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En la segunda planta de un hotel anodino sito en Gibraltar, colonia de la Corona británica, un hombre ágil y cimbreño, cercano a los sesenta años, se paseaba por su habitación. Incluso sus facciones británicas, aunque agraciadas y a todas luces honorables, denotaban un temperamento colérico llevado en ese momento a los límites de su aguante. Un profesor universitario desazonado, habría pensado cualquiera viendo aquel andar suyo, inclinado al frente y elástico, y aquel errante flequillo entrecano que reiteradamente debía disciplinar con espasmódicos reveses de la muñeca huesuda. Desde luego pocos habrían imaginado, ni aun en sus sueños más delirantes, que era un funcionario británico de rango medio, arrancado de su mesa en uno de los departamentos más prosaicos del Ministerio de Asuntos Exteriores de Su Majestad para asignarle una misión secreta vital para la seguridad.

Su nombre de pila adoptado, como él insistía en repetirse, a veces en voz medio alta, era «Paul», y su apellido —no precisamente difícil de recordar— era «Anderson». Si encendía el televisor se leía: «Bienvenido, señor Paul Anderson. ¡Por qué no disfruta del aperitivo de cortesía previo a la cena en nuestro Salón Lord Nelson!». Esos signos de admiración, en lugar de los correspondientes interrogantes, eran causa de continua exasperación para el pedante que llevaba dentro. Vestía el albornoz blanco de felpa del hotel y lo había vestido desde su encarcelamiento, a excepción hecha de cuando en vano había intentado conciliar el sueño o cuando furtivamente, en una sola ocasión, había salido a una hora intempestiva para comer solo en el restaurante del último piso entre los efluvios del cloro de una piscina que había en la tercera planta del edificio de enfrente. Como otras muchas cosas en la habitación, el albornoz, demasiado corto para sus largas piernas, apestaba a humo de tabaco arraigado y ambientador con aroma a lavanda.

En sus idas y venidas, al pasar ante el espejo de cuerpo entero atornillado al papel pintado de cuadros escoceses, exteriorizaba sus sentimientos para sí resueltamente sin la acostumbrada contención de la vida oficial, su semblante ora contraído en sincera perplejidad, ora ceñudo. A ratos hablaba solo, en busca de alivio o exhortación. ¿También en voz medio alta, acaso? ¿Qué más daba si uno estaba confinado en una habitación vacía sin nadie que lo escuchase aparte de una fotografía coloreada de nuestra querida reina en su juventud a lomos de un caballo zaíno?

En una mesa con superficie de plástico reposaban los restos de un sándwich club que ya a su llegada había declarado muerto, así como una botella de Coca-Cola tibia abandonada. Pese al soberano esfuerzo que le representaba, no se había permitido ni una pizca de alcohol desde la toma de posesión de esa habitación. En la cama, que había aprendido a detestar como ninguna otra, cabían holgadamente seis personas, pero tan pronto como se tendía en ella la espalda empezaba a atormentarlo. La cubría una resplandeciente colcha carmesí de imitación seda, y sobre la colcha había un teléfono móvil de aspecto inocente que, según le habían asegurado, estaba modificado conforme al más alto nivel de encriptación, y si bien él no tenía gran fe en esas cosas, solo le cabía pensar que en efecto lo estaba. Cada vez que pasaba ante el móvil, se le iban los ojos hacia él con una mezcla de reproche, anhelo y frustración.

«Lamento informarle, Paul, de que en el transcurso de la misión estará totalmente incomunicado, salvo a efectos operacionales —le advierte Elliot, su autodesignado comandante de campo, a su farragosa manera y con un dejo sudafricano—. Si una inoportuna crisis aquejara a sus estimados familiares en su ausencia, deberán transmitir sus tribulaciones al departamento de bienestar de su ministerio, tras lo cual se establecerá contacto con usted. ¿He hablado claro, Paul?».

Clarísimo, Elliot; poco a poco al final lo consigue.

Al llegar a la descomunal ventana panorámica en el extremo opuesto de la habitación, alzó la vista y, con semblante hosco, observó a través de los visillos sucios el legendario Peñón de Gibraltar, que, amarillento, arrugado y distante, le devolvió una mirada no menos hosca, como una viuda irascible. Una vez más, por hábito e impaciencia, consultó su reloj de pulsera, tan ajeno, y lo comparó con los dígitos del radiodespertador de la mesilla. Era un reloj de acero, deslustrado, con la esfera negra, en sustitución del Cartier de oro obsequio de su querida esposa el día de sus bodas de plata en virtud de una herencia legada por alguna de sus muchas tías fallecidas.

¡Pero alto ahí! ¡Ese condenado Paul no tiene esposa! Paul Anderson no tiene esposa ni hija. ¡Paul Anderson es un condenado ermitaño!

«No vamos a llevar eso puesto, ¿verdad que no, Paul, cariño? —le dice, hace ya una eternidad, una mujer maternal de su misma edad en el chalet de obra vista de las afueras, cercano al aeropuerto de Heathrow, donde ella y su fraternal colega lo visten para el papel—. No con esas bonitas iniciales grabadas, ¿verdad que no? Tendrías que decir que se lo has birlado a alguien casado, ¿eh, Paul?».

Siguiendo la broma, decidido como siempre a ser un buen chico a su manera, se queda mirando mientras ella escribe «Paul» en una etiqueta adhesiva y guarda su reloj en una caja de caudales junto con su alianza nupcial para lo que ella llama «la duración».

¿Cómo demonios acabé yo en estos andurriales ya de entrada?

¿Salté o me empujaron? ¿O fue un poco lo uno y lo otro?

En unos cuantos itinerarios bien elegidos por la habitación, describe, si eres tan amable, las circunstancias precisas de tu inusitado viaje desde la venturosa monotonía hasta el confinamiento solitario de un peñasco colonial británico.

—¿Y qué tal anda la pobre de tu querida esposa? —pregunta la reina de hielo casi jubilada del Departamento de Personal, ahora rebautizado ampulosamente «Recursos Humanos» por ninguna razón conocida, después de emplazarlo sin la menor explicación en su suntuoso boudoir un viernes por la tarde cuando todos los probos ciudadanos regresan apresuradamente a sus casas. Los dos son viejos adversarios. Si algo tienen en común, es la sensación de que ya quedan pocos de ellos.

—Gracias, Audrey, pero de pobre nada, me complace decir —contesta él con el resuelto desenfado que adopta en encuentros como ése, donde se juega el tipo—. «Querida» sí pero no «pobre». Lo suyo sigue en franca remisión. ¿Y tú? Sana como una manzana, confío.

—Está dejable, pues —señala Audrey, sorda a la amable indagación de él.

—¡Córcholis, no! ¿En qué sentido? —manteniendo resueltamente el tono desenvuelto y festivo.

—En este sentido: ¿podría llegar a interesarte pasar cuatro días supersecretos fuera del país en un clima saludable, con la posibilidad de que se alargaran a cinco?

—Pues resulta que podría interesarme mucho, posiblemente, Audrey, gracias. Nuestra hija, ya mayor, vive con nosotros en estos momentos, así que el ofrecimiento no podría ser más oportuno, dado que, casualmente, es doctora en medicina. —No puede resistirse a añadir en su orgullo, pero Audrey no se deja impresionar por los logros de su hija.

—No sé de qué se trata, ni tengo por qué saberlo —dice, contestando a la pregunta que él no ha formulado—. Hay un joven subsecretario, muy dinámico, un tal Quinn, de quien quizá hayas oído hablar. Le gustaría verte de inmediato. Por si acaso no te ha llegado la voz a los lejanos confines de Contingencias Logísticas, te diré que es nuevo, con ganas de romper moldes, una reciente adquisición venida de Defensa, lo cual no es precisamente una gran carta de recomendación, pero es lo que hay.

¿A santo de qué le sale ahora con eso? Claro que le ha llegado la voz. Lee los periódicos, ¿no? Ve el telediario de la noche. Fergus Quinn, diputado, Fergie para todo el mundo, es un camorrista escocés, sedicente bête intellectuelle de la escudería del Nuevo Laborismo. Por televisión, es belicoso y alarmista, sin pelos en la lengua. Se enorgullece, además, de ser el azote de la burocracia de Whitehall al servicio del pueblo, virtud encomiable vista de lejos, pero no muy tranquilizadora si da la casualidad de que uno es un burócrata de Whitehall.

—¿Quieres decir ahora, Audrey, en este mismo momento?

—Eso me ha parecido entender cuando ha dicho «de inmediato».

En la antesala de la subsecretaría ya no hay nadie, ausente el personal desde hace rato. La puerta de caoba ministerial, sólida como el hierro, está entornada. ¿Llama y espera? ¿O llama y empuja? Hace un poco lo uno y lo otro, y oye:

—No se quede ahí plantado. Pase y cierre la puerta.

Entra.

La considerable humanidad del joven y dinámico subsecretario se halla embutida en un esmoquin negro azulado. Con un teléfono móvil al oído, posa ante una chimenea de mármol con papel de aluminio rojo a modo de llamas. En carne y hueso, como por televisión, es también fornido, de cuello ancho, con el pelo rojo, a cepillo, y unos ojos ávidos y vivaces en un rostro de púgil.

A sus espaldas se alza un retrato de tres metros y medio: un potentado de ultramar dieciochesco con calzón de malla. En un momento de malicia originado por la tensión, resulta irresistible la comparación entre dos hombres tan distintos. Pese al denodado empeño de Quinn por ser un hombre del pueblo, ambos exhiben el mohín de descontento propio de los privilegiados. Ambos cargan el peso del cuerpo en una pierna y mantienen ladeada la otra rodilla. ¿Se dispone el joven y dinámico subsecretario a lanzar una incursión punitiva contra los aborrecidos franceses? ¿Apercibirá a la masa vocinglera por su insensatez en nombre del Nuevo Laborismo? Sin hacer lo uno ni lo otro, dirige un vigoroso «Luego te llamo, Brad» a su móvil, se acerca a la puerta con paso firme, corre el pestillo y gira en redondo.

—Según me cuentan, es usted un «fogueado miembro del Servicio», ¿cierto? —dice acusadoramente con su estudiado acento de Glasgow después de una inspección de arriba abajo que, al parecer, confirma sus peores temores—. «Presencia de ánimo», y vaya usted a saber qué querrán decir con eso. Veinte años «rondando por esos mundos», según Recursos Humanos. «La discreción personificada, y no se ahoga en un vaso de agua». Lo ponen por las nubes. Aunque tampoco es que yo me crea necesariamente todo lo que cuentan por aquí.

—La gente es muy considerada.

—Y fuera de la circulación. Recluido en el cuartel. Mano sobre mano. Lo ha retenido aquí la salud de su mujer, ¿correcto?

—Pero solo en estos últimos años, señor subsecretario —no muy contento con eso de «mano sobre mano»—, y ahora mismo puedo viajar con entera libertad, me complace decir.

—¿Y su actual puesto es…? Recuérdemelo, si tiene la bondad.

Cuando se dispone a hacerlo, para poner de relieve sus numerosas e imprescindibles responsabilidades, el subsecretario, impaciente, lo interrumpe:

—Muy bien. He aquí mi pregunta: ¿ha tenido usted experiencia directa en labores de información secreta? Usted personalmente —advierte, como si existiera otro «usted» menos personal.

—Directa ¿en qué sentido, señor subsecretario?

—Espionaje, ¿qué va a ser?

—Solo como consumidor, lamentablemente. Esporádico. Del producto acabado. No del medio para obtenerlo, si ésa es su pregunta, señor subsecretario.

—¿Ni siquiera cuando rondaba por esos mundos, todos esos lugares que nadie ha tenido la gentileza de especificarme?

