigua, que era virgen, y así lo confirmaron en el contrato definitivo.
— Entonces —apostilló Said—, no hace falta la istibra; no es necesario que la esclava se retire a casa de una mujer de confianza o de un hombre de bien y religioso, pues siendo virgen no puede estar encinta.
— Sí, sí, el señor Yahya puede llevarse ya a la joven —indicó el tratante.
Bajo el cielo malva y violáceo del crepúsculo, Yahya, Juan y Helena, a la que su nuevo dueño llamó Shams, que significa «Sol», por el color dorado de su pelo, regresaron a casa. Yahya caminaba delante, bamboleante con su leve cojera que se acentuaba con la edad, seguido de Juan y la joven, cubierta por un amplio manto que le envolvía todo el cuerpo hasta la cabeza, con un litham sobre el rostro que apenas dejaba al descubierto sus ojos, tal y como era preceptivo para una mujer cuando salía a la calle. Juan caminaba a su lado sin mirarla, percibiendo su delicado perfume a lavanda y jazmín. Ante la puerta de la casa Yahya se giró para con un gesto indicar a la joven que pasara tras él.
— Como esta sierva no sabe ni árabe ni romance —dijo Yahya dirigiéndose a Juan desde el centro del patio—, sólo tú puedes comunicarte de momento con ella. No eres un eunuco y, no te preocupes, no voy a ordenar que te castren, pero debes alejar cualquier tentación hacia Shams. Le enseñarás nuestra lengua y lo harás en el patio, a la vista de todos. Procurarás no rozar ni una parte mínima de su cuerpo, respondes con tu vida. Por el momento no pienso tomarla, pues deseo que se mantenga virgen. Ayudará a mi tercera esposa y cuidará del niño que está a punto de nacer. Después, ya veremos. Díselo en su idioma.
Juan humedeció sus labios con la lengua y se dirigió a Helena, desde ahora llamada Shams, en eslavo:
— Acabas de ser comprada por Yahya ibn al—Sa'igh, uno de los más ricos mercaderes de la ciudad. Esta es su casa y en ella vas a vivir, quizás el resto de tu vida. Es un buen amo, muy celoso de las tradiciones del islam. En cuanto te vio se prendó de ti y espera hacerte suya, incluso es probable que te despose, aunque por ahora no va a acostarse contigo. Seguirás siendo esclava y cuidarás de su próximo hijo. Me ha encomendado que te enseñe la lengua árabe. Tu nuevo nombre es Shams, que quiere decir «Sol». Al separarnos creí que te había perdido para siempre, pero ahora tendré el consuelo de verte casi todos los días. No esperaba que la fortuna fuera tan solícita conmigo.
— Basta ya —ordenó Yahya un tanto enojado—; ¿qué le has dicho?, yo no he hablado tanto.
— Mi señor, la eslava no es una lengua tan precisa como la árabe, es necesario dar algunos rodeos y emplear más palabras para explicar lo mismo.
— Llama a Fátima y que la lleve al gineceo. Tú puedes ir a cenar, mañana te espera más trabajo que el de costumbre.
Fátima era la gruesa esclava bereber que Yahya había adquirido hacía años como persona de confianza para su pequeño harén. Se encargaba de mantener a las tres mujeres del amo en buena armonía y de administrar las habitaciones privadas, ese mundo desconocido en el que sólo entraban las mujeres, Yahya, sus hijos y los dos eunucos sudaneses. En total eran al menos veinte personas las que vivían bajo el mismo techo: Yahya, sus tres mujeres, a las que Juan apenas veía, los dos hijos varones y tres hembras de Yahya, Fátima, los dos eunucos de piel negra azulada y ocho sirvientes más entre los que se encontraba Juan.
Aquella noche el joven eslavo no pudo dormir. Tumbado en su lecho, con los brazos bajo su nuca, pasaban ante sus ojos una y otra vez los escasos momentos que había vivido junto a Helena: la primera vez que la vio en la villa de Escalpini, el primer cruce de miradas en la explanada del almacén de los Ferrer en Barcelona, la noche al pie de la serranía, el largo caminar por los polvorientos caminos del páramo de los Montes Negros y el brillo del sol en sus cabellos dorados. A sus sentidos acudían el agua refrescante compartida en la balsa de aquella destartalada aldea, el calor de su cuerpo en la plácida noche bajo las estrellas, su aroma a jazmín y lavanda, el rumoroso tono de su cálida voz y el sedoso tacto de su fina piel. Por un instante imaginó cómo podría haber sido la vida de ambos juntos en la aldea de Bogusiav; Juan hubiera cultivado las tierras de su padre o hubiera actuado como notario en el mercado de su aldea y Helena lo hubiera esperado cada día en el umbral de la casa con una amplia sonrisa, como hacía su madre cuando su esposo regresaba del duro trabajo en los campos.
A los pocos días de la adquisición de Shams nació el sexto hijo de Yahya. Fue un niño al que puso por nombre Abú Bakr Muhámmad. El amo de la casa mostró con el nacimiento de su tercer hijo varón una alegría inusual. Después de los dos hijos mayores, ambos de la misma esposa, una mujer de estirpe árabe, de ampulosas caderas, ojos negros y piel lechosa, le habían nacido tres hijas, dos de la segunda esposa, una bereber de cabellos ensortijados teñidos de rojo con alheña y melados ojos rasgados, y la tercera de una cautiva cristiana llamada Marian, de melena castaña y ojos pardos, a la que había tomado como esposa tras convertirse al islam. La otrora sierva cristiana le daba ahora un tercer hijo varón, sano y vigoroso.
Al—Kirmani realizó la carta astral del nuevo vástago de Yahya. Había nacido al inicio del signo de Aries. Le vaticinaba un carácter orgulloso y enérgico y un talante comunicativo y amable. La posición de los astros denotaba un espíritu religioso, investido de un rígido código moral, poco dado a la práctica ritual, pero cargado de una intensa fe. Dotado de una enorme capacidad de trabajo, le auguraba una provechosa actividad creadora. La influencia del planeta Mercurio indicaba una inteligencia apoyada en intuiciones rápidas y brillantes, ricas en fermentos creativos. Al—Kirmani calló los aspectos negativos: la presencia del planeta Marte en Aries indicaba fe en la fuerza y creatividad, pero también fracasos accidentales, frustración personal y precipitación en las dificultades.
— Tu hijo ha nacido marcado por los signos de los filósofos aseveró al—Kirmani—. Deja que se eduque en un ambiente de tolerancia intelectual, que asista con frecuencia a las clases en la escuela y que cuiden de su formación personas sabias y ecuánimes.
La fiesta de la circuncisión de Abú Bakr fue un acontecimiento en todo el barrio. La costumbre era circuncidar a los niños entre cinco y nueve años, pero Yahya prefería hacerlo a las pocas semanas de nacer, así se lo habían hecho a él y así lo había hecho él a sus hijos mayores. Era consciente de que si se circuncidaban tan pequeños el dolor de la operación no se recordaría de adulto y entendía que era beneficioso para una práctica sexual más placentera.
El niñito fue portado por el padre y varios tíos hasta una dependencia anexa a la mezquita de Abú Yalid, donde un cirujano le cortó el prepucio de un certero tajo, dejando descubierto el bálano, sobre el que se aplicó una crema cicatrizante y un pequeño vendaje. El niño fue conducido de regreso hasta la casa, en cuyo patio se había preparado el i'dar, un gran banquete para los familiares y amigos íntimos de la familia. El ambiente se había perfumado con mirto y comino y del techo se habían colgado ramas de alhárgama remojadas en agua para ahuyentar a las moscas.
En un lado se habían dispuesto varias mesas repletas de los mejores manjares que en aquella época podían encontrarse en la ciudad. Rebanadas de pan frito en aceite con ajo, quesos variados, esponjosas almojábanas rellenas de queso, aceitunas y huevos componían los entrantes. Variadas ensaladas de las mejores lechugas, cebollas y pimientos rivalizaban en colorido con sabrosos pastelillos de carne y suculentas tortas de harina de trigo esmaltadas de pescado frito, pimientos rojos y verdes y huevos duros. En grandes ataifores de loza dorada de Pechina se presentaban guisos de venado con salsa de pimienta, orégano y perejil guarnecidos con arroz con pasas y guisantes, alas de pollo rellenas de higaditos encebollados, carne de cordero frita con queso y anisetes perfumada con agua de menta y coriandro fresco y aderezada con mantequilla y cinamomo dulce, truchas braseadas con espliego, romero y alcaparrones y cabezas de cordero asadas con laurel y estragón. Se abrieron los valiosos frascos de conservas de murri, con pescado sazonado con harina de trigo, pasas, sésamo, anís, limón, algarrobas, macis, laurel y piñones, que tanto trabajo y tiempo costaba preparar, pues había que dejar el pescado seco durante un día en agua y después asarlo al horno con fuego muy lento, para añadir las especies, cubrir todo con leche y agua y embotellarlo. Yahya era un apasionado del murri y para esta fiesta había ordenado abrir sus mejores frascos. Sobre una mesa cubierta con un mantel amarillo se amontonaban bandejas de los más deliciosos pasteles adquiridos en El Hueso Rojo, la mejor de todas las tiendas de repostería de la ciudad. Causaron verdadera sensación los hojaldres de manteca de vaca y miel con crema de nueces, avellanas, piñones y almendras y yema de huevo batida, horneados a fuego lento, creados para la ocasión.
Al convite asistieron al—Kirmani, que dada su avanzada edad se retiró pronto, y Said al—Jayr, que no cesó de adular a Yahya sobre su virilidad y de verter alabanzas sobre la belleza y candidez de su nueva sierva, la eslava que le había recomendado en la subasta de esclavos. Como hacía falta todo el servicio para el banquete, Juan tuvo que atender la mesa de bebidas. Agua aromatizada con azahar y esencia de menta, zumos de limón y naranjas traídos de Levante y néctar de melocotón y albaricoque se consumían alternando con dulcísimos mostos nacarados y purpúreos vinos especiados con jengibre y canela, de los que Yahya decía que eran similares a la bebida que tomarían los musulmanes en el Paraíso. En otra mesa se habían dispuesto hojitas de menta y palitos de sándalo para limpiar los dientes y perfumar el aliento y aguamaniles escanciados con agua de rosas y violetas y paños de lino para limpiarse las manos. En pequeños braseros dispuestos por toda la casa se consumían montoncitos de aromático incienso y barritas de embriagadora mirra.
En un rincón del patio dos jóvenes muchachas de trenzas azabaches y piel de aceituna tocaban un laúd y un timbal y cantaban canciones melódicas. A una orden de Yahya, cuando los comensales estaban suficientemente hartos, una de las dos jóvenes dejó su laúd y comenzó una danza de movimientos sensuales y armónicos, acompañada por la otra con redobles monorrítmicos del timbal. La muchacha avanzó casi de puntillas hasta el centro del patio, girando a cada paso sobre las plantas de sus pies y contorneando su cuerpo de cintura para arriba, cimbreando su torso como un junco mecido por una suave brisa. Las vueltas se hicieron cada vez más rápidas mientras los cascabeles cosidos a su cintura silbaban en cada giro y los golpes sobre la tensa piel del tambor se aceleraban al ritmo de los pasos. El cuerpo de la joven parecía rotar en torno a un invisible eje que la tuviera sujeta al suelo mientras inclinaba su cuerpo hacia los lados y su trenza enramada con cintas de colores destellaba un tornasol de reflejos metálicos e irisaciones plateadas. Cuando cesaron los redobles la danzarina cayó sobre el suelo, dejando su cuerpo torneado en un estudiado escorzo que hacía destacar las insinuantes curvas de sus caderas y de sus firmes pechos. Los invitados prorrumpieron en gritos enfervorecidos hacia la joven, que reía de manera provocativa, entornaba sus pestañas y mecía su cuerpo respondiendo a los elogios que le lanzaban. Un rico tundidor de paños del arrabal de curtidores se dirigió a Yahya inquiriendo con avidez cuánto quería por ellas.
— No son esclavas, querido amigo —le aclaró Yahya sonriendo—, las dos son libres. Han venido desde Córdoba y se contratan en fiestas privadas. Cobran mucho dinero, pero merecen la pena. Tienen la técnica vocal de las mequíes, el sentido rítmico de las medinesas, la alegría para la danza de las sevillanas y la sensualidad de las hindúes. Son muy caras, mucho, pero creo que vale la pena pagar algunas monedas de oro para gozar de sus cualidades.
4
Apenas iniciada la primavera se presentó en Zaragoza un contingente de tropas cristianas a cuyo frente estaba el primogénito del rey de Castilla, el aguerrido infante don Sancho. El rey de Zaragoza había firmado un acuerdo con el castellano por el cual Fernando I se comprometía a defender el reino en caso de que fuera atacado por los aragoneses. El soberano de Aragón, Ramiro I, hermanastro de Fernando de Castilla, había comenzado a hostigar la frontera norte y soñaba con anexionarse las fértiles tierras de la campiña de Huesca. El pequeño reino de Aragón se encontraba comprimido entre las sierras de los Pirineos y buscaba casi desesperadamente una salida al llano.
