Capítulo tres

Gwen

El primer día de clase fui sola al nuevo colegio. Fue la primera y última vez que ocurrió tal cosa. A mi alrededor otros alumnos, chicos y chicas de mi edad —doce años— marchaban hacia el colegio, vistiendo sus uniformes. Todos parecían conocerse entre sí, y al encontrarse reían a carcajadas, se daban mutuamente palmadas en la espalda y los hombros, contándose los unos a los otros cosas que debían causarles gran alegría. Vi a algunas chicas que llevaban el mismo uniforme que yo, y mi corazón dio un salto anhelando que me dijesen algo, pero lo más que podían hacer para no excluirme era sonreír y hacer una señal con la cabeza en mi dirección mientras avanzaban cogidas del brazo. Difícilmente podía yo culparlas por no prestarme más atención. Todo lo relacionado conmigo era nuevo: mi uniforme era nuevo, eran nuevos mis zapatos, mi sombrero era nuevo, me dolía el hombro de aguantar el peso de los libros nuevos en mi nueva cartera; hasta el sendero que pisaba era nuevo, y yo debía ir apoyando mis pies como si dudara de la solidez del suelo.

En el colegio encontré el patio lleno de otras chicas como aquéllas, que andaban con la mayor naturalidad. Formaban un verdadero mar ante mi mirada. Iban de aquí para allí por entre los macizos de flores, por los patios, por los terrenos circundantes o entrando y saliendo por las aulas. Aparte de mí, nadie más parecía un extraño con respecto al lugar o a los demás. Oyendo cómo se saludaban al encontrarse, me asaltó la duda de si no habrían salido todas del mismo vientre, e incluso el mismo día. Mirándolas, me alegré de pronto de haber consumido todo mi desayuno para evitar una discusión con mi madre, porque seguramente ahora me habría desmayado si hubiese estado debilitada por no haberlo hecho.

Yo sabía dónde estaba mi aula, porque mi madre y yo habíamos concurrido a una cita en el colegio la semana anterior. Allí había conocido a algunas de mis profesoras y me habían mostrado todo el interior del edificio. En aquella ocasión todo era agradable y estaba ordenado y vacío, y olía a recién fregado. Ahora olía a muchedumbre de chicas yendo y viniendo, a tinta fresca en los tinteros, a libros nuevos, a tiza y a borradores. Las chicas de mi clase se trataron entre sí todavía con más familiaridad que las otras. Yo estaba convencida de que jamás podría distinguir entre ellas sólo con mirarlas, y de que tampoco sería capaz de reconocer a cada una por el timbre de su voz.

A las ocho y media, cuando sonó el timbre, formamos de dos en dos, según estaba ordenado, y nos dirigimos al auditorio para las oraciones matutinas y el canto de himnos religiosos. La directora nos dedicó un breve discurso, dando la bienvenida a las alumnas nuevas y otro tanto a las veteranas, y diciendo que esperaba que todas hubiésemos abandonado los malos hábitos, que cada una de nosotras fuera un buen ejemplo para las demás y que proporcionásemos al colegio más renombre que cualquier otro grupo de chicas que hubieran pasado antes por él. Yo tenía húmedas las palmas de las manos, y unas cuantas veces sentí como si el suelo se balanceara bajo mis pies, pero eso no me impidió captar algunas cosas. Por ejemplo, con respecto a la directora, la señorita Moore. Supe en seguida que había venido a Antigua de Inglaterra, pues parecía una ciruela pasa sacada del frasco hacía mucho tiempo, y sonaba como si le hubiera pedido prestada la voz a una lechuza. El modo que tenía de decir «Y ahora, niñas…». Cuando se quedaba inmóvil, durante las otras actividades, con sus ojos grises recorriendo todo el recinto con la esperanza de ver algo incorrecto, mostraba una palpitación en la garganta, como si tuviera allí un pez recién sacado del agua. Me preguntaba si también olería como un pez. Una vez mi madre me había regañado largamente por no haberme lavado, y al final había dicho que aquello era lo único que no le gustaba de los ingleses: que no se lavaban con suficiente frecuencia y que, cuando acababan haciéndolo, no lo hacían del modo adecuado. «¿No has notado nunca que huelen como si hubieran estado dentro de un pez?».

