CAPÍTULO 11
La inteligencia social
Reflexionando sobre estas cosas, me daba cuenta de que en este punto era más fácil para el Hombre, de acuerdo con su naturaleza, gobernar a todos los demás seres vivos, que a los hombres.
JENOFONTE, Ciropedia.
La aburrida vida sexual de la orangutana
Cinco años después de su último período de celo la orangutana vuelve a ser sexualmente activa. Durante todo ese tiempo ha gestado, parido y amamantado a su último descendiente. Ahora ha llegado el momento del destete y de iniciar un nuevo ciclo, una nueva gestación. Un óvulo espera ser fecundado, probablemente por el mismo macho de la vez anterior. Tras este breve período de receptividad, la vida sexual de la orangutana cesa hasta dentro de otros cinco años más o menos (salvo que la cría que ha concebido se malogre).
También las chimpancés y las gorilas tienen períodos de celo (llamados en zoología estros) distanciados por varios años, por regla general entre algo más de tres años y menos de seis; pero mientras que las gorilas sólo tendrán relaciones con un macho, las chimpancés tendrán numerosos amantes. Por otro lado, las mujeres no tienen estro, con lo que el momento de la ovulación no es detectable y, a diferencia de las hembras de los antropomorfos, su sexualidad no está regida por el celo e incluye los largos períodos infértiles de gestación, lactancia y menopausia. En otras palabras, mientras que la sexualidad femenina en los antropomorfos está ligada exclusivamente a la reproducción, en nuestra especie también existe al margen de la misma.
¿Qué determina las diferencias en la conducta sexual, y por extensión en la conducta social, de especies tan próximamente emparentadas? Los genes, el mismo factor que hace que los orangutanes y gorilas machos tengan mucha más corpulencia que sus hembras, y que los machos compitan entre ellos para formar harenes; en cambio los dos sexos se diferencian menos en tamaño entre los chimpancés y humanos, y en ambos casos los machos no combaten entre ellos para reunir grupos de hembras (figura 2.3). De idéntico modo que algunos genes determinan nuestras características físicas, otros genes programan nuestra conducta, y unos y otros se ven sometidos a lo largo de las generaciones a la dura prueba de la selección natural.
El comportamiento como adaptación
Con sus investigaciones, Konrad Lorenz y Niko Tinbergen (que obtuvieron el premio Nobel compartido con Karl von Frisch en 1973) sentaron las bases para el entendimiento de la conducta animal, creando una nueva disciplina científica, la etología o estudio del comportamiento. La etología establece que existen programaciones genéticas de la conducta, que codeterminan (es decir, determinan sólo en parte) el comportamiento. Exactamente como en el caso de las estructuras morfológicas y funciones fisiológicas, la conducta tiene que adaptarse al modo de vida de los individuos de las diferentes especies, y por tanto los genes que la determinan son objeto de selección natural.
Los etólogos han demostrado que muchas pautas de la conducta de las especies animales son innatas, y además van desarrollándose, como los órganos, a lo largo de la vida de los individuos. Esto hace que las crías tengan determinados comportamientos infantiles que sólo son adecuados para sobrevivir en esa etapa de la vida, de fuerte dependencia de los progenitores, en una situación de competencia directa por el alimento con las demás crías. Complejas conductas de cortejo, apareamiento y cuidado de la prole maduran, en cambio, al mismo tiempo que los órganos reproductores y en muchos casos lo hacen aunque el animal se haya criado en la mayor soledad, reflejando su naturaleza innata, no aprendida.
Konrad Lorenz (1903-1989) descubrió que las ocas que estudiaba en su casa familiar de Altenberg estaban programadas para reconocer como madre al primer objeto que se moviera a su alrededor en el momento en que los pollos salen del cascarón. En condiciones normales se trata de la verdadera madre biológica, pero artificialmente se puede hacer que adopten como madre a una persona o incluso un objeto inanimado que aparezca delante de sus ojos en el momento preciso. De este modo es posible descomponer y analizar las diferentes señales que desencadenan conductas en los animales, haciendo de la etología una ciencia experimental.
Tal vez el lector se sienta incrédulo o decepcionado al descubrir que hay genes en la base de nuestra conducta, como por otro lado los hay en el color de nuestros ojos o en nuestra pertenencia a uno u otro sexo. Sin embargo, la ciencia no exige actos de fe, sino comprobación experimental de las hipótesis, y hoy no quedan dudas acerca de cierto determinismo genético del comportamiento. Además, ¿es que sería preferible que los seres humanos viniéramos al mundo como «una hoja en blanco», sin nada escrito en ella? Si los procesos de aprendizaje fueran los únicos responsables de nuestra conducta, ¿no sería mucho más terrible estar en manos de quienes tienen el poder de programar la educación? ¿Cómo podríamos ser libres si estamos totalmente condicionados por la educación que hemos recibido?
