LITERATURA ALEMANA
Sobre los germanos primitivos, la más antigua y famosa de nuestras fuentes es la Germania de Tácito. Bibliotecas enteras se han escrito para glosar este tratado; hay quienes ven en él una suerte de Biblia etnológica; otros lo juzgan; una utopía, la idealización de un pueblo bárbaro, hecha para destacar, por contraste, la corrupción romana. Gibbon alabó la fiel observación y las diligentes pesquisas de Tácito; para Mommsen, en cambio, la Germania no es otra cosa que periodismo pintoresco. Más razonable que profesar esos dictámenes extremos es suponer que varios propósitos guiaron al historiador; éste quiso registrar los hábitos e instituciones de los germanos del Danubio y del Rhin, y también quiso manifestar su convicción de la decadencia moral de Roma. Tácito era un hombre complejo; bien pudo haber creído en un progreso intelectual de la humanidad (los oradores antiguos le parecían harto inferiores a los modernos) y en un retroceso moral.
Sea lo que fuere, el punto de vista de Tácito es siempre el de un ciudadano romano. Cuando prueba que los germanos son aborígenes, «porque nadie, desafiando los riesgos de un mar horrible, hubiera ido a buscar a Germania, tierra sin forma de ello, de áspero cielo y de ruin habitación», no emite un juicio estético; se limita a señalar los rigores de una región inculta y de un clima frío. Ruskin ha observado que los antiguos carecían de un sentimiento estético del paisaje.
Germania, para Tácito, significaba los territorios actuales de Escandinavia, que él creía una isla, de Polonia, de Alemania y de Austria. La conquista germánica de Inglaterra ocurriría cinco siglos después.
Tácito se refiere dos veces a la poesía de los germanos. Nos dice la primera: «Celebran los versos antiguos —que es sólo el género de anales y memoria que tienen— un dios llamado Tuiston, nacido de la tierra, y su hijo Manno, de los cuales, dicen, tiene principio la nación.» Poco después agrega:
«También cuentan que hubo un Hércules en esta tierra, y al marchar al combate entonan cánticos, celebrándole como el primero entre los hombres de valor. Poseen también ciertos famosos cantos llamados bardito, que les incitan a la lucha y les auguran el resultado de la misma; en efecto, porque o se hacen temer o tienen miedo, según más o menos bien responde y resuena el escuadrón; y esto es para ellos más indicio de valor que armonía de voces. Desean y procuran con cuidado un son áspero y espantable, poniéndose los escudos delante de la boca, para que, detenida la voz, se hinche y se levante más»[1]
De la poesía mencionada por Tácito, nada ha llegado hasta nosotros. Si algo de ella perdura en las piezas que conocemos, no lo sabremos nunca, dada la vaguedad de las referencias.
De hecho, esta inscripción grabada en un cuerno: Eke Hlewagastir Holtingar horna tawrido (Yo, Hlegast el Hölting, hice el cuerno), o dos fórmulas mágicas, los Merseburger Zaubersprüche, inauguran la vasta literatura alemana. La inscripción data del siglo V y es un verso aliterativo con repetición de la H. Las fórmulas están en un manuscrito del siglo X, pero son verosímilmente muy anteriores. La primera fórmula dice:
«En un tiempo descendían mujeres sabias, se posaban aquí y allá, unas ataban los lazos, otras detenían ejércitos, otras roían las cadenas: líbrate de las ligaduras, escapa a los enemigos.»
Las mujeres invocadas por esta fórmula son, evidentemente, valquirias. La segunda fórmula, también de procedencia pagana, empieza por un diálogo entre Phol (Balder) y Wodan. La pata del caballo de aquél está dislocada; Wodan la cura con estas palabras rituales:
Bén zi bêna / bluot zi blouda
lid zi geliden / sôse gelîmida sî!
Hueso con hueso, sangre con sangre
articulación con articulación, como si estuvieran pegados.
De fines del siglo VIII data la plegaria que ha recibido el nombre de Wessobrunner Gebet. La integran un prólogo en versos aliterados y la plegaria propiamente dicha, en prosa aliterada y rimada. Dice así:
«Esto aprendí yo entre los hombres, como la mayor de las maravillas. Que no había tierra ni firmamento, ni árboles ni montañas. Que no alumbraba el sol ni brillaba la luna, ni el poderoso mar. Cuando no había fines ni límites, estaba Dios todopoderoso, el más manso de los hombres, y también estaban con él muchos espíritus divinos. Y Dios es santo.
Dios todopoderoso, que hiciste cielo y tierra y concediste al hombre tanto bien, dame, en tu misericordia, recta fe y buena voluntad, sabiduría y prudencia y fuerza, para resistir a los demonios y eludir el mal y hacer tu voluntad.»
En el Wessobrunner Gebet se ha percibido un eco de la tercera estrofa de la Voluspa, el gran poema cosmogónico de los escandinavos:
«No había tierra ni firmamento, sólo un abismo abierto. En ningún lugar había pasto.»
EL CANTAR DE HILDEBRAND
Este nombre ha sido dado a un fragmento de sesenta y ocho versos, que ocupa la primera y la última página de un manuscrito teológico del siglo IX, hallado en el monasterio de Fulda, cerca de Kassel. El hallazgo tuvo lugar en 1729; el descubridor, J. G. von Eckhart, publicó el texto, con un comentario en latín, como prosa, por ignorarse entonces las leyes del verso aliterativo.
El tema del Hildebrandslied pertenece a la historia legendaria de los godos. El rey Teodorico (Dietrich) ha sido desposeído por Odoacro (Otacher); al cabo de treinta años de destierro vuelve a su reino con el fin de reconquistarlo. Uno de sus guerreros es Hildebrand, que lo acompañó en el exilio abandonando a su mujer y a un hijito. Los dos ejércitos se enfrentan; un joven ostrogodo provoca a Hildebrand a singular combate. Hildebrand le pregunta quién es: «¿De qué linaje eres? Nómbrame a uno de los tuyos y yo te nombraré a los otros, porque conozco a todas las personas de este reino.» (En el orbe germánico, como en el homérico, un caballero no peleaba con cualquiera; recordemos la declaración análoga de Sigfrido, en el fragmento anglosajón de Finnsburh.) El otro responde que es Hadubrand, hijo de Hildebrand, que, huyendo de la ira de Odoacro, emigró al Oriente con Teodorico. Hildebrand le revela que es su padre y quiere darle sus brazaletes de oro. Hadubrand piensa que se trata del ardid de un cobarde y lo obliga a pelear. En este lugar el texto se trunca; un pasaje del Heldenbuch informa que el hijo muere a manos del padre. Este desenlace pareció demasiado terrible; en ulteriores versiones de la leyenda, la Thidrekssaga, del siglo XIII, y el Jüngeres Hildebrandslied, del siglo XIV, hijo y padre se reconcilian.