Flanqueando a la señorita Moore se hallaban los demás profesores, mujeres y hombres, predominando las mujeres. Reconocí a la señorita George, la profesora de música; a la señorita Nelson, coordinadora de mi clase; a nuestra profesora de geografía e historia, la señorita Edward; y a la señorita Newgate, profesora de álgebra y geometría. Las había conocido el día en que mi madre y yo estuvimos en el colegio. No conocía a los demás, pero eso no me preocupaba. Puesto que eran profesores, seguramente no pasaría mucho tiempo antes de que, debido a algún malentendido, se convirtieran en una mortificación.

Regresamos al aula del mismo modo en que habíamos venido, con mucho orden y, aparte de algún leve cuchicheo, bastante en silencio. Pero no bien estuvimos en el aula, las chicas se pusieron a sentarse unas en el regazo de otras, con los brazos echados al cuello. Tras mirar a hurtadillas a izquierda y derecha por encima del hombro, me senté en mí asiento preguntándome qué iba a ser de mí. Éramos veinte en la clase, y estábamos distribuidas en cinco filas de cuatro en fondo. Yo ocupaba un pupitre en la tercera línea, y aquello me hizo sentir más desgraciada. Me disgustaba estar ubicada tan lejos de la profesora, porque estaba segura de perderme algo de lo que dijera. Pero lo peor era que encontrándome siempre fuera de la vista de la profesora, ¿cómo iba ella a darse cuenta de mí aplicación y de mi rapidez en aprender cosas? Y además, sólo a los alumnos torpes se los ubicaba tan atrás, y yo no soportaba que pensaran que yo era retardada. Me puse a mirar fijamente la espalda de otra chica sentada en la primera fila, en el sitio que yo más ambicionaba, por estar directamente delante del escritorio de la profesora. En aquel momento, la chica se volvió, me miró a la cara y dijo:

—¿Tú eres Annie John? Dicen que eres muy inteligente.

Fue una suerte que la señorita Nelson entrase en ese preciso momento, pues ¿qué habría parecido que yo respondiera, «sí, en efecto», que era precisamente lo que tenía en la punta de la lengua?

Tan pronto como entró la señorita Nelson, se hizo el orden y todas nos pusimos de pie y nos mantuvimos inmóviles en nuestros pupitres.

—Buenos días, clase —dijo ella, mitad en un tono que alguien debía haberle indicado como el adecuado para dirigirse a nosotras, y mitad en tono levemente divertido, como si en el fondo le hiciéramos gracia.

—Buenos días, señorita —replicamos nosotras al unísono y en tono respetuoso, efectuando al mismo tiempo una reverencia apenas visible, asimismo al unísono. Una vez sentada detrás de su escritorio, nos dijo:

—Podéis sentaros.

Así lo hicimos. Ella abrió la libreta de asistencias, y a medida que nos iba nombrando, cada una de nosotras respondía: «presente, señorita». Pronunciaba los nombres con la cabeza inclinada sobre la libreta, pero cuando llegó al mío y yo respondí con aquella misma fórmula, alzó la cabeza y me sonrió, diciendo:

—Bienvenida, Annie.

Entonces, como es obvio, todas se volvieron para mirarme. Yo tuve la seguridad de que oían el estruendo que hacía mi corazón dentro del pecho.

Era el primer día de un curso nuevo, dijo la señorita Nelson, de modo que no íbamos a tener ninguna de nuestras asignaturas normales; en cambio, dedicaríamos la mañana a la meditación y la reflexión, y a escribir lo que ella describió como un «ensayo autobiográfico». Por la tarde leeríamos nuestros ensayos autobiográficos. (Yo estaba perfectamente al tanto de lo de «autobiografía» y «ensayo», ¡pero meditación y reflexión! ¡Un día de clase dedicado a aquello! Ciertamente, en casi todos los libros las personas de mérito estaban siempre meditando y reflexionando antes de hacer cualquier cosa. Tal vez ella poseía el poder de ver en su mente nuestro futuro y, por improbable que pareciese, resultábamos ser personas de mérito). Al oír aquel plan de actividades, un inmenso suspiro colectivo se elevó en la clase. La mitad de los suspiros eran de contento ante la idea de pasarlo sentadas mirando hacia afuera, con la mirada clavada en el espacio; la otra mitad eran de descontento, por las fechorías que dejarían de cometerse. Yo me uní a la mitad complacida, porque sabía que a la señorita Nelson le agradaría y porque, dejando a un lado mi propio interés egoísta, me gustaban tanto su manera de llevar el cabello alisado, su blusa de manga larga y su falda tableada, que quería complacerla.

