Introducción
—¿Puedo quedarme hoy un poquito más?
—Eres demasiado pequeño…, ¡y estás muy cansado!
—¿Por qué no me dejas que me haga un «tatoo»?
—Pero ¿no ves que queda muy feo?
—¡Quiero un helado!
—Comer muchos helados no es bueno. Hacen daño a la barriga.
—¿Por qué no nos vamos pronto a la cama y nos divertimos un poco, mientras los niños duermen?
—¿Crees realmente que eso será divertido?
—¡No quiero ir al colegio!
—¡Qué tontería! ¡Con lo que te gusta ir!
—Creo que por Pascua tendremos que ir a casa de tus padres.
—¡Pero si siempre dices que no tenemos tiempo para nosotros!
—¿Puedes darme 20 euros para la fiesta del sábado?
—¡Si no hace ni dos días que te di la paga!
Oímos a menudo en las familias respuestas como estas. Pero ¿qué significan en realidad? ¿Sí? ¿No? ¿Quizás?
Todas las relaciones amorosas llevan el sello de un sí que se pronuncia desde el fondo del corazón. Es el símbolo del amor que formulamos en el plano lingüístico en el momento en que decidimos vivir al lado de otra persona. Con ese sí nos certificamos mutuamente la sinceridad de nuestros sentimientos y asumimos un verdadero compromiso, parte esencial del sueño de una vida en común. Es todo cuanto los hijos nacidos o adoptivos deberían descubrir en los ojos de sus padres como inicio, para unos y otros, de una relación destinada a durar para siempre.
En la vida de la mayor parte de la gente hay momentos en que esta simple sílaba parece el mayor de los dones. Es el símbolo decisivo de apertura al otro y también de confianza y voluntad de crear con el otro un espacio común, en el que la soledad queda relegada por un tiempo a un segundo plano. Puede que se trate del primer beso de la adolescencia, del tan ensayado pero no por ello menos apasionado sí en el momento del matrimonio, o de lo que sentimos cuando nos «inunda» el alma la mirada confiada de un bebé: en cada una de estas ocasiones tenemos la sensación de gozar de un maravilloso privilegio. A menudo nos proponemos hacer todo lo posible para ganarnos este sí por parte de otro, pero también a menudo las ocupaciones cotidianas hacen que dejemos a un lado este propósito.
De esta forma, poco a poco, el sí pierde el carácter de don y se percibe cada vez más como una exigencia u obligación, y no solo en lo interno de la propia conciencia. La pareja exige un sí incondicionado. Los maestros en la escuela dan por supuesto su derecho a disponer de la confianza de los alumnos. Nuestros padres, aunque no lo digan abiertamente, esperan que vayamos a verlos de vez en cuando. En la misma medida en que se reduce el gozo espontáneo del dar y del recibir, perdemos también la confianza y el amor recíprocos. En la relación de pareja, el famoso séptimo año se anuncia a menudo de esta manera, mientras que entre padres e hijos la crisis emerge, lo más tarde, cuando estos últimos han aprendido ya a expresarse con tal facilidad que hacen vacilar, con su creciente autonomía, las expectativas y los sueños de los padres.
Se produce un cambio cuando los adultos comienzan a eludir la obligación de decirse sí. Lo hacen cuando muestran su no con su comportamiento, o cuando murmuran «sí…, sí…» (que es lo mismo que un no), o incluso cuando finge uno ante el otro, porque perciben la relación cada vez más como algo que se parece a una cárcel. La obligación del sí mata el placer y fomenta la desazón.
Entre padres e hijos el amor no se agota tan rápidamente, aunque padres y madres olvidan con frecuencia aceptar como un don a los hijos cuando estos comienzan a decir no. Se trata de un no absolutamente franco, pronunciado, por así decir, con la conciencia tranquila, sin disimulos, sin la carga de un reproche latente, como sucede a menudo con los adultos.
Los padres toman muchas veces el no de los hijos como una cuestión personal, sin darse cuenta de que los hijos lo dirigen ante todo hacia sí mismos y no hacia los adultos. Al hacerlo, trazan sus límites individuales y muestran a sus padres quién es en realidad ese hijo que los ama incondicionalmente. Naturalmente, no se trata de un proceso consciente y ponderado, pero vale la pena que se le considere así.
