36.


Cordelia se quedó dormida en cuanto cerró el libro y lo dejó sobre la mesita de noche. El despertar fue repentino. Permaneció un momento confundida y luego alargó la mano para encender la luz. Su reloj de pulsera, que había dejado sobre la mesilla, le indicó que eran poco más de las tres y media, demasiado temprano, sin duda, para haber despertado espontáneamente. Pensó que su sueño había sido interrumpido por algún sonido, tal vez por el ulular de un ave nocturna. La luz de la luna derramaba a través de las cortinas, echadas a medias, un haz de luz sobre el techo y las paredes. El silencio era absoluto excepto por el pulso resonante de las aguas, más fuerte ahora que en medio de la agitación diurna. Su mente, aún aletargada, se aferró al final de un sueño. Estaba en Kingly Street y la señorita Maudsley le había mostrado con orgullo un gatito recién rescatado. Como suele ocurrir en los sueños, no le sorprendió que el animal estuviese durmiendo en una cuna tallada con dosel roio y cortinas laterales, una miniatura de la cama de Clarissa, ni que al asomarse a la cuna y apartar la manta no viera un gato sino un bebé y supiera que se trataba del hijo ilegitimo de la señorita Maudsley, ni que tuviera que ser muy diplomática para no revelar que lo sabía. Sonrió al recordarlo, apagó la luz e intentó volver a conciliar el sueño.


Pero el sueño se le escapó de las manos. Una vez despierta, se sintió inquieta. Su mente se vio ocupada de nuevo por el misterio y el horror de la muerte de Clarissa. Una imagen sucedía a otra, espontánea pero insistente, desconectada en el tiempo pero horrorosamente clara; el cuerpo de Clarissa cubierto de raso, blanca como la cera bajo el dosel carmesí; Clarissa contemplando el remolino de agua en la Caldera del Diablo; la esbelta figura de Clarissa paseándose por la terraza, blanca como un fantasma; Clarissa de pie, en el muelle, extendiendo sus brazos, como si fueran alas, a modo de bienvenida; Clarissa quitándose el maquillaje, volviendo sobre Cordelia un ojo desnudo y empequeñecido en una monstruosa y extraña mirada discordante que ahora parecía contener un triste reproche.

Su mente retuvo aquella última imagen como si no estuviera dispuesta a dejarla escapar. Contenía algo significativo, algo que tendría que haber sabido o recordado. Entonces comprendió. Volvió a ver el tocador, las bolas de algodón sucias de maquillaje, los fragmentos más pequeños desparramados sobre la caoba ennegrecidos de rimel. Clarissa había usado una loción especial para limpiarse los ojos. Pero aquellos residuos de algodón no estaban sobre el tocador cuando descubrió el cadáver. Quizá no se había molestado en quitarse la sombra para párpados. ¿Podía detectarlo el patólogo incluso debajo de aquella carne machacada e hinchada? Pero, ¿para qué se habría quitado los polvos y la base de maquillaje dejando los ojos bajo el peso de la sombra y el rimel, sobre todo teniendo en cuenta que se proponía hacerlos reposar bajo los discos humedecidos? Existía otra posibilidad: que se hubiese dejado todo el maquillaje porque esperaba a alguien, y ese alguien le había limpiado la cara antes de convertirla en pulpa. Esto presuponía un hombre. Un hombre era el visitante furtivo más probable. Clarissa estaba demasiado obsesionada por su aspecto para recibir siquiera a una mujer con la cara lavada. Pero, ¿no era más factible que una mujer se diera cuenta de que tenía que usar los discos especiales para quitarse los cosméticos de los ojos? Sin duda alguna Tolly lo sabía. ¿Y Roma? Los ojos de Roma iban desprovistos de maquillaje, y en la urgencia y el terror del momento no resultaba verosímil que hiciera un minucioso inventario de los frascos que estaban sobre el tocador. El más propenso a cometer semejante error seguía siendo un hombre, salvo Ivo, quizá, por su conocimiento del maquillaje teatral. Pero lo más extraño de todo era, sin duda alguna, el silencio de Tolly al respecto. La policía tenía que haberla interrogado acerca de los cosméticos, debía de haberle preguntado si todo lo que estaba sobre el tocador parecía normal. Eso significaba que Tolly había guardado silencio. ¿Por qué y por quién?.

Ya era imposible dormir. Pero debió de cabecear un poco, aunque a rachas, pues eran las cuatro cuando volvió a despertar. Estaba acalorada. La ropa de cama cubría su cuerpo como el peso de un fracaso, y comprendió que debía renunciar al sueño por esa noche. El mar trepidaba más estruendoso que nunca, el aire mismo parecía palpitar. Vio la marea creciendo inexorablemente sobre la terraza, invadiendo el comedor, haciendo flotar la pesada mesa y las sillas talladas, cubriendo los Orpen y el techo de estuco, trepando por las escaleras hasta que toda la isla quedaba cubierta, excepto la delgada torre que se elevaba como un faro por encima de las olas. Permaneció rígida, aguardando ansiosa los primeros arreboles del día. Sería lunes, día hábil en Speymouth. Podría salir de la isla aunque sólo fuera unas horas para ir a las oficinas del periódico local y tratar de rastrear el recorte referente a la actuación de Clarissa. Tenía que hacer algo concreto, aunque no resultara significativo. Estar ocupada la haría sentirse libre, libre de la irónica y semisecreta sonrisa de Ambrose, de la infelicidad de Simon, de la adusta entereza de Ivo; libre, sobre todo, de la mirada de la policía. Sabía que volverían. Pero a no ser que la arrestaran, no podían impedirle pasar un día en tierra firme.

Le parecía que la mañana nunca llegaría. Renunció a dormir y saltó de la cama. Después de ponerse los tejanos y el Guemsey se acercó a la ventana y descorrió las cortinas. A sus pies se extendía la rosaleda; las últimas cabezuelas de rosas, demasiado abiertas, colgaban de los espinosos tallos, desteñidas por la luna. El agua del estanque se veía tan sólida como la plata, y distinguió perfectamente los lunares de nenúfares, el brillo de sus flores. Pero había algo más en la superficie, algo negro y peludo, una inmensa araña que se arrastraba semisumergida, extendiendo y agitando sus innumerables patas vellosas bajo las relucientes aguas. Fijó la vista, incrédula, fascinada. Entonces comprendió de qué se trataba y se le heló la sangre.

No se dio cuenta de que bajaba a la carrera hasta la verja que conducía del pasillo al jardín. Debió de golpear a las puertas de todos los dormitorios, indiscriminadamente, apenas consciente de que podía necesitar ayuda, sin aguardar respuesta. Pero los otros debían de tener el sueño ligero. Cuando llegó a la verja del jardín y se alzó para abrir el pestillo alto, oyó pasos apagados en el pasillo y un confuso murmullo de voces. Luego se vio de pie en el borde del estanque con Simon, sir George y Roma a su lado; miró por primera vez lo que estaba segura de haber visto: la peluca de Munter.

Fue Simon quien se quitó el batín y se metió en el estanque. El agua le llegaba a la altura de los brazos. Respiró hondo y se zambulló. Los demás lo observaban, expectantes. El agua apenas se había estabilizado tras el impacto de su inmersión, cuando levantó la cabeza, lustrosa como la de una foca.

–Está ahí -gritó desde el estanque-. Ha quedado atrapado en la tela metálica donde están arraigados los nenúfares. Quédense ahí, creo que podré desenredarlo.

Volvió a desaparecer. Casi al instante vieron surgir dos formas negras en la superficie. La cabeza calva de Munter, boca arriba, parecía tan hinchada como si llevara semanas en el agua. Simon empujó el cuerpo hacia el borde del estanque; Cordelia y Roma se inclinaron y halaron de las mangas empapadas. Cordelia sabía que sería más fácil cogerlo de las manos, pero los dedos hinchados, amarillos como ubres, le repelían. Se inclinó sobre la cara y lo sostuvo por los hombros. Tenía los ojos abiertos y vidriosos, la piel tersa como el látex. Era lo mismo que extraer del agua un muñeco, un maniquí desechado, con el cuerpo relleno de serrín, anegado e inerte con su ridícula levita. La máscara de payaso, con su mandíbula floja, parecía contemplarla con una inquisitiva mirada de conmiseración. Cordelia creyó percibir su hediondo aliento alcohólico. De pronto se sintió avergonzada por la repugnancia con que rechazaba los dolorosos restos de su humanidad y, en un arrebato de misericordia, le apretó la mano izqulerda, cuyo contacto la impresionó como una vejiga tensa, descarnada y fría. Por ese contacto supo que estaba muerto.

Tiraron de él hasta acostarlo sobre la hierba. Simon salió del agua. Dobló su batín y lo acomodó bajo la cabeza de Munter, le echó el cuello hacia atrás e introdujo los dedos en su boca abierta, para ver si llevaba dentadura postiza. No encontró prótesis alguna. Entonces apretó su boca contra los gruesos labios del hombre e intentó practicarle la respiración artificial. Todos lo observaban en silencio. Ni siquiera dijeron nada cuando aparecieron Ambrose e Ivo. Sólo se oía el sonido de la ropa empapada mientras Simon cumplía su tarea, y el jadeo regular de sus inspiraciones. Cordelia miró de soslayo a sir George, extrañada por su silencio. Sir George contemplaba el hinchado rostro invertido, los ojos entreabiertos y ciegos, con gran intensidad, casi con una mirada de incrédulo reconocimiento. En ese momento a Cordelia le dio un brinco el corazón. Sus ojos se cruzaron con los de sir George y creyó percibir en ellos una advertencia. Ninguno de los dos dijo nada, pero Cordelia se preguntó si él había compartido la revelación. Acudió a su mente una vieja imagen incongruente: la sala de música del convento, la hermana Hildegarde abriendo mucho la boca y los ojos en anticipatoria mímica mientras levantaba la batuta blanca: "Y ahora, niñas mías, Schumann. ¡Alegres, alegres! Las bocas bien abiertas. "Ein munteres Lied".

Obligó a su cerebro a retornar al presente. No había tiempo de pensar en su descubrimiento ni de analizar sus implicaciones. Hizo un esfuerzo por volver a mirar el trozo de carne mojada sobre el que trabajaba Simon tan desesperadamente. Estaba al borde del agotamiento cuando Ambrose se inclinó y buscó el pulso en la muñeca de Munter.

–Es inútil -dijo-. Está muerto. Helado. Probablemente lleva horas en el agua.

Simon no respondió. Siguió bombeando aire mecánicamente en el cuerpo inerte, como si ejecutara algún rito obsceno y esotérico.

–¿Debemos abandonar? – intervino Roma-. Creí que era necesario insistir durante horas.

–No cuando ya no hay pulso y el cuerpo se ha enfriado.

Pero Simon no se dio por enterado. El ritmo de sus violentas inspiraciones y las flexiones de su cuerpo agachado parecían cada vez más convulsos. Entonces todos oyeron la voz de la señora Munter, baja pero violenta:.

–Déjenlo en paz. Está muerto. ¿No ven que está muerto?.

Simon la oyó. Se irguió y empezó a temblar espasmódicamente. Cordelia cogió el batín de bajo la cabeza de Munter y se lo echó sobre los hombros. Ambrose se volvió en dirección a la señora Munter:.

–Lo lamento. ¿Sabe cuándo ocurrió?.

–¿Cómo puedo saberlo? – Hizo una pausa y agregó-: ¿Cómo puedo saberlo, señor? Cuando se emborracha no duermo con él.

–Pero tiene que haberlo oído salir. Seguramente no mantenía el equilibrio ni caminaba sin hacer ruido.

–Salió de su habitación poco antes de las tres y media.

–Es una pena que no me lo haya comunicado -dijo Ambrose.

Cordelia pensó: Se lo dice con la misma acritud que si ella le hubiera propuesto tomarse una semana de vacaciones sin consultarle.

–Yo creía que nos pagaba para evitarle problemas e inconvenientes. Munter ya había provocado suficientes en una sola noche.

No parecía haber nada que decir. Entonces sir George se adelantó e hizo una seña a Simon.

–Será mejor entrarlo.

En la voz de la señora Munter apareció una nueva nota: -No lo lleven al apartamento del servicio, señor.

–Desde luego, si eso es lo que usted desea -respondió Ambrose tranquilizadoramente.

–Eso es lo que deseo. – La señora Munter giró sobre los talones y se alejó.

Todos la siguieron con la mirada, y unos segundos después Cordelia corrió y la alcanzó:.

–Permítame que la acompañe. Me parece que no debería estar sola.

Cordelia se asombró de que los ojos que la miraron contuvieran tanta aversión.

–Quiero estar sola. Las personas como ustedes no pueden hacer nada por mí. No se preocupe, no voy a suicidarme, si es eso lo que piensa. – Señaló a Ambrose con la cabeza-. Puede decírselo también a él.

Cordelia regresó junto a los demás.

–No quiere que nadie le haga compañía. Me pidió que les dijera que no hay nada que temer.

Nadie contestó. Seguían formando un círculo alrededor del cadáver. Con sus batas y los pies enfundados en zapatillas, inclinados sobre el cadáver, parecían un grupo de deudos grotescamente ataviados: sir George con un raído batín de lana a cuadros; la seda verde oscuro de Ivo cubría sus hombros descarnados como una percha; el apagado azul de Ambrose, forrado en raso; el nilón floreado y alcochado de Roma; el albornoz marrón de Simon. Mientras observaba el círculo de cabezas inclinadas, Cordelia casi esperaba que se elevaran y entonaran un canto fúnebre al unísono. En ese momento sir George se incorporó y dijo a Simon:.

–¿Seguimos adelante?.

Ivo se había acercado al borde del estanque y contemplaba los restos de los nenúfares como si se tratara de una extraña vegetación marina por la que experimentar un interés científico; pero levantó la vista y dijo:.

–¿Es correcto que lo mováis? Creo que lo normal es no tocar el cadáver hasta la llegada de la policía.

–¡Sólo en caso de asesinato! – chilló Roma-. Ahora nos encontramos ante un accidente. Estaba borracho, tropezó y se cayó. Ambrose nos dijo que Munter no sabía nadar.

–¿Sí? No lo recuerdo. Pero es cierto. No sabía nadar.

–Nos lo dijiste durante la cena -le recordó Ivo-, pero Roma no estaba presente.

–Me lo dijo alguien, probablemente la señora Munter -volvió a gritar Roma-. ¿Qué importancia tiene? Había bebido más de la cuenta, se cayó y se ahogó. Lo ocurrido es obvio.

Ivo volvió a su contemplación de los nenúfares:.

–No creo que nada sea obvio para la policía. Pero me atrevería a decir que tienes razón. Ya estamos rodeados de suficiente misterio, sin necesidad de sumarle nada. ¿Hay señales de violencia en el cuerpo?.

–Por lo que veo, no -respondió Cordelia.

–No podemos dejarlo aquí -insistió Roma, obstinada-. Creo que tendríamos que llevarlo adentro. – Miró a Cordelia con aire suplicante.

–No creo que importe que lo movamos -dijo Cordelia-. No sería lo mismo si lo hubiéramos encontrado en esta posición.

Todos miraron a Ambrose, a la espera de su decisión.

–Antes de trasladarlo, os ruego que entréis conmigo -dijo el dueño de la casa-. Hay algo que tenemos que decidir entre todos.

.


37.


Lo siguieron al interior del castillo. Sólo Simon volvió la vista hacia el triste montón de carne fría y miembros extendidos que había sido Munter. Su mirada traducía un molesto pesar, casi una disculpa por abandonarle en tan penosas condiciones.


Ambrose los condujo al despacho y encendió la lámpara del escritorio. La atmósfera era de conspiración; parecían una pandilla de escolares proyectando en bata una travesura nocturna.

–Tenemos que tomar una decisión -explicó Ambrose-. ¿Le decimos a Grogan lo que ocurrió durante la cena? Creo que tendríamos que ponernos de acuerdo sobre ese punto antes de telefonear a la policía.

–Si te refieres a si debemos revelar o no a la policía que Munter acusó de asesino a Ralston, ¿por qué no lo dices lisa y llanamente? – le reprochó Ivo.

El pelo de Simon, pegado sobre la frente y chorreando sobre sus ojos, parecía artificialmente negro. Su cuerpo se estremecía bajo el batín. Paseó la mirada de uno a otro, atónito.

–Pero no acusó a sir George de…, bueno, de ningún crimen concreto. ¡Y estaba borracho! No sabía lo que decía. Todos lo vieron. ¡Estaba borracho! Su voz rozaba peligrosamente la histerla.

–Aquí nadie piensa que tenga la menor importancia -lo interrumpió Ambrose con un deje de impaciencia-. Pero la policía puede creer lo contrario. Obviamente les interesará todo lo que Munter haya hecho o dicho durante las últimas horas de su vida. Es mucho lo que hay que decir para no decir nada, para no complicar la investigación. Pero tenemos que ofrecer aproximadamente el mismo relato. Si unos hablan y otros no, los que se inclinen por la reserva se encontrarán ciertamente en una situación difícil.

–¿Propones fingir que no irrumpió por la puerta vidriera del comedor, que no lo vimos? – preguntó Simon.

–De ninguna manera. Estaba borracho y todos lo vimos en ese estado. Le diremos la verdad a la policía. Pero la verdad ¿hasta qué punto?.

Intervino Cordelia, serena:.

–No se trata únicamente de la acusación que lanzó Munter a sir George. Después que usted y Simon se llevaran a Munter, sir George nos habló de un amigo del ejército que bebía de la misma manera incontenible…

Ivo terminó la oración por ella:.

–Y que se ahogó exactamente de la misma forma. A la policía le resultará interesante la coincidencia. Así pues, y a menos que sir George os haya contado a ambos la misma historia en otra ocasión, lo cual me parece difícil, Cordelia y yo nos encontramos ya en lo que tú llamas una situación difícil.

Ambrose asimiló la información en silencio, pero evidenció cierta satisfacción.

–En tal caso, la elección parece centrarse en si todos hacemos un relato veraz de los acontecimientos de esta noche, o si omitimos los gritos de "asesino" lanzados por Munter y la historia acerca del malogrado amigo de Ralston -declaró un rato después.

–Yo opino que debemos decir la verdad -dijo Cordelia-. Mentirle a la policía no es tan fácil como parece.

–Tú debes hablar por experiencia -la aguijoneó Roma.

Cordelia pasó por alto el tono de malicia y prosiguió:.

–Nos interrogarán exhaustivamente. ¿Qué dijo Munter cuando entró por la puerta vidriera? ¿De qué hablamos los demás mientras Ambrose y Simon lo ayudaban a acostarse? No sólo es cuestión de omitir datos embarazosos. Tenemos que ponernos de acuerdo en decir las mismas mentiras. Aparte de cualquier consideración moral.

Ambrose dijo en tono desembarazado:.

–No me parece acertado complicar la decisión con consideraciones morales. Digan lo que digan los teólogos, bien está lo que bien acaba es una opción perfectamente válida. Además, sospecho que todos hemos hecho alguna sensata adaptación en nuestras entrevistas con Grogan. Al menos yo lo hice. El inspector parecía crcer que debía darle explicaciones por haber montado la obra para Clarissa; así pues, le dije que ella me había dado la idea de "Autopsia". Una mentirijilla ingeniosa pero del todo innecesaria. En consecuencia, nuestra primera decisión es fácil. Decimos la verdad o acordamos un embuste. Propongo que lo decidamos por votación secreta -sugirió Ambrose.

–¿Aquí o nos retiramos a la cripta? – ironizó Ivo.

Ambrose hizo caso omiso de su chanza. Se volvió hacia Simon, que tenía la boca entreabierta y la cara pálida bajo los ojos febriles, pero lo pensó mejor. Con formal cortesía, le pidió a Cordelia:.

–¿Me haría el favor de traerme dos tazas de la cocina? Creo que conoce el camino.

El breve trayecto, el incongruente recado, le parecieron muy significativos a Cordelia. Avanzó por los pasillos vacíos, entró en la cocina y cogió del aparador dos tazas de desayuno. Lo hizo con solemne lentitud, como si un público invisible estuviera observando la gracia de cada uno de sus movimientos. Cuando volvió al despacho tuvo la impresión de que nadie se había movido de su sitio.

Ambrose le dio las gracias y colocó una taza junto a la otra sobre el escritorio. Luego se acercó a la vitrina y volvió con el juego de solitario de la princesa Victoria, con sus canicas de colorines.

–Cada uno de nosotros cogerá una canica -indicó-. Después cerraremos los ojos, y os imploro que no espiéis…, y la dejará caer en una de las tazas. Será fácil de recordar: la taza izquierda para la opción más indecorosa; la de la derecha, para la rectitud. Como veréis, he alineado adecuadamente las asas, de modo que no hay excusa para la confusión. Cuando hayamos oído caer las cinco canicas, abriremos los ojos. Es muy conveniente que Roma no estuviera presente durante la cena, así no hay posibilidad de empate.