Por supuesto que la etología no nos obliga a ser reduccionistas y creer que toda nuestra conducta está planificada desde la cuna hasta la sepultura, y que no tenemos ninguna capacidad de decisión propia. En realidad, una programación así sería poco adaptativa porque cada individuo vive en su propio ambiente, ecológico y social, y tiene que adaptarse a él. Una hormiga está mucho más rígidamente programada en cuanto a sus pautas de conducta que un mamífero. Los humanos formamos una especie muy inteligente de primates sociales, y tenemos una gran flexibilidad en nuestra conducta, que nos permite dar respuestas diferentes, basadas en la propia experiencia o el aprendizaje, a las distintas situaciones que se presentan en nuestro medio. En la vida surgen muchos problemas imprevisibles, y por tanto la solución no puede estar en los genes.
Al final del capítulo volveremos sobre este tema, porque un factor decisivo para la expansión de nuestro cerebro parece haber sido la necesidad de analizar y tomar decisiones sobre un aspecto de nuestro medio especialmente cambiante e imprevisible: la conducta de los demás miembros de nuestro grupo. Siendo como somos unos primates sociales que vivimos en grandes comunidades, necesitamos procesar una gran cantidad de información sobre un sistema (la comunidad) de una enorme complejidad, en el que intervienen muchos elementos (los individuos) que se relacionan entre sí en un número virtualmente infinito de formas.
Con el desarrollo que hoy en día tiene la informática en nuestro mundo es fácil entender que cuantas más instrucciones tenga un ordenador, cuanto más software incorpore, mostrará más flexibilidad y capacidad de hacer cosas diferentes; incluso será más eficaz analizando situaciones y tomando decisiones. En un futuro próximo hasta podrá aprender de sus propias experiencias. En otras palabras, la programación genética no es el enemigo de nuestra libertad, sino que nos permite valorar las diferentes opciones y escoger entre ellas.
Al principio de este libro se comentó que el uso y desuso que de sus órganos haga un individuo durante la vida no afecta para nada a cómo serán esos órganos en sus descendientes (a pesar de lo que decía Lamarck); del mismo modo, toda la información acumulada sobre su medio a lo largo de la vida de un individuo no es transmisible por la vía de los genes. Sin embargo, tal caudal de conocimientos útiles no tiene por qué perderse necesariamente, ya que puede transmitirse entre generaciones por vía extragenética a través del aprendizaje. En el caso humano, el paso de información de unas generaciones a otras se denomina cultura; esta clase de memoria colectiva e imperecedera es en parte universal y en parte varía con cada etnia, cada grupo, cada familia. Su carácter acumulativo es lo que ha hecho posible los grandes avances de la ciencia y de la técnica. En el caso de los pollos de oca de Konrad Lorenz no está establecido genéticamente cómo es con exactitud su madre, sino que existen unas reglas sencillas para que el pollo lo averigüe por sí mismo. Del mismo modo, nosotros los humanos tenemos una disposición innata a aprender un idioma de pequeños, pero nuestros genes no nos programan para aprender castellano, inglés o vascuence.
Después de esta excursión por los principios de la etología, volvamos a la vida social de nuestros más próximos parientes, para tratar de adentrarnos en este aspecto de la biología que no fosiliza. Debemos mucho en este terreno a los trabajos pioneros de Jane Goodall con chimpancés, Dian Fossey (1932-1985) con gorilas y Biruté Galdikas con orangutanes.
Sociobiología comparada de los hominoideos
Todos los simios (es decir, monos del Viejo y Nuevo Mundo, antropomorfos y humanos) son sociables con una única excepción. Por especies sociables se entiende aquellas en las que se establecen uniones duraderas entre al menos dos individuos adultos. Y la única excepción a esta regla son los orangutanes, animales solitarios en los que sólo existen vínculos estables entre las madres y sus descendientes no adultos. Los machos y las hembras adultos sólo se relacionan durante los breves y muy separados estros de las hembras. Ni los machos entre sí ni tampoco las hembras forman uniones o alianzas. Cada hembra vive en su pequeño territorio con sus crías, y los territorios más amplios de los machos engloban los de varias hembras, con las que de todos modos sólo se relacionan para reproducirse. Los machos compiten entre sí por el territorio y por las hembras que contiene, y esa competencia hace que sean mucho más corpulentos que las hembras, a las que doblan en peso. Se puede decir que los orangutanes machos forman harenes, pero en los que las hembras no están reunidas, sino dispersas.
