3. Aprender a decir no con la conciencia bien tranquila
El no personal es el mejor no desde cualquier punto de vista. Ya el simple camino que nos lleva a formularlo nos enriquece, con él no se molesta a nadie y deja además un buen sabor de boca. Añadamos que es un no cordial y constructivo a un mismo tiempo, y fortalece nuestra autoestima.
Pero antes de hacerle más publicidad, miremos atentamente algunas variantes del no impersonal, el más difundido:
«¡No puede permitirse una cosa así!».
«¿Pero quién te crees que eres?».
«¡Así no va!».
«¿Cómo te atreves a pedir una cosa así?».
«¡Me parece que has perdido la cabeza!».
«Solo escucho siempre “yo quiero”, “yo quiero”. ¿No podrías pensar también un poco en los demás?».
«¡Sabes muy bien, lo que pienso de esto, amigo!».
Son algunos ejemplos agresivos y críticos. Pero a menudo recurrimos a otros evasivos y vagos:
«No suena muy bien esta idea…».
«Ay, estoy tan cansada hoy…».
«No creas que quiera jugarte una mala pasada, pero…».
«Bueno, en circunstancias normales…».
«En principio sí, pero…».
«De acuerdo, pero tienes que prometerme…».
Según una tradición fuertemente arraigada consideramos penoso, arrogante o egoísta expresarse de un modo personal. Esto es así porque hemos vivido mucho tiempo en una sociedad y una estructura familiar en las que la capacidad de subordinarse dominaba por encima de las exigencias y deseos del individuo. De entonces a esta parte se han hecho grandes progresos cualitativos, desde el punto de vista psicológico, en la relación entre los sexos así como entre la que hay entre padres e hijos. Esto ha favorecido la aparición de normas de convivencia totalmente nuevas dentro de la familia. Por ser nuevas, por un lado se les opone todavía una gran resistencia mientras que, por otro, se intenta aceptarlas con mayor o menor éxito.
El no personal emana de nuestros valores personales, de nuestros límites, sentimientos y experiencias, y está motivado sobre todo por nuestra responsabilidad individual (yo prefiero hablar de responsabilidad personal): esa responsabilidad que todo individuo debe aceptar frente a sus sentimientos, pensamientos, acciones y decisiones, en la medida en que no puede ignorarlos. La responsabilidad personal es enemiga de todo sistema autoritario. En los sistemas democráticos y en las relaciones de igualdad es esencial, porque, en su ausencia, somos unos víctimas de los otros y una carga para la sociedad en lugar de individuos útiles.
El no personal dirigido a familiares y amigos no tiene nada que ver con el rechazo, sino más bien con el deseo de decirnos sí a nosotros mismos. En ocasiones, nos decidimos a hacer frente a determinados sacrificios y a aceptar compromisos, pero si sacrificamos nuestra esencia más profunda y renunciamos a los límites, valores y exigencias personales más importantes, no estamos contrayendo un compromiso con los demás, sino con nosotros mismos: disminuimos nuestra integridad personal, con lo que no solo sufre de este modo la cualidad de nuestra vida, sino también la de nuestras relaciones interpersonales. A veces no es fácil averiguar nuestros límites y valores; muchos los confunden con puntos de vista y opiniones personales. La interacción con el prójimo pone a menudo a prueba estas últimas y, de vez en cuando, se muestra que no aguantan una comprobación. A gran parte de nuestras opiniones y convicciones hemos llegado más o menos por casualidad. Por esto debemos revisarlas o darles un nuevo fundamento, si no queremos que se conviertan en un escudo que solo sirve para mantenernos a distancia de los otros que difieren de nosotros.
Pero ello no significa que debamos estar obsesionados por no ofendernos mutuamente. Es muy importante que el prójimo se dirija a nosotros con sus necesidades, aspiraciones y exigencias y que muestre un cierto tesón en querer verlas atendidas. Solo así tenemos manera de saber a qué podemos decir sí y a qué debemos decir no. Nuestro yo no es ninguna magnitud inmutable que hayamos conocido de una vez por todas. Se modifica con el tiempo y a partir de nuestras relaciones con los demás. Cuantos más desafíos debamos afrontar más ocasiones tendremos de asegurar nuestra propia identidad.
Si estáis leyendo un libro o mirando el telediario y vuestro hijo de 5 años os pide que juguéis con él, debéis tomar una decisión. O le decís que sí porque os gusta jugar con él o le decís que no porque preferís mirar la televisión.