—Lamentablemente, mis destinos en ultramar fueron por lo general de carácter económico, comercial o consular —explica, recurriendo a los arcaísmos lingüísticos que adopta siempre que se siente amenazado—. De vez en cuando, como es obvio, uno tenía acceso a algún que otro informe secreto… nada de alto nivel, que conste. En síntesis, eso es todo, me temo.

Sin embargo el subsecretario parece momentáneamente alentado por esta inexperiencia en conspiraciones, ya que una sonrisa de algo semejante a la autocomplacencia asoma a sus amplias facciones.

—Pero con usted estamos en buenas manos, ¿cierto? No lo hemos puesto a prueba, quizá, pero estamos en buenas manos.

—Bueno, me gustaría pensar que sí. —Ahora con cierto reparo.

—¿Alguna vez le han llegado asuntos de CT?

—¿Cómo?

—¡Contraterrorismo, hombre! ¿Le han llegado o no? —como si hablara con un idiota.

—Me temo que no, señor subsecretario.

—Pero le preocupa, ¿o no?

—¿Qué concretamente, señor subsecretario? —Con el tono más voluntarioso posible.

—¡El bienestar de nuestra nación, por Dios! La seguridad de nuestros ciudadanos, dondequiera que se encuentren. Nuestros valores básicos en tiempos de adversidad. Sí, de acuerdo, nuestro patrimonio, si quiere —esgrimiendo la palabra a modo de estocada antitory—. ¿No será usted uno de esos progresistas bajo cuerda, esos afeminados que, a la chita callando, piensan que los terroristas tienen derecho a volar en pedazos este puto mundo, por decir algo?

—No, señor subsecretario, creo que puedo afirmar sin miedo a equivocarme que no lo soy —musita.

Pero el subsecretario, lejos de compartir su bochorno, lo agudiza:

—Veamos, pues. Si le dijera que la misión en extremo delicada que tengo en mente para usted lleva aparejado privar al enemigo terrorista del medio para lanzar un ataque premeditado contra nuestra patria, no se marcharía usted inmediatamente, deduzco.

—Al contrario, sería… bueno…

—Sería ¿qué?

—Una gran satisfacción. Un honor. Un orgullo, de hecho. Pero en cierto modo una sorpresa, obviamente.

—Una sorpresa… ¿por qué, si puede saberse? —Como un hombre insultado.

—Bueno, no soy quién para preguntar, señor subsecretario, pero ¿por qué yo? Sin duda el ministerio dispone de no poca gente con la experiencia que usted busca.

Fergus Quinn, hombre del pueblo, gira súbitamente en redondo y se acerca al mirador. Con el mentón de púgil al frente por encima del nudo de la corbata de etiqueta, y el lazo de la corbata asomando burdamente entre las mollas de la nuca, contempla la grava dorada del Horse Guards Parade bajo el sol vespertino.

—Si le dijera, además, que durante el resto de su vida natural no revelará usted, ni de palabra ni de obra ni por ningún otro medio, el hecho de que cierta operación contraterrorista se proyectó siquiera, y menos aún se ejecutó… —lanzando una mirada alrededor, indignado, en busca de una salida al laberinto verbal en el que se ha metido—, ¿lo anima o lo desanima?

—Señor subsecretario, si me considera usted el hombre idóneo, aceptaré gustoso la misión, sea cual sea. Y le garantizo solemnemente mi perpetua y absoluta discreción —insiste, sonrojándose un poco en su irritación por ver su lealtad ventilada y examinada ante sus propios ojos.

Con los hombros encorvados al mejor estilo Churchill, el subsecretario permanece encuadrado en el mirador, como si aguardase con impaciencia a que los fotógrafos terminaran su trabajo.

—Hay ciertos escollos que salvar —anuncia con severidad a su propio reflejo—. Hay cierta luz verde que deben dar determinadas personas francamente cruciales a uno y otro lado de la calle —asestando una embestida en dirección a Downing Street con su cabeza de toro—. Cuando la tengamos… si es que la tenemos y no antes… será usted informado. A partir de ese momento, y durante el tiempo que yo estime oportuno, será usted mis ojos y oídos in situ. Nada de dorar la píldora, ¿entendido? No me venga con esas frivolidades y galimatías propios del Foreign Office. Muchas gracias, pero eso en mi presencia no. Me pintará las cosas tal como las vea, al pan, pan, y al vino, vino. La perspectiva desapasionada, a través de los ojos del gato viejo que, según creo, es usted. ¿Me oye?

—Perfectamente, señor subsecretario. Oigo y comprendo con toda exactitud lo que dice. —Su propia voz, hablándole desde una nube lejana.

—¿Tiene algún Paul en la familia?

—¿Cómo dice, señor subsecretario?

—¡Dios santo! Tampoco es una pregunta tan difícil, ¿no? ¿Hay en su familia algún hombre que se llame Paul? ¿Sí o no? Un hermano, un padre… qué sé yo.

—Ninguno. Ni un solo Paul a la vista, me temo.

—¿Ni Paulines? La versión femenina. ¿O Paulettes, o como se diga?

—Categóricamente no.

—¿Y Anderson? ¿Tiene algún Anderson por ahí? ¿Anderson, apellido de soltera?

—Que yo sepa, tampoco, señor subsecretario.

—Y se conserva en estado aceptable. Físicamente. ¿No le flojearán las rodillas en una buena caminata por terreno accidentado, mal del que adolecen algunos por aquí?

—Doy paseos enérgicos. Y soy un entusiasta de la jardinería. —Desde la misma nube lejana.

—Esperará la llamada de un tal Elliot. Elliot será su primera indicación.

—Y Elliot ¿es el apellido o el nombre?, me gustaría saber. —Se oye indagar con tono apaciguador, como si se dirigiese a un maníaco.

—¿Y yo cómo coño voy a saberlo? Opera dentro del más absoluto secreto bajo los auspicios de una organización más conocida como Efectos Éticos. Son nuevos en el barrio, y ahí los tiene, con la flor y nata del sector, según me han asegurado asesores expertos.

—Perdone, señor subsecretario. ¿Cuál es ese sector exactamente?

—Los contratistas de defensa privados. ¿En qué mundo vive? Ahora es el pan de cada día. Por si no se ha dado cuenta, la guerra se ha corporativizado. Los ejércitos regulares profesionales no sirven para nada. Demasiados mandos, mal equipados, un general de brigada por cada doce reclutas en el terreno, y cuestan un dineral. Si no me cree, pase un par de años en Defensa y verá.

—Le creo, señor subsecretario. —Alarmado por este contundente menosprecio a los ejércitos británicos, pero deseoso, así y todo, de seguirle la corriente.

—Está intentando quitarse de encima su casa. ¿Me equivoco? En Harrow o por ahí.

—En Harrow, sí —ahora ya inmune a la sorpresa—, el norte de Harrow.

—¿Problemas económicos?

—¡No, no, nada más lejos, a Dios gracias! —exclama, agradeciendo ese retorno, por momentáneo que sea, a la realidad—. Yo tengo unos ahorrillos, y mi mujer ha recibido una módica herencia que incluye una finca en el campo. Planeamos vender nuestra casa actual antes de que se desplome el mercado y vivir modestamente hasta que nos traslademos.

—Elliot dirá que le interesa comprar su casa en Harrow. No dirá que es de Efectos Éticos ni nada por el estilo. Ha visto el anuncio en el escaparate de la agencia o donde sea, ha echado una ojeada a la casa por fuera, le gusta, pero hay detalles que tratar. Propondrá una hora y un lugar de encuentro. Usted acepte. Esa gente trabaja así. ¿Alguna otra pregunta?

¿Ha hecho ya alguna?

—Entretanto actúe con toda normalidad. Ni una sola palabra a nadie. Ni aquí en el ministerio, ni en casa. ¿Entendido?

Entendido no. Ni por asomo. Pero un sí desconcertado y rotundo a todo ello, y un recuerdo no muy claro de cómo llegó a casa esa noche, después de una reconstituyente visita vespertina a su club de Pall Mall.

Inclinado sobre su ordenador mientras su mujer e hija charlan alegremente en la habitación contigua, el Paul Anderson electo busca Efectos Éticos. «¿Quiso decir Efectos Éticos Sociedad Anónima de Houston, Texas?». A falta de más información, sí, eso quiere decir.

Con nuestro novísimo equipo internacional de pensadores geopolíticos excepcionalmente cualificados, Efectos Éticos ofrece análisis de evaluación de riesgo innovadores, perspicaces y punteros a grandes empresas y organismos nacionales. En EE nos enorgullecemos de nuestra integridad, nuestra formal diligencia y nuestras ciberaptitudes actualizadas al minuto. Estrecha protección y negociadores en secuestros de rehenes disponibles sin previo aviso. Marlon atenderá sus consultas personales y confidenciales.

Dirección de correo electrónico y apartado de correos también de Houston, Texas. Teléfono gratuito para sus consultas personales y confidenciales a Marlon. Sin nombres de directivos, ni gerentes, ni consejeros, ni pensadores geopolíticos excepcionalmente cualificados. Sin Elliot, sea nombre o apellido. La empresa matriz de Efectos Éticos es Spencer Hardy Holdings, una multinacional, entre cuyos intereses se incluyen el petróleo, el trigo, la madera, la carne, la promoción inmobiliaria y las iniciativas sin ánimo de lucro. Esa misma empresa matriz financia fundaciones evangélicas, colegios religiosos y misiones bíblicas.

Para más información acerca de Efectos Éticos, introduzca su código de acceso. Desprovisto de dicho código de acceso, y asaltado por cierta sensación de intrusión, abandona sus pesquisas.

Transcurre una semana. Cada mañana durante el desayuno, a lo largo de todo el día en el ministerio, cada tarde cuando vuelve a casa del trabajo, actúa con Toda Normalidad como le han ordenado, y aguarda la gran llamada que puede recibir o no, o recibir en el momento menos esperado: como ocurre una mañana temprano mientras su mujer duerme aún por efecto de la medicación y él, en la cocina con su camisa a cuadros y su pantalón de pana, lava parsimoniosamente los platos de la cena de anoche y se dice que sin falta debe ponerse manos a la obra con el césped del jardín de atrás. Suena el teléfono, descuelga, saluda con un jovial «buenos días», y es Elliot, quien, cómo no, ha visto el anuncio en el escaparate de la agencia y está seriamente interesado en comprar la casa.

Solo que su nombre no es Elliot sino «Illiot», por efecto del acento sudafricano.

¿Es Elliot miembro del «novísimo equipo internacional de pensadores geopolíticos excepcionalmente cualificados» de Efectos Éticos? Es posible, aunque no evidente. En el austero despacho de una callejuela adyacente a Paddington Street Gardens, donde los dos hombres se hallan sentados apenas una hora y media después, Elliot viste un traje formal, muy sobrio, y una corbata listada con diminutos paracaídas estampados. Anillos cabalísticos adornan los tres dedos centrales de su cuidada mano izquierda. Le brilla el cráneo, tiene la tez aceitunada y picada de viruela, y es de torso inquietantemente musculoso. Sus ojos, ora escrutando a su invitado con insinuantes miradas, ora lanzando vistazos de soslayo a las paredes sucias, son incoloros. Su inglés oral es tan elaborado que habría cabido pensar que forzosamente se distinguiría por la precisión y la buena dicción.

Después de extraer un pasaporte británico casi nuevo de un cajón, Elliot se lame el pulgar y lo hojea indiscretamente.

—Manila, Singapur, Dubai: éstas son solo algunas de las magníficas ciudades en las que ha asistido usted a congresos de estadística. ¿Lo entiende, Paul?

Paul lo entiende.