Los gorilas en cambio son muy sociables. Como su tipo de alimento es muy abundante y continuo no precisan de grandes territorios y se desplazan poco a lo largo del día. Cada grupo de gorilas está formado por un macho adulto, el macho de espalda plateada o dorsicano, y su harén, un conjunto de hembras con sus crías, todas descendientes del dorsicano. Cuando una hembra o un macho alcanzan la pubertad abandonan el grupo. Los machos compiten entre sí por las hembras, y por eso son tan corpulentos, aunque la diferencia entre los sexos (el llamado dimorfismo sexual) es menor que entre los orangutanes; la hembra promedio de gorila pesa aproximadamente el 60% del peso del macho promedio, es decir, algo menos de las dos terceras partes.
Entre los chimpancés comunes no hay harenes. Cuando las hembras llegan a adultas se van generalmente del grupo; en cambio, cuando los machos se hacen adultos permanecen en él. Esto hace que todos los machos de un grupo de chimpancés comunes estén emparentados, mientras que las hembras adultas no lo están. Cada comunidad controla un territorio, que los machos defienden frente a otras alianzas de machos. En estas disputas entre grupos de machos emparentados hay violencia y a veces muerte.
Los árboles que proporcionan los frutos que comen los chimpancés se encuentran dispersos y maduran en diferentes momentos, por lo que dentro de cada territorio se producen situaciones de fusión, cuando se concentran muchos individuos en torno a un árbol con frutos en sazón, y fisión o dispersión en busca de fuentes de recursos menos copiosas. Cuando una hembra está en celo, lo que manifiesta por medio de una vistosa tumefacción anogenital (o hinchazón de la zona situada alrededor del sexo), no se produce competencia entre los machos, sino que varios de ellos acceden a la hembra en diferentes ocasiones. En relación con esta promiscuidad y ausencia de harenes los machos no son mucho más corpulentos que las hembras; éstas en promedio pesan algo menos del 80% del peso promedio de los machos, es decir, casi las cuatro quintas partes.
Al referirnos a la conducta de los antropomorfos nunca se insistirá lo suficiente en que se está hablando de primates, y no de insectos, con lo que sus pautas de comportamiento son muy variadas y todo intento de resumirlas es una simplificación abusiva. Así, en ocasiones se ha visto que los chimpancés machos situados en lo alto de la escala jerárquica se imponen a los situados más abajo en el acceso a las hembras en estro; también se dan casos en los que se forman parejas de un macho y una hembra que duran varios días, o la totalidad de los quince que dura el estro.
En la actualidad se están llevando a cabo análisis genéticos de parentesco entre individuos en comunidades de chimpancés, que arrojarán mucha luz en el futuro sobre cómo todas estas estrategias de comportamiento se traducen en éxito reproductor. Para realizar estas «pruebas de paternidad» se emplean pelos que caen en los «nidos» que los chimpancés construyen en los árboles para pasar la noche, y células de la boca que quedan en frutas mordidas. Por este método, Paul Gagneux y otros colegas han observado que es frecuente que una hembra se «escape» de su comunidad y sea fecundada por un macho de otro grupo.
En los chimpancés enanos o bonobos los lazos entre los machos emparentados son menos fuertes, y en cambio se producen uniones más estrechas entre hembras, a pesar de que no tienen relación genética. Curiosamente, estas uniones entre hembras hacen que los machos aislados no puedan imponer su autoridad jerárquica. Por otro lado, no parece que los machos se tomen muy en serio la defensa del territorio de la comunidad. El dimorfismo sexual es similar al del chimpancé común.
Selección natural y selección sexual
Cuando Charles Darwin hablaba de selección natural se refería a la eliminación de los individuos defectuosos, y la supervivencia de los más aptos. Las variaciones que surgen de forma espontánea producen nuevos tipos de organismos, muchas veces inviables, pero en algún caso con características que les permiten, bien desenvolverse mejor en su modo de vida (ocupar mejor su nicho ecológico se dice ahora), bien explotar recursos que sus competidores no utilizan (es decir, ampliar o cambiar de nicho ecológico). De este modo acaban por aparecer nuevas especies.