Ibn Hud decidió organizar un ejército para frenar al aragonés y recurrió a los ciudadanos de mayor riqueza de la ciudad. Fueron convocados en el amplio diwándel complejo de la Zuda occidental, un formidable bastión defensivo construido en el ángulo noroeste del recinto amurallado de piedra. Medio centenar de ricos mercaderes zaragozanos se habían reunido en la sala de audiencias para escuchar las peticiones de su soberano. Ahmad ibn Sulaymán apareció acompañado de su gran visir y dos consejeros, escoltado por un nutrido grupo de caballeros castellanos. Vestía una amplia túnica azul con bordados en negro simulando palmetas y flores, unas sandalias negras con ribetes azulados y un amplio turbante turquesa que le cubría por completo la cabeza. Era un hombre de unos cuarenta años, robusto, de complexión atlética y bien proporcionado. Bajo unas poderosas cejas brillaban unos penetrantes ojos oscuros; en su rostro destacaba una nariz aguileña y una poblada barba de un negro intenso, probablemente teñida.
El monarca subió con una estudiada cadencia los cinco escalones que daban acceso al trono y se acomodó entre dos amplios almohadones de seda amarilla. El infante don Sancho, vestido como un soldado en campaña, con cota de malla completa sobre la que portaba una túnica añil en cuyo pecho resaltaba el emblema de Castilla, se sentó a su derecha en una silla de taracea.
El rey hizo un ligero gesto con su mano y el visir, tras dar dos golpes con su cayado en el suelo, anunció:
— Habla Su Majestad, el poderoso Ahmad ibn Sulaymán ibn Hud Abú Yafar al—Hayib 'Imad al—Dawla, señor de Zaragoza, de Tortosa, de Tudela, de Calatayud y de Huesca, protector de la frontera superior, defensor de la fe del Profeta y sostén del islam, a quien Dios, su nombre sea bendito, guarde.
Ibn Hud se levantó con protocolaria parsimonia de su trono mientras los asistentes inclinaban la cabeza. Dio un paso adelante para colocarse al borde de los escalones y dijo:
— El perro Ramiro está hostigando nuestras tierras del norte mediante algaradas que realiza de manera impune y vil. Por ello, hemos ordenado la formación de un ejército que acuda a sofocar las incursiones del tirano aragonés para que la paz y la armonía vuelvan a enseñorearse de nuestro reino. Nuestro hermano el rey Fernando de Castilla ha acudido a nuestra llamada y ha enviado en nuestra ayuda un contingente de tropas de caballería mandado por su primogénito, el infante don Sancho, a quien acogemos como si de nuestro propio hijo se tratara. Desde que heredamos el trono de nuestro amado padre hemos luchado por hacer de Zaragoza un reino en el que todos nuestros súbditos gocen de paz y felicidad bajo la protección del Todopoderoso. Hace dos años ocupamos Tortosa, logrando así una salida al mar de nuestros productos. Esa conquista ha supuesto para todos vosotros un considerable incremento en el volumen de vuestros negocios, y en consecuencia en el de vuestras ganancias. Ahora el tirano Ramiro nos acosa y quiere apoderarse de todo lo nuestro, de nuestras riquezas, de nuestro oro, de nuestras tierras, y también de nuestras mujeres para gozar de ellas y de nuestros hijos para venderlos como esclavos. Pero con la ayuda de Dios, el Clemente, el Misericordioso, nuestros ejércitos vencerán a los aragoneses y nuestro reino seguirá a salvo de sus apetencias. Dentro de una semana, al lado de nuestros aliados castellanos, partiremos hacia el norte para enfrentarnos con Ramiro. Para vencer en la batalla hace falta oro, mucho oro. Los caballos, las armaduras y las impedimentas son costosos y vuestro rey necesita de vuestras aportaciones. Sois ciudadanos honrados y caritativos, henchidos de fe en el islam y en sus creencias, ahora tenéis la ocasión de demostrarlo.
Ahmad dio media vuelta y volvió a sentarse en el trono. El visir se adelantó y dirigiéndose a los presentes indicó:
— A la salida, dos escribanos tomarán nota de las cantidades que cada uno de vosotros aportará para los gastos de esta campaña. Sed generosos porque vuestras donaciones permitirán la supervivencia del islam en nuestra tierra. Entre mañana y pasado mañana un grupo de soldados pasará por vuestras casas a recoger el dinero.
La comitiva real, tal y como había entrado, volvió a salir de la sala. Yahya se quedó de pie, ofuscado por la petición de su soberano. Se les pedía un impuesto especial, voluntario y sin cantidad fija, para sufragar los gastos de la guerra en las montañas. En los últimos años había amasado una fortuna, pero también había gastado mucho, sobre todo en su espléndida casa y en donaciones a las mezquitas, a las escuelas y a los pobres. El negocio funcionaba muy bien, pero había invertido la mayor parte de las ganancias en la construcción de nuevos talleres y en dos hornos de fundición. Además, había gastado una considerable suma en la compra de la joven eslava.
— Estás muy pensativo, Yahya —le interrumpió Abú ibn Wadih al—Turtusí, el más rico mercader de lino de la ciudad.
— ¡Oh!, sí —farfulló Yahya un tanto perturbado—. La petición del rey me ha cogido por sorpresa. No dispongo de mucho dinero en efectivo en estos momentos y no sé cuánto podré aportar.
— Los costes de esta guerra son fabulosos. De momento el rey está pagando a los cristianos más de veinte mil monedas de oro anuales para que los navarros nos dejen en paz y los castellanos nos resguarden de los aragoneses. Es una política suicida; de seguir así, las arcas del Estado y nuestros bolsillos quedarán pronto vacíos y entonces no podremos oponer a los cristianos sino nuestros cuerpos.
— ¿Y qué otra cosa podemos hacer? —preguntó Yahya.
— El destino de nuestra ciudad está escrito en las estrellas, como el de cada uno de nosotros. La voluntad del Altísimo, sea su nombre alabado, cinceló hace tiempo nuestras vidas. Nada podemos hacer ante sus designios. Yo voy a aportar milmonedas de oro, es casi todo el efectivo que ahora poseo. Las guardaba para construirme una villa en las huertas del Huerva, pero tendré que esperar.
— Yo apenas puedo aportar cuatrocientos dinares —alegó Yahya fingiendo lamentarse—; he tenido muchos gastos en los últimos meses y mis arcas andan escasas.
— Cuentas bien, Yahya. Aquí estamos unos cincuenta, que a una media de cuatrocientos dinares sumarían los veinte mil del coste anual.
— No, no he querido hacer una media, es cuanto puedo aportar.
— Vamos, mi cicatero amigo —le increpó Abú ibn Wadih—, somos muy pocos los que en esta ciudad podemos permitirnos los lujos que tú derrochas. Estoy convencido de que guardas no menos de tres mil dinares en tu alacena.
— No, no, tengo muchos gastos y la orfebrería ya no rinde como antes. La marcasita y el antimonio son cada vez más caros y difíciles de conseguir; los beneficios no cesan de disminuir desde hace dos años.
— Adelante, hay que indicar la cantidad al escribano.
Abú ibn Wadih se colocó en la fila y cuando le llegó el turno dijo con voz firme:
— Abú ibn Wadih, comerciante en lino, mil dinares.
— Yahya ibn al—Sa'igh, orfebre, mil dinares.
El ejército se concentró en el ancho campo de la Almozara, entre la muralla de tierra, el río Ebro y la alcazaba. Toda la ciudad había salido a presenciar la marcha de las tropas hacia el norte. En el centro de la amplia explanada el grueso de las tropas castellanas formaba en varias filas. Los infantes estaban armados con cotas de malla hasta las rodillas, grebones de metal, botas de cuero y cascos cónicos ajustados con una lengüeta protectora para la nariz. Los jinetes portaban largas lanzas de madera pintadas de rojo con aguzadas puntas de hierro en cuyos extremos flameaban cintas granates y blancas. Enfrente se habían agrupado en varias filas los escuadrones de las tropas de la taifa de Zaragoza, formados según las ciudades de las que procedían, bajo pendones con los colores de sus lugares de origen. Configuraban un grupo heterogéneo en el que destacaban los zaragozanos, todos ellos equipados con gruesos petos de cuero chapeados con escamas de metal. En el ala derecha se habían colocado los indómitos bereberes, llegados de la región de Fez con sus camellos y dromedarios con gualdrapas carmesíes y adargas de ante colgadas en ambos flancos, con estandartes rojos con inscripciones del Corán en plata ondeando al viento.
Al son de atronadoras fanfarrias y estruendosos atabales con fundas de cuero rojo y lana verde, la flamante guardia real descendió la ladera de la suave colina que coronaba la alcazaba y se desplegó junto a la orilla del río. En medio del regimiento de jinetes de blancas capas y corazas doradas, tocados con brillantes yelmos bajo los cuales sobresalían blancos turbantes, cabalgaba el rey. Sobre un caballo negro azabache, Ahmad ibn Sulaymán saludó orgulloso a la multitud que lo aclamaba. Vestido con una capa de seda azul, su color favorito, un puntiagudo yelmo de oro y un peto de recia lana con arandelas de bronce bruñido, maniobró con habilidad para que el caballo realizara ágiles cabriolas ante las que la multitud estalló enfervorecida. El rey se colocó al frente del ejército, con el infante de Castilla don Sancho a su derecha, y ordenó iniciar la marcha. Decenas de estandartes, banderas, pendones y guiones se agitaban al viento acompasando el trote de los caballos entre los redobles de los tambores y los toques de marcha de las trompetas. El ejército bordeó la ciudad entre el río y la muralla, a través del andén que conducía hasta el puente, y lo atravesó perdiéndose en una nube de polvo por el camino del Gállego hacia el norte.
Juan había asistido a la parada militar con Yahya y sus dos hijos mayores. Hasta entonces no había tenido oportunidad de salir de los muros de la ciudad, por lo que su visión de Zaragoza se limitaba a unas pocas calles, la mezquita y la biblioteca de Abú Yalid y la vista que presenció desde el páramo cuando vino de Barcelona.
En esta ocasión había recorrido los barrios del oeste. Al salir de casa se habían dirigido por la calle Mayor, la principal arteria de la ciudad, hasta la puerta de Toledo, una de las cuatro de la muralla de piedra; desde allí habían atravesado el cementerio del oeste, las fincas periurbanas de la aristocracia zaragozana y unas alquerías hasta alcanzar la cerca exterior de tapial y adobe, que encerraba la medina y los arrabales, ante la que se extendía la amplia vaguada de la Almozara, en la que se celebraban los desfiles militares, las concentraciones de tropas y distintas manifestaciones de juegos de habilidad con caballos. Cerca del río discurría una alameda por la que solían pasear los zaragozanos en los atardeceres de las sofocantes tardes del verano. Frente al muro de tierra y al otro lado de la vaguada, sobre una ligera elevación y rodeado por un foso y un terraplén, destacaba un poderoso castillo de planta casi cuadrada y torreones ultrasemicirculares de alabastro que imitaban las murallas romanas del recinto de la medina. Los sillares brillaban como espejos, reverberando con tal intensidad la blanquecina luz que los ojos apenas podían resistir el reflejo de los rayos del sol. En el lado norte de la alcazaba se alzaba el único torreón cuadrangular, de mayor amplitud que el resto, cuya parte superior estaba cubierta de andamios.
Cuando se alejaron las tropas, la multitud se dispersó por el llano y acudió a los puestos de comidas y bebidas que se habían levantado junto a los muros de la ciudad.
— Tanto alarde militar me ha abierto el apetito; vamos a comer alguna cosa —propuso Yahya.
Se sentaron en un banco de madera de uno de los puestos de comidas al aire libre Yahya pidió para él y para los tres jóvenes almojábanas de queso, asado de cordero bañado con azúcar de cinamomo, cebollas rellenas de carne de vaca y arroz, pollo frito con pimienta, pajaritos guisados con salsa de almendras, pastelillos de calabaza y miel y cerezas confitadas.
— Comed despacio y masticad bien; esta comida se hace difícil para el estómago si se ingiere demasiado deprisa; a veces es pesada, pero no hace daño si se toma con prudencia. Bebed en pequeños sorbos agua con coriandro y jengibre, ayuda y facilita la digestión.