El tema del padre que tiene que matar a su hijo pertenece también a las tradiciones de los celtas y de los persas. El Shah-nama (Libro de los Reyes) es una historia completa de Persia, en sesenta mil versos pareados; esta desmesurada epopeya, redactada en el siglo X, historia el combate de Rustam con su hijo Suhrab. A la vista del ejército persa y del ejército tártaro, luchan los dos campeones, las espadas se rompen y tienen que pelear con las clavas. Rustam mata a Suhrab. Este, al morir, dice que lo vengará Rustam, su padre. El combate ha durado dos días; Rustam entierra al hijo, cuya identidad le ha sido revelada demasiado tarde. En el Hildebrandslied el padre comanda un ejército de hunos; en el Shah-nama, el hijo guerrea entre los tártaros. Es curioso comprobar que en cada versión uno de los ejércitos pertenece a la raza mongólica.[2]
El Hildebrandslied es un ejemplo de la antigua poesía heroica alemana, compuesta en verso aliterado. De la existencia de este fragmento, ahora solitario, podemos inferir la de todo un género análogo, inaccesible, hoy, a nosotros.
La versificación del Hildebrandslied es rudimentaria; hay palabras compuestas, pero no metáforas.
EL MUSPILLI
La Plegaria de Wessobrunn trata del origen del mundo; el Muspilli, escrito en Baviera a principios del siglo IX, trata del Juicio Final. Antes describe lo que ocurre en la muerte de cada hombre. Muerto el cuerpo, demonios y ángeles se disputan el alma. (En el canto quinto del Purgatorio, el alma de Buonconte da Bontefeltro, a quien acaso Dante mató en la batalla de Campaldino, refiere a éste uno de sus duelos. El ángel vence y el demonio, desesperado, ultraja el cadáver, arrojándolo a un río.) El Muspilli refiere la batalla de Elías con el Anticristo. El poema está en verso aliterativo, pero ya se insinúan algunas rimas. He aquí un trozo del final:
«Arden las montañas, no queda en la tierra un solo árbol, la ciénaga se devora, el cielo se quema, la luna cae, arde Mittilagart (el mundo de los hombres), no queda una piedra sobre otra. El Juicio Universal recorre la tierra, para juzgar con fuego a los hombres. Nadie podrá ayudar a su prójimo cuando llegue el Muspilli.»
El Muspilli es el incendio final del mundo; en la Edda Mayor, lo personifica un gigante llamado Múspell. En la consumación por el fuego, no por el agua, creyeron también los estoicos.
EL HELIAND
De la literatura poética de los Altsachsen {sajones viejos, así llamados para diferenciarlos de los sajones de Inglaterra) sólo dos piezas han quedado: el Heliand y el Génesis. El Heliand, fragmentario, está disperso en cuatro manuscritos, que se conservan en Praga, en Munich, en la biblioteca del Vaticano y en el Museo Británico. El más antiguo de los manuscritos, el último, data del siglo X; el poema fue escrito en el siglo IX. Un documento latino refiere que Luis el Piadoso, hijo de Carlomagno, encomendó a un sajón, que había alcanzado entre su pueblo fama de excelente poeta, la versión métrica de los dos Testamentos. El sajón acató esa orden, que confirmaba otra que un ángel le había dado en un sueño, y compuso poemas «que aventajan en hermosura a todos los demás poemas de la lengua alemana» (ut cuncta Theudisca poemata sua vincat decore). Una referencia a los poemas indica que se trata del Heliand; en la historia del sueño hay una evidente contaminación de la historia de Caedmon.
El Heliand (en alemán actual, Heiland, Redentor) no se basa directamente en los evangelistas, sino en los comentarios latinos de Beda, de Alcuino y del enciclopedista Hrabano Mauro. Tal erudición contrasta con la simplicidad del poeta, que hace de Dios Padre un rey; de Cristo, el príncipe; de los apóstoles, guerreros; de Herodes, un «donador de anillos»; de los pastores, «guardadores de caballos», y de Satanás, un «poseedor de la capa de invisibilidad», o Tarnkappe. El poeta se exalta cuando Simón Pedro saca la espada y le corta la oreja derecha al siervo del pontífice (Juan, XVIII, 10) y escribe, cuando Cristo resucita a Lázaro: «Dio al héroe caído la vida, le permitió seguir disfrutando de los deleites de la tierra.» Insiste en que Jesús procede de la casa real de David. Omite la advertencia: «Al que te golpeare en una mejilla, dale también la otra.» Del Heliand se ha dicho que es menos una imitación de las antiguas epopeyas germánicas que un genuino ejemplo del género, aunque el héroe es ajeno a la tradición de la estirpe. Es verosímil suponer que la fama que ya había alcanzado el poeta antes de escribir el Heliand se debiera a composiciones paganas, que el azar ha perdido. Ya hemos visto que el tono, las metáforas y el vocabulario corresponden a la épica. El buen manejo de los comentarios latinos sugiere que el desconocido autor era un clérigo. Seis mil versos han llegado a nosotros. Bien pudo haberlo redactado en el monasterio de Fulda, en cuya biblioteca encontraría el material necesario.
EL GENESIS
Algo posterior es este poema, de novecientos versos, que trata de la caída de Adán. Este, exilado del paraíso deplora su triste condición de mortal condenado a la sed y al hambre, a los cuatro vientos, a los rigores de la lluvia, del granizo y del sol. En otro pasaje, Eva, inclinada sobre un río, llora su suerte mientras lava en las aguas la ensangrentada ropa de Abel, asesinado por Caín. Al referir la historia de Abraham y el castigo de las ciudades de la llanura, el poeta —observa el doctor Friedrich Vogt— «ha soslayado con mano pudorosa y audaz cuanto pudiera herir nuestros sentimientos morales». Se supone que el Génesis fue compuesto por un discípulo del poeta del Heliand, que acaso aventajó a su maestro en sentimiento religioso y en visión imaginativa.