Sin embargo, Darwin también se dio cuenta de que en muchas especies los machos presentaban caracteres que no eran adaptativos desde el punto de vista ecológico. Estos caracteres hacen a los machos o más vistosos, o más fuertes (como hemos visto en el caso de gorilas y orangutanes), dotándolos a veces de armas para el combate con otros machos de su propia especie (y sólo en segundo lugar también útiles para luchar con animales de otras especies). Para explicar esta aparente excepción a su teoría de la selección natural, Darwin elaboró la teoría de la selección sexual. En pocas palabras se podría resumir en que las hembras eligen al macho más adornado o aceptan pasivamente al que derrota a los otros machos, demostrando en cualquiera de los casos que es un individuo que goza de excelente salud y vigor, y por tanto el mejor progenitor posible entre la competencia. Darwin propuso esta teoría en su libro titulado El origen del hombre y la selección en relación al sexo, que vio la luz en 1871. En sus propias palabras, la selección sexual «depende de la ventaja que algunos individuos tienen sobre otros individuos de la misma especie y mismo sexo en relación exclusivamente con la reproducción». Sin embargo, Darwin no podía imaginar que la competencia se estableciera a un nivel inferior al del individuo, al nivel de los espermatozoides.
El gran primatólogo Adolph Schultz (1891-1976) observó en 1938 que los primates difieren mucho en el tamaño de sus testículos en relación con el peso corporal. Por ejemplo, un chimpancé macho de 45 kg tiene testículos que pesan aproximadamente 120 g (cada uno 60 g), mientras que un macho de gorila de 160 kg tiene testículos que pesan, juntos, 30 g. Schultz no supo entonces cómo interpretar esta diferencia, pero autores modernos como el antropólogo Alexander Harcourt y sus colaboradores han propuesto una hipótesis muy original.
Cuando se compara el peso relativo de los testículos en los diferentes géneros de primates se observa que las especies cuyos machos tienen testículos muy grandes son aquellas en las que los grupos sociales incluyen varios machos, como los chimpancés, papiones o macacos. En cambio, los gorilas, en cuyos grupos sociales sólo hay un macho, tienen testículos relativamente pequeños. El tamaño de los testículos parece estar relacionado con la cantidad de espermatozoides que producen, y también con la longitud de su cola y su movilidad. La hipótesis de Harcourt es que en las especies con testículos grandes, una hembra puede ser inseminada por varios machos cuando está en celo, y los espermatozoides de los machos compiten entre sí, en cantidad y calidad, para fecundar el óvulo. Los gorilas machos no tienen en cambio que competir en el ámbito espermático, porque no dejan que ningún otro macho adulto se acerque a su grupo de hembras. Los gibones, que son estrictamente monógamos, los orangutanes, que son polígamos no sociales, y los humanos, tienen un peso de los testículos que no es superior al normal para un primate de su tamaño.
Cuando se trata de caracterizar socialmente a los primates, se suele calificar a los humanos de monógamos, una definición que tal vez haga mover la cabeza a algún lector. Cierto, existe una gran variabilidad en la estructura familiar humana según los medios culturales (que por otro lado no tienen mucho que ver con el contexto social en el que se ha desarrollado nuestra evolución). Es obvio que los gibones son monógamos y no forman grupos, que los orangutanes son polígamos y viven dispersos, que los gorilas son polígamos y forman harenes, y que los chimpancés son sociales y promiscuos pero, sorprendentemente, de la biología social de nuestra propia especie no estamos tan seguros.
Desde el punto de vista biológico no puede darse una respuesta taxativa; sin embargo, una cosa es indudable: los humanos formamos grupos sociales con múltiples individuos masculinos, por lo que nos correspondería estar en el grupo de los primates en los que hay selección entre los espermatozoides, como los chimpancés. En términos estrictamente zoológicos, el que esto no suceda así quiere decir que formamos una especie en la que es infrecuente que una hembra tenga relaciones sexuales con varios machos en los días en los que se produce la ovulación. Como además ésta no se anuncia ostensiblemente como en otras especies de primates, los machos no tienen modo de saber cuándo se produce, por lo que la frase anterior se puede quedar en que es infrecuente que una hembra tenga relaciones sexuales con varios machos. Por otro lado, el dimorfismo sexual en peso corporal de nuestra especie (en torno al 83%) indica que no hay un nivel alto de competencia entre los machos por las hembras.
En otras palabras, somos un tipo original de primates, en el que se da al mismo tiempo la convivencia en sociedad de individuos masculinos y, sin embargo, cierta exclusividad en las relaciones sexuales de cada varón con una mujer, por lo menos durante algún tiempo. Es decir, algo parecido a una monogamia.
Pero una vez que hemos expuesto lo que sabemos y lo que no sabemos de la biología social de nuestra especie y de otras especies de primates, es hora de que nos preguntemos cómo se comportaban en sociedad los primeros homínidos.
¿Bípedos y monógamos desde el principio?