—En el hipotético caso de que un chismoso se sentara junto a usted en el avión y le preguntara qué lo lleva a Gibraltar, dígale que va a un congreso de estadística más. Después dígale que no meta las putas narices donde no lo llaman. Gibraltar hace buen negocio con las apuestas por internet, y no todo es limpio. A los capos del juego no les gusta que sus empleadillos hablen cuando no les toca. Ahora, Paul, debo preguntarle si tiene algún motivo de preocupación en lo relativo a su tapadera, y conteste con toda franqueza, por favor.

—Bueno, Elliot, quizá un motivo de preocupación sí, la verdad es que uno sí —admite después de la pertinente pausa para la reflexión.

—Suéltelo, Paul. Con toda libertad.

—Es solo que, siendo como soy súbdito inglés… y además funcionario de Exteriores que ha rondado lo suyo por los pasillos del ministerio…, entrar en un territorio británico primordial bajo la identidad de otro súbdito inglés… en fin, resulta un poco… —buscando la palabra—, un poco cuestionable, con toda franqueza.

Elliot, volviendo a posar en él sus ojos pequeños y circulares, lo mira fijamente pero sin pestañear.

—O sea, ¿no podría ir como yo mismo y asumir el riesgo? Los dos sabemos que voy a tener que pasar inadvertido. Pero si ocurriese que, contrariamente a nuestros cálculos, me topara con alguien a quien conozco o, más al caso, alguien que me conoce a mí, al menos podría ser quien en realidad soy. O sea, yo. En lugar de…

—¿En lugar de qué exactamente, Paul?

—Bueno, en lugar de hacerme pasar por un estadístico falso, de nombre Paul Anderson. O sea, ¿quién va a creerse un cuento como ese si sabe de sobra quién soy? O sea, Elliot, sinceramente —notando el calor que sube a su cara e incapaz de contenerlo—, el Gobierno de Su Majestad tiene en Gibraltar un grandioso cuartel general de los tres ejércitos. Por no hablar ya de la considerable presencia del Foreign Office y de un puesto de escucha mastodóntico. Y un campamento de instrucción de las Fuerzas Especiales. Basta con que caiga del cielo un fulano en quien no hemos pensado y me abrace como a un viejo amigo que no ve hace mucho, y me veré… en fin, con la soga al cuello. Y si a eso vamos, ¿qué sé yo de estadística? Ni jota. No pretendo poner en duda su experta opinión, Elliot. Y haré lo que se tercie, eso por descontado. Es solo por preguntar.

—¿A eso se reducen sus inquietudes, Paul? —pregunta Elliot, muy solícito.

—Por supuesto. Única y exclusivamente. Era una simple observación. —Y lamenta ya haberla hecho, pero ¿cómo va uno a prescindir de la lógica?

Elliot se humedece los labios, arruga el entrecejo y, en un inglés meticulosamente fracturado, contesta lo siguiente:

—Es un hecho, Paul, que en Gibraltar a nadie va a importarle ni medio carajo quién sea usted siempre y cuando enseñe su pasaporte británico y mantenga la cabeza por debajo del horizonte en todo momento. Ahora bien, lo que sí tengo la obligación moral de plantearme es que si se produce el peor panorama posible, serán sus huevos los que estén en primera línea de fuego. Pongamos el hipotético caso de que la operación se suspende por razones que escapan a las previsiones de sus expertos planificadores, entre los cuales me enorgullezco de encontrarme. ¿Había alguien de dentro?, quizá se pregunten. ¿Y quién es ese Anderson, ese capullo con pinta de intelectual que se enclaustró en su habitación del hotel para leer libros día y noche?, empezarán a plantearse. ¿Dónde puede encontrarse a ese Anderson en una colonia no mayor que un puto campo de golf? Si se diera esa situación, agradecería usted, sospecho, no haber sido la persona que en realidad es. ¿Contento, Paul?

Contentísimo, Elliot, como niño con zapatos nuevos. No quepo en mí de contento. Me siento como un pulpo en un garaje, como si estuviera soñando, pero estoy con usted hasta el final. Pero entonces, percibiendo cierto disgusto en Elliot, y por miedo a que las pormenorizadas instrucciones que está a punto de recibir empiecen con mal pie, recurre a un poco de interacción en el plano personal:

—¿Y dónde encaja usted, un hombre tan preparado, en este orden de cosas, si se me permite preguntarlo, Elliot, sin querer pecar de indiscreción?

Elliot adopta un tono farisaico propio del púlpito:

—Le agradezco de todo corazón que me haga esa pregunta, Paul. Soy un hombre de armas, ésa es mi vida. He combatido en guerras grandes y pequeñas, casi todas en el continente africano. Durante esas hazañas tuve la fortuna de encontrar a un hombre cuyas fuentes de información son legendarias, por no decir portentosas. Sus contactos a nivel mundial hablan con él como con ningún otro en la certeza de que empleará los datos facilitados para promover los principios democráticos y la libertad. La Operación Fauna, cuyos detalles le daré a conocer a continuación, es un proyecto personal suyo.

Y es la orgullosa declaración de Elliot lo que da pie a la pregunta obvia, aunque obsecuente:

—¿Y se me permite preguntar, Elliot, si ese gran hombre se llama de alguna manera?

—Paul, usted es ya y para siempre de la familia. Le diré, pues, sin traba alguna que el fundador y la fuerza motriz de Efectos Éticos es un caballero cuyo nombre es, y esto en la más absoluta reserva, Jay Crispin.

Regreso a Harrow en taxi.

Elliot dice: «En adelante guarde todos los recibos». Paga al taxista, guarda el recibo.

Busca a Jay Crispin en Google.

Jay tiene diecinueve años y vive en Paignton, Devon. Es camarera.

J. Crispin, Enchapados, llegó al mundo en Shoreditch en 1900.

Jay Crispin organiza audiciones para modelos, actores, músicos y bailarines.

Pero de Jay Crispin, la fuerza motriz de Efectos Éticos y el cerebro de la Operación Fauna, ni rastro.

Plantado de nuevo ante la descomunal ventana de su cárcel hotel, el hombre que debe hacerse llamar Paul, hastiado, emitió una sarta de espontáneas obscenidades, más a la manera moderna que a la suya propia. «Joder», luego «joder por partida doble». Luego «joder» unas cuantas veces más, descerrajados en una aburrida ráfaga contra el teléfono móvil que está en la cama y culminados con una súplica —«suena, cabronzuelo, suena»—, y solo para descubrir que en algún lugar dentro o fuera de su cabeza ese mismo teléfono móvil, ya no mudo, canturreaba su exasperante «didli ah, didli ah, didli ah, di da do».

Paralizado en su incredulidad, se quedó junto a la ventana. Es ese griego gordo y barbudo de la habitación de al lado, cantando en la ducha. Son esos amantes del piso de arriba, los muy salidos: él gruñe, ella aúlla, yo alucino.

De pronto su único deseo en este mundo era irse a dormir y despertar cuando aquello hubiese acabado. Pero para entonces estaba ya en la cama, con el teléfono encriptado al oído, aunque, por un aberrante sentido de la seguridad, sin hablar.

—¿Paul? ¿Estás ahí, Paul? Soy yo, Kirsty, ¿te acuerdas?

Kirsty, la cuidadora a tiempo parcial en quien nunca había posado la vista. Su voz era lo único que conocía de ella —descarada, imperiosa—, y el resto lo imaginaba. A veces creía detectar un soterrado acento australiano, para hacer pareja con el sudafricano de Elliot. Y a veces se preguntaba cómo sería el cuerpo que acompañaba a esa voz, y otras veces si en realidad había detrás un cuerpo.

Percibía ya en ella un tono más agudo, un barrunto de augurio:

—¿Todo bien ahí, Paul?

—Estupendamente, Kirsty. Ahí también, espero.

—¿Preparado para observar un rato las aves nocturnas? ¿Son los búhos tu especialidad?

Formaba parte de la delirante tapadera de Paul Anderson que su pasatiempo fuera la ornitología.

—Pues he aquí las últimas. Todo en marcha. Esta noche. El Rosemaria ha zarpado rumbo a Gib hace cinco horas. Aladino ofrece esta noche una comilona improvisada para sus invitados de a bordo y ha reservado mesa en el chino del puerto deportivo de Queensway. Dejará allí a los invitados y se escabullirá él solo. Confirmada su cita con el Incauto a las veintitrés treinta. ¿Qué tal si paso a recogerte por el hotel al filo de las veintiuna cero cero? O sea, a las nueve en punto. ¿Sí?

—¿Cuándo me reúno con Jeb?

—Lo antes posible, Paul —replicó ella con ese tonillo de crispación que asomaba a su voz siempre que se mencionaba el nombre de Jeb—. Está todo organizado. Tu amigo Jeb estará esperando. Vístete para los pájaros. No desocupes aún la habitación. ¿De acuerdo?

Lo habían acordado así hacía ya dos días largos.

—Trae el pasaporte y la cartera. Ten a punto tus pertenencias, pero déjalas en la habitación. Entrega la llave en recepción como si fueses a volver tarde. ¿Quieres salir a la escalinata del hotel para no quedarte esperando en el vestíbulo, a la vista de todos esos grupos de turistas?

—Perfecto, sí. Eso haré. Buena idea.

También eso lo habían acordado ya.

—Estate atento a un Toyota cuatro por cuatro, azul, nuevo flamante. En el parabrisas, del lado del acompañante, verás un letrero rojo que dice: CONGRESO.

Por tercera vez desde su llegada, ella insistió en comparar sus relojes, cosa que él consideraba una maniobra innecesaria en los tiempos del cuarzo, hasta caer en la cuenta de que eso mismo hacía él con el despertador de la mesilla de noche. Faltaba una hora y cincuenta y dos minutos.

Kirsty había colgado. Estaba incomunicado otra vez. ¿De verdad soy yo? Sí, lo soy. Conmigo los demás están en buenas manos, aunque ahora las tenga sudorosas.

Echó una mirada alrededor con la perplejidad de un preso, haciendo el inventario de la celda que se había convertido en su casa: los libros que se había llevado y de los que no había sido capaz de leer una sola línea. Simon Schama acerca de la Revolución francesa. La biografía de Jerusalén escrita por Montefiore. A esas alturas, en mejores circunstancias, los habría devorado los dos. La guía de aves del Mediterráneo que le habían impuesto. Posó la vista en su archienemigo: el Sillón que Olía a Pis. El día anterior se había pasado media noche sentado en él después de verse expulsado por la cama. ¿Sentarse otra vez en él? ¿Obsequiarse con otro pase de Misión de valientes? ¿O acaso el Enrique V de Laurence Olivier fuese más eficaz para persuadir al Dios de las Batallas de que fortaleciese el ánimo de su soldado? ¿O qué tal otro poco de porno ligero con censura vaticana para hacer fluir los viejos jugos?

Tras abrir de un tirón el inestable armario, sacó la maleta verde con ruedas de Paul Anderson, empapelada con etiquetas de viajes, y empezó a guardar los bártulos que constituían la identidad ficticia del estadístico itinerante y ornitólogo aficionado. Luego se sentó en la cama y observó el teléfono encriptado mientras se recargaba, porque se había apoderado de él un miedo irrefrenable a que le fallara en el momento crucial.

En el ascensor, una pareja de mediana edad, ambos con americanas verdes, le preguntaron si era de Liverpool. Lamentablemente, no. ¿Era, pues, uno del grupo? Mucho se temía que no: ¿qué grupo era ése? Pero para entonces, desbordados por su engolamiento y su excéntrica indumentaria de montaña, lo dejaron en paz.