—No, Michael, ahora no tengo ganas de jugar contigo.
—¿Por qué no?
—Porque prefiero mirar la tele, que dan las noticias.
—¡Ayyy, ven a jugar conmigo!
—No, ahora no.
—Papá tonto.
—Bueno, te pareceré tonto, pero las cosas son como son.
¿Podemos realmente comportarnos de esta manera? ¿No estamos haciendo que el niño se sienta rechazado? «Sentirse rechazado» es una definición clásica de la psicología, que en sus orígenes indicaba la sensación que experimentan los niños cuyos padres son siempre inaccesibles en el aspecto emocional. La consecuencia frecuente de estos casos es que los hijos continúan sintiéndose rechazados toda la vida, cada vez que alguien les dirige un no. Pero en el ejemplo citado el niño no se siente alejado por un padre frío e insensible, sino que recibe la comunicación cordial y amigable de que el progenitor no está para jugar hasta que termine el telediario. Sin duda esto puede causar en el niño cierta irritación y alguna desilusión, pero no es una tragedia. El diálogo falla solo si se convierte en impersonal:
—¡No! ¿No ves que estoy mirando la televisión?
—¿Pero por qué no?
—Ya te lo he dicho. ¡Vete con tu madre!
—Por favor…
—¿Debo repetirlo tres veces? ¡Y cállate, que no se entiende nada!
La tendencia de algunos padres a verse inducidos a nadar entre dos aguas hay que referirla, presumiblemente, a los propios recuerdos de su infancia o una cierta incomodidad por expresarse de forma directa, como vemos en el segundo ejemplo que sigue:
—No ahora, no, tesoro. Papá quiere ver un poco más el telediario; no durará mucho.
—¿Por qué no quieres jugar conmigo?
—Sí quiero jugar contigo, ¿pero no crees que podrías jugar tú solo un poquito más? Solo unos minutos, guapo… Y luego vendrá papá a jugar contigo.
—¿Por qué estás siempre mirando la tele?
—No, no es verdad que la mire tanto…
—¡Pues yo quiero que ahora juegues conmigo!
—Déjame descansar un poco más y jugaré contigo. A lo mejor podrías buscar un libro que podamos leer antes de ir a la cama… ¡En fin, de acuerdo! ¿A qué quieres jugar?
La escena termina con un consenso poco entusiasta, pero que no concede a ninguna de los dos partes lo que se desea o lo que se necesita. El niño se frustra porque no consigue instaurar un verdadero contacto con su padre y este se frustra también porque se sacrifica sin la recompensa de un hijo feliz. Los niños frustrados no logran desarrollarse de un modo equilibrado y los adultos frustrados se mantienen siempre a la defensiva y tienen el ánimo alterado.
Solo la satisfacción de asumir la propia responsabilidad y la aceptación de que los demás tienen el mismo derecho hacen que el no personal sea cordial y constructivo.
Si los niños notan que se les responde con un no personal, aprenden muy pronto a respetar las exigencias y los límites que los demás les imponen. No desean otra cosa que colaborar con sus padres y pueden aceptar su personalidad sin problemas. Pero si se establecen límites rígidos y se les remite a reglas y tradiciones anticuadas, cualquier niño sano intentará, de dos veces una poner a prueba su validez.
Saber que los padres piensan exactamente lo que dicen y que dicen lo que piensan es uno de los regalos más hermosos y duraderos que podemos hacer a nuestros hijos.
El no masculino y el no femenino
Cuando mi hijo tenía unos 3 años, de vez en cuando, se acercaba a mí o a su madre mientras trabajábamos en el despacho. Era curioso y tenía ganas de estar con nosotros. Cuando me tiraba de la pernera del pantalón para reclamar mi atención, le pedía que esperara un momento y apartaba a un lado los documentos importantes para evitar que acabaran víctimas de sus impulsos de explorador. «También yo escribir», decía a menudo, ya subido a mis rodillas, y alcanzaba inmediatamente papeles y lápiz. Cuando al cabo de poco sentía el deseo de volver a mi trabajo, se lo decía, lo dejaba en el suelo y volvía al texto sobre el que trabajaba. La mayor parte de las veces se marchaba contento, y cuando se sentía decepcionado por no haber recibido suficiente atención se iba a su madre, que ocupaba otra zona de la casa.