El Génesis existe asimismo en una versión o paráfrasis anglosajona del siglo IX.
OTFRIED DE WEISSENBURG
El monje Otfried de Weissenburg (800-870) es menos importante por los siete mil versos de su Libro de los Evangelios rimado que por ser el primer poeta alemán que encarna, en el idioma de su país, el tipo de hombre de letras. Fue discípulo del fundador de la escuela de Fulda, Hrabano Mauro, autor de un tratado, De clericorum institutione, que propugna el estudio de las artes liberales y de los antiguos filósofos, y que le valió el título de praeceptor Germaniae, y de una enciclopedia metódica, el De Universo, cuyos primeros capítulos tratan de Dios, y los últimos de piedras, entre las cuales está el eco, y de metales. Hacía tiempo que Hrabano había muerto cuando Otfried acabó su magna obra; la envió, con dos dedicatorias acrósticas, a Luis el Germánico y al obispo Salomón de Constanza.
A diferencia del anónimo autor del Heliand, Otfried es un poeta consciente que se impone la tarea, inaudita hasta entonces, de redactar en alemán un poema que pueda equipararse a los clásicos. Rompe, o quiere romper con el verso aliterativo; busca una forma rigurosa e inaugura en alemán el verso rimado. Un fin patriótico lo mueve; escribe que los francos ya son iguales a los griegos y a los romanos en virtudes guerreras, y quiere que lo sean también en las del espíritu. Quiere asimismo escribir un libro que no ofenda por su licencia los oídos piadosos.
En las partes iniciales del Evangelienbuch, que comprende cinco libros, suele faltar la rima y hay aliteración; a despecho de la voluntad del autor persisten en su oído los hábitos de la antigua poesía. Persisten asimismo ciertas metáforas; el ángel que anunciará a María el nacimiento de Jesús atraviesa el sendero del sol, los caminos de las estrellas, las calles de las nubes, etc.
En el Heliand no hay interpretación alegórica de las Escrituras; para Otfried, los hechos referidos son menos importantes que las doctrinas y enseñanzas que simbolizan. Así, en el Nuevo Testamento (Mateo, II, 11) se dice que los magos ofrecieron a Jesús incienso, oro y mirra; Otfried entiende que estos dones figuran la dignidad de sacerdote, la dignidad de rey y la muerte.
La rima en nuestros días es habitual; hace diez siglos era vacilante, nueva y difícil. Copiamos a continuación unos versos de Otfried:
Súnna irbalg sih thráto / súslichero dato
ni liaz si sehan woroltthiot / thaz ira frunisga lichi.
El sol se encolerizó ante tales maldades
y no dejó ver a la gente del mundo su luz espléndida.
La obra de Otfried no es popular; en el empleo de la rima sentimos el influjo del sur y en cada página el severo y retirado ambiente del claustro. No faltan ecos neoplatónicos y curiosas imágenes; Cristo coronado de gloria es el emperador del mundo; a su lado resplandece María, reina celestial.
EL CANTAR DE LUDOVICO
En el año 881, Luis III, rey carolingio de Francia, hijo de Luis el Tartamudo, derrotó en Saucourt a un ejército de invasores escandinavos y les mató nueve mil hombres. Hacía mucho tiempo que los francos occidentales hablaban un idioma románico, pero esta victoria de un rey franco fue celebrada en un cantar alemán, el Ludwigslied. Los francos son en el Ludwigslied el pueblo elegido de Dios. Este, para probarlos y para castigar sus pecados, permite que hordas de hombres bárbaros atraviesen el mar e invadan y destruyan la tierra. Finalmente se apiada y ordena al rey:
Hludwig, kuning min / Hilph minan liutin!
Heigun fa northman / Harto bidwungan.
Ludovico, rey mío, ¡ayuda a mi gente!
Duramente los cargan los hombres del norte.
Luis, con el permiso de Dios, levanta su bandera de guerra:
Tho man her godes urlub / Hueb her gundfanon uf.
Marcha contra los invasores y los deshace. El poema concluye con las alabanzas de la fuerza de Dios. A diferencia de la oda de Brunanburh, la victoria se atribuye al Señor, no al solo coraje de los hombres. Así, el Ludwigslied participa a la vez de lo épico y lo piadoso.
El rey murió al año siguiente y el Ludwigslied, que se escribió para celebrar su victoria, es la última pieza memorable del siglo IX. Más de dos siglos de silencio la siguen. El idioma enmudece; en los monasterios se empieza a versificar en latín. La dinastía carolingia se extingue en 911; Otón I asume el título de emperador de Roma y se propone helenizar y latinizar la cultura alemana. El Ruodlieb, poema de materia germánica, se escribe en latín. En la Universidad de Cambridge se guarda un manuscrito del siglo XI con una larga composición de versos pareados, escrita alternadamente en latín y alemán. Heinrich rima con dixit, manus con godes hus (casa de Dios), etc. De un diálogo amoroso son estos versos:
suavissima nunna / coro miner minna
resonante odis nunc silvae / nun singant vogela in walde.
[ Dulcísima monja, prueba mi amor
Las selvas resuenan con cantos; cantan los pájaros en el
bosque.]
Un hombre, Notker Labeo el Alemán (952-1022), trata de salvar la lengua vernácula. Ha observado que «en la lengua materna puede comprenderse rápidamente lo que en lengua extranjera apenas se entiende o se entiende mal». Escribe una retórica en alemán y vierte a este idioma el Libro de Job, los Psalmos, las Categorías de Aristóteles y el Consuelo de la Filosofía de Boecio. En su retórica cita unos versos contemporáneos en los que conviven la antigua aliteración y la nueva rima.
DEL SIGLO XI AL XIII
Los siglos XI y XIII son épocas de literatura ascética y religiosa; sus poemas se llaman Memento mori, Vom Glauben (De la fe) y Von des Todes Gehugede (De la memoria de la muerte). El triunfo de la muerte, que transforma las glorias terrenales en polvo y corrupción, es el tema del último, obra del monje austríaco Heinrich von Melk.