La mañana transcurrió sin demasiados incidentes: una niña derramó un tintero y se manchó todo el uniforme; a otra se le quebró la pluma de escribir y armó un alboroto para cambiarla; todas se removían y giraban en sus asientos y se pinchaban entre ellas en el trasero; algunas intercambiaban papelillos. La señorita Nelson veía y oía sin duda todo aquello, pero no dijo nada, ni dejó de leer su libro: una edición cuidadosamente ilustrada de La tempestad, según vi después al pasar por delante de su escritorio. A media mañana, nos mandaron salir un rato a estirar las piernas y respirar un poco de aire fresco; al volver, nos dieron un vaso de limonada y un bollo como refrigerio.

Tan pronto como el sol estuvo en la mitad del cielo, nos enviaron a casa a almorzar. La Tierra debió haberse agrandado un par de pulgadas entre el momento en que me dirigía al colegio aquella mañana y la hora en que fui a casa a comer, porque unas chicas me hicieron un pequeño espacio en su pandilla. Pero yo no podía dedicarles mucha atención: mi mente estaba en mi nuevo ambiente, en mi nueva profesora, en lo que había escrito en mi hermoso cuaderno nuevo, con sus cubiertas jaspeadas en blanco y negro y sus hojas tersas (lo contenta que estaba yo de librarme de mis viejos cuadernos, en cuya cubierta venía el retrato de una vieja arrugada con una corona en la cabeza y cantidad de pulseras y collares de diamantes y perlas; y aquellas páginas tan ásperas, como hechas con harina de maíz). Me fui volando a casa. Supongo que me comí la comida. Volé de regreso al colegio. A la una y media nos encontrábamos sentadas al pie de un llamativo árbol situado en una zona retirada del patio, con nuestros ensayos autobiográficos en mano. Nos preparábamos a leer en voz alta lo que habíamos escrito durante nuestra mañana de meditación y reflexión.

A una indicación de la señorita Nelson, cada una de las niñas se ponía de pie y leía su composición. Una habló de una tía suya muy querida y respetada, que ahora vivía en Inglaterra, y de lo mucho que anhelaba irse un día a Inglaterra a vivir con su adorada tía; otra habló de un hermano que estudiaba medicina en Canadá y de la vida que ella imaginaba que él pasaba allí (a mí me pareció bastante rara); otra chica habló del miedo que sentía cuando soñaba que estaba muerta, y del miedo comparable que experimentaba al despertar y encontrar que no lo estaba (todas nos reímos ante aquello, y la señorita Nelson tuvo que llamarnos al orden una y otra vez); otra de las niñas contó que la mejor amiga de la prima de una íntima amiga de su hermana mayor (aquello era un verdadero trabalenguas) había tomado parte en un congreso de Niñas Exploradoras en Trinidad, donde había conocido a alguien que hacía millones de años había tomado el té con Lady Baden-Powell; y otra habló de una excursión a Redonda que había realizado con su padre, y de cómo habían visto varios pelícanos alimentando a sus crías. La cosa continuó por aquel camino, en aquel tono retozón e imaginativo. Empecé a cuestionarme acerca de lo que había escrito, pues era lo opuesto de lo retozón y lo contrario de lo imaginativo. Lo que yo había escrito era sentido, y, excepto al final, era absolutamente verdadero. La tarde se iba agotando. ¿Me llegaría finalmente el turno? ¿Qué debía hacer hallándome en un mundo de chicas nuevas, un mundo en el cual yo no estaba ni siquiera cerca del centro?