Al llegar a la planta baja, se internó en una embarullada y bulliciosa aglomeración de humanidad. En medio de guirnaldas de cinta verde y globos, un letrero intermitente anunciaba que era el día de San Patricio. Un acordeón producía chirriante música folclórica irlandesa. Fornidos hombres y mujeres bailaban con gorros verdes de Guinness. Una mujer borracha con el gorro sesgado le cogió la cabeza, lo besó en los labios y le dijo que era su «encanto de chico».

A empujones y disculpas, se abrió paso hasta la escalinata del hotel, donde unos cuantos huéspedes esperaban sus coches. Respiró hondo y percibió los aromas del laurel y la miel mezclados con los efluvios de la gasolina. En lo alto, el velo de estrellas de una noche mediterránea. Vestía como le habían indicado que vistiera: unas botas resistentes, y no te olvides el anorak, Paul, en el Mediterráneo por la noche refresca. Y bien guardado junto al corazón, en el bolsillo interior del anorak con la cremallera cerrada, el teléfono móvil superencriptado. Sentía su peso sobre el pezón izquierdo, aunque no por ello dejaba de hacer alguna que otra exploración furtiva con los dedos.

Un flamante Toyota cuatro por cuatro se había incorporado a la cola de automóviles que llegaban, y sí, era azul, y sí, llevaba en el parabrisas, en el lado del acompañante, un letrero rojo donde se leía CONGRESO. Delante, dos rostros blancos. Al volante un hombre, joven, con gafas. La chica, maciza y eficiente, saltando como una regatista y deslizando hacia atrás la puerta lateral.

—Tú eres Arthur, ¿no? —preguntó a gritos en su mejor australiano.

—No, yo soy Paul, para ser exactos.

—¡Ah, sí, Paul! Perdona. A Arthur lo recogemos en la próxima parada. Yo soy Kirsty. ¡Encantada de conocerte, Paul! ¡Sube, rápido!

Fórmula de seguridad acordada. La típica sobreproducción, pero qué más daba. Subió, rápido, y ocupó, él solo, el asiento de atrás. La puerta se cerró, y el cuatro por cuatro, pasando entre los postes blancos de la verja, embocó la calle adoquinada.

—Te presento a Hansi —dijo Kirsty por encima del respaldo de su asiento—. Hansi forma parte del equipo. «Siempre alerta», ése es su lema, ¿eh, Hansi? ¿Quieres saludar al caballero, Hansi?

—Bienvenido a bordo, Paul —dijo Hansi Siempre Alerta sin volver la cabeza. Esa voz podría ser estadounidense, podría ser alemana. La guerra se ha corporativizado.

Circulaban entre altos muros de piedra, y él absorbía todas las imágenes y sonidos simultáneamente: el jazz a todo volumen de un bar ante el que pasaron, las obesas parejas inglesas libando bebida libre de impuestos en sus mesas al aire libre, el salón de tatuaje con su torso bordado sobre unos vaqueros de cintura baja, la barbería con peinados de los años sesenta, el anciano encorvado con yarmulke empujando un cochecito de bebé, y la tienda de curiosidades que vendía figurillas de galgos, bailarines de flamenco, y Jesús y sus discípulos.

Kirsty había vuelto la cabeza para examinarlo a la luz de las farolas que dejaban atrás. El rostro huesudo y pecoso de la Australia profunda. Cabello corto, oscuro, remetido bajo el sombrero chambergo. Sin maquillaje, y nada detrás de los ojos: o nada para él. La mandíbula encajada en la sangría del brazo mientras lo somete a inspección. El cuerpo indescifrable bajo el volumen de una sahariana acolchada.

—¿Lo has dejado todo en la habitación, Paul? ¿Tal como te he pedido?

—Todo a punto, como me has dicho.

—¿Incluido el libro sobre pájaros?

—Incluido.

Giro por una calle oscura, ropa tendida de través. Postigos deslustrados, yeso desconchado, pintadas para exigir a los británicos que se vayan. De vuelta al resplandor de las luces urbanas.

—¿Y no has desocupado todavía la habitación? ¿Por equivocación o algo así?

—El vestíbulo estaba de bote en bote. Ni aún proponiéndomelo habría podido desocuparla.

—¿Y la llave de la habitación?

En mi bolsillo, maldita sea. Sintiéndose como un idiota, la dejó caer en la mano de ella, ya extendida en espera, y la vio entregársela a Hansi.

—Vamos a hacer el recorrido, ¿vale? Dice Elliot que te enseñe las particularidades sobre el terreno, para que tengas la imagen visual.

—Bien.

—Iremos hacia la parte alta del Peñón, y así echaremos un vistazo al puerto deportivo de Queensway en el camino. Ése de ahí es el Rosemaria. Ha llegado hace una hora. ¿Lo ves?

—Lo veo.

—Ahí es donde siempre fondea Aladino, y ésa es su escalera personal de acceso al muelle. Nadie puede usarla excepto él: tiene intereses inmobiliarios en la colonia. Todavía está a bordo, y sus invitados van con retraso, empolvándose la nariz antes de bajar a tierra para la opípara cena en el chino. Todo el mundo se queda pasmado mirando el Rosemaria, así que tú también puedes. No hay ninguna ley que prohíba echarle una ojeada relajadamente a un superyate de treinta millones de dólares.

¿Era acaso la emoción de la persecución? ¿O solo el alivio de verse fuera de la cárcel? ¿O era la pura y simple perspectiva de servir a su país como nunca había siquiera soñado? Fuera cual fuese la causa, lo asaltó un súbito fervor patriótico cuando siglos de conquista imperial británica lo recibieron. Las estatuas de grandes almirantes y generales, los cañones, los reductos, los bastiones, los maltrechos carteles en prevención de ataques aéreos que indicaban a nuestros estoicos defensores el camino al refugio más cercano, los guerreros con aire de gurkas montando guardia con las bayonetas caladas ante la residencia del gobernador, los policías con sus amplios uniformes británicos: él era heredero de todo eso. Incluso las deprimentes tiendas de pescado con patatas en los bajos de elegantes fachadas españolas eran como una vuelta al suelo patrio.

Un vislumbre de cañones, luego monumentos a los caídos, uno británico, otro estadounidense. Bienvenidos a Ocean Village, un infernal desfiladero de bloques de apartamentos con balcones de cristal azul a modo de olas marinas. Acceso a una calle particular con verja y garita, sin el menor rastro de vigilante. Abajo, un bosque de mástiles blancos, un desembarcadero ceremonial, alfombrado, una sucesión de boutiques y el restaurante chino donde Aladino ha reservado mesa para la opípara cena.

Y mar adentro el Rosemaria en todo su esplendor, iluminado con bombillas de colores de punta a punta. Las ventanas de la cubierta intermedia a oscuras. Las ventanas del salón translúcidas. Hombres musculosos rondando entre las mesas vacías. Al costado del yate, al pie de una escalera marinera con los peldaños chapados en oro, una rutilante lancha motora con dos tripulantes uniformados de blanco esperando para llevar a tierra a Aladino y sus invitados.

Aladino es en esencia un polaco multiétnico que ha adoptado la nacionalidad libanesa —explica Elliot en el pequeño despacho de Paddington—. Aladino es un polaco de lo más bellaco, si se me permite la rima. Aladino es el puto mercader de muerte con menos escrúpulos que hay sobre la faz de la Tierra, a excepción hecha de nadie, así como selecto amigo íntimo de la peor chusma de la alta sociedad internacional. El principal elemento de su lista son los manpads, según tengo entendido.

¿Manpads, Elliot?

—Veinte según el último recuento. Tecnología punta, muy duraderos, muy mortíferos.

Un momento de espera para dar tiempo a Elliot de esbozar su escueta sonrisa de superioridad y lanzarle su esquiva mirada.

—Un manpad es, en rigor, un sistema de defensa aérea portátil, man-portable air-defense system, lo que yo llamo un acrónimo, Paul. Como arma conocida por ese mismo acrónimo, el manpad es tan ligero que puede manejarlo un niño. Da la casualidad de que también es la pieza idónea si uno se plantea abatir un avión de pasajeros desarmado. Tal es la mentalidad de esos criminales de mierda.

—Pero ¿Aladino los llevará encima, Elliot, esos manpads? ¿Ahora? ¿En plena noche? ¿A bordo del Rosemaria? —pregunta, haciéndose el inocente porque, al parecer, eso es lo que a Elliot más le gusta.

—Según las fidedignas y exclusivas fuentes de información de nuestro superior, los manpads en cuestión forman parte de un inventario de ventas que incluye armamento anticarro de gama alta, lanzacohetes y los mejores fusiles de asalto de arsenales estatales de todo el mundo malo conocido. Como en el famoso cuento árabe, Aladino ha escondido su tesoro en el desierto, de ahí el nombre elegido. Comunicará al máximo postor de la puja su paradero cuando… y únicamente cuando… cierre el trato, en este caso con no otro que el Incauto en persona. Y si me pregunta cuál es el objetivo de la reunión entre Aladino y el Incauto, contestaré que su finalidad es establecer los parámetros del trato, las condiciones del pago en oro y la consiguiente inspección del género previa a la entrega.

El Toyota había dejado atrás el puerto deportivo y giraba en una rotonda ajardinada con césped, palmeras y pensamientos.

—Chicos y chicas, todos bien arregladitos, cada uno en su sitio —informaba Kirsty con voz monocorde por su móvil.

¿Chicos, chicas? ¿Dónde? ¿Qué se me ha escapado? Debió preguntarlo:

—Dos grupos de cuatro observadores en mesas del chino, esperando a que aparezca el grupo de Aladino. Dos parejas de transeúntes. Un taxi servicial y dos motoristas para cuando se escabulla y deje ahí al grupo —recitó como si hablase con un niño que no había prestado atención.

Compartieron un tenso silencio. Piensa que yo aquí no pinto nada. Piensa que soy el anglicón papanatas que los burócratas les han endilgado para complicar las cosas.

—¿Y cuándo me reuniré con Jeb? —insistió, no por primera vez.

—Tu amigo Jeb estará a punto y esperándote en el lugar de encuentro según lo previsto, como te he dicho.

—Él es la razón por la que he venido —afirmó en voz demasiado alta, sintiendo que le subía la bilis—. Jeb y sus hombres no pueden entrar sin mi visto bueno. Es lo acordado desde el principio.

—Estamos al tanto, Paul, gracias, y Elliot también lo está. Cuanto antes entréis en contacto tú y tu amigo Jeb, antes liquidaremos este asunto y nos marcharemos a casa. ¿Vale?

Necesitaba a Jeb. Necesitaba a los suyos.

Ya no había tráfico. Allí los árboles eran más bajos, el cielo más grande. Iba enumerando los lugares de interés turístico. La iglesia de San Bernardo. La mezquita Ibrahim-al-Ibrahim, su minarete blanco iluminado. El santuario de Nuestra Señora de Europa. Cada uno de ellos grabado en su memoria gracias al sinfín de veces que había hojeado mecánicamente la manoseada guía del hotel. En el mar, fondeaba una flota de buques de carga iluminados. «Los chicos transportados por mar actuarán desde el barco nodriza de Efectos Éticos», está diciendo Elliot.

El cielo había desaparecido. Este túnel no es un túnel. Es la galería de una mina abandonada. Es un refugio antiaéreo. Entibos torcidos, paredes enlodazadas de bloques de escoria y el propio monte cortado en bruto. Tubos de neón en el techo, líneas de señalización avanzando a la par de ellos. Guirnaldas de cableado negro. Un letrero que reza ATENCIÓN: DESPRENDIMIENTOS. Socavones, riachuelos de agua de crecida, una puerta de hierro que daba a Dios sabía dónde. ¿Ha pasado el Incauto hoy por aquí? ¿Acecha detrás de una puerta con uno de sus veinte manpads? «El Incauto no solo tiene un gran valor, Paul. En palabras del señor Jay Crispin, el Incauto es estratosférico»: otra vez Elliot.

