3
La sensacional llegada de Kit y Suzanna Probyn al remoto pueblo de St Pirran, en el norte de Cornualles, al principio no recibió la entusiasta acogida que merecía. Hacía un tiempo espantoso y en el pueblo reinaba un ambiente en consonancia: un día húmedo de febrero, con una bruma marina saturada de agua, y cada paso en las calles del pueblo resonaba como una sentencia. Luego, al anochecer, poco más o menos a la hora del pub, la alarmante noticia: los gitanos habían vuelto. Una autocaravana —nueva, muy probablemente robada—, con matrícula del norte del país y cortinas en las ventanillas laterales, había sido vista por el joven John Treglowan desde el tractor de su padre mientras llevaba las vacas a ordeñar:
—Estaban allí, con toda la cara, en los jardines de la Casona, en el mismo sitio que la última vez, bien visibles al lado de aquel pinar viejo.
¿Hay ropa de colores vivos tendida, pues, John?
—¿Con este tiempo? Eso ni los gitanos.
¿Hay algún niño, John?
—Ninguno que yo haya visto, pero igual los tienen escondidos hasta asegurarse de que no hay moros en la costa.
¿Y caballos, pues?
—Ningún caballo —admitió John Treglowan—. De momento no.
¿Y dices que hay solo una caravana, pues?
—Tú espera a mañana, y tendremos allí media docena de esos cacharros, ya verás.
Esperaron, como correspondía.
Y llegada la noche del día siguiente aún esperaban. Se había detectado un perro, pero no un perro gitano, o no en apariencia, ya que era un rollizo labrador amarillo acompañado por un individuo de zancada larga, con un sombrero impermeable de ala ancha y una de esas gabardinas Driza-Bone hasta los tobillos. Y el individuo no parecía más gitano que el perro, por lo que John Treglowan y sus dos hermanos, que estaban deseosos de subir allí y mantener una tranquila charla con ellos, tal como la última vez, se contuvieron.
Y menos mal, porque a la mañana siguiente la autocaravana, con sus cortinas y su matrícula del norte y su labrador amarillo en la parte de atrás, se acercó a la tienda de la oficina de correos, y en ella iba una pareja de jubilados forasteros, tan bien hablados que más no podía pedirse, según la empleada de correos, considerándose allí «forastero» a cualquiera que tuviese el mal gusto de ser de más al este del río Tamar. No llegó al extremo de afirmar que eran «aristocracia rural», pero en su descripción se adivinaba una clara insinuación de calidad.
Pero eso no resuelve la duda, ¿verdad que no?
No, ni mucho menos, no la resuelve.
Ni remotamente.
Porque, para empezar, ¿qué derecho tiene nadie a acampar en la Casona? ¿Quién les ha dado permiso, pues? ¿Los administradores fiduciarios del capitán de fragata, esos descerebrados de Bodmin? ¿O los abogados carroñeros de Londres? ¿Y si pagan alquiler, pues? ¿Qué implicaría eso? Implicaría la aparición de otro condenado camping de caravanas, y nosotros tenemos ya dos y no los llenamos, ni siquiera en temporada.
Pero en cuanto a ir a preguntar a los intrusos directamente… en fin, no estaría bien, ¿eh que no?
Las especulaciones cesaron de golpe cuando la autocaravana apareció en el garaje de Ben Painter, que se dedica a la venta de material de bricolaje, y salió de ella un hombre alto, anguloso y jovial.
—¿Qué hay, caballero? ¿No será usted Ben, por casualidad? —empieza, inclinándose al frente y hacia abajo, ya que Ben tiene ochenta años y mide un metro cincuenta en sus mejores días.
—Soy Ben —admite Ben.
—Pues yo soy Kit. Y lo que necesito, Ben, son unas cizallas grandes. De ésas que cortan una barra de hierro de este grosor —explicó, formando un anillo con el índice y el pulgar.
—¿Van a meterlo en la cárcel o qué? —pregunta Ben.
—Bueno, de momento no, Ben, gracias por su interés —contesta ese mismo Kit, añadiendo un estentóreo ¡ja! a modo de carcajada—. Verá, hay un candado gigante en la puerta del establo. Un hueso duro de roer, oxidado y sin llave a la vista. En el tablero de llaves está el sitio donde antes la tenían colgada, pero ahí no la hemos encontrado. Créame, no hay nada más absurdo que un colgador de llaves vacío —afirma, muy campechano.
—La puerta del establo de la Casona, ¿a eso se refiere? —dice Ben después de una prolongada reflexión.
—La misma —admite Kit.
—Debe de estar lleno de botellas vacías, ese establo, conociendo al capitán.
—Muy probablemente. Y espero devolver pronto los cascos para cobrarlos.
Ben reflexiona también sobre eso.
—Ahora ya no se devuelven los cascos, ya no.
—Ya, bueno, supongo que no. Lo que en realidad haré, pues, es llevarlos al punto de reciclaje, ¿le parece? —dice Kit pacientemente.
Pero tampoco eso contenta a Ben:
—La cosa está en que no creo que yo deba hacerlo, ¿sabe? —objeta después de otra eternidad—. No ahora que me ha dicho para qué son las cizallas. No si son para la Casona. Eso sería cooperación en la comisión de un delito. A menos que sea usted el dueño de esa puñetera casa.
Ante lo cual Kit, con manifiesta reticencia porque no quiere hacer quedar al viejo Ben como un tonto, explica que si bien él personalmente no es el dueño de la Casona, sí lo es su querida esposa Suzanna.
—Es la sobrina del difunto capitán, Ben. Pasó aquí los años más felices de su infancia. En la familia nadie más quería hacerse cargo de la propiedad, así que los administradores fiduciarios decidieron darnos una oportunidad.
Ben asimila esta información.
—¿Es una Cardew, pues, su mujer?
—Bueno, lo era, Ben. Ahora es una Probyn. Ha sido una Probyn desde hace treinta y tres magníficos años, me enorgullece decir.
—¿Es Suzanna, pues? ¿La misma Suzanna Cardew que salía de cacería a los nueve años? La que se ponía por delante del señor, y el montero mayor tenía que sofrenar el caballo.
—Muy propio de Suzanna.
—Pues que me aspen —exclama Ben.
Al cabo de un par de días llegó una carta oficial a la oficina de correos que puso fin a todo recelo que aún pudiera quedar. Iba dirigida no a un Probyn cualquiera, sino a sir Christopher Probyn, quien, según John Treglowan, que consultó el nombre por internet, había sido embajador o comisionado, o algo así, de un puñado de islas caribeñas que supuestamente eran aún británicas, y además tenía una medalla para demostrarlo.
Y a partir de ese día Kit y Suzanna, como insistían en que los llamaran, eran incapaces de hacer nada malo, por más que los igualitaristas del pueblo desearan lo contrario. A diferencia del capitán, que era recordado en sus últimos años como un borracho solitario y misántropo, los nuevos ocupantes de la Casona se involucraron en la vida del pueblo con un entusiasmo y una buena voluntad que ni siquiera los más atrabiliarios podían negar. Igual daba que Kit prácticamente estuviera reconstruyendo la Casona sin ayuda de nadie: llegado el viernes, se presentaba en la Casa de la Comunidad, donde, con un delantal ceñido a la cintura, servía mesas la noche de la cena benéfica para la tercera edad y se quedaba a lavar los platos. Y Suzanna, que, según afirman, está enferma pero nadie lo diría, casi siempre iba a ayudar a la guardería o se ocupaba de la contabilidad de la iglesia con el párroco tras la muerte del tesorero, o participaba en el concierto de jóvenes promesas organizado por la escuela primaria, o acudía al salón parroquial para los preparativos de la feria agrícola, o llevaba a los niños urbanos desfavorecidos a sus anfitriones rurales para una semana de vacaciones lejos del humo, o acompañaba a la esposa de alguien al hospital de Treliske en Truro para visitar a su marido enfermo. ¿Y era estirada? Ni por asomo. Era una persona como tú y como yo, por muy aristócrata que fuese.
O si Kit salía de compras y te veía desde la otra acera, ya podías dar por hecho que se encaminaba hacia ti entre el tráfico con el brazo en alto para interesarse en cómo le iba a tu hija en su año de descanso previo a la universidad o cómo estaba tu mujer después del fallecimiento de su padre: cordial hasta decir basta, era, sin cara oculta, y nunca olvidaba un nombre. En cuanto a Emily, su hija, que es médico en Londres, aunque nadie lo pensaría al verla: en fin, siempre que se dejaba caer por allí, llevaba el sol consigo, o si no, pregúntenselo a John Treglowan, que se derrite cada vez que la ve, soñando con todos los dolores y achaques que no tiene solo para que ella se los cure. En fin, por más que la mirara, no iba a desgastarla, como dicen.
Así que nadie se sorprendió, salvo posiblemente el propio Kit, cuando se otorgó a sir Christopher Probyn de la Casona el honor único y sin precedentes de ser el primer no cornuallés elegido Inaugurador Oficial y Señor del Desgobierno de la Feria Anual Maese Bailey, celebrada conforme al antiguo rito en St Pirran, concretamente en el prado de Bailey, el primer domingo después de Pascua.
—Con estilo pero sin pasarse, eso aconseja la señora Marlowe —dijo Suzanna, afanándose ante el espejo basculante de cuerpo entero y hablando a través de la puerta abierta en dirección al vestidor de Kit—. Debemos preservar nuestra dignidad, aunque a saber qué habrá querido decir con eso.
—No puedo ponerme el hula-hula, pues —respondió Kit, desilusionado, alzando la voz—. En todo caso, la señora Marlowe sabe de qué habla —añadió con resignación. La señora Marlowe era su anciana ama de llaves a tiempo parcial, heredada del capitán.
—Y recuerda que hoy no eres solo el Inaugurador —advirtió Suzanna, dándose en la media un último tirón de reafirmación—. También eres el Señor del Desgobierno. Esperarán que seas gracioso. Pero no demasiado. Y nada de esos chistes verdes tuyos. Habrá metodistas presentes.
El vestidor era la única parte de la Casona en la que Kit había jurado no poner nunca sus manos de aficionado al bricolaje. Le encantaba el papel pintado victoriano desvaído de las paredes, el escritorio, un armatoste antiguo encajonado en su propio hueco, la ventana de guillotina desgastada que daba al vergel. Y hoy, un goce para la vista, los envejecidos perales y manzanos estaban en flor, gracias a una oportuna poda llevada a cabo por el marido de la señora Marlowe, Albert.
No era que Kit se hubiese limitado a ocupar el lugar del capitán. También había añadido elementos de su propia cosecha. En la cómoda de madera de árbol frutal se alzaba una estatuilla del victorioso duque de Wellington regodeándose ante un Napoleón agachado y mohíno: comprada en un mercadillo de París durante el primer viaje de Kit al extranjero. En la pared colgaba un grabado de un mosquetero cosaco hundiendo una alabarda en la garganta de un jenízaro otomano: Ankara, primer secretario, sección comercial.
Abriendo de un tirón la puerta de su armario en busca de algo con estilo pero sin pasarse, dejó vagar la mirada por las reliquias de su pasado diplomático.
¿Mi chaqué negro y pantalón de raya diplomática? Me tomarán por un condenado empleado de pompas fúnebres.
¿Un frac? Un maître. Y con este calor, chiflado, ya que el día, contra todo pronóstico, había amanecido despejado y radiante. Lanzó un bramido de euforia:
—¡Eureka!
—¿No estarás en la bañera, eh, Probyn?
—¡Ahogándome, braceando, de todo!
