Capítulo ocho
El viaje al malecón
«Me llamo Annie John». Éstas fueron las primeras palabras que me vinieron a la mente al despertar, en la mañana del último día que pasaba en Antigua, y allí permanecieron, una detrás de otra, marchando de aquí para allí, durante no sé cuánto tiempo. A mediodía partía un barco en el que yo viajaría como pasajera hasta Barbados, y allí subiría a bordo de otra nave, que zarparía en dirección a Inglaterra, donde iba a estudiar para enfermera. Mi nombre había sido lo último que había visto la noche anterior, en el momento de dormirme. Estaba escrito en grandes caracteres negros por todas partes sobre mí baúl, unas veces acompañado por mi dirección en Antigua, otras por la que sería mi dirección en Inglaterra.
Yo no deseaba ir a Inglaterra, yo no deseaba ser enfermera, pero habría aceptado irme a vivir a una cueva y hacer de sirvienta de media docena de cavernícolas antes que continuar mi vida tal como era. No quería volver nunca a estar tendida en aquel lecho, con las piernas sobresaliéndome bastante de él, retorciéndome y dándome vueltas sobre aquel colchón con relleno de algodón apelotonado precisamente en todos los sitios donde no convenía. No quería estar nunca más tendida en aquella cama y oír al señor Ephraim llevando sus ovejas a pastar, lo cual servía para que mi madre supiera que debía levantarse a prepararnos el baño y el desayuno a mi padre y a mí. No quería volver a estar en mi cama y oírla vestirse, lavarse la cara, cepillarse los dientes y hacer gárgaras. Sobre todo no quería nunca más estar en mi lecho oyéndola hacer gárgaras.
Tumbada en la cama en la semipenumbra de mi cuarto, veía mi estante, con mis libros —algunos de ellos recibidos como premio en el colegio, otros regalo de mi madre— y las fotografías de las personas a quienes se suponía que debía querer para siempre a toda costa, y mi viejo termo, que me habían regalado cuando cumplí ocho años, y algunas conchas recogidas en distintas épocas pasadas junto al mar. En un rincón estaba mi lavabo, con su hermosa palangana esmaltada de blanco y con rojos hibiscos en flor pintados en el fondo y la jarra de agua haciendo juego. En otro rincón, la cómoda que contenía mi ropa. Conocía aquel cuarto como la palma de mi mano. Había vivido en él trece de mis diecisiete años. Cerrando los ojos, podía incluso revivir con detalles el día en que mi padre lo agregó al resto de la casa. Dondequiera que mirase, veía alguna cosa que había significado mucho para mí, que me había proporcionado placer en un momento dado o me recordaba una época feliz. Pero en aquel momento, tendida en mi lecho, la idea de no tener que volver a ver todo aquello nunca más casi me hacía estallar el corazón de alegría.
Si en aquel momento, tendida en mi lecho, alguien me hubiese pedido un breve resumen de mi vida, le hubiese dicho: «Me llamo Annie John. Nací un quince de septiembre, hace diecisiete años, en el hospital Alberton, a las cinco de la mañana. En el momento en que yo nacía, la luna se estaba poniendo de un lado del cielo y el sol salía por el otro. Mi madre se llama también Annie. Mi padre se llama Alexander, y es treinta y cinco años mayor que mi madre. Dos de los hijos de mi padre tienen cuatro y seis años más que ella. A la vista de lo enfermizo que se ha vuelto y viendo cómo mi madre tiene ahora que correr de un lado a otro por su causa, recolectando las hierbas y cortezas que él hierve en el agua que bebe en lugar de tomar las medicinas que le ha mandado el médico, yo proyecto, no ya no casarme jamás con un viejo, sino sencillamente no casarme nunca, a secas. La casa en que vivimos fue construida por mi padre con sus propias manos. El lecho sobre el que estoy tumbada fue fabricado por mi padre con sus propias manos. Si me levanto y me siento en una silla, se trata de una silla hecha personalmente por mi padre. Cuando mi madre utiliza un cucharón de madera para revolver las gachas que de vez en cuando tomamos como parte del desayuno, es un cucharón hecho a mano por mi padre. Las sábanas de mi cama las hizo a mano mi madre. Las cortinas que cuelgan en mi ventana fueron hechas a mano por mi madre. El camisón que llevo puesto, con festón en el cuello, las mangas y el dobladillo, fue