Del siglo XII es asimismo una versificación de la Visión ultraterrena de Tundal, joven caballero irlandés cuya alma recorrió durante tres días, guiada por el ángel de su guarda, el infierno (en el que hay regiones de fuego y regiones de hielo) y el paraíso, lleno de mártires, de obispos y de arzobispos. El Demonio, en esa visión, es una bestia en cuyo vientre hay culebras, perros, osos y leones. El texto original, en latín, fue popularísimo en la Edad Media; no sabemos el nombre del humilde precursor dantesco a quien se le ocurrió traducirla en pasables versos alemanes. Tales visiones nos recuerdan pasajes análogos de Beda.
La lírica mariana (Marienlyrik) o lírica en honor de la Virgen marca la transición a un tipo de poesía menos lúgubre. Vernher, hacia 1172, compone los tres libros iniciales de una biografía épica, el Marienleben, que va del nacimiento de María a la huida a Egipto. Los himnos de alabanza se multiplican, más o menos originales o traducidos de las letanías de la Iglesia. Florecida vara de Aarón, huerto sellado, torre de marfil, zarza ardiente, son las kenningar habituales.
Las Cruzadas llevan al Oriente la imaginación de los hombres; hacia 1130, el predicador Lamprecht se inspira en un libro francés para redactar su Alexanderlied, que es una vida fabulosa de Alejandro de Macedonia. En el último libro, Alejandro ha conquistado la tierra y quiere conquistar el paraíso. Finalmente, arriba con sus ejércitos al pie de un muro interminable; desde lo alto le arrojan una piedra preciosa. Esta piedra, puesta en el platillo de una balanza, pesa más que todo el oro del mundo, pero el platillo sube cuando en el otro ponen una pizca de polvo. Alejandro comprende que esa piedra es, de algún modo, él, que no se sacia con todos los tesoros del orbe y que será menos, al fin, que un poco de tierra.[3] Después lo envenenan en Babilonia «y sólo guarda seis pies de tierra, como el más pobre de los hombres que ha venido a este mundo».
En 1135, un sacerdote bávaro, Conrado de Regensburg, traduce, bajo el nombre de Rolandslied, la Chanson de Roland. Atenúa, previsiblemente, el carácter francés de los héroes de la Chanson e insiste en su carácter católico. Transforma a los guerreros carolingios en cruzados del siglo XII. Le atribuyen también una Kaiserchronik, que es una irresponsable y deshilvanada historia universal.
Estas obras preparan el advenimiento de la épica cortesana, género que culmina en el Tristán de Gottfried de Estrasburgo y en el Parzival de Wolfram en Eschenbach, cuyo estudio, por razones lingüísticas y por tratarse de obras que nada tienen que ver con los procedimientos y el espíritu de la primitiva poesía germánica, excede los límites de este libro.[4] El mundo caballeresco, en estos poemas, sirve para ilustrar los procesos naturales y las emociones. Las primeras estrellas son avanzadas que preparan el campamento de la noche; de un hombre feliz dice Wolfram: «Su aflicción había cabalgado tan lejos que ninguna lanza podía alcanzarla.»
Ciertas anónimas canciones del siglo XII:
dû bist mîn, ich bin dîn / des solt dû gewis sîn
Eres mío, soy tuya / de eso debes estar segura.
análogas a las «cantigas de amigo» de la lírica hispánica, anuncian la poesía de los Minnesänger, cantores del amor cortesano, que, bajo el magisterio de los provenzales, acabaron por crear una poesía hondamente alemana, si bien ya muy diversa de la antigua épica de la estirpe. El Minnesang tiene su más alta expresión en el tirolés Walter von der Vogelweide (1170-1230), maestro en el arte de decir con simplicidad y con inocencia cosas definitivas:
Waz stiuret baz ze lebenne / danne ir werder lîp
¿Qué ayuda más a vivir / que un cuerpo amado?
y que un día pudo sospechar que toda su vida pretérita no había sido otra cosa que un sueño:
Owé war sint verswunden alliu mîniu jâr?
ist mir mîn leben getroumet, oder ist ez wâr?
¡Oh dolor, cómo han desaparecido todos mis años!
¿He soñado mi vida o fue verdadera?
EL LIBRO DE LOS HEROES
A fines del siglo V y a principios del VI, Teodorico, apellidado el Grande, fue rey de los ostrogodos y de los romanos. A la cabeza de un ejército de doscientos mil hombres derrotó a Odoacro, rey de Italia, en Verona, y lo cercó después en Ravena. El hambre obligó a éste a hacer proposiciones de paz, y al cabo de prolijas negociaciones se convino que ambos reyes compartieran el cetro. Para celebrar la concordia, Teodorico invitó a Odoacro a un festín en los jardines del palacio. Dos hombres se arrodillaron ante Odoacro con una petición y le sujetaron las manos; Teodorico, entonces, lo mató con su espada. «¿Dónde está Dios?», preguntó Odoacro al caer. Había cumplido sesenta años; Teodorico se maravilló de la facilidad con que penetró el acero en la carne. «El miserable no tiene huesos», dijo con indignación o estupor. Jordanes (De rebus Geticis, LVII) escribe con sobriedad: «Teodorico primero lo perdonó y luego lo privó de la luz.»
Nebulosas memorias de Teodorico, llamado Teodorico de Verona, Dietrich von Berne, y de su batalla de Ravena, llamada Rabenschlacht, Batalla de los Cuervos, perduran en el Libro de los Héroes (Heldenbuch), colección épica del siglo XIII, en que asimismo se habla de Atila, de Kriemhied y de Hildebrand. Ya hemos visto que los conceptos de batalla y de aves le presa son inseparables en toda la epopeya germánica.
En una de las composiciones incluidas, el Wolfdietrich, Dietrich es criado por una loba, como Rómulo y Remo o como el Mawgli del Libro de la Selva, de Kipling.
Transmitidos de generación en generación, los hechos de la historia han tomado formas irreales. Gigantes, enanos, dragones, huevos de dragón y jardines mágicos infestan el Heldenbuch, que fue uno de los primeros libros alemanes que se imprimieron. De una versión del siglo XV, obra de un tal Kaspar von der Roen, de Rünnerstadt, copiamos esta estrofa, escrita en alemán medio, ya del todo accesible:
Da vornen in den kronen
Lag ein karfunkelstein.
Der in dem pallast schonen
Aecht als ein kertz erschein;
Auf jrem haupt das hare
War lauter und auch fein,
Es leuchtet also klare
Recht als der sonnen schein.