Rob Foley observa que no hay ejemplos entre los antropomorfos de grupos basados en hembras emparentadas (mientras que esto último es frecuente entre los cercopitecoideos o monos del Viejo Mundo; sólo en el colobo rojo las uniones son entre machos emparentados). Su conclusión es que la estructura social que se encuentra entre los chimpancés con: a) alianzas entre machos emparentados para la defensa de un territorio común y b) dispersión de las hembras adultas fuera del territorio natal, debió de darse también entre los primeros homínidos, cuya biología social no sería inicialmente muy diferente a la de los chimpancés.
Sin embargo, los australopitecos y sobre todo los parántropos vivieron en medios más secos que los chimpancés actuales, en bosques más aclarados, donde las fuentes de aprovisionamiento estarían más dispersas y serían menos copiosas. Esto hace pensar a Rob Foley que los australopitecos y los parántropos tendrían territorios más amplios que los de los chimpancés. Probablemente se mantendrían las alianzas entre machos emparentados, tanto para la defensa de los recursos frente a otras coaliciones de machos, como frente a los depredadores, más peligrosos al disminuir la cubierta vegetal. Sin embargo, dentro de estos grandes territorios se formarían unidades sociales menores, ya que las disponibilidades del medio no permitirían que todos los miembros de la misma comunidad estuvieran continuamente juntos. Así, el sistema social sería también de fusión, con reunión de gran parte del grupo en torno a una fuente de alimento muy abundante, para hacer grandes desplazamientos por terreno abierto o para dormir, y fisión con división del grupo en unidades menores para alimentarse durante el día.
Otra cosa es determinar qué tipo de unidades menores serían éstas. La distribución espacial de una población de algo menos de ciento cincuenta chimpancés ha sido estudiada por Jane Goodall y sus colegas desde 1960 en el Parque Nacional de Gombe, en Tanzania. La comunidad mejor estudiada dentro del parque se ha compuesto, a lo largo de estos años, de cuatro a trece machos adultos, diez a dieciocho hembras adultas y dieciocho a treinta y un individuos inmaduros. Su territorio variaba entre 6,75 y 15 km2, ocupando entre tres y seis valles en la región central del parque. Las hembras adultas pasan más del 65% de su tiempo solas con sus crías, alimentándose en pequeños núcleos propios de unos 2 km2, que se solapan parcialmente unos con otros. Los machos adultos son más sociables, y viajan por todo el territorio de la comunidad, patrullando y defendiendo juntos sus fronteras. Este tipo de distribución espacial, con hembras que pasan tanto tiempo solitarias con sus crías, es poco creíble para los australopitecos, y menos aún en el caso de los parántropos, a causa del riesgo que supondrían los depredadores en un medio más abierto.
Las unidades familiares podrían, en cambio, ser comparables a las de los papiones hamadrias (Papio hamadryas) y geladas, es decir, formadas por un macho con varias hembras (más las crías comunes), que pueden reunirse ocasionalmente con otros pequeños harenes formando grandes grupos, para alimentarse, viajar o dormir. Éste es un sistema social que sabemos que funciona con éxito en ecosistemas semejantes a los de nuestros antepasados, como los áridos medios de los hamadrias. Pero hay un autor, Owen Lovejoy, que opina que los australopitecos eran monógamos, y más aún, que la monogamia está estrechamente relacionada con el origen de la postura bípeda de los homínidos. Veamos cuál es su razonamiento.
La monogamia o emparejamiento para la reproducción no se da sólo entre los humanos. También se observa en muchas aves y primates, e incluso entre los gibones. Pero, como ya se ha comentado, en nuestra especie se da la originalidad de que existe además una relación sexual permanente, la mayor parte del tiempo sin función reproductora. Dicho aún más claramente, situar la sexualidad humana sólo en el terreno de la procreación no es lo natural (en el sentido de lo biológico), sino todo lo contrario. Entre nosotros, el sexo existe además para mantener unida a la pareja, es decir, está al servicio del amor.
Ahora bien, esta función tan romántica del sexo no contradice los principios darwinistas, sino que los refuerza. El largo período de desarrollo de los individuos de nuestra especie hace imposible que una madre pueda cuidar de varios descendientes a la vez (se entiende que en el contexto de una economía de cazadores y recolectores); la pareja estable, la monogamia, hace que el padre se incorpore a la tarea de sacar adelante a la familia, que funciona como una unidad económica además de como una unidad reproductora.
Se ha discutido mucho qué se entiende por contribución de los padres (machos) al cuidado de las crías, cómo puede medirse eso, y en qué grado se da en los diferentes primates y sociedades humanas; en cualquier caso, la situación en nuestra especie no tiene nada que ver con la que se da en chimpancés, gorilas y orangutanes (nuestros más próximos parientes por otro lado), donde los machos se despreocupan por completo de sus descendientes; tan sólo puede considerarse que en chimpancés y gorilas (los orangutanes no son sociales) los machos son tolerantes con las crías, y las protegen contra los depredadores y contra el infanticidio por parte de otros machos (un grave riesgo, como veremos a continuación).