Aunque ella estaba también trabajando en su despacho, le dedicaba inmediatamente toda su atención. No pensaba en desplazar antes los documentos, sino que tomaba enseguida al pequeño en su regazo, y a veces, como resultado, se veía obligada a rehacer todo el trabajo. Al cabo de un rato le explicaba, siempre con mucha calma, que debía reemprender su trabajo, pero esto no parecía interesar lo más mínimo al pequeño. Apenas intentaba mi mujer bajarlo al suelo, el hijo oponía resistencia y se sujetaba a las piernas de su madre. Si yo caía por allí, ella no paraba de acusarme de no cuidar nunca del niño. De este modo una situación del todo inocente acababa degenerando en un pequeño drama familiar.
La situación es clásica y bien conocida por la mayor parte de las familias, porque a los hombres les cuesta menos que a las mujeres decir no de un modo irrevocable. He oído a infinidad de parejas contarme que la madre tenía muchos conflictos con los hijos cuando se ocupaba de ellos mientras que el padre solo raras veces tenía problemas cuando estaba solo con ellos. En vez de aprender uno del otro, estas parejas se enredaban en un callejón sin salida de acusaciones mutuas: él le reprochaba a ella ser demasiado condescendiente e inconsecuente; ella le acusaba a él de insensible y poco dedicado.
El no masculino, o el no definitivo, no es pese a todo prerrogativa de hombres y de padres. Hay muchas madres que aprenden también a utilizarlo. No sé explicar esta diferencia específica de género, pero quizá la causa sea simplemente el hecho de que las mujeres, desde un punto de vista histórico, siempre han tenido muchas menos posibilidades de decirse sí a sí mismas que los hombres, los cuales –por lo menos en el ámbito de la familia– pudieron desarrollarse con mayor libertad.
Es sin duda una realidad que a muchas madres (y a los hijos) les sería muy provechoso librarse del sentimiento de culpa y de los remordimientos de conciencia: una conciencia intranquila lleva en efecto a formulaciones poco claras y obliga a los hijos a conflictos permanentes, porque los mensajes que reciben no son claros.
Sin embargo, en los últimos años algunos padres han desarrollado evidentemente la misma infausta tendencia y evitan los conflictos con la mujer y los hijos. No hay nada malo en buscar siempre el consenso, pero es poco inteligente negarse uno mismo por el bien de la paz.
Algunos padres ignoran totalmente para qué son propiamente idóneos, y a menudo creen que se trata solo de puntos de vista distintos sobre la educación de los hijos. Por esto tampoco se ponen en la situación de ayudar a su mujer o a su compañera en desarrollar una mejor relación con los hijos. Lo cual es enojoso, porque sus parejas necesitarían sentirse animadas y alentadas a cuidar más de sí mismas, para el bien de toda la familia. Retraerse y limitarse a criticar es demasiado cómodo.
El no en relación con la pareja
Sin querer relativizar la importancia del sí, podemos hacer un mayor favor a nuestra pareja si la animamos a decir alguna vez también no. Como muchos de nosotros no somos todavía conscientes de ello, necesitamos ayuda y apoyo:
—¿No vamos a ver a mi hermana este fin de semana?
—¿Por qué? ¿Ha llamado?
—No, pero ¡hace tanto que no la vemos!
—Hm…, en realidad había pensado que podíamos…
—Nos toca a nosotros. Estaría bien ir.
—Sí, es verdad, pero no hace mucho que fuimos…
—¿Por qué eres siempre tan negativo cuando yo te propongo algo o cuando se trata de mi familia?
—No he dicho para nada que no quiera. Solo que… De acuerdo, vamos a verla.
Si hay demasiadas discusiones de este tipo, con el paso del tiempo se crea un clima fastidioso de acusaciones recíprocas y de irritación general. Naturalmente, el marido podría acusar a su mujer de ser una manipuladora y la mujer a su marido de blandengue, pero esto no ayudaría a nadie. Veamos una alternativa mejor:
—¿No vamos a ver a mi hermana este fin de semana?
—¿Por qué? ¿Ha llamado?
—No, pero ¡hace tanto que no la vemos!
—Hm…, en realidad había pensado que podíamos…
—A mí me gustaría visitarla, pero ya veo que prefieres hacer otra cosa.
—No, pero…
—En fin, ¿qué hacemos?
—Yo preferiría pasar un fin de semana tranquilo en casa.
—Puedes rechazar mi propuesta con toda tranquilidad.
—¿Pero no te enfadas?