Al frente de la corona
había una piedra carbunclo,
que en el bello palacio resplandecía
como un cirio;
en su cabeza el pelo
era límpido y fino,
y brillaba tan claro
como la luz del sol.
EL CANTAR DE LOS NIBELUNGOS
La trágica historia del tesoro de Andvari perdura en dos versiones famosas. Ya consideraremos una de ellas, la Völsunga Saga, escrita en Noruega o Islandia a mediados del siglo XIII; ahora consideraremos la otra, el Nibelungenlied, Cantar de los Nibelungos, escrito en Austria a principios del mismo siglo. El poema alemán, si bien algo anterior en el tiempo, corresponde a una etapa posterior en la evolución de la fábula. El ámbito de la Völsunga es mítico y bárbaro; el del Nibelungenlied, cortesano y romántico. En 1755 se descubrió en Hohenems (Suiza) un texto manuscrito completo del Nibelungenlied o, según las palabras del último verso de la obra:
hiet hat das maere ein ende: / das ist der Nibelunge not
Aquí tiene su fin el cantar/ésta es la desdicha de los Nibelungos
del Nibelunge Not, Pena o Desdicha de los Nibelungos. Se encontraron después en distintas bibliotecas de Alemania, de Austria y de Suiza, veinticuatro manuscritos, completos y fragmentarios, en pergamino, anteriores al siglo XV, y diez manuscritos en pergamino o papel, de fecha posterior. La primera edición crítica del Nibelungenlield fue la de Lachmann, en 1826; la más acreditada de las versiones al alemán moderno es la de Karl Simrock, en el metro original, publicada un año después.
A favor del movimiento romántico y del culto a Ossian, la fama del Nibelungenlied se dilató. Federico II, sin embargo, negó su entusiasmo al viejo poema; dijo que nada bueno podía salir de Alemania. Hay que tener en cuenta que Federico, discípulo de Voltaire, casi no admitía otra literatura que la francesa; el idioma alemán era para él un idioma doméstico, y tal vez lo ignoraba tanto como su padre, Federico I, que acuñó la famosa frase: «Ich stabiliere die Monarchie wie auf einem Rocher von Bronze.» La guerra de liberación exaltó, como era natural, el nacionalismo alemán; una consecuencia fue la reimpresión del Nibelungenslied en una edición barata, para soldados. Goethe observó que el redescubrimieuto del poema señalaba un período en la historia de la nación; en otra oportunidad juzgó que el Nibelungenlied era clásico, pero que no debía tomárselo por modelo, como tampoco «a los chinos, a los serbios, o a Calderón». Algunos panegiristas lo llamaron Ilíada del Norte; Carlyle opinó que, fuera del carácter narrativo y de la materia guerrera, nada tenían en común las dos obras, Schopenhauer dijo que comparar el Nibelungenlied con la Ilíada era una blasfemia, a la que no había qué exponer los oídos de la juventud. Croce, hace poco, ha escrito:
«Se podría, tal vez, encontrar un término medio entre el juicio desdeñoso de Federico II y las exaltaciones de aquellos críticos románticos que han hecho del Nibelungenlied el gran poema nacional de Alemania y hasta, no se sabe por qué, el libro de las gentes germánicas.»
Como en los poemas homéricos los versos iniciales anuncian el tema general de la obra:
Uns ist in alten maeren / wunders vil geseit
von heleden lobebaeren, / von grosser arebeit,
von frouden, hochgeziten, / von weinen und von klagen.
von kuener recken striten / muget ir nu wunder hoeren sagen.
[Las viejas historias nos cuentan muchas maravillas
de héroes admirables, de grandes trabajos,
de alegrías, de fiestas, de llantos y de quejas;
ahora escucharéis prodigios de los combates de arrojados
guerreros.]
Kriemhild, hermana de tres reyes, Gunther, Gernot y Giselher, es la más hermosa de las doncellas y vive en la ciudad de Worms, sobre el Rhin. Sueña que dos águilas destrozan a su halcón favorito; su madre interpreta que el halcón es símbolo de un hombre a quien Kriemhild va a tener y a perder. Sigfrid, el más valiente de los caballeros, hijo de un noble rey de los Países Bajos, ha ganado el tesoro de los Nibelungos, la espada Balmung y la Tarnkappe, capa que hace invisible a quien la lleva; nuevas le llegan de la hermosura de Kriemhild y se encamina a Worms, con su séquito. Un año pasa Sigfrid sin ver a Kriemhild, hasta que un día, al volver de una guerra victoriosa en que ha sometido a dos reyes, hay una fiesta en el palacio y el héroe y la doncella se ven:
Sam der liebte, mane / vor den sternen stat.
der sein so luterliche / ab den wolken gat,
dem stuont si nu geliche / vor maneger frouwen guot.
des wart da wol gehoehet / den zieren heleden der muot.
[Como la clara luna que, al surgir de las nubes,
borra la luz de las estrellas,
así estaba Krimhild entre las mujeres,
alegrando el corazón de los guerreros.]
El héroe, al ver a Kriemhild, queda tan embelesado, que parece una figura dibujada en pergamino por la destreza de un maestro.
Gunther ofrece a Sigfrid la mano de Kriemhild, a condición de que éste lo ayude a conquistar a Brünhild, reina de Islandia que somete a sus pretendientes a difíciles pruebas. Al cabo de doce días de navegación, Sigfrid y Gunther arriban al castillo de Isenstein. Invisible por obra de la Tarnkappe, Sigfrid ejecuta las proezas que el rey simula hacer, por medio de gestos. Brünhild arroja una piedra que siete hombres no podrían levantar, y salta más allá de la piedra. Sigfrid arroja el proyectil aún más lejos y luego salta, llevando en sus brazos a Gunther. Brünhild se confiesa vencida.
Son tantos los vasallos que acuden al castillo de Isenstein para dar plácemes a la reina por su próxima boda, que Hagen, uno de los caballeros de Gunther, teme una traición. Sigfrid, entonces, busca refuerzos en el país de los Nibelungos, del cual es rey.
En la Edda Mayor, donde los Nibelungos son los Niflungar, se habla muchas veces de Niflheim, Tierra de la Niebla, Tierra de los Muertos; los Nibelungos son acaso los muertos y quienes logran su tesoro están condenados a unirse, un día, a ellos. Así interpreta Wagner el mito; quienes conquistan el tesoro se convierten en Nibelungos.