Tres semanas después, el ejército regresó victorioso. Hizo su entrada triunfal por la puerta del Puente y recorrió la calle hasta la mezquita mayor, donde se dieron gracias a Dios por el triunfo. Los soldados eran aclamados por la multitud que se agolpaba en la calles y en las azoteas de las casas, desde donde las mujeres, con sus rostros ocultos tras el velo, lanzaban pétalos de rosas. Juan asistía al desfile junto a su amo, cerca de casa. A su lado, un mercader del zoco de las frutas comentaba que el rey de los aragoneses, el tirano Ramiro, había sido apuñalado y gravemente herido por Sa'dada, el más valeroso de los combatientes musulmanes, lo que había causado el desconcierto en las tropas cristianas y el triunfo para los musulmanes. En la batalla, celebrada cerca de la fortaleza de Graus, había destacado por su valor un joven castellano que luchaba del lado musulmán, fiel escudero del infante don Sancho, llamado Rodrigo Díaz, natural de la aldea burgalesa de Vivar.
5
En los meses siguientes una dulce rutina se apoderó de la vida de Juan. Yahya viajaba constantemente, sobre todo a Toledo y a Valencia, con lo que Juan fue adquiriendo una mayor influencia sobre los dos hijos mayores de su amo, que lo admiraban y lo querían. Repartía su tiempo entre los libros de la biblioteca, las tertulias con al—Kirmani, las clases a sus pupilos y la enseñanza del árabe a Shams, a la que veía casi a diario, aunque en el patio de la casa y siempre bajo la mirada vigilante de Fátima.
Aquella tarde hacía un calor seco y plúmbeo. La pesadez del aire anunciaba sin duda una tormenta. En el patio, Juan instruía a Shams. Si las mujeres estudiaban con varones, lo que no solía ser frecuente, se separaban ambos sexos mediante una cortinilla de gasa, pero Yahya había decidido que sería más fácil que su esclava aprendiera bien su lengua sin la separación de la cortina, por lo que había autorizado a ambos a que se colocaran frente a frente, sin telas de por medio. Los dos jóvenes hablaban en eslavo. Juan dibujaba las letras del alifato en una pizarra con una tiza de yeso.
— Es un idioma sencillo si se conocen las reglas de su gramática —aseguró Juan.
— Yo lo encuentro muy complicado. Las palabras me suenan todas iguales y no acierto a distinguir la diferencia entre ellas —replicó Shams.
— Tus oídos se acostumbrarán pronto asentó Juan.
La muchacha alargó su mano para coger un pedazo de yeso y se encontró con la de él. Durante un instante el roce de sus dedos atizó el fuego de sus corazones.
Unos ruidos que procedían de la puerta volvieron a los dos a la realidad. Yahya regresaba de Toledo, donde había cerrado un trato comercial que le había reportado una ganancia exorbitante. Venía ligero, con el rostro cansado por el viaje, sudoroso y rebozado en polvo, pero con el brillo que sus ojos destellaban cuando el dinero acudía a su bolsa. Atravesó el patio con energía, tan eufórico que la cojera apenas se le notaba.
— ¡Ah!, muchacho, estás ahí se dirigió a Juan.
— Bienvenido, mi señor, ojalá que hayáis tenido un feliz viaje.
— Ya lo creo, mi fiel Juan. Los toledanos han quedado encantados con nuestros productos y he firmado el contrato más importante de mi vida. Estoy pensando incluso en abrir tienda en el zoco de esa ciudad.
Yahya avanzó unos pasos, se detuvo, giró su cabeza y fijó sus ojos en Shams, que se había puesto de pie ante la llegada del amo. El dueño de la casa la miró fijamente y le ordenó a Juan:
— Dile a Shams que a la hora de la cena vaya a mi cuarto. Fátima la acompañará. Yo voy a darme un baño, tengo polvo hasta en los huesos.
Juan inclinó la cabeza, más para que Yahya no advirtiera su expresión que como señal de acatamiento. Volvió al rincón del patio donde enseñaba a la muchacha y le musitó:
— Creo que el dueño quiere hacerte suya hoy. Me ha dicho que tienes que ir a su cuarto cuando anochezca. No debes tener miedo, Helena.
— Te quiero, Juan —murmuró la muchacha con espontaneidad mirándole a los ojos.
— No puedes permitirte amar a nadie que no sea él.
En ese momento apareció Fátima, que los había dejado a solas durante unos momentos.
— Juan, ¿has oído al amo? Di a Shams que…
— Ya lo sabe —cortó tajante a Fátima, que sorprendida por esta actitud adivinó entonces los sentimientos de los dos jóvenes.
— Pues ya debe conocer que hoy su virginidad será de nuestro señor. Vamos añadió cogiéndola por la muñeca—, debes prepararte.
Juan guardó en una bolsa de cuero la pizarra, los yesos y un par de cuadernos que usaba para enseñar a Shams. En su pequeña habitación se tumbó en el lecho, boca abajo, con los brazos extendidos a lo largo de su cuerpo y el rostro hundido en el colchón de paja. Una sensación de vómito le inundó el estómago y sintió como si sus vísceras se poblaran de orugas.
Fátima desnudó a Shams en el baño. La sierva bereber lavó con sumo cuidado todo el hermoso cuerpo de la joven, primero con paños de agua fría y jabón, después le hizo introducirse en la pileta de mármol blanco tallada con figuras de leones que Yahya había adquirido a un mercader de antigüedades; el agua estaba caliente. Con el cuerpo de la joven todavía húmedo le aplicó ungüentos, bálsamos, aceites y perfumes de aromas embriagadores. Le pulió los dientes con polvo de carbón y cepilló su dorado pelo dejándolo caer suelto sobre los hombros. Remarcó sus ojos con dos finas líneas de cohol azul y tiñó las plantas de sus pies con alheña. La vistió con una corta túnica de gasa y encima un vestido de seda verde.
Cuando la muchacha estuvo lista, Fátima la acompañó hasta la habitación de Yahya. El dueño de la casa estaba recostado sobre unos almohadones de raso, frente a él había una mesa baja rebosante de deliciosos manjares: fuentes de cobre repletas de brillantes frutas que parecían de porcelana, escudillas vidriadas con dátiles almibarados, ataifores de loza dorada de Calatayud con pastelillos de carne aromatizados con hierbas y especias, almojábanas de queso fresco con miel, jarras de zumo de limón y menta, vino blanco dulce y jícaras de leche de almendras.
— Aquí está vuestra sierva —le anunció Fátima—; lista para cumplir vuestros deseos, mi señor.
— Puedes marcharte, Fátima —indicó Yahya—; que nadie nos moleste.
Shams permaneció de pie, en medio de la habitación, sin saber qué hacer ante la presencia de aquel hombre. Aunque se había preparado para este momento y había ensayado distintas actitudes y variadas expresiones, se quedó paralizada.
Yahya se incorporó y se acercó hacia la esclava. Los ojos de aquel hombre recorrían ansiosos su cuerpo, deleitándose con las formas de la muchacha, como si quisiera prolongar la espera antes de gozar de ella. La tomó de la muñeca y la dirigió hacia el lecho repleto de almohadones. Con un gesto de su mano señaló los manjares. Shams bebió un sorbo de zumo de limón. Yahya deslizó suavemente sus dedos por los hombros de la joven, la atrajo hacia sí y la besó con delicadeza. Instantes después el vestido de seda y la túnica de gasa cayeron sobre las alfombras que cubrían el suelo. Recostada sobre los almohadones, Shams recibió el peso de su amo. Notó sus manos desplazando los muslos a los lados. Yahya jadeaba y empujaba con fuerza una y otra vez sin que se cumpliera su ansiado propósito. Shams sentía desgarrarse su piel como si un acerado cuchillo la estuviera cortando lentamente. No pudo contener un grito seco y agudo cuando, tras múltiples intentos, el miembro viril de Yahya penetró en su interior robando su virginidad.
Juan dejó intacto su desayuno de huevos revueltos, berenjenas fritas y pan con miel. Las marcadas ojeras y los párpados enrojecidos denotaban que aquella noche no había dormido. Se dirigió al patio para esperar a sus pupilos. El verano ya había comenzado y éste era el último día de clase. Los dos hijos de Yahya aparecieron bajo el arco decorado con yeserías pintadas en rojo, azul y verde que daba paso a las dependencias privadas de la casa. Detrás de los dos adolescentes venía Fátima.
— Tu rostro denota que no has dormido bien —recalcó la sierva bereber.
— Me debió sentar mal la cena. Tanto calor como está haciendo estos días no es bueno para mí—respondió Juan.
— Querrás decir la falta de cena, porque anoche no comiste nada —señaló Fátima con ironía.
— Sí, sí, eso ha debido ser —apostilló Juan.
El verano transcurría pausado entre las clases a los hijos de Yahya, la enseñanza del árabe a Shams, de la que el señor estaba cada día más encariñado, las tertulias en casa de al—Kirmani y largos paseos por la alameda de la Almozara. Después de que el amo desvirgara a su esclava, los dos jóvenes eslavos no habían comentado sino temas relacionados con el estudio y el aprendizaje del idioma árabe. Shams seguía recibiendo lecciones de Juan, pero apenas hacía progresos; sabía que en cuanto aprendiera a hablar en árabe dejarían de estar juntos. Yahya se impacientaba y recriminaba a su esclavo la lentitud en el aprendizaje de su concubina. Quería poder comunicarse pronto con ella y que entendiera sus palabras. Estaba tan prendado de la joven que le dispensaba más tiempo que a sus tres mujeres legítimas. El malestar entre las tres esposas iba en aumento. Yahya se encerraba con su concubina durante dos o tres días en cuanto regresaba de un viaje y abandonaba a sus mujeres e incluso descuidaba sus negocios. La había colmado de regalos que causaban la envidia de las tres esposas: un bote de plata de Basora con sándalo mezclado con ámbar, otro de marfil, tallado en Córdoba, con incienso, una jarrita de cristal iraquí llena de algalia, el perfume de los reyes, una cajita de vidrio y esmalte de Bizancio para el polvo que los monarcas usaban para disimular el sudor en verano, una botella de agua de rosas de Bagdad, un pincel de oro para el colirio envuelto en un paño de seda y guardado en un estuche de cuero de Fez forrado en raso, un pequeño escriño de plata con mondadientes y aparejos para limpiar la dentadura después de comer y una colección de telas tirazíes de la mayor calidad.
La primera esposa de Yahya, que era la favorita, urdió un plan para desacreditar a Shams y alejarla de su esposo. Por alguno de los servidores se había enterado de que los dos eslavos se atraían, y decidió que si ambos jóvenes intimaban, y para ello era necesario que se encontraran a solas sin la presencia de Fátima, llegarían a amarse. Después, la intuición y la ira de Yahya harían el resto. Era preciso preparar la situación adecuada, el momento justo y el ambiente propicio. Tendría que esperar a que su marido partiera a uno de sus cada vez más frecuentes viajes y anular a Fátima.
A fines de verano Yahya marchó a Valencia en busca de un cargamento de alumbre que arribaba a este puerto desde Acre. El dueño de la casa partió temprano y encargó a Juan que fuera especialmente severo en la enseñanza de sus hijos durante su ausencia; las clases en la escuela comenzarían pronto y los muchachos se habían relajado en las últimas semanas. La velada antes de partir la pasó con Shams, a la que regaló un precioso collar de aljófares y brillantes.
La segunda noche después de la marcha de Yahya hacia Levante fue la elegida por la favorita para que Shams y Juan se encontraran. Ya había anochecido cuando la orgullosa árabe ordenó a uno de los eunucos, más fiel a ella misma que a Yahya, que fuera a buscar a Juan. El eunuco, un sudanés de músculos abultados y vientre prominente, tan alto como Juan pero mucho más voluminoso, lo despertó con leves golpecitos en los hombros. Juan se sobresaltó, pero se calmó cuando reconoció al africano, que le indicaba a la luz de una lamparilla que guardara silencio.
— Acompáñame —bisbiseó—, la señora quiere verte.
— ¿Qué señora? —preguntó Juan todavía adormilado por los efectos del primer sueño.
— La favorita de nuestro amo. Te guarda una sorpresa. Vístete y sígueme.
Juan, confuso y a regañadientes, le acompañó a través del patio hasta las habitaciones privadas de Yahya, en las que nunca había puesto el pie. Sabía que su amo no estaba en casa y que tardaría algunos días en volver, pero no acertaba a imaginar qué quería de él aquella mujer a la que apenas conocía y con la que no había cruzado una sola palabra.
Entraron en una estancia sin ventanas, en cuyo centro habían colocado un lecho de almohadones bermejos y gualdas; las paredes estaban pintadas con escenas de hombres y mujeres haciendo el amor en las más diversas posturas. En las cuatro esquinas ardían lámparas de aceite que al consumirse desprendía un intenso aroma a jazmín y a sándalo.
— Espera aquí señaló el eunuco.
Instantes después apareció la primera esposa de Yahya, en la que se apreciaba una incipiente gordura, una boca sana, un aliento perfumado y largos cabellos negros; vestía una amplia túnica y lucía el rostro descubierto.