—Puede, pero me molesto más cuando no me dices lo que realmente quieres. Claro que me gustaría ver a mi hermana, pero prefiero entenderme con mi marido. Todo lo demás ya se arregla.
Comportarse así es la elección más inteligente para la mujer. En lugar de asumir toda la responsabilidad para el fin de semana, la delega de alguna forma en su marido, no atacándolo sino invitándolo a discutir libremente el asunto.
No hay nada malo en pensar también en el otro y en tener en cuenta las exigencias y los límites individuales de la pareja. A la larga, no obstante, esto acaba dañando la relación si ambos no aprenden a asumir cada uno sus propias responsabilidades. En una relación de pareja, la responsabilidad individual no es simplemente «asunto de uno». Interesa siempre a ambos porque la responsabilidad a la que uno se sustrae recae automáticamente en el otro.
La misma facilidad que tienen algunos padres para decir no a los hijos se les convierte en dificultad a la hora de decir no a su mujer o a su compañera. En el fondo hay para ello muy buenas razones –y alguna también pésima–, pero hacer aquí una lista de todas ellas nos llevaría demasiado tiempo.
Permitidme, en cambio, indicar algunas de las consecuencias más relevantes que acarrea consigo un no sin expresar en uno y otro sexo:
- Se resiente la confianza que tu pareja pone en ti por nobles que puedan ser tus motivaciones.
- La proximidad disminuye. Os va a ser cada vez más difícil estar uno cerca del otro, porque los noes no expresados se acumulan dentro de vuestro «sistema», haciéndoos agresivos u obligándoos a estar a la defensiva. Los muchos noes pequeños se suman en un gran y definitivo «¡no!» a la convivencia como pareja.
- Perdéis el respeto hacia vosotros mismos y perdéis, por tanto, autoestima.
- Os convertís en un pésimo ejemplo para vuestros hijos.
Naturalmente, es correcto preguntarse si pequeños errores de comunicación pueden realmente convertirse en un gran error. En última instancia nadie es perfecto, y a pesar de ello muchas personas llegan a entenderse bien. Y esto es así. Obviamente, os toca a vosotros decidir de qué manera queréis vivir juntos.
Los niños necesitan padres capaces de ser tan buenos modelos de los roles sociales como sea posible, aunque la experiencia nos enseña que los muchachos salen ganando, sobre todo, con padres que son capaces de decirse sí a sí mismos y decir no a la compañera. Las muchachas tienen igual necesidad con relación a su madre, aunque tal necesidad normalmente es satisfecha antes, porque las mujeres –en comparación con lo sucedido en generaciones anteriores– han conseguido entretanto grandes progresos en cuanto a saber cuidar de sí mismas. Se añade, además, que las hijas atraviesan a menudo una fase en la que dicen no a la madre para saber hasta qué punto se parecen a ella.
Los muchachos con frecuencia se ven superados por las chicas en lo que se refiere a desarrollo mental y emocional, en parte como consecuencia de la tendencia de las madres a protegerlos y servirlos más de lo debido. A diferencia de las hijas, a menudo no aprenden a decir no a su madre. Como no temen tener que parecerse algún día a la madre, no se ven obligados a oponerse tanto a ella para definirse, como hacen las chicas. Dependen mucho más de buenos modelos de roles masculinos, de padres por tanto suficientemente maduros como para decir no a su mujer, cuando está en juego su propia identidad.
El arte de decir no al partner adulto y a los amigos más cercanos no se distingue del arte de decir no a los propios hijos, porque se funda en la voluntad del individuo de decirse sí a sí mismo. Muchos de nosotros deberíamos primero empezar por esto último y esperar pacientemente que la buena conciencia se abra camino poco a poco a través de los estratos del sentimiento de culpa, de la mala conciencia y el miedo a la pérdida del otro, que pueden ser tan duros y densos como el pavimento de una calzada. Tenemos todo el derecho de decir sí o no, como creamos conveniente, pero ese derecho debe fundarse en nuestra propia iniciativa. Solo en casos muy raros nos será servido en bandeja de plata.
¿Pueden también los hijos decir no a sus padres?
¿Deben también los hijos aprender el arte de decir no, lo cual incluye la posibilidad de decir no a sus padres? La respuesta depende, exclusivamente, de lo que quieran los padres y de los objetivos que se hayan propuesto.