En los últimos quince años, el debate en el ámbito educativo ha estado tan ampliamente dominado por la cuestión del «poner límites», que se tiende ahora a considerar dicha cuestión como el punto cardinal de la relación entre padres e hijos. La manifiesta necesidad de imponer límites a los hijos ha adquirido ya un sentido casi religioso, y ¡ay de quien no se incline dócilmente ante este dogma! Los reproches más frecuentes son irresponsabilidad e indolencia. Personalmente, tengo la impresión de que se está avanzando a pasos agigantados hacia un nuevo primitivismo pedagógico, precedido por graníticas super-nannys y psicólogos del comportamiento, que quieren darnos a entender que pueden transformar en pocos días incluso la más caótica de las familias en un oasis de paz y armonía.
Es de destacar, aunque resulta también inquietante, que la necesidad que sienten los padres de imponer límites a los hijos aumenta en la misma medida en que disminuye dramáticamente el «margen de juego» físico y psíquico de estos últimos. Muchos observan simplemente que los niños son hoy «más libres» en su trato con los adultos y que, desde el punto de vista económico, representan una franja deseable de nuevos consumidores. Pero no se dan cuenta de que las posibilidades de que disponen los niños de vivir y jugar entre ellos como quieren y sin la intromisión de los adultos son ahora casi nulas. Hace apenas una generación era precisamente en ese espacio en el que los adultos no hacían acto de presencia donde los niños desarrollaban la que actualmente se llama «competencia social», que no pueden enseñar ni los padres ni la escuela o la guardería, por mucho que se quiera. A los niños de hoy se les pide ante todo que «funcionen bien» –para usar una expresión misantrópica–: una forma de uniformizar que va convirtiéndose cada vez más en una camisa de fuerza colectiva.
Este libro no trata, por tanto, de la necesidad de imponer límites a los hijos o de ejercer cuanto antes el mayor poder posible sobre los demás. Más bien se propone explicar cuán importante es para la naturaleza de nuestras relaciones más estrechas poder decir no a los otros, porque debemos decirnos sí a nosotros mismos.
Trata de por qué –para bien de todos– debemos definirnos y delimitarnos, y cómo podemos hacerlo sin ofender o herir a los demás.
Además, debemos aprender a hacer todo esto con toda tranquilidad, sabiendo que así ofrecemos a nuestros hijos modelos válidos de comportamiento.
Son sobre todo las relaciones de amor las que nos hacen conocernos mejor y más profundamente. Nos hacemos más abiertos y más vulnerables cuando amamos a alguien y estamos dispuestos, por mor de la cercanía y la vida en común, a sacrificar voluntariamente nuestros límites. A medida que maduramos y la relación evoluciona, vamos conociendo nuevos aspectos nuestros. Desaparecen unos límites y surgen otros nuevos, o se replantean los anteriores. Sanan las viejas heridas y se abren otras nuevas. La estrecha interacción que existe dentro de la familia nos procura, por así decir, una cierta dosis de golpeaduras y algún que otro rasguño. Todo sirve para aprender algo sobre nosotros mismos y los demás. Aprendemos a interesarnos por los que se han sentido heridos. Aprendemos a respetar a los demás y a marcar nuestros límites, para que nuestro comportamiento sea cada vez más claro. Si aprendemos a expresarnos con mayor claridad, no solo nos sentiremos mejor dentro de nuestra propia piel, sino que además seremos más valiosos a los ojos de los demás.
Este libro ha nacido de un profundo respeto por una generación de padres cuyo primer propósito es desarrollar su rol paterno de dentro hacia fuera, partiendo de sus propios pensamientos, sentimientos y valores, porque ya no hay ningún consenso cultural y objetivamente fundado al que puedan recurrir. A la vez, han de crear una relación paritaria de pareja que tenga en cuenta tanto las necesidades de cada uno como las exigencias de su vida en común. Si esto ha de lograrse algún día, debemos aprender a decir no.
Yo lo considero un arte, porque debe nacer de dentro, ha de ser personal y ha de dejar mella en alguien. La alternativa consiste en la repetición estereotipada de reproches no específicos («¿Cuántas veces debo repetirlo? ¡Te lo he dicho ya cien veces!»), que dañan la dignidad y el respeto que nos debemos a nosotros mismos.
En definitiva, podremos decirnos sí tranquilamente y decirlo igualmente a los demás solo si somos también capaces de pronunciar un auténtico no.