Para Lovejoy la bipedestación no tiene nada que ver con la adaptación de nuestros antepasados a los espacios abiertos, como tantas veces se ha dicho, y probablemente se produciría cuando todavía habitábamos el bosque. La bipedestación no guardaría relación con la termorregulación, ni con la eficacia en la locomoción, ni con la liberación de las manos para fabricar utensilios. Por el contrario, la bipedestación liberaría nuestras manos y nuestros brazos para acarrear alimentos. Según Lovejoy los machos transportarían de este modo la comida al campamento base para alimentar a las hembras con las crías, que así se ahorrarían muchos peligros al no tener que viajar con sus madres.
Incluso, piensa Lovejoy, sería posible reducir el largo período entre nacimientos que caracteriza a chimpancés, gorilas y orangutanes, y aumentar el número de hijos a lo largo de la vida fértil de las hembras. Esta supuesta ventaja de los primeros homínidos es más que discutible, porque incluso entre las sociedades humanas modernas con una economía de cazadores y recolectores (es decir, pre-agrícolas y pre-ganaderas), el intervalo entre nacimientos es todavía largo, de tres a cuatro años.
Estamos acostumbrados a ver la selección natural desde el punto de vista de los individuos, pero para entender lo que sigue es preciso que la contemplemos desde la perspectiva de los genes. Como ha escrito Richard Dawkins en su famoso libro El gen egoísta los individuos mueren, pero los genes perviven. O mejor dicho, se conservan en forma de copias en otros cuerpos, en los de nuestros hijos. Richard Dawkins lleva el razonamiento hasta el extremo de afirmar que los genes nos utilizan en su provecho e incluso sacrifican nuestros cuerpos si es necesario, como en los casos del llamado comportamiento altruista, cuando los padres ponen en peligro su propia vida para salvar la de sus hijos. En realidad, el tiempo y energía que se emplea en el cuidado de los descendientes, aunque no alcance tanto heroísmo, puede considerarse altruista, porque no va dirigido a satisfacer los intereses de los padres, sino los de los hijos. Todo tiene sentido desde la lógica de la selección natural, porque los genes de los padres que no tengan comportamiento altruista y abandonen a sus descendientes (abocándolos así a la muerte) no estarán presentes en la siguiente generación.
Estas explicaciones permiten entender comportamientos aparentemente monstruosos desde nuestra perspectiva moral. Antes hemos comentado que cuando llegan a la pubertad las hembras de gorilas y chimpancés abandonan su territorio natal y su comunidad para integrarse en otra que les es completamente ajena y donde, sin embargo, son aceptadas. Ahora bien, nos estamos refiriendo a hembras sin descendientes, porque si aparecen con una cría lactante en el grupo ajeno el infanticidio está prácticamente asegurado. El macho dominante en el caso de los gorilas, o los machos emparentados en el de los chimpancés, no tienen ningún interés en los genes que porta la cría recién llegada, y sin embargo están muy interesados en que su madre esté disponible cuanto antes para ser fecundada. La interrupción de la lactancia por la vía rápida del infanticidio pone a la madre en situación de comenzar un nuevo ciclo ovárico. Imagine el lector lo que les ocurre a las jóvenes crías de un harén de gorilas cuando el dorsicano es sustituido por otro macho (por muerte natural o derrota). La lógica de los genes es implacable.
Siguiendo esta lógica, para que un macho de los primeros homínidos bípedos alimentase a una hembra con crías, como dice Lovejoy, tendría que estar seguro de que esas crías llevaban sus propios genes. Si las hembras de la especie tenían períodos de celo, habría que vigilarlas estrechamente durante todo el tiempo que éste durase. Si además la hembra no tenía estro, es decir, si no era posible saber cuándo estaba ovulando (para monopolizarla durante ese tiempo) la única alternativa viable para asegurar la paternidad era la monogamia y la fidelidad sexual.
En realidad, la menstruación podría haber evolucionado como indicador de fertilidad, porque a los pocos días de producirse habrá un óvulo fecundable. Sin embargo, apunta Beverly Strassmann, no parece que otros primates echen esas cuentas, porque los chimpancés (así como los macacos, cercopitecos y papiones), que tienen una menstruación copiosa, indican a los machos la ovulación por medio de hinchazones sexuales.