Un día y una noche bastan a Sigfrid para llegar a ese país, que otros no hubieran alcanzado en cien noches; vuelve de allí con mil guerreros que asombran a los súbditos de Brünhild.
En Worms, las dos bodas se celebran el mismo día. La indómita Brünhild rechaza el amor de Gunther; éste, para conquistarla, debe de nuevo recurrir a Sigfrid y a su Tarnkappe. Sigfrid guarda de la aventura un anillo de Brünhild, que luego, para su mal, regala a su esposa, refiriéndole lo acaecido.
Sigfrid lleva a Kriemhild a su país. Al cabo de diez años regresan; Brünhild y Kriemhild disputan sobre quién entrará primero en la catedral; Kriemhild, airada, revela a la reina que fue Sigfrid quien verdaderamente la conquistó y confirma sus palabras con el anillo. Brünhild, para vengarse del engaño y del desdén de Sigfrid, decide que éste debe morir.
Hagen se encarga de la muerte del héroe. Este era invulnerable, por haberse bañado en la caliente sangre del dragón, que mojó y fortaleció todo su cuerpo, salvo un lugar entre los hombros, donde había caído una hoja de tilo. Poco después hay una cacería; Sigfrid mata un jabalí, un león, un bisonte, cuatro toros y un oso; al inclinarse a beber en un arroyo, Hagen lo apuñala entre los hombros. Sigfrid, antes de morir, derriba a Hagen; luego, «el hombre de Kriemhild cae sobre las flores» (Do viel in die bluomen der Kriemhilde man). Kriemhild iba todos los días a la primera misa; Hagen deposita en la puerta el cadáver ensangrentado, para que ella lo encuentre al amanecer. Tres días y tres noches vela a Sigfrid la inconsolable Kriemhild. Cuando lo llevan al sepulcro, hace abrir el ataúd y lo besa.
Gernot y Giselher entregan el tesoro a Kriemhild. Para granjearse la voluntad de la gente, ella comienza a repartirlo entre pobres y ricos. El tesoro de los Nibelungos es de tal suerte que no puede agotarse ni disminuirse; aunque se comprara el mundo entero con él, no faltaría, después una sola moneda. Hagen, temeroso de que Kriemhild logre muchos vasallos, se apodera del tesoro y, de acuerdo con Gunther, lo hunde en el Rhin. Así termina la primera parte del Cantar.
Trece años después, el margrave Rüdiger llega a Worms y pide la mano de Kriemhild para su señor el rey de los hunos, Etzel (Atila). Kriemhild acepta, con el propósito de vengar la muerte de Sigfrid. Emprende el largo viaje a Etzelnburg; se casa con el rey de los hunos y le da un hijo, Ortlieb. Otrns trece años pasan y Kriemhild invita a sus hermanos a Etzelnburg. Hagen procura disuadirlos, pero éstos se empeñan en ir. Atraviesan el Danubio; una sirena, Sigelind, profetiza que, salvo el capellán del rey, todos perecerán. Hagen, para desmentir la profecía, arroja al capellán por la borda. Este se salva. Hagen acepta el inevitable destino y, cuando tocan la otra margen, rompe la nave. En Etzelnburg, Kriemhild pregunta a Hagen si ha traído el tesoro; Hagen responde que ha traído su escudo y su espada. Mil guerreros han acompañado a Gunther y a Hagen; miles de hunos ponen cerco a la casa en que están alojados. Todo el día combaten; los sitiadores, esa noche, prenden fuego a la casa. Los guerreros, atormentados por la sed, beben la sangre de los muertos. Kriemhild ofrece llenar de oro rojo el escudo de quien le traiga la cabeza de Hagen. La batalla prosigue; de los sitiados sólo quedan, al fin, Gunther y Hagen. (Esta escena no carece de afinidad con el fragmento de Finnsburh.) Los acomete Dietrich von Berne (Teodorico de Verona), los vence y los entrega atados a Kriemhüil. Hagen dice que no revelará el lugar del tesoro mientras viva su rey; Kriemhild hace matar a Gunther. Hagen le dice: «Sólo Dios y yo sabemos ahora el lugar del tesoro» (den scaz den weiss nu niemen wan got unde min) Kriemhild le corta la cabeza con la espada de Sigfrid; Hildebrand, uno de los caballeros de Dietrich, la mata, horrorizado.
El poema se cierra con esta estrofa:
I'ne kan iu niht bescheiden / was sider da geschach:
wan ritter unde vrouwen / wein man da sach,
dar zuo die edeln knehte, / ir lieben friunde tot,
hie hat das maere eín ende: / das ist der Nibelunge not.
[No puedo referir qué pasó después.
Caballeros, mujeres y nobles escuderos lloraron
a sus queridos amigos muertos.
Aquí la historia tiene fin: éste es el Pesar de los Nibelungos.]
Treinta y nueve cantos que llevan el nombre de aventuras (aventiuren) forman el Nibelungenlied. Se cree que el autor fue un juglar austríaco; dos nombres de ciudades imaginarias, Zazamanc y Azagouc, que figuran en el poema, parecen tomadas del Parzival de Wolfram von Eschenbach, obra de principios del siglo XIII. Cada estrofa consta de cuatro versos largos (langzeilen); las rimas son pareadas; hay, a veces, rima interior. La métrica del poema ha sido estudiada por Colleville y Tonnelat, en su edición de 1944, publicada en París.
La primera mitad del Nibelungenlied es acaso inferior a la parte correlativa de la Völsunga; la Tarnkappe no es una invención muy afortunada. No así la segunda mitad, dominada por la titánica figura de Hagen. Este guerrero, Hagen von Tronege, en algunos textos, Hagen de Troya, encarna la lealtad germánica que, según observa Otto Jiriczek (Deutsche Heldensage),
«no era incompatible con el crimen y la traición, con el engaño y el perjurio, porque los antiguos germanos no concebían la lealtad como una abstracta y universal ley ética, sino más bien como una relación legal y personal».
Hagen es leal a su señor, de cuya fama es celoso; esa lealtad le permite engañar a Kriemhild y asesinar a Sigfrid, sin desmedro de su honor. Hagen no espera que el destino sea piadoso con él; las leyes que rigen su mundo son tan duras como los hombres.
Gudrun venga la muerte de los hermanos; Kriemhild, la del marido. En la última, el vínculo cristiano del matrimonio es más fuerte que el antiguo vínculo pagano de la sangre.