Es un misterio verdaderamente insondable que gran parte de las palabras que, como educadores, dirigimos a nuestros hijos provoque en ellos solo un efecto débil y de poca duración. Pero nuestras acciones sí que dejan en ellos huellas perdurables, que ejercen un influjo determinante en su desarrollo y su conducta. Nuestra forma y manera de ser personas y ocupar nuestro puesto en el mundo son de fundamental importancia para el desarrollo de nuestros hijos. Esto quiere decir que, como educadores, nuestro mayor éxito se produce cuando nuestras palabras concuerdan con nuestras acciones y nuestra personalidad individual.
Esto significa también, evidentemente, que transmitimos a los hijos tanto los aspectos positivos como los destructivos de nuestra personalidad (debido a su capacidad y voluntad de colaborar), que seguramente habremos «heredado» también de nuestros padres.
Si solo tenemos un hijo, es muy probable que se parezca a uno de los progenitores. Con dos hijos la semejanza se reparte a menudo entre ambos padres. El tercero, el cuarto y el quinto hijo gozan de una mayor libertad, desde un punto de vista existencial, y quizá no sea una casualidad que muchos de los más famosos personajes creativos del mundo hayan ocupado el tercer puesto en la serie de la filiación familiar.
En este contexto debemos tener presente que nuestro comportamiento concreto, tanto dentro como fuera de la familia, no refleja a menudo lo que tenemos en la cabeza (la imagen de nosotros mismos) o expresamos con palabras (nuestros puntos de vista y convicciones). Muchas mujeres, por ejemplo, en los últimos cuarenta años han intentado liberarse del peso del tener que hacer siempre todo «en la forma correcta», y el poco éxito alcanzado se hace evidente en el hecho de que un increíble número de mujeres jóvenes han vuelto hoy voluntariamente a echarse de nuevo a sus espaldas ese mismo peso. Por consiguiente, no deberíamos nunca dejar de preguntarnos qué objetivos buscamos en principio con la educación que damos. En general, hay dos posibilidades:
- En el caso de una educación corta de miras, que solo se atiene, por así decirlo, a lo que pasa día a día, a los educadores les interesa sobre todo cómo han de comportarse los niños con ellos y con los demás. (Entiéndase bien, mientras son niños.)
- En el caso de una educación lúcida, a los educadores les interesan los valores y el comportamiento personal y social que hay que transmitir a los niños para la vida que les espera, de forma que se asegure al máximo su salud mental y social.
Durante generaciones, estos dos objetivos han estado en conflicto entre sí, y en parte puede que todavía lo estén. Algunas escuelas y algunos docentes desean abiertamente alumnos tan obedientes y conformados que seguramente luego tendrán problemas en la vida. No hemos conseguido hasta hoy desarrollar una sociedad que tenga como principal punto de mira la responsabilidad personal de los individuos.
Hace apenas una generación, se consideraba casi increíble que los hijos respondieran con un no a sus padres. Se consideraba un signo de desobediencia, un resultado de una educación deficiente, un comportamiento indecoroso o simplemente un gesto de desafío. Los adultos lo veían como una incitación a una lucha por el poder, en la que evidentemente ellos debían vencer.
En los últimos años la exigencia de ser obedientes ha ido atenuándose poco a poco. Se empezó por considerar que en el fondo es cosa aceptable defender opiniones y convicciones (valores democráticos) diferentes, y actualmente se ha llegado al punto de reconocer también a niños y adolescentes el derecho a tener límites personales propios y luchar en defensa de los mismos (valores existenciales).
Como dijimos anteriormente, incluso los bebés son capaces de expresar sus necesidades y sus límites (que yo llamo su «integridad personal»), aunque no sean capaces de luchar para conseguirlos y defenderse de los ataques. Solo los niños cuyos padres están dispuestos a aprender el arte de decir no consiguen respetar su integridad y la de los demás. Por esto, en una familia sana debe aceptarse, o mejor, debe valorarse que los niños se apropien realmente del arte de decir no de sus padres y sepan luego aplicarlo a sus mismos progenitores, a sus hermanos y a sus abuelos. En comparación con lo que hacen sus padres, los hijos lo van a practicar de todos modos mucho menos de lo que propiamente debieran. Predomina en ellos su capacidad y su voluntad de adaptación.
Igual que en la relación con los adultos, esto no significa que los padres deban inclinar humildemente la cabeza y someterse a la voluntad de los hijos, cada vez que estos les dirijan un no. Solo significa que deben tomar en serio el no de sus hijos y que en principio deben otorgarles el derecho a formularlo.
Vivimos en un mundo en el que 88 niños de cada 100 sufren regularmente violencia física y psíquica, así como graves abusos por parte de sus padres, que lesionan su integridad personal. Hay que añadir los abusos de naturaleza violenta o sexual por parte de otros niños y muchachos, como el mobbing, la coerción o la violación. Podemos adoptar ante esas manifestaciones una posición moral o jurídica. Pero solo se pueden evitar procurando que los hijos crezcan en un ambiente en el que vean respetar su integridad personal y aprendan sistemáticamente a afirmar sus necesidades y sus límites, respetándose a sí mismos, sin ninguna vergüenza y sin ningún sentimiento de culpa.
Uno de los mayores problemas de los niños es no ver en absoluto respetadas sus diferentes maneras de decir no. Hasta la pubertad experimentan muchas dificultades para articular verbalmente el no de modo que sea oído y tomado en serio por sus padres. Por ello desarrollan de vez en cuando señales y síntomas psicosomáticos y comportamentales específicos. Podemos observar este fenómeno en el enorme número de los niños ingresados en hospitales por causa del estrés provocado dentro de la familia. Igual que la mayoría de los adultos, tampoco ellos consiguen verbalizar su malestar. De modo que es el cuerpo el que asume esa tarea y dice no en forma de dolor de cabeza, o de estómago, mareos, problemas de concentración, etc.
Aunque quizás hemos abandonado la idea de querer casi a cualquier precio hijos obedientes, continuamos esperando que nos escuchen y hagan lo que les decimos, da lo mismo que sea lavarse los dientes, hacer los deberes o arreglar su habitación. ¡Nos sentimos felices si cooperan! Esto nos lleva al segundo gran misterio al que se enfrentan educadores y pedagogos:
Si se trata a los hijos tutelando y respetando sus límites personales, escuchan efectivamente lo que les dicen sus padres y hasta por lo general obran en consonancia. Quizá no siempre ni con demasiado entusiasmo, pero en general lo hacen.
Muchos adultos de nuestra época han sufrido numerosas heridas en su infancia y juventud y por lo común tienden a negar sus repercusiones negativas. En parte han desarrollado también una cierta angustia de la vida que los lleva a percibir el hambre vital de sus hijos y la naturalidad con que reclaman su puesto en el mundo como una provocación, que a veces creen dirigida a ellos mismos de un modo totalmente personal.
Todo esto significa, naturalmente, que nosotros los padres consideramos el derecho y la posibilidad de que nuestros hijos digan no (afirmándose por tanto a sí mismos) desde dos perspectivas distintas. Ambas deberíamos tenerlas siempre presentes en nuestra relación cotidiana con ellos. Deseamos enormemente que nos digan sí y que se lo digan también a nuestras exigencias y expectativas. Pero, por otra parte, también tememos que no sean capaces de decir no a lo que nos parece erróneo o nocivo, por ejemplo a los malos amigos y a cosas por el estilo. Los malos amigos se aprovechan precisamente de que vuestro hijo no sea capaz de decirse un sí incondicional a sí mismo, haciéndose por ello mismo manipulable.
Hay sin duda otros niños y jóvenes que tienen el privilegio de saber defender con toda tranquilidad sus límites, necesidades y valores personales. Representan todavía una minoría, pero no son ni acosados ni acosadores. No roban en los centros comerciales, aunque lo hagan sus amigos. Desarrollan su sexualidad de acuerdo con sus condiciones. Discuten abiertamente con los adultos sobre diferencias de opinión. No se drogan ni están alcoholizados: son ajenos a toda forma de dependencia. Al contrario, se sienten a menudo distintos de sus coetáneos, y principalmente las chicas y las muchachas jóvenes tienen con frecuencia dificultades para encontrar a un compañero o a un novio parecido a ellas.
Puede resultar, de verdad, sorprendente descubrir cuán exactamente se identifican los hijos con la forma y manera de ver el mundo de sus padres que, con sumo esfuerzo, han aprendido a tomarse en serio. No existe un solo individuo que haya encontrado el perfecto equilibrio entre individualidad y pertenencia, pero si nos permitimos decirnos sí a nosotros mismos y permitimos que nuestros hijos hagan otro tanto, dispondremos de un instrumento de control que nos advertirá inmediatamente con una señal de alarma cuando el desequilibrio se haya hecho demasiado grande.