Unos pilares, como la verja de acceso a otro mundo, se acercan a ellos cuando salen del vientre del Peñón y van a dar a una carretera tallada en el acantilado. Un recio viento sacude la carrocería, una media luna ha aparecido en lo alto del parabrisas, y el Toyota avanza a tumbos por el arcén izquierdo. Abajo, las luces de poblaciones costeras. Más allá, los negrísimos montes de España. Y en el mar, la misma flota inmóvil de buques de carga.

—Solo las de posición —ordenó Kirsty.

Hansi quitó las luces.

—Apaga el motor.

Acompañados por el murmullo furtivo de las ruedas sobre el asfalto disgregado, siguieron adelante. Enfrente una luz roja destelló dos veces, luego una tercera, esta más cerca.

—Para.

Se detuvieron. Kirsty, bruscamente, echó hacia atrás la puerta lateral, dejando entrar una ráfaga de aire frío, y el regular estruendo de los motores mar adentro. Al otro lado del valle, las nubes iluminadas por la luna se ceñían a las quebradas y orlaban el contorno del Peñón como el humo de un arma. Un coche salió a toda velocidad del túnel a sus espaldas y barrió la ladera con los faros, dejando una oscuridad más profunda a su paso.

—Paul, aquí está tu amigo.

Como no vio a ningún amigo, se deslizó hacia la puerta abierta. Ante él, Kirsty, inclinándose hacia delante, tiraba del respaldo de su asiento como si estuviera impaciente por hacerlo salir. Mientras bajaba los pies al suelo, oyó los chillidos de las gaviotas insomnes y el estridular de los grillos. Dos manos enguantadas surgieron de la oscuridad para ayudarlo. Detrás de ellas, encorvado, se hallaba el pequeño Jeb, con la cara pintada, resplandeciente bajo el pasamontañas echado atrás, y una lámpara encasquetada en la frente como el ojo de un cíclope.

—Me alegro de volver a verlo, Paul. Pruébese éstas, a ver si le vienen —musitó Jeb con su leve dejo galés.

—Más me alegro yo de verlo a usted, Jeb, debo decir —respondió él con fervor a la vez que aceptaba las gafas y, a cambio, estrechaba la mano a Jeb.

Era el Jeb que él recordaba: compacto, tranquilo, muy dueño de sí.

—¿El hotel bien, Paul?

—Peor imposible. ¿Y el suyo?

—Ya vendrá a verlo. Todas las comodidades modernas. Pise donde pise yo. Despacito y buena letra. Y si ve caer una piedra, esquívela, ¿eh?

¿Eso era broma? Sonrió por si acaso. El Toyota descendía por la pendiente: misión cumplida, y buenas noches. Se puso las gafas y el mundo se tornó verde. Las gotas de lluvia, impulsadas por el viento, se estampaban como insectos ante sus ojos. Jeb lo precedió monte arriba, alumbrándose con la lámpara de minero prendida de la frente. No había más camino que el que él pisaba. Estoy en el coto de caza con mi padre, avanzando esforzadamente entre tallos de aulaga de tres metros de altura, salvo que en esta ladera no había aulaga, sino solo pertinaces matas de grama que insistían en tirarle de los tobillos. A ciertos hombres los guías, y a ciertos hombres los sigues, decía su padre, un general retirado. Pues bien, en el caso de Jeb, uno lo seguía.

El terreno se niveló. El viento amainó y volvió a levantarse, y con él también el terreno. Oyó el tableteo de un helicóptero. «El señor Crispin proporcionará plena cobertura al estilo americano —había anunciado Elliot, en una pincelada de orgullo corporativo—. Más plena de lo que jamás necesitará saber, Paul. Equipo ultramoderno será la pauta para todos, más un dron Predator con fines de observación, lo que no está ni mucho menos por encima de su presupuesto operacional».

El ascenso era ahora más pronunciado, componiéndose el terreno en parte de rocas caídas, en parte de arena arrastrada por el viento. Tropezó con un perno, un trozo de varilla de acero, un anclaje. En una ocasión —pero la mano de Jeb aguardaba para señalársela— con una malla metálica de protección contra desprendimientos, que tuvo que superar.

—Va usted de fábula, Paul. Y aquí los lagartos no muerden, en Gib no. Aquí los llaman estincos, no me pregunte por qué. Usted es padre de familia, ¿verdad? —Y tras recibir un espontáneo «sí»—: ¿Y a quién tiene, pues? Sin ánimo de faltar al respeto.

—Mujer e hija —contestó él sin aliento—. La chica es doctora en medicina —pensando: «Dios, me olvidaba de que soy Paul y soltero, pero ¿qué demonios?»—. ¿Y usted, Jeb?

—Una mujer estupenda, un hijo… cinco cumplirá la semana que viene. Es la repanocha, como la suya, me figuro.

Un coche salió del túnel detrás de ellos. Él hizo ademán de agacharse, pero Jeb lo obligó a permanecer erguido, agarrándolo con tal fuerza que ahogó una exclamación.

—Nadie nos ve si no nos movemos, ¿entiende? —explicó con el mismo plácido dejo galés—. Son unos cien metros de subida, y a partir de aquí bastante empinada, pero para usted no será nada, seguro. Algún que otro zigzag, y habremos llegado. Estamos solo los tres chicos y yo —como si no hubiera nada que temer.

Y empinada lo era, con matojos y arena suelta, y otra malla metálica que sortear, y la mano enguantada de Jeb esperando por si daba un traspié, pero no lo dio. De pronto estaban ya allí. Tres hombres con equipo de combate y auriculares, uno de ellos más alto, instalados cómodamente sobre una lona, bebían de tazas de latón y mantenían la vista fija en pantallas de ordenador como quien ve el fútbol un sábado por la tarde.

La paranza se había construido aprovechando el armazón de acero de una de las mallas metálicas. Sus paredes eran de hojas entretejidas y arbustos. Sin Jeb para guiarlo, habría pasado de largo aun hallándose a solo unos metros de distancia. Los monitores se hallaban fijados al fondo de secciones de tubería. Para ver las pantallas, era necesario mirar bien por la boca del tubo. Unas cuantas estrellas brumosas brillaban en la techumbre entretejida. Algún que otro hilo de luna se reflejaba en armas como nunca antes había visto. Dispuestas en fila, al pie de una de las paredes, había cuatro mochilas con material.

—Pues éste es Paul, chicos. Nuestro hombre del ministerio —dijo Jeb por debajo del fragor del viento.

Los hombres, uno por uno, se volvieron, se descalzaron un guante de piel, le estrecharon la mano con demasiada fuerza y se presentaron.

—Don. Bienvenido al Ritz, Paul.

—Andy.

—Shorty, hola Paul. ¿Qué? ¿Ha ido bien la escalada?

Shorty, «el Bajo», porque aventaja en más de un palmo a los demás: ¿por qué, si no? Jeb entregándole un tazón de té. Endulzado con leche condensada. Había una aspillera lateral orlada de follaje. Las secciones de tubería con los ordenadores, fijadas debajo, ofrecían una nítida vista de la costa y el mar. A su izquierda los mismos montes negrísimos de España, ahora más grandes, y más cerca. Jeb, situándolo ante el monitor de la izquierda para que mire por él. Una secuencia continua de imágenes de cámara oculta: el puerto deportivo, el restaurante chino, el Rosemaria con sus bombillas de colores. Cambio a una temblorosa toma desde una mano dentro del restaurante chino. La cámara a ras de suelo. Desde la cabecera de una larga mesa junto a la ventana de un mirador, un imperioso cincuentón metido en carnes, con una americana marinera y un peinado perfecto, gesticula ante los otros comensales. A su derecha, una morena malcarada a quien dobla la edad. Hombros descubiertos, pechos aparatosos, collar de diamantes y un mohín en los labios.

Aladino tiene mala uva, el muy mamón —contaba Shorty en confianza—. Primero va y la arma con el maître en inglés porque no hay langosta. Ahora la emprende con su amiga en árabe, y eso siendo polaco. Aunque me sorprende que no le dé un cachete a la nena, tal como se está comportando. Esto es como en casa, ¿a que sí, Jeb?

—Venga un momento, Paul, por favor.

Con la mano de Jeb en el hombro para guiarlo, dio un amplio paso hasta el monitor del medio. Tomas aéreas y terrestres alternas. ¿Eran gentileza del dron Predator que no estaba ni mucho menos por encima del presupuesto operacional del señor Crispin? ¿O del helicóptero que oía al ralentí en las alturas? Una calle de casas blancas con revestimiento de tablas solapadas, en el borde del acantilado. Separadas por escaleras de piedra para descender a la playa. Al pie de las escaleras una exigua medialuna de arena. Una playa rocosa delimitada por la anfractuosa pared del acantilado. Farolas anaranjadas. Una rampa de acceso engravada entre la carretera costera principal y la calle. En las casas, ninguna ventana iluminada. Ni cortinas.

Y a través de la aspillera esa misma calle, a plena vista.

—Verá, Paul, son casas para derribo —le explicaba Jeb al oído—. Una empresa kuwaití va a montar un complejo turístico con un casino y una mezquita. Por eso están vacías. Ese Aladino es directivo de la empresa kuwaití. Pues bien, según ha contado a sus invitados, esta noche tiene una reunión confidencial con el promotor. Un negocio muy lucrativo, será. Deduciendo los módicos beneficios de ellos, según la amiga. Cuesta creer que un hombre como Aladino se vaya tanto de la lengua, digamos, pero así es.

—Puro alarde —explicó Shorty—. El típico polaco de mierda.

—¿El Incauto ya está en la casa, pues? —preguntó él.

—Si está, no hemos detectado su presencia, Paul, dejémoslo en eso —respondió Jeb con el mismo tono inalterable y deliberadamente relajado—. No desde fuera, y dentro no hay cobertura. No ha habido oportunidad, nos han dicho. En fin, no pueden ponerse micrófonos en veinte casas de una tirada, supongo, ¿no? Ni siquiera con el equipo de hoy día. A lo mejor está oculto en una casa y pasa a escondidas a otra para la reunión. No lo sabemos, ¿no? Todavía no. Se trata de esperar a ver qué pasa y no bajar hasta que sepamos con quién nos enfrentamos, sobre todo si andamos tras un capo de Al Qaeda.

Acuden a su memoria recuerdos de la inextricable descripción de ese escurridizo elemento ofrecida por Elliot: «Yo describiría al Incauto, en esencia, como el Pimpinela yihadista por excelencia, Paul, una anguila. Evita todo medio de comunicación electrónico, móviles e inocuos emails inclusive. Para el Incauto, solo existe el boca a boca, y los mensajeros de uno en uno, nunca el mismo dos veces».

—Podría echársenos encima desde cualquier sitio, Paul —explicaba Shorty, quizá para meterle miedo—. Desde el otro lado de esas montañas. Desde la costa española a bordo de una pequeña embarcación. O podría andar por el agua si le viniera en gana. ¿A que sí, Jeb?

Un parco gesto de asentimiento por parte de Jeb. Jeb y Shorty, el más bajo y el más alto del equipo: la atracción de los polos opuestos.

—O colarse desde Marruecos ante las mismísimas narices de los guardacostas, ¿a que sí, Jeb? O ponerse un traje de Armani y volar hasta aquí en clase club con pasaporte suizo. O alquilar un Lear privado, que es lo que yo haría, sinceramente. Pidiendo por adelantado mi menú especial a la atractiva azafata en minifalda. Está podrido de dinero, ese Incauto, según nuestro extraordinario informante de altos vuelos, ¿a que sí, Jeb?