Puede dolernos que el juglar del Nibelungenlied haya suprimido o atenuado lo maravilloso; pensemos que, al obrar así, ayudó a construir el camino que va del cuento de hadas a la novela.
GUDRUN
En el capitulo cuarenta y nueve de la Edda Menor está escrito:
«Para decir batalla se dice también tempestad, o nevada, de los Hjadnings, y para decir armas se dice varas, o fuego, de los Hjadnings, y la razón la da este relato: Un rey llamado Högni tenía una hija que se llamaba Hildr, y Hildr fue robada por Hedinn, hijo de Hjarrandi, mientras Högni se había ido a la Asamblea. (Que el rey estuviera en la Asamblea puede ser un rasgo cotidiano agregado por Snorri, para rebajar lo maravilloso.) Cuando Högni supo que su reino había sido asolado y su hija robada, fue con su ejército a buscar al raptor, y oyó que éste se dirigía al norte. Llegó a Noruega y le dijeron que Hedinn había navegado hacia el poniente, Högni se embarcó y lo siguió hasta las Islas Orcadas, y cuando arribó a la Isla de Hoy, Hedinn estaba en ese lugar con su ejército. Hildr salió al encuentro de su padre y le ofreció un collar enviado por Hedinn, como prenda de paz, pero dijo que si Högni lo rechazaba, Hedinn estaba dispuesto a pelear y no le daría cuartel. Högni respondió con palabras ásperas. Hildr dijo a Hedinn que su padre no quería reconciliación y que se aprestara a combatir. Ya formados ambos ejércitos, Hedinn habló con su suegro y le ofreció mucho oro. Högni replicó: "Tu ofrecimiento llega tarde, porque he desenvainado la espada Dainsleif, que fue forjada por enanos y que no se desnuda sin causar la muerte de un hombre." Entonces dijo Hedinn: "Te jactas de tu espada, pero no aún de la victoria; digo que es buena toda espada que sirve a su señor." Entonces comenzó la batalla que se llama Tempestad de los Hjadnings y combatieron todo el día, pero al atardecer volvieron a las naves. Esa noche Hildr fue al campo de batalla y con sus artes mágicas reanimó a cuantos habían muerto. Al otro día los reyes desembarcaron y combatieron, y con ellos todos los hombres que habían caído el día anterior. Así la batalla continuó, día tras día, y de noche los hombres y las armas, y las armaduras también, se convierten en piedra, y a la aurora resurgen para pelear, y es fama que la batalla no cesará hasta el Crepúsculo de los Dioses.»
La historia que acabamos de transcribir es una de las fuentes del poema Gudrun o Kudrun, compuesto en Austria o en Baviera o en el Tirol a principios del siglo XIII. En este poema no hay, como en la Edda, una batalla infinita, pero hay una contienda que abarca tres generaciones.
Hagen, hijo de un rey de Irlanda, es arrebatado en su niñez por un grifo y conducido a una isla desierta. Lo educan tres princesas, también prisioneras del grifo; una es hija del rey de la India, otra es hija del rey de Portugal y la tercera del rey de Iserland. Una nave los recoge y los lleva a Irlanda; Hagen hereda el trono y se casa con Hilde, la princesa de la India. De este matrimonio nace una hija, también llamada Hilde. Es bella y muchos la pretenden; Hagen hace ahorcar a los emisarios que piden su mano. Tres héroes: Horant y Frute de Dinamarca y Wate de Stormen, resuelven ganarla para su señor, Hettel, rey de los Hegelings. Zarpan en una nave espléndida, en la que hay guerreros ocultos y ricas mercancías. En Irlanda difunden el rumor de haber sido desterrados por Hettel y solicitan el amparo de Hagen. Wate, jefe de la expedición, es un viejo guerrero, semejante al Hildebrand del Cantar de los Nibelungos, Frute es un mercader; abre una tienda, en la que se regala a la gente lo que ésta no puede comprar. Horant es un cantor que renueva los prodigios de Orfeo; peces, reptiles y aves se detienen para escucharlo. Toda la corte se embelesa con él. Hilde le regala un cinturón que ella misma ha usado, Horant le dice que se lo llevará a su señor. Agrega que éste es un gran príncipe, que lo ha mandado a Irlanda con la misión de conquistar a Hilde. «Por amor de tu música lo amaré», le contesta Hilde. Al día siguiente, Hilde y sus damas suben a bordo de la nave a ver las mercancías de Frute. La nave zarpa bruscamente; en vano el rey y sus guerreros le arrojan sus lanzas. Hagen los persigue; en la costa del país de los Hegelings, acaso el norte de Alemania, hay una sangrienta batalla, Hettel es herido por Hagen, y éste por Wate. Los reyes se reconcilian y Hilde se desposa con Hettel.
La forma del destino se repite en la tercera generación; Gudrun, hija de Hettel y de Hilde, es raptada, como lo fueron su madre y sus abuelos. Trece años padece cautiverio en la costa de Normandía; la obligan a barrer el polvo con su cabello, y a encender el fuego y a lavar la ropa a orillas del mar. Un pájaro le anuncia con voz humana que pronto será libre. Un día, al amanecer, ve que la llanura está llena de armas y el mar lleno de velas. Los Hegelings han venido a manchar de rojo la ropa que ella ha blanqueado en años de humillación. Gudrun es rescatada por su hermano y por su prometido. El desenlace del poema es feliz.
Se ha dicho que Gudrun es al Cantar de los Nibelungos lo que a la Ilíada es la Odisea: una obra posterior, más diversa y de más tranquila pasión. En el Nibelungenlied, como en la Ilíada, predomina la tierra; en Gudrun, como en la Odisea, el mar. Un solo manuscrito conserva el texto de Gudrun. Métricamente, el poema es igual al Nibelungenlied, salvo que el cuarto verso de cada estrofa es idéntico a los anteriores y no contiene una sílaba adicional, acentuada.