Sir George fue el primero en reaccionar:.

–Estás perdiendo el tiempo, Gorringe. Lo mejor que puedes hacer es telefonear a la policía ahora mismo. Como es obvio, le diremos la verdad a Grogan.

Ambrose escogió su canica con gran cuidado y estudió el jaspeado como si fuera experto en chucherias.

–Si eso es lo que tú deseas, debes votar por esa opción.

–¿Tienes la intención de hacer una segunda votación para decidir si le contamos a la policía la primera? – inquirió Ivo; pero cogió una canica.

Sir George, Simon y Cordelia siguieron su ejemplo. Cordelia cerró los ojos. Hubo un segundo de silencio y luego se oyó tintinear la primera bola en la taza. La segunda siguió casi inmediatamente, y después la tercera. Extendió las manos, que fueron brevemente rozadas por unos dedos fríos como el hielo. Tanteó las tazas y apoyó una mano en cada una, para evitar cualquier error. Dejó caer su canica en la taza de la derecha. Un segundo más tarde oyó caer la quinta canica, que sonó muy fuerte, como si hubiera caído desde gran altura. Abrió los ojos. Los demás parpadeaban, como si el período de oscuridad hubiese durado horas, no segundos. Todos juntos miraron el interior de las tazas. La de la derecha contenía tres bolitas.

–Esto simplifica las cosas -comentó Ambrose-. Diremos la verdad, aunque, por supuesto, no mencionaremos esta pequeña diversión. Entramos juntos en el despacho y todos permanecisteis aquí, en correcto silencio, mientras yo telefoneaba a la policía. Sólo hemos invertido en esto unos minutos, de modo que no tendremos que justificar ningún retraso importante.

Guardó las canicas después de estudiar atentamente cada una de ellas, le tendió las dos tazas a Cordelia y levantó el auricular. Mientras llevaba las tazas a la cocina, dos pensamientos ocupaban la mente de Cordelia: ¿Por qué sir George había esperado a que la votación fuera inevitable para anunciar que estaba a favor de la verdad, y quiénes eran los dos que habían echado las canicas en la taza de la izquierda? Por un instante se preguntó si alguien habría cambiado la canica de otro al dejar caer la suya, pero se dio cuenta de que para hacerlo, incluso con los ojos abiertos, se necesitaban ciertas dotes de prestidigitación. Su oído era excepcionalmente fino y sólo había detectado los cuatro tintineos correspondientes a la caída de las otras canicas.

Evidentemente, Ambrose estaba practicando una política de unión. Había esperado su retorno antes de llamar al cuartelillo de Speymouth.

–Soy Ambrose Gorringe y hablo desde Courcy Island. Por favor, infórmele al inspector Grogan de que mi mayordomo Munter ha muerto. Fue encontrado en el estanque, aparentemente ahogado.

Cordelia pensó que la declaración era notable, por lo breve, precisa y cuidadosamente objetiva. Por una vez, Ambrose se mostraba ecuánime sobre las causas de la muerte de Munter. El resto de la conversación fue monosilábica. Ambrose colgó y dijo:.

–Era el sargento de guardia. Se lo transmitirá a Grogan. Dice que no movamos el cadáver, que intervengamos lo menos posible hasta la llegada de la policía.

Se produjo un silencio con el que a Cordelia le pareció que todos reconocían simultáneamente que tenían frío, que todavía no eran las seis y media y que, por más insensible que pareciera expresar el deseo de volver a la cama e imposible abrigar la esperanza de dormir, era disparatadamente temprano para vestirse y enfrentarse a una nueva jornada.

–¿Alguien quiere té o café? – ofreció Ambrose-. No sé qué ocurrirá con nuestro desayuno. Quizá no lo haya si yo no lo preparo, pero os aseguro que soy muy competente. ¿Alguien tiene hambre?.

Nadie reconoció tenerla. Roma se estremeció y cerró con más fuerza su bata de nilón acolchada.

–Un té me vendría bien, cuanto más fuerte mejor -dijo-. Después, yo por lo menos, iré a acostarme.

Hubo un murmullo general de conformidad. Luego Simon declaró:.

–He olvidado algo. Allí abajo hay una caja. La toqué al sacar a Munter. ¿Debo subirla?.

–¡El cofre de las joyas! – exclamó Roma animada, aparentemente olvidando su deseo de acostarse-. Entonces ¡la tenía él!.

–No creo que sea el joyero -apuntó Simon, ansioso-. Me pareció más grande y de superficie más lisa. Debió de escapársele de las manos al caer.

Ambrose vaciló:.

–Supongo que deberíamos esperar a que llegue la policía. Por otro lado, siento curiosidad por saber de qué se trata, si Simon no tiene nada que objetar a una segunda inmersión.

Lejos de plantear objeciones, el muchacho, aunque tiritaba, parecía impaciente por volver al estanque. Cordelia se preguntó si habría olvidado el cadáver tendido sobre la hierba. Nunca lo había visto tan exaltado, casi frenético. Quizás era el resultado de ser, por una vez, el centro de la acción.

–Yo creo que puedo reprimir mi curiosidad -comentó Ivo-. Me vuelvo a la cama. Si más tarde alguien prepara un té, agradeceré que me suban una taza.

Se fue solo. Aparentemente, Roma se había repuesto de su dolor de cabeza y de su fatiga. Regresaron al estanque. La luna, que se apagaba, se veía delgada como un papel, y el cielo se veteaba con las primeras luces del alba. Una tenue neblina se elevaba del agua, despidiendo un húmedo frío otoñal. Desprovisto del melancólico encanto de la luz de la luna y de la sensación de irrealidad que ésta confiere, el cadáver parecía a la vez más humano y más grotesco. La carne de la mejilla izquierda, apoyada contra las piedras, deformaba el ojo de modo que parecía mirarlos de soslayo, irónico y sagaz. De la babeante boca colgaba un hilo de saliva manchada de sangre, que se había secado sobre la incipiente barba del mentón. Las ropas empapadas parecían haber encogido, y un delgado chorro de agua rezumaba de las perneras del pantalón y goteaba lentamente en el estanque. Bajo la engañosa luz del amanecer, Cordelia tuvo la impresión de que la sangre de Munter se derramaba, desatendida y sin restañar.

–¿No podemos cubrirlo, al menos? – preguntó.

–Por supuesto. – Ambrose se mostró instantáneamente solícito-. ¿Puede ir adentro a buscar algo, Cordelia? Un mantel, una sábana, una toalla, hasta un abrigo vendría bien. Estoy seguro de que encontrará algo adecuado.

Roma cayó violentamente sobre él:.

–¿Por qué envías a Cordelia? ¿Por qué se espera que ella haga todos los recados? No se le paga para que cumpla tus órdenes. Munter era tu sirviente, no Cordelia.

Ambrose la miró como si fuera una niña falta de inteligencia que por una única vez había hecho una observación sensata.

–Tienes toda la razón -dijo en tono abúlico-. Iré yo mismo.

Pero Roma, en un acceso de ira, no se apaciguó.

–Munter era tu criado y ni siquiera eres capaz de decir que lamentas su muerte. No te importa, ¿verdad? No te importó nada la muerte de Clarissa y tampoco la de él. Nada te afecta mientras sigas cómodo y a salvo del aburrimiento. No has dicho una sola palabra de pesar desde que encontramos el cadáver. ¿Y quién eres tú? Tu abuelo hizo su fortuna con píldoras para el hígado y agua para los retortijones. Ni siquiera tienes la excusa de la casta para no comportarte como un ser humano.

Durante un segundo el cuerpo de Ambrose quedó paralizado y en sus tersas mejillas aparecieron dos lunas rojas que en seguida se esfumaron, dejándolo marmóreo. Pero su voz apenas se alteró.

–El único ser humano como el cual sé comportarme soy yo mismo. Lloraré a Munter en su momento y lugar. Éstos no me parecen oportunos para las lamentaciones. Pero si su ausencia te ofende, puedo emular al príncipe Hal: "¿Cómo? ¡Viejo conocido! ¿No podía toda esta carne conservar un poco de vida? ¡Pobre Jack, adiós! ¡Prescindiría mejor de un hombre honrado que de ti!". Y si te sirve de consuelo, preferiría veros a todos vosotros muertos en el fondo del estanque, con una posible excepción, que perder a Carl Munter. Pero en lo que respecta a Cordelia, tienes razón. Uno siempre está dispuesto a aprovecharse de la eficacia y la bondad.

Cuando salió se produjo un embarazoso silencio. Roma, con la cara lívida y el mentón arrugado en porfiada cólera, permaneció un poco apartada. Tenía el truculento aire ligeramente defensivo de una niña consciente de haber dicho algo insostenible, aunque se siente halagada por el resultado. De pronto se volvió y dijo en tono malhumorado:.

–Bien, al menos he logrado provocar una reacción humana en nuestro anfitrión. Ahora sabemos dónde estamos. Sospecho que Cordelia es, entre todos nosotros, la privilegiada a quien Ambrose no querría ver muerta en el fondo de su estanque. Evidentemente, ni siquiera él es inmune a un rostro agraciado.

Sir George tenía la vista fija en los nenúfares.

–Está alterado y es natural. Éste no es momento de reñir entre nosotros.

Cordelia tenía la sensación de que debía hacer algún comentario, pero, incapaz de discurrir algo apropiado, guardó silencio. Estaba desconcertada por el estallido de Roma, que no podia considerar una muestra de preocupación o afecto por ella. Supuso que podía ser un gesto de solidaridad femenina o un estallido ante la arrogancia masculina. Pero sospechaba que muy probablemente se trataba de una espontánea expansión de sobresalto y terror reprimidos. Cualquiera que fuese la causa, el resultado había sido interesante. Ambrose se había mostrado curiosamente atinado en su cita de "Enrique IV". ¿Se debía a que era un admirador natural de Shakespeare o a que en los últimos tiempos se había dedicado a leer la sección shakespeariana del "Diccionario Penguin de Citas"?.

Oyeron las pisadas de Ambrose en las piedras. Llevaba en la mano un mantel a cuadros rojo, doblado. Mientras todos lo observaban lo extendió y lo dejó caer suavemente sobre el cadáver. Cordelia pensó que como mortaja provisional no era lo más apropiado que podía haber encontrado. Ambrose se arrodilló y envolvió tiernamente el mantel alrededor del cadáver, como si quisiera ponerlo cómodo. Unos segundos después sir George se volvió hacia Simon y vociferó:.

–Adelante, muchacho. ¡Manos a la obra!.

Simon ya conocía la profundidad del estanque y en esta ocasión se tiró de cabeza. Su cuerpo hendió el agua en una perfecta curva, eludiendo los nenúfares. Hubo una agitación y una breve conmoción de las aguas. Luego su lustrosa cabeza asomó a la superficie y levantó ambos brazos. Entre ellos sostenía una caja de madera oscura, de unos treinta centímetros por ventidós. Un instante después había dejado la carga en manos de Ambrose y subía por el borde del estanque.

–Estaba atrapada debajo de la malla -jadeó-. ¿Qué es?.

A modo de respuesta, Ambrose levantó la tapa. La hermética caja de música había emergido un tanto arañada, pero intacta en cualquier otro sentido. El cilindro giró lentamente y un tintineo de dulces notas desarticuladas dejó oír una melodía familiar, que Cordelia había escuchado por última vez durante el ensayo final: "Las campanillas de Escocia".

Guardaron silencio hasta que concluyó la melodía. Hubo una pausa y oyeron los primeros acordes del siguiente aire, que en breve identificarían como "Mi amado está en el océano". Ambrose cerró la caja y dijo:.

–La última vez que la vi estaba junto a la otra caja de música en la mesa de los accesorios. Munter debió de cogerla para volver a llevarla a la habitación de la torre. Ésta sería la ruta directa desde el teatro hasta la torre.

–¿Por qué? ¿Qué prisa había?.

Roma observó ceñuda la caja, como si su aparición hubiera frustrado sus expectativas.

–No había ninguna prisa -dijo Ambrose-, pero estaba borracho y supongo que actuaba irracionalmente. Munter compartía mi ligera obsesión por el orden y le disgustaba profundamente que cualquier objeto del castillo se utilizara como utilería teatral. Creo que su embrollado cerebro consideró que ése era un momento tan bueno como cualquier otro para empezar a arreglar las cosas.

Cordelia pensó que sir George había permanecido excesivamente callado. Ahora le oyó hablar por primera vez.

–¿Qué más ha trasladado? ¿Qué hay de la otra caja de música?.

–Ésa se guardaba en el aparador de mi despacho. Por lo que recuerdo, allí había una caja, y la otra estaba entre los trastos de la torre.

Sir George se dirigió a Simon:.

–Mejor que te vistas, muchacho, estás tiritando. Aquí ya no hay nada que hacer.

Era una despedida, casi brutal por lo perentoria. Por primera vez Simon pareció darse cuenta de que tenía frío. Empezaron a castañetearle los dientes. Vaciló, inclinó la cabeza y se alejó arrastrando los pies.

–Ese chico tiene más habilidades de las que yo le atribuía -confesó Roma-. A propósito, ¿cómo sabía qué aspecto tenía el joyero de Clarissa? Creía que se lo habías regalado cuando llegó el viernes por la mañana.

–Supongo que como lo sabemos tú y yo -intervino Cordelia-, porque estuvimos en su habitación y nos lo mostró.

–Me di cuenta de que tenía que haber estado en su habitación, por supuesto. – Roma se volvió para irse-. Pero me estaba preguntando exactamente en qué momento. ¿Y cómo sabía que Munter llevaba la caja cuando cayó? Podía llevar meses en el fondo del estanque.

–Su suposición es acertada, sin duda, dada la posición del cadáver y el hecho de que tanto éste como la caja estuvieran atrapados por la red -la voz de Ambrose contenía una ligereza y una decidida indiferencia que Cordelia consideró demasiado mesuradas, demasiado contenidas-. ¿Por qué no dejamos las preguntas para el inspector Grogan? Una detective privada en la casa me parece más que suficiente. Y es más apropiado que las acusaciones de homicidio provengan de la policía, ¿no te parece?.

Roma se volvió y hundió los hombros más profundamente en el cuello de su bata.

–Bien, me voy a acostar. Quizá también puedas subirme a mí un poco de té cuando lo hagas. Y cuando haya terminado mis obligaciones con Grogan, te aliviaré de mi presencia. O la maldición de Courcy sigue vigente o en tu paraíso la muerte se está volviendo contagiosa.

Ambrose la siguió con la mirada hasta que desapareció en las sombras de las arcadas.

–Esa mujer puede ser peligrosa -dijo.

Sir George seguía con la vista fija en la espalda de Roma y comentó:.

–Sólo es desdichada.

–Con las mujeres viene a significar lo mismo. Además, con esos fornidos hombros de nadadora no debería usar una bata acolchada. Tampoco tendria que escoger ese tono de azul, ningún azul mejor dicho. Me parece que lo mejor será que veamos si la otra caja de música ha vuelto a su sitio.

Una vez en el despacho, Ambrose se arrodilló y abrió las puertas del "chiffonnier" de nogal. Cordelia vio que en el interior había una serie de compartimientos con estuches, dos paquetes cuidadosamente envueltos, que podían contener adornos aún no desembalados, y una caja de madera oscura, similar en tamaño a la rescatada del estanque. Ambrose la puso sobre la mesa y abrió la tapa. Oyeron los acordes de "Mangas verdes".

–O sea que la devolvió a su lugar -dijo sir George-. Es extraño. Probablemente no se sentía en condiciones de descansar hasta empezar a poner un poco de orden.

–Sin embargo, las cambió de sitio -puntualizó Cordelia-. Ésta pertenecía a la habitación de la torre.

La voz de Ambrose sonó inesperadamente airada:.

–¿Usted cómo puede saberlo?.

–Porque la vi allí el viernes por la tarde, mientras Clarissa ensayaba. Fui a explorar la torre y entré en la habitación. No puedo estar equivocada.

–Parecen casi idénticas.

–Pero tocan aires distintos. Abrí la caja de la torre, esta caja. Escuché "Mangas verdes". La que usaron en el ensayo punteaba el popurrrí escocés. Usted lo sabe. Estaba presente.

–O sea que ayer por la tarde fue a buscar ésta a la torre y no al despacho. – Sir George se volvió en dirección a Ambrose-: ¿Lo sabías, Gorringe?.

–Desde luego que no. Sabia que teníamos dos cajas de música y que una se guardaba aquí y la otra en la torre. Ignoraba cuál era cuál. Las cajas de música no son una de mis pasiones personales. Cuando Munter me relató lo mismo que le dijo a la policía, o sea que no había salido de los apartamentos de la planta baja y que había ido a buscar una caja de música al despacho, no vi ninguna razón para dudar de sus palabras.

–Cuando Clarissa, o el director, pidieron por primera vez una caja de música, Munter actuó como cabía esperar -razonó Cordelia-. Buscó la que estaba más cerca y era menos valiosa. ¿Para qué molestarse en ir hasta la torre si tenía una caja de música a mano aquí, en el despacho? Y no habría ido a la torre si Clarissa no hubiera rechazado la primera.

–A la torre sólo se puede acceder desde la galería -explicó Ambrose-. Munter mintió a la policía. Alrededor de las dos de ayer se encontraba a pocos metros de la habitación de Clarissa, lo que significa que pudo haber visto entrar o salir a alguien. La policía puede considerar que fue él mismo quien entró, aunque la puerta estuviera cerrada con llave.


**************


Por eso tenía la obsesión de devolver las cajas, cada una de ellas al lugar de donde dijo que la había cogido. No necesitaba tomarse esa molestia, pues nadie tenía por qué saber la verdad. Fue el mero azar, Cordelia, el que hizo que usted vagara por la torre y hallara la segunda caja. Que la policía la crea o no, es otro asunto.


–No fue pura casualidad -replicó Cordelia-. Si Clarissa no me hubiese echado del teatro, me habría quedado hasta el final del ensayo. Y no veo por qué razón la policía no creería en mi palabra. Probablemente al inspector le resulte más fácil creer que yo sentí curiosidad por explorar la torre y no que usted, que tanto ama sus objetos victorianos, no supiera exactamente dónde guardaba cada una de sus cajas de música.

En cuanto lo dijo, Cordelia dudó de que su sinceridad hubiera sido prudente; indudablemente, dirigidas a su anfitrión, sus palabras no habían sido corteses. Pero Ambrose aceptó el comentario sin ofenderse.

–Quizá tiene razón -dijo-. Dudo de que nos crean a ninguno de nosotros. A fin de cuentas, sólo nosotros decimos que Munter mintió. Y para nosotros es conveniente un sospechoso muerto, que no puede negar nada de lo que se diga acerca de él, ¿verdad? Fue el mayordomo. Incluso en la literatura, según creo, esa solución se considera insatisfactoria.

Sir George levantó la cabeza:.

–Me parece que llegan las lanchas de la policia.

Para ser un hombre de cierta edad, pensó Cordelia, tiene un oído finísimo. Ella no había oído nada. Después sintió, más que oyó, el palpitar de los motores. Todos se miraron. Por primera vez Cordelia vio en los ojos de los demás lo que sabía que éstos estarían reconociendo en los suyos: el aleteo del miedo.

–Los recibiré en el muelle -dijo Ambrose-. Será mejor que vosotros dos volváis junto al cadáver.

Sir George y Cordelia quedaron solos. Si había que decirlo, había que decirlo ahora, antes de que empezara el interrogatorio policial. Pero era difícil encontrar las palabras, y cuando por fin Cordelia las encontró sonaron duras, acusadoras.

–Usted reconoció la cara del ahogado, ¿no? ¿Cree que podía ser el hijo de Blythe?

–Me chocó, sí -dijo sir George sin mostrar la menor sorpresa-. No se me había ocurrido antes.

–Nunca había visto a Munter así con anterioridad, boca arriba, muerto y ahogado. Así fue como usted vio por última vez al padre.

–¿Qué la llevó a pensarlo?.

–Su expresión cuando lo miró. El monumento a los caídos, que Munter honraba todos los años el Día del Armisticio. La acusación que le lanzó: ¡asesino, asesino! Se referIa a su padre, no a Clarissa. Y creo que a Simon le musitó algo en alemán. También me llamó la atención su nombre. ¿No dijo Ambrose que se llamaba Carl? Y su estatura. Su padre murió lentamente poque era muy alto. Pero sobre todo su apellido. En alemán, "Munter" significa "alegre" (Alusión al término ingles "blithe" (alegre), que se pronuncia como el apellido Blythe. (N. de la t.). Es uno de los pocos términos que conozco en ese idioma.

Cordelia ya había visto antes aquella mirada de tensa resistencia en el rostro de sir George, pero todo lo que éste dijo fue:.