cortado y cosido a mano por mi madre. Mirando las cosas desde cierto punto de vista, supongo que debería decir que ellos dos me hicieron a mí con sus propias manos. Durante casi toda mi vida, cuando los tres íbamos a cualquier lado juntos, yo andaba entre ellos dos o me sentaba entre ellos dos. Pero después me hice muy grande, y empecé a quedar más o menos hombro con hombro con ambos, y el andar por la calle los tres juntos se hizo más bien incómodo. Así que ahora andan ellos dos por su lado y yo por el mío. Ahora no los veo como los veía antes, ni los quiero como los quería antes. Lo amargo del asunto es que ellos están igual y yo soy la que he cambiado, de manera que todas las cosas que yo era y todo lo que sentía resulta tan falso como los dientes que mi padre lleva en la boca. Me pregunto cómo no vi la hipocresía en mi madre en las sucesivas ocasiones en las que, a lo largo de los años, afirmaba quererme y casi no poder vivir sin mí, proyectando y decidiendo al mismo tiempo separación tras separación, incluida esta de ahora, que, sin que ella lo sepa, lo he arreglado para que sea permanente. De manera que ahora yo también tengo hipocresía, y pechos (pequeños), y pelo en los lugares apropiados, y la mirada aguda, y me he prometido que nunca volverán a engañarme».
Tendida por última vez en mi lecho, pensé: «Ésa soy yo, en resumen». Ante ello, sentí como si alguien me hubiese metido en un agujero y me empujase primero hacia abajo y luego hacia arriba contra la fuerza de la gravedad. Me sacudí y me apresté a levantarme. Me dije: «Voy a salir de esta cama por última vez». Todo lo que hiciera aquella mañana hasta que subiera al barco que me llevaría a Inglaterra lo estaría haciendo por última vez, pues había decidido que, pasara lo que pasase, desde ahora el camino tenía para mí una sola dirección: la que me alejaba de mi casa, de mi madre, de aquel inmutable cielo azul, de aquel eterno sol caliente, de la gente que me decía: «Eso ocurrió en la época en que tu madre estaba encinta de ti». Si me hubieran pedido que expresara con palabras por qué me sentía de aquel modo, si me hubieran dado años para reflexionar y encontrar esas palabras, no habría sido capaz de producir ni una letra. Lo único que sabía era que sentía lo que sentía, y que aquel sentimiento era el más fuerte que había experimentado en la vida.
El reloj de la iglesia anglicana dio las siete. Mi padre ya se había bañado y vestido, y estaba dando vueltas en su taller. Como si el día de mi partida fuese una ocasión que celebrar, se comportaban igual que un día de fiesta, en el que nada se llevara a cabo como de costumbre. Mi padre no saldría a trabajar. Cuando me levanté, mi madre me saludó con un sonoro y alegre «buenos días», tan sonoro y tan alegre que me encogí ante él. Me bañé rápidamente en el agua tibia de infusión de cortezas que me había preparado mi madre. Me puse la ropa interior, todas las prendas blancas que olían de un modo extraño. Junto con mis pendientes, la cadena del cuello y mis brazaletes —todo de oro de la Guayana Británica—, mi ropa interior le había sido enviada a la mama obeah de mi madre, y fuera lo que fuese que le habían hecho a mis joyas y mi ropa, ello ayudaría a protegerme de los malos espíritus y de toda clase de calamidades. Las cosas que yo nunca más quería ver, u oír hablar de ellas o hacer, formaban ahora una lista más grande que las de la compra de comestibles de tres semanas. Le hice la cruz a las mama obeah, a las joyas y a la ropa interior blanca. Sobre la ropa interior me puse un vestido usado de mi madre. Lo que me iba a poner para el viaje era una falda tableada azul oscuro y una blusa a cuadros azul y blanca (el azul de la blusa era exactamente igual al de la falda), con un gran cuello marinero y una corbata de la misma tela que la falda: una blusa que me llegaba mucho más abajo de la cintura, por encima de la falda. Estaba todo sobre una silla, recién planchado por mi madre. Vestirme era lo último que haría, poco antes de abandonar la casa. Vino la señorita Cornelia y me planchó el pelo, y le dio la forma de lo que me parecieron un centenar de tirabuzones, todos bien aplastados contra mi cabeza para que el sombrero me encajara perfectamente.