Un canotier de paja ya amarillento de sus tiempos en Cambridge ha llamado su atención, y debajo cuelga una americana a rayas de la misma época: perfecto para mi imagen Brideshead. Un antiguo pantalón blanco de dril completará el conjunto. Y para el toque refinado, su vetusto bastón con empuñadura de plata helicoidal, una adquisición reciente. Junto con el título de sir, había descubierto un inofensivo interés en los bastones. Ningún viaje a Londres podía considerarse completo sin una visita al emporio del señor James Smith de New Oxford Street. Y por último —¡viva!— los calcetines fluorescentes que le había regalado Emily por Navidad.
—¿Em? ¿Dónde se ha metido esa chica? Emily, necesito de inmediato tu mejor oso de peluche.
—Ha salido a correr con Sheba —le recordó Suzanna desde el dormitorio.
Sheba, su labrador amarillo. Compartió su último destino con ellos.
Kit se volvió otra vez hacia el armario. Para dar realce a los calcetines fluorescentes se arriesgaría a ponerse los mocasines de ante de color naranja que había comprado en Bodmin en unas rebajas de verano. Se los probó y dejó escapar un quejido. ¡Qué caramba! A la hora del té ya se los habría quitado. Seleccionó una corbata escandalosa, se embutió la estrecha americana, se encasquetó el canotier al bies en un ángulo rumboso y, adoptando su voz de Brideshead, dijo:
—Esto, Suki, querida, ¿no recordarás por casualidad dónde he dejado los dichosos apuntes para el discurso? —posando en el umbral de la puerta, con la mano en la cadera, como todo un dandi. De pronto se interrumpió y dejó caer los brazos a los lados, pasmado—. Madre santa. Suki, querida. ¡Aleluya!
Suzanna, ante el espejo basculante, se examinaba por encima del hombro. Lucía las botas y el traje negro de equitación de su difunta tía y la blusa blanca de encaje de cuello alto. Se había recogido el austero cabello gris en un moño, sujeto con una peineta de plata. Encima se había plantado un sombrero de copa negro brillante que debería haber quedado ridículo pero a Kit se le antojó absolutamente encantador. La ropa le favorecía, la época le favorecía, el sombrero de copa le favorecía. Era atractiva, una cornuallesa sesentona de sus tiempos, y sus tiempos eran un siglo atrás. Para colmo, cualquiera diría que no había estado un solo día enferma en toda su vida.
Fingiendo no saber bien si se le permitía seguir adelante o no, Kit se entretuvo ostensiblemente en la puerta.
—Vas a pasártelo bien, ¿verdad, Kit? —preguntó Suzanna con severidad al espejo—. No querría pensar que vas a hacer todo el paripé solo por complacerme.
—Claro que voy a pasármelo bien, querida. Será la monda.
Y lo decía con sinceridad. Por hacer feliz a la buena de Suki, se habría puesto un tutú y salido repentinamente de una tarta. Habían vivido la vida de él, y ahora vivirían la de ella, aunque eso a él le costara la muerte. Cogiéndole la mano, se la llevó a los labios con actitud reverente; luego se la sostuvo en alto como si se dispusiera a bailar un minué con ella antes de conducirla por las sábanas que cubrían el suelo para protegerlo del polvo y escalera abajo hasta el vestíbulo, donde esperaba la señora Marlowe con dos ramilletes de violetas recién cogidas, la flor predilecta de Maese Bailey, uno para cada uno.
Y de pie a su lado, mucho más alta, vestida con andrajos chaplinescos, imperdibles y un ajado bombín, su incomparable hija, Emily, recién regresada a la vida después de una calamitosa aventura amorosa.
—¿Todo bien, mamá? —preguntó con voz enérgica—. ¿Llevas tu curalotodo?
Ahorrándole la respuesta a Suzanna, Kit se da una tranquilizadora palmada en el bolsillo de la americana.
—¿Y el respirador, por si acaso?
Una palmada en el otro bolsillo.
—¿Estás nervioso, papá?
—Aterrorizado.
—Como corresponde.
La verja de la Casona está abierta. Kit ha limpiado con agua a presión los leones de piedra de los postes para la ocasión. Los buscadores de placer disfrazados se paseaban ya por Market Street. Emily localiza al médico del pueblo y su mujer, y se une hábilmente a ellos, dejando a sus padres continuar solos, Kit quitándose cómicamente el canotier a diestra y siniestra, Suzanna imitando no sin acierto a la realeza con su saludo, a la vez que ambos transmiten sus elogios cada uno a su manera:
—Caray, Peggy, querida, ¡eso es una absoluta monada! ¿De dónde has sacado un satén tan precioso? —exclama Suzanna a la empleada de la oficina de correos.
—No me jodas, Billy. ¿A quién más llevas ahí debajo? —musita Kit, en voz baja al oído del voluminoso señor Olds, el carnicero, que se ha presentado como príncipe árabe con turbante.
En los jardines de las casas, los narcisos, los tulipanes, las forsitias y las flores de los melocotoneros alzan sus cabezas hacia el cielo azul. En el campanario de la iglesia ondea la bandera blanquinegra de Cornualles. Una caterva de niños ecuestres con casco bajan al trote por la calle, escoltados por la temible Polly de la escuela de equitación Granary. El poni en cabeza, desbordado por los festejos, respinga, pero ahí está Polly para agarrar la brida. Suzanna consuela al poni y luego al jinete. Kit coge a Suzanna del brazo y nota los latidos de su corazón cuando ella le aprieta la mano afectuosamente contra sus costillas.
Es aquí y ahora, piensa Kit, a medida que el júbilo se apodera de él. La multitud arremolinada, los palominos retozando en las praderas, las ovejas pastando plácidamente en la ladera del monte, incluso los nuevos bungalows que afean las faldas del monte Bailey: si ésta no es la tierra que han amado y servido durante tanto tiempo, ¿cuál es? Y sí, de acuerdo, esto es la condenada Inglaterra bucólica y alegre, es la condenada Laura Ashley, es la cerveza y las pastas y el viva Cornualles, y mañana por la mañana todas estas personas tan amables y simpáticas volverán a echarse unas al cuello de otras, a tirarse a la mujer del prójimo y a hacer todo aquello que hace el resto del mundo. Pero ahora mismo es su Día Nacional, ¿y quién es un ex diplomático, ya ves tú, para quejarse si el envoltorio es más bonito que el contenido?
Junto a una mesa de caballetes se halla Jack Painter, el hijo pelirrojo de Ben, el del garaje, con tirantes y un sombrero de fieltro. Sentada a su lado hay una chica vestida de hada con alas, vendiendo entradas a cuatro libras por persona.
—¡De eso nada, Kit, usted gratis! —exclama Jack con voz estentórea—. ¡Es el Inaugurador, hombre! ¡También Suzanna!
Pero Kit, exultante como está, no quiere ni oír hablar:
—Gracias, pero yo de gratis nada, Jack Painter. Soy sumamente caro, como lo es mi querida esposa —replica, y en su felicidad, planta un billete de diez libras y deja el cambio de dos en la caja para el bienestar de los animales.
Los espera una carreta de heno. Hay una escalera de mano adornada con cintas amarrada a ella. Suzanna se agarra a la escalera con una mano, recogiéndose la falda de montar con la otra y, con la ayuda de Kit, asciende. Unos brazos voluntariosos se extienden para recibirla. Ella espera a que se le acompase la respiración. Se le acompasa. Sonríe. Harry Tregenza, el Constructor en Quien Confiar y conocido sinvergüenza, lleva una máscara de verdugo y blande una guadaña de madera pintada de color plata. Tiene a su lado a su mujer, con unas orejas de conejo. Junto a ellos está la Reina de Bailey, a punto de reventar el corsé. Ladeándose el canotier, Kit planta caballerosos besos en las mejillas de las dos mujeres e inhala en ambas la misma vaharada de aroma a jazmín.
Un organillo antiguo interpeta Daisy, Daisy, give me your answer, do. Sonriendo enérgicamente, aguarda a que remita el estrépito. No remite. Levanta un brazo para pedir silencio, sonríe con mayor vigor. En vano. Del bolsillo interior de la americana, extrae las notas del discurso que Suzanna le ha mecanografiado noblemente, y agita el papel. Un motor de vapor emite un feroz chirrido. Con mímica, afecta un suspiro teatral, ruega compasión al cielo y luego a la muchedumbre congregada bajo él, pero el estrépito se resiste.
Se lanza.
Primero se ve obligado a anunciar a voces lo que cómicamente denomina los Avisos Parroquiales, pese a que atañen a asuntos tan poco eclesiásticos como los lavabos, el aparcamiento y los cambiadores para bebés. ¿Lo oye alguien? A juzgar por las caras de los circunstantes reunidos en torno a la carreta de heno, no. Menciona a nuestros desinteresados voluntarios, que han trabajado día y noche para hacer posible el milagro, y los invita a identificarse. Lo mismo habría sido que estuviera leyendo los nombres de los caídos por la patria. El organillo ha vuelto al principio. «También eres el Señor del Desgobierno. Esperarán que seas gracioso». Una rápida mirada de comprobación a Suki: ninguna mala señal. Y a Emily, su querida Em: alta y vigilante, de pie, como siempre un poco apartada de la manada.
—Y por último, amigos míos, antes de apearme… aunque más me vale que me ande con mucho cuidado al hacerlo —respuesta cero—, tengo el placer y el gozoso deber de instarlos a gastar insensatamente su dinero ganado con tanto esfuerzo, coquetear temerariamente con la mujer del prójimo —arrepintiéndose de haberlo dicho—, beber, comer y pasar el día en una continua juerga. Así que hip hip —quitándose el canotier y lanzándolo al aire—, ¡hip hip!
Suzanna se levanta el sombrero de copa para unirlo al canotier. El Constructor en Quien Confiar Solo Hasta Cierto Punto no puede levantarse la máscara de verdugo, así que lanza el puño cerrado al aire en un saludo comunista no intencionado. Un «¡Hurra!» con mucho retraso desgarra los altavoces como una sobrecarga eléctrica. Entre susurros del estilo «¡Bravo, guapo!» y «¡Excelente trabajo, ricura!», Kit, agradecido, baja como buenamente puede por la escalera de mano, deja caer al suelo el bastón y alarga los brazos para sujetar a Suzanna por las caderas.
—¡Has estado extraordinario, papá! —declara Emily, apareciendo junto a Kit con el bastón—. ¿Quieres sentarte, mamá, o vas a seguir en la brecha? —empleando una expresión de la familia.
Suzanna, como siempre, quiere seguir en la brecha.
Comienza la visita real de Nuestro Inaugurador y su Consorte. Primero, la inspección de los percherones. Suzanna, la chica de campo nata, conversa con ellos, los acaricia y les da palmadas en la grupa sin inhibirse. Kit admira exageradamente sus medallones de latón. Hortalizas cultivadas en casa con sus mejores galas. Coliflores que los lugareños llaman brócoli: más grandes que balones de fútbol, limpias como patenas de tan lavadas. Panes, quesos y miel caseros.
Probar el piccalilli: insípido pero hay que seguir sonriendo. Paté de salmón ahumado, excelente. Instar a Suki a comprar. Ella compra. Entretenerse en la celebración floral del Club de Jardinería. Suzanna conoce todas las flores por su nombre de pila. Toparse con los MacIntyre, dos de esos insatisfechos de la vida. El ex plantador de té, George, tiene un rifle cargado junto a la cama para el día en que las masas se congreguen ante su verja. Su mujer, Lydia, es la pelma oficial del pueblo. Avanzar hacia ellos con los brazos extendidos.