Desde el mar, la hilera de casas a oscuras, recortada contra el cielo nocturno, ofrecía una imagen imponente; la playa era una tierra de nadie ennegrecida entre escabrosos riscos y espumeante oleaje.

—¿Cuántos hombres incluye la unidad del barco? —preguntó él—. Elliot no parecía tenerlo muy claro.

—Al final conseguimos que lo dejara en ocho —contestó Shorty por encima del hombro de Jeb—. Nueve cuando enfilen rumbo al barco nodriza con el Incauto. O eso esperan —añadió con sorna.

«Los conspiradores irán desarmados, Paul —decía Elliot—. Ése es el grado de confianza entre un par de absolutos cabrones. Sin armas, sin guardaespaldas. Entramos de puntillas, atrapamos a nuestro hombre, salimos de puntillas, nunca hemos estado allí. Los chicos de Jeb empujan desde tierra, Efectos Éticos tira desde el mar».

Otra vez al lado de Jeb, observó por la aspillera los buques de carga iluminados, luego en el monitor central. Uno de los buques permanecía a cierta distancia de sus compañeros. Una bandera panameña ondeaba en la popa. En la cubierta, varias sombras pululaban entre las grúas derrick. Un bote hinchable pendía sobre el agua, con dos hombres a bordo. Estaba aún observándolos cuando el teléfono móvil encriptado empezó a canturrear su absurda melodía. Jeb se lo quitó, apagó el sonido, se lo devolvió.

—¿Es usted, Paul?

—Paul al habla.

—Aquí Nueve. ¿Entendido? Nueve. Dígame que me oye.

«Y yo seré Nueve —declama el subsecretario con tono solemne, como si de una profecía bíblica se tratara—. No seré Alfa, que se reserva para el edificio objetivo. No seré Bravo, que se reserva para nuestro emplazamiento. Seré Nueve, que es el código asignado a su comandante, y me pondré en comunicación con usted por medio del teléfono móvil especialmente encriptado, ingeniosamente enlazado a su unidad operacional por medio de una red de PRR potenciados, que para su información significa Personal Role Radio».

—Lo oigo alto y claro, Nueve, gracias.

—¿Y está en posición? ¿Sí? De ahora en adelante respuestas breves.

—Lo estoy, claro que sí. Soy sus ojos y sus oídos.

—Muy bien. Dígame con toda exactitud qué ve desde donde está.

—Estamos observando las casas, pendiente abajo. La vista no podría ser mejor.

—¿Quién hay ahí?

—Jeb, sus tres hombres y yo.

Un silencio. De fondo, una voz masculina amortecida.

El subsecretario otra vez:

—¿Alguien sabe por qué no ha salido aún Aladino del restaurante?

—La cena ha empezado con retraso. Se prevé que salga de un momento a otro. Eso es lo único que hemos sabido.

—¿Y el Incauto no se ha dejado ver? ¿Está totalmente seguro de eso? ¿Sí?

—No se ha dejado ver todavía. Segurísimo. Sí.

—Al menor indicio visual, por vago que sea… la mínima pista… la mínima posibilidad de verlo…

Silencio. ¿Falla la red de PRR potenciados? ¿O es Quinn?

—… espero que me informe de inmediato. ¿Entendido? Nosotros vemos todo lo que usted ve, solo que no tan claro. Usted lo tiene delante de los ojos. ¿Sí? —Ya exasperado por el tiempo de demora—. ¡A plena vista, joder!

—Sí, claro que sí. A plena vista. Delante de los ojos. Lo tengo delante de los ojos.

Don le toca el brazo para reclamar su atención.

En el centro de la ciudad un monovolumen avanza con cautela entre el tráfico. Lleva un distintivo de taxi en el techo y un único pasajero en el asiento de atrás, y basta una simple ojeada para saber que el pasajero es el corpulento y animadísimo Aladino, el polaco que, según Elliot, rima con bellaco. Mantiene un teléfono móvil al oído y, como en el restaurante chino, gesticula imperiosamente con la mano libre.

La cámara de persecución se desvía, se desbarajusta. En el monitor se pierde la imagen. El helicóptero toma el relevo, localiza el monovolumen, pone un halo en torno a él. La cámara de persecución por tierra reaparece. En el ángulo superior izquierdo de la pantalla sale el icono intermitente de un teléfono. Jeb entrega un auricular a Paul. Hablan dos polacos. Ríen por turno. Aladino, con la mano izquierda, hace teatro de marionetas en la ventana posterior del monovolumen. La voz de una intérprete, con tono de desaprobación, sustituye el jolgorio masculino entre polacos.

«Aladino con su hermano Josef, que está en Varsovia —dice la mujer con desdén—. Es una conversación vulgar. Hablan de la novia de Aladino, esa mujer del barco. Se llama Imelda. Aladino está harto de Imelda. Imelda es una bocazas. La abandonará. Josef tiene que visitar Beirut. Aladino le pagará el viaje desde Varsovia. Si Josef va a Beirut, Aladino le presentará a muchas mujeres que desearán acostarse con él. Ahora Aladino va a ver a una amiga especial. Una amiga secreta especial. Quiere mucho a esta amiga. Sustituirá a Imelda. No es depresiva ni arisca, y tiene unos pechos preciosos. A lo mejor le compra un apartamento en Gibraltar. Viene bien a la hora de pagar impuestos. Aladino ya tiene que colgar. Su amiga secreta especial lo espera. Lo desea mucho. Cuando abra la puerta, estará totalmente desnuda. Eso es orden de Aladino. Buenas noches, Josef».

Un momento de perplejidad colectiva, interrumpido por Don:

—Ahora no tiene tiempo para un puto polvo —susurró, airado—. Ni siquiera él.

—El taxi ha doblado por donde no debía —dijo Andy como un eco, igual de airado—. ¿Por qué coño ha hecho eso?

—Siempre hay tiempo para un polvo —rectificó Shorty con firmeza—. Si Boris Becker pudo cepillarse a una nena en un armario o donde fuera, Aladino puede echar un polvo de camino a vender manpads a su colega el Incauto. Es lógico.

Eso al menos era verdad: el monovolumen, en lugar de doblar a la derecha en dirección al túnel, había girado a la izquierda, de vuelta al centro de la ciudad.

—Sabe que le vamos detrás —musitó Andy, desesperado—. Mierda.

—O ha cambiado de idea. ¿Es que se le ha secado el cerebro? —Don.

—No tiene, querido. Ese tío es un bungalow. Solo hay piso de abajo. —Shorty.

La pantalla del monitor pasó a un color gris, luego blanco, y después negro fúnebre.

CONTACTO PERDIDO TEMPORALMENTE

Todos los ojos puestos en Jeb, que mascullaba suaves cadencias en galés por el micrófono del pecho:

—¿Qué habéis hecho con él, Elliot? Yo pensaba que era imposible perder a alguien tan gordo como Aladino.

Tiempo de demora e interferencia estática en el receptor de Don. La quejumbrosa voz de Elliot, con su acento sudafricano, baja y acelerada:

—Ahí abajo hay un par de bloques de apartamentos con parkings cubiertos. Nuestra lectura es: ha entrado en uno y ha salido por otro distinto. Estamos buscando.

—O sea, sabe que le vamos detrás. —Jeb—. Eso no ayuda, ¿no crees, Elliot?

—Quizá se ha dado cuenta, quizá sea hábito. Y no me agobies, ¿quieres?

—Si hay peligro, nos largamos, Elliot. No vamos a meternos de cabeza en una trampa, no si esa gente sabe que estamos aquí. Ya hemos pasado por eso, y no, gracias. Ya tenemos una edad para estas cosas.

Interferencia estática, sin respuesta. Jeb otra vez:

—No se os habrá ocurrido ponerle un localizador al taxi, por casualidad, ¿eh, Elliot? Puede que haya cambiado de vehículo. Por lo que sé, cosas como esa ya se han hecho antes, una o dos veces.

—Vete a la mierda.

Shorty, quitándose el micrófono, en su papel de indignado camarada y defensor de Jeb:

—Ese Elliot me va a oír cuando esto acabe —anunció al mundo—. Voy a tener unas palabras amables, razonables y tranquilas con él, y luego voy a coger esa tarada cabeza sudafricana suya y voy a metérsela por el culo, ¡lo juro! ¿A que sí, Jeb?

—Puede que sí, Shorty —dijo Jeb con toda calma—. Y también puede que no. Así que cállate, ¿quieres?

El monitor ha cobrado vida de nuevo. El tráfico nocturno se reduce a coches sueltos, pero ningún halo flota sobre un monovolumen descarriado. El móvil encriptado tiembla otra vez.

—Paul, ¿ve usted algo que nosotros no vemos? —Acusadoramente.

—No sé qué ven ustedes, Nueve. Aladino estaba hablando con su hermano y de pronto ha cambiado de dirección. Aquí todos están desconcertados.

—Nosotros también. Ya puede creerlo.

«¿Nosotros?». ¿Usted y quién más, exactamente? ¿El Ocho? ¿El Diez? ¿Quién es ése que le susurra al oído? ¿Ese que, deduzco, le pasa notitas, mientras habla conmigo? ¿Ése que lo induce a cambiar de táctica y empezar de nuevo? ¿Acaso el señor Jay Crispin, nuestro señor de la guerra corporativizada y proveedor de información secreta?

—¿Paul?

—Sí, Nueve.

—Usted lo tiene delante de los ojos. Deme una lectura, por favor. Ahora.

—Según parece, la duda es si Aladino se ha percatado de que lo siguen. —Y tras un momento de reflexión—: Y también si, en lugar de acudir a su cita con el Incauto, ha ido a visitar a una nueva novia que, por lo visto, tiene aquí instalada. —Cada vez más impresionado por su propia seguridad en sí mismo.

Unos pasos. Ruido de fondo. El susurrador de nuevo en acción. Desconexión.

—¿Paul?

—Sí, Nueve.

—No cuelgue. Espere. Hay aquí cierta gente que necesita hablar conmigo.

Paul no cuelga. ¿Cierta gente o cierta persona?

—¡Muy bien! Asunto resuelto. —El subsecretario Quinn, ahora a plena voz—. Aladino no… repito, no… está a punto de tirarse a nadie, ni hombre ni mujer. Como lo oye. ¿Queda claro? —Sin esperar la respuesta—. La llamada a su hermano que acabamos de oír era una treta para confirmar la cita con el Incauto en línea abierta. El hombre al otro lado no era su hermano. Era el intermediario del Incauto. —Un paréntesis para más asesoría entre bastidores—. Vale, su enlace. Era el enlace —acostumbrándose a la palabra— de Aladino.

Se corta de nuevo la comunicación. ¿Para más asesoría? ¿O es que el Personal Role Radio no está tan potenciado como decían?

—¿Paul?

—¿Nueve?

Aladino solo informaba al Incauto de que va de camino. Lo avisaba. Lo sabemos directamente de la fuente. Tenga la bondad de ponerme con Jeb ahora mismo.

Apenas tuvo tiempo de ponerlo con Jeb ahora mismo antes de que Don levantara otra vez el brazo.

—Pantalla dos, jefe. Casa siete. La cámara desde el mar. Luz en la ventana izquierda de la planta baja.

—Venga aquí, Paul. —Jeb.

Jeb se ha acuclillado junto a Don. Él, agachándose detrás de ellos, mira entre las dos cabezas, incapaz inicialmente de distinguir esa luz que en principio debería estar viendo. En las ventanas de la planta baja danzaban varias luces, pero eran los reflejos de la flota fondeada. Quitándose las gafas y forzando la vista tanto como puede, observa la repetición en primer plano de las imágenes captadas en la ventana de la planta baja de la casa número siete.