Durante el desayuno estuve sentada en mi sitio de costumbre, con mi madre a un extremo de la mesa y mi padre al otro, conmigo en el medio, de modo que cuando me hablaban o hablaban entre ellos, yo giraba la cabeza a la izquierda o a la derecha y los miraba bien. Estábamos desayunando como si fuera domingo, como si acabásemos de regresar de los servicios religiosos: pescado salado, y antroba, y escabeche, y huevos duros, e incluso el pan especial de los domingos que hacía nuestro panadero, el señor Daniel. Los domingos efectuábamos un gran desayuno como aquél a las once de la mañana, y luego no comíamos nada hasta las cuatro, hora en que teníamos la gran comida dominical. Era nuestro mejor desayuno, y el único mejor que aquél era el que tomábamos en la mañana de Navidad. Mis padres estaban de un talante festivo, comentando lo maravillosamente que lo pasaría en mi nueva vida, lo maravillosa que era para mí aquella oportunidad y lo afortunada que era. Hablaban y comían al mismo tiempo, y los dientes postizos de mi padre producían aquel «clop-clop» semejante al ruido de un caballo avanzando por el sendero, en tanto que las mandíbulas de mi madre subían y bajaban como las de un asno mientras ella masticaba treinta y dos veces cada bocado (yo las había contado hacía mucho tiempo, porque era una cosa que me obligaba a hacer también a mí, y yo trataba de saber si aquélla era una de sus normas que sólo se aplicaban a mí). Yo estaba mirándolos con una sonrisa en el rostro pero asqueada por dentro, cuando mi madre dijo:
—Naturalmente, ahora eres una jovencita, y no nos sorprendería que en algún momento nos escribieses para decirnos que te casas pronto.
Yo dije sin pensar, con un sentimiento de rechazo que no oculté muy bien:
—¡Qué absurdo!
Mis padres cesaron inmediatamente de comer y me miraron como si no me hubiesen visto antes. Mi padre fue el primero en volver a su comida. Mi madre continuó mirándome. Yo no sé lo que pasaba por su cabeza, pero sí me fijé en que estaba, usando la lengua para quitarse fragmentos de comida de las cavidades recónditas de su boca.
Muchas amigas de mi madre vinieron a despedirse de mí y a brindarme sus bendiciones. Yo se las agradecía, y ponía de manifiesto ante ellas la cantidad adecuada de alegría por las cosas gloriosas que según ellas contenía mi futuro, y la adecuada cantidad de pesar por lo que mis padres —y todas las demás personas que me querían— iban a echarme de menos. Me dolía un poco el cuerpo de tanto falso ajetreo, de aguantar a toda aquella gente que me miraba con la cabeza ladeada, y el afecto y la pena en los rostros sonrientes. Podría haber partido sin decirles adiós y no lo hubiera echado de menos. Había una sola persona a quien sentía que debía decirle adiós, y ésa era mi examiga Gwen. Hacía mucho que nuestros senderos se habían apartado, y al verla ahora casi se me parte el corazón por la perplejidad que me causó pensar en los sentimientos que una vez me había inspirado y en las cosas que habíamos compartido. Se había vuelto por completo estúpida, prácticamente incapaz de completar una frase sin intercalar varias risitas. Además de las risitas, había adquirido otros tics de escolar que no tenía cuando lo era de verdad, pues por entonces estaba muy por encima de aquellas cosas. Mientras nos despedíamos, lo más que yo podía hacer era no decirle cruelmente: «¿Por qué te comportas ahora como un macaco?». Opté por tomármelo todo en plan amistoso, deseándole lo mejor para el futuro. Fue entonces cuando me contó que estaba más o menos comprometida con un chico que había conocido tiempo atrás en Nevis, y que pronto, en cosa de un año, se casarían. Mi réplica fue un «buena suerte», y ella lo tomó como un buen deseo, por lo cual me cogió las manos y dijo:
—Gracias. Sabía que la noticia te iba a alegrar.
Pero para mí era como si me hubiese mostrado una altura desde la que se proponía saltar, con la esperanza de caer de pie y sin romperse nada. Nos separamos, y me alejé sin volver la cabeza.