—¡George! ¡Lydia! ¡Queridos! ¡Magnífico! Una cena extraordinaria en vuestra casa la otra noche, una de esas veladas únicas, sinceramente. ¡La próxima nos toca a nosotros!
Dirigirse agradecido hacia nuestras trilladoras y motores de vapor de antaño. Suzanna impertérrita ante la estampida de niños disfrazados de cualquier cosa, desde Batman hasta Osama. Kit levanta la voz en dirección a Gerry Pertwee, el Romeo del pueblo, aposentado en su tractor con tocado de indio piel roja:
—Por enésima vez, Gerry, ¿cuándo vas a cortar la hierba de nuestro condenado prado? —Y a Suzanna, en un aparte—: Ni loco pienso pagar a este capullo quince libras la hora cuando es doce lo que está cobrándose por término medio.
Suzanna abordada por Marjory, la rica divorciada al acecho. Marjory ha puesto la mira en los ruinosos invernaderos del jardín tapiado de la Casona para su Club de la Orquídea, pero Suzanna sospecha que es en Kit en quien ha puesto la mira. Kit, el diplomático, acude al rescate.
—Suki, querida, siento mucho interrumpir… Marjory, estás despampanante, si me permites decirlo… ha surgido un pequeño drama. Solo tú eres capaz de resolverlo.
Cyril, coadjutor de la parroquia y primer tenor del coro, vive con su madre, y tiene prohibido todo contacto sin supervisión con los colegiales; Harold, dentista borracho, jubilación anticipada, una bonita casa con techumbre de juncos en la carretera de Bodmin, un hijo en rehabilitación, la mujer en el manicomio. Kit los saluda a todos muy efusivamente, pone rumbo hacia la Expo de Artesanía, creación de Suki.
El entoldado, un remanso de paz. Admirar las acuarelas de pintores aficionados. Olvidar la calidad, lo que cuenta es el empeño. Encaminarse al otro extremo del entoldado, descender por la loma cubierta de hierba.
El cerco interior del canotier se le hinca en la frente. Los mocasines de ante lo están matando como era de prever. Emily en la periferia del encuadre, observando discretamente a Suzanna.
Entrar en el recinto acordonado de nuestra sección de Artesanía Rústica.
¿Acaso Kit siente un primer escalofrío al entrar aquí, una presencia, una insinuación? ¿Lo siente, demonios? Está en el Edén, y ahí tiene la intención de seguir. Experimenta una de esas raras sensaciones de puro placer en que todo parece salir a pedir de boca. Contempla con ilimitado amor a su mujer con su traje de equitación y su sombrero de copa. Piensa en Emily, y en que hace un mes se hallaba aún en un estado inconsolable, y hoy ha vuelto a levantar cabeza y está lista para enfrentarse al mundo.
Y mientras sus pensamientos vagan así ufanamente, lo mismo hace su mirada, hasta detenerse en los límites más alejados del recinto y posarse, aparentemente por propia voluntad, en la figura de un hombre.
Un hombre encorvado.
Un hombre encorvado bajo.
Si es un encorvamiento permanente o solo está encorvado ahora, es de momento, a esa distancia, un dato desconocido. El hombre está encorvado, bien en cuclillas, bien sentado en el portón trasero de su camioneta. Indiferente al calor del mediodía, viste un lustroso abrigo de cuero marrón de cuerpo entero con el cuello levantado. Y en cuanto al sombrero, lleva uno de ala ancha, también de cuero, con copa baja y un lazo en la parte delantera, no tanto un sombrero de cowboy como de puritano.
Los rasgos, en la medida en que Kit los distingue a la sombra del ala, son rotundamente los de un varón blanco, bajo, de mediana edad.
¿Rotundamente?
¿A qué venía ahora de pronto esa rotundidad?
¿Qué tenía de tan rotundo ese hombre?
Nada.
El individuo era exótico, cierto. Y bajo. Entre gente corpulenta, los bajos destacan. Eso no lo convierte en alguien especial. Sencillamente uno tiende a fijarse más en él.
Un hojalatero, fue lo primero que a Kit le vino a la cabeza en su resuelta despreocupación: ¿cuándo vio por última vez a un hojalatero auténtico? En Rumanía, hacía quince años, cuando estaba destinado en Bucarest. Incluso es posible que se volviera hacia Suzanna para comentárselo. O acaso solo pensara en volverse hacia ella, porque ahora ya había desviado su interés hacia el vehículo de dicho individuo, que no era solo su lugar de trabajo, sino también su humilde morada: ahí estaban el hornillo Primus, el camastro y las hileras de cacharros y utensilios de cocina mezclados con los alicates, las barrenas y los martillos propios de su oficio; y en una pared pieles de animales curadas que empleaba, presumiblemente, como alfombras cuando, concluida la jornada, cerraba agradecido su puerta al mundo. Pero todo tan ordenado y en su sitio que uno tenía la sensación de que el dueño podía echar mano a cualquier cosa allí dentro con los ojos vendados. Era esa clase de hombrecillo. Hábil. Aplomado.
Pero ¿una identificación concluyente, irrevocable a esas alturas? No, eso desde luego.
Estaba esa insinuación creciente e insidiosa.
Estaba la fusión de ciertos recuerdos fragmentarios que se combinaron como las piezas de un caleidoscopio hasta formar un dibujo, al principio difuso, luego —pero solo paulatinamente— perturbador.
Estaba el reconocimiento tardío, producido en lo más hondo del hombre interior, luego aceptado gradual y temerosamente, con desaliento, por el hombre exterior.
Estaba asimismo el hecho de que se alejó unos pasos, físicamente, aunque después los detalles se desdibujaron en la memoria de Kit. Philip Peplow, el Rechoncho, gestor de fondos de inversión y veraneante con segunda residencia en el pueblo, parece haber irrumpido en la escena, auxiliado por su más reciente ligue, una modelo de un metro ochenta con leotardos de Pierrot. Ni siquiera con una tormenta huracanada cobrando forma en su cabeza, Kit pasaba por alto a una chica guapa. Y fue la chica de metro ochenta con leotardos quien entabló conversación. ¿Les apetecería a Kit y Suzanna pasarse por casa a tomar una copa esta noche? Sería genial, la puerta abierta, a partir de las siete, sin formalidades, será una pasada, si no llueve a chuzos. Ante lo que Kit, excediéndose un poco para compensar su confusión mental, se oyó decir algo así como: Nos encantaría, chica de metro ochenta, pero esta noche viene a cenar la Panda de las Cadenas, para castigo nuestro, siendo la «Panda de las Cadenas» el término casero que Kit y Suzanna han acuñado para aludir a los dignatarios locales propensos a vestirse con las galas tradicionales de regidor.
Luego Peplow y su ligue se marchan y Kit vuelve a admirar el género del hojalatero, si es eso lo que estaba haciendo, con la parte de su cabeza que se niega aún a admitir lo inadmisible. Suzanna, justo a su lado, también lo admira. Kit sospecha, aunque no está seguro, que ella ha estado admirándolo antes que él. Para admirar, a fin de cuentas, era para lo que estaban allí: admirar, seguir adelante antes de saturarse, y admirar un poco más.
Solo que esta vez no seguían adelante. Uno junto al otro, admiraban, pero también comprendían —es decir, Kit comprendía— que aquel hombre no era un hojalatero en absoluto, ni lo había sido jamás. Y a saber por qué demonios se había apresurado a atribuirle la función de hojalatero.
¡Aquel individuo era un condenado talabartero, por Dios! Pero ¿dónde tengo la cabeza? ¡Confecciona sillas de montar, maldita sea, bridas! ¡Maletines! ¡Carteras! ¡Monederos, billeteros, bolsos de señora, posavasos! ¡No cazuelas y sartenes precisamente, eso nunca lo ha hecho! Cuanto rodeaba a aquel hombre era de cuero. Era un vendedor de cuero que hacía publicidad de sus productos. Los lucía. El portón de la camioneta era su pasarela.
Todo lo cual Kit se había negado a aceptar hasta ese momento, tal como se había negado a aceptar los rótulos claros y manifiestos, pintados a mano en letra dorada en el flanco del vehículo, proclamando ARTÍCULOS DE PIEL DE JEB a cualquiera que tuviese ojos para verlo, a cincuenta pasos, o más bien a cien. Y debajo. En letras más pequeñas pero, todo sea dicho, igual de legibles, el imperativo: COMPRE EN LA CAMIONETA. Sin número de teléfono, sin señas ni correo electrónico ni nada, tampoco apellido. Solo Jeb y compre en su camioneta. Lacónico, al grano, sin ambigüedades.
Pero ¿por qué la intuición de Kit, normalmente bien regulada, había incurrido en una negación anárquica y absolutamente irracional? ¿Y por qué ese nombre, Jeb, ahora que accedía a reconocerlo, se le antojaba la violación más indignante, más irresponsable, de la Ley de Secretos Oficiales que había pasado por su escritorio?
Y sin embargo así era. El cuerpo entero de Kit lo decía. Sus pies lo decían. Se le habían adormecido dentro de los mocasines demasiado apretados. Su vieja americana de Cambridge lo decía. Se le adhería a la espalda. En medio de una ola de calor, un sudor frío había traspasado por completo la camisa de algodón. ¿Se hallaba en el tiempo presente o en el pasado? Era la misma camisa, el mismo sudor, el mismo calor en los dos sitios: aquí y ahora, en el Prado de Bailey, al machacante son del organillo, o en una ladera mediterránea en plena noche al compás palpitante de los motores en el mar.
¿Y cómo es posible que dos ojos castaños, de mirada alerta y segura, hayan podido envejecer y arrugarse y perder la levedad del ser en el plazo absurdamente corto de tres años? Ya que había levantado la cabeza, y no solo a medias, sino echándola del todo atrás, hasta que el ala del sombrero de cuero se inclinó lo suficiente para dejar la cara huesuda y angustiada a plena vista —modismo del que súbitamente no podía librarse—: los pómulos descarnados, la mandíbula resuelta, e incluso la frente, surcada por la misma red de finas arrugas que se había formado en las comisuras de sus ojos y su boca, lastrándolas hacia abajo en algo así como una expresión de desaliento permanente.
Y los propios ojos, antes tan vivos y sagaces, parecían haber perdido la movilidad, porque tan pronto como se posaron en Kit, no dieron ya señal de apartarse, sino que ahí se quedaron, fijos en él, de modo que ninguno de ellos podría liberarse del otro a menos que Kit tomara la iniciativa; cosa que consiguió cumplidamente, pero a costa de volver toda la cabeza hacia Suzanna y decir: Bueno, querida, aquí estamos, qué día, eh, ¡qué día!, o algo igual de vacuo, pero también suficientemente impropio de él como para que un ceño de perplejidad asomara en el rostro sonrojado de Suzanna.
Y dicho ceño no ha desaparecido del todo cuando Kit oye la suave voz galesa que en vano ruega no oír:
—Vaya, Paul. Qué coincidencia, debo decir. Esto no es lo que se nos había inducido a esperar a ninguno de los dos, ¿eh?
Pero si bien las palabras de Jeb se incrustaron en la cabeza de Kit como igual número de balazos, Jeb en realidad debió de pronunciarlas en voz baja, porque Suzanna —ya fuera por las deficiencias del pequeño audífono que llevaba bajo el pelo, o por el persistente retumbo de la feria— no las captó, optando por manifestar un exagerado interés en un amplio bolso con correa ajustable. Observaba a Jeb por encima de su ramillete de violetas de Bailey, y le sonreía un poco demasiado, y se mostraba un poco demasiado afable y condescendiente para el gusto de Kit, lo que en realidad era fruto de su timidez, pero no lo parecía.