— Sé que todo esto te parece raro. Pero no te preocupes, no es ninguna encerrona. Me han dicho que tu corazón late con fuerza por el amor de la muchacha de tu raza y que ella te corresponde. Quiero que ese amor crezca en vosotros dos alimentándose con la unión de vuestros cuerpos. Mi esposo está fuera de la ciudad y tardará en volver. Si me ayudas en mi plan, podrás gozar de tu amada, en caso contrario diré a mi esposo que has intentado abusar de mí,y entonces te espera un castigo terrible. ¿Qué contestas? —preguntó aquella enigmática mujer, de edad madura pero cuyos ojos emanaban todavía una serena belleza.
— No sé qué pretendéis, pero contad conmigo, señora —aseveró Juan— que comprendió que aquella era su única salida.
La mujer árabe dio media vuelta y salió de la habitación. Poco después volvió el eunuco; tras él venía Shams.
— Tenéis un par de horas. Es el tiempo que Fátima estará dormida. Le hemos administrado un somnífero y no despertará en ningún caso antes de ese tiempo. Incluso es probable que no despierte hasta bien entrado el día. Regresaré para devolveros a cada uno a vuestro cuarto —y salió cerrando la puerta tras de sí.
Los dos jóvenes permanecieron un instante de pie, frente a frente. Juan se adelantó hasta su altura y la cogió por las manos.
— Helena, yo no tengo nada que ver en esto se excusó.
— Lo sé, mi amor, lo sé.
No dijeron nada más. Durante aquellas dos horas se amaron con la intensidad que sólo es posible cuando los dos amantes se saben el uno del otro.
Aquella situación se repitió durante varios días. Siempre igual, con Fátima narcotizada y el eunuco africano vigilando la entrada a la sala cubierta de escenas eróticas.
Pero Yahya regresó un par de días antes de lo previsto y, como siempre, venía ansioso por gozar de su rubia concubina. Aquella noche el eunuco no fue a buscar a Juan y el eslavo supo que el amo ocupaba ahora el lugar junto a la cintura de su amada.
6
Pasó el verano y septiembre durmió con las viñas cargadas de racimos. Por toda la ciudad circulaban carretas rebosantes de uvas que se introducían en los lagares de las bodegas de las casas. Juan no entendía cómo una sociedad tan religiosa como aquella, que observaba a rajatabla las enseñanzas del Corán, se permitiría desobedecer uno de los preceptos más sagrados, el que prohibía la ingestión de vino. Dios condenaba su consumo en la tierra como pecado y como regalo del demonio, pero premiaba con su degustación a quienes accedieran al Paraíso. Los musulmanes españoles solucionaban esta paradoja convencidos de que Dios les perdonaría el haber intentado gozar de los placeres del Paraíso en la tierra. Yahya gustaba del vino con fruición. En su mesa siempre había una botella de dulce caldo blanco, que consumía con todo tipo de comida, especialmente con las almojábanas y con los pastelillos de hojaldre.
«Los zaragozanos deben tener poco miedo al demonio; en sus fiestas no falta el vino. O quizá quieren probar la bebida de su paraíso por si merece la pena morir por ello», pensaba Juan mientras contemplaba desde la azotea la descarga de las uvas en las casas de la vecindad.
Durante el otoño tuvo ocasión de asistir a los ejercicios del ejército. Todos los viernes había una parada militar después de la oración de la tarde y antes de la del anochecer en el campo de la Almozara. El rey ofrecía regalos y joyas a los mejores jinetes, que competían en ejercicios de habilidad con el caballo, de destreza en el uso de la lanza, la espada y el arco y en concursos de carreras de velocidad y saltos. Los viernes se celebraban varios partidos de polo en los que se cruzaban cuantiosas apuestas.
La llegada del invierno, este año antes de lo habitual, significó el fin de los viajes de Yahya y el término de los encuentros de Juan y Shams. La favorita del amo no pudo seguir maquinando. Pensó en denunciar las relaciones de los dos esclavos, pero entonces las culpas hubieran recaído sobre ella. Había confiado en que Yahya descubriera por sí mismo el amor de los dos jóvenes y que la eslava de ojos azules lo rechazara, pero ésta no cambió de actitud para con su amo. Se dejaba penetrar sin entusiasmo y acompañaba los movimientos agitados de Yahya con un jadeo fingido, como una profesional del sexo; cuando su amo se vaciaba en ella simulaba muecas de placer. Yahya estaba tan prendado de su concubina que no sospechó nunca nada. La sierva eslava ya lograba enlazar algunas frases y pronunciar algunas palabras lo suficientemente inteligibles. El amo de la casa se sentía feliz por su suerte. Creía tenerlo todo: era rico, día a día más rico, sus negocios crecían prósperos, gozaba de un notable prestigio en su ciudad, era considerado un benefactor de la misma por sus crecientes donaciones a las escuelas y a las mezquitas, gozaba de buena salud, poseía cuatro hermosas mujeres y Dios lo había bendecido con hijos fuertes y sanos. En verdad, era un hombre afortunado.
El año del calendario cristiano de 1064, 456 de la hégira, se presentó con malos augurios. Afines del invierno una bandada de cuervos voló repetidamente sobre el cielo azul de Zaragoza, cayeron muchas estrellas durante varias noches, señal inequívoca de que los demonios andaban sueltos por el firmamento, y el río bajó rojo de sangre tras las primeras lluvias de primavera. Después de la derrota de los cristianos en Graus y para vengar las heridas del rey aragonés Ramiro, el papa Alejandro II predicó una cruzada contra el islam. En los zocos y mercados no se hablaba de otra cosa. Algunos viajeros que venían del sur de Francia para vender caballos y bueyes, y que habían atravesado los Pirineos aprovechando los plácidos días de principios de primavera, aseguraban que en todo el sur de ese país corría un entusiasmo desbordado para acudir al llamamiento que el papa había realizado para combatir al islam en su terreno. Durante todo el invierno, el gonfalonero del pontífice, un mercenario normando llamado Guillermo de Montreuil, había estado organizando un ejército compuesto principalmente por francos y normandos a los que se estaban sumando italianos, catalanes y aragoneses. Algunos de los más importantes señores de estas regiones se habían unido al ejército, entre ellos el duque Guillermo VII de Aquitania, el barón Robert Crespin de la Baja Normandía, el conde Armengol III de Urgel y el obispo de Vich. Los aragoneses apenas participaban en el ejército. Aunque en principio se había corrido el rumor de su muerte, Ramiro I había sido malherido en Graus. Su herida era de consideración y no había podido recuperarse. El daño causado en su cuerpo era irreversible: no podía montar a caballo y tenía enormes dificultades para valerse por sí mismo. La jefatura del ejército aragonés había recaído en su hijo y heredero Sancho. Espías y exploradores enviados por los gobernadores de Huesca y Barbastro a Carcasona ratificaron las noticias de los viajeros. Mediada la primavera, las informaciones que procedían del otro lado de los Pirineos eran alarmantes. Las versiones más exageradas decían que los cristianos habían equipado un formidable ejército compuesto por cuarenta mil hombres, bien pertrechado y con máquinas de asedio, lo que significaba que no se trataba de una simple expedición de saqueo sino de una verdadera guerra de conquista. Ahmad ibn Sulaymán recibió al gobernador de Huesca en su palacio de la Zuda, oyó sus informes, pero pese a todo no adoptó ninguna medida extraordinaria. Su nuevo astrólogo, un judío conocedor del movimiento de los astros y de la cábala, había predicho que Zaragoza no tenía nada que temer de los cristianos y que cualquier iniciativa de éstos contra el islam estaba condenada al fracaso. El rey despachó con sus visires y tan sólo ordenó extremar la vigilancia en los puestos fronterizos.
En los primeros días cálidos de primavera, Yahya, que había pasado todo el invierno en su casa ocupándose de sus negocios y de sus mujeres, había preparado un viaje a los territorios del norte en busca de pieles para un taller de curtidos que quería abrir en el arrabal de las tenerías el próximo verano. La industria de la piel era una de las más boyantes de la ciudad; las pellizas de marta fabricadas en Zaragoza eran famosas en todo al—Andalus. Mercaderes amigos suyos y sus propios agentes, que habían recorrido las provincias de Barbastro y de Lérida en las últimas semanas, le habían recomendado esperar a que se aclarara la situación ante las noticias de la invasión del ejército cristiano. Entre tanto, Juan seguía enseñando a los hijos de Yahya y a Shams, que, ahora sí, hacía notables avances en el conocimiento del árabe.
Durante el invierno, al—Kirmani había caído enfermo de neumonía y por ello se habían interrumpido las tertulias en casa del maestro, a quien Juan había visitado con permiso de su dueño varias veces para interesarse por su salud. Durante esas visitas, al—Kirmani había conversado con Juan sobre filosofía y astronomía, aunque durante cortos espacios de tiempo, pues el anciano se resentía enseguida de cualquier esfuerzo y su médico le había prohibido las entrevistas demasiado largas; no obstante, con Juan hacía alguna excepción. A al—Kirmani le gustaba escuchar relatos sobre Constantinopla. Miguel Psello, Demetrio y el patriarca Cerulario, de los que nunca antes había oído hablar el sabio zaragozano, se habían convertido para él, gracias a las ajustadas descripciones de Juan, en figuras familiares. De Roma le apasionaba la decadencia, pues no en vano en Zaragoza quedaban numerosos ejemplos de la pasada grandeza de los romanos. Inquiría a Juan sobre la corte del papa, su organización, el ritual y los planteamientos filosóficos de los católicos. Llegó a admirar al cardenal Humberto de Selva Cándida y a aborrecer a Hildebrando, y se reafirmó en sus convicciones de preferir la pureza y la sencillez del ermitaño a la política y la retórica de los príncipes.
Mediada la primavera un mensajero llegó a caballo desde el norte. Atravesó a todo galope el puente sobre el Ebro y se dirigió hacia el palacio de la Zuda occidental. Ahmad ibn Sulaymán paseaba por el camino de ronda en lo alto de la muralla despachando con el visir Alí Yusuf cuando el mensajero, acompañado por dos soldados de la guardia, se presentó ante él.
— Señor —jadeó rodilla en tierra—, los cristianos han atravesado los puertos de los Pirineos y se dirigen hacia nosotros con un gran ejército.
— ¿Cuál es su destino? —preguntó el rey.
— La fortaleza de Barbastro, Majestad.
— Retírate a descansar y que te den comida y bebida.
El correo se incorporó, besó la mano del rey y se alejó entre los dos soldados.
— Majestad —puntualizó el visir—, al parecer los rumores que durante los últimos meses han corrido por toda la frontera eran ciertos.
— Sí, lo sé, siempre lo supe. Nunca tuve ninguna duda de cuál era la intención de los cristianos. No podían dejar sin venganza la derrota de Graus y la invalidez de Ramiro. Su falso dios es sanguinario y cruel, se alimenta de la sangre de los vencidos y exige constantemente que le ofrezcan víctimas. Se jactan de beber la sangre de su dios y de comer su carne. Son como perros del desierto persiguiendo a su presa, caen sobre ella una y otra vez, la acosan sin descanso, la acorralan sin tregua. Son cobardes y actúan siempre con ventaja. No dejarán de presionar sobre al—Andalus hasta que consigan conquistarlo. Durante siglos hemos mantenido la iniciativa y los hemos relegado a las montañas, pero ahora son ellos los incentivados. El islam está roto en mil pedazos y no será fácil volver a recomponerlo. Durante los últimos cincuenta años hemos estado más pendientes de matarnos entre nosotros mismos que de evitar el crecimiento de los cristianos. Inmersos en batallas intestinas, nos hemos olvidado de los verdaderos peligros; nuestros enemigos crecían a nuestras espaldas mientras nosotros pugnábamos en fratricidas querellas estériles.
— Pero Dios está con los musulmanes alegó el visir.
— Dios no ayuda a quienes no se ayudan a sí mismos. La invasión cristiana está dentro de sus designios. Un príncipe ha de saber aprovechar en cada momento las circunstancias en su beneficio. Esta incursión sobre Barbastro puede beneficiarnos. Mi hermano Yusuf gobierna en Lérida, y Barbastro está cerca de su influencia. Aunque los cristianos ocupen la ciudad, no podrán retenerla durante mucho tiempo. Mi maldito hermano ha abandonado Barbastro a su suerte. Mis agentes lo han convencido, y eso me ha costado mucho oro, de que la fortaleza puede defenderse por sí sola. Estoy seguro de que los infieles la ocuparán. Una ciudad como esa no puede resistir al ejército que se le viene encima. ¿Y qué ocurrirá entonces? No podrán mantenerla bajo su dominio durante más de un año y entonces, cuando sus fuerzas decaigan y el ejército ocupante comience a deshacerse, Barbastro será para nosotros una presa fácil. Yusuf al—Mudfar, el tirano de Lérida, aparecerá como un cobarde y un traidor y podremos iniciar la unificación de las tierras de al—Andalus, recuperar la fuerza de los antiguos califas y salvar al islam de la destrucción. En todo el mundo musulmán se nos aclamará como salvador de la religión del Profeta y nuestro brazo manejará la espada victoriosa de Alá.