Mi madre había arreglado que un cargador llevase de antemano mi baúl al malecón. A las diez en punto yo estaba vestida, y partimos. Una hora más tarde me embarcaría en una lancha que me conduciría a alta mar, donde subiría a bordo del barco. Al salir, instintivamente y como en recuerdo de los viejos tiempos, nos situamos como antes: conmigo andando entre mi madre y mi padre. Yo era más alta que mi padre, y le veía la parte superior de la cabeza. Debíamos componer una curiosa estampa: una muchacha crecida vestida de punta en blanco a media mañana, en mitad de la semana, marchando con sus padres y llevando el paso, con ella en medio, pues muchos desconocidos se quedaban mirándonos.
Caminando, no había más de media hora entre nuestra casa y el malecón, pero en ese trayecto recorrí casi todos los años de mi vida. Pasamos por la casa donde vivía la señorita Dulcie, la modista con la que había estado un tiempo de aprendiza, y en el momento en que pasamos me invadió una ola de rencor, porque de pronto recordé que durante los meses que pasé con ella lo único que me ponía a hacer era a barrer el suelo —siempre lleno de hilos, alfileres y agujas—, y que nunca parecía haber barrido a su gusto. Además me mandaba a la tienda a comprar botones o hilo, si bien siempre llevando una muestra de lo que fuese, y después quedaba insatisfecha de mi compra, por más que lo comprado fuese idéntico a la muestra. Y todo el tiempo me decía: «Creo que no eres la clase de niña que acaba aprendiendo a coser». Imagino que por entonces no me importaba, porque era lo acostumbrado tratar a las aprendizas con aquel desprecio, pero ahora arrojé al basurero de mi vida a la señorita Dulcie, con todo lo que tenía que ver con ella.
Pronto tomamos por la ruta que yo había utilizado para ir al colegio, a la iglesia, a la escuela dominical, a los ensayos del coro, a las reuniones de brownies, a las de girl-scouts, a reunirme con alguna amiga. Tenía cinco años la primera vez que recorrí aquel camino sin que alguien me llevase de la mano. Mi madre había colocado tres monedas de un penique en mi canastita, que era un duplicado de su canasta grande, y me había mandado a la farmacia a comprar un penique de hojas de sen, un penique de hojas de eucalipto y un penique de alcanfor. Después me había instruido sobre por qué margen del camino andar, dónde doblar, dónde cruzar, cómo mirar con cuidado antes de hacerlo; recomendándome que si me encontraba con alguien conocido, lo saludara cortésmente y siguiera mi camino. Yo llevaba puesto un vestido amarillo recién planchado, estampado con escenas de acróbatas volando por el aire y columpiándose en el trapecio. Estaba recién bañada, y después del baño mi madre, como una concesión especial, me había dejado ponerme —en lugar del mío, que olía a bebé— su propio talco, sumamente oloroso y que venía en una lata en la que se veían personas que salían a cenar en un Londres del siglo diecinueve, y que se llamaba «Mazie». ¡Qué placer me produjo detenerme en la puerta e inclinar la cabeza hacia adelante para tomarme el olor, y comprobar que olía exactamente igual que mi madre! Fui a la farmacia, y el farmacéutico tuvo que venir de detrás del mostrador y agacharse para oír qué quería comprar, de tímida y apenas perceptible que era mi voz. Regresé por el mismo camino, y cuando entré en el patio y le entregué a mi madre mi canasta con los tres paquetes, sus ojos se llenaron de lágrimas, y me alzó rápidamente en sus brazos y me sostuvo en el aire diciendo que yo era maravillosa y buena, y que nunca habría nadie mejor que yo. No habría podido sentirse más orgullosa de mí si yo hubiera acabado de conquistar Persia.