—O sea que es usted Jeb en persona, ¿no? El auténtico.
¿Qué demonios quería decir Suzanna con eso? «El auténtico», pensó Kit, de pronto indignado. Auténtico ¿en comparación con qué?
—¿No es un sustituto o un suplente ni nada por el estilo? —continuó ella, exactamente como si Kit le hubiese exigido que explicara su interés en aquel individuo.
Y Jeb, por su parte, se tomó muy en serio la pregunta.
—Bueno, no me bautizaron con el nombre de Jeb, eso lo reconozco —contestó, apartando por fin la mirada de Kit y depositándola en Suzanna con la misma firmeza. Y con una locuacidad que a Kit le llegó derecha al corazón, añadió—: Pero, para ser sincero, el nombre que me pusieron era tal galimatías que decidí someterlo a una intervención quirúrgica radical. Dejémoslo en eso.
Pero Suzanna estaba preguntona:
—¿Y de dónde diablos ha sacado un cuero tan precioso, Jeb? Es una maravilla.
Ante lo cual, Kit, ya con el piloto automático de la diplomacia puesto, anunció que también él se moría de ganas de hacer esa pregunta:
—Eso mismo digo yo, ¿de dónde ha salido este magnífico cuero, Jeb?
Y por un momento Jeb observa pensativamente a quienes lo interrogan, primero a uno, luego a otro, como si estuviera decidiendo a cuál complacer. Se decanta por Suzanna:
—Verá, señora, de hecho es piel de reno ruso —explica con lo que para Kit ahora ya es una deferencia insoportable a la vez que descuelga una piel de animal de la pared y la extiende en su regazo tiernamente—. Recuperada de un bergantín danés naufragado en la bahía de Plymouth en 1786, según me han contado. Navegaba de San Petersburgo a Génova, y se resguardaba de los vendavales del sudoeste. Bueno, por aquí ya los conocemos, ¿no? —deslizando la mano pequeña y curtida por la piel en una caricia de consuelo—. Aunque eso al cuero no le importó, ¿a que no? Un par de siglos de agua marina eran precisamente lo que te apetecía —prosiguió extravagantemente, como si se dirigiera a un animal de compañía—. Puede que los minerales del envoltorio también hayan contribuido, diría.
Pero Kit supo que si bien Jeb pronunciaba el sermón para Suzanna, era a Kit a quien hablaba, y que jugaba con el desconcierto, la frustración y el desasosiego de Kit, y sí, también con su miedo, un miedo galopante, aunque qué temía exactamente era algo que aún estaba por verse.
—¿Y se gana usted la vida con esto, Jeb? —preguntaba Suzanna, ya muy cansada y, por consiguiente, con un tonillo dogmático—. ¿A jornada completa? ¿No es un pluriempleo o una segunda actividad? ¿O además estudia? No es un pasatiempo, es su vida. Eso es lo que quiero saber.
Jeb necesitó una profunda reflexión a estas grandes preguntas. Volvió sus pequeños ojos castaños hacia Kit en busca de ayuda, los posó en él por un momento y luego los apartó, defraudado. Finalmente exhaló un suspiro y cabeceó como un hombre en conflicto consigo mismo.
—Bueno, supongo que tuve un par de alternativas, ahora que lo pienso —concedió—. ¿Las artes marciales? Bueno, hoy día tienen mucha demanda. Estrecha protección, supongo —comentó después de otra larga mirada a Kit—. Acompañar a los niños ricos al colegio por la mañana. Acompañarlos a casa por la tarde. Se gana un buen dinero, dicen. Pero el cuero… —con otra caricia de consuelo a la piel—, siempre he tenido debilidad por un cuero de buena calidad, como mi padre. No hay nada igual, pienso yo. Pero ¿es esto mi vida? Bueno, la vida es lo que a uno le queda, en realidad. —Con otra mirada a Kit, esta más severa.
De pronto todo se había acelerado, todo abocaba al desastre. Los ojos de Suzanna habían adquirido un brillo de advertencia. Intensas pinceladas de color habían aparecido en sus mejillas. Examinaba los billeteros de hombre a una velocidad malsana con la engañosa excusa de que se acercaba el cumpleaños de Kit. Sí se acercaba, pero no llegaría hasta octubre. Cuando él se lo recordó, ella dejó escapar una risotada excesiva y prometió que, si decidía comprar uno, lo guardaría en secreto en el cajón de abajo de su cómoda.
—¿Y las costuras, Jeb? ¿Son a mano o a máquina? —prorrumpió, olvidándose del cumpleaños de Kit y cogiendo impulsivamente el bolso en el que se había fijado al principio.
—A mano, señora.
—¿Y ése es el precio de salida, sesenta libras? Me parece una barbaridad.
Jeb se volvió hacia Kit:
—Es lo mínimo que puedo pedir, me temo, Paul —dijo—. Algunos lo tenemos muy complicado, sin pensiones indexadas y tal.
¿Era odio lo que Kit veía en los ojos de Jeb? ¿Ira? ¿Desesperación? ¿Y qué veía Jeb en los ojos de Kit? ¿Perplejidad? ¿O la muda súplica de que no volviera a llamarlo Paul en presencia de Suzanna? Pero Suzanna, al margen de lo que hubiera oído o dejado de oír, había oído suficiente:
—Entonces me lo quedo —declaró—. Me vendrá de perlas para hacer la compra en Bodmin, ¿verdad, Kit? Es espacioso y tiene compartimentos aceptables. Mira, incluso hay un bolsillito lateral para la tarjeta de crédito. Opino que sesenta libras es un precio francamente razonable. ¿Tú no, Kit? ¡Claro que sí!
Dicho esto, realizó una acción tan inverosímil, tan provocativa, que eclipsó momentáneamente cualquier otra inquietud. Dejó su propio bolso perfectamente utilizable en la mesa y, a modo de preludio para hurgar en él en busca del dinero, se quitó el sombrero de copa y se lo endosó a Jeb para que se lo aguantara. Si se hubiera desabrochado los botones de la blusa, no habría sido, según la exacerbada percepción de Kit, más explícita.
—Alto ahí, esto lo pago yo, no seas tonta —protestó él, sobresaltando con su vehemencia no solo a Suzanna, sino también a sí mismo. Y dirigiéndose a Jeb, que era el único impasible—: En efectivo, imagino. Solo acepta efectivo —a modo de acusación—, nada de cheques ni tarjetas ni ninguna clase de ayudas a la naturaleza.
¿Ayudas a la naturaleza? Pero ¿qué tonterías dices? Con unos dedos que parecían haberse unido por las puntas, sacó tres billetes de veinte de su cartera y los plantó en la mesa.
—Aquí tienes, querida. Un regalo para ti. Tu huevo de Pascua, con una semana de retraso. Mete el bolso viejo dentro del nuevo. Claro que cabe. Así —haciéndolo por ella, sin gran delicadeza—. Gracias, Jeb. Fantástico hallazgo. Fantástico que haya venido. Procure que lo veamos aquí el año que viene.
¿Por qué aquel condenado no cogió el dinero? ¿Por qué no sonrió, ni asintió, ni dio las gracias ni nada? ¿Por qué no hizo algo, como cualquier ser humano normal, en lugar de volver a sentarse y señalar el dinero con el índice flaco como si pensara que era falso, o que no alcanzara, o que no hubiese sido ganado honradamente, o lo que quiera que estuviera pensando, oculto de nuevo bajo su sombrero puritano? ¿Y por qué Suzanna, ya afiebrada, permanecía allí sonriéndole como una idiota en lugar de responder al brusco tirón de Kit en el brazo?
—¿Ése es su otro nombre, pues, Paul? —preguntaba Jeb con su sosegada voz galesa—. ¿Probyn? El que ha sonado a todo volumen por el sistema de megafonía. ¿Ése es usted?
—Sí, así es. Pero es mi querida esposa la fuerza impulsora de estas cosas. Yo solo voy a remolque —añadió Kit, alargando el brazo para recuperar el sombrero de copa de ella y descubriendo que seguía inamovible en la mano de Jeb.
—Ya nos conocíamos, ¿no, Paul? —preguntó Jeb, levantando la vista hacia él con una expresión que parecía pesarosa y acusadora a partes iguales—. Fue hace tres años. Cuando nos echamos al monte, como dicen. —Kit se apresuró a bajar la vista para eludir su mirada imperturbable, pero allí estaba la pequeña mano de hierro de Jeb sujetando el sombrero de copa por el ala, con tal fuerza que tenía blanca la uña del pulgar—. ¿Sí, Paul? Usted era mi teléfono rojo.
Empujado al borde de la desesperación por la llegada de Emily, salida de la nada como de costumbre para rondar a su madre, Kit hizo acopio del último resto de falsa convicción que le quedaba:
—Se equivoca de hombre, Jeb. Eso nos pasa a todos. Yo lo miro, y no lo conozco de nada —sosteniendo la implacable mirada de Jeb—. El teléfono rojo es algo que me resulta ajeno, lamento decir. ¿Paul? Un absoluto misterio. Pero así son las cosas.
Y manteniendo a saber cómo la sonrisa, e incluso forzando una risa de disculpa al volverse hacia Suzanna:
—Querida, no debemos entretenernos. Tus tejedores y alfareros no te lo perdonarán. Jeb, encantado de conocerlo. Una charla muy instructiva, la suya. Únicamente lamento el malentendido. El sombrero de copa de mi mujer, Jeb. No está a la venta, amigo mío. Es una antigüedad.
—Espere.
Jeb renunció al sombrero de copa y se llevó la mano bajo la botonadura del abrigo de cuero. Kit se situó ante Suzanna. Pero la única arma letal que apareció en la mano de Jeb fue un cuaderno de envés azul.
—Me he olvidado de darle el recibo, ¿eh? —explicó, reprendiéndose su propia estupidez con un chasquido de lengua—. El del IVA me pegaría un tiro, eso seguro.
Abriendo el cuaderno sobre la rodilla, eligió una página, se aseguró de que el papel carbón estaba bien colocado y, valiéndose de un lápiz de color caqui militar, escribió entre los renglones. Cuando terminó —y debió de ser un recibo muy detallado, a juzgar por el tiempo que tardó en redactarlo—, arrancó la hoja, la plegó y la metió cuidadosamente en el bolso nuevo de Suzanna.
En el mundo diplomático que hasta fecha reciente había tenido a Kit y Suzanna como leales súbditos por derecho propio, una obligación social era una obligación social.
¿Los tejedores se habían asociado para construir un telar antiguo? Pues Suzanna debía asistir a una demostración del funcionamiento del telar, y Kit debía comprar un retazo de paño tejido a mano, insistiendo en que era ideal para evitar que su ordenador se desplazara por todo el escritorio: poco importaba que nadie le viera sentido a este despropósito, y menos aún Emily quien, nunca muy lejos, charlaba con tres niños pequeños. En el puesto de alfarería, Kit prueba suerte con el torno y le sale una chapuza, mientras Suzanna, con una benévola sonrisa, presencia sus esfuerzos.
Solo cuando estos últimos ritos se han llevado a cabo, Nuestro Inaugurador y Su Señora se despiden y, por tácito acuerdo, cogen el sendero que los lleva a la entrada lateral de la Casona pasando por debajo del viejo puente del ferrocarril y bordeando después el arroyo.