Un punto de luz espectral, orientado hacia arriba como una vela, cruza la habitación. Lo sostiene un fantasmagórico antebrazo blanco. Reanudan la historia las cámaras de tierra. Sí, ahí está otra vez la luz. Y el antebrazo fantasmagórico ahora aparece anaranjado por efecto de las farolas de sodio de la rampa de acceso.

—Está ahí dentro, pues, ¿no? —Don, el primero en hablar—. Casa siete. Planta baja. Iluminándose con una puta linterna porque no hay corriente. —Pero habla con una extraña falta de convicción.

—Es Ofelia. —Shorty, el erudito—. En camisón. Va a tirarse al puto Mediterráneo.

Jeb está de pie, tan erguido como le permite la techumbre de la paranza. Se echa atrás el pasamontañas, dejándoselo a modo de pañuelo. En la espectral luz verde, su rostro embadurnado de pintura es de pronto una generación más viejo.

—Sí, Elliot, también lo hemos visto. De acuerdo, conforme, una presencia humana. Pero una presencia ¿de quién? Eso ya es otro cantar, creo yo.

¿Habrá realmente una avería en el sistema de sonido potenciado? Por uno solo de los auriculares, oye la voz de Elliot, perceptiblemente hostil:

—¿Jeb? Jeb, te necesito. ¿Estás ahí?

—Te escucho, Elliot.

Ahora el acento sudafricano muy marcado, el tono muy pedante:

—Tengo instrucciones, desde hace ya un minuto exactamente, de poner a mi equipo en alerta roja para embarque inmediato. Me han ordenado, además, que retire mis recursos de vigilancia del centro de la ciudad y los concentre en Alfa. Furgonetas paradas cubrirán los accesos a Alfa. Tu destacamento descenderá y se desplegará según lo previsto.

—¿Y eso quién lo dice, Elliot?

—Es el plan de combate. Las unidades de tierra y mar convergen. ¡No me jodas, Jeb! Ésas son tus putas órdenes, ¿es que te has olvidado?

—Sabes de sobra cuáles son mis órdenes, Elliot. Son las mismas que desde el principio. Localización, captura y finalización. No hemos localizado al Incauto; hemos visto una luz. No podemos capturarlo hasta que lo localicemos, y no hay una IDP ni medio pasable.

¿IDP? Pese a que aborrece las siglas, tiene una iluminación: identificación positiva.

—Así que no hay finalización ni hay convergencia —insiste Jeb a Elliot con la misma calma—. O no hasta que yo dé mi conformidad. No vamos a liarnos a tiros entre nosotros en la oscuridad, gracias pero no. Confírmame que me recibes, por favor. Elliot, ¿has oído lo que acabo de decir?

Todavía no hay respuesta de Elliot cuando de pronto reaparece Quinn, un tanto azorado.

—¿Paul? Esa luz en la casa siete. ¿La ha visto? ¿Lo tiene delante de los ojos?

—La he visto. Sí. Lo tengo delante de los ojos.

—¿Una sola vez?

—Creo que la he visto dos veces, pero no con claridad.

—Es el Incauto. El Incauto está ahí dentro. En este mismo momento. En la casa siete. Ése era el Incauto con una linterna en la mano, cruzando la habitación. Ha visto el brazo. ¿Sí o no? Tiene que haberlo visto, por Dios. Un brazo humano. Todos lo hemos visto.

—Hemos visto un brazo, pero ese brazo está pendiente de identificación, Nueve. Todavía estamos esperando a que aparezca Aladino. Se ha perdido, y no hay indicios de que venga de camino hacia aquí. —Y captando la mirada de Jeb—: También estamos esperando alguna prueba de que el Incauto se encuentre en el lugar.

—¿Paul?

—Aquí sigo, Nueve.

—Cambiaremos de planes. Entretanto su misión, Paul, es tener las casas a plena vista. En especial la casa siete. Es una orden. Mientras cambiamos de planes. ¿Entendido?

—Entendido.

—Si ve con sus propios ojos algo fuera de lo normal que pueda haber escapado a las cámaras, necesito saberlo en el acto. —La voz se desvanece y vuelve—. Están haciendo un trabajo excelente, Paul. No pasará inadvertido. Dígaselo a Jeb. Es una orden.

Los han calmado, pero él no percibe calma. La desaparición de Aladino por arte de birlibirloque ha obrado su hechizo en la paranza. Puede que Elliot esté resituando sus cámaras aéreas, pero siguen explorando la ciudad, posándose aleatoriamente en tal o cual coche y abandonándolo. Las cámaras terrestres todavía muestran ora el puerto deportivo, ora la entrada del túnel, ora tramos de la carretera costera vacía.

—¡Venga, pedazo de cabrón, déjate ver! —Don, al ausente Aladino.

—Está muy ocupado cepillándose a alguna, el muy salido. —Andy, para sí.

«Aladino es impermeable, Paul —insiste Elliot desde el otro lado de su mesa en Paddington—. A Aladino no le ponemos un solo dedo encima. Aladino es ignífugo, es a prueba de balas. Ése es el solemne acuerdo al que el señor Crispin ha llegado con su inestimable informante, y la palabra del señor Crispin a un informante es sagrada».

—Jefe. —Otra vez Don, ahora con los dos brazos en alto.

Un motorista zigzaguea por la vía de acceso engravada, iluminando con el faro uno y otro lado alternativamente. Sin casco, solo una kefia negra y blanca flameando en torno al cuello. Con la mano derecha, conduce la moto; en la izquierda sostiene por su estrechamiento lo que parece una bolsa. Balanceando la bolsa mientras avanza, mostrándola, exhibiéndola, miradme. Esbelto, escurrido de talle. La kefia le oculta la parte inferior de la cara. Cuando llega a la mitad de la calle, suelta el manillar y alza la mano derecha en un saludo revolucionario.

Al final de la vía de acceso, parece dispuesto a incorporarse a la carretera costera, en dirección sur. Súbitamente dobla al norte, echando la cabeza al frente por encima del manillar, la kefia ondeando a sus espaldas, y acelera rumbo a la frontera española.

Pero ¿qué más da un motorista temerario con kefia cuando su bolsa negra reposa como un pudín en medio de la calle engravada, justo en frente de la puerta de la casa número siete?

La cámara se ha acercado a ella. La cámara la amplía. La amplía aún más.

Se trata de una bolsa de plástico negra, vulgar y corriente, cerrada con bramante o cordel de rafia. Es una bolsa de basura. Es una bolsa de basura que contiene un balón de fútbol o una cabeza humana o una bomba. Es la clase de objeto sospechoso ante el que uno, si lo viera abandonado en una estación de ferrocarril, iría a avisar a alguien o no, en función de lo tímido que fuese.

Las cámaras rivalizaban por enfocarla. A las tomas aéreas seguían, a una velocidad vertiginosa, primeros planos a ras de suelo y panorámicas de la calle. En el mar, el helicóptero flotaba a baja altura sobre el barco nodriza a modo de protección. En la paranza, Jeb esgrimía sus buenas razones:

—Es una bolsa, Elliot, eso es. —Su voz galesa en un tono de máxima delicadeza e insistencia—. Solo sabemos eso, entiéndelo. No sabemos qué hay dentro, no la oímos, no la olemos, ¿verdad que no? No sale humo verde, no hay cables externos ni antenas, por lo que podemos ver tanto nosotros como seguramente vosotros. A lo mejor es solo un chico que ha salido a tirar la basura porque se lo ha pedido su madre… No, Elliot, creo que eso no vamos a hacerlo, gracias pero no. Creo que vamos a dejarla donde está, y que haga aquello para lo que la han traído aquí, si no tienes inconveniente, y seguiremos esperando hasta que eso ocurra, tal como estamos esperando a Aladino.

¿Eso es un silencio electrónico o humano?

—Es su colada semanal —sugirió Shorty entre dientes.

—No, Elliot, eso no —dijo Jeb con un tono mucho más cortante—. Categóricamente no, no vamos a echar un vistazo de cerca al contenido de esa bolsa. No vamos a tocar esa bolsa bajo ningún concepto, Elliot. Eso podría ser precisamente lo que esperan que hagamos: quieren que asomemos, si es que estamos aquí. Bueno, pues no estamos aquí, ¿verdad que no? No, para una treta como ésa no estamos. Que es otra buena razón para no moverse.

Otro corte en la comunicación, más largo.

—Tenemos un acuerdo, Elliot —prosiguió Jeb con paciencia sobrehumana—. Quizá te hayas olvidado. En cuanto la unidad de tierra capture al objetivo, y no antes, bajaremos del monte. Y vosotros, tu unidad marina, vendrá del mar, y juntos finalizaremos el trabajo. Ése era el acuerdo. El mar es vuestro; la tierra es nuestra. Pues bien, la bolsa está en tierra, ¿no? Y no hemos capturado al objetivo, y no estoy dispuesto a ver a nuestras respectivas unidades entrar en un edificio a oscuras desde lados opuestos, sin que nadie sepa quién hay, o no hay, esperándonos ahí. ¿Tengo que repetírtelo, Elliot?

—¿Paul?

—Sí, Nueve.

—¿Qué opina usted personalmente en cuanto a esa bolsa? Informe de inmediato. ¿Le convencen los razonamientos de Jeb o no?

—A no ser que tenga usted otros mejores, Nueve, sí, me convencen. —Firme pero respetuoso, a imagen del tono de Jeb.

—Podría ser un aviso al Incauto para que salga por piernas. Y entonces ¿qué? ¿Alguien ahí se ha planteado eso?

—Seguro que aquí se lo han planteado muy seriamente, como yo mismo. Aun así, la bolsa también podría ser una señal dirigida a Aladino para indicarle que no hay peligro, que adelante. O podría ser una señal para que no se acerque. Todo me parece pura especulación en el mejor de los casos. En suma, demasiadas posibilidades, a mi modo de ver —concluyó audazmente, e incluso añadió—: Dadas las circunstancias, la postura de Jeb me parece en extremo razonable, debo decir.

—No me venga con sermones. Esperen a que yo vuelva.

—Claro.

—¡Y nada de claro, joder!

La comunicación se corta del todo. Ni bisbiseos, ni interferencias. Solo un largo silencio en el móvil cada vez más apretado contra la oreja.

—¡No jodas! —Don, a plena potencia.

Otra vez están los cinco apiñados ante la aspillera mientras un vehículo alto, con las luces largas encendidas, sale como una exhalación del túnel y se dirige a toda velocidad hacia las casas. Es Aladino, en su monovolumen, llegando tarde a la cita. No lo es. Es el Toyota cuatro por cuatro azul, ahora sin el letrero CONGRESO. Abandonando la carretera costera, salta a la vía de acceso engravada y enfila derecho hacia la bolsa negra.

Cuando se acerca, la puerta lateral se desliza hacia atrás y deja a la vista a Hansi, con sus gafas, inclinado sobre el volante, y una segunda figura, indefinida, pero podría ser Kirsty, agachada en la puerta abierta, agarrándose desesperadamente al tirador con una mano y con la otra ya extendida para coger la bolsa. La puerta del Toyota vuelve a cerrarse. Cobrando otra vez velocidad, el cuatro por cuatro sigue en dirección norte y se pierde de vista. La bolsa pudín ha desaparecido.

El primero en hablar es Jeb, más sosegado que nunca.

—¿Esos que acabo de ver eran los tuyos, Elliot? ¿Cogiendo por casualidad la bolsa? Elliot, necesito hablar contigo, por favor. Elliot, creo que me estás oyendo. Necesito una explicación, por favor. ¿Elliot?

—¿Nueve?

—Sí, Paul.

—Parece que la gente de Elliot acaba de coger la bolsa —esmerándose para mostrarse tan racional como Jeb—. ¿Nueve? ¿Está usted ahí?