El rey miró al visir esbozando una sonrisa de autocomplacencia, se volvió hacia las almenas y apoyando sus manos en uno de los merlones de la muralla contempló el valle. El río serpenteaba entre los huertos y los jardines; decenas de acequias y canales llevaban el agua vivificadora a los campos. El sol caía sobre el Monte Cayo tiñendo el cielo de tonos anaranjados y lilas y en los alminares de las mezquitas los muecines llamaban a la oración del maghrib.
Los cristianos se precipitaron sobre Barbastro como una plaga de langostas sobre las mieses. Comenzaba el verano cuando el ejército inició el sitio. Durante el asedio se cortó el suministro de agua; los sitiadores destruyeron el acueducto que la conducía a la ciudad y los sitiados, acuciados por la sed y el hambre, se rindieron cuarenta días después. Pocos días antes había dado comienzo el sagrado mes de ramadán del año 456 de la hégira. Los conquistadores entraron a saco en la medina y en el arrabal. Los musulmanes habían ofrecido su rendición a cambio de que se respetasen sus vidas. Al salir de las murallas muchos de ellos fueron pasados a cuchillo por los cristianos, violando el pacto acordado. Los pocos que quedaron con vida se abalanzaron hacia el río ansiosos por beber agua, atropellando a los niños y a los ancianos ante el regocijo de los conquistadores. Unos cuantos, sobrecogidos por la matanza, se refugiaron en la alcazaba, prefiriendo morir de sed y de hambre antes que bajo el filo de la espada de los infieles. Los supervivientes fueron reunidos en una explanada junto a la puerta principal de la medina y distribuidos como esclavos por sus antiguas casas, que se repartieron entre los vencedores. Durante tres días, los soldados del ejército cristiano se dedicaron al saqueo de las riquezas, a torturar a los barbastrinos y a violar a sus mujeres y a sus hijas, en ocasiones ante los aterrados ojos de padres y esposos. A los tres días se permitió salir a los que se habían encastillado en la alcazaba. El general de los cristianos, ante tanta sangre derramada, se compadeció de los supervivientes y obligó a sus huestes a respetarlos, pero en el camino hacia el sur se encontraron con una partida de cristianos que asesinó a casi todos. Los pocos que lograron escapar consiguieron llegar a Lérida, a Huesca y a Zaragoza, donde narraron todo lo sucedido.
La caída de Barbastro obligó a cambiar los planes comerciales a Yahya. Todo su diseño de expansión y de búsqueda de pieles en el norte del reino se había venido abajo. Cuarenta millas al norte del Ebro los caminos no eran seguros porque los cristianos merodeaban como lobos feroces al otro lado de los Montes Negros. Las rutas hacia el sur y el oeste tampoco eran de fiar, pues corría el rumor de que los castellanos estaban preparando un gran ataque contra los musulmanes y que su ambicioso rey Fernando, receloso por la actitud de Ahmad ibn Sulaymán, estaba planeando conquistar Zaragoza.
7
Juan cumplió aquel verano diecinueve años. A Shams, a la que seguía enseñando árabe, apenas la veía dos o tres horas a la semana, siempre en el patio y en presencia de Fátima. La pasión de Yahya por la muchacha era enfermiza y no le permitía el contacto con personas que no fueran mujeres o eunucos. El pequeño Abú Bakr correteaba ya por toda la casa, balbuceando sus primeras palabras. A veces se sentaba en el suelo, entre sus hermanos y Juan, y aparentaba mostrar interés por las enseñanzas del joven eslavo, quedándose quieto como si entendiera de primeras lo que sus dos hermanos aprendían con mucho esfuerzo y después de varias repeticiones.
Unas fiebres malignas, achacadas a la glotonería que se había despertado en la primera esposa de Yahya desde que llegó Shams a la casa, acabó a fines del estío con su vida. Una vez amortajado su cadáver y perfumado con algalia y áloe indio mezclado con ámbar de al—Fustat, fue enterrada en el cementerio de la puerta de Alquibla, muy cerca del sencillo amontonamiento de piedras que señalaba las celebradas tumbas de Hanás as—Sana'ni y Alíal—Lajmi, los piadosos santones que según la tradición habían fundado hacía ya tres siglos y medio la mezquita mayor y el más antiguo de los raudas de la ciudad. Buena parte de los que componían el cortejo fúnebre vestían de blanco, como era costumbre hasta entonces; sólo unos pocos acudieron con túnicas negras, siguiendo la nueva moda recién importada de Oriente para indicar el color del luto. Juan asistió al entierro con sincera devoción. En cierto modo, aquella mujer había sido la que le había dado la oportunidad de amar a Helena, de encontrarse aquellos días del verano del pasado año con ella en una habitación cerrada, solos los dos. Ante el ataúd de la esposa árabe de Yahya, en cuyo interior se había colocado una sencilla ofrenda funeraria, un huevo de gallina dentro de una orza de barro, entre los histriónicos gritos de dolor de las plañideras contratadas para el sepelio, pasaron por su cabeza las escenas vividas con la que ahora era llamada Shams. Pensó si no habría sido un sueño, algo parecido a la primera vez que hizo el amor con aquella desconocida muchacha en los palacios del Vaticano. Bajo la quba, un pequeño monumento funerario que cubría la sepultura, se colocó una lápida de mármol blanco en la que se había grabado la siguiente inscripción: «Esta es la tumba de Radiyya, esposa de Yahya ibn al—Sa'igh. Falleció, Dios tenga misericordia de ella, la noche del día 14, en el mes de ramadán del año 456.Testimonió que no hay dios sino Dios y que Muhámmad es su enviado. Dios es verídico».
Durante el otoño y el invierno no hubo otro tema de conversación que la caída de Barbastro. Ahmad ibn Sulaymán ultimaba la estrategia que durante dos años había venido diseñando para la conquista del territorio de su hermano y que pasaba por la reconquista de Barbastro. Un poderoso ejército se preparó y entrenó con todo cuidado. El campo de la Almozara se cerró a cualquier tipo de manifestaciones, quedando reservado para los ejercicios de caballería, lucha con espada y daga y tiro con arco de los soldados. Todos los días entre quinientos y mil combatientes recibían instrucción de los comandantes de los batallones.
Por toda la ciudad crecía un ardor guerrero incontenible y en algunas mezquitas los alfaquíes alentaban el espíritu de guerra santa contra el infiel que había osado ocupar la sagrada tierra del islam. Los predicadores más radicales lanzaban encendidas soflamas sobre la necesidad de la yihad, la guerra santa, y la de acabar con los cristianos, que habían celebrado las recientes Navidades con especiales muestras de alegría, culminándolas con una solemne misa de gallo en Santa María, engalanada con ramos de mirto y concelebrada por varios clérigos vestidos con los más suntuosos ropajes entre cánticos exaltados de un coro de voces infantiles.
A principios de 1065 los mozárabes zaragozanos se sintieron amenazados ante el crecimiento de la ira popular. Eran poco más de dos millares y vivían concentrados en el ángulo noroeste de la medina, entre la iglesia de Santa María, la Zuda occidental, la muralla junto al río y una calle que desde la mezquita mayor se dirigía hasta la propia Zuda. Gozaban de plena autonomía interna y se regían por el LiberIudiciorum, que un conde y un juez se encargaban de aplicar. Desde la conquista de la ciudad, hacía ya más de trescientos cincuenta años, vivían en paz con los musulmanes y los judíos, que también tenían su propio barrio en la esquina de la medina opuesta a la de los mozárabes. El propio al—Muqtádir había nombrado ministro de su corte a un cristiano llamado Ibn Gundisalvo. Los cristianos habían mantenido su culto en torno a la iglesia de Santa María, ubicada en plena mozarabía, a orillas del Ebro, y a la de Santa Engracia, entre la medina y el río Huerva, en el antiguo convento de las Santas Masas, en el que se veneraban los restos de los mártires zaragozanos asesinados durante las persecuciones romanas.
Un imán chiíta llamado 'Abd Allah ibn Alíal—Ansarí, seguidor de los partidarios del asesinado califa Alíy que pronunciaba sermones cargados de fanatismo desde el minbar de la mezquita de la puerta de Alquibla, acusó a los mozárabes zaragozanos de instigar a los cristianos del sur de Francia para la conquista de al—Andalus. Los ánimos se fueron caldeando durante la oración del viernes, cuando en esta mezquita, una de las cuatro más importantes de la ciudad, se habían congregado varios cientos de fieles para seguir la plegaria. El predicador, henchido de un espíritu revanchista e intransigente, alentó en una inflamada arenga a los musulmanes para acabar con los cristianos, recalcando «con todos los cristianos». En un tono cada vez más colérico narró los crímenes y violaciones cometidos en Barbastro y profetizó un destino similar para todos los creyentes si no hacían nada por evitarlo. Acabada la oración, el propio imán encabezó una manifestación que se dirigió hacia el barrio mozárabe, gritando consignas en favor de la yihad. Era mediodía cuando dos centenares de enardecidos musulmanes irrumpieron en la plaza de Santa María empuñando espadas, hachas, cuchillos y todo tipo de armas y utensilios contundentes. Las primeras casas frente a la iglesia fueron asaltadas y los que se encontraron en su interior apaleados en medio de la calle y algunos ejecutados. Con maderos y vigas se fabricaron enseguida unas cruces en las que fueron atados varios cristianos, algunos de los cuales fueron asaeteados o muertos a lanzazos en la cruz.
Mediada la tarde, la noticia del asalto a la mozarabía se había propagado por toda la ciudad. El rey, ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, decidió acabar con la matanza y ordenó el final de las persecuciones. Algunos de los musulmanes más exaltados desoyeron sus órdenes y salieron en busca de los cristianos que trabajaban en los campos asesinando a cuantos encontraron. Juan pudo presenciar desde la azotea cómo un grupo de unos quince hombres arrastraba por los cabellos por la calle del Puente arriba a una mujer cristiana que gritaba como una posesa rasgando sus vestiduras emponzoñadas de sangre y polvo.
Centenares de cristianos habían logrado huir en los primeros momentos de confusión y deslizándose con cuerdas por las murallas habían logrado alcanzar la iglesia de Santa Engracia. Allí, entre las ruinas del viejo anfiteatro romano, en cuyo centro y para rememorar el martirio de los primeros cristianos zaragozanos se había construido el templo dedicado a la mártir Engracia en el monasterio de las Santas Masas, se atrincheraron armados con palos, azadas, horquillas y cuanto pudieron aprovechar para la defensa. El anfiteatro romano estaba semiarruinado; en la Antigüedad debió de haber sido un edificio imponente, de más de ciento veinte pasos de largo por ochenta de ancho. Aún quedaban en pie las arcadas y las gradas del lado oeste, pero la mayoría de sus piedras se habían desmantelado y habían sido empleadas como cantera para la construcción de las mezquitas y las casas de la ciudad y todo el flanco sur se había desmontado para aprovechar sus sillares en la obra de un dique sobre el río Huerva, al lado de la muralla de tierra, desde el que se tomaba agua para unos baños públicos.
En lo alto de las ruinas medio millar de cristianos se habían fortificado en espera de resistir la acometida de los musulmanes. Estaban excitados esperando morir igual que los mártires a los que veneraban y en el mismo sitio a manos de los infieles. Desde el graderío entonaban canciones en loor de la Virgen y de Cristo y habían clavado sobre la última de las arcadas del desmantelado anfiteatro una gran cruz de madera. Caía la tarde y los enfervorecidos musulmanes congregados al pie del monumento antiguo estaban a punto de asaltar a los encastillados cristianos cuando apareció un escuadrón de la guardia real. Al frente, erguido sobre su rocín negro azabache y vestido con túnica y turbante azules, cabalgaba Ahmad ibn Sulaymán ibn Hud, rey de la taifa de Zaragoza. El monarca espoleó su caballo hasta colocarse entre los cristianos refugiados sobre las ruinas y los exaltados musulmanes; aquéllos cesaron en su cánticos religiosos y éstos acallaron sus insultos. El soberano habló con voz poderosa y rotunda:
— El género humano es una raza de víboras. Soy el soberano de este reino y no voy a consentir que nadie, musulmán, cristiano o judío, se coloque por encima de mi autoridad o fuera de ella. Soy vuestro legítimo señor porque así lo ha querido Dios. En ningún caso voy a consentir que nadie de mi reino se tome la justicia por su mano, persiga al inocente o castigue sin juicio al malvado. Dios es Quien hace reír yhace llorar, Quien da la muerte y da la vida,y yo soy la espada de Dios en la tierra. Es mi voluntad que de inmediato volváis cada uno a vuestra casa y reine la paz entre cristianos y musulmanes en esta ciudad. Detrás de mí hay trescientos hombres armados y bien entrenados para el combate. Si alguien osa de ahora en adelante romper la paz, mi justicia caerá sobre él de tal manera y con tal fuerza que lamentará haber nacido.