Pasamos por delante de nuestra iglesia, la iglesia en la cual había sido bautizada y admitida, y en cuyo coro infantil había cantado. Pasamos la casa en la que había vivido una niña a la que había querido y sin la que había estado segura de no poder vivir. Una vez, teniendo ella paperas, había ido a visitarla contra los deseos de mi madre, y nos habíamos sentado en su cama y nos habíamos comido las rodajas de boniato que le habían puesto como remedio, sujetas a su hinchada mandíbula con una tira de tela blanca. No sé cómo, pero mi madre se enteró de aquello, y no sé cómo, pero puso fin a nuestra amistad. Poco después, la niña se fue con su familia al otro lado del mar, no sé adónde. Pasamos por la juguetería a la que iba con mi madre cuando era pequeña, a elegir la muñeca que quería para Navidad. Pasamos la tienda donde había comprado los conflictivos zapatos que llevé el día de mi primera comunión. Pasamos por delante del banco. Cuando cumplí los seis años me regalaron, entre otras cosas, una moneda de seis peniques. Mi madre y yo fuimos a continuación a aquel banco, y yo abrí mi propia cuenta de ahorros con aquella moneda. Me entregaron una pequeña libreta gris con mi nombre escrito en grandes letras, y en la columna de saldos decía «6 p.». A partir de entonces, todos los sábados por la mañana me daban una moneda de seis peniques —después fue un chelín, y más tarde una moneda mayor— y yo iba a depositarla en el banco. Nunca me habían permitido retirar lo más mínimo de mi cuenta, hasta pocas semanas antes de mi partida; entonces la cuenta fue cerrada, y recibí del banco la suma de seis libras, diez chelines y dos peniques y medio.
Pasamos por delante del consultorio del oculista que tres veces le dijo a mi madre que yo no necesitaba gafas, que si tenía dificultades de visión, se me irían con un vaso de zumo de zanahorias todos los días. Eso fue cuando tenía ocho años. De modo que todos los días a la hora del recreo yo corría hasta la entrada del colegio, donde mi madre me aguardaba con un vaso de zumo de zanahorias que ella había rallado y seguidamente exprimido, y me lo bebía y salía corriendo a reunirme con mis compañeras. Yo sabía que no me pasaba nada en la vista, pero recientemente había leído en «El anuario de la escolar» un cuento en el que la heroína, una niña un poco mayor de lo que era yo entonces, me había causado gran impresión por el modo en que se lo pasaba ajustándose las pequeñas gafas redondas de carey; razón por la cual yo ansiaba tener unas exactamente igual a aquéllas. Cuando se hizo evidente que no necesitaba gafas, empecé a quejarme del excesivo resplandor del sol y a andar por ahí protegiéndome los ojos con las manos, especialmente en presencia de mi madre. Entonces mi madre me compró unas gafas de sol con una montura de carey idéntica a la que yo quería, y no cabe duda de que disfruté con gestos tales como echar el aliento sobre los cristales, limpiarlos con el borde de mi uniforme, ajustármelas cuando se me deslizaban por la nariz y simplemente sacarlas de su estuche y colocármelas. A las tres semanas me cansé de ellas y fueron a parar a un cajón, junto con otros objetos sin los cuales, en uno u otro momento, no había podido vivir.
Pasamos por la tienda que vendía únicamente objetos para el aseo y cuidado de los animales, todos importados de Inglaterra. Aquella tienda tenía en el interior un gran perro de porcelana, blanco con manchas negras, y con una cinta de raso rojo alrededor del pescuezo. El perro estaba sentado delante de un cuenco blanco de porcelana siempre lleno de agua fresca, y en una actitud que parecía que acababa de beber largamente. Cuando yo era pequeña, cada vez que pasábamos por delante de la tienda le pedía por favor que me llevase a ver al perro y me detenía delante de él, ligeramente inclinada hacia adelante, con las manos en las rodillas, mirándolo atentamente durante un buen rato. Aquel perro me parecía más hermoso y más real que cualquier perro verdadero de los que había visto o fuera a ver jamás. Debo haber superado mí interés en el perro, pues cuando desapareció, nunca pregunté qué había sido de él.
Pasamos por la biblioteca, y de haber algo por lo cual pudiera lamentar mi partida, habría sido con toda seguridad por ella. Mi madre había sido socia de la biblioteca desde mucho antes de nacer yo. Y puesto que cuando era muy pequeña me llevaba consigo a todos lados, también me llevaba allí. Yo permanecía muy callada en su regazo mientras ella leía algún libro que no quería llevarse a casa. Todavía no sabía leer, pero el mero aspecto de las palabras impresas en la página me resultaba interesante. En una ocasión, el libro que ella leía traía una lámina grande con el retrato de un hombre, y cuando le pregunté quién era, mi madre me dijo que era Louis Pasteur, y que el libro hablaba de su vida. Me quedó en la cabeza, porque ella me dijo que era debido a él que hervía la leche para purificarla antes de permitirme beberla, que la idea era de aquel hombre, y que por eso el proceso se llamaba pasteurización. Una de las cosas que yo había guardado en el viejo baúl en el que mi madre conservaba todos los objetos de mi niñez era mi tarjeta de la biblioteca. En aquel momento debía siete peniques de cuotas atrasadas.