Hemos dicho más arriba que la vida social no fosiliza como tal, pero también hemos mencionado que en los gorilas y orangutanes los machos compiten entre sí por las hembras, y como consecuencia, existen grandes diferencias en tamaño corporal entre unos y otras, mientras que los dos sexos son más parecidos en chimpancés y humanos (aunque también hay diferencias; entre los gibones, que son monógamos estrictos, el dimorfismo sexual en peso no existe). Si ésta es una regla universal que liga la anatomía con la biología social podríamos tener aquí una clave para abordar el problema en especies extinguidas. Este tipo de ejercicio que consiste en aplicar relaciones observadas en la biosfera actual a las especies fósiles (con la premisa de que tales relaciones han existido siempre), se denomina actualismo, y es una de las herramientas más frecuentemente utilizadas para estudiar la vida en el pasado.

FIGURA 11.1. Macho y hembra de Australopithecus afarensis.
El Australopithecus afarensis, la más antigua especie de homínido de la que hay suficiente registro fósil como para estudiar las diferencias entre los sexos, muestra una gran variabilidad. Tanta que algunos autores quisieron ver en sus fósiles dos o más especies diferentes, y fue Tim White quien agrupó todos los fósiles en una sola, como ya se ha comentado en otro lugar de este libro. En realidad, se trata de una especie que muestra un gran dimorfismo sexual de tamaño entre machos y hembras (en torno al 66% en peso corporal, es decir, muy próximo al de los gorilas), como han puesto de manifiesto, entre otros, Henry McHenry, Charles Lockwood, Brian Richmond, William Jungers y William Kimbel (figura 11.1.). Desde este punto de vista, no parece que pueda mantenerse la hipótesis de Lovejoy de que la bipedestación está ligada a la monogamia desde su origen (en este caso sería de esperar un grado mucho menor de dimorfismo sexual en el Australopithecus afarensis); un sistema social más parecido al de los papiones hamadrias y los geladas (cada macho con varias hembras), como propone Rob Foley, se antoja más creíble para los primeros homínidos (figura 11.2.).

FIGURA 11.2. Un macho y dos hembras de Australopithecus afarensis.
Pero hay un pequeño obstáculo para admitir esta interpretación. Según han demostrado Michael Plavcan y Carel van Schaik, entre los primates actuales el dimorfismo sexual en la longitud de la corona del canino es aún mejor indicador que el peso corporal del grado de competencia entre los machos por las hembras. Pues bien, como consecuencia de la reducción del tamaño de los caninos en el Australopithecus afarensis, la diferencia en la longitud de los caninos entre machos y hembras es menor que en los gorilas y los orangutanes, y menor también que en los chimpancés de las dos especies; en nosotros es todavía menor.
Si los machos de Australopithecus afarensis se disputaban las hembras, ¿por qué habrían de renunciar a sus mejores armas de combate? La reducción de la talla de los caninos puede estar relacionada con el cambio de alimentación experimentado por estos homínidos, pues unos grandes caninos dificultan los movimientos laterales de la mandíbula. Además, a la vista del intenso desgaste que sufren enseguida los caninos de australopitecos y parántropos, uno puede preguntarse qué lógica tendría poseer unos grandes caninos que apenas van a sobresalir, precisamente cuando más útiles serían como armas para la lucha. En resumen, la ausencia de un gran dimorfismo sexual en los caninos entre los primeros homínidos vendría impuesta por el tipo de masticación, y no indicaría ausencia de competencia entre los machos por las hembras.
Sin embargo, según Tim White, un principio de reducción de los caninos ya se observa en el Ardipithecus ramidus, que no tendría un tipo de alimentación muy diferente de la de los chimpancés, aunque tal vez sí lo suficiente como para explicar esta reducción. En realidad, esta combinación de un gran dimorfismo sexual en tamaño del cuerpo junto con uno muy pequeño en el desarrollo de los caninos, que es característica de los homínidos al menos desde el Australopithecus afarensis, no se encuentra en ninguna especie actual de primate, por lo que es imposible la comparación.
No tenemos pues una respuesta concluyente a la cuestión de cuándo aparecieron en la evolución humana los patrones modernos de biología social; pero la tendencia actual a considerar a los australopitecos y parántropos como «chimpancés bípedos», es decir, vegetarianos, sin tecnología lítica, ni aumento cerebral importante, ni lenguaje, y con un desarrollo rápido, sitúa este gran cambio dentro del género Homo.
Tamaño del cerebro y tamaño del grupo social
En otro capítulo de este libro nos hemos preguntado para qué sirve ser bípedo, es decir, qué tipo de adaptación es ésta y con qué nicho ecológico está relacionada. Ya vimos que la respuesta no es fácil. Sin embargo, nadie se pregunta para qué sirve ser inteligente. Estamos tan convencidos de que la inteligencia es un don que nos hace superiores a cualquier otra forma viviente que no nos preocupamos por su valor adaptativo. Sin embargo, la expansión cerebral es una especialización como la de cualquier otro órgano, y la selección natural la ha favorecido porque presentaba ventajas en el contexto del nicho ecológico de los homínidos en los que se produjo (que no fueron todos, como se ha visto). ¿Cuáles fueron esas ventajas?