–Es posible. Es posible.

–¿Se lo dirá a Grogan? – quiso saber Cordelia.

–No. No es asunto suyo. No es pertinente.

–¿Ni siquiera si deciden detenerle por homicidio?.

–No lo harán. Yo no maté a mi esposa. – Sir George hizo una pausa y luego agregó, como si le arrancaran las palabras de la boca-: No creo haber dejado que lo mataran deliberadamente, pero quizá lo hice. Es muy difícil comprender los propios motivos. Yo estaba acostumbrado a pensar que todo era muy sencillo.

–No tiene por qué darme explicaciones, no es asunto mío -se apresuró a decir Cordelia-. Y en aquel entonces usted era un oficial muy joven, no podía estar al mando de este lugar.

–No, pero esa noche estaba de guardia. Tendría que haberme dado cuenta de que algo se estaba tramando, y debí impedirlo. Pero detestaba tanto a Blythe, que no podía fiarme de mí mismo si me acercaba a él. Una de las cosas que nunca se olvidan ni se perdonan es la crueldad infligida cuando uno es pequeño e indefenso. Cerré mi mente y mis ojos a todo lo que concernía a Blythe. Quizá los haya cerrado deliberadamente. Podríamos decir que fue negligencia.

–Pero nadie lo dijo. No hubo consejo de guerra. Nadie le echó la culpa.

–Yo me culpo. – Después de unos segundos de silencio, sir George prosiguió-: Ignoraba que estuviera casado. Nadie mencionó a la esposa en la indagación. Se hablaba de una chica de Speymouth, pero nunca se presentó. Nadie habló del hijo.

–Probablemente Munter todavía no había nacido. Y podía ser hijo ilegítimo. No creo que lleguemos a saberlo. Pero su madre debía de estar amargada por lo ocurrido, y es casi seguro que Munter creció en la convicción de que el ejército había asesinado a su padre. Me pregunto por qué aceptaría trabajar en la isla. ¿Curiosidad, deber filial, la esperanza de vengarse? Pero no podía esperar que usted apareciera por aquí.

–O tal vez sí. Entró a trabajar en el verano de 1978. Ese verano yo me casé con Clarissa y ella conocía a Ambrose prácticamente de toda la vida. Es muy probable que Munter me haya seguido el rastro. No soy exactamente un desconocido.

–La policía ha cometido errores antes de ahora -dijo Cordelia-. En caso de que lo arresten, me consideraré libre de decírselo a la policía. Tendré que decírselo.

–No, Cordelia -se opuso sir George serenamente-. Es asunto mío, es mi pasado, mi vida.

–¡Pero usted tiene que comprender cómo verá las cosas la policía! – gritó Cordelia-. Si me creen a mí con respecto a la caja de música, sabrán que Munter estaba en la galería, a pocos metros de la habitación de su esposa, aproximadamente a la hora en que ella murió. Si él no la mató, pudo haber visto a la persona que lo hizo. Eso, vinculado a su acusación de "asesino", es una prueba irrecusable, a no ser que usted les informe de quién era Munter. – Sir George no respondió; permaneció rígido como un centinela, con la mirada clavada en el vacío-. Si arrestan a quien no corresponde, será una doble injusticia, pues el culpable quedará libre. ¿Es eso lo que desea?.

–¿Sería quien no corresponde? Si Clarissa no se hubiera casado conmigo, seguiría viva.

–¡Eso no puede saberlo!.

–Lo intuyo. ¿Quién dijo que todos le debemos una muerte a Dios?.

–No recuerdo. Algún personaje del Enrique IV de Shakespeare. Pero eso ¿qué tiene que ver?.

–Espero que nada. Es algo que se me ocurrió.

Cordelia se dio cuenta de que no llegaba a ninguna parte. Debajo de aquella personalidad aparentemente cándida y poco elocuente, sir George albergaba a su propio agente secreto, una mente más compleja y quizá más implacable de lo que ella imaginaba. Y aquel soldado engañosamente simple no era ningún tonto. Conocía la medida exacta del peligro que corría. Eso podía significar que tenía sus sospechas, que quería proteger a alguien. Ni por un instante creyó que fuesen Ambrose o Ivo. Dijo sin esperanzas:.

–No sé qué es lo que quiere usted de mí. ¿Debo seguir adelante con el caso?.

–Me parece que no tiene sentido. Ya nada puede asustarla. Será mejor dejar esto en manos profesionales. Le pagaré, por supuesto, cobrará el trabajo que ha realizado -agregó torpemente-. No soy un desagradecido.

¿Desagradecido? Cordelia pensó que no tenía motivos para estarle agradecido a ella. Sir George se volvió y miró el cadáver de Munter.

–Qué iniciativa extraordinaria la de poner una corona en el monumento todos los años -reflexionó sir George-. ¿Cree que Gorringe mantendrá la tradición?.

–No lo creo.

–Pues debería hacerlo. Hablaré con él. Podría ocuparse Oldfield.

Giraron para atravesar la rosaleda y en seguida interrumpieron sus pasos. Bajo la pálida luz de color albaricoque avanzaban en su dirección, las pisadas acalladas por la suave hierba, Grogan y sus hombres. Cogieron a Cordelia desprevenida. Al notar su silencioso e inexorable avance, sus rostros serios y poco prometedores, Cordelia tuvo que resistir la tentación de mirar a sir George. No obstante, se preguntó si él compartía su repentina e irracional idea de la impresión que debían de haberle dado a la policía: culpables y confusos como un par de cazadores furtivos sorprendidos por los guardabosques con el botín a sus pies.

.


Sexta parte


Un caso cerrado.

38.

El cadáver de Munter fue retirado con una presteza y una eficacia que a Cordelia le parecieron casi indecorosas. A las diez en punto el recipiente metálico con sus dos largas manijas laterales había sido deslizado desde el muelle hasta la cubierta de la lancha de la policía con tan poca ceremonia como si contuviese un perro. ¿Pero qué esperaba? Munter había sido un ser humano. Ahora era una carga de putrefacción latente, un caso al que había que asignar una ficha y un número, un problema pendiente de solución. Se dijo a sí misma que era irracional esperar que los hombres -¿oficiales de la policía, empleados del depósito de cadáveres, personal de la funeraria?– se lo llevaran con la solemnidad digna de un funeral. Realizaban una tarea cotidiana, sin emoción y sin cumplidos.


En este segundo caso los sospechosos pudieron observar en acción a la policía. Lo hicieron discretamente, desde la ventana del dormitorio de Cordelia, mientras Grogan y Buckley se movían despacio alrededor del cadáver, como un par de cientificos marinos intrigados por un espécimen manchado de barro que había arrojado la marea. Siguieron observando mientras el fotógrafo hacía su trabajo, aparentemente ajeno a la presencia de los policías y sin dirigirles la palabra, ocupado en sus cosas. El doctor Ellis-Jones no apareció. Cordelia se preguntó si sería debido a que la causa de la muerte era evidente o si estaba ocupado en otra parte, con otro cadáver. En su lugar se presentó un médico de la policía, para extender el certificado de defunción y practicar el examen preliminar. Era un hombre voluminoso y jovial, calzado con botas impermeables y abrigado con un jersey de lana con coderas, que saludó a los policías, como si fuesen viejos compañeros de parranda. Sólo cuando se arrodilló para buscar el termómetro en su maletín, los mirones de la ventana se alejaron en silencio y se refugiaron en el salón, avergonzados de lo que repentinamente consideraron una indecorosa curiosidad. Y fue desde las ventanas del salón, menos de diez minutos más tarde, desde donde vieron pasar el cadáver de Munter, a través de la arcada y del muelle, hacia la lancha. Uno de los portadores dijo algo a su compañero y ambos rieron. Probablemente se había quejado del exceso de peso.

Y en ese segundo caso ni siquiera el interrogatorio policial llevó mucho tiempo. Al fin y al cabo, no era gran cosa lo que podían decir y Cordelia conjeturó que lo poco que dijeran sonaría sospechosamente unánime. Cuando le tocó el turno, entró en el despacho abrumada por la convicción de que no creerían nada de lo que dijera. Grogan la miró fijarnente desde el otro lado del escritorio, con sus ojos claros y poco amistosos bordeados de rojo, como si no hubiera dormido. Las dos cajas de música estaban sobre la mesa, una al lado de la otra.

Cuando Cordelia concluyó su relato de la aparición de Munter ante la puerta vidriera del comedor, del descubrimiento del cadáver y de la recuperación de la caja de música, se produjo un prolongado silencio. Después Grogan le preguntó:.

–¿Exactamente por qué razón subió usted a la habitación de la torre el viernes por la tarde?.

–Sólo por curiosidad. La señorita Lisle no me necesitaba durante el ensayo y el señor Whittingham y yo habíamos finalizado nuestro paseo. Él estaba fatigado y se fue a descansar. Yo estaba libre.

–¿Y se entretuvo explorando la torre?.

–Sí.

–¿Y se puso a jugar con los juguetes?.

Grogan hizo que sus palabras sonaran como si ella fuera una niña aburrida incapaz de mirar, sin tocarlo, el coche de juguete de otro crío. Se dio cucnta, con una mezcla de ira y desesperanza, de la imposibilidad de explicar, de hacerle comprender su impulso de poner en movimiento aquel zoológico infantil, de ahogar el abatimiento con una cacofonía orquestal. Y aunque hubiese confesado la causa de su desazón, la narración de Ivo acerca de la muerte de la hija de Tolly, ¿habría resultado más convincente su historia? ¿Cómo le explica uno a un policía, a un juez, a un jurado, esos pequeños impulsos aparentemente irracionales, los patéticos recursos contra el dolor que casi no tenían sentido para uno mismo? Y si era difícil para ella, una privilegiada, ¿cómo se las arreglaban los ignorantes, los incultos, los que no sabían expresars, enfrentados a la esotérica e indiferente maquinaria legal?.

–Sí, jugué con los juguetes -respondió.

–¿Está absolutamente segura de que la caja de musica que encontró en la torre dejaba oir la melodía "Mangas Verdes"?.

Grogan apoyó su manaza en la caja de la izquierda y levantó la tapa. El cilindro comenzó a girar automáticamente y los delicados dientes del largo peine volvieron a pulsar la nostálgica y quejumbrosa melodía.

–Estoy absolutamente segura.

–Exteriormente son muy semejantes. El mismo tamaño, la misma forma, la misma madera, casi el mismo dibujo en las tapas.

–Lo sé, pero la música es distinta.

Cordelia comprendía la frustración y la irritación que el hombre dominaba tan eficazmente. Si ella decía la verdad, Munter había mentido. El mayordomo había dejado la planta baja del castillo en algún momento durante aquella crítica hora y cuarenta minutos. La única entrada a la torre tenía su acceso en la galería. Munter había estado a pcos pasos de la puerta de Clarissa. Y Munter estaba muerto. Aunque Grogan lo creyera inocente, aunque procesaran a otro sospechoso, el testimonio de Cordelia sobre la caja de música le iría como anillo al dedo a la defensa.

–Usted no mencionó su visita a la torre en el interrogatorio anterior -le recordó Grogan.

–Usted no me lo preguntó. Se mostró especialmente interesado en lo que había dicho y visto el sábado. No lo consideré importante.

–¿Hay algo más que no haya considerado importante?.

–He respondido a todas sus preguntas con toda la veracidad posible.

–Quizá. Pero eso no es exactamente lo mismo, ¿verdad, señorita Gray?.

Y la vocecilla de su propia conciencia, en complicidad con él, la acusaba.

Súbitamente, Grogan se inclinó sobre el escritorio y acercó su cara a la de ella. Cordelia creyó percibir su aliento acre y cargado de cerveza, y se esforzó para no retroceder.

–¿Qué ocurrió exactamente el sábado por la mañana en la Caldera del Diablo?.

–Ya se lo he dicho. El señor Gorringe nos contó la historia del joven internado al que dejaron ahogar. Yo encontré el mensaje amenazador con la cita.

–¿Eso es todo lo que ocurrió?.

–A mí me parece bastante. – Grogan se reclinó en el sillón y Cordelia permaneció expectante, pero él no dijo nada-. Me gustaría ir a Speymouth esta tarde. Necesito salir de la isla.

–¿Quién no, señorita Gray?.

–¿No hay inconveniente? Supongo que no tengo que pedir permiso. No puede impedirme que vaya a donde quiera a menos que me arreste, ¿verdad?.

–Sin duda eso es lo que usted diría a sus clientes, si los tuviera Tiene razón. No podemos impedírselo. Pero le recuerdo que ha de estar en Speymouth mañana a las dos en punto, para la indagatoria. No llevará mucho tiempo, pues sólo es una formalidad. Solicitaremos un aplazamiento. Pero usted es la persona que encontró el cadáver. Usted es la última persona que vio viva a la señorita Lisle. El juez de primera instancia querrá verla.

Cordelia se preguntó si las palabras de Grogan pretendían sonar a amenaza.

–Estaré allí -replicó.

Grogan levantó la vista y dijo, tan amablemente que Cordelia casi lo creyó sincero:.

–Espero que se divierta en Speymouth, señorita Gray. Le deseo que lo pase bien.

.


39.


Eran más de las doce y media cuando dieron por concluida la entrevista. Se reunió con los demás, que bebían jerez en la terraza, y se enteró de que Oldfield ya había ido a tierra firme a buscar el correo y provisiones. Ambrose esperaba un paquete con libros que le enviaría la Biblioteca de Londres. Cordelia le preguntó si era posible que la "Shearwater" la llevara a Speymouth a las dos y Ambrose accedió sin demostrar curiosidad, limitándose a preguntarla a qué hora quería que la recogiera para el viaje de regreso. Cordelia respondió que a las seis.


No tenía hambre y tuvo la impresión de que a los otros les ocurría lo mismo. La señora Munter había servido una comida fría en el comedor, demasiada comida, en su mayor parte sobrantes de lo preparado para la fiesta, mezclada y dispuesta en una masa informe capaz de quitarle el apetito a cualquiera. Lo raro era, pensó Cordelia, que se hubiese tomado la molestia de hacerlo. Nadia la había nombrado desde que encontraron el cadáver de su marido. También ella había sido entrevistada por la policía, pero había pasado la mayor parte de la mañana recluida en su apartamento o transitando, en silencio e inadvertida, de la despensa al comedor. Cordelia no creía que Ambrose estuviese muy preocupado por ella y a nadie más podía importarle. Decidió ir a ver cómo estaba y preguntarle, antes de embarcar, si podía hacer algo por ella en Speymouth. Dudó de que su intrusión fuese bien recibida. Al fin y al cabo, ¿qué podía hacer ella, o cualquier otra persona? Pero al menos podía ofrecerse.

Cordelia no se sentó a la mesa. Cortó unas tajadas de carne fría y las puso entre unas rodajas de pan. Se exccusó ante Ambrose, cogió una manzana y un plátano y se llevó la merienda a la playa. Su mente ya se alejaba de la claustrofóbica isla en dirección a tierra firme. Se sentía como una refugiada que espera ser rescatada de una colonia violenta y sitiada por la peste, que aguarda con mirada de desespero la barca que la arrancará del olor a cadáveres en descomposición, de los gritos y el tumulto de los cuerpos dispersos en la orilla, hacia la seguridad y la normalidad del hotar. La tierra firme que había visto retroceder con tantas esperanzas tres días atrás, ahora resplandecía en su imaginación con todo el fulgor de una tierra prometida. La parecía que nunca llegarían las dos de la tarde.

Poco antes de la una y media se encaminó por el embaldosado pasillo del otro lado del despacho hasta la puerta que, sabía, tenía que llevar a las dependencias del servicio. No había timbre ni llamador, pero mientras se preguntaba cómo anunciar su presencia, apareció a sus espaldas la señora Munter con una canasta llena de ropa. Sin decir nada, mantuvo abierta la puerta para que pasara Cordelia antes que ella. Salvaron un breve corredor y entraron en una salita. Como todos los arquitectos victorianos, Godwin se había asegurado de que la servidumbre no pudiese, desde ninguna de sus habitaciones, espiar a sus amos, ya estuviesen éstos en el interior o al aire libre; la única ventaba daba a un amplio patio y más allá se alzaba el bloque de establos con su encantadora torre de reloj y la veleta. A través del patio se vería una cuerda para la colada,de la que colgaba un enorme pijama de Munter, que a Cordelia le resultó angustiante; desvió la mirada como si la hubieran pillado en un acto de lasciva curiosidad.

La salita estaba escuetamente amueblada y no era incómoda, a pesar de la artificial sencillez del mobiliario "art nouveau", casi desprovisto de carácter. En un rincón había un televisor, pero no se veían libros, cuadros, fotografías ni adornos sobre al aparato. Daba la impresión de que sus habitantes no tenían un pasado que recordar, un presente que celebrar. Aparentemente, allí nunca llegaban visitas. Sólo había dos sillones, uno a cada lado del hogar, de hierro elegantemente grabado, y sólo dos sillas ante la mesa, una frente a otra.

La señora Munter no la invitó a sentarse.

–No tengo la intención de molestarla -dijo Cordelia-. Sólo quería comprobar que está bien. Dentro de un rato iré a Speymouth. ¿Puedo hacer algo por usted?.

La mujer dejó la canasta sobre la mesa y empezó a doblar la ropa.

–Nada. Probablemente viajaré con usted en la lancha. Me marcho, señorita. Me voy de la isla.

–Sé cómo debe sentitse. Pero si tiene miedo, puedo compartir el dormitorio con usted esta noche.

–No tengo miedo. ¿De qué podría tenerlo? Me marcho, eso es todo. Nunca me gustó estar aquí y ahora que él se ha ido no tengo por qué quedarme.

–Por supuesto, si eso es lo que desea. Pero estoy segura de que el señor Gorringe no querrá que usted haga nada precipitado. Querrá hablar con usted. Habrá… algún arreglo.

–El señor Gorringe y yo no tenemos nada que hablar. Ha sido un buen amo pero a quien necesitaba era a Munter. Yo vine con él. Ahora estamos separados.

Separados, pensó Cordelia, para siempre. Tuvo la certeza de no haberse equivocado al percibir una nota de satisfacción, casi de triunfo, en la voz de la señora Munter. ¡Y pensar que había ido allí por compasión, para tratar de proporcionar algún consuelo! Aparentemente aquel consuelo no era deseado ni necesario. Pero tenía que haber salarios pendientes, ofrecimientos de ayuda, disposiciones para el funeral. Seguramente Ambrose querría tranquilizarla diciéndole que podía permanecer en el castillo tanto como quisiera. Para no hablar de la policía, de Grogan y sus omnipresentes expertos en la muerte, entrenados en la sospecha y la desconfianza. Si a Munter lo habían empujado deliberadamente a la muerte, su mujer podía haberlo hecho. Con un asesino suelto en la isla, ¿qué mejor momento para librarse de un marido no deseado? Cordelia no albergaba ninguna duda de que Grogan, ante esa viudez no doliente, la pondría en uno de los primeros lugares en su lista de sospechosos. Y la policía tenía que considerar sumamente sospechosa aquella apresurada partida. Se estaba preguntando si debía ponerla sobre aviso, cuando la señora Munter dijo:.

–Ya he hablado con la policía. No tienen motivos para retenerme. Saben dónde hallarme. El señor Gorringe se ocupará de las disposiciones para el funeral. No es asunto mío.

–¡Pero usted era su esposa!.

–Nunca fui su esposa. Él no estaba hecho para el matrimonio y yo tampoco. Me iré en la lancha en cuanto Oldfield esté listo.

–¿Tiene dinero? Estoy segura de que el señor Gorringe…

–No necesito la ayuda del señor Gorringe. Munter tenía dinero. Sabía cómo sacarse algo extra y yo sé dónde lo guardaba. Tomaré lo que me corresponde. No pasaré dificultades. Una buena cocinera nunca se muere de hambre.

Cordelia se sintió absolutamente inútil y fuera de lugar.

–No. claro -dijo-. Pero,¿tiene dónde ir? Me refiero a esta noche.

–Ella estará conmigo.

En ese momento entraba Tolly en la sala, sin hacer ruido. Llevaba un abrigo entallado azul oscuro, con hombreras, y un pequeño sombrero atravesado por una larga pluma. El conjunto evocaba los años treinta y la dotaba de una elegancia ligeramente peripuesta y anticuada. Tenía en la mano una abultada maleta atada con una correa. Seria, se puso al lado de la señora Munter -a Cordelia le resultaba imposible pensar en ella con otro nombre-, y las dos mujeres se enfrentaron juntas.