CONSIDERACION FINAL
La conquista normanda de Inglaterra en 1066 marca de un modo conveniente para el historiador el fin de la literatura anglosajona, pero no fue la causa de ese fin. Cien años antes del arribo de las naves normandas había empezado la desintegración del idioma, fomentada por las incursiones escandinavas. Las declinaciones y los géneros gramaticales desaparecían, la pronunciación era incierta, la rima ya usurpaba el lugar de la aliteración. En Alemania se produjo el mismo proceso biológico, sin una invasión extranjera. Los dos idiomas de la primitiva literatura, el alto alemán antiguo (Althochdeustch) y el sajón antiguo (Altniederdeutsch o Altsächsisch) murieron hacia 1050 ó 1100. Lingüísticamente, el Cantar de Alejandro, el Cantar de los Nibelungos y Gudrun pertenecen a la nueva literatura, no a la anterior. El poeta de Hildebrand o los hechiceros de Merseburgo no hubieran descifrado una estrofa del Nibelungenlied. Quizá ni hubieran sospechado que estaba en verso.
La tristeza, la lealtad y el coraje definen la primera poesía de Alemania. Notorios vínculos de sangre hacen que sea muy afín a la de Inglaterra y que difiera de la nórdica. Métrica y vocabulario son simples; no hay metáforas hechas de metáforas, como ocurre en Islandia, ni singularidades individuales, como las misteriosas firmas de Cynewulf. En los orígenes, Alemania canta con seriedad de niño guerrero y nada deja presentir en su voz a Goethe o a Hölderlin.
APENDICE
En el resumen de la literatura alemana del siglo X nos hemos referido al poema Waltharius manufortis, redactado en latín sobre un argumento germánico, que trataron también los anglosajones. Lo escribió Ekkenhard, novicio del monasterio benedictino de San Gall, para su maestro Gerardo, que años después lo dedicaría a un obispo, sin especificar el nombre del poeta. Mil quinientos hexámetros, obra de un buen lector de Virgilio, integran el Waltharius; el tema, inspirado en una epopeya perdida del ciclo borgoñón, es el combate de Walter de Aquitania, prófugo de la corte del rey Atila, con once caballeros francos y luego con Gunther, su rey, y con Hagen, súbdito de Gunther.
Hagen, Walter y la princesa Hildegund de Borgoña han sido criados como rehenes en la corte de Atila; Hagen logra evadirse, y vuelve a la corte de Gunther; Walter y Hildegund, que se quieren, huyen también hacia el poniente, a caballo, por intrincadas selvas, con dos arcas de oro robadas al tesoro del rey, y al cabo de cuarenta días avistan la margen del Rhin. Pagan la travesía con un pez que Walter ha pescado; el pez llega a la mesa de Gunther; el botero, interrogado por éste, habla de los prófugos y del sonido del metal en las arcas. «Alégrate conmigo —dice Hagen, al oír estas cosas—, mi compañero Walter ha regresado de tierra de los hunos.» «Alégrate conmigo —dice el rey Gunther—, el oro de los hunos ha regresado.» Ordena a Hagen y a once guerreros que lo acompañen, y descubre a Walter y a Hildegund, en una gruta de los bosques, a la que conduce un desfiladero. Uno de los guerreros exige de Walter el tesoro, el caballo y la mujer, a cambio de su vida; Walter rehúsa y, en once combates singulares, vence y da muerte sucesiva a los once guerreros. Anochece; Walter agradece a Dios la victoria y declara su esperanza de volver a encontrar, en el paraíso, a los hombres que ha debido matar. Uno de ellos es sobrino de Hagen. Al otro día, Hagen y Gunther atacan a Walter en el campo. Al cabo de otro duro encuentro, quedan fuera de combate; Walter ha perdido la mano derecha; Gunther una pierna y Hagen un ojo. Sic, sic, armillas partiti sunt Avarenses, «así se repartieron, así los brazaletes de los hunos», comenta Ekkenhard. Entre bromas por las mutilaciones que han padecido, Hagen y Walter hacen las paces. Luego se despiden; Walter reina en Aquitania con Hildegund. La fórmula haec est Waltherii poesis, «éste es el poema de Walter», semejante a das ist der Nibelunge not, cierra la obra.
En 1860, dos fragmentos de un Waldere anglosajón, escritos en dos hojas de pergamino, fueron descubiertos en Dinamarca. Datan, se conjetuta, del siglo VIII; su versión de la historia es más primitiva que la del monje de San Gall. En el Waltharius manufortis, Hildegund insta a su prometido a rehuir el desigual combate; en el Waldere, le recuerda que es capitán de Atila y que su espada es invencible, porque ha sido forjada por Weland.
Una obra polaca del siglo XIII , —el Chronicon Boguphali Episcopi— registra asimismo la historia de la fuga de Walter.
A principios del siglo XVI, Ludovico Ariosto entretejió motivos y personajes del ciclo carolingio y del ciclo bretón, de la matière de France y de la matière de Bretagne, en un vasto, cambiante y luminoso poema, que es una de las mayores felicidades de la literatura, el Orlando Furioso. La investigación de las fuentes del Orlando parecía agotada; Luigi Lun, sin embargo, indica y estudia ciertas reminiscenze nibelungiche, apenas entrevistas hasta el día de hoy (Mitología Nórdica, Roma, 1945, pp. 183-192). En la séptima «aventura» del Cantar de los Nibelungos Sigfrid, bajo la apariencia de Gunther, lucha con Brünhild y la vence; Ruggiero, bajo la apariencia de Leone; lucha con Bradamante y la vence, en el canto cuarenta y cinco del Furioso. Bradamante, virgen guerrera que sólo se desposará con el hombre que en singular combate la venza (canto cuarenta y cuatro, estrofa setenta), coincide extrañamente con Brünhild, si bien hay precedentes de esa condición en la Atalanta de las Metamorfosis de Ovidio, en la Leodila de Boiardo y en la hija de un rey de los tártaros, mencionada por Marco Polo, que venció a cuantos príncipes la pretendieron y al fin, en el tumulto de una batalla, arrebata a un jinete, que sin duda creyó que iban a matarlo y a quien haría su esposo (Viajes, III, 49). Brünhild reina en Islandia; en el canto treinta y dos de la obra de Ariosto leemos que Bradamante ve, en las afueras de Cahors, a una mujer con un escudo que la reina de la Isla Perdida (que otros llaman Islandia) envía a Carlomagno emperador, para que éste lo entregue al más bizarro de sus paladines; quien merezca el escudo, logrará el amor de la reina.
Ariosto no pudo conocer directamente el Nibelungenlied; para dilucidar las analogías que hemos enumerado, se ha recurrido provisoriamente a la hipótesis de una fuente latina.