Hay dos momentos de la evolución humana en los que se produce una marcada expansión del tamaño cerebral, que podría ponerse en relación con cambios significativos en las pautas sociales. La primera de estas expansiones se produce con el Homo ergaster, donde el volumen cerebral pasa de representar aproximadamente un tercio del valor promedio de nuestra especie, como en los australopitecos y parántropos, a llegar hasta los dos tercios (el Homo habilis ocuparía una posición intermedia). La segunda gran expansión tiene lugar en el último medio millón de años, y produce los enormes cerebros de nuestra especie y de los neandertales.
El aumento del volumen cerebral comporta, como hemos visto, un cambio en la alimentación, porque afecta a un tejido energéticamente costoso. En consecuencia, se incorporan a la dieta en cantidades sustanciales las proteínas y grasas animales. A diferencia de algunos vegetales muy abundantes (aunque poco energéticos), estos recursos no se distribuyen de manera continua en el medio, ni son fáciles de obtener, por lo que aumenta el tamaño del territorio a recorrer y el tiempo de búsqueda. Al mismo tiempo, desde el Homo ergaster los ritmos de crecimiento se sitúan ya próximos a los nuestros, lo que supone un período de dependencia infantil más prolongado que en antropomorfos y homínidos anteriores. Todo esto implica que difícilmente una madre podría hacerse cargo, ella sola, de varias crías al mismo tiempo. Por este motivo es posible que el gran cambio social se produjera en el Homo ergaster, aunque algunos autores sostienen que tuvo lugar en la segunda gran expansión cerebral, la nuestra y la de los neandertales.
Pero no sólo existe una relación indirecta entre el aumento de tamaño del cerebro y las relaciones entre los dos sexos, sino que es posible que la expansión cerebral esté directamente asociada a un aumento de la complejidad social. En primer lugar, se ha observado que los mamíferos que viven en sociedades complejas (como simios y delfines) tienen cerebros mayores que los mamíferos solitarios de tamaño similar. Aiello y Dunbar han descubierto también que entre las diferentes especies de primates el tamaño relativo del neocórtex respecto del resto del encéfalo está en función directa del tamaño de los grupos sociales que forman esas mismas especies.
Sin embargo, no se ha encontrado una relación similar entre el tamaño relativo del neocórtex y el tipo de vida, por lo que la «teoría ecológica» del origen de nuestra muy desarrollada inteligencia pierde fuerza respecto de la «teoría social»; no obstante, no hay que perder de vista que a partir de los primeros Homo los homínidos entraron en un nicho ecológico totalmente nuevo para los primates, el de carroñeros y cazadores, que también pudo favorecer el desarrollo intelectual.
En resumen, es una teoría muy respetable la de que la expansión del cerebro y de la inteligencia (o al menos una parte sustancial de la misma) representa una adaptación a la vida social, un medio en el que uno tiene que cooperar y competir a la vez con los mismos individuos. Una inteligencia desarrollada con estos propósitos (una «inteligencia social») podría muy bien aplicarse a otro tipo de situaciones complejas. Para prosperar en ese difícil medio social hace falta utilizar diversas tácticas, que van desde la formación de alianzas con otros individuos, basadas en el parentesco o en el interés, hasta el engaño. Anne Pusey, Jennifer Williams y Jane Goodall han observado que incluso entre los chimpancés es importante nacer en una «buena familia». Pese a que las hembras de chimpancé frecuentemente recolectan alimentos solas y no parece muy importante la jerarquía entre ellas, los descendientes de las hembras de alto rango tienen mejores perspectivas de vida que las crías de las demás hembras, probablemente porque acceden a mejores fuentes de alimento.
Las habilidades necesarias para lo que Andrew Whiten y Richard Byrne han denominado «inteligencia maquiavélica» (en referencia a los consejos que en el siglo XV daba Nicolás Maquiavelo en su libro El Príncipe para triunfar en la política a base de hipocresía y falta de escrúpulos) incluyen desde luego una buena memoria, para recordar complicadísimos organigramas sociales (quién es quién); además, al menos entre nosotros los humanos, existe una cierta capacidad para intuir las intenciones del prójimo y adelantarse a sus actos, junto con la de representarse mentalmente situaciones hipotéticas (no sólo recordar situaciones pasadas), valorarlas, y obrar en consecuencia; es decir, pensar.