Tardé un rato en darme cuenta de que la señorita Nelson me llamaba. Por fin llegó mi turno de leer lo que había escrito. Me puse en pie y empecé a leer, con voz vacilante al principio, pero como el sonido de mi voz ha resultado siempre para mí una poción tranquilizante, no tardé mucho en leer de un modo tal que, aparte el gorjeo de algún pájaro, el zumbido de las abejas hurgando entre las flores, el suave susurro del viento entre los árboles, el único sonido que se oía era el de mi voz, que ascendía y descendía al correr de las frases. Al final de mi lectura, creí que me estaba imaginando aquellos rostros que me miraban embelesados, pero no; creí que también era imaginación mía las lágrimas que parecían pugnar por brotar de muchos ojos, pero tampoco. La señorita Nelson dijo que le gustaría que le dejase lo que había escrito para leerlo ella, y que lo iba a colocar en el estante donde estaban los libros que formaban la biblioteca de la clase, para que estuviera a disposición de cualquiera de las niñas que deseara leerlo. Lo que había escrito era lo que sigue: «Cuando yo era pequeña, mi madre y yo solíamos bajar a Rat Island los domingos, después de la iglesia, para que yo pudiera bañarme en el mar. Era en la época en que creían que tenía los riñones débiles y me habían recetado los baños de mar como remedio para fortalecerlos. Rat Island no era en realidad un lugar al que acudiera mucha gente, pero bajando por las rocas mi madre había descubierto un sitio en el que aparentemente nunca había estado nadie. Puesto que se trataba de un baño medicinal y no de un picnic, teníamos que bañarnos sin traje de baño. Mi madre era una excelente nadadora. Cuando se sumergía en el agua del mar, era como si siempre hubiese vivido en ella. Se internaba lejos si no resultaba peligroso, y era capaz de decir si lo era con sólo mirar cómo golpeaban las olas. Podía adivinar la proximidad de un tiburón, y jamás la había picado una medusa. Yo, por mi parte, era totalmente incapaz de nadar. En realidad, si me metía en el agua hasta las rodillas, tenía la sensación de estar ahogándome. Mi madre lo había intentado todo para hacerme nadar, desde utilizar un método dulcemente persuasivo, hasta arrojarme al agua sin decir palabra. Era inútil. El único modo de que yo entrase en el agua era encaramada a la espalda de mi madre, con los brazos rígidamente aferrados a su cuello, y que entonces ella se pusiera a nadar, no muy lejos de la orilla. Sólo entonces olvidaba yo lo grande que era el mar, cuán abajo podía encontrarse el fondo y lo lleno que estaba de seres incapaces de comprender un simpático "hola". Cuando nadábamos de aquel modo, pensaba en lo mucho que nos parecíamos a las fotos de mamíferos acuáticos que yo había visto, mi madre y yo desnudas en el agua, ella cantándome a veces una canción en un patois francés que yo todavía no entendía, otras veces sin decir nada en absoluto. Yo ponía la oreja pegada a su cuello, y era como si estuviera escuchando a una concha gigante, pues todos los sonidos que me rodeaban —el mar, el viento, el chillido de las aves— parecían provenir del interior del cuello, como se escuchan los sonidos del mar en una caracola. Después, mi madre me devolvía a la orilla y yo me tendía más allá del límite alcanzado por las olas más grandes, y me ponía a observarla mientras ella nadaba y se zambullía.

»Un día, mientras estaba dedicada a mirar cómo ella nadaba y se zambullía, oí un distante alboroto en el mar. Eran tres barcos que pasaban, y estaban llenos de gente. Debían de estar celebrando algo, pues las embarcaciones hacían sonar sus bocinas y la gente prorrumpía en vivas y aplausos. Cuando se perdieron de vista, giré la cabeza para volver a mirar a mi madre, pero no la vi. Examiné con la mirada la reducida zona del agua donde debería haber estado, pero no la encontré. Me levanté del suelo y me puse a llamarla por su nombre, pero de mi garganta no salía sonido alguno. Entonces, un inmenso espacio negro se abrió ante mí y yo caí dentro. No veía lo que tenía delante y no oía nada a mi alrededor. No podía pensar en nada, excepto en que mi madre no estaba ya cerca. Aquello se prolongó no sé por cuánto tiempo. Ignoro qué fue, pero algo atrajo mi mirada en determinada dirección. Apenas un poco fuera de la zona donde habitualmente nadaba, vi a mi madre, sentada tranquilamente y trazando figuras sobre una gran roca. No me prestaba la menor atención, porque no sabía que yo la había perdido de vista. En mi alegría de verla otra vez, empecé a dar saltos y a hacerle señas con los brazos. Ella siguió sin verme, y entonces me puse a llorar, porque de pronto comprendí que, con toda aquella agua entre nosotras, y conmigo sin saber nadar, mi madre podía quedarse allí para siempre, y el único modo de que yo volviera a abrazarla sería que a ella le diera la gana o que yo cogiese un bote. Lloré hasta que me cansé. Las lágrimas se me metían en la boca, y era la primera vez que notaba que tenían un sabor amargo y salobre. Al final, mi madre regresó a la orilla. Se alarmó, naturalmente, al ver mi rostro, pues yo había dejado que las lágrimas se me secaran en él y me habían quedado las marcas. Cuando le conté lo que había pasado, me abrazó tan apretadamente que apenas podía respirar, y me dijo que nada podía estar más lejos de la verdad, que ella jamás me abandonaría. Y aunque me lo dijo una y otra vez, y a pesar de que me sentí mejor, no pude olvidar el sentimiento que había experimentado mientras no la encontraba.