Mi recorrido por delante de todos aquellos sitios ocurrió como en sueños, pues no noté la gente que entraba y salía, no percibí el contacto de mis pies con el suelo, no sentí siquiera mi propio cuerpo: simplemente, vi todos aquellos lugares como si hubieran estado suspendidos en el aire, sin nada por encima ni por debajo, y como si hubiera entrado y salido de todos ellos simultáneamente.
El sol brillaba; el cielo estaba azul y sobre mi cabeza. En seguida llegamos al malecón.
Ahora mi corazón latía precipitadamente, y por mucho que lo intenté no pude evitar que la boca se me quedara abierta y las aletas de la nariz dilatadas hasta llegarme a los contornos de la cara. Otra vez me acometía el miedo a escurrirme por entre las tablas del malecón y caer al agua verde oscuro donde vivían las oscuras anguilas verdes. Cuando a mi padre le comenzó a andar mal el estómago, el médico le había recomendado un paseo todas las noches, en seguida de cenar. A veces me llevaba con él. En tales ocasiones íbamos por lo general al malecón, donde él se ponía a charlar con el vigilante nocturno sobre criquet o sobre algún otro tema que tampoco me interesaba porque no se refería a la vida privada de nadie; nunca hablaban de sus respectivas mujeres, ni de sus hijos o padres, ni de sus simpatías y antipatías personales. Hablaban de las cosas de aquel modo tan inusual, y yo no veía qué les hacía gracia, pero a veces se reían tanto que las carcajadas de los dos se internaban botando en el mar y retornaban en el eco. Yo siempre me disgustaba cuando al llegar al malecón veíamos que el vigilante nocturno de turno era precisamente aquel con quien a mi padre más le gustaba conversar; era como ser encerrada en un libro lleno de números, gráficos y preguntas. Pues el problema de no poder entender de qué hablaban y disfrutar con ello era que me quedaba sin nada que desviara mi atención del miedo a deslizarme por entre los tablones del malecón.
Tampoco ahora tenía nada para desviar mi atención de lo que me estaba sucediendo. Mi madre y mi padre… Los abandonaba para siempre. Mi hogar en la isla… Lo abandonaba para siempre. ¿Cómo explicar todo aquello? Sentí en mi interior una familiar sensación de vacío. Sentí que me retenían contra mi voluntad. Me sentí arder de la cabeza a los pies. Sentí que alguien me despedazaba en pequeños fragmentos y que pronto podría ver todos aquellos pequeños fragmentos internarse flotando en la inmensidad del profundo mar azul. No sabía si reír o llorar. Vi que lo mejor sería no pensar demasiado en nada determinado. Estaban preparando la lancha para llevarme, junto con unos pocos pasajeros más, hasta el barco anclado en mar abierto. Mi padre pagó nuestros billetes, y nos sumamos a la cola de personas que aguardaban para embarcarse. Mi madre revisó mi bolso para estar segura de que llevaba el pasaporte, el dinero que me había dado y una hoja de papel, colocada entre las páginas de mi Biblia, en la que figuraban los nombres de los parientes —personas que yo no había sabido que existiesen— con quienes iba a vivir en Inglaterra. Haciendo cruz con el malecón había un muelle, y varios estibadores cargaban y descargaban gabarras. No sé por qué el ver aquello me sacudió, pero de pronto me invadió una fuerte ola de resentimiento, y sentí el corazón henchido de alegría mientras las palabras «no volveré a ver esto» se esparcían dentro de mí. Pero a continuación, con la misma presteza, el corazón se me encogió, y las palabras «no volveré a ver esto» me apuñalaron. No sé qué me impidió desplomarme a los pies de mis padres.