Ahmad giró su caballo hacia los musulmanes, a cuyo frente se encontraba el imán 'Abd Allah, que agachando la cabeza comenzaron a disolverse en dirección hacia la medina. Poco después, los mozárabes descendieron de las gradas y en filas retornaron a su barrio, entonando himnos de esperanza. El gélido viento del noroeste azotaba la ciudad golpeando con fuerza los rostros de musulmanes y cristianos y arrastraba hacia el sureste finas columnas de humo negro.
El hijo mayor de Yahya, que había oído en la escuela que muchos jóvenes zaragozanos dos o tres años mayores que él se estaban alistando para vengar la ofensa de Barbastro, le pidió a su padre que le permitiera combatir bajo la enseña de Alá. Un capitán forjado en las fronteras del norte estaba formando un escuadrón llamado Los combatientes de Dios, en el que se habían enrolado los hijos de la aristocracia zaragozana y de los más ricos comerciantes. Yahya se opuso con rotundidad a los deseos de su hijo. Le recomendó que se dedicara al estudio y se olvidara de semejantes veleidades guerreras. El muchacho, que ya había cumplido dieciséis años, no dudó en dirigirse al rey en persona en petición de audiencia, pero su padre, avisado por un servidor de la corte que lo conocía, fue a buscarlo y lo devolvió a casa custodiado por dos siervos. El joven fue encerrado en una habitación sin comida, sólo alimentado con pan y agua. A los dos días llamó a su padre para pedirle perdón y jurarle que renunciaba a alistarse en el ejército. Días después, a requerimiento del rey, Yahya tuvo que contribuir con mil dinares de oro para los gastos militares.
Al igual que en la campaña de 1063 contra Ramiro de Aragón, el ejército de Ahmad ibn Sulaymán se concentró en la Almozara el primero de yumada I del 457 de la hégira, 9 de abril de 1065. En el mes anterior se habían requisado en todo el reino más de trescientos caballos. Dos años después de la victoria de Graus, el ejército hudí volvía a la guerra, ahora sin la ayuda de sus aliados castellanos. Seiscientos ballesteros formaban la vanguardia del ejército, junto con quinientos jinetes árabes, enviados por el rey al—Mu'tadid de Sevilla, que se unieron a las tropas de Ahmad entre las aclamaciones de los zaragozanos. El monarca hudí quería que la campaña para recuperar Barbastro fuera reconocida como una obra enteramente suya y que en ella participaran sólo los seguidores del Profeta.
Juan leía una lluviosa mañana, sentado en un banco de la biblioteca de Abú Yalid, un tratado de astronomía, ciencia en la que había profundizado durante el último año.
En el patio de la mezquita se oyó una algarabía de gritos y vítores.
— ¿Qué alboroto es ése? se preguntó indignado Muhámmad ibn Bakr, el director de la biblioteca, saliendo al patio a indagar lo que ocurría.
— ¡Victoria, victoria! ¡Dios es grande! —exclamaban por todas partes decenas de musulmanes agitando estandartes con la leyenda «No hay más dios que Dios».
Todos los lectores que en esos momentos estaban en la biblioteca salieron al exterior.
— ¡Los politeístas han sido derrotados, Barbastro es de nuevo tierra del islam! —exclamó un joven entusiasta que agitaba su turbante al aire a modo de banderola.
— Ya has oído, Juan, vuestras conquistas son efímeras. La voluntad de Dios ha querido que los musulmanes volvamos a vencer —aseveró Muhámmad.
— Dudo que Dios, al menos el dios en el que yo creo, desee la guerra —respondió Juan.
— iContén tu lengua, cristiano. Dios, el único dios, ha querido que Su poder se extienda por toda la tierra, y los musulmanes somos los que hemos recibido el encargo de tan sagrada misión! —finalizó rotundo Muhámmad.
Juan guardó silencio y comprendió que las ideas se imponen con el triunfo y la intolerancia crece en la victoria.
El cuerpo expedicionario se había presentado a mediados de abril ante Barbastro. Los zapadores minaron la muralla, colocaron leña y prendieron fuego. Un lienzo de diez pasos de anchura se derrumbó y por el boquete penetraron los musulmanes. La ciudad fue ocupada el día 17 sin demasiada resistencia por parte de los defensores cristianos. La muerte en una escaramuza del conde Armengol III de Urgel, uno de los principales cabecillas cristianos, había desmoralizado al ejército ocupante. Los musulmanes recuperaron buena parte del botín y numerosos pertrechos y útiles de guerra, entre otros, varios centenares de corazas francas, las más afamadas para el combate.
Ahmad ibn Sulaymán regresó de inmediato a Zaragoza, donde le esperaba un triunfal recibimiento. Desde varias millas antes de las puertas de la ciudad centenares de campesinos se habían congregado a ambos lados del camino para dar la bienvenida al ejército. La carretera de Lérida aparecía jalonada por largas filas de musulmanes que en las veredas agitaban palmas y ramos de flores y ofrecían bebidas refrescantes y almojábanas a los soldados. Los expedicionarios atravesaron el puente y entraron en la ciudad. La multitud se agolpaba en las calles y en las azoteas. El pavimento se había alfombrado con juncos y ramas; guirnaldas de rosas y azucenas colgaban de un lado a otro de los edificios. Un penetrante aroma a jazmín inundaba el aire y el viento desparramaba por todas partes un intenso olor a albahaca.
En la Almozara, frente a la alcazaba, se había levantado un estrado de madera adornado con enormes banderas azules y amarillas con los emblemas de la dinastía de los Banu Hud, el león dorado rampante frente a la media luna creciente. Miles de personas se arracimaban en la explanada para recibir al vencedor de los cristianos, el que por segunda vez en dos años había derrotado y humillado a los infieles, y en esta ocasión sólo con fuerzas del islam, sin la ayuda de los castellanos. Ahmad ascendió con la confianza del vencedor los peldaños de madera del estrado al son de los atabales y los albogues y alzó sus brazos ante los clamorosos rugidos de los zaragozanos. En su pecho lucía un jacinto blanco, queriendo así destacar la pureza de su acción militar contra los cristianos. Según una antigua leyenda, la piedra de la Kaaba, el santuario nacional panárabe de La Meca, había sido en su origen un jacinto blanco que bajó del cielo el arcángel Gabriel; una mujer impura lo tocó y se transformó de inmediato en una piedra negra.
— Os prometí una victoria y aquí la tenéis —anunció el rey entre las aclamaciones de la multitud.
El visir subió también al tablado y dirigiéndose a su rey propuso:
— Señor, ningún monarca musulmán desde an—Nasir había logrado un triunfo tan resonante para los seguidores del Profeta. El califa 'Abdarrahman tomó el título de an—Nasir, y vuestro pueblo os ofrece a vos el de al—Muqtádir Billah, «el Victorioso por Dios»; os rogamos que lo aceptéis en agradecimiento por haber librado a los creyentes del yugo de los politeístas.
Los asistentes, entre los cuales se habían distribuido agentes del monarca y miembros de la policía secreta, estallaron en aclamaciones y vivas. Ahmad ibn Sulaymán ordenó silencio con un gesto de su mano y dijo:
— Agradecemos vuestro ofrecimiento. Y como es vuestro deseo, y como príncipe vuestro deseamos que la voluntad de nuestros súbditos sea satisfecha, proclamamos que a partir de este momento seamos llamado Ahmad ibn Sulaymán ibn Hud al—Muqtádir Billah.
— ¡Viva al—Muqtádir! —gritó entonces uno de los agentes a sueldo.
— ¡Viva! —contestaron centenares de gargantas.
Ibn Darray al—Qastallí, el mejor de los poetas del reino hudí, subió al estrado para recitar una oda en alabanza a su rey; la acababa de componer en honor del conquistador de Barbastro. Cuando el poeta comenzó a declamar sus versos, una fina lluvia se precipitó sobre los congregados.
8
La fama de al—Muqtádir creció en todo al—Andalus como la masa de harina con la levadura. El rey decidió que su poder necesitaba de un nuevo espacio en el que encarnarse. Las dos residencias reales no eran dignas de un gran monarca. La de la Zuda occidental, junto al barrio cristiano, era un castillo militar, sin apenas espacio para las manifestaciones protocolarias de la corte, y el palacio ubicado entre el puente y la mezquita mayor era viejo y sus dependencias mostraban un aspecto destartalado. Se hacía preciso un nuevo palacio en el que se mostrara la grandeza de la dinastía de los Banu Hud y el poder de su actual soberano. Al—Muqtádir ordenó a sus arquitectos que estudiaran la construcción de un nuevo palacio real. Una comisión de expertos recorrió durante varios días toda la ciudad, buscando el lugar idóneo para ello. Ningún espacio parecía reunir las cualidades necesarias. Dentro de la medina no había sitio y fuera de ella las condiciones defensivas no eran apropiadas. Jalid ibn Yusuf, maestro arquitecto del reino, sugirió ir a la alcazaba y desde su torre escrutar la campiña zaragozana para localizar un emplazamiento. La comisión, compuesta por seis miembros, se desplazó una luminosa mañana hasta la alcazaba, situada en un extremo del campo de la Almozara, a unos cuatrocientos pasos del muro de tierra.
Este castillo había sido construido hacía casi dos siglos para defender Zaragoza. Estaba situado en lo alto de una suave colina desde la que se dominaba toda la ciudad. Su ubicación era excelente, pues desde allí se contemplaba todo el valle medio del Ebro. El recinto murado de la alcazaba tenía forma casi cuadrada, con ciento treinta pasos de largo por ciento diecisiete de ancho. Los muros eran de tapial reforzado con mampuesto en la base y revestidos con estuco de cal y yeso. Dieciséis torreones ultrasemicirculares jalonaban toda la cerca, además de una enorme torre de planta rectangular en el lado norte, frente al río. Esta torre había sido desmochada en las revueltas que estallaron en la taifa a la caída de la primera dinastía reinante, la de los tuyibíes, y se estaba reconstruyendo en argamasa. A diferencia de los muros, los torreones eran de sillares de blanquísimo alabastro, perfectamente tallados. La alternancia de muros de hormigón y torreones de sillares confería a la fortaleza un aspecto sobrecogedor, especialmente en las primeras horas de la mañana, cuando los rayos de sol incidían directamente sobre la cara este. Rodeada de olivares y alamedas, la alcazaba parecía un collar de perlas emergiendo en el centro de un mar turquesa.
Los comisionados penetraron en el recinto por la única puerta, ubicada entre dos torreones en la fachada oriental. Atravesaron el arco de herradura decorado con sencillas yeserías vegetales y geométricas y ya dentro giraron a su izquierda para salvar la entrada en recodo que protegía el acceso al castillo. El interior se configuraba en torno a un enorme patio central con edificios de madera y adobe donde se ubicaban las caballerías y los almacenes. Junto a los muros corrían sólidas construcciones de mampuesto y argamasa que se abrían en pequeños vanos hacia el interior, a modo de celdillas de una colmena. Saludaron al capitán de la guarnición, un orgulloso yemení de ojos melados y pelo castaño, que se puso a su disposición. Le pidieron que los acompañara hasta lo alto del torreón de planta cuadrangular, al que accedieron a través del patio. La entrada estaba situada a varios metros de altura con respecto al suelo, por lo que se subía a través de una liviana escalera accesoria de madera que se podía retirar en caso de peligro o asedio. Ascendieron pesadamente los empinados escalones de la escalera interior hasta que alcanzaron la terraza.
Desde allá arriba, a más de cuarenta pies de altura por encima de la cumbre de la colina, se vislumbraba una amplia panorámica de toda la ciudad y su entorno. Destacaba la pesada y compacta masa de la medina, totalmente congestionada de edificios, los prósperos y crecientes arrabales, donde se multiplicaba la actividad constructora, los huertos, almunias, cementerios y jardines, entre el muro de tierra y el de piedra, y los afilados alminares sobresaliendo por encima del abigarrado caserío. Los seis sabios otearon el horizonte una y otra vez en busca del lugar más apropiado para el nuevo palacio. Ninguno de ellos encontraba nada digno de su rey. El capitán de la fortaleza, impaciente por la espera e incómodo por el silencio, apoyado indolentemente en el gran reloj solar grabado en una laja de piedra, señaló:
— Desde aquí se disfruta de la mejor vista de la ciudad y del valle.