»Pasado el verano, empecé a soñar con mi madre sentada en la roca. Tuve aquel sueño una y otra vez, sólo que en el sueño mi madre nunca regresaba, y a veces mí padre se reunía con ella. Cuando ocurría esto último, los dos se sentaban a hacer dibujos en la roca, y debía ser algo muy divertido, pues cada cual siempre hacía reír al otro. Al principio no conté nada, pero cuando empecé a tener aquel sueño todos los días, acabé por decírselo a mi madre. Ella se puso instantáneamente muy afligida: las lágrimas asomaron a sus ojos y, cogiéndome en sus brazos, me repitió todo cuanto me había dicho aquel día junto al mar; y desde entonces, el recuerdo de los momentos de angustia que pasé creyendo que no volvería a verla dejó de atormentarme».

La última parte no era en el fondo una mentira. Era justamente lo que hubiera ocurrido en los viejos tiempos. Pero el hecho es que el año anterior me había visto lanzada a la «señoritez», y cuando le conté a mi madre aquel sueño —o más bien, aquella pesadilla—, sólo logré que me diera la espalda y me amonestara acerca de comer ciertas frutas sin madurar antes de irme a la cama. Yo creía que si había elegido delante de mis compañeras de clase la versión de los viejos tiempos era porque no soportaba la idea de mostrar a mi madre bajo una luz desfavorable ante unas personas que prácticamente no la conocían. Pero la verdad real era que no podía soportar que nadie viese hasta qué punto había yo caído en desgracia con mi madre.

Mientras regresábamos al aula, yo en el aire, mis condiscípulas sobre la tierra y apartándose entre ellas a empujones para acercarse a decirme unas palabras de felicitación y aprecio, sentía una rara sensación en mi cabeza, como si se me hubiera inflado hasta alcanzar el tamaño de un globo y no pesara más que uno. Mi madre me había recomendado no sentirme ufana cuando hubiera hecho alguna cosa, y acto seguido que debía enorgullecerme cuando hubiera hecho algo. Yo ahora pasaba de una cosa a la otra: inclinaba modestamente la cabeza un momento, la alzaba orgullosamente al siguiente. Miraba a aquellas chicas que me rodeaban, con el corazón colmado de un recién brotado afecto, y en aquel momento lo único que anhelaba era pasar el resto de mi vida nada más que con ellas.

Cuando íbamos llegando a la clase, sentí un pellizco en el brazo. Me di cuenta de que era un pellizco afectuoso. Se trataba de la niña que aquel mismo día me había preguntado si yo era Annie John. Ahora me dijo que ella se llamaba Gweneth Joseph, y echando mano al bolsillo de su falda, sacó un pequeño fragmento de roca y me lo ofreció. Lo había encontrado, dijo, al pie de un volcán dormido. La piedra era negra, y la sentí áspera en mis manos, como si hubiera pasado por muchas cosas. Inmediatamente me la llevé a la nariz, para ver cómo olía. Olía a lavanda, porque Gweneth Joseph la había tenido envuelta en un pañuelo saturado de aquella fragancia. Debió ser en aquel instante cuando quedamos mutuamente prendadas. Nunca pudimos ponernos de acuerdo, después, en cuándo había sido. Aquella tarde marchamos a nuestras casas cogidas del brazo, con ella desviándose un poco de su camino habitual, y repasamos lo que nos gustaba y lo que no, quedando con la boca abierta y los ojos asombrados al comprobar la gran semejanza entre nuestros respectivos gustos y aversiones. Nos apartamos de las otras niñas, que, dándose cuenta muy bien, nos dejaron en paz. Atravesamos una arboleda de tamarindos, cruzamos un bosquecillo de cerezos, anduvimos a lo largo del camino en el que todas las casas tenían al frente un trabajado seto para que no se viera más que las ventanas de arriba. Al llegar a mi calle, la separación resultó casi insoportable. «Hasta mañana», nos dijimos, para consolarnos mutuamente.

