Epílogo
Como solía, caminé hacia el cementerio de la iglesia. Esta vez mi hermano Charlie no estaba allí. Probablemente estaría trabajando en los jardines de Marlow House, contando las semillas al tiempo que las plantaba, o las mariquitas, o las hormigas que andaban afanosas por el suelo, llevando alimentos al hormiguero. Y yo sabía que, a su propia y especial manera, estaba muy feliz.
Me detuve delante de una tumba, todavía muy nueva y sin desgastar por el viento, la lluvia, la humedad ni los líquenes. Pero, a mis ojos, estaba delante de otra tumba. De la suya.
El tío Elliott había enviado finalmente la carta que tanto había ansiado recibir. «Hemos encontrado a tu madre». En cuanto leí esas palabras, pensé que tenía que ir a buscarla inmediatamente, antes de que volviera a cambiar de domicilio, antes de que desapareciera otra vez.
Pero Rosamond Haswell ya no iba a marcharse a ninguna parte. Nunca.
Cuando los Elliott me llevaron «hasta ella», fue a un cementerio adonde me llevaron. Frente a un pedazo de tierra con una cruz provisional y con un nombre escrito sobre ella: R. H. Wells.
Su búsqueda, y la mía, se habían acabado.
Murió de tuberculosis en un hospital y se llevó al más allá todos sus secretos. Entre sus pertenencias encontraron un trozo de papel con el nombre y la dirección de Jonathan Elliott y el hospital envió un mensaje al tío, esperando, por supuesto, que se le abonaran los gastos. El tío Elliott estaba de viaje, pero en cuanto regresó pagó lo que se adeudaba y localizó la tumba, pero esperó a que yo llegara para decidir qué hacer.
No podía pretender que se la enterrara en el cementerio de Bedsley Priors, pues prácticamente durante toda su vida había querido escapar del pueblo. Pero estuve de acuerdo con los Elliott en adquirir una lápida en la que figurara su nombre legal. Rosamond Haswell había desaparecido y Rosamond Haswell había sido encontrada. Si «Rosa Wells» había deseado la tumba de una indigente, no íbamos a complacerla. Al fin y al cabo, los cementerios y las lápidas son para los vivos. Para los que necesitan un lugar en el que expresar su pena, un lugar en el que recordar y que visitar.
Se celebró un breve funeral en Londres. Apenas acudió gente. Jonathan y Ruth Elliott, Charles y Charlie Haswell, Maude Mimpurse, Francis y yo. Se publicó una pequeña esquela en The Times, pero no apareció ningún desconocido, ningún hombre que se apellidara Quinn, o Wells, o Dugan. Al final, solo se reunieron a despedirla los que eran de su sangre y los que la amaron.
Es lo que ocurre siempre.
Después del funeral, el tío Elliott me llevó a la biblioteca, me colocó algo en la palma y me cerró la mano con un suave apretón.
—Lo encontré entre las cosas de tu madre —dijo simplemente.
Cuando me dejó sola, abrí la mano. Se me aceleró el corazón al ver mi nombre escrito con letra reconocible aunque temblorosa. Era un trozo de papel con tres dobleces y noté que se había arrancado de una hoja más grande. Las palabras, emborronadas por la tinta que se había corrido en muchas de ellas, parecían nadar en mis ojos.
Es demasiado tarde para deshacer lo que he hecho.
Demasiado tarde para pedir perdón o para decirte que te quiero.
Pero lo que sí te ruego es que no sigas mis pasos.
Y, por favor, dile a Charlie que siento no haber vuelto, pese a que le prometí que lo haría.
Apreté con fuerza el papel, me lo llevé al pecho y lo mantuve allí. Cuando volví a leer la nota, las lágrimas amplificaron la imagen, y solo en ese momento reconocí de dónde provenía el papel, de dónde había sido arrancado. Era grueso, estaba arrugado, tenía el color del té. Y formaba la curva de una esfera. Rota, arrancada…
¡Y pensar que yo había ansiado imitar su vida «aventurera»! Hasta había deseado que me llevara con ella. ¡Qué estúpida había sido!
El recuerdo de la tumba de mi madre se fue alejando y me centré en la que tenía delante, en el cementerio de la iglesia de Bedsley Priors. En la magnífica lápida por la que mi padre había pagado una gran suma de dinero y otra suma todavía mayor para grabarla. Ninguna lápida se había embellecido con tantas palabras, adornos y flores desde la de la primera lady Marlow. En principio, nos temimos que a la señora Mimpurse no le gustara que nos involucráramos tanto. Pero la querida mujer pareció entender perfectamente mi deseo de proclamar nuestro parentesco y el de mi padre de buscar una forma de expiación, pues aunque siempre había sido amable y cariñoso con Mary, mientras vivió nunca la había reconocido públicamente como su hija.
Recorrí con los dedos enguantados las ranuras de las fechas que indicaban la breve vida de mi hermana: 1795–1815. Muy breve, demasiado. Caí de rodillas sobre la piedra, calentada por el sol. Mis ojos volvieron a llenarse de lágrimas mientras leía las palabras grabadas sobre la pulida piedra de granito, como un agridulce torrente en el que se mezclaban la pena, la satisfacción y el alivio.
Aquí yace
Mary Helen Mimpurse,
hija del boticario.
Sentí una mano sobre el hombro y miré hacia arriba. Francis había venido. Me ofreció la mano y me ayudó a ponerme de pie. Vi en sus queridos ojos comprensión y amor. Me besó con ternura y después me pasó el brazo por los hombros. Estuvimos un rato allí, sin hacer otra cosa que recordar. Después, andando agarrados de la mano, volvimos a nuestra tienda, a las inacabables actividades y los trabajos que tienen que llevar a cabo un boticario y su esposa.