Jalid ibn Yusuf se volvió hacia él mirándolo fijamente como si acabara de realizar un gran descubrimiento.
— ¡Esto es! —exclamó Jalid ibn Yusuf, el arquitecto real—.lo hemos tenido todo este tiempo delante y no nos hemos dado cuenta. Aquí está el lugar idóneo para el palacio, la propia alcazaba.
Sus compañeros se acercaron a él interesados.
— ¿No estarás hablando en serio? —preguntó el joven judío Abú al—Fadl ibn Hasday, uno de los más influyentes consejeros de al—Muqtádir.
— Pues claro que sí —afirmó Jalid. —¿Qué mejor sitio podemos encontrar? Nosotros mismos hemos llegado hasta la alcazaba para buscar el lugar ideal, y ¿qué lugar para ser el mejor que aquél desde el que nuestros astrónomos escrutan cada noche los cielos?
En la azotea del torreón había instalado desde hacia tiempo un sencillo observatorio astronómico.
— No sé. Habría que hacer muchas reformas: derribar el interior de la alcazaba, redistribuir los espacios, adecuarlo a un palacio y no a un castillo. Todo eso conllevaría muchos gastos, creo que más de los que podemos asumir —aseveró Abú Marwán, alto funcionario encargado de las finanzas de la corte.
— Un conquistador no debe mirar su bolsa, sino su gloria; además siempre costará menos que hacerlo todo de nuevo —asentó el cordobés Abú 'Umar Yusuf al—Qaysí, secretario de al—Muqtádir.
— Nuestro monarca nos ha salvado del furor de los cristianos, paguémosle ahora con nuestro esfuerzo —apostilló Jalid acompañándose con un ademán con el que daba a entender que este asunto estaba cerrado.
Pocos días después al—Muqtádir recibió a la comisión de los seis expertos para la construcción del nuevo palacio real. El arquitecto jefe dio un paso adelante y expuso las razones de la elección: la construcción militar ya existente, la ubicación de la alcazaba en un lugar privilegiado sobre el río y el control y dominio visual sobre toda la ciudad y las rutas que llegaban a ella, entre otras. Al—Muqtádir permaneció unos instantes pensativo, dio varios pasos en distintas direcciones y por fin resaltó:
— Creo que no hay un lugar mejor. El nuevo palacio se levantará en el interior de la alcazaba de la Almozara. Será un paraíso dentro de los muros militares, un edén en la tierra, un jardín entre los campos y los frutales. Quiero que se ponga a trabajar un equipo de inmediato. Se van a cumplir veinte años de mi reinado y deseo celebrarlos con la construcción de este palacio. A partir de mañana nos reuniremos semanalmente para preparar el proyecto y seguir después su ejecución. Podéis retiraros.
Al—Muqtádir llamó a consulta a los más eminentes sabios de su reino. Personalmente, y uno a uno, les fue preguntando sobre sus ideas con respecto a cómo debería ser el palacio ideal. El maestro aritmético Muhámmad ibn Sulaymán hizo hincapié en la perfección de las medidas y en la simetría de las formas. El astrónomo Ibrahim ibn Lubb resaltó la identidad del palacio con el cosmos. El médico Muhámmad ibn Ahmad destacó la importancia de la limpieza y la salud, y el papel del aire y el sol en la arquitectura, y que estuviera expuesto a los vientos del este, que eran los más saludables.
El rey decidió que el nuevo palacio sería como un pequeño paraíso, donde hubiera abundante y suculenta comida, arroyos y fuentes saturados de perfumes, palmeras y granados, donde brotasen manantiales de vino, leche y miel. Debería disponer de delicados jardines privados en los que hermosas y ardientes mujeres pasearan semidesnudas y sensuales cual huríes de brillantes ojos negros eternamente jóvenes y siempre vírgenes.
En el nuevo palacio todos los detalles deberían cuidarse a la perfección: astrólogos indicarían el momento propicio para el inicio de las obras según la confluencia de los astros, los mejores arquitectos intervendrían en la planificación de cada uno de los elementos constructivos, los más afamados escultores, yeseros, alarifes y pintores diseñarían la decoración de cada una de las salas. Nada debería quedar a la improvisación. El palacio iba a ser su gran obra y por ello sólo admitiría lo sublime.
Al—Kirmani, el viejo maestro, que gracias a los calores del estío ya se había repuesto de la neumonía que le había afectado durante el pasado invierno, fue elegido por al—Muqtádir para fijar el día propicio para el comienzo de las obras. En su viaje a Oriente, al—Kirmani había estudiado astronomía en la ciudad de Harrán, al norte de Irak, en donde aprendió las técnicas que se practicaban en el observatorio de Maragahah, en Azerbaiyán, centro difusor de los calendarios y los mapas astronómicos de la China, que llegaban hasta allí a través de la Ruta de la Seda. Durante varios días se dedicó a consultar diferentes tratados de astrología en la biblioteca de Abú Yalid, en la de la mezquita aljama y en la del viejo palacio real junto al puente, acompañado por dos o tres de sus discípulos que le leían las obras. Juan se ofreció para ayudar a al—Kirmani y aunque éste se mostró reticente por no ser musulmán, pronto permitió que el discípulo eslavo le ayudara; en las bibliotecas había algunos libros en latín y griego y Juan era sin duda el mejor traductor de la ciudad.
Revisaron juntos los movimientos lunares descritos por al—Jwarizmí, las obras de Maslama de Madrid y de Ibn al—Saffar, los comentarios de al—Mayrizí de Shiraz sobre Ptolomeo y Euclides, las traducciones del Almagesto de Ptolomeo de Sahl al—Tabari y al—Hajjaj ibn Yusuf, que Juan corrigió en algunos puntos concretos. De especial interés para ambos fue la consulta de un libro recién llegado desde Valencia del astrónomo de Shiraz 'Abdarrahman al—Sufi, titulado Libro de las estrellas fijas, ilustrado con bellas láminas en las que se mostraban las principales estrellas con puntos unidos por líneas que formaban las doce figuras del horóscopo y las constelaciones.
Juan se sorprendió en extremo cuando en una de las visitas a la gran biblioteca de la mezquita mayor el viejo maestro pidió la obra de Aristarco de Samos titulada Sobre las dimensiones y las distancias del Sol y la Luna.
— Es un raro tratado de un astrónomo griego discípulo de Estrabón de Lampraco —comentó al—Kirmani—. En este libro calcula, mediante medición trigonométrica de los ángulos, las distancias entre los tres astros principales, Sol, Tierra y Luna, y el arco que la sombra de la Tierra proyecta sobre la Luna. Un hombre genial este Aristarco; lástima que sus teorías heliocéntricas sólo fueran seguidas por Seleuco. Escribió un libro, que se ha perdido, en el que dejó constancia de sus descubrimientos.
— Yo he leído ese libro afirmó Juan.
— ¿Qué has dicho? —preguntó sorprendido al—Kirmani.
— Que yo he leído el libro perdido de Aristarco —reafirmó Juan—. Lo encontró Miguel Psello, de quien ya os he hablado en alguna ocasión, en un monasterio de la región de Bitinia, en Anatolia. Se lo regaló a mi maestro Demetrio, quien me lo entregó poco antes de morir. Tuve que destruirlo para no ser ejecutado si lo descubrían en mi poder, pero lo aprendí de memoria.
— ¡Idiotas! —clamó al—Kirmani—. Siempre he sostenido que esos cristianos dogmáticos son unos idiotas. Su intransigencia ha provocado la pérdida de una de las más innovadoras obras de la ciencia de la Antigüedad.
Durante varios días, al—Kirmani y Juan repasaron el libro de Aristarco tal y como se guardaba en la cabeza del joven eslavo. El muchacho aprendió como nunca antes los fundamentos de la ciencia astrológica de boca del sabio anciano, que iba explicando con comentarios y citas de autores todos los párrafos que Juan le iba repitiendo del tratado de Aristarco de Samos. Algunas noches las pasaban en vela sobre la azotea del gran torreón rectangular de la alcazaba, donde hacía varios decenios los reyes de Zaragoza habían instalado un modesto observatorio astronómico. Juan contemplaba el cielo y describía a al—Kirmani, que no podía verla a causa de su ceguera, la posición de los astros.
Varias semanas después del encargo, al—Kirmani compareció ante al—Muqtádir para darle cuenta de sus trabajos. Dos días antes había dicho a Yahya que le permitiera ir con Juan, puesto que había colaborado con él casi desde el principio y sabía interpretar mejor que nadie los cálculos que se habían realizado. Yahya, que sentía una gratitud infinita por el maestro, accedió de buena gana. Alguna vez podría serle beneficioso el que un siervo suyo hubiera estado cerca del rey para explicarle cuándo debería ejecutarse su más ambicioso proyecto arquitectónico, seguro de que podría sacar algún provecho de ello.
El heredero de los Ibn Hud los recibió en una sala tapizada con telas azules y amarillas, bajo un dosel de lino blanco. El otoño estaba siendo templado y seco y el viento parecía haberse solidificado. El visir acompañó a al—Kirmani y a Juan ante presencia del rey, que saludó con afecto al viejo maestro e ignoró por completo a Juan, quien se mantenía dos pasos por detrás de al—Kirmani; portaba bajo su brazo un rollo con varios pergaminos en los que el maestro había hecho dibujar sus cálculos astronómicos.
— Majestad —intervino al—Kirmani—, me acompaña mi discípulo Juan el Romano, siervo de la casa de Yahya ibn al—Sa'igh, el más afamado platero de nuestro zoco. Ha estudiado en Constantinopla y en Roma y conoce varios idiomas; me ha sido muy útil, y como mis ojos ya no ven, es a través de los suyos como leo y estudio.
— Pasemos a un despacho, allí podrás enseñarme con mayor comodidad lo que has realizado.
En una pequeña estancia se sentaron alrededor de una mesa al—Muqtádir, el visir y al—Kirmani. Juan se quedó de pie detrás del anciano.
— Me ordenasteis —comenzó al—Kirmani— que os asesorara sobre la construcción del palacio nuevo, que queréis sea un paraíso en la tierra. Pues bien, después de revisar una y otra vez largas series de cálculos y de resituar en distintas posiciones a todos los planetas y estrellas, he llegado a la conclusión de que el momento más oportuno para iniciar las obras será cuando la luna creciente esté alineada con Venus y se encuentre en el corazón del Alacrán, en la mansión sexta, dentro de cuatro meses. Además, es necesario conjugar distintos elementos: los planetas, los colores, las formas, los signos, las gemas, las flores, los animales y los materiales minerales. En cuanto a los planetas, el más propicio es Venus, el astro del amor y de la alegría, de la cortesía y del orgullo, cualidades que han de reinar con vos en vuestro palacio. Venus en la sexta casa es señal de salud, armonía y calma. Debe predominar el color verde, el del planeta Venus, que simboliza la esperanza que vuestro reinado y vuestro triunfo han supuesto para todo el islam. Junto con el verde, se aplicarán el blanco, el color de la Luna, de la pureza y de la franqueza, y el amarillo, que representa, como el Sol, la inteligencia y la justicia. En los techos conviene utilizar el azul de Júpiter, el tono del cielo, y el rojo de Marte, color de la caridad y la victoria. De los cuatro elementos, el agua es el de la Luna y el de Escorpión, bajo cuyo signo aparecen los mejores augurios para la construcción. Por tanto, el agua deberá estar por encima de los otros tres, sobresaliendo del aire, el fuego o la tierra. Jaspe rojo y alabastro blanco son piedras que combinan en armonía perfecta y que habría que usar al menos en ciertos paneles decorativos en columnas y jambas, y las rosas, flores del amor, ocuparán el lugar privilegiado de los jardines.
— ¡Magnífico! El simbolismo de los colores y de los elementos realzará el palacio. Pero me gustaría ir todavía más allá —puntualizó al—Muqtádir, que jugueteaba entre sus dedos con una pieza de ajedrez tallada en cristal de roca—. Este edificio debe reflejar en su arquitectura el orden cósmico creado por Dios, la sucesión del día y la noche, el equilibrio del Sol, la Luna y las estrellas. El plano ha de ser un microcosmos en el que se plasme el mundo y mi reino. Sé que todo ello es difícil, pero es mi deseo emular la obra de los grandes califas del islam.
A finales de 1065 murió el rey Fernando de Castilla. La amenaza de los castellanos, que habían hostigado la frontera durante todo el año, pareció entonces más lejana. Los musulmanes recibieron con alivio la partición de su reino: Sancho, el primogénito, heredó Castilla y las parias de Zaragoza; Alfonso, el hijo predilecto, León y las parias de Toledo, y García, el menor, Galicia y las parias de Sevilla y Badajoz. Las desavenencias entre los tres hermanos estallaron de inmediato. Los últimos meses de vida y los enfrentamientos entre sus hijos a la muerte de Fernando I fueron aprovechados por los aragoneses para preparar una ofensiva sobre la frontera norte del reino hudí. Pese a ello, al—Muqtádir podría respirar tranquilo por una temporada. La paz con los castellanos, ocupados en sus querellas internas, le permitió dedicar todo su tiempo a la construcción del nuevo palacio.