Gwen y yo nos hicimos en seguida inseparables. Donde estaba la una estaba la otra. Para mí, cada día comenzaba con mi espera a que Gwen pasara a buscarme para ir al colegio. El pulso se me aceleraba cuando, parada en el patio delantero de mi casa, veía a Gwen dando vuelta a la esquina. El sol, ya en curso ascendente a aquella temprana hora de la mañana, refulgía sobre ella, y la calle entera quedaba de pronto vacía para que Gwen y todo lo que tenía que ver con ella fuera perfecto, como si estuviera en un cuadro. Llevaba ladeado el sombrero panamá con cinta de raso en azul marino y dorado —los colores del colegio—, pues tenía una cabeza pequeña y al parecer nunca conseguía la talla adecuada, por lo que había que sujetárselo con un elástico por debajo de la barbilla. Las tablas de la falda de su uniforme estaban en su sitio, como era de esperar. Las medias de algodón le ceñían primorosamente los tobillos, y sus zapatos tenían el brillo de un lustrado reciente. Cualquier leve brisa le removía las cintas del corto y ensortijado cabello, así como el borde de la falda; cuando el borde de la falda se le levantaba por aquel motivo, yo le veía las rodillas. Tenía las rodillas huesudas y siempre del color de la ceniza, como si acabara de refregárselas bien o de rezar sus oraciones. La brisa podía también echarle para atrás el ala del sombrero, y puesto que ella siempre andaba con la cara hacia el suelo, yo tenía entonces oportunidad de mirársela: una nariz pequeña y más bien aplanada; los labios con la forma de un platillo partido exactamente en dos; los pómulos anchos y altos; las orejas echadas hacia atrás y bien pegadas a la cabeza. Un semblante en el que siempre lucía una expresión grave, como si estuviera meditando en alguna de las muchas cosas con las que habíamos tropezado y que eran un verdadero misterio para nosotras. (Aunque una vez hice ese comentario acerca de su semblante y ella dijo que en realidad había estado simplemente pensando en mí. Yo no miré para asegurarme, pero sentí como si toda la piel se me hubiera cubierto de millones de diminutas ronchas y estuviese a punto de estallar de felicidad). Cuando por fin llegaba a mi lado, levantaba la cabeza y las dos sonreíamos y decíamos quedamente: «Hola». Partíamos hacia el colegio andando una al lado de la otra y al mismo paso, sin tocarnos pero sintiéndonos como si estuviésemos unidas por los hombros, las caderas y los tobillos, por no mencionar los corazones.

Mientras caminábamos juntas, nos contábamos las cosas que nos parecían más íntimas y secretas: cosas que habíamos oído decir a nuestros padres, sueños que habíamos tenido la noche anterior, las cosas que realmente nos daban miedo; pero sobre todo hablábamos de nuestro mutuo cariño. A no ser las cosas que surgían naturalmente en la conversación, nunca le hablé del cambio de mis sentimientos hacia mi madre. Era consciente del alto concepto que Gwen tenía de mí, y no soportaba que fuera a darse cuenta de lo mucho que había tenido y de cómo después lo había perdido inexplicablemente. Cuando arribábamos al colegio, las compañeras solían resultarnos inaguantables, con sus insignificantes comentarios acerca de lo bien planchados de sus respectivos uniformes, de la pulcritud de los cuadernos de cada cual o de lo mucho que les gustaba el modo en que la señorita Nelson se arreglaba el cabello últimamente. Algunas chicas estaban teniendo la misma experiencia que vivíamos Gwen y yo, y cuando oíamos comentarios como aquéllos nos mirábamos y alzábamos los ojos al cielo, y agitábamos las manos en alto como modo de expresar lo muy por encima que estábamos de semejantes preocupaciones. El gesto era, desde luego, una copia exacta del que cada una de nosotras había visto hacer a su propia madre.