Tras cierta dilación, Nueve regresa, y con estridencia:

—A ver, joder, hemos tomado una decisión ejecutiva. Alguien tenía que tomarla, ¿o no? Tenga la bondad de comunicárselo a Jeb. Ya mismo. La decisión está adoptada. Tomada.

Se va de nuevo. Pero Elliot vuelve con ímpetu, hablando a una voz femenina con acento australiano entre bastidores y transmitiendo triunfalmente el mensaje de ésta al público más amplio:

—¿La bolsa contiene provisiones? Gracias, Kirsty. La bolsa contiene salmón ahumado, ¿has oído, Jeb? Pan. Pan árabe. Gracias, Kirsty. ¿Qué más tenemos en esa bolsa? Tenemos agua. Agua con gas. Al Incauto le gusta con gas. Tenemos chocolate. Chocolate con leche. Espera, Kirsty, gracias. ¿Por casualidad lo captas, Jeb? El muy cabrón ha estado ahí dentro todo el tiempo, y sus compañeros le traen comida. Vamos a entrar, Jeb. Tengo mis órdenes justo aquí delante, confirmadas.

—¿Paul?

Pero ahora no es el subsecretario Quinn, alias Nueve, quien habla. Es Jeb, con el rostro semiennegrecido, los ojos blancos como los de un minero, solo que en su caso son marrones. Y la voz de Jeb, serena como antes, apela a él:

—No deberíamos hacerlo, Paul. Dispararemos contra fantasmas a oscuras. Elliot no sabe de la misa la media. Creo que usted está de acuerdo conmigo.

—¿Nueve?

—¿Ahora qué coño pasa? ¡Van a entrar! ¿Qué problema hay, hombre?

Jeb mirándolo de hito en hito. Shorty mirándolo de hito en hito por encima del hombro de Jeb:

—¿Nueve?

—¿Qué?

—Me pidió usted, Nueve, que yo fuera sus ojos y sus oídos. No puedo sino dar la razón a Jeb. No he visto ni oído nada que justifique la entrada en este punto.

¿Es el silencio intencionado o técnico? Por parte de Jeb, un parco gesto de asentimiento. Por parte de Shorty, una torcida sonrisa de deprecio, sea por Quinn, sea por Elliot, o sencillamente por todo. Y por parte del subsecretario, una andanada con retraso:

—¡A ver, joder, ese hombre está ahí dentro! —Se desvanece otra vez. Vuelve—. Paul, escúcheme con atención. Es una orden. Hemos visto a ese hombre con indumentaria árabe. Como lo ha visto usted. Al Incauto. Ahí dentro. Tiene a un chico árabe que le lleva comida y agua. ¿Qué más necesita Jeb?

—Necesita pruebas, Nueve. Dice que con eso no basta. Yo soy en gran medida de su mismo parecer, debo decir.

Otro gesto de asentimiento por parte de Jeb, más vigoroso que el primero, respaldado también por Shorty, y luego por sus otros compañeros. Los cuatro lo observan con sus ojos blancos a través de los pasamontañas.

—¿Nueve?

—¿Es que ahí nadie atiende a órdenes?

—¿Me permite hablar?

—Pero abrevie.

Habla para dejar constancia. Sopesa cada palabra antes de pronunciarla:

Nueve, a mi entender, partiendo de cualquier análisis mínimamente razonable, nos hallamos ante una serie de supuestos no demostrados. Jeb y sus hombres tienen gran experiencia. Opinan que, así las cosas, nada tiene un sentido concluyente. En mi calidad de ojos y oídos suyos in situ, debo decirle que comparto esa opinión.

Unas voces apenas audibles en segundo plano, luego otra vez el silencio profundo, sepulcral, hasta que vuelve Quinn, chillón y de mal genio:

—A ver, joder, el Incauto está desarmado. Ése era el trato con Aladino. Desarmados y sin escolta, cara a cara. Es un terrorista valiosísimo, cuya cabeza tiene un alto precio, con un montón de inestimable información que sonsacarle, y ahí lo tenemos, a huevo. ¿Paul?

—Sigo aquí, Nueve.

Ahí sigue, pero con la mirada puesta en el monitor de la izquierda, como todos los demás. En la popa del barco nodriza. En la sombra proyectada sobre el lado de babor. En el bote hinchable posado en el agua. En las ocho siluetas acuclilladas a bordo.

—¿Paul? Páseme a Jeb. Jeb, ¿está ahí? Quiero que me escuche bien, que me escuchen los dos, Jeb y Paul. ¿Me escuchan bien los dos?

Lo escuchan.

—Escúchenme. —Ellos le han dicho ya que lo escuchan, pero es por demás—. Si la unidad del mar atrapa a la presa, la lleva al barco y la saca de aguas jurisdiccionales para ponerla en manos de los interrogadores mientras ustedes se quedan cruzados de brazos en lo alto del monte, sin mover el culo, ¿qué imagen creen que van a dar? Dios mío, Jeb, ya me habían dicho que estaba usted cargado de manías, pero ¡hombre, piense en lo que hay en juego!

En la pantalla, ya no se ve el bote hinchable junto al barco nodriza. El rostro de Jeb, pintado para el combate, parece una máscara de guerra dentro de su exiguo pasamontañas.

—En fin, Paul, ante esto no hay mucho más que decir, supongo, ahora que usted ya lo ha dicho todo, ¿no? —pregunta en voz baja.

Pero Paul no lo ha dicho todo, o no a su entera satisfacción. Y una vez más, en cierto modo para su propia sorpresa, tiene las palabras a punto, sin titubeos, sin vacilaciones.

—Con el debido respeto, Nueve, no hay, a mi entender, argumentos suficientes para que la unidad de tierra entre. Ni ellos ni nadie, si a eso vamos.

¿Es éste el silencio más largo de su vida? Jeb, en cuclillas de espaldas a él, trajina con una bolsa de material. Detrás de Jeb, sus hombres están ya de pie. Uno —él no sabría decir quién— mantiene la cabeza gacha y parece estar rezando. Shorty se ha quitado los guantes y se lame las yemas de los dedos una por una. Es como si el mensaje del subsecretario les hubiese llegado por otro medio, más arcano.

—¿Paul?

—Dígame.

—Tenga la bondad de tomar nota de lo siguiente: yo no soy el comandante de campo en esta situación. Las decisiones militares competen exclusivamente al oficial de mayor rango in situ, como usted ya sabe. Ahora bien, sí puedo hacer recomendaciones. Comunique por tanto a Jeb que, basándome en la información operacional que tengo ante mí, recomiendo pero no ordeno que haría bien en poner en marcha inmediatamente la Operación Fauna. La decisión recae naturalmente en él.

Pero Jeb, captando el mensaje, y prefiriendo no esperar el resto, ha desaparecido en la oscuridad con sus compañeros.

Ora con las gafas de visión nocturna, ora sin ellas, escrutó la densidad, pero no vio señales de Jeb o sus hombres.

En el primer monitor, el bote hinchable se aproximaba a la costa. Las olas lamían la cámara, unos escollos negros se acercaban.

El segundo monitor no tenía imagen.

Pasó al tercero. La cámara encuadró la casa siete.

La puerta estaba cerrada, las ventanas todavía sin cortinas y a oscuras. No vio ninguna luz fantasma sostenida por una mano oculta. Ocho hombres enmascarados, vestidos de negro, abandonaban el bote hinchable, ayudándose unos a otros. Ahora dos de ellos estaban de rodillas, con la mira de sus armas puesta en algún punto por encima de la cámara. Otros tres hombres cruzaron con sigilo ante la lente de la cámara y desaparecieron.

Una cámara saltó a la carretera costera y las casas; la cámara se desplazó de puerta en puerta. La puerta de la casa siete estaba abierta. Una sombra armada montaba guardia a un lado. Una segunda sombra armada cruzó el umbral; una tercera sombra, más alta, lo cruzó a continuación: Shorty.

La cámara captó al pequeño Jeb con su andar afanoso de minero justo en el momento en que desaparecía por la escalera de piedra iluminada hacia la playa. Por encima del fragor del viento, llegaron unos chasquidos, como el sonido de piezas de dominó al desplomarse: dos series de chasquidos, luego nada. Le pareció oír un grito, pero escuchaba con tal atención que no habría podido asegurarlo. Era el viento. Era el ruiseñor. No, era el búho.

Se apagaron las luces de la escalera, y después también el resplandor anaranjado de las farolas de sodio dispuestas a los lados de la vía de acceso engravada. Como por efecto de la misma mano, se fue la imagen de las dos pantallas de ordenador restantes.

Al principio se negó a aceptar esa verdad elemental. Se puso las gafas de visión nocturna, se las quitó, se las puso de nuevo y recorrió los teclados de los ordenadores, incitándolos a volver a la vida. No sucumbieron a la incitación.

Gruñó un motor aislado, pero tanto podría haber sido un zorro como un coche o el fueraborda del bote hinchable. En su teléfono móvil encriptado, pulsó «Uno» para comunicarse con Quinn y recibió un gemido electrónico continuo. Salió de la paranza e, irguiéndose por fin cuan alto era, cuadró los hombros contra el aire nocturno.

Un coche salió a todo gas del túnel, apagó los faros y se detuvo con un chirrido en el arcén de la carretera costera. Durante diez minutos, doce, nada. De pronto surgió de la oscuridad la voz australiana de Kirsty, pronunciando su nombre. Y después la propia Kirsty.

—¿Qué demonios ha pasado? —preguntó él.

Ella lo condujo de nuevo a la paranza.

—Misión cumplida. Todos exultantes. Reparto de medallas —dijo ella.

—¿Y qué ha pasado con el Incauto?

—He dicho que todos exultantes, ¿no?

—¿Lo han atrapado, pues? ¿Lo han llevado al barco nodriza?

—Tú ábrete ya mismo y deja de hacer preguntas. Voy a llevarte al coche; el coche te llevará al aeropuerto según lo previsto. El avión espera. Todo está en orden, todo ha ido de perlas. Ahora vámonos.

—¿Cómo está Jeb? ¿Y sus hombres? ¿Están bien?

—Felices y contentos.

—¿Y todas estas cosas? —Se refiere a las cajas metálicas y los ordenadores.

—Estas cosas desaparecerán en tres segundos en cuanto nos abramos. Ahora muévete.

Entre traspiés y resbalones, descendían ya por la ladera, sintiendo el azote del viento marino y oyendo el zumbido de los motores desde el mar, más sonoro que el propio viento.

De pronto, entre la maleza, un ave enorme —quizá un águila— alza el vuelo atropelladamente desde debajo de sus pies, en medio de furiosos graznidos.

En cierto punto cayó cabeza abajo por encima de una malla metálica rota y se salvó solo gracias a los matorrales.

Luego, también súbitamente, estaban ya en la carretera costera vacía, sin aliento pero, por milagro, ilesos.

El viento había amainado, la lluvia había cesado. Un segundo automóvil se detenía junto a ellos. Dos hombres con botas y chándales se apearon de un salto. Con un gesto de asentimiento dirigido a Kirsty y nada para él, se encaminan al trote hacia la ladera.

—Necesitaré las gafas —dijo ella.

Él se las entregó.

—¿Llevas encima algún papel… mapas, o cualquier cosa que te hayas traído de allá arriba?

No llevaba nada encima.

—Ha sido un éxito. ¿Vale? Sin bajas. Hemos hecho un trabajo excelente. Todos nosotros. Tú incluido. ¿Vale?

¿Dijo él «vale» en respuesta? Ya daba igual. Sin volver a mirarlo siquiera, Kirsty se marchaba ya tras los pasos de los dos hombres.