Cuando todos estuvimos a bordo, la lancha partió. A distancia del malecón, el agua recobró su acostumbrado color azul, y la lancha fue dejando sobre la superficie una ancha estela, semejante a un camino. Existían sonidos y olores a los que, por resultarme tan familiares, hacía mucho que yo había dejado de prestar la menor atención. Pero ahora aparecían, y aquel insistente «no volveré a ver esto» brincaba en mi interior. Estaba el sonido de la gaviota que se zambullía en el agua y resurgía con algo plateado en el pico. Estaba el olor del mar y los diminutos fragmentos de basura que se veían flotando en su superficie. Había botes llenos de pescadores que retornaban temprano. Estaba el sonido de sus voces saludándose a gritos. Estaba el caliente sol, el mar azul, el cielo azul. No muy lejos, estaba la arena blanca de la costa, con las maltrechas casuchas amontonadas, pues en ciertos lugares sólo los pobres vivían al lado del mar. Yo iba en la lancha sentada entre mis padres, y al darme cuenta de que los tenía fuertemente asidos de la mano, di una rápida ojeada para ver si me estaban mirando burlonamente, segura de que se hallaban al tanto de lo que sentía en cuanto a «no-volver-a-ver-esto». Pero mi padre me besó en la frente y mi madre en la boca, y los dos me entregaron sus manos para que se las apretase cuanto quisiera. Yo estaba a punto de sentir que todo había sido un error, pero recordé que ya no era una niña y que ahora, cuando tomaba una resolución, debía seguir adelante hasta el final. En aquel momento abordábamos el barco, y se acabó el asunto.
Las despedidas tenían que ser rápidas, dijo el capitán. Mi madre se presentó ante él y a continuación me presentó a mí. Le dijo que me vigilara, porque nunca había salido sola tan lejos de mi casa. Le dio una carta para el capitán del siguiente barco, el que iba a tomar en Barbados. Me condujeron a mi camarote, un reducido espacio que compartiría con otra persona, una mujer a quien no conocía. Yo nunca había dormido en la misma habitación con alguien desconocido. Mi padre se despidió con un beso y me dijo que me portase bien y escribiera a menudo. Después de decirlo, me miró, miró luego al suelo y giró el pie izquierdo, me miró otra vez. Yo vi que quería decir algo más, algo que no me había dicho nunca, pero en ese mismo momento se volvió y se alejó. Mi madre dijo «y bien», y seguidamente me rodeó con sus brazos. Unos gruesos lagrimones le inundaron el rostro, y debió haber sido eso lo que me hizo ponerme a llorar también a mí, pues no podía soportar verla llorar. Entonces apretó su abrazo y me retuvo contra ella tan estrechamente que sentí que me sofocaba. Ante eso, mis lágrimas se secaron y me puse súbitamente en guardia. «¿Qué es lo que quiere ahora?», me pregunté. Sin soltarme, ella dijo, con una voz que me rasgó la piel:
—No importa lo que hagas ni dónde vayas, yo siempre seré tu madre y éste siempre será tu hogar.
Me desprendí de ella y retrocedí un poco, y entonces me sacudí, como para ahuyentar mi estupor. Nos miramos durante largo rato con la sonrisa en el semblante, pero yo sabía que aquello era lo opuesto a lo que sentía en mi corazón. Como respondiendo a una señal invisible, las dos dijimos «bueno» al mismo tiempo. Después, mi madre dio media vuelta y salió por la puerta del camarote. Yo permanecí allí no sé por cuánto tiempo, y luego recordé que la costumbre era situarse en cubierta y saludar con gestos a los parientes que retornaban a la costa. Desde la cubierta no vi a mi padre, pero vi a mi madre de cara al barco, tratando de localizarme con la mirada. Saqué de mi bolso un pañuelo de algodón rojo que ella me había dado antes con ese propósito y lo agité frenéticamente en el aire. Reconociéndome de inmediato, ella se puso a hacerme gestos con igual frenesí, y las dos continuamos haciéndolo hasta que ella se convirtió en apenas un punto en aquella lancha del tamaño de una caja de cerillas engullida por el vasto mar azul.
Regresé al camarote y me tendí en mi litera. Todo vibraba como si tuviera un resorte en el mismo centro. Oía las pequeñas olas que lamían los contornos del barco. Hacían un ruido insólito, como si un recipiente lleno de líquido hubiera quedado tumbado sobre un costado y se estuviera vaciando lentamente.