Mi vida en el colegio pasó a ser exactamente lo opuesto a mi primera mañana allí. Pasé, de ser ignorada y recibir apenas una mirada de alguna de las niñas, a que todas rivalizaran por mi amistad, o cuando menos por ser algo más que meras conocidas. Tanto mis compañeras de clase como los profesores notaron la rapidez con que yo aprendía. Pronto me asignaron la responsabilidad de supervisar la clase en ausencia de la profesora. Aquello me desconcertó un poco al principio, pero en seguida me acostumbré. Pasaba por alto muchas cosas, especialmente si acababan en risas o en algo enternecedor. Nunca titubeaba acerca de una decisión, resolviendo siempre en el acto las cuestiones que se me presentaban. A veces, viéndome a mí misma en una niña frágil, la defendía; otras, por verme a mí misma en una niña frágil, me mostraba despiadada y cruel. Todo marchaba perfectamente, y me hice muy popular.

Mi cuerpo, del que poco antes tanto abominara, era ahora una ventaja: me destaqué en los deportes y me nombraron capitana del equipo de voleibol. Así como contaba con el aprecio de mis condiscípulas dentro y fuera de clase, también era apreciada por mis profesores, si bien sólo en clase, porque me había hecho notoria ante ellos por hacer cosas prohibidas. A veces, observándome desde fuera de mí misma, no podía menos que sorprenderme de la persona en que me había convertido. Pero puesto que como la persona en que me había convertido me ganaba el aprecio y la adhesión de Gwen y las demás chicas, estaba plenamente dispuesta a buscar nuevos y mejores modos de agasajarlas. Yo no sé qué patrón invisible fue el establecido, ni por quién, ni exactamente cuándo, pero ocho de nosotras lo satisfacíamos y pronto fuimos para las demás chicas algo sobre lo que hacer comentarios, favorables o desfavorables, según el caso.

Era en un oculto rincón poblado de viejas lápidas, un sitio descubierto por unas niñas que iban al colegio cuando nosotras todavía no habíamos nacido —resguardado por unos árboles tan gruesos que se necesitaban cuatro brazos para rodearles el tronco—, donde nos sentábamos a hablar de las cosas que cada una decía tener en la cabeza ese día. Lo que teníamos todos los días en la cabeza eran nuestros senos y su negativa a sobresalirnos del pecho. Habiendo oído en alguna parte que si un chico te frotaba los senos éstos no tardaban en inflarse, comuniqué la noticia. Puesto que en el mundo que nosotras habitábamos y esperábamos habitar para siempre estaban excluidos los chicos, tuvimos que arreglárnoslas solas. ¡Cuánta perfección descubríamos mutuamente en nosotras, sentadas sobre aquellas lápidas de personas muertas hacía mucho tiempo, que habían sido los amos de nuestros antepasados! Nada en particular nos perturbaba realmente, descontando la molestia de alguna mosca chocando contra nuestros labios, pegajosos de haber comido fruta; alguna abeja que quería anidar en nuestro cabello; la brisa, soplando de pronto demasiado fuerte. Estábamos seguras de que aquel futuro tan manido que todo el mundo nos preparaba no llegaría nunca, ya que, estando nosotras tan decididamente en contra, ¿por qué no habría de imponerse nuestra voluntad por una vez? A veces, el mirarnos mutuamente era lo único que podíamos hacer para no gritar de dicha.

Mi felicidad particular era, desde luego, con Gwen. Se colocaba frente a mí tratando de ver en mis tenebrosos ojos negros, un modo, según decía, de adivinar exactamente lo que estaba pensando. Al poco rato abandonaba, diciendo: «No consigo ver nada: nada más que mi propia vieja máscara». Yo entonces me reía de ella y la besaba en el cuello, lo que le daba un acceso de escalofríos, como si alguien la hubiera expuesto a una corriente de aire frío estando ella con fiebre. A veces, cuando ella me hablaba, yo me ponía tan embelesada que ya no era capaz de oír lo que decía, sólo podía distinguir el movimiento ascendente y descendente de sus labios. Le dije que habría querido llamarme Enid, por Enid Blyton, autora de los primeros libros que escogí por mi cuenta y me gustaron. Le conté que cuando era más chica había tenido miedo de que mi madre se muriese, pero que desde que la había conocido a ella, ya no me preocupaba tanto. Siempre que le hablaba de mi madre, me aseguraba que las comisuras de mis labios apuntaran hacia abajo, para indicar mi desdén. Aseguré que no veía la hora de que fuésemos mayores para poder vivir en nuestra propia casa. La casa ya la había elegido. Era una casa gris, de muchas habitaciones, y estaba en la calle estrecha en la que todas las casas tenían unos setos altos y cuidadosamente podados. Ella asentía a todos mis planes, y estoy segura de que si hubiera tenido los suyos yo también habría estado de acuerdo con ellos.