Suzanna se había quitado el sombrero de copa. Kit tenía que llevárselo. Se acordó entonces de su canotier y se destocó él también, juntando los sombreros ala con ala y llevándolos incómodamente a un lado, junto con el bastón de empuñadura plateada de dandi. Con la otra mano, cogía del brazo a Suzanna. Emily los siguió, pero al cabo de un momento lo pensó mejor y, haciendo bocina con las manos, les anunció que ya se verían en la Casona. Solo cuando alcanzaron el aislamiento del puente del ferrocarril, Suzanna se volvió de pronto para mirar a su marido cara a cara.
—¿Quién demonios era ese hombre? El que, según has dicho, no conocías: Jeb. El talabartero.
—Una persona que no conozco de nada —repuso Kit con firmeza en respuesta a la pregunta que venía temiendo—. Es zona de acceso totalmente prohibido, me temo. Lo siento.
—Te ha llamado Paul.
—Así ha sido, sí, y deberían procesarlo por eso. Y espero que lo hagan.
—Pero ¿eres Paul? ¿Fuiste Paul? ¿Por qué no me contestas, Kit?
—Porque no puedo, por eso no te contesto. Querida, déjalo correr. Esto no nos llevará a ningún sitio. No es posible.
—¿Por razones de seguridad?
—Sí.
—Le has dicho que nunca has sido el teléfono rojo de nadie.
—Sí. Eso he dicho.
—Pero sí lo has sido. Aquella vez que te marchaste en misión secretísima, a algún sitio caluroso, y volviste con las piernas llenas de arañazos. Emily por entonces preparaba la especialización en enfermedades tropicales y estaba viviendo con nosotros. Quería que te vacunaras contra el tétanos. Tú te negaste.
—Ni siquiera debería haberte contado eso.
—Pero me lo contaste. Así que ahora no sirve de nada que pretendas desdecirte. Te marchaste para hacer de teléfono rojo del ministerio, y no dijiste cuánto tardarías en volver ni adónde ibas, salvo que era un sitio caluroso. Nos quedamos muy impresionadas. Brindamos a tu salud: «Por nuestro teléfono rojo». Fue así, ¿no? ¿No lo negarás? Y regresaste lleno de arañazos y dijiste que te habías caído entre unos matorrales.
—Y así fue. Me caí. Entre unos matorrales. Es la verdad —y viendo que no conseguía apaciguarla con eso—: De acuerdo, Suki. De acuerdo. Atiende. Yo era Paul. Era su teléfono rojo. Sí, lo era. Hace tres años. Y fuimos compañeros de armas. Fue lo mejor que hice en toda mi carrera, y eso es lo único que voy a contarte. Ese pobre hombre está hecho trizas. Apenas lo he reconocido.
—Parecía buena persona, Kit.
—Te quedas corta. Es un hombre de una honradez y una valentía absolutas. O lo era. No tuve ningún conflicto con él. Todo lo contrario. Fue mi… guardián —añadió en un momento de sinceridad no deseada.
—Así y todo has negado conocerlo.
—He tenido que hacerlo. No me ha quedado más remedio. Lo que ha hecho era del todo improcedente. La operación era… en fin, más que secreta.
Kit pensó que ya había pasado lo peor, pero no tenía en cuenta la tenacidad de Suzanna.
—Lo que no entiendo ni remotamente, Kit, es lo siguiente: si Jeb sabía que mentías, y tú sabías que mentías, ¿qué necesidad había de mentir? ¿O acaso solo mentías por Emily y por mí?
Suzanna lo había conseguido, fuera lo que fuese. Esgrimiendo el enfado como pretexto, soltó un malhumorado «Me parece que voy a tener unas palabras con él, si no te importa», y sin darle más vueltas, plantó los sombreros en los brazos de ella y regresó, impetuoso, por el camino de sirga con el bastón y, haciendo caso omiso del viejo cartel de PELIGRO, cruzó ruidosamente la precaria pasarela sobre el arroyo, y atravesó un bosquecillo de abedules hasta llegar al extremo inferior del prado de Bailey; luego superó una cerca por unos peldaños dispuestos a tal fin, yendo a dar a un barrizal, y apretó el paso cuesta arriba hasta lo alto de la ladera, desde donde vio que el entoldado de Artesanía se había venido abajo parcialmente y los participantes en la exposición, con mayor energía de la que habían demostrado en todo el día, desmontaban las tiendas de campaña, los tenderetes y las mesas de caballetes y los trasladaban a sus camionetas, y allí entre las camionetas, el hueco, el mismo hueco, que solo media hora antes ocupaba la camioneta de Jeb y ahora ya no ocupaba.
Cosa que no disuadió a Kit ni por un segundo de bajar al trote por la pendiente al tiempo que agitaba los brazos en falso júbilo:
—¡Jeb! ¡Jeb! ¿Dónde demonios está Jeb? ¿Alguien ha visto a Jeb, el del cuero? ¡Se ha marchado antes de que le pagara, el muy memo! ¡Llevo un fajo de dinero suyo en el bolsillo! Dígame, ¿sabe adónde ha ido Jeb? ¿Y usted tampoco? —En una sucesión de inútiles súplicas mientras daba una batida a la hilera de camionetas y furgonetas.
Pero solo recibió como respuesta sonrisas afables y gestos de negación: no, Kit, lo siento, nadie sabe adónde ha ido Jeb, ni dónde vive, dicho sea de paso, ni cuál es su apellido, ahora que lo pienso, Jeb es un solitario, educado pero no lo que diríamos locuaz ni mucho menos… risas. Una participante creía haberlo visto en la feria de Coverack hacía un par de semanas; otra dijo que lo recordaba de St Austell el año anterior. Pero nadie conocía el apellido, ni el número de teléfono, ni la matrícula siquiera. Seguramente había hecho lo mismo que los demás comerciantes, dijeron: debió de ver el anuncio, pagar la licencia de comercio en la entrada, aparcar, poner a la venta su género y abandonar el lugar.
—¿Conque has perdido a alguien, papá?
Emily, justo a su lado: esta chica es un condenado geniecillo. Debía de estar de cotilleo con las chicas del establo, detrás de los remolques para caballos.
—Sí. La verdad es que sí, cariño. A Jeb, el que trabaja el cuero. Ése al que tu madre le ha comprado un bolso.
—¿Qué quiere?
—Nada. Soy yo quien lo busca. —Abrumado por la confusión—. Le debo dinero.
—Le has pagado. Sesenta libras. En billetes de veinte.
—Ya, sí, esto es por otra cosa. —Con actitud evasiva, eludiendo su mirada—. He de saldar una antigua deuda. Un asunto muy distinto.
Y a continuación, tras pretextar entre dientes que necesitaba «hablar con mamá», volvió sobre sus pasos por el sendero y atravesó el jardín tapiado hasta la cocina, donde Suzanna, con la ayuda de la señora Marlowe, troceaba verduras para la cena de esa noche con la Panda de las Cadenas. Como ella no le prestó la menor atención, Kit buscó refugio en el comedor.
—Me parece que voy a sacar brillo a la plata —anunció, levantando la voz lo suficiente para que ella lo oyese y actuase en consecuencia si lo deseaba.
Pero no lo deseó, así que daba igual. El día anterior él había abrillantado con excelentes resultados la colección de plata antigua del capitán: los candelabros de Paul Storr, los saleros de Hester Bateman y la corbeta de plata, junto con el gallardete entregado en recuerdo por los oficiales y la tripulación de su último buque con motivo del desmantelamiento de éste. Tras conceder un apático golpe de paño a cada pieza, se sirvió un generoso whisky, subió ruidosamente por la escalera y se sentó ante el escritorio de su vestidor como preámbulo para llevar a cabo su siguiente tarea de la tarde: las tarjetas para asignar lugar a los comensales.
En circunstancias normales, dichas tarjetas eran motivo de callada satisfacción para él, ya que utilizaba las tarjetas de visita oficiales que le quedaban de su último destino en el extranjero. Tenía la costumbre de observar subrepticiamente mientras tal o cual invitado volvía la tarjeta, deslizaba el dedo por las letras grabadas y leía las palabras mágicas: «Sir Christopher Probyn, alto comisionado de Su Majestad la Reina». Esa noche no preveía tal placer. No obstante, con la lista de invitados ante sí y un whisky junto al codo, procedió con la labor diligentemente, quizá demasiado diligentemente.
—Por cierto, ese tal Jeb se ha ido —anunció con intencionado tono de indiferencia, percibiendo la presencia de Suzanna en la puerta detrás de él—. Ha cogido el portante. Nadie sabe quién es ni qué es ni nada sobre él, el pobre. Todo muy doloroso. Muy triste.
Esperando un detalle conciliador o una palabra amable, interrumpió su quehacer, y en respuesta vio caer el bolso de Jeb en el escritorio ante él con un ruido sordo.
—Mira dentro, Kit.
Irritado, ladeó el bolso abierto, hurgó en él hasta palpar la hoja muy doblada de papel pautado en la que Jeb había hecho su recibo. Torpemente, la desplegó y, con la misma mano trémula, la sostuvo bajo la lámpara de mesa:
A una mujer inocente muerta… nada.
A una criatura inocente muerta… nada.
A un soldado que cumplió con su deber… deshonra.
A Paul… el título de sir.
Kit lo leyó; luego fijó la mirada en el papel, no ya como documento, sino como objeto de abominación. Después lo alisó en el escritorio entre las tarjetas y lo examinó de nuevo por si se le había escapado algo, pero no.
—Falso, sencillamente —declaró con firmeza—. Salta a la vista que ese hombre está enfermo.
A continuación apoyó la cara en las manos y movió la cabeza a uno y otro lado, y al cabo de un momento susurró:
—Cielo santo.
¿Y quién fue ese Bailey, Maese Bailey para los amigos, si es que los tuvo?
Un honrado hijo cornuallés de nuestro pueblo, si uno daba crédito a los creyentes, un joven campesino ahorcado injustamente por robar ovejas el domingo de Pascua, sentencia que impuso un malévolo magistrado de la Audiencia comarcal en Bodmin.
Solo que Maese Bailey en realidad nunca fue ahorcado, o al menos no murió ahorcado, no según el famoso Pergamino de Bailey expuesto en la sacristía de la iglesia. Los aldeanos, indignados por el injusto veredicto, cortaron la soga en plena noche, eso hicieron, y lo resucitaron con su mejor aguardiente de manzana. Y al cabo de diez días el joven Maese Bailey montó en el caballo de su padre y cabalgó hasta Bodmin, y de un golpe de guadaña rebanó la cabeza al malévolo magistrado, y anda con Dios, hijo mío, o eso cuentan.
Una sarta de tonterías, según Kit, el historiador aficionado, que durante unas horas de ocio se entretuvo investigando la leyenda: fantasías sentimentaloides victorianas de la peor índole, sin una sola prueba que las respaldaran en los archivos locales.
Aunque no por eso, las buenas gentes de St Pirran, lloviera o luciera el sol, en tiempos de paz o de guerra, dejaban de reunirse para celebrar un homicidio extrajudicial.
Esa misma noche, mientras yacía insomne y distanciado junto a su esposa dormida y se veía asaltado por sentimientos de indignación, dudas de sí mismo y sincera preocupación por su otrora compañero de armas quien, por alguna razón, había caído tan bajo, Kit rumió su siguiente paso.
La noche no había acabado con la cena: ¿cómo iba a acabar así? Después de su agarrada en el vestidor, Kit y Suzanna apenas tuvieron tiempo para cambiarse antes de que empezaran a llegar puntualmente los coches de la Panda de las Cadenas por el camino de entrada. Pero Suzanna le había dejado bien claro que las hostilidades se reanudarían más tarde.