Tal y como había señalado al—Kirmani, las obras comenzaron el día fijado por el sabio cordobés. Una miríada de albañiles, peones y acémilas comenzaron a desescombrar la parte central del interior de la alcazaba. Durante varias semanas, al—Kirmani, siempre acompañado por Juan y el arquitecto Jalid ibn Yusuf, inspeccionó los trabajos de derribo. De vez en cuando el propio al—Muqtádir visitaba la alcazaba.
La primavera discurrió en un suspiro. Juan había dejado ya la educación de sus dos pupilos y Yahya estaba encantado de que su siervo se codeara con el propio monarca. Esta situación le permitía acceder a la corte y gracias a ello había logrado aumentar la venta de piezas de plata entre los personajes más distinguidos de la aristocracia zaragozana.
El esfuerzo era agotador, incluso para una persona fuerte y joven como Juan, pero el achacoso y desgastado cuerpo de al—Kirmani no pudo resistir el ritmo impuesto. Una tarde, mientras repasaban un tratado de ingeniería en la biblioteca del palacio real, el viejo maestro se sintió indispuesto. Siempre en compañía de Juan fue trasladado con urgencia a la Casa del Reposo, una pequeña clínica donde los mejores médicos de la ciudad se reunían para intercambiar sus experiencias. Allí, a orillas del Huerva, gracias a una donación del propio monarca, estaban organizando un pequeño hospital, intentando copiar los que existían en el oriente musulmán. La pequeña clínica había sido dirigida y fundada por el propio al—Kirmani, que la había dotado de abundante instrumental médico; había bisturís, escalpelos, ganchos, sierras, cauterios, tenazas, fórceps, jeringas, cánulas, sondas y tablillas de madera de diversas formas y tamaños para fijar las fracturas óseas y lograr que soldaran. Muchos de estos instrumentos los había diseñado el propio al—Kirmani copiando los empleados en el hospital de Isfahán por el mismísimo Ibn Sina. El maestro era un afamado médico y muchos de los cirujanos de la ciudad se habían formado bajo sus enseñanzas; siempre se había destacado por la precisión de sus observaciones clínicas y su habilidad en cauterizar heridas y en amputar miembros gangrenados.
Al—Kirmani fue colocado sobre una camilla, cubierto con una manta de lana gris. Varios médicos acudieron de inmediato a interesarse por el anciano cuya vida se apagaba sin remedio. El propio al—Muqtádir, enterado de la situación, lo visitó acompañado por el príncipe heredero. Durante unos minutos el monarca y su astrónomo hablaron sin testigos.Al salir de la habitación donde yacía el cuerpo enfermo del ilustre sabio, el rey meneó la cabeza como indicando que todo era inútil.
El maestro pidió a su joven y aventajado discípulo, el inteligente Ibn Buklaris, que había alcanzado la categoría de hakim, el más alto grado médico, que lo dejaran a solas con Juan. El siervo eslavo entró en la estancia apenas iluminada por una simple lamparilla de aceite. Al—Kirmani, tumbado sobre la rígida camilla, agonizaba.
— ¿Eres tú, Juan? —preguntó el anciano al oír los pasos del eslavo.
— Sí, maestro.
— He pedido que te permitieran estar conmigo a solas porque quiero decirte algunas cosas antes de morir.
— No, no vais a morir —protestó Juan—. Algunos astrólogos sostienen que la natural duración de la vida humana es de ciento veinte años y que si dura menos se debe a la corrupción del temperamento, y el vuestro no se ha corrompido ni un ápice; os restan por contemplar muchas primaveras.
— Nadie puede escapar cuando la Negra Señora llama a nuestra puerta. Mi hora ha llegado, hace tiempo que estaba escrito en las estrellas. Dios así lo quiere —balbució el anciano— y le agradezco que me haya permitido vivir más que a la mayoría de los hombres. Durante los últimos meses hemos pasado mucho tiempo juntos—Te he tomado afecto y te has convertido en mi mejor discípulo. Tienes una mente ágil y lúcida; tu inteligencia es muy superior a la del común de los hombres. Aquí, en mi cuello, pende un amuleto. Es una bolita de cristal de roca engastada en un cilindro de plata; hay en su interior un pedacito de papel en el que está escrita una oración. Coge el amuleto, ábrelo y lee.
Juan se inclinó sobre al—Kirmani y con toda la delicadeza que pudo le quitó el colgante. Abrió el cilindro de plata y se aproximó a luz de la lamparilla desplegando un papelillo que meticulosamente doblado se guardaba en el estuche. El joven eslavo leyó en voz alta:
— Todo glorifica a Dios, lo que está en los cielos y sobre la realeza. A Él la realeza y la alabanza. Tiene poder sobre todas las cosas.
— Este amuleto —explicó al—Kirmani— lo adquirí a un orfebre de Bagdad. El cristal de roca no es una piedra preciosa; su valor no es mucho, pero tiene la cualidad, para nosotros los musulmanes, de traer buena suerte a quien lo lleva. Ya sabes que yo no creo en supercherías, pero sí es cierto que en no pocas ocasiones los hombres nos superamos cuando nos sentimos protegidos por algo. Quiero que guardes este amuleto de la buena suerte y que lo conserves siempre contigo como único recuerdo de este viejo. La oración que has leído ha constituido para mí la causa de todas mis acciones. Tú eres cristiano, pero eso no me importa. Lo trascendente no es el nombre que demos a Dios, sino la esencia de Dios mismo. Nosotros lo llamamos Alá, los cristianos Jesús y los hebreos Yahvé, pero es el mismo dios para todos, el principio creador, la esencia divina del universo. En mi casa guardo una colección de cartas que durante los últimos veinte años he cruzado con mi discípulo al—Husayn ibn Muhámmad, ordénalas y procura que no se pierdan, ellas constituyen los pilares de nuestras enseñanzas, son la base de la filosofía de Los Hermanos de la Pureza.
La voz de al—Kirmani se iba apagando lentamente, como una lámpara a la que se le acaba el aceite. Frase a frase le era más difícil mantener un tono lo suficientemente alto para que Juan pudiera escucharle con claridad. Las últimas palabras del anciano sonaban como un susurro, pero su mente se expresaba lúcida y brillante.
— Allahu Akbar, Allahu Akbar —barbotó al—Kirmani antes de exhalar el último suspiro.
Los ajados miembros del sabio anciano se distendieron y sus arrugados párpados se cerraron plácidamente sobre sus apagados ojos.
La corte en pleno, encabezada por el mismísimo monarca, acudió al sepelio del maestro. Tres días de luto oficial fueron declarados en el reino y los imanes pronunciaron su nombre en las oraciones en las mezquitas. Fue enterrado en el cementerio de la puerta de Alquibla, bajo una sencilla capilla enlucida con purísima cal blanca. Aquella noche, en el cielo de Zaragoza se apagó una estrella en la constelación de Libra y ese año un cometa brilló durante varios días en el cielo. Nadie dudó de que se trataba del alma de Abú al—Hakam 'Umar ibn 'Abdarrahman ibn Ahmad ibn Alí al—Kirmani, que había viajado directamente al Paraíso.
Una semana después de la muerte de al—Kirmani un capitán de la guardia real se presentó en casa de Yahya acompañado por dos soldados. Portaba una carta sellada con el cuño del propio monarca en la que se ordenaba a Juan que acudiera al día siguiente, a mediodía, al palacio de la Zuda occidental para asistir a una audiencia real.
Vestido con una túnica de seda que Yahya le había prestado, Juan se dirigió a palacio. Por las estrechas y entoldadas callejuelas se arremolinaban todo tipo de individuos: abigarrados faranduleros que llamaban la atención de los transeúntes solicitándoles algunas monedas a cambio de unos mimos, molestos equilibristas que realizaban cabriolas en el aire aprovechando algunos ensanches o las pequeñas plazas, malabaristas que jugaban lanzando al aire varias pelotas de colores sin que se les cayeran, prestidigitadores entre cuyas manos desaparecían distintos objetos, estridentes ventrílocuos que hacían hablar a pequeños muñecos mientras los movían con las manos, cuentistas callejeros que subidos en taburetes de madera narraban fabulosas leyendas a cuantos se arracimaban para escucharles, engañosos adivinos que leían el porvenir en la palma de la mano o en un espejo a cambio de una moneda, y mendigos, ciegos, paralíticos, tullidos verdaderos y mutilados falsos que reclamaban entre el fragor de la calle la caridad coránica de los creyentes para con su desgracia; todo ello en medio de un ir y venir de gentes que acudían a los variopintos zocos a realzar las compras entre los gritos de los mercaderes que voceaban desde las puertas de sus tiendas las excelencias de sus productos.
Juan atravesó el barrio mozárabe. Ante la iglesia de Santa María pensó que aunque seguía siendo cristiano hacía ya mucho tiempo que no pisaba un templo. Los años pasados en Constantinopla y en Roma le parecían lejanos, vanos como un sueño.
Tuvo que esperar largo rato en la antecámara de la sala de audiencias, que ya conocía por alguna de las visitas realizadas semanas atrás acompañando a al—Kirmani. Unos criados le sirvieron tortitas con croquetas de pollo, pastelillos de hojaldre rellenos de carne picada de pichón con pasta de almendras, buñuelos de alcachofa, galletas de mantequilla y agua perfumada con esencia de rosas.
Al—Muqtádir lo recibió a media tarde. El monarca observaba distraído un lienzo de pergamino en el que su jefe de ingenieros militares le mostraba el mapa de las fortificaciones que defendían los alrededores de Zaragoza. Juan permaneció de pie, inmóvil en el centro de la sala de audiencias.
— iAh!,eres tú —dijo al—Muqtádir sin levantar la vista del pergamino—.Te he hecho venir para que sigas con el trabajo que comenzaste con el maestro al—Kirmani. Antes de morir me recomendó muy encarecidamente que te permitiera continuar inspeccionando las obras y colaborando con mi arquitecto. Mañana mismo, uno de mis secretarios comprará tu libertad a tu actual dueño. Tendrás un salario de medio dinar diario y el usufructo de una casa en el arrabal del sur. De tu salario pagarás cada semana una cantidad sin intereses hasta que liquides la deuda por tu libertad. Puedes retirarte.
— Majestad —cespitó Juan sorprendido—, yo, yo…
— He dicho que puedes retirarte —finalizó al—Muqtádir.
Juan salió de la sala de audiencias atolondrado. No estaba seguro de haber entendido bien las palabras del rey. Un secretario lo cogió por el brazo y le indicó que lo siguiera.
— Ven, es preciso rellenar unos documentos para ejecutar las órdenes de nuestro Señor. Esta noche deberás dormir todavía en casa de tu actual dueño, pero mañana temprano serás un hombre libre y podrás trasladarte a tu nueva residencia. Unos criados te acompañarán para ayudarte en lo necesario.
A la mañana siguiente, el secretario se presentó ante Yahya con el certificado en el que Juan era adquirido por al—Muqtádir y a la vez se le liberaba de la esclavitud. Cincuenta dinares, pagaderos en monedas de oro y en efectivo, era la cantidad que su antiguo dueño recibía por él.
Yahya cogió las monedas con agrado y se despidió de Juan:
— No he hecho un mal negocio contigo. De todas maneras, más pronto o más tarde tenía pensado concederte la libertad, quizá cuando acabaras de educar a mi pequeño Abú Bakr Muhámmad. Me alegro por ti y también por mí. Cincuenta dinares no es poco, sin embargo creo que vales mucho más. Aunque ya eres un hombre libre, quiero pedirte algo personal. Gracias a tus enseñanzas, mis dos hijos mayores han atesorado una serie de conocimientos que les serán muy útiles. Me gustaría que aceptaras ser el preceptor de Abú Bakr. Tiene ahora, como sabes, poco más de tres años, y tú has dicho muchas veces que pese a su corta edad demuestra poseer una agudeza y una inteligencia fuera de lo común.
— Siento un gran afecto por ese niño. Cuando enseño a vuestros dos hijos mayores, Abú Bakr suele sentarse junto a nosotros y sigue mis explicaciones como si las entendiera. Contad conmigo para su educación.
— Por supuesto que te pagaré por ello —asentó Yahya.
— Por supuesto —remarcó Juan.
El rico mercader cogió a su antiguo esclavo por los hombros y lo abrazó. Aquel muchacho espigado y fibroso que hacía cuatro años había llegado a su casa como esclavo salía de ella como un hombre libre.