La mañana en que empecé a tener la regla, me sentí rara de un modo nuevo, acalorada y con frío al mismo tiempo, con horribles dolores que me recorrían las piernas de arriba abajo. Mi madre, sabiendo de qué se trataba, ignoró mis quejas y dijo que era una cosa lógica y que pronto me acostumbraría a todo aquello. Al ver mi semblante apesadumbrado, me contó en tono risueño su propia experiencia con el primer paso en la pubertad, según lo llamó, ocurrido cuando tenía mi misma edad. Yo fingí que aquella información nos acercaba, nos unía como en los viejos tiempos, pero en mi fuero íntimo dije: «¡Vaya víbora!».

Me fui al colegio con Gwen sintiéndome como supongo que debe sentirse un perro que ha hecho algo malo y está avergonzado de sí mismo, y procura llegar cuanto antes a un lugar donde ocultarse. El paño que llevaba entre las piernas se me hacía a cada paso más incómodo, y estaba segura de que todo en mí proclamaba: «Tiene la regla. Tiene la regla». Cuando Gwen supo lo que había ocurrido, se le llenaron los ojos de lágrimas. Ella no había tenido aún la experiencia maravillosa, y me di cuenta de que lloraba por ella misma. Declaró que, por simpatía, ella también iba a ponerse un paño.

En clase me desmayé, por primera vez en mi vida. La señorita Nelson tuvo que revivirme, pasándome repetidamente por delante de la nariz sus sales aromáticas, que guardaba en un pequeño frasco verde muy bonito. Después me llevó a la enfermería, donde la enfermera dijo que la causa del desvanecimiento había sido el miedo provocado por aquellos dolores inesperados; pero yo sabía que me había desmayado cuando me puse a pensar y me vi claramente a mí misma, sentada en mi pupitre sobre un charco de mi propia sangre.

A la hora del recreo, entre las lápidas, tuve desde luego que mostrar y demostrar. A ninguna de las demás le había venido todavía la regla. Lo mostré todo sin el menor aspaviento, puesto que lo hacía sin ningún entusiasmo. Habría preferido que en mi lugar se hallase alguna de las otras, conmigo allí sentada, mirando con asombro. No obstante, ¡qué encantadoras se mostraron todas acudiendo en mi auxilio, ofreciéndome sus hombros como apoyo, sus regazos para que descansase en ellos mi angustiada y dolorida cabeza, y prodigándome besos que fueron un verdadero alivio! Viéndolas a ellas reunidas a mi alrededor, la iglesia a la distancia, más allá el colegio, con racimos de niñas que iban y venían a través del patio, y más allá el mundo, ¡cómo ansiaba que todo aquello se borrase, para que súbitamente nos encontráramos en una atmósfera diferente, sin ningún futuro lleno de exigencias ridículas y sin necesidad de otro sustento que nuestro mutuo amor, sin obstáculos opuestos a nuestros deseos que, desde luego, eran deseos simples: nada, nada más que permanecer para siempre sentadas sobre aquellas lápidas! Pero eso jamás sería posible, como vino a demostrar en seguida la campanilla del colegio.

Retornamos a clase lentamente, como si fuéramos a un velatorio. Gwen y yo nos prometimos querernos eternamente, pero nuestras palabras sonaban a hueco, y cuando nos miramos, no pudimos sostener la mirada. La señorita Nelson y la enfermera habían decidido que no regresara al colegio después de comer, y la segunda le mandó decir a mi madre que me metiera en cama por el resto del día.

Cuando llegué a casa, mi madre vino hacia mí con los brazos extendidos y la preocupación pintada en el semblante. La boca se me llenó de un sabor amargo, pues no comprendía cómo ella podía continuar siendo tan bella a pesar de que yo ya no la quería.