Emily, poco amiga de los actos formales en el mejor de los casos, se había ausentado de la velada con algún pretexto: una francachela en el salón parroquial en la que, pensó, podía dejarse caer, y en todo caso no tenía que volver a Londres hasta la noche siguiente.
En la mesa, durante la cena, con los sentidos aguzados por la clara conciencia de que su mundo se le caía encima a pedazos, Kit había tenido una actuación soberbia aunque desigual, deslumbrando a la Señora del Alcalde, a su derecha, y a la Señora del Concejal, a su izquierda, con sus consabidas anécdotas sobre la vida y tribulaciones de un representante de la reina en un paraíso caribeño:
—¿La concesión del título? ¡Bah, pura chiripa! Nada que ver con los méritos. Trabajo de rutina. Su Majestad andaba por la zona y se le metió en la cabeza pasar a visitar a nuestro primer ministro local. Era mi territorio, así que, premio, me nombraron sir por estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. Y tú, querida —cogiendo la copa de agua por error y levantándola en dirección a Suzanna, sentada más allá de los candelabros de Paul Storr legados por el capitán—, pasaste a ser la hermosa lady P, que en todo caso es como yo siempre te he visto.
Pero incluso mientras hace esta desesperada declaración, es la voz de Suzanna, no la suya, la que oye:
«Lo único que quiero saber, Kit, es esto: ¿murieron una mujer y una criatura inocentes y nos despacharon al Caribe para callarte la boca, y tiene razón ese pobre soldado?
Y en efecto, tan pronto como la señora Marlow se va a su casa y se marcha el último coche de la Panda de las Cadenas, ahí está Suzanna, de pie en el vestíbulo, inmóvil, esperando su respuesta.
Y Kit ha debido de componerla inconscientemente en el transcurso de la cena, porque le sale a borbotones como la declaración oficial de un portavoz del Foreign Office, y probablemente, a oídos de Suzanna, es más o menos igual de creíble:
—He aquí mi última palabra sobre el tema, Suki. Es lo único que estoy autorizado a contarte, o seguramente mucho más. —¿Ha utilizado antes esta frase?—. La operación secreta en la que tuve el privilegio de participar me fue descrita después por quienes la habían planeado, al más alto nivel, como una victoria «constatada e incruenta» sobre «unos hombres muy malos». —Asoma a su voz un tonillo de ironía fuera de lugar que intenta en vano detener—: Y que yo sepa, sí, quizá mi modesta intervención en dicha operación fue la causa de que nos asignaran ese destino, ya que esa misma gente tuvo la bondad de decir que yo había hecho un trabajo bastante aceptable, pero por desgracia una medalla habría sido un premio demasiado llamativo. Sin embargo, no fue ésa la razón que me dio el Departamento de Personal al ofrecerme el puesto: una recompensa por toda una vida de servicio, así me lo vendieron, aunque tampoco es que yo necesitara que se esforzaran mucho en vendérmelo, no más que tú, si no recuerdo mal. —Una pulla excusable—. ¿Conocían los de Personal… o Recursos Humanos o comoquiera que se llamen hoy día… mi intervención en cierta operación sumamente delicada? Lo dudo mucho. Me atrevo a pensar que ni siquiera sabían lo poco que sabes tú.
¿La ha convencido? Cuando Suzanna pone esa cara, todo es posible. Él reacciona con estridencia, siempre un error:
—Oye, cariño, en último extremo, ¿a quién vas a creer? ¿A mí y a la plana mayor del Foreign Office? ¿O a un triste ex militar en horas bajas?
Ella se toma en serio la pregunta. La sopesa. Su rostro inexpresivo, sí, pero también enrojecido aquí y allá, resuelto, rompiéndole el corazón con su rectitud inflexible, el rostro de una mujer que fue la primera en su promoción en la facultad de Derecho y nunca ejerció, pero ejerce ahora; el rostro de una mujer que ha mirado a la muerte a la cara a lo largo de una sucesión de calvarios médicos, y su única preocupación aparente: ¿cómo se las arreglará Kit sin ella?
—¿Les preguntaste, a esos que lo planearon, si fue incruento?
—Claro que no.
—¿Por qué no?
—Porque ante personas así uno no pone en duda su integridad.
—Te lo dijeron por propia iniciativa, pues. ¿Con esas mismas palabras? «La operación fue incruenta», ¿así, tal cual?
—Sí.
—¿Por qué?
—Para tranquilizarme, supongo.
—O para engañarte.
—¡Suzanna, eso no es digno de ti!
¿O no es digno de mí?, se pregunta él, humillado, y acto seguido, mohíno, se marcha precipitadamente al vestidor. Más tarde ocupa furtivamente su lado de la cama, donde hora tras hora contempla pesaroso la penumbra mientras Suzanna duerme su sueño inmóvil y medicado; hasta que en algún momento del interminable amanecer, descubre que un proceso mental inconsciente le ha proporcionado una decisión en apariencia espontánea.
Abandonando en silencio la cama y recorriendo con sigilo el pasillo, Kit se puso un pantalón de franela y una americana de sport, desconectó el móvil del cargador y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta. Tras detenerse ante la puerta de la habitación de Emily para escuchar si estaba ya despierta y no oír nada, bajó de puntillas por la escalera de atrás hasta la cocina a fin de prepararse una cafetera, requisito esencial para llevar a la práctica su plan maestro; y oyó entonces la voz de su hija, hablándole desde la puerta abierta del vergel.
—¿Te sobra una taza, papá?
Emily, de regreso de su salida a correr matutina con Sheba.
En cualquier otro momento Kit habría disfrutado de una charla íntima con ella; pero no esa mañana en concreto, aunque se apresuró a sentarse frente a ella a la mesa de pino. Al hacerlo, advirtió la determinación en el rostro de Emily y supo que había interrumpido su carrera para regresar al ver las luces de la cocina mientras subía por la cuesta del monte Bailey.
—¿Te importaría decirme qué está pasando exactamente, papá? —preguntó con tono cortante, digna hija de su madre.
—¿Qué está pasando? —Sonrisa poco convincente—. ¿Por qué habría de pasar algo? Tu madre duerme. Yo tomó un café.
Pero Emily no se deja engañar por nadie. Ya no. No después de pegársela el canalla de Bernard.
—¿Qué ocurrió ayer en el prado de Bailey? —exigió saber—. En el puesto del cuero. Tú conocías a ese hombre pero te negaste a admitirlo. Te llamó Paul y dejó una nota asquerosa en el bolso de mamá.
Kit había renunciado a captar las comunicaciones casi telepáticas entre su mujer y su hija.
—Sí, bueno, me temo que eso es algo de lo que tú y yo no podemos hablar —contestó en actitud altiva, eludiendo su mirada.
—Y tampoco puedes hablar con mamá, ¿verdad?
—En efecto, Em, da la casualidad de que así es. Y yo no estoy pasándolo mejor que ella. Por desgracia es un secreto oficial. Como tu madre bien sabe. Y acepta. Que es quizá lo que tú deberías hacer.
—Mis pacientes me cuentan sus secretos. Yo no voy por ahí divulgándolos. ¿Por qué piensas que mamá va a divulgar los tuyos? Es discreta como una tumba. Un poco más discreta de lo que tú eres a veces.
Ha llegado la hora de la solemnidad:
—Porque se trata de secretos de Estado, Emily. No son míos ni de tu madre. Me los confiaron a mí, a nadie más. Solo puedo compartirlos con las personas que ya los conocen. Lo que lo convierte, debo decir, en un asunto bastante solitario.
E introducida esta sutil nota de autocompasión, se puso en pie, le dio un beso en la cabeza y, airado, atravesó el patio del establo hacia su despacho improvisado, donde echó el pestillo de la puerta y encendió el ordenador:
«Marlon atenderá sus consultas personales y confidenciales».
Con Sheba sentada muy ufana en la parte de atrás del Land Rover seminuevo que había adquirido a cambio de la vieja autocaravana, Kit conduce con determinación por la cuesta del monte Bailey hasta llegar expresamente a un área de descanso con una cruz celta y una vista de la niebla matutina elevándose en el valle. Su primera llamada está condenada al fracaso, como es su intención, pero la ética funcionarial y cierto sentido de la autoprotección lo obligan a ello. Tras marcar el número de la centralita del Foreign Office, lo atiende una mujer resuelta, que le exige repetir su nombre despacio y con claridad. Él así lo hace, y añade su título de sir para más seguridad. Después de una demora tan prolongada que habría estado justificado colgar, ella le informa de que el antiguo subsecretario, el señor Fergus Quinn, no ocupa el puesto desde hace tres años —dato que Kit conoce de sobra pero eso no le impide preguntarlo— y de que no dispone de un número de contacto ni de autoridad para transmitir mensajes. ¿Desearía sir Christopher —¡por fin, gracias!— que lo comunicara con el funcionario de guardia? No, gracias, sir Christopher no lo deseaba, con la clara insinuación de que un funcionario de guardia no estaba a la altura del nivel de seguridad requerido.
Bueno, lo he intentado, y queda constancia. Ahora pasamos a la parte espinosa.
Después de extraer el papel donde ha anotado el número de teléfono de Marlon, lo introduce en su móvil, sube el volumen al máximo porque empieza a fallarle un poco el oído y, de inmediato, por miedo a vacilar, pulsa el botón verde. Mientras, tenso, escucha el timbre, recuerda ya demasiado tarde qué hora es en Houston, y se imagina a Marlon, soñoliento, buscando a tientas el teléfono en la mesilla. Sin embargo suena la voz sincera de una mujer madura texana:
«Gracias por llamar a Efectos Éticos. Recuerde: ¡para nosotros, en Efectos Éticos, su seguridad es lo primero!».
A continuación una andanada de música marcial, y la muy americana voz de Marlon empieza a paso de marcha:
«¡Hola! Le habla Marlon. Le informamos de que su consulta será tratada en todo caso con la más absoluta reserva conforme a los principios de integridad y discreción de Efectos Éticos. Disculpe, pero ahora no hay nadie para atender su llamada privada y personal. Pero si tiene la amabilidad de dejar un sencillo mensaje de no más de dos minutos de duración, su asesor confidencial se pondrá en contacto con usted cuanto antes. Hable después de la señal, por favor».
¿Ha preparado Kit su sencillo mensaje de no más de dos minutos de duración? Evidentemente, sí, lo ha preparado, durante la larga noche:
—Soy Paul y necesito hablar con Elliot. Elliot, soy Paul, de hace tres años. Ha surgido algo muy desagradable, no por obra mía, diré. Necesito hablar con usted urgentemente, y no desde mi teléfono fijo, como es lógico. Tiene ya mi número de móvil, es el mismo de antes, no encriptado, claro. Fijemos una fecha para reunirnos lo antes posible. Si no puede, quizá debería usted ponerme en contacto con alguien con quien yo esté autorizado a hablar. Me refiero a alguien que ya esté en antecedentes y sea capaz de llenar algunas lagunas un tanto inquietantes. Espero tener noticias suyas pronto. Gracias. Paul.
Con la sensación de haber completado satisfactoriamente un trabajo espinoso en menos de dos minutos, corta la comunicación y enfila un camino de carro seguido por Sheba. Pero al cabo de unos doscientos metros esa sensación de misión cumplida se desvanece. ¿Cuánto tendrá que esperar hasta que le devuelvan la llamada? Y por encima de todo: ¿dónde esperará? En St Pirran el móvil no tiene cobertura, ni con Orange, ni con Vodafone, ni con nada. Si ahora vuelve a casa, no hará más que pensar en cómo volver a salir. Obviamente, a su debido tiempo ofrecerá a sus mujeres alguna versión no reservada de lo que consiga, pero no antes de conseguirlo.
La duda es, pues: ¿existe un camino intermedio, un subterfugio provisional que le permita estar al alcance de Marlon pero fuera del alcance de sus mujeres? Respuesta: el plúmbeo abogado de Truro a quien recientemente contrató para ocuparse de diversos fondos familiares de poco porte. Supongamos, por decir algo, que ha surgido un imprevisto: ¿un enrevesado asunto jurídico que debe despacharse sin pérdida de tiempo? Y supongamos que Kit, al precipitarse los acontecimientos, se ha olvidado por completo de la cita hasta ese momento. Cuadra. Siguiente paso: telefonear a Suzanna, cosa que le va a exigir valor, pero está preparado para enfrentarse a ella.
Después de llamar a Sheba, vuelve al Land Rover, encaja el móvil en su base, enciende el motor y lo sobresalta el ensordecedor chirrido de una llamada entrante con el sonido al máximo.
—¿Hablo con Kit Probyn? —prorrumpe una voz masculina.
—Sí, soy Probyn. ¿Quién habla? —apresurándose a ajustar el volumen.
—Soy Jay Crispin, de Efectos Éticos. He oído maravillas sobre usted. Ahora mismo Elliot está ilocalizable, de cacería, por así decirlo. ¿Y si trata conmigo en su lugar?
En cuestión de segundos, o esa impresión tiene él, se ponen de acuerdo: se reunirán. Y no al día siguiente, sino esa misma noche. Nada de andarse por las ramas, nada de que si sí o si no. Una voz claramente británica, culta, uno de los nuestros, y no a la defensiva ni mucho menos, lo que en sí mismo dice ya mucho. La clase de hombre que en otras circunstancias sería un placer conocer, todo lo cual comunicó a su debido tiempo a Suzanna en términos convenientemente cifrados mientras se vestía a toda prisa para coger el tren de las 10.41 en la estación de Bodmin Parkway:
—Y sé fuerte, Kit —instó Suzanna, abrazándolo con todo el vigor de su frágil cuerpo—. No es que seas débil. No lo eres. Es que eres bondadoso y confiado y leal. Bueno, Jeb también era leal. Tú mismo lo dijiste, ¿no?
¿Lo había dicho? Seguramente. Pero como recordó a Suzanna sabiamente, la gente cambia, querida, incluso los mejores entre nosotros, ya lo sabes. Y algunos se apartan para siempre del buen camino.
—Y a ese Gran Personaje tuyo, sea quien sea, le preguntarás a las claras: «¿Decía Jeb la verdad, y murieron una mujer y una criatura inocentes?». No quiero saber de qué trata el asunto. Sé que nunca lo sabré. Pero si lo que escribió Jeb en ese recibo brutal es verdad, y por eso fuimos al Caribe, debemos afrontarlo. No podemos convivir con una mentira, por más que lo prefiriéramos. ¿Verdad que no, querido? O al menos yo no puedo —añadió ella, como si acabara de pensarlo.
Y de Emily, más crudamente, cuando se detuvieron delante de la estación:
—Pase lo que pase, papá, mamá necesitará respuestas sólidas.
—¡Y yo también! —había replicado él en un momento de dolor colérico del que se arrepintió al instante.
El hotel Connaught, en el West End londinense, no era un establecimiento que se hubiese cruzado nunca en el camino de Kit, pero allí sentado, en medio del ajetreo de los camareros, solo en el esplendor posmoderno del salón, lo lamentó; porque de haberlo conocido no habría optado por el traje campestre anticuado ni los zapatos marrones agrietados que había sacado de su armario en el último momento.
«Si mi avión llega con retraso, dígales que está esperándome a mí y cuidarán de usted», había indicado Crispin, sin molestarse en mencionar de dónde llegaba su avión.
Y en efecto, cuando Kit susurró el nombre de Crispin al maître de traje negro en pose de gran director de orquesta detrás de su atril, el hombre llegó de hecho a sonreír:
—Ha venido de muy lejos, ¿eh, sir Christopher? Vaya, Cornualles, eso sí que está lejos. ¿Con qué me permite tentarlo, por gentileza del señor Crispin?
—Un té, y lo pagaré yo mismo. En efectivo —había replicado Kit fríamente, decidido a recobrar su independencia.
Pero una taza de té no es algo que el Connaught ofrezca así como así. Para obtenerla, Kit debe acceder al Chic & Shock Afternoon Tea completo y quedarse mirando impotente al camarero mientras le sirve pasteles, bollos y bocadillos de pepino a treinta y cinco libras más la propina.
Espera.
Entran varios posibles Crispins, permanecen ajenos a él, se reúnen con otros u otros se reúnen con ellos. Por la voz potente, imperiosa, que ha oído por teléfono, busca instintivamente a un hombre en consonancia: ancho de hombros, quizá, sobrado de aplomo, paso largo y firme. Recuerda la encarecida loa de Elliot en referencia a su superior. Nervioso, se pregunta en broma qué forma terrenal adquirirán tales dotes de liderazgo y carisma. Y no se siente del todo decepcionado cuando un hombre elegante de cuarenta y tantos años y estatura media, con un traje gris milrayas de buen corte, se sienta discretamente a su lado, le coge la mano y musita:
—Me parece que soy su hombre.
Y el reconocimiento, si puede llamarse así, es inmediato. Jay Crispin es tan inglés y tan desenvuelto como su voz. Sin barba, con un pelo sano, bien cuidado y peinado hacia atrás y una sonrisa de serena seguridad en sí mismo, es lo que los padres de Kit habrían llamado un hombre bien proporcionado.
—Kit, no sabe cuánto siento que haya pasado esto —declara la voz perfectamente modulada, con una sinceridad que llega a Kit derecha al corazón—. Qué mal rato habrá pasado. Dios mío, ¿qué está tomando? ¡No será té! —Y cuando un camarero aparece en el acto junto a ellos—: Usted es un hombre de whisky. Aquí sirven un Macallan bastante aceptable. Llévate todo esto, ¿quieres, Luigi? Y tráenos un par del de dieciocho años. Que sean generosos. ¿Hielo? Sin hielo. Sifón y agua por separado. —Y cuando el camarero se marcha—: Por cierto, un millón de gracias por venir hasta aquí. No sabe lo mucho que siento que haya tenido que desplazarse.
Ahora Kit nunca reconocería que se sintió atraído por Jay Crispin, ni que sus opiniones se vieran socavadas en modo alguno por el cautivador encanto de aquel hombre. Desde el principio, insistiría, albergó los más serios recelos acerca de ese individuo, y los mantuvo a lo largo de toda la reunión.
—Y le agrada la vida en el oscurísimo Cornualles, ¿eh? —preguntó Crispin en tono relajado mientras aguardaban a que llegaran sus bebidas—. ¿No anhela las luces intensas? Yo personalmente acabaría hablando con los pajaritos al cabo de un par de semanas. Pero ése es mi problema, me dicen todos. Soy un adicto al trabajo incurable. Soy incapaz de entretenerme solo. —Y tras esta pequeña confesión—: ¿Y Suzanna, en franca recuperación, imagino? —bajando la voz al tono idóneo para la intimidad.
—Infinitamente mejor, gracias, infinitamente. Adora la vida en el campo —contestó Kit, incómodo, pero ¿qué otra cosa iba a decir si ese hombre se lo preguntaba? Y con brusquedad, en un intento de cambiar el rumbo de la conversación—: ¿Y usted dónde reside exactamente? Aquí en Londres o… bueno, en Houston, supongo.
—Por Dios, en Londres, ¿dónde, si no? No hay otro sitio donde estar, si quiere saber mi opinión, como no sea en el norte de Cornualles, claro.
Volvió el camarero. Un paréntesis mientras servía las copas conforme a las especificaciones de Crispin.
—¿Anacardos, algo para picar? —preguntó Crispin a Kit solícitamente—. ¿O algo más consistente después del largo viaje?
—Estoy bien, gracias —manteniendo en alto la guardia.
—Hable, pues —dijo Crispin cuando el camarero se fue.
Kit habló. Y Crispin escuchó, su agraciado rostro contraído en una expresión concentrada, su pulcra cabeza moviéndose sensatamente en un gesto de asentimiento para dar a entender que la historia no le era ajena, o incluso que ya la había oído antes.
—Y luego, esa misma noche, apareció esto, mire —declaró y, sacando un sobre marrón húmedo de lo más hondo de su traje campestre, Kit entregó a Crispin la fina hoja de papel pautado que Jeb había arrancado de su cuaderno—. Eche un vistazo a eso, si no le importa —añadió para crear un clima más auspicioso. Y observó a Crispin mientras la cogía con su cuidada mano, reparando en los puños dobles de seda de color crema y los gemelos de oro grabados; lo observó recostarse y, sosteniendo el papel con ambas manos, examinarlo con la calma de un anticuario que lo escrutara en busca de la filigrana.
¿Y qué, querido? ¿Qué viste en su actitud? ¿Culpabilidad? ¿Conmoción? ¿Qué? ¡Algo debiste de ver!
Pero la actitud de Crispin, por lo que Kit distinguió, no reflejó nada. Las facciones regulares no se inmutaron, no apreció un temblor violento en sus manos: solo un triste gesto de negación de su acicalada cabeza, acompañado de aquella voz de oficial militar.
—En fin, qué desgracia la suya, Kit. ¿Qué más puedo decir? Qué desgracia tan grande. Vaya una situación, la verdad. Y qué desgracia también la de Suzanna. Un horror. Solo Dios sabe lo que debe de estar pasando. En serio, es ella la que realmente se lleva la palma. Y encima sin saber por qué ni de dónde viene, y sabiendo que no puede preguntar. Qué mierda. Disculpe. ¡Cielos! —dijo con vehemencia entre dientes, reprimiendo una punzada de dolor interior.
—Y necesita una respuesta clara, se lo aseguro —insistió Kit, resuelto a mantenerse firme—. Por mala que sea la respuesta, Suzanna tiene que saber qué ocurrió. Y yo también. Se le ha metido en la cabeza que nuestro destino en el Caribe fue una manera de hacerme callar. Aunque no era esa su intención, incluso parece haber contagiado a nuestra hija la misma idea. No es una insinuación muy agradable, como puede imaginar —animado cautamente por el comprensivo gesto de asentimiento de Crispin—; no es una manera muy feliz de pasar a la jubilación: pensar que uno ha cumplido con su país y de pronto descubrir que todo fue una farsa para encubrir un… en fin… un asesinato, por no andarnos con sutilezas —interrumpiéndose para esperar a que pase un camarero empujando un carrito con una tarta de cumpleaños en la que brilla una sola vela—. Y a eso añadamos el hecho de que la vida de un militar de primera clase quedó arruinada para siempre, o esa impresión da. Una cosa así Suzanna no se lo toma a la ligera, visto que tiende a preocuparse más por los demás que por ella misma. Por tanto, lo que estoy diciendo es: nada de andarse por las ramas, necesitamos conocer la realidad. Sí o no. Sin tapujos. Los dos. Todos nosotros. Cualquiera lo necesitaría. Lo lamento.
¿Lo lamentaba en qué sentido? ¿Lamentaba oír que su voz se descontrolaba y que el color le subía a la cara? No lo lamentaba en absoluto. Por fin se sulfuraba, y así debía ser. Suki estaría jaleándolo. Y Em también. Y ver a ese tal Jay Crispin asentir tan ufano con su linda cabeza de pelo ondulado las habría enfurecido tanto como comenzaba a enfurecerlo a él.
—Y además yo soy el malo de la película —comentó Crispin noblemente con el tono de un hombre que busca argumentos en su defensa—. Soy el canalla que lo organizó todo, que contrató a un hatajo de mercenarios de poca monta, que engañó a Langley y a nuestras propias Fuerzas Especiales para que actuaran como elemento de soporte, y que dirigió una de las más grandes cagadas operacionales de todos los tiempos. ¿Es eso? Además delegué el trabajo en un comandante de campo inepto que perdió los papeles y permitió que sus hombres acribillaran a una mujer y una criatura inocentes. ¿Eso lo abarca todo, o me he dejado algo en el tintero?
—A ver, yo no he dicho nada de eso…
—No, Kit, no hace falta. Lo dijo Jeb, y usted lo cree. No tiene por qué dorar la píldora. Convivo con eso desde hace tres años, y puedo convivir con eso otros tres. —Todo sin un amago de autocompasión, o al menos que llegara a los oídos de Kit—. Y Jeb no es el único, para ser justos con él. En este medio me encuentro de todo: tipos con trastorno de estrés postraumático, real o imaginado, con resentimiento por las gratificaciones, las pensiones, tipos que conciben fantasías sobre sí mismos, que reinventan la historia de su vida, y acuden corriendo a un abogado si no se los amordaza a tiempo. Pero este cabronzuelo es un caso aparte, créame. —Un suspiro de paciencia, otro triste gesto de negación—. Hizo un gran trabajo en su día, Jeb, mejor que nadie. Y eso agrava aún más las cosas. Convincente a más no poder. Cartas conmovedoras al parlamentario de su circunscripción, al Ministerio de Defensa, a todas partes. «El enano venenoso», lo llamamos en la oficina central. En fin, da igual. —Otro suspiro, este casi inaudible—. ¿Y está del todo seguro de que ese encuentro fue una coincidencia? ¿No le siguió el rastro, de algún modo?
—Pura coincidencia —insistió Kit, con más certidumbre de la que empezaba a sentir.
—¿No anunciaría por casualidad la prensa o la radio locales de Cornualles que sir Christopher y lady Probyn honrarían el estrado con su presencia?
—Podría ser.
—Quizá esa sea la pista.
—Imposible —replicó Kit con firmeza—. Jeb no conocía mi nombre hasta que se presentó en la feria y ató cabos —alegrándose de mantener la indignación.
—¿No aparecieron, pues, fotografías suyas en ningún sitio?
—No que nosotros hayamos visto. Y si hubiese salido alguna, la señora Marlow nos lo habría dicho. Nuestra ama de llaves —declaró taxativamente. Y para mayor certeza—: Y si a ella se le hubiese escapado algo, el pueblo entero se lo habría comentado.
El camarero deseó saber si les apetecía otra ronda de lo mismo. Kit dijo que no. Crispin dijo que sí, y Kit no discutió.
—¿Quiere saber una cosa sobre nuestras actividades, Kit? —preguntó Crispin cuando volvieron a estar solos.
—No sé bien si debería, la verdad. No es asunto mío.
—Pues yo creo que sí debería. Hizo usted un trabajo excelente en el Foreign Office, eso es incuestionable. Se dejó la piel por la reina, se ganó la pensión y el título de sir. Pero como funcionario de primera categoría fue un capacitador… y sí, excelente pero solo un capacitador, nunca un actor. No lo que podríamos llamar un cazador-recolector en la selva corporativa. ¿No es así? Admítalo.
—Me parece que no sé adónde quiere ir a parar —gruñó Kit.
—Hablo de incentivos —explicó Crispin con paciencia—. Hablo de lo que lleva al hombre de la calle a levantarse de la cama cada mañana: el dinero, el vil lucro, la pasta. Y hablo de quién se lleva, en mi medio, nunca en el suyo, un trozo del pastel cuando una operación acaba con tanto éxito como acabó Fauna. Y de la clase de resentimientos que eso genera. Hasta el punto de que individuos como Jeb creen que se les debe medio Banco de Inglaterra.
—Parece haber olvidado que era militar —lo interrumpió Kit, acalorado—. Un militar británico. Además, no veía con muy buenos ojos a los cazarrecompensas, como me comentó de pasada durante el rato que pasamos juntos. Los toleraba, pero eso era a lo más que llegaba. Estaba orgulloso de ser soldado al servicio de la reina, y con eso le bastaba. Lo dijo claramente, me temo. Lo siento, pero así fue. —Aún más acalorado.
Crispin movía la cabeza en un leve gesto de asentimiento para sí, como un hombre cuyos peores temores se han visto confirmados.
—Hay que ver. Este Jeb, este muchacho. Conque eso dijo, ¿eh? ¡Dios santo! —Se recompuso—. El soldado de la reina no hace buenas migas con los mercenarios, pero ¿luego va y quiere una megatajada del pastel de los cazarrecompensas? Eso me encanta. Bravo por ti, Jeb. Un nuevo récord de hipocresía. Y cuando no consigue lo que quiere, se da media vuelta y viene a cagarse en la puerta de Efectos Éticos. Las mata callando, el muy… —Pero por razones de delicadeza optó por dejar la frase incompleta.
Y tampoco esta vez Kit se dejó disuadir:
—Mire, nada de eso viene a cuento. No me ha dado una respuesta, ¿verdad que no? Ni a mí ni a Suzanna.
—¿A qué exactamente, amigo mío? —preguntó Crispin, pugnando aún por vencer los demonios que lo asaltaban, fueran cuales fuesen.
—La respuesta que he venido a buscar, maldita sea. ¿Sí o no? Déjese de recompensas, premios y toda esa historia. Eso es solo una cortina de humo. Mi pregunta es, primero: ¿la operación fue incruenta o no? ¿Alguien resultó muerto? Y en caso afirmativo, ¿quiénes? Fueran inocentes o culpables: ¿resultaron muertos? Y segundo —flojeando ya un poco en cuestiones de aritmética pero persistiendo así y todo—: ¿resultó muerta una mujer? ¿Y resultó muerto su hijo? ¿O algún niño? Suzanna tiene derecho a saberlo. También yo lo tengo. Los dos necesitamos saber qué decirle a nuestra hija, porque Emily también estaba presente. En la feria. Lo oyó. Oyó cosas que no debería haber oído. Cosas que dijo Jeb. No fue culpa suya oírlas, pero las oyó. No sé cuánto oyó, pero lo suficiente. —Y en el último momento añadió, a modo de atenuante, porque aún se avergonzaba de sus palabras de despedida a Emily en la estación de tren—: Espiaba, probablemente. No la culpo. Es médico. Es observadora. Necesita saber. Forma parte de su trabajo.
Crispin pareció sorprendido, incluso un poco dolido, al descubrir que esas dudas siguieran aún sobre el tapete. Pero decidió contestar de todos modos:
—Veamos primero su caso, Kit, ¿de acuerdo? —propuso con tono afable—. ¿Cree sinceramente que nuestro querido FO le habría concedido ese destino, ese honor, si el Peñón hubiese quedado manchado de sangre? Y eso por no hablar ya del Incauto, que luego cantó hasta desgañitarse ante sus interrogadores en un lugar no revelado.
—No lo descarto —respondió Kit con obstinación, pasando por alto el aborrecido uso de la sigla FO en una persona ajena al medio—. Para hacerme callar. Para sacarme de la línea de fuego. Para que no me fuera de la lengua. En su día el Foreign Office hizo cosas peores. En cualquier caso, Suzanna los cree muy capaces. Yo también.
—Pues escúcheme bien.
Con el entrecejo fruncido, eso era precisamente lo que hacía Kit.
—Kit. La pérdida de vidas fue cero. Repito: cero. ¿Quiere que lo diga otra vez? Ni una sola gota de sangre, de nadie. No hubo bebés muertos, ni madres muertas. ¿Convencido? ¿O tengo que pedirle al conserje que traiga una Biblia?
El paseo desde el Connaught hasta Pall Mall esa templada tarde de primavera no fue para Kit tanto un placer como una triste celebración. Jeb, el pobre hombre, era obviamente género muy estropeado. Kit se compadeció de él: un antiguo camarada, un valiente ex militar que había sucumbido a la avaricia y la injusticia. En fin, él había conocido a un hombre mejor, un hombre a quien respetar, un hombre a quien seguir. Si casualmente sus caminos volvían a cruzarse, que Dios no lo quisiera, pero si ocurría, no le retiraría la mano de la amistad. En cuanto a su encuentro fortuito en la feria de Bailey, no daba el menor crédito a las viles sospechas de Crispin. Fue pura casualidad, y punto. Ni el mejor actor del mundo habría sido capaz de simular aquella cara estragada al mirarlo desde el portón de la camioneta. Quizá Jeb fuera un psicótico, quizá sufriera de un trastorno de estrés postraumático o cualquiera de esos rimbombantes términos que soltamos tan a la ligera hoy día. Pero para Kit seguiría siendo el Jeb que lo había guiado hasta el punto culminante de su carrera, y eso no se lo quitaba nadie. No había más que hablar.
Y con esa formulación resueltamente perfeccionada en la cabeza entró en una calle adyacente y telefoneó a Suzanna, cosa que se moría de ganas de hacer desde que había salido del Connaught pero a la vez, de un modo indefinible, temía.
—Las cosas han salido muy bien, Suki —escogiendo las palabras con cuidado porque, como Emily había señalado sin la menor consideración, Suzanna era, si cabe, más consciente de las cuestiones de seguridad que él—. Nos las vemos con un hombre muy enfermo que ha perdido el norte en la vida trágicamente y no distingue la verdad de la ficción, ¿entiendes? —Volvió a intentarlo—. Nadie. Repito: nadie salió herido en ese accidente. ¿Suki? ¿Estás ahí?
Dios mío, está llorando. No, eso no. Suki nunca llora.
—Suki, querida, no hubo ningún accidente. Ninguno. En plural. Todo está en orden. No se quedó ningún niño en el camino. Ni ninguna madre. Nuestro amigo de la feria delira. Es un desdichado, el buen hombre, con problemas mentales, con problemas de dinero, y tiene un lío en la cabeza. Me lo ha explicado directamente el mandamás.
—¿Kit?
—¿Qué pasa, querida? Dímelo. Por favor. ¿Suzanna?
—Estoy bien, Kit. Solo he estado un poco cansada y baja de ánimos. Ahora estoy mejor.
¿Ha sollozado? ¿Suki? No, imposible. La buena de Suki, no. Jamás. Tenía previsto telefonear a Emily a continuación, pero lo pensó mejor: lo dejaría para el día siguiente.
En su club, era la hora de abrevar. Sus viejos amigos lo saludaron, lo invitaron a una jarra, él los invitó a ellos. Riñones y beicon en la mesa larga, café y oporto en la biblioteca para celebrar la noche como era debido. El ascensor estaba averiado, pero superó los cuatro pisos a pie sin mayor problema y recorrió a tientas el largo pasillo hasta su habitación sin derribar ninguno de los condenados extintores. Pero tuvo que palpar la pared para localizar el interruptor que se le resistía, y mientras buscaba, notó el aire muy fresco en la habitación. ¿Acaso el anterior ocupante, en flagrante violación del reglamento del club, había fumado y dejado la ventana abierta para ocultar la prueba? Si era así, Kit se plantearía escribir una severa carta a secretaría.
Y cuando por fin encontró el interruptor, y encendió la luz, allí, sentado en el sillón tapizado de imitación cuero bajo la ventana abierta, vistiendo una elegante americana de color azul marino de cuyo bolsillo superior asomaba el triángulo de un pañuelo blanco, estaba Jeb.