Cordelia sintió que por primera vez veía claramente a la señora Munter. Hasta aquel momento apenas habta notado su existencia. La impresión más intensa que producía era la de una competencia discreta. Había sido una adjunta de Munter y muy poco más. Hasta su aspecto resultaba anodino: el pelo grueso, ni rubio ni moreno, con sus rígidas hondas, el cuerpo sin gracia, las manos rechonchas y ajadas. Pero ahora la delgada boca que tan poco había expresado estaba rígida, en obstinado triunfo. Los ojos que con tanta deferencia llevaba bajos, ahora se clavaban descaradarnente en los suyos, con una mirada de desafiante seguridad, casi insolente. Parecían decirle: "Ni siquiera sabes cómo me llamo… y nunca lo sabrás". A su lado permanecía Tolly, inmutable en su emancipada serenidad.

En una palabra, se marcharían juntas. ¿A dónde irían a vivir?. Probablemente Tolly tenía una casa o un piso en algún lugar de Londres, del que había hecho un hogar para su hija. Cordelia tuvo una repentina y desconcertante visión de las dos instaladas en una pulcra casita suburbana -donde no estarían rodeadas de recuerdos-, a conveniente distancia del metro y de la zona comercial, cortinas de malla, atadas con lazos en las ventanas saledizas, para impedir miradas curiosas, un pequeño jardín delantero vallado contra importunos intrusos, contra el pasado. Se habían librado de su servidumbre. Pero, ¿acaso aquella servidumbre no había sido voluntaria? Ambas eran adultas. Sin duda no era el miedo al desempleo lo que les había restado libertad. Podían haber abandonado sus puestos cuando les viniera en gana. ¿Por qué no lo habían hecho? ¿Cuál era la misteriosa alquimia que mantenía unida a la gente contra toda razón, contra sus propias inclinaciones, contra sus propios intereses? Bien, ahora la muerte las había separado: a una, de Clarissa; a la otra, de Munter. Las había separado muy convenientemente, podía pensar la policía.

Las estoy viendo con toda claridad por primera vez y sigo sin saber nada de ellas, pensó Cordelia. Recordó las palabras de HenryJames: "Nunca creas que conoces a fondo el corazón humano". Pero ella, que se llamaba a sí misma detective, ¿conocía aunque sólo fuera la superficie? Aquella preocupación por los motivos, los ciegos impulsos, las fascinantes incongruencias de la personalidad ajena, ¿no era una de las vanidades humanas más corrientes? Quizá, pensó, todos disfrutamos haciendo de detective, incluso con aquellos a quienes amamos, sobre todo con ellos. Pero ella lo asumía como un trabajo, lo hacía por dinero. Nunca había negado su fascinación, pero por primera vez se le ocurrió que también podía ser una presunción. Jamás se había sentido tan incapacitada para la tarea y lamentó su juventud, su inexperiencia, su magra reserva de sabiduria heredada en comparación con la complejidad del corazón humano. Se volvió hacia la señora Munter:.

–Quisiera hablar unas palabras a solas con la señorita Tolgarth. ¿Me permite?.

La mujer no formuló respuesta alguna, pero miró a su amiga y ésta asintió. Las dejó a solas.

Tolly aguardó paciente, seria, las manos cruzadas sobre el vientre. Había algo que a Cordelia le habría gustado preguntarle en primer lugar, pero no quiso hacerlo, aunque era menos arrogante ahora que al aceptar el caso. Se dijo a sí misma que había preguntas que no tenía derecho a hacer, cuestiones que no tenía derecho a plantear. Ninguna curiosidad humana, ningún anhelo de poner todas las piezas del rompecabezas en su lugar, como si sus propias manos pudiesen imponer el orden en la confusión de las vidas humanas, justificaba preguntarle lo que en el fondo sabía que era cierto: si Ivo era el padre de su hija. Ivo, que había hablado de Viccy con conocimiento y amor, que sabía que Tolly se había negado a aceptar ayuda del padre; Ivo, que se había tomado la molestia de ponerse en contacto con el hospital para enterarse de la verdad acerca de aquella llamada telefónica. Le resultaba insólito pensar en una unión de Ivo y Tolly. ¿Qué había deseado cada uno del otro? ¿Ivo tenía la intención de herir a Clarissa o de curar una herida propia más profunda? ¿Era Tolly una de esas mujeres desesperadas por ser madres que prefieren no cargar con un marido? El nacimiento de Viccy, si no el embarazo, tenía que haber sido deseado. Pero nada de eso era asunto suyo. De todas las cosas que los seres humanos hacen juntos, el acto sexual es el que cuenta con mayor diversidad de razones, pensó. El deseo podía ser el más común, pero eso no significaba que fuera el más sencillo. Cordelia ni siquiera pudo decidirse a mencionar directamente a Viccy. Pero había algo que no podía dejar de preguntar.

–Usted estaba con Clarissa cuando llegaron los primeros mensajes, durante la representación de Macbeth. ¿Quiere decirme qué aspecto tenían? – Los ojos de Tolly lanzaron chispas a los suyos en una mirada reflexiva y sombría, aunque sin resentimiento ni disgusto-. Verá, sospecho que fue usted quien los envió y creo que ella pudo adivinar y saber por qué. Pero no podía prescindir de usted. Era más fácil fingir. No quiso mostrarle esos mensajes a nadie más. Clarissa sabía perfectamente qué le había hecho a usted. Sabía que había cosas que ni sus propios amigos le perdonarún. Luego ocurrió lo que ella esperaba que ocurriera. Quizás en su vida hubo un cambio, Tolly, que le hizo considerar impropio lo que hacía. En consecuencia, los mensajes se interrumpieron. Se interrumpieron hasta que una persona del reducido grupo que conocía la existencia de los anónimos, tomó la cuestión a su cargo. Claro que eran mensajes diferentes. Tenían otro aspecto. El propósito era distinto, distinto y terrible. – Tampoco hubo respuesta. Cordelia agregó suavemente-: Sé que no tengo derecho a preguntarlo. No me responda abiertamente, si así lo prefiere. Sólo dígame cómo eran aquellos primeros mensajes y creo que me bastará con eso.

–Estaban escritos a mano, en letras mayúsculas, en papel rayado -dijo Tolly-. Papel arrancado de un cuaderno escolar.

–Y los mensajes propiamente dichos… ¿eran citas?.

–El mensaje era siempre el mismo. Un texto de la Biblia.

Cordelia comprendió que era afortunada por haber accedido a tanto. Pero ni siquiera aquella pequeña muestra de confianza le habría sido otorgada si Tolly no hubiese reconocido alguna comprensión, alguna empatía entre ambas. Creyó que podía aventurar otra pregunta.

–¿Tiene idea de quién continuó con los mensajes?.

La mirada que recibió era implacable. Tolly ya le había confiado todo lo que tenía intención de decir.

–No. Yo me ocupo de mis propios pecados. Que los demás se ocupen de los suyos.

–Jamás le diré a nadie lo que acaba de contarme -le prometió Cordelia.

–Si hubiese pensado que era capaz de hacerlo, no se lo habría dicho. – Tolly hizo una pausa y luego preguntó, en el mismo tono lacónico-. ¿Qué ocurrirá con el muchacho?.

–¿Con Simon? Me dijo que sir George le permitirá terminar el último año en Melhurst y que luego intentará encontrar vacante en alguno de los colegios de música.

–Estará mejor ahora que ella se ha ido -dijo Tolly-. No era buena para los jóvenes. Y ahora, si me disculpa, señorita quisiera avudar a mi amiga a hacer el equipaje.

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40.


Ya nada podía hacer ni decir. Cordelia fue a su dormitorio a prepararse para el traslado a Speymouth. Como su objetivo era buscar la crítica del periódico, no necesitaría todo su equipo de investigación, pero guardó en su bolso de bandolera una lupa, una linterna y un cuaderno de notas; se puso el Guernsey sobre la camisa. En el viaje de regreso haría frío en la lancha. Por último dio dos vueltas a su cintura con el cinturón de cuero y se lo abrochó, bien ceñido. Como siempre, sintió que llevaba consigo un talismán, una investidura de resolución. Mientras cruzaba la terraza desde la fachada oeste del castillo, vio que la señora Munter y Tolly ya se encaminaban hacia la lancha, las dos con una maleta en cada mano. Seguramente Oldfield acababa de llegar, pues todavía estaba descargando las cajas de vino y las provisiones en el embarcadero, ayudado, sorprendentemente, por Simon. Cordelia pensó que muy probablemente el muchacho se alegraba de poder ocuparse en algo.


De pronto apareció Roma desde la puerta vidriera del comedor y cruzó corriendo la terraza. Se acercó a Oldfield e intercambió unas palabras con él. La saca de lona con la correspondencia estaba en la vagoneta y el criado la abrió para extraer el fajo de cartas. Al acercarse a ellos, Cordelia percibió la impaciencia de Roma. Parecía querer arrebatarle a Oldfield los sobres de entre los dedos. Pero el hombre encontró la carta que Roma esperaba y se la entregó. Ella se alejó casi corriendo, luego aminoró el paso, y sin notar la proximidad de Cordelia, abrió el sobre y leyó la carta. Por un instante permaneció paralizada. Después lanzó un sollozo que era casi un quejido y, tambaleándose, atravesó la terraza, rebasó precipitadamente a Cordelia y desapareció por los peldaños en dirección a la playa.

Cordelia se detuvo un momento, sin decidirse a seguirla. Luego gritó a Oldfield que la esperara, que no tardaría mucho, y corrió en pos de Roma. Cualquiera que fuese la noticia, su efecto había sido devastador. Tenía que hacer algo por ayudarla. Aunque no lo lograra, le resultaba imposible partir en la lancha como si no hubiera ocurrido nada. Intentó silenciar la vocecilla resentida que protestaba diciendo que no podía haber ocurrido más inoportunamente. ¿Nunca lograría salir de la isla? ¿Por qué tenía que ser siempre ella la que actuaba como asistente social universal? No obstante, era imposible desentenderse de tanta congoja.

Roma se tambaleaba y hacía eses por la orilla, con las manos extendidas delante del cuerpo, palpando el aire. Cordelia creyó oír un prolongado grito de dolor. Pero quizá fuera el chillido de las gaviotas. Estaba a punto de alcanzarla cuando Roma dio un traspié, y cayó cuan larga era, sobre los guijarros, y permaneció tumbada, con todo el cuerpo estremecido por los sollozos. Cordelia llegó a su lado. Ver a la orgullosa y reservada Roma en tal abandono de pesar era tan abrumador, físicamente, como un puñetazo en el estómago. Cordelia experimentó la misma oleada de impotente temor, la misma desesperanza. Todo lo que pudo hacer fue arrodillarse en la arena y rodear con sus brazos los hombros de Roma, albergando la esperanza de que el contacto humano la ayudara al menos a apaciguarse. Se encontró acunándola como podía haberlo hecho con una criatura o con un animal. A los pocos minutos cesaron los temblores. Roma permaneció tan inmóvil que por un segundo Cordelia temió que hubiese dejado de respirar. Pero en seguida se incorporó torpemente y rechazó los brazos de Cordelia. Con paso inestable entró en la rompiente, se inclinó y empezó a rociarse la cara con agua. Luego permaneció erguida un momento, con la mirada fija en el mar, antes de volverse y mirar a Cordelia.

Su rostro resultaba grotesco, hinchado como el de un ahogado; los ojos parecín hendiduras pegadas con goma; la nariz, un bulto bulboso. Cuando habló, su voz sonó dura y gutural, a modo de sonidos inarticulados que emitieran cuerdas vocales inflamadas.

–Lo siento He dado un espectáculo repugnante. Si te sirve de consuelo, me alegro de que seas tú la única que me vio.

–-Me gustaría ayudarte.

–No puedes. Nadie puede. Como muy probablemente habrás adivinado, se trata de la vulgar, sórdida e insignificante historia de siempre. Me ha dejado plantada. Escribió la carta el viernes por la noche. Nos habíamos visto el jueves, lo que significa que ya sabía lo que pensaba hacer… -Sacó la carga del bolsillo y se la tendió--. ¡Adelante, léela! ¡Te digo que la leas! Me pregunto cuántos borradores necesitó para producir esta pulida y eximente pieza de hipocresía.

Cordelia no cogió la carta.

–Si no tuvo la decencia ni el coraje de decírtelo en la cara, no es digno de que llores por él, no es digno de tu amor.

–¿Qué tiene que ver la dignidad con el amor? Dios mío, ¿por qué no pudo esperar?.

Esperar ¿qué?, pensó Cordelia. ¿El dinero de Clarissa? ¿La muerte de Clarissa?.

–Si lo hubiera hecho, siempre te habría quedado la duda -opinó Cordelia.

–¿De sus motivos, quieres decir? Eso ¿qué me importa? No tengo ese tipo de orgullo. Pero ahora es demasiado tarde. Escribió con un día de anticipación. ¿Por qué no habrá esperado? Le dije que conseguiría el dinero. ¡Se lo dije!.

Una ola más grande que las demás rompió a los pies de Cordelia, y hasta las piedras bañadas por el mar llegó una sandalia plateada.

Se descubrió observándola con artificial intensidad, preguntándose qué tipo de mujer la habría usado, cómo había llegado al mar, de qué desenfrenada orgía y de qué yate había caído por la borda. ¿O su propietaria seguía allí, con su delgado cuerpo semidesnudo balanceándose entre las olas? Cualquier pensamiento, incluso aquél, contribuía a acallar la dura voz innatural que en cualquier momento podia decir las fatales palabras que no era posible retirar y que ninguna de ellas olvidaría.

–De pequeña iba a una escuela mixta. Todos los alumnos se emparejaban. Cuando la amistad se enfriaba solían enviarse mutuamente lo que llamaban "nota de calabazas". Yo nunca recibí ninguna, porque nunca formé pareja. Yo pensaba que valdría la pena recibir la nota si antes vivía esa especie de noviazgo, aunque sólo durara un trimestre. Ojalá pudiera sentir lo mismo ahora. Él fue el único hombre que me ha deseado. Sospecho que siempre supe por qué. Una puede engañarse a sí misma sólo hasta cierto punto. A su mujer no le atrae el sexo y yo significaba un polvo gratis. ¡Está bien, no pongas esa cara! No espero que comprendas. Tú puedes tener amor cuando te viene en gana.

–¡Eso no es verdad, ni con respecto a mí ni con respecto a nadie! – gritó Cordelia.

–¿No? Era verdad con respecto a Clarissa. Le bastaba mirar a un hombre. Una sola mirada era suficiente. Toda mi vida he visto cómo usaba aquellos ojos. Pero ya no volverá a hacerlo. Nunca. Nunca, nunca, nunca.

Su angustia era como una infección, fuerte y febril, con olor a sudor. Cordelia la sintió contaminar su propia sangre. Permaneció de pie en los guijarros, temerosa de acercarse a Roma, pues sabía que ésta rechazaría todo consuelo físico, pero al mismo tiempo se veía reacia a dejarla, aunque consciente de que Oldfield estaría impacientándose. Entonces Roma dijo bruscamente:.

–Si quieres alcanzar la lancha, será mejor que te vayas.

–¿Y tú?

–No te preocupes. Puedes irte con buena conciencias no haré ninguna tontería. Ése es el eufemismo al uso, ¿no? ¿No es eso lo que siempre dicen? No hagas ninguna tontería. He aprendido la lección. ¡Basta de tonterías, Roma! Por si te interesa, te diré lo que será de mí. Cogeré el dinero de Clarissa y me compraré un pisito en Londres. Venderé la librería y me buscaré un empleo de media jornada. De vez en cuando iré de vacaciones al extranjero con una amiga. Ninguna de las dos disfrutará demasiado con la compañia de la otra, pero será mejor que viajar sola. Nos ofreceremos pequeñas sorpresas, una función de teatro, una exposición de arte, una cena en uno de esos restaurantes donde no tratan como parias a las mujeres solas. En otoño me matricularé para tomar clases nocturnas y fingiré interés por los cultivos en tiestos, por la arquitectura georgiana en Londres, o las religiones comparadas. Y cada año me volveré un poco más maniática en torno a mis comodidades, un poco más censora de los jóvenes, un poco más quejicosa con mi amiga, un poco más de derechas, un poco más amarga, un poco más solitaria, un poco más muerta.

A Cordelia le habría gustado agregar: "Pero tendrás lo suficiente para comer. Tendrás un techo sobre tu cabeza. No morirás de frío. Tendrás tu fortaleza y tu inteligencia. ¿No es eso más de lo que tienen tres cuartas partes de la humanidad? No eres una coleccionista de conchas victoriana que espera a que un hombre dé sentido y propósito a tu vida. Ni siquiera tiene por qué haber amor". Pero sabía que las palabras serían tan fútiles y ofensivas como decirle a un ciego que el sol siempre se pone.

Se volvió y dejó a Roma con la vista clavada en las aguas. Se sentía como una desertora. Le pareció descortés apresurarse y aguardó a llegar a la terraza para echar a correr.

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41.


Nadie habló durante el trayecto. Cordelia permaneció en la proa con la mirada fija en la orilla que gradualmente se aproximaba. La señora Munter y Tolly se instalaron a popa, con las maletas a sus pies. Cuando por fin la "Shearwater" atracó, Cordelia esperó a que desembarcaran antes de levantarse. Las vio avanzar en silencio cuesta arriba, en dirección a la estación.


La ciudad se veía menos concurrida y bulliciosa que el viernes por la mañana, pero mantenía su aire ligeramente arcaico de alegre domesticidad iluminada por el sol. Le resultó extraordinario pasar absolutamente inadvertida. Casi esperaba que la gente se volviera a mirarla, oír que murmuraban la palabra "Courcy" a sus espaldas, crcer que llevaba visible en la frente la marca de Caín. ¡Qué maravilla sentirse libre de Grogan y sus lacayos, al menos durante unas pocas y benditas horas, ajena al círculo de aprensivos sospechosos cargados de amor propio! Ahora era una chica corriente que caminaba por una calle corriente, anónima entre los primeros compradores de la tarde, los últimos turistas, los oficinistas que se apresuraban a volver a sus escritorios después de un almuerzo tardío. Dedicó unos minutos a comprar un lápiz de labios que no necesitaba, en una farmacia con fachada de estilo Regencia, tomándose más tiempo del habitual para elegirlo. Era un pequeño acto de esperanza y confianza, un saludo a la normalidad. La única mención que vio u oyó sobre la muerte de Clarissa era un par de carteles que anunciaban los diarios nacionales, con las palabras "Actriz Asesinada En Courcy Island", escritas y no impresas, debajo del nombre del periódico. Compró uno en un quiosco y encontró una breve reseña en la tercera página. La policía había proporcionado el mínimo de información y la negativa de Ambrose a hablar con los periodistas evidentemente había frustrado a la prensa en su deseo de sacar provecho de la historia. Cordelia se preguntó si finalmente no habría sido lo más sensato. Por el vendedor se enteró de que ahora sólo tenían un periódico local, el "Speymouth Chronicle", que salía dos veces por semana, los martes y los viernes. La oficina estaba en el extremo norte del paseo marítimo. Cordelia lo localizó sin dificultades. Era un edificio blanco restaurado, con dos grandes ventanas en una de las cuales habían pintado las palabras "Speymouth Chronicle" y en la otra expuesto un despliegue de fotografías de prensa. El jardín delantero había sido pavimentado para dar aparcamiento a media docena de coches y una furgoneta de reparto. Entró y en el mostrador de la recepción encontró a una rubia más o menos de su edad, que al mismo tiempo atendía la centralita. Ante una mesa cercana, un anciano seleccionaba fotografías.

Tuvo suerte. Temía que los viejos ejemplares del periódico se guardaran en otra parte o no estuvieran a disposición del público. Pero cuando le explicó a la recepcionista que estaba investigando acerca del teatro de provincias y quería ver las críricas sobre Clarissa Lisle en "El profundo mar azul", no le hicieron preguntas ni le pusieron obstáculos. La muchacha le pidió a su compañero que atendiera la recepción, hizo caso omiso de una luz que se encendió en la centralita, atravesó con Cordelia una puerta de batiente y la guió por un empinado tramo de escalera mal iluminado, hasta el sótano. Una vez allí abrió la puerta cerrada con llave de una pequeña habitación; el excitante olor mohoso de viejos papeles impresos se introducía en las narices como un miasma. Cordelia notó que los archivos estaban clasificados en carpetas de resorte, dispuestas en orden cronológico sobre los estantes metálicos. En el centro de la sala había una larga tabla montada sobre caballetes. La recepcionista encendió dos tubos fluorescentes, de cruda luz.

–Aquí está todo, hasta 1860 -dijo-. No puede llevarse nada y no debe escribir sobre los periódicos. No se vaya sin avisarme. Tengo que volver a echar la llave cuando salga. Hasta luego.

Cordelia se aplicó a su tarea metódicamente. Speymouth era una población pequeña y seguramente no contaba con una compañía de teatro estable. En consecuencia, era casi seguro que Clarissa había ido con una compañía de repertorio durante la temporada estival, más probablemente entre mayo y septiembre. Iniciaría la búsqueda por esos cinco meses. No encontró nada sobre la obra de Rattigan en mayo, pero notó que la compañía de repertorio con base en el viejo teatro estrenaba siempre en lunes y la obra estaba en cartel dos semanas. Las críticas aparecían en una página dedicada a las artes en la edición de los martes: una inmediata respuesta digna de elogio, tratándose de un pequeño periódico de provincias. Posiblemente el crítico transmitía por teléfono su artículo desde el teatro. La primera mención de "El profundo mar azul" había aparecido en un anuncio de principios de junio; decia que Clarissa Lisle sería la estrella invitada durante la quincena que comenzaba el 18 de julio. Cordelia calculó que la reseña aparecería en la página de arte -invariablemente la novena- del 19 de julio. Arrastró hasta la mesa el pesado volumen que contenía los números de julio a septiembre y buscó el ejemplar de aquella fecha. Más grueso que la edición normal, estaba compuesto por dieciocho páginas en lugar de las acostumbradas dieciséis. La razón se hizo evidente en la primera plana. La reina y el duque de Edimburgo habían visitado la ciudad el sábado anterior, como parte de su gira provincial en el año de jubileo, y el ejemplar de aquel martes era el primero posterior a la visita. Había sido un día señalado para Speymouth, pues se trataba de la primera visita real desde 1843, y el "Chronicle" le sacó el máximo partido. En el artículo de la primera plana informaban que en la página diez aparecían más fotos. Estas palabras pulsaron una cuerda en la memoria de Cordelia. Ahora estaba casi segura de que el reverso de la reseña que había visto no era letra impresa, sino una imagen.

Pero, con el éxlto ya al alcance de la mano, sintió una repentina pérdida de confianza. Lo único que podía descubrir era la crítica de un reportero de provincias sobre una reposición que ya nadie recordaría en Speymouth. Clarissa había afirmado que era importante para ella, lo suficiente para guardarla en el cajón secreto de su joyero. Claro que en el caso de Clarissa eso podía significar cualquier cosa. Tal vez le había gustado el comentario y había conocido al crítico, disfrutando de una breve pero satisfactoria aventura amorosa. Podía ser algo tan sentimental y poco importante como eso. ¿Y qué importancia podía tener con respecto a su muerte?.

Entonces comprobó que la hoja que buscaba no estaba allí. Repitió dos veces la misma operación. Por más cuidadosamente que diera vueltas a las hojas del periódico, faltaban las páginas nueve y diez. Inclinó hacia atrás la abultada colección de periódicos en el punto en que estaban sujetos por el pasador. En el margen de la página once creyó detectar una delgada impresión descendente, como si el papel tuviera una leve muesca hecha con una navaja o una hoja de afeitar. Cogió la lupa y la movió lentamente por encima de los bordes encuadernados. Entonces vio con toda claridad la marca delatora; en algunos puntos el papel estaba cortado, y mostraba dónde se había arrancado la hoja. También distinguió diminutas tiras de papel donde el borde de la página nueve seguía sujeto al pasador. Alguien se le había anticipado.

La recepcionista estaba atareada con una posible cliente que indagaba -sin señales visibles de dolor- acerca de qué debía hacer para insertar una nota necrológica y cuánto le costaría agregar una bonita poesía. Abrió un cuaderno infantil y señaló las letras redondeadas, laboriosamente dibujadas. Cordelia siempre curiosa por la idiosincrasia de su prójimo y olvidada por un instante de sus propias inquietudes, se acercó y desvió la vista para leer:.

Las nacaradas paredes brillaban,) San Pedro susurraba), estaba abierta la puerta dorada,) para que Joe pasara)).


La pieza de dudosa teología fue recibida por la muchacha con una indiferencia indicadora de que había leído muchas poesías semejantes con anterioridad. Pasó los tres minutos siguientes tratando de explicar cuál sería el costo probable, incluidos los extras si se ponía recuadro a la nota y se remataba con cruz y corona, consulta que fue interrumpida por prolongados silencios meditabundos mientras contemplaban muestras de los modelos en oferta. Diez minutos más tarde todo quedó satisfactoriamente resuelto y la recepcionista pudo prestar atención a Cordelia, que dijo:.

–He encontrado el número que buscaba, pero falta la hoja que necesito. Alguien la ha cortado.

–No puede ser. No está permitido. Ésos son nuestros archivos.

–Pues lo han hecho. ¿No hay otra copia?.

–Tendré que decírselo al señor Hasking. No pueden cortar los archivos. El señor Hasking se pondrá de muy mal humor cuando se entere.

–No me cabe la menor duda. Pero necesito esa página urgentemente. Es la página nueve del 19 de julio de 1977. ¿No tiene otros números atrasados que pueda revisar?.

–Aquí no. Quizás el presidente tenga una colección en Londres. ¡Cortar los archivos! El señor Hasking da mucho valor a esos ejemplares antiguos. Son historia, dice.

–¿Recuerda quién fue la última persona que visitó los archivos?.

–El mes pasado vino una señora rubia, de Londres. Estaba escribiendo un libro sobre muelles marítimos. Volaron el de Speymouth en 1939 para que los alemanes no pudieran desembarcar y después el Ayuntamiento no tuvo dinero suficiente para reconstruirlo. Por eso es tan tosco. Me dijo que cuando ella era pequeña había un teatro de variedades en la punta, y que en temporada actuaban artistas de Londres. Sabia mucho sobre embarcaderos.

Cordelia pensó que un detective privado mejor equipado o más eficaz habría ido provisto de fotografías de la víctima y de los sospechosos para su posible identificación. Le habría resultado útil saber si la rubia tan experta en muelles se parecía a Clarissa o a Roma. Tolly, a no ser que se hubiera disfrazado en una artimaña innecesariamente espectacular, quedaba descartada. Se preguntó si a Bernie se le habría ocurrido fotografiar en secreto a los huéspedes, preparándose para aquella eventualidad. Ella no había pensado que tan complicado procedimiento fuese útil o posible. De todos modos, tenía la Polaroid en la isla. Quizá valiera la pena probar. Podía ir a buscarla y volver al día siguiente.

–¿Y la dama de los muelles es la única que ha solicitado los archivos últimamente? – preguntó.

–Desde que yo estoy aquí, al menos. Claro que sólo llevo un par de meses. Sally podría haberle hablado de cualquier visitante anterior, pero dejó el trabajo, para casarse. Además, yo no estoy siempre en la recepción. Quiero decir que podría haber venido alguien estando yo en la oficina y Albert en mi escritorio.

–¿Él está aquí?.

La muchacha la miró como si semejante ignorancia la dejara atónita:.

–¿Albert? No, por supuesto. Los lunes nunca viene. – De pronto observó a Cordelia con expresión suspicaz-. ¿Por qué quiere saber quién más ha estado aquí? Creí que sólo estaba buscando esa crítica.

–Y así es, pero sentí curiosidad por saber quién cortó esa página. Como usted ha dicho, esos archivos son muy importantes y no me gustaría que nadie penssara que he sido yo. ¿Está segura de que no hay en toda la ciudad otro ejemplar?.

Sin levantar la vista, el anciano que seguía acomodando nuevas fotos en el escaparate estudiadamente y con ojo clínico para la búsqueda del efecto artístico, además de una parsimonia sugerente de que el trabajo podía ocuparle el resto del día, dijo:.

–¿Ha dicho el 19 de julio de 1977? Eso significa tres días después de la visita de la reina. Puede probar con Lucy Costello. Guarda recortes de prensa sobre la familia real desde hace cincuenta años y no creo que se perdiera la visita real a Speymouth.

–¡Pero Lucy Costello ha muerto, señor Lambert! Publicamos un artículo acerca de ella y sus recortes de prensa el día después de su entierro.

El señor Lambert volvió la cara y elevó los brazos al cielo en una parodia de paciente resignación:.

–¡Sé muy bien que Lucy Costello ha muerto! ¡Todos lo Sabemos! En ningún momento he dicho que no estuviera muerta. Pero tiene una hermana, ¿no? Que yo sepa, la señorita Emmeline sigue viva, y supongo que conserva los libros de recortes. No creo que los haya arrojado a la basura. Pueden haber enterrado a Lucy, pero a mi entender no se llevaron sus recortes a la tumba. Le dije a esta señorita que probara con ella, no que le hablara.

Cordelia preguntó cómo podía localizar a la señorita Emmeline. El señor Lambert estaba otra vez concentrado en sus fotografías y habló malhumorado, como si lamentara haber sido tan lenguaraz:.

–Windsor Cottage, Benison Row. Calle Mayor arriba, segunda a la izquierda. No tiene pérdida.

–¿Es lejos? Quiero decir si debo coger un autobús.

–Tendría suerte si lo lograra, pero mientras lo espera podría morirse. Diez minutos andando, como máximo. No es ninguna distancia para una jovencita.

El señor Lambert seleccionó la foto de un corpulento caballero con la cadena distintiva de alcalde, cuya oblicua mirada de procaz bonhomía sugería que el banquete oficial había superado sus expectativas, y la situó cuidadosamente al lado de la imagen de una bañista bien dotada y decididamente ligera de ropas, de modo tal que los ojos del caballero parecían contemplar la hendidura de su escote. He aquí a un hombre que disfruta con su trabajo, pensó Cordelia. Agradeció a arnbos su ayuda y partió a la búsqueda de la señorita Emmeline Costello.

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42.


El señor Lambert la había informado bien en cuanto a la distancia. Fueron casi diez minutos exactos de caminata, cierto es que a paso vivo, hasta Benison Row. Cordelia se encontró en una estrecha calle de casas victorianas que discurría sinuosamente en la parte elevada de la ciudad. Aunque se notaba una agradable uniformidad en lo referente a época, arquitectura y altura de las casitas en hilera, cada una de ellas poseía su encanto peculiar. Unas tenían miradores, otras jardineras de madera empotradas, desde las que una profusión de abigarradas hiedras y geranios trepaban perfilando su diseño sobre el estuco, mientras las dos del extremo exhibían laureles en tinajas pintadas a cada lado de las lustrosas puertas de entrada. Todas las casitas tenían un angosto jardín delantero detrás de las verjas de hierro foriado que, quizás a causa de.su delicada ornamentación, se habían salvado de ser convertidas en chatarra durante la última guerra. Cordelia se dio cuenta de que nunca había visto una hilera de casas con sus verjas completas y de que éstas daban a la calle -exteriormente tan inglesa en su preciosismo en pequeña escala- un toque de encantadora aunque exótica extravagancia. Los pequeños jardines de exuberante colorido y los cálidos rojos del otoño parecían estallar contra las rejas. Aunque la temporada tocaba a su fin, el aire era una sinfonía de espliego y romero. No había coches aparcados junto al bordillo ni tufos de gasolina. Después del bullicio y los penetrantes olores de la Calle Mayor, entrar en Benison Row fue para ella lo mismo que retroceder a la acogedora sencillez de una era legendaria.


Windsor Cottage era la cuarta casa a mano izquierda. Su jardín era más sencillo que los demás, un pulcro cuadrado de inmaculado césped con arriates de rosas. Todas las escamas de la aldaba, de bronce y en forma de pez; destellaban. Cordelia llamó al timbre y esperó. No oyó pisadas presurosas. Volvió a llamar, esta vez con más insistencia. Sólo le respondió el silencio. Comprendió, con cierto desencanto, que la propietaria había salido. Quizás había sido estúpidamente optimista por su parte esperar que la señorita Costello la estuviese aguardando en su casa sólo porque ella, Cordelia Gray, necesitaba verla. Pero la desilusión embargó su ánimo y le comunicó una inquieta impaciencia. Ahora estaba convencida de que el recorte faltante era vital y de que sólo en aquella casita se le ofrecía la posibilidad de encontrarlo. La perspectiva de tener que volver a la isla sin explorar esta pista y con la curiosidad insatisfecha la dejó aturdida. Comenzó a pasearse de un lado a otro preguntándose cuánto valía la pena esperar, si la señorita Costello regresaría -tal vez de la compra-o si había cerrado la casa y marchado de vacaciones. Entonces descubrió que las dos ventanas de la planta alta estaban abiertas y se reanimó. De la casa de al lado salió una mujer de edad madura y miró hacia la calle, como si esperara a alguien, y estaba a punto de cerrar la puerta cuando Cordelia corrió hacia ella y le dijo:.

–Disculpe, he venido a ver a la señorita Costello. ¿Sabe si volverá esta tarde?.

–Supongo que está en la lavandería -respondió la vecina amablemente-. Siempre hace su colada los lunes por la tarde. No puede tardar mucho, a menos que haya decidido tomar el té en el centro.

Cordelia le dio las gracias y la mujer cerró la puerta. La callejuela volvió a sumirse en el silencio. Cordelia apoyó la espalda en la verja y se dispuso a esperar haciendo acopio de paciencia.

La espera no se prolongó. Menos de diez minutos más tarde, vio torcer la esquina y entrar en Benison Row a una personilla extraordinaria; instantáneamente supo que tenía que ser Emmeline Costello: una viejecita que arrastraba un carro de la compra forrado en lona del que asomaba un voluminoso bulto cubierto de plástico. Andaba a paso lento pero erguida; su delgada figura se perdía en un gabán del ejército, color caqui, tan largo que el dobladillo casi barría la acera. Su carita estaba tan surcada de arrugas como un pergamino y parecia más pequeña aún a causa de un pañuelo a rayas rojas y blancas que le rodeaba la cabeza, anudado bajo la barbilla. Encima lucia un gorro de punto color púrpura, rematado con un pompón. Si necesitaba tamaña abundancia de abrigo en un cálido día de septiembre, Cordelia se preguntó cómo se vestía en invierno. Cuando la señorita Costello llegó a la cancela, Cordelia se adelantó para abrírsela y se presentó.

–El señor Lambert del "Speymouth Chronicle" me sugirió que quizás usted podría ayudarme -dijo-. Estoy buscando un recorte de un viejo número del periódico, concretamente del 19 de julio de 1977. ¿Le resultaría demasiada molestia que revisara la colección de su hermana? No me permitiría importunarla si no fuese realmente importante. He buscado en los archivos del periódico, pero la página que necesito no está allí.

La señorita Costello podía presentar al mundo un aspecto de excentricidad casi intimidante, pero los ojos que miraron los de Cordelia eran penetrantes, brillantes como abalorios y acostumbrados a hacer apreciaciones; cuando habló lo hizo con voz clara, educada y autoritaria, una voz que definió inmediata e inconfundiblemente el lugar preciso que ocupaba en la complicada jerarquía del sistema de clases británico.

–Cuando tenga ochenta y cinco años, hija mía, no se le ocurra rivir en lo alto de una cuesta. Pase, que tomaremos el té.

Con esa misma voz la había recibido la reverenda madre cuando llegó por primera vez, cansada y asustada, al Convento del Niño Dios.

Siguió a la señorita Costello al interior de la casa. Era evidente que nada se haría de prisa y, en su condición de solicitante, no podía decir que disponía de poco tiempo. Su anfitriona la dejó en el salón mientras iba a quitarse varias caas de ropa y a preparar el té. La estancia era encantadora. El mobiliario antiguo, probablemente trasladado desde una casa familiar más grande, había sido seleccionado de modo que se adaptara al espacio disponible. Las paredes estaban prácticamente cubiertas de pequeños retratos de familia, acuarelas y miniaturas que producían un efecto de ordenada vida casera y no de amontonamiento. Un aparador de caoba empotrado en la pared, con adornos de palisandro, contenía pocas y escogidas porcelanas, y el reloj situado en la repisa de la chimenea escandía el tiempo con su tictac. Cuando la señorita Costello reapareció empujando una mesita de ruedas, Cordelia notó que el servicio de té era de verde porcelana Worcester decorada, y la tetera, de plata. Una ocasión, pensó, en la que la señorita Maudsley se habría sentido como en su casa.

El té era Earl Grey. Mientras lo bebía en la elegante taza poco profunda, Cordelia experimentó el repentino e irresistible impulso de abrir su corazón a la anciana. Por supuesto, no podía decirle a la señorita Costello quién era ni qué buscaba en realidad, pero la paz del lugar parecía rodearla de una tibia seguridad, un reconfortante suspiro respecto del horror de la muerte de Clarissa, de sus propios temores, incluso de la soledad. Quería contarle a la señorita Costello que venía de la isla, otr una voz humana comprensiva manifestando lo horrible que habia sido todo aquello, una consoladora voz anciana que la tranquilizara con los recordados tonos de la reverenda madre.

–Se ha cometido un crimen en Courcy Island -dijo-. La actriz Clarissa Lisle ha sido asesinada, aunque supongo que ya estará usted al corriente. Además, se ha ahogado el criado del señor Gorringe.

–Me enteré de lo ocurrido a la señorita Lisle. Esa isla tiene una historia violenta. No creo que sean ésas las últimas muertes -sentenció la encantadora viejecita-. Pero no he leído el informe del periódico y, como puede ver, no tenemos televisor. Como solía decir mi hermana. en nuestros días hay mucha fealdad y mucho odio, pero al menos no tenemos por qué traerlo a nuestro saloncito. Y a los ochenta y cinco años, querida mía, una tiene derecho a rechazar lo que considera desagradable.

No, no hallaría consuelo en aquella paz seductora pero falsa. Cordelia se avergonzó por la momentánea debilidad con que la había buscado. Al igual que Ambrose, la señorita Costello había construido primorosamente su ciudadela privada, menos hermosa, menos romota, menos dispendiosamente grata, pero muy semejante en su suficiencia, en su inviolabilidad.

Ni el entusiasmo ni la impaciencia habían quitado el apetito a Cordelia. Había aceptado agradecida algo más que las dos delgadas rodajas de pan con mantequilla, sobre todo porque la exigüidad de la comida no guardó ninguna relación con su duración. Le sorprendió que a la señorita Costello le llevase tanto tiempo beber dos tazas de té y picotear su ración de alimentos. Pero por fin terminaron.

–Los recortes de prensa de mi difunta hermana están en su habitación, arriba -dijo la señorita Costello-. Era una monárquica devota -en ese punto Cordelia creyó detectar un matiz de indulgente desprecio- y durante los últimos cincuenta años no puede decirse que se haya producido en la realeza un acontecimiento que escapara a su atención. Aunque su principal interés recaía, naturalmente, en la casa de Sajonia-Coburgo-Gotha. La dejaré buscar por su cuenta, pues no es probable que yo pueda serle útil. De todos modos, no vacile en llamarme si cree que puedo prestarle alguna ayuda.

Era interesante, aunque no del todo asombroso, pensó Cordelia, que la señorita Costello no se hubiese tomado la molestia de preguntarle qué buscaba. Tal vez consideraba que esa pregunta era indicativa de una vulgar curiosidad o, más probablemente, temía que provocara otra intrusión de lo desagradable en su ordenada vida.

Acompañó a Cordelia al dormitorio principal, donde la obsesión de Lucy resultaba inmediatamente manifiesta. Las paredes estaban casi totalmente cubiertas de fotografías de la realeza, algunas de ellas medio borradas por firmas emborronadas. Encima de un largo estante colocado sobre la cabecera de la cama había, densamente alineada, una colección de jarras conmemorativas de la coronación, en tanto una vitrina con puerta de cristal lucía otros objetos que recordaban acontecimientos memorables, como teteras con coronas, tazas y platos igualmente adornados, además de piezas de cristal grabado. Toda la pared que daba frente a la ventana mostraba estantes empotrados que contenían una serie de álbumes de recortes: la famosa colección.

Cada álbum llevaba marcado en el lomo las fechas que abarcaba y Cordelia encontró sin la menor dificultad el correspondiente a julio de 1977. Los fotógrafos de la prensa local habían hecho justicia a la gran jornada de Speymouth. No había un solo aspecto de la visita real que no hubiese quedado registrado. Vio fotos de la regia llegada, del alcalde con su cadena, de la alcaldesa haciendo una reverencia, de los niños con sus banderas del Reino Unido en miniatura, de la reina sonriendo desde el carruaje real, con la mano levantada en el ademán característico de los de su alcurnia, y el duque a su lado. Pero ningún recorte encajaba exactamente en el recuerdo que tenía Cordelia de la forma y el tamaño de la pieza faltante. Se sentó sobre los talones, con el álbum abierto ante sí, y por un momento se sintió casi mareada por la decepción. Los gránulos de los rostros sonrientes y satisfechos se burlaban de su fracaso. La posibilidad de éxito había sido escasa, pero le mortificó comprender cuántas esperanzas había depositado en la búsqueda. Entonces se dio cuenta de que no toda esperanza estaba perdida. En el estante inferior había una pila de gruesos sobres de papel manila, cada uno de ellos con el año escrito con la caligrafía vertical de la señorita Lucy. Abrió el de arriba y vio que también contenía recortes de prensa, probablemente duplicados que le habían enviado amigos ansiosos de contribuir a su colección, o recortes que había rechazado como indignos de ser incluidos pero que no había querido tirar. El sobre de 1977 era más abultado que los demás, como correspondía a un año de jubileo. Vació la miscelánea de recortes, en su mayoría descoloridos por el paso del tiempo, y los esparció ante sí.

Lo encontró casi inmediatamente: la recordada forma rectangular, el titular "Clarissa Lisle triunfa en la reposición de Rattigan", la tercera columna cortada por la mitad. Miró el dorso. Ignoraba qué esperaba ver, pero su primera reacción fue de desilusión. Todo el reverso estaba ocupado por una foto de prensa perfectamente ordinaria. Había sido tomada en el paseo y mostraba la acera de enfrente atestada de rostros sonrientes, de una fila de niños en cuclillas sobre el bordillo con sus banderitas preparadas, mientras que sus mayores más aventurados se habían encaramado a antepechos de ventanas o permanecían agarrados a postes del alumbrado. En el fondo de la multitud. dos rollizas mujeres con reproducciones del estandarte patrio alrededor del sombrero, permanecían en los peldaños de una casa sosteniendo una pancarta en la que se leían las palabras "Bienvenidos a Speymouth". Sus majestades no habían llegado todavía, pero la imagen transmitía una sensación de feliz expectativa. El primer pensamiento impertinente de Cordelia fue preguntarse por qué la señorita Costello la había rechazado. Claro que había tenido gran número de fotos entre las cuales escoger, y en muchas de ellas aparecía la reina. ¿Pero qué interés podía tener para Clarissa Lisle aquella foto nada especial, aquel testimonio de patriotismo local? La observó más atentamente. Entonces le dio un vuelco el corazón. A la derecha de la fotografía aparecía la figura ligeramente difusa de un hombre. Un hombre que en aquel momento bajaba a la calzada obviamente interesado en sus propios asuntos, ajeno a la exaltación que le rodeaba, con el rostro preocupado y la mirada fija más allá de la cámara. No había ninguna duda: era Ambrose Gorringe.

Ambrose en Speymouth en julio de 1977. Aquél había sido el año de su exilio fiscal. Tendría que haber permanecido en el extranjero durante todo el año financiero, pues Cordelia recordaba haber leído que el mero hecho de pisar suelo británico invalidaba la condición de no residente. Pero supongamos que entró subrepticiamente en el pais, como demostraba aquella fotografía. ¿Ese hecho no le habría obligado a pagar todos los impuestos que había evitado, todo el dinero que debió gastar en restaurar el castillo, adquirir sus cuadros y porcelanas, embellecer su isla privada? Tendría que consultar a un experto, averiguar cuál era la situación legal. Seguramente había oficinas notariales en Speymouth. Podía dirigirse a un abogado, plantear una cuestión general sobre leyes impositivas, no tenía por qué mencionar nada específico. Pero tenía que averiguarlo y no le quedaba mucho tiempo. Miró la hora: las cinco menos diez. La lancha iria a buscarla a las seis en punto. Era esencial obtener algún tipo de confirmación antes de retornar a la isla.

Mientras reunió los recortes, volvió a guardarlos en el sobre y bajó para hablar con la señorita Costello, su mente hervia con la novedad. Si Clarissa habia comprendido la significación de aquella foto, ¿por qué no la habia comprendido nadie más? Sin embargo, ¿a quién podia importarle? Ambrose no vivía en la isla en 1977. Probablemente la había visitado rara vez y no era factible que conocieran su rostro en la localidad. Quienes le conocían vivían en Londres y, con toda seguridad, jamás habían leído el "Speymouth Chronicle". Había firmado su éxito literario con seudónimo. Aunque alguien que viviera allí reconociera la fotografia, probablemente no se daría cuenta de que aquél era A. K. Ambrose, el autor de "Autopsia", que oficialmente estaba pasando un año de exilio tributario. No es ése el tipo de cosas que a uno le interesa dar a la publicidad. No, había sido pura mala suerte para él que aquella semana estuviese Clarissa actuando en Speymouth y hubiese leído la crítica en el periódico local. Y Clarissa se había cobrado el precio de su silencio, sin duda sutilmente, sin que apareciera nada grosero ni estridente en la extorsión. Clarissa habría planteado sus propios términos con encanto, incluso con un matiz de divertido pesar. Pero el precio había sido exigido y había sido pagado. Ahora lo veía claramente: por qué Ambrose había tolerado que los cómicos desbarataran su vida, por qué Clarissa había usado el castillo como ama y señora.

Cordelia se recordó que nada de eso demostraba que Ambrose fuera un criminal, pero sí que tenía motivos para matar. Ella tenía la prueba en la mano.

Más adelante se extrañó de que en ningún momento se le ocurriera la idea de llevar de inmediato el recorte a la policía. Primero tenía que obtener la confirmación del delito fiscal y luego se enfrentaría a Ambrose. Era como si aquella investigación no tuviese nada que ver con la policía. Era una cuestión entre ella y sir George, que la había empleado, o quizás entre ella y la mujer a la que no había sabido proteger. La arrogante voz masculina del inspector Grogan sonó en sus oídos: "Es posible que usted sea más lista de lo que le conviene, señorita Gray. No está aquí para resolver este caso. Eso es tarea mia".

Encontró a la señorita Costello en la pequeña cocina trasera, plegando ropa de cama lista para planchar. Le pareció normal que Cordelia se llevara el recorte y lo dijo sin molestarse en mirarlo ni apartar la atención de sus fundas de almohada. Cordelia le preguntó si podía recomendarle una notaría en Speymouth. Esta petición sí provocó una mirada en aquellos ojos astutos, pero la señorita Costello tampoco le hizo ninguna pregunta. Mientras la acompañaba a la puerta, se limitó a decir:.

–Mis asesores legales están en Londres, pero he oído decir que Blake, Franton y Fairbrother son serios. Los encontrará en el paseo, a unos cincuenta metros al este de la estatua de Victoria. Le aconsejo que se dé prisa. Después de las cinco en Speymouth se despliega muy poca actividad útil, profesional o de cualquier tipo.

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43.


La señorita Costello tenia razón. Cuando Cordelia llegó jadeante a la pulida puerta de estilo georgiano de Blake, Franton y Fairbrother, la encontró firmemente cerrada, para que ese día no entraran más clientes. Las habitaciones de abajo estaban a oscuras y, aunque había luz en el segundo piso, una placa, a un costado de la puerta, indicaba que esa parte del edificio era un apartamento independiente. Aunque no lo hubiese sido, no se habría atrevido a molestar a un notario desconocido en su domicilio particular para pedirle un consejo que, por sus apariencias, no parecía una cuestión urgente. Tal vez alguna notaría estuviera abierta hasta las seis, pero ¿cómo encontrarla? Podía apelar a las páginas amarillas si la oficina de correos contaba con ese tipo de listín en provincias. Se sintió avergonzada al descubrir que, por ser londinense, desconocía ese dato. Y aun cuando encontrase una guía con los nombres de las notarías locales, se toparía con la dificultad de localizar las oficinas sin un mapa urbano. Pensó que había salido mal equipada para realizar sus investigaciones. Mientras permanecía indecisa, vio llegar a un joven, cargado con una caja de verduras, que tocó el timbre.


–Está cerrado, ¿no? – le preguntó el muchacho.

–Sí. Necesitaba con urgencia un notario.

–Sí, eso es lo malo de los notarios. Si uno los necesita, suele ser con urgencia. Podría probar con Beswick, que tiene la oficina en Gentleman's Walk. Unos treinta metros calle abajo, tuerza a la izquierda. Está más o menos en mitad de la manzana, a mano derecha.

Cordelia le dio las gracias y salió corriendo. Encontró fácilmente Gentleman's Walk, una estrecha callejuela empedrada, de elegantes casas de principios del siglo dieciocho. Una placa de latón, lustrada hasta el punto de ser casi indescifrable, identificaba a James Beswick, notario. Cordelia se sintió aliviada al ver encendida una luz detrás del cristal translúcido y notar que la puerta se abrió al empujarla.

Sentada ante el escritorio vio a una mujer gorda y más bien desaliñada, con inmensas gafas de montura escarlata, que llevaba un ceñido traje de cretona con brillante estampado de rosas y hojas de parra entrelazadas, lo que le daba el aspecto de un sofá recién tapizado.

–Lo siento, está cerrado -dijo-. Venga o telefonee mañana a partir de las diez.

–Pero la puerta estaba abierta…

–Literal pero no figurativamente. Tendría que haberle echado llave hace cinco minutos.

–Pero ya estoy aqui… y es tan urgente. No me llevará más de unos minutos, se lo aseguro.

Desde la habitación de arriba, una voz gritó:.

–¿Quién es, señorita Magnus?.

–Una cliente. Una chica. Dice que es muy urgente.

–¿Es atractiva?.

La señorita Magnus se bajó las gafas hasta la punta de la nariz y observó a Cordelia por encima de la montura. Luego gritó en dirección a la planta superior:.

–¿Eso qué tiene que ver? Se la ve limpia, sobria y dice que es urgente. Y está aquí.

–Hágala subir.

Cordelia oyó pisadas que retrocedían y, repentinamente asaltada por la duda, preguntó:.

–Es abogado, ¿no? ¿Es un buen abogado?.

–Oh, sí, en ese sentido funciona muy bien. Nadie ha dicho jamás que no fuese un buen abogado. – El énfasis sobre la última palabra le sonó a mal presagio. La señorita Magnus hizo un gesto en direcclón a la escalera-. Ya lo ha oído. Primer piso, a la izquierda. Está alimentando a sus peces tropicales.

El hombre que se volvió hacia ella desde la ventana era larguirucho, de cara enjuta, arrugada y jocosa, con gafas de media luna apoyadas casi en la punta de su larga nariz. Retiraba alimento de un paquete y lo esparcía en un inmenso acuario, no directamente sino desmenuzando, entre el pulgar y el índice, minúsculas porciones que dejaba caer en un elaborado diseño sobre la superficie del agua. Se produjo un torbellino de rojos y azules cuando los pececillos se reunieron en un remolino para arrebatar la comida. El abogado señaló a uno que veteó la superficie en una llamada de brillante bronce.

–Mírelo. ¿No es una belleza? Se trata del tetra del alba, un ejemplar de la Guayana Británica. Sin embargo, quizá le guste más el tetra incandescente que está allí, acechando debajo de las conchas.

–Es muy hermoso, pero no me gustan mucho los peces tropicales en cautiverio -comentó Cordelia.

–¿Se opone usted a los peces, a las peceras, o a la conjunción de ambos? Le aseguro que son absolutamente felices, o al menos eso cabe suponer. Su pequeño mundo ha sido artística y científicamente concebido para su comodidad, y reciben alimento en forma regular. No tienen que sembrar ni cosechar. ¡Vea esa hermosura! Observe ese destello de oro y verde.

–Necesito cierta información con urgencia. No se trata de una cuestión personal, sino de una pregunta de carácter general. ¿Proporciona usted ese tipo de asesoramiento?.

–No es lo habitual y no estoy seguro de que sea prudente. Los abogados son como los médicos. No se puede generalizar ni postular hipótesis, pues cada caso es singular. Es necesario conocer todas las circunstancias si uno quiere ser de auténtico servicio. Una interesante analogía, ahora que lo pienso. Le diré más aún. Si su médico le aconseja que se traslade de inmediato al extranjero, usted puede conformarse con instalarse en la soleada Torquay. Si su abogado le sugiere que viaje al extranjero, lo más sensato será que se dirija inmediatamente al aeropuerto de Heathrow. Espero que no se encuentre en tan comprometida situación.

–No, no he venido a consultarle sobre un viaje al exterior. Quiero averiguar algo sobre la forma de evitar impuestos.

–¿Se refiere a evitar impuestos, lo cual es legal, o evadir impuestos, que no lo es?.

–A lo primero. Supongamos que me hiciera de una enorme suma de dinero, toda en el mismo año fiscal. ¿Podría evitar el pago de impuestos si me quedase doce meses fuera del país?.

–Eso depende de lo que quiera decir con "me hiciera de una enorme suma de dinero". ¿Se refiere a una herencia, un regalo, una quiniela de fútbol, la venta de una propiedad o de acciones, o qué? Supongo que no estará pensando en el asalto un banco.

–Me refiero a dinero percibido por actividades profesionales. Dinero que recibiese por escribir una obra de teatro o una novela de éxito, o por pintar un cuadro, o por actuar en una película.

–Si fuera usted sensata arreglaría sus contratos de manera que no recibiese todo el dinero durante un solo año fiscal. Pero esto compete más a su contable que a mí.

–¿Y si yo no esperaba tener tanto éxito?.

–Entonces podría evitar el pago de impuestos haciéndose no residente la totalidad del siguiente año financiero. El dinero ganado así, se grava retrospectivamente, como sin duda ya sabe.

–¿Podría volver al país a pasar unas vacaciones o un fin de semana?.

–No. Ni siquiera un día.

–¿Y si necesitaba hacerlo? Podría sentir nostalgia, por ejemplo.

–Le aconsejo que no lo haga. Los exiliados fiscales no pueden permitirse el lujo de sentir nostalgia.

–¿Y si volviera?.

El abogado Beswick suspiró.

–Si de verdad quiere una respuesta autorizada, tendré que hacer algunas averiguaciones, para saber si existe algún antecedente. Como ya le he dicho, esta cuestión corresponde a un contable fiscal, y no a mí. A mi juicio, si regresara se vería automáticamente sujeta a gravámenes sobre los ingresos percibidos durante todo el año anterior.

–¿Y si ocultara al fisco el hecho de mi regreso?.

–En tal caso podría ser procesada por intento de fraude. Probablemente Hacienda no se molestaría si la suma fuera poco importante, pero se ocuparían de cobrar los impuestos debidos…Quiero decir que lo de ellos es recuperar todo lo que se les debe.

–¿Cuánto significaría eso?.

–El impuesto máximo actual sobre los ingresos profesionales es del sesenta por ciento.

–¿Y en 1977?.

–En aquellos tiempos era bastante más. Ochenta por ciento o más, sobre un ingreso superior a veinticuatro mil de renta imponible. O algo parecido.

–¿O sea que podrían arruinarme?.

–Dejarla en bancarrota. Podrían hacerlo si usted estuviera tan mal aconsejada como para gastar por adelantado todos sus ingresos del año anterior confiando en que no serían imponibles. La muerte y los impuestos nos alcanzan a todos.

–Muchas gracias. Ha sido muy amable. ¿Puedo pagarle ahora? Me temo que si son más de dos libras tendré que darle un cheque.

–Bueno, no me ha entretenido mucho tiempo. Y creo que la señorita Magnus ha cerrado la pequeña caja y la ha guardado. ¿Qué le parece si dejamos que esta consulta corra de mi cuenta?.

–No me parece correcto. Tengo que pagarle su tiempo.

–Entonces ponga una libra en la alcancía canina y quedaremos en paz. Cuando haya escrito su bestseller, puede volver; en ese momento le daré un consejo acertado y se lo cobraré muy caro. ra La alcancía canina estaba sobre el escritorio y era el brillante modelo de un lánguido perro de aguas que sostenía entre sus patas un bote para colectas en el que se leía el nombre de una famosa sociedad protectora de animales. Cordelia dobló un par de billetes de una libra, prometiéndose interiormente que sólo cargaría una en la cuenta de sir George.

Entonces recordó. Probablemente no habría ninguna factura para sir George. Quizá volviera a la agencia más pobre de lo que había salido. Sir George la había tranquilizado en cuanto al pago, pero ella sería incapaz de cobrarle tan trágico fracaso, lo que sería lo mismo que cobrar el precio de la sangre. ¿Y cómo demonios redactaría la factura? Era extraño el grado de pequeñas complicaciones que generaba la enorme complicación del crimen. Incluso en medio de la muerte estamos vivos y no desaparecen las pequeñas inquietudes de la vida, pensó.


Llegó al puerto con dos minutos de adelanto. Le sorprendió y se sintió algo desconcertada al descubrir que la lancha no la estaba esperando, pero se dijo a sí misma que a Oldfield debía haberle retenido en la isla alguna tarea; después de todo, había llegado antes de la hora prevista. Se sentó a esperar en el noray, contenta de la posibilidad de descansar, aunque su mente, estimulada por la excitación de la jornada, pronto la impulsó a la acción. Se levantó y empezó a pasearse inquieta por el muro del muelle. A sus pies, una lenta marea mojaba las piedras cubiertas de verdin y un festón de algas extendía sus nudosas y anegadas manos bajo la ensombrecedora superficie. La luz diurna se apagaba y el calor agonizaba con la luz. Una a una las casitas de la colina iluminaron sus rectángulos detrás de las cortinas echadas y las serpenteantes callejuelas se vistieron de fiesta con destellantes collares de luz. Los compradores rezagados y los turistas habían vuelto a sus casas y Cordelia sólo oyó el eco de esporádicas pisadas solitarias en el muro. La pequeña población, como si lamentara sus horas de impropia frivolidad, se recogia en una fresca calma otoñal. Los aromas estivales quedaron olvidados y desde el puerto se elevó un fétido olor acuoso.

Consultó su reloj. Vio que eran las seis y media, hora que fue inrriediatamente confirmada por el tañido del reloj de una iglesia distante. Se acercó a la embocadura del puerto y fijó la vista en dirección a la isla. No distinguió indicios de la lancha, y el mar estaba desierto a excepción de dos o tres barcas que regresaban tarde, deslizándose, con las velas plegadas, hacia sus amarraderos.

Siguió a la espera, paseándose. Las siete en punto. Las siete y cuarto. El cielo nocturno llameaba en capas malva y púrpura; la luna, pálida como un papel, derramaba un tembloroso espejeo de luz sobre las aguas. En la distancia, Courcy Island permanecía agazapada corno un animal ante tintes más claros del firmamento. La noche la había alejado: ahora le resultaba dificil creer que sólo dos millas de agua separaban aquella negra y siniestra orilla de las luces, de la recogida domesticidad de la ciudad. Cordelia se estremeció. La historia de Ambrose volvió a ocupar su mente con la primitiva fuerza atávica de una pesadilla infantil. Comprendió por qué razón tantos pescadores lugareños habían considerado maldita la isla a través del tiempo. Imaginó casi con nitidez al desesperado marinero que desafió la llegada de la peste y la furia del mar, con los ojos desorbitados y exultante, camino de su horrible venganza.

Eran más de las siete y media. Ya fuese por un motivo accidental o intencionado, Oldfield no iría a buscarla. Pero al menos ahora podía dejar el muelle para telefonear a la isla sin temor a que llegara y no la encontrase. Recordó haber visto dos cabinas telefónicas cerca de la estatua de Victoria. Ambas estaban desocupadas, y cuando se encerró en una de ellas, se alegró al no encontrarla destrozada. Se irritó consigo misma por no haber tomado nota del número del castillo y por un instante temió que la obsesión de Ambrose por el aislamiento le hubiese llevado a no figurar en el listín. Sin embargo, lo encontró, aunque por Courcy Island y no por su nombre. Marcó el número y oyó el tono de llamada. Luego levantaron el receptor pero nadie respondió. Creyó detectar el sonido de una respiración pero se convenció de que debía de ser su imaginación.

–Soy Cordelia Gray -repitió-. Telefoneo desde Speymouth. Esperaba la lancha a las seis en punto.

Tampoco esta vez obtuvo respuesta. Volvió a hablar en voz más alta, pero sólo le respondió el silencio y tuvo la impresión, misteriosa aunque inconfundible, de que habIa alguien al otro lado de la línea, alguien que había levantado el receptor con la intención de no hablar. Colgó y volvió a marcar. Esta vez oyó la señal de comunicando: evidentemente, habian dejado descolgado el receptor.

Volvió al puerto, aunque ahora con pocas esperanzas de que apareciera la lancha. Entonces notó que había luces y señales de actividad en una de las barcas amarradas. Desde el borde del muelle vio una barca de madera de aspecto lamentable aunque sólida, con una cabina burdamente construida en medio, velas parduscas y un motor fuera de borda. Las lámparas de babor y de estribor estaban encendidas y se veía una red barredera amontonada en la popa. Tuvo la impresión de que un marinero se preparaba para salir de pesca nocturna. Y debía de tener una cocinilla, pensó. El aroma salado del tocino frito -que le hizo agua la boca- se elevó desde la cabina tapando el penetrante olor a brea y pescado. Un joven fornido y barbudo salió con dificultad de la cabina y levantó la vista, primero al cielo y luego hacia ella. Llevaba un jersey remendado y botas de goma; mordía un abultado sandwich. Con su alegre cara rubicunda y su mata de pelo negro, parecía un amistoso bucanero. En un impulso, Cordelia le gritó:.

–Si piensa zarpar, ¿podria dejarme en Courcy Island? Me alojo allí y la lancha no ha venido a buscarme. Es sumamente importante que vuelva esta noche.

El muchacho avanzó por la cubierta, mascando todavía el trozo de pan grasiento, y la miró con oios suspicaces aunque no hostiles.

–He oído decir que asesinaron a alguien allí. Una mujer, ¿verdad? – le preguntó.

–Sí, la actriz Clarissa Lisle. Me encontraba en la isla cuando ocurrió. Todavía me alojo allí; tendrían que haber enviado la lancha a buscarme a las seis. Debo volver esta noche.

–Una mujer asesinada. Ninguna novedad, tratándose de Courcy Island. Voy a pescar a la altura del cabo del sudeste. Si está segura de que quiere ir, la llevaré. – Ni su voz ni su expresión ponían de relieve una curiosidad concreta.

–Estoy completamente segura -se apresuró a responder Cordelia-. Le pagaré la gasolina, por supuesto. Me parece justo.

–No es necesario. El viento es gratis y habrá suficiente en la bahía. Si quiere puede ayudarme a tripular.

–No sé si sabré hacerlo, pero tiraré del cabo que corresponda cuando me lo indique.

El pescador trasladó el sandwich a la mano izquierda, se limpió la derecha en el jersey y la extendió para ayudarla a embarcar.

–¿Cuánto cree que tardaremos? – quiso saber Cordelia.

–Tenemos la marea en contra. Unos buenos cuarenta minutos. Tal vez más.

Desapareció en la cabina y Cordelia esperó sentada a proa, armándose de paciencia. Un minuto después el muchacho reapareció y le dio un sandwich: dos lonchas de bacon grasiento y muy oloroso, encajadas entre dos gruesas rodajas de pan de dura corteza. Hasta que le hincó el diente, desencajándose casi la mandíbula en la operación, Cordelia no comprendió lo hambrienta que estaba. Se lo agradeció. Con muestras de infantil satisfacción por el evidente éxito de su abastecimiento culinario, el pescador anunció:.

–Cuando estemos en marcha, serviré cacao.

Subió a gatas por el lado exterior de la cabina, hacia la popa. Un instante después el motor vibró y la pequeña embarcación comenzó a alejarse del muelle.

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44.


Le resultó casi imposible creer que había visto Courcy Island por primera vez sólo tres días atrás. Tenía la sensación de haber vivido, en ese breve lapso, largos años llenos de acción, de haberse convertido en otra persona. Sin duda era una muchacha excitable y ansiosa la que se había asombrado al ver por primera vez aquellas paredes bañadas de sol, aquellas almenas ornamentadas, aquella torre alta y luminosa. Pero ahora, a medida que la barca rodeaba el cabo, estuvo en un tris de volver a jadear, maravillada. Brillaban todas las luces del castillo. Todas las ventanas estaban iluminadas y desde la torre, estriada con delgadísimas líneas de luz, las ventanas altas arrojaban sobre las aguas un poderoso haz semejante al de un faro en la noche. El castillo parecía suspendido en medio de las luces, elevado por encima de las rocas y flotando en inmóvil serenidad bajo un cielo índigo, borrando las estrellas con su resplandor. Sólo la luna conservaba su lugar, macilenta como un círculo de papel de arroz, detrás de un delgado velo de nubes.


Permaneció en el embarcadero hasta que el bote se alejó. Por un segundo, se sintió tentada de gritarle al joven marinero que se quedara, al menos al alcance de su voz. Pero se dijo a sí misma que se estaba comportando ridícula y caprichosamente. No estaría a solas con Ambrose. Aunque Ivo se encontrase demasiado enfermo para serle útil, estarían allí Roma, Simon y sir George. Y aunque no estuvieran, ¿por qué debía tener miedo? Iba a enfrentarse a alguien que tenía motivos para matar, pero los motivos no convierten a nadie en un asesino. Y en lo más recóndito de su corazón coincidía con Roma: Ambrose carecía del coraje, de la implacabilidad, de la capacidad de odio que llevan a un hombre a cometer un crimen.

La luz cubría la terraza con una película de plata. La atravesó como si caminara por el aire, como si también ella flotara, avanzando en silencio hacia las puertas vidrieras abiertas del salón. Entonces apareció Ambrose, una oscura silueta bosquejada ante la luz, y se detuvo a observar su llegada. Iba de smoking y tenía una copa con vino en la mano izquierda. La imagen poseía la calidad y la distinción de un cuadro. Cordelia se descubrió admirando la técnica del artista, la cuidada postura del cuerpo, el manchón rojo en el cristal, artística y diestramente pintado para acentuar las oscuras líneas verticales de la figura, el derroche de blanco en la pechera de la camisa, los ojos dominantes que otorgaban un centro y un significado a la composición. Aquél era su reino, su castillo. Estaba al mando. Lo había iluminado como si quisiera exultar y celebrar su maestría. No obstante, cuando Cordelia llegó hasta él, su voz sonó ligera e indiferente, como si le diera la bienvenida a casa después de una tarde de compras en tierra firme. ¿Pero acaso no era exactamente eso lo que creía estar haciendo?.

–Buenas noches, Cordelia. ¿Ha comido? No he servido cena. Me preparé un poco de sopa y una tortilla de finas hierbas. ¿Le apetece una?.

Cordelia entró en el salón, donde sólo estaban encendidos los apliques y una lámpara de sobremesa, lo que creaba un círculo íntimo de luz junto al fuego. Los rincones quedaban a oscuras, y largas sombras se movían como dedos sobre la alfombra y las paredes. La chimenea debía llevar un buen rato encendida. En su interior sólo ardía un gran tronco. Cordelia descargó el bolso y preguntó:.

–¿Dónde están los demás?.

–Ivo se ha acostado, no se siente nada bien. Volverá a su casa mañana si está en condiciones de viajar. Roma se ha ido. Estaba ansiosa por volver a Londres. Sir George recibió una de sus misteriosas llamadas para que asistiera a una reunión en Southampton y Roma se fue con él. No volverán, aunque ambos estarán mañana en Speymouth para la indagatoria. Simon me dijo que no tenía hambre y se retiró a su habitación.

O sea que al fin y al cabo estaban solos, solos excepto el enfermo Ivo y un chiquillo. Inquirió, con la esperanza de que su voz no delatara su consternación:.

–¿Por qué no estaba la lancha en Speymouth? Oldfield tenía que ir a buscarme a las seis.

–O él o yo entendimos mal. Volverá con la "Shearwater", pero mañana por la mañana. Ha ido a pasar la noche con su hija, en Bournemouth.

–Telefoneé, pero la persona que atendió la llamada dejó descolgado el receptor.

–Lamentablemente, ésa ha sido mi única respuesta a todas las llamadas telefónicas del día de hoy. Demasiadas llamadas, demasiados periodistas.

Permanecieron juntos delante del fuego. Cordelia sacó la fotografía de su bolso y se la entregó:.

–Fui a Speymouth a buscar esto.

Ambrose no tocó la foto, ni siquiera la miró.

–Lo sospechaba. La felicito. No creía que la encontrara.

–¿Porque usted ya la había arrancado de los archivos del periódico?.

–Sí, la destruí hace aproximadamente un año -respondió Ambrose con plena serenidad-. Me pareció una precaución sensata.

–Encontré otra.

–Ya lo veo. – De pronto, agregó en voz muy baja-: La noto cansada, Cordelia, ¿no prefiere sentarse? ¿Me permite traerle un poco de clarete o de coñac?.

–Una copa de clarete, por favor.

Sabía que tenía que mantener la mente despejada, pero la tentación de beber una copa de vino fue irresistible. Tenía la boca tan seca que apenas podía articular las palabras. Ambrose volvió del comedor con una copa para ella, le sirvió el vino, volvió a llenar su copa y se sentó con la jarra al alcance de la mano. Cordelia tuvo la impresión de que ningún sillón había sido nunca tan cómodo ni acogedor, ningún vino tan delicioso. Ambrose empezó a hablar tan apacible y poco emotivamente como si se hubieran reunido después de la cena para conversar sobre los hechos ordinarios de un dia cualquiera.

–Volví para ver a mi tío. Era su heredero y él quería verme. No creo que hubiera comprendido que yo no podía regresar sin perder mi año libre de impuestos. Su mente no funcionaba de esa manera. Jamás se le habria pasado por la imaginación que un hombre pudiese pasar un año de su vida haciendo lo que no quería hacer y viviendo donde no quería vivir, por cuestiones de dinero. Lamento que no llegara usted a conocerle, habrían simpatizado. No fue difícil presentarme aquí sin que advirtieran mi presencia. Viajé en avión de Paris a Dublin y cogí un vuelo de Aer Lingus a Heathrow. Viajé en tren hasta Speymouth y telefoneé al castillo para que el criado de mi tio, William Mogg, fuera a buscarme con la lancha al anochecer. Vivieron juntos aquí durante cerca de cuarenta años. Le pedi a Mogg que no le dijera a nadie que me había visto, pero era innecesario. Nunca hablaba sobre los asuntos de su amo. Tres meses después de la muerte de mi tío, Mogg cerró los ojos y le siguió. Como ve, en realidad no corrí ningún riesgo. Él me pidió que viniera y vine.

–Y en caso contrario, quizá su tío habría alterado su testamento.

–¡Qué despiadada es, Cordelia! probablemente no me creerá, pero no me senti influido por tan sórdida posibilidad. Ni siquiera pensé que fuese una posibilidad. Me caía bien mi tío. Le veía muy poco, pues él no alentaba las visitas, ni siquiera las de su heredero, pero cuando le rendía mi homenaje anual, entre nosotros había algo que los dos reconocíamos. No era cariño. Creo que él sólo quiso a William Mogg, y yo no estoy seguro de saber qué significa esa palabra. Pero fuera cual fuese el sentimiento, yo lo apreciaba. Y estimaba a mi tío, un hombre resistente, obstinado, valeroso. Era dueño de su persona y hacía lo que quería. Estaba en este formidable refugio como un antiguo señor feudal, con la vista fija en el mar, sin miedo a nada, a nada, a nada. Entonces me pidió que fuera a buscar algo que se le antojó, un último sorbo de Blue Stilton. Creo que no lo había paladeado en treinta años. Él y William Mogg vivían prácticamente de lo que daba la isla, hacían incluso la mantequilla y el queso. Dios sabrá por qué se le ocurrió beberlo en aquel momento. Podría haberle pedido a Mogg que fuese a buscarlo, pero me lo pidió a mí.

–¿Por eso fue a Speymouth?.

–Por eso. Si no hubiese cumplido ese sencillo acto de bondad filial, Clarissa no habría visto esa fotografía, no me habría obligado a poner en escena "La duquesa de Malfi", aún estaría viva. Es extraño, ¿no le parece? Esto vuelve disparatada cualquier teoría sobre la conducta caritativa del ser humano. Claro que aprendí esta lección a los ocho años, cuando mi madre murió porque llegó un minuto tarde para alcanzar el avión que la llevaría a casa y el que cogió se estrelló. Como ve, dependió de que los semáforos de París estuvieran rojos o verdes. Vivimos o morimos por azar. En el caso de Clarissa, si se retrotrae lo suficiente, fue cuestión de unos centilitros de Blue Stilton. El bien que determina el mal, si es que esos dos términos significan algo para usted.

Ivo le había planteado la misma cuestión, pero en este caso era pura retórica. Ambrose prosiguió:.

–El hombre debe tener el coraje de vivir de acuerdo con sus convicciones. Si usted acepta, como acepto yo absolutamente, que esta vida es todo lo que tenemos, que morimos como animales, que todo lo que nos rodea se pierde irrevocablemente, que nos hundimos en las tinieblas sin esperanza, esa convicción tiene que influir en la forma en que uno vive su vida.

–Millones de personas viven con ese conocimiento, pero su vida es bondadosa y útil.

–Porque la bondad y la utilidad resultan convenientes. Yo tengo algo de las dos. Es necesario, para el bienestar, que a uno le quieran al menos un poco. Y quizás algunos descreídos virtuosos aún mantienen una esperanza vaga, o el miedo a que pueda existir un más allá, una medida de recompensa o castigo, un renacimiento. No lo hay, Cordelia. No existe. No hay nada salvo la oscutidad, y nos hundimos en ella sin esperanza.

Al recordar cómo había enviado a Clarissa a su oscuridad, Cordelia contempló escandalizada aquel rostro sonriente, con su mirada de falso pesar, como si el conocimiento pleno de lo que Ambrose habia hecho sólo en ese instante penetrara en su mente.

–¡Le golpeó la cara! ¡No una vez, sino varias! ¡Fue capaz de hacer eso!.

–Le aseguro que no fue agradable. Si le sirve de consuelo, le diré que tuve que cerrar los ojos. Pareció durar una eternidad. La sensación era horriblemente concreta: la blandura de la carne protegía la fragilidad de los huesos. ¡Y cuántos huesos! Los oía quebrarse, como cuando de pequeño golpeaba una lata de caramelos caseros. Nuestra vieja cocinera nos daba permiso. Lo mejor era golpearla cuando se había enfriado. Cuando abrí los ojos y me decidí a mirar, Clarissa no estaba allí. Por supuesto, tampoco había estado antes, pero, una vez desaparecido su rostro, ni siquiera pude recordar qué aspecto tenía. Clarissa, más que ninguna otra persona, era su cara. Una vez que la hube destruido, supe de nuevo lo que siempre había sabido: lo ridículo que era suponer que tuviese alma.

Cordelia dijo para sus adentros: no vomitaré, no me desmayaré. Debo conservar la calma. No puedo permitir que me domine el pánico. La voz de Ambrose llegó a sus oídos débil pero clara:.

–Cuando vine por primera vez a esta isla, a los dieciséis años, comprendí lo que quería de la vida. Ni el poder, ni el éxito, ni el sexo con hombres ni mujeres, que para mí siempre ha sido un gasto del espíritu en un despilfarro de oprobio. Ni siquiera el dinero, excepto en la medida en que contribuyera a mi pasión. Quería un lugar. Este lugar. Quería una casa. Esta casa. Quería este paisaje, este mar, esta isla. Mi tío quiso morir en ella. Yo quería vivir en la isla. Es la única pasión auténtica que he conocido. Y no iba a permitir que una actriz ninfómana de segunda categoría me la arrebatara.

–¿Y por eso la mató?.

Ambrose volvió a llenar las dos copas y luego la miró. Cordelia tuvo la sensación de que estaba midiendo algo, la probable respuesta de ella, la necesidad que él tenía de confiarse, quizá cuánto tiempo les quedaba. Ambrose esbozó una sonrisa genuinamente divertida que casi estalló en una carcajada.

–¡Mi querida Cordelia! ¿De verdad cree que está aquí sorbiendo un Chateau Margaux con un asesino? La felicito por su sangre fría. No, yo no la maté. Creí que usted lo había comprendido. No poseo ese tipo de valor ni de crueldad. Cuando le aplasté la cara, ya estaba muerta. Alguien había estado en su dormitorio antes que yo. No sintió nada, ¿comprende? Nada importa, nada existe si uno no puede sentirlo. No convertí en pulpa un trozo de carne palpitante. No era Clarissa.

Naturalmente. ¿Por qué había sido tan ciega? Ya había razonado todo aquello con anterioridad. Clarissa tenía que haber estado muerta cuando él levantó el brazo de mármol y la golpeó, el brazo de una princesa muerta que, por mera casualidad, llevaba el mismo nombre que la niña que, más de un siglo después, había muerto sin el consuelo de tener a la madre a su lado en la cama de un hospital londinense.

–No hubo fluir de sangre hacia arriba -continuó Ambrose-. No podía haberlo. Ya estaba muerta. En realidad no es tan difícil golpear, una vez producida la muerte. No hay sangre ni dolor ni culpa. Yo no hice más que encubrir al asesino aunque cierto es que lo hice sobre todo en propio interés. Necesitaba encontrar y destruir aquel fragmento vital de letra impresa. Sabía que tenía que estar en la habitación. Ésa era una de sus triquiñuelas, tenerlo cerca, sacarlo ocasionalmente de su bolso y fingir que leía la crítica. Pero debe reconocerme. Cordelia, cierta preocupación desinteresada por el criminal. Fue un placer para mí abrirle una vía de escape si tenía el coraje de seguirla. A fin de cuentas, le debía algo.

–Clarissa pudo haber hecho copias de la fotografía.

–Posible pero no probable. Y en caso de que lo hubiera hecho, ¿qué importancia tenía? La habrían encontrado con sus efectos, en su casa, trivialidades para tirar a la basura junto con los demás residuos de su vida esencialmente trivial: los potes de crema facial a medio usar, las cartas de amor, los programas de teatro acumulados. Y aun en el caso de que George Ralston lo hubiese encontrado y comprendido su significado, una eventualidad muy improbable, no habría hecho nada. George no habría considerado asunto suyo hacer el trabajo del fisco. Volví aquí a pasar un día y una noche para acompañar a un anciano agonizante. ¿Usted o alguien que usted conozca recurriría a ese conocimiento para delatarme?.

–No.

–¿Y lo hará ahora?.

–Debo hacerlo. Ahora es diferente. Tengo que decírselo a la policía. No a los funcionarios de Hacienda. Es mi obligación.

–No, Cordelia, no lo hará. ¡No lo hará! No trate de engañarse a sí misma diciendo que ya no tiene la responsabilidad de una elección. – Cordelia no respondió. Ambrose se inclinó y volvió a llenarle la copa-. Lo que me preocupaba no era la posibilidad de que se hiciesen copias. Lo que indudablemente no podía hacer era arriesgarme a que la policía descubriera aquel recorte de periódico en su dormitorio de la isla, y sabía que si estaba allí lo encontrarían. Buscarían un motivo. Todo lo que encontraran en esa habitación sería reunido, rotulado, examinado a fondo y analizado. Existía la posibilidad, por supuesto, de que vieran en el recorte lo que parecía: un comentario crítico sobre una actuación teatral que Clarissa guardaba solamente por razones sentimentales. Pero ¿por qué esa reseña de una obra poco importante en un teatro de provincias? Nunca conviene confiar en la estupidez de la policía.

–Entonces fue Simon -declaró Cordoiia con gran tristeza-. ¡Pobre Simon! ¿Dónde está?.

–En su habitación. Perfectamente sano y salvo, se lo aseguro. ¿No quiere saber qué ocurrió?.

–Pero Simon no puede haberlo planeado. Es imposible. No puede haberlo hecho con intención.

–No, planeado no. ¿La intención? ¿Quién puede saber cuál era su intención? Ella está muerta de todas formas, cualquiera que fuese su intención. Lo que Simon me dijo fue que Clarissa le invitó a ir a su dormitorio. Debía decir que iría a nadar, ponerse un bañador debajo de los tejanos, esperar a que pasara media hora después de que ella se retirara a descansar y luego llamar tres veces a la puerta. Ella le haría pasar. Le dijo que quería hablar con él sobre una cuestión. La cuestión era ella misma. ¿De qué otra cosa quiso hablar alguna vez Clarissa? El pobre tonto ilusionado pensó que le diría que podía ir al Royal College, que ella pagaría su formación musical.

–¿Pero para qué citar a Simon? ¿Por qué a él?.

–Dudo de que alguna vez lo sepamos con certeza, pero puedo aventurar una hipótesis. A Clarissa le gustaba hacer el amor antes de salir a escena. Quizá le daba confianza, quizás era una liberación necesaria de la tensión, quizá sólo conocía una forma de no pensar.

–¡Pero Simon! ¡Ese chico! No puede haberlo deseado.

–Tal vez no. Es probable que esta vez sólo quisiera hablar, tener compañía. Y con todo el respeto que usted me merece, Cordelia, debo decirle que nunca buscó a una mujer para eso. Pero es posible que haya pensado que le estaba haciendo un favor en más de un sentido. Clarissa era absolutamente incapaz de creer que existiera un hombre, un hombre normal al menos, que no la poseyera si tenía la oportunidad de hacerlo. Y para ser justo con ella, mis congéneres no hicieron nada para quitarle esa idea de la cabeza. ¿Y qué mejor momento para que Simon iniciara su privilegiada educación que una cálida tarde después de un excelente almuerzo del que me enorgullezco y cuando ella necesitaba una nueva sensación, un entretenimiento que apartara de su mente la representación que la esperaba? ¿Y qué otro podía ser? George, el pobre bobo caballeroso, mentiría hasta dejarse matar para proteger la reputación de Clarissa, pero sospecho que no la ha tocado desde que descubrió que era cornudo. Yo no le servía. ¿Y Whittingham? Bueno, el turno de Ivo estaba agotado. ¿Y puede usted imaginar a Clarissa deseándolo aun en el caso de que él conservara su vigor? Sería lo mismo que tocar la seca piel de la muerte, que contaminar la lengua con el sabor de la muerte, que oler la corrupción de la carne. Dadas las peculiares necesidades de Clarissa, sólo quedaba Simon.

–¡Pero es horroroso!.

–Sólo porque usted es joven, bonita e intolerante. Con otro chico y en otro momento, no habría significado ningún daño. Incluso se lo habría agradecido. Pero Simon Lessing buscaba otro tipo de educación. Además, es un romántico. Lo que ella vio en su rostro no fue deseo sino asco. Puedo equivocarme, por supuesto. Quizá Clarissa no lo planeó con tanta claridad, pues rara vez planeaba nada. Pero le pidió que fuera a verla. Y como ocurrió en mi caso con mi tío, él acudió.

–¿Cómo fue? – se interesó Cordelia-. ¿Cómo lo descubrió?.

–Le menti a Grogan en cuanto a la hora en que dejé mi habitación. Me cambié de prisa, de modo que poco después de las dos menos veinte pasé junto a la puerta del dormitorio de Clarissa. En ese momento, Simon se asomó. Su rostro era fantasmal: ceniciento, con los ojos vidriosos. Creí que estaba a punto de desmayarse. Lo empujé hacia el interior del dormitorio y cerré la puerta con llave. Sólo tenia puesto el bañador y vi su camisa y los tejanos amontonados en el suelo. Clarissa estaba tendida sobre la cama. Muerta.

–¿Cómo puede estar tan seguro? ¿Por qué no pidió auxilio?.

–Mi querida Cordelia, puedo haber llevado una vida retirada pero sé reconocer la muerte cuando la veo. Lo comprobé. Le busqué el pulso, y no lo encontré. Le pasé el borde de mi pañuelo por los globos oculares, un procedimiento muy desagradable, se lo aseguro. Tampoco hubo reacción. Él le había descargado el joyero sobre la cabeza y le había aplastado el cráneo. ElI cofre seguía allí, sobre la frente. Extrañamente, hubo muy poca hemorragia, sólo un pequeño manchón en el antebrazo de Simon, donde la sangre había fluido hacia arriba y un delgado hilo que bajaba de la fosa nasal izquierda de Clarissa. Cuano la vi estaba casi seca y sólo llevaba muerta diez minutos. El hilillo parecía la cicatriz de una cuchillada retorcida, una desfiuración por encima de la boca abierta. Ésa es una humillación última sobre la que ninguno de nosotros puede hacer nada: tener aspecto ridículo una vez cadáver. ¡Cuánto habría odiado Clarissa aquel efecto! Pero usted ya lo sabe, la vio.

–Olvida que yo la vi después -lo interrumpió Cordelia-. La vi cuando usted había acabado con ella. Entonces su aspecto no era ridículo.

–¡Pobre Cordelia! ¡Cuánto lo siento! Le habría ahorrado el espectáculo si hubiese podido. Pero pensé que resultaría sospechoso que yo fuese personalmente a llamarla. Esto es algo que aprendido de la literatura popular: nunca seas el que encuentre el cadáver.

–¿Por qué? ¿Le dijo Simon por qué?.

–No muy coherentemente, y yo estaba más preocupado por alejarlo que por discutir las complicaciones psicológicas del encuentro. El hecho es que ninguno de los dos había obtenido lo que buscaba. Ella debió de ver la vergüenza y la repugnancia en los ojos de Simon. Él vio la pérdida de todas sus esperanzas en los de ella. Clarissa le echó en cara su fracaso sexual. Le dijo que para ella era tan inútil como había sido su padre. Creo fue en ese momento, cuando ella se tendió semidesnuda en la cama sonriéndole, mofándose de él y de su padre muerto, destruyendo todas sus esperanzas, cuando él perdió la cabeza. Cogió el cofre, la única arma que había a mano, y lo dejó caer.

–¿Y después?.

–¿No lo imagina? Le dije exactamente qué debía hacer. Le dí instrucciones sobre lo que debía decirle a la policía. Después de almorzar había ido a nadar, tal como nos había dicho a todos. Había caminado por la playa más o menos durante una hora y se había metido en el agua. Inició el retorno al castillo alrededor de las tres menos cuarto, con el propósito de vestirse para asistir a la representación. Me aseguré de que lo aprendiera de memoria. Lo llevé al cuarto de baño de Clarissa y le lavé la pequeña mancha de sangre. Después sequé el lavabo con papel higiénico, lo eché en el inodoro y tiré de la cadena. Busqué el recorte. No me llevó mucho tiempo. Los lugares obvios eran su bolso o el joyero. A continuación llevé a Simon al dormitorio contiguo y le indiqué cómo debía bajar por la escalera de incendios de la ventana de su cuarto de baño, Cordelia, cuidándose de no tocar los escalones con las manos. Se comportó como un chico sumiso, obediente, extraordinariamente sereno. Lo observé mientras bajaba la escalera de incendios con el cofre bajo el brazo, mientras iba hasta el borde del acantilado y lo arrojaba al mar tal como yo le había indicado. Si la policía logra recuperarlo, se encontrará con que faltan las joyas valiosas. Las retiré y las arrojé al agua en otro punto. Disculpe si no le otorgo toda mi confianza diciéndole exactamente dónde. Las cosas no funcionarían si la policía descubriera que todo lo que falta en el cofre era un recorte de periódico. Después Simon se zambulló y lo seguí con la mirada mientras daba fuertes brazadas en dirección a la cala oeste.

–Pero alguien más estaba mirando. Munter lo vio todo desde la ventana de la habitación de la torre, la única con vista a la escalera de incendios.

–Lo sé. Logró transmitírnoslo en sus divagaciones de borracho cuando Sirnon y yo lo llevamos a su habitación. Pero eso no habría importado. Munter era de plena confianza. Le dije a Simon que no debía preocuparse, que Munter era capaz de llevarse cualquier secreto mío a la tumba.

–Y se lo llevó a la tumba muy oportunamente -intervino Cordelia-. A propósito, ¿podía usted confiar realmente en un borracho?…

–Podia confiar en Munter, borracho o sobrio. Yo no lo maté. Y que yo sepa, tampoco lo hizo Simon. Esa muerte, al menos, fue accidental.

–¿Qué hizo luego?.

–Tenia que actuar velozmente. Pero la prisa y el riesgo resultaron curiosamente estimulantes. La trama de esta novela de intriga de la vida real fue casi tan ingeniosa como la de "Autopsia". Quité el maquillaje de la cara de Clarissa para que la policía no sospechara que había invitado a alguien a su habitación. Luego me dediqué a destruir todo indicio de cómo murió exactamente y a agregar un arma que Simon no podía haber llevado consigo porque ignoraba su existencia, un arma que llevaría a la policia a pensar que el asesino estaba relacionado con los mensajes amenazadores. No le dije a Simon lo que me proponía ni toqué el cuerpo hasta que él se marchó. Su ignorancia fue su mayor defensa. No tuvo que actuar ni fingir, no sabia nada del mármol. En ningún momento vio el rostro destrozado de Clarissa.

–Supongo que usted llevaba el brazo en el bolsillo interior de su capa.

–Llevaba preparadas ambas cosas, el mármol y la nota. Mi intención era ponerlos en el cofre que Clarissa abriría en la segunda escena del tercer acto. Tendría que haberlo hecho en el último momento y con cierta habilidad, pero creo que lo habría logrado. Le aseguro que el resultado habría sido espectacular. Dudo de que hubiese logrado acabar la escena.

–¿Por eso aceptó el puesto de ayudante de dirección y se ocupó personalmente de los accesorios?.

–Así es. Era lo más natural: todo el mundo suponía que yo queria vigilar mis pertenencias.

–Y después de destruir el rostro de Clarissa, imagino que llevó las ropas de Simon a la cala, también ocultas bajo su capa.

–Cordelia, qué bien comprende la duplicidad. Me habría gustado dejarlas más lejos pero no había tiempo. La pequeña cala del otro lado de la terraza fue lo más lejos que pude llegar. Luego entré en el teatro por la arcada y revisé la utilería con Munter. Dicho sea de paso, no tuve que preocuparme por no dejar huellas dactilares cuando estuve en la habitación de Clarissa. Ésta es mi casa. El mobiliario y todos los objetos, incluido el brazo de mármol, me pertenecen. Era perfectamente razonable que tuvieran mis huellas. Pero sí me preocupaba la impresión de la palma de mi mano en la puerta de comunicación, lo que habría demostrado que yo había sido el último en tocarla. Por eso me cuidé de abrirla después de que encontramos el cadáver.

–¿También es el autor de las citas amenazadoras? ¿Usted se hizo cargo de la tarea cuando Tolly la interrumpió?.

–¿Está enterada de lo de Tolly? Creo que la he subestimado, Cordelia. Sí, eso no fue difícil. La pobre Tolly era adicta a la religión como si fuese un opiáceo para su dolor, y yo continué su buena obra, aunque de forma más artística. Sólo entonces Clarissa llamó a la policia, hecho que no me gustó nada, de modo que le sugerí una pequeña estratagema que anuló eficazmente el interés de las fuerzas del orden. En realidad, Clarissa era una mujer extraordinariamente estúpida. Poseía instinto pero carecía de inteligencia. Mi éxito dependla de dos de sus características: su estupidez y su terror a la muerte. De modo que cuando las noticias de Tolly, con su atinada referencia bíblica a ruedas de molino alrededor del cuello cesaron, inicié mi serie contando esporádicamente con la ayuda de Munter. El objetivo consistía en destruirla como actriz y recuperar mi intimidad, mi pacífica isla. Sólo como actriz Clarissa tenía algún poder sobre mí. Jamás volvería a poner los pies en Courcy si el teatro de la isla era escenario de su humillación definitiva. En cuanto su confianza y su carrera quedaran eficaz y totalmente destruidas, yo sería libre. Para ser justo con ella, debo decirle que no era una chantajista común y corriente. No tenía ninguna necesidad de serlo. Primero vio el recorte del periódico en 1977. A Clarissa le encantaba mimar su ego con secretos reprobables acerca de sus amistades, y acunó ése durante tres años antes de recurrir a él. Mi mala suerte quiso que la restauración del teatro y la crisis de su carrera coincidieran. De pronto necesitaba algo de mí y tenía los medios de obtenerlo. Le aseguro que este chantaje fue llevado a cabo con la mayor delicadeza y discreción. – Repentinamente se inclinó hacia ella y dijo en tono perentorio-: Escuche, Cordelia, no será posible seguir protegiendo a Simon mucho tiempo. Está empezando a empinar el codo. Usted misma tiene que haberse dado cuenta. Comete errores. El desliz que Roma percibió, por ejemplo. ¿Cómo podía saber él cómo era el joyero si no lo había visto ni tocado? Y habrá más. Me gusta ese chico y no carece de talento. He hecho cuanto estaba en mi mano para salvarlo. Clarissa destruyó a su padre y yo no veía por qué razón debía añadir al hijo a la lista de sus víctimas. Pero me equivoqué con respecto a él. No tiene agallas para soportar esto. Y Grogan no es tonto.

–¿Dónde está ahora?.

–Ya se lo he dicho: que yo sepa, en su habitación.

Cordelia observó su rostro, la tersa tez afeminada y barnizada por el resplandor dc las llamas, los ojos negros como el azabache, los labios en perpetuo esbozo de sonrisa. Sintió la persuasiva fuerza que fluía hacia ella arraigándola en el confort de su asiento y entonces, como si el clarete le hubiese despejado misteriosamente el cerebro, comprendió qué estaba haciendo Ambrose exactamente. Las atentas explicaciones, el vino, la charla casi sociable, la seductora comodidad cruzada casi como un chal alrededor de su cansancio, no eran otra cosa que un truco para perder el tiempo, para mantenerla a su lado. Hasta el lugar había conspirado a favor de él y en contra de ella: la alegre domesticidad del fuego, la sensación de irrealidad inducida por las largas e inquietas sombras, las ventanas abiertas de par en par a las desorientadoras tinieblas de la noche, el incesante y soporifero susurro del mar.

Cogió el bolso y salió corriendo, atravesó el resonante vestibulo, subió la ancha escalinata. Abrió de un golpe la puerta del dormitorio de Simon y encendió la luz. La cama estaba hecha; la habitación, vacía. Corrió como un animal salvaje de habitación en habitación. Todas vacías. Sólo en una encontró un rostro humano. Bajo la suave luz de la lámpara de noche, estaba Ivo tendido boca arriba con la mirada fija en el techo. Cuando ella se le acercó, debió de percibir su desesperación pero sontió tristemente y sacudió pesaroso la cabeza: no podía ayudarla.

Todavía faltaba registrar la torre, sin contar el teatro. Pero quizá Simon ya no estuviera en el castillo. Tenía toda la isla a su disposición, acantilados y mesetas, prados y bosques, la negra isla impenetrable que, a la manera de una concha, contenía en sus oscuros laberintos el perenne murmullo del mar. También estaban el despacho y las habitaciones de servicio, por improbable que fuese que se hubiera refugiado allí. Salió disparada por el pasillo embaldosado, dispuesta a lanzarse sobre la puerta del despacho. Interrumpió sus pasos, paralizada. La segunda vitrina, la que guardaba pequeños recuerdos del crimen y del horror victorianos, habIa sido forzada. El cristal estaba hecho trizas. Cordelia bajó la vista y notó que faltaban las esposas. Entonces comprendió dónde encontraría a Simon.

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45.


Arrojó el bolso sobre el escritorio del despacho y sólo se llevó la linterna. Lamentó no contar con el único objeto que consideraba importante: el cinturón de cuero. Pero ya no estaba alrededor de su cintura. Debía de haberlo perdido mientras iba de un lado a otro por Speymouth. Recordaba habérselo puesto de prisa en los servicios de unos grandes almacenes, donde se había detenido camino de Benison Row. En su ansiedad por encontrar a la señorita Costello, probablemente lo había abrochado mal. Mientras corría por el césped y se internaba en la oscuridad de la arboleda, echó de menos la tranquilizadora fuerza de su talismán personal alrededor de la cintura.


La iglesia se perfiló ante sus ojos, siniestra y secreta a la luz de la luna. Por la puerta abierta no se filtraba ninguna luz, pero el tenue destello de la ventana oriental fue suficiente para guiarla hasta la cripta sin ayuda de la linterna. También aquella puerta estaba abierta y tenía la llave en la cerradura. Sin duda Ambrose le había dicho a Simon dónde podía encontrarla. El penetrante olor a polvo de la cripta subió hasta ella. No se detuvo a buscar el interruptor; siguió el oscilante haz de luz de su linterna, dejando atrás las hileras de cráneos redondeados, de bocas que enseñaban los dientes, hasta llegar a la pesada puerta de herrajes que llevaba al pasaje secreto. Tarnbién estaba abierta.

No se atrevió a correr: el pasadizo era demasiado tortuoso, el suelo demasiado irregular. Recordó que las luces funcionaban con interruptor automático y los apretó todos a medida que avanzaba, sabiendo que en pocos minutos las luces se apagarían a sus espaldas, que pasaba de la claridad a las tinieblas. El recorrido le pareció interminable. Tuvo la impresión de que dos días atrás era mucho más corto. Sintió un instante de pánico, temerosa de haber seguido una curva equivocada y de estar perdida en un dédalo de túneles. Pero entonces vio el segundo tramo de peldaños y ante sus ojos apareció la caverna de techo bajo situada sobre la Caldera del Diablo. La única bombilla suspendida de su enrejado protector estaba encendida. Encontró levantada la trampilla, con la tapa apoyada en la pared de la cueva. Cordelia se arrodilló y vio la cara de Simon levantada hacia ella, los ojos desorbitados y fijos, como los de un perro aterrado. Tenía el brazo izquierdo extendido por encima de la cabeza y la muñeca esposada al último barrote. Su mano colgaba de la argolla de la esposa, no la fuerte mano que ella recordaba deslizándose sobre las teclas del piano, sino una mano tierna y pálida como la de un bebé. Las aguas crecientes que restallaban como negro petróleo contra los muros de la cueva y se iluminaban con la luz de la caverna, ya le llegaban a la altura de los hombros.

Cordelia descendió. El frío le hirió las nalgas como el filo de un cuchillo.

–¿Dónde está la llave? – le preguntó.

–Se cayó.

–¿Se cayó o la arrojaste? Simon, tengo que saber dónde está.

–La dejé caer.

Por supuesto. No tenía por qué lanzarla lejos. Esposado e impotente como estaba, no podría recuperarla por cerca que se encontrara o por tentado o desesperado que se sintiera. Cordelia rogó que el lecho de la cueva fuese de roca y no de arena. Tenía que encontrar la llave. No había otra solución. Su mente ya había hecho rápidos cálculos. Cinco minutos para llegar al castillo, otros cinco para volver. ¿Y dónde encontrar una caja de herramientas, una lima lo suficientemente fuerte para cortar metal? Aunque en el castillo hubiese alguien dispuesto a ayudarla, no había tiempo. Si se iba, dejaría que Simon se ahogara.

–Ambrose me dijo que pasaría entre rejas el resto de mi vida -susurró Simon-. Eso o el manicomio.

–Mintió.

–¡No podía soportarlo, Cordelia! ¡No podía!.

–No tendrás que soportarlo. El homicidio involuntario no es asesinato. No tenías intención de matarla y no estás loco. Pero Cordelia recordó con toda claridad las palabras de Ambrose: "¿Quién puede saber cuál era su intención? Ella está muerta de todas formas, cualquiera que fuese su intención".

Cualquier luz suplementaria sería de utilidad. Encendió la linterna y la apoyó en el último escalón. Aspiró una bocanada de aire y descendió suavemente bajo la ondulada superficie. Era importante no agitar el lecho más de lo indispensable. El agua estaba helada y tan negra que no veía nada. Pero palpó y rozó con las manos, tocó la granulosa arena, las aristas de afiladas rocas inquebrantables. Un manojo de algas se le enredó aldedor del brazo como una mano que quisiera detenerla. Pero sus dedos se deslizaron sin encontrar nada que pudiera ser llave. Emergió en busca de aire y jadeó:.

–Muéstrame exactamente dónde la dejaste caer.

Por entre sus labios, exangües y temblorosos, casi sin aliento, Simon murmuró:.

–Por aquí. Moví así la mano derecha y la dejé caer.

Cordelia maldijo su propia estupidez. Podría haberse ocupado de averiguar cuál era el lugar exacto antes de mezclar la arena. Ahora podía haberla perdido para siempre. Tenía que moverse con suma cautela. Tenía que conservar la calma y tomarse todo el tiempo necesario. Pero no había tiempo. El agua les llegaba al cuello.

Volvió a bajar y trató de cubrir metódicamente el área indicada, deslizando los dedos, como cangrejos, sobre la superficie arenosa. Tuvo que salir a respirar por dos veces y contempló brevemente el horror y la desesperación de aquellos ojos despavoridos. Pero en el tercer intento su mano tropezó con un trozo de metal y recuperó la llave.

Tenía los dedos tan fríos, que parecían inertes. Apenas lograba sostener la llave y temió que se le cayera, o no poder encajarla en la cerradura. Al notar sus manos temblorosas, Simon le dijo:.

–No valgo la pena. También maté a Munter. No podía dormir y me quedé allí, en la rosaleda. Lo vi caer. Podría haberlo salvado. Pero huí para no tener que mirarlo. Fingí que no lo había visto, que en ningún momento me había encontrado cerca.

–No pienses en eso ahora. Tenemos que sacarte de aquí, darte calor.

Por fin la llave encajó en la cerradura. Cordelia temió que no funcionara, que no fuera la que correspondía. Pero giró fácilmente. La tenaza de las esposas se soltó. Simon estaba a salvo.

Entonces ocurrió. La trampilla cayó con un estallido sonoro tan trepidante como un latigazo que les hendiera el cráneo. El ruido pareció retumbar por toda la isla, sacudiendo la escala de hierro bajo sus rígidas manos, elevando el agua hasta sus bocas y chocando contra las paredes de la cueva en una marea de concentrada furia. Parecía que la cueva misma se escindiría para dar paso al rugiente mar. La linterna encendida, desalojada del último escalón, cayó en luminoso arco ante los horrorizados ojos de Cordelia, brilló un segundo bajo las aguas arremolinadas y se apagó. La oscuridad era absoluta. Luego, antes de que el eco del estrépito retumbara hasta convertirse en silencio, los oídos de Cordelia captaron otro sonido, el horrible chirrido del metal contra el metal, un sonido de implicaciones tan espantosas que echó hacia atrás su empapada cabeza y prácticamente aulló en medio de las tinieblas:.

–¡Oh, no! ¡Por favor, no, Dios mío!.

Alguien -y ella sabía quién- había abatido de un puntapié la trampilla. Una mano había corrido los cerrojos, uno a uno. El lugar de la ejecución quedaba, así, cerrado a cal y canto. Por encima de ellos había un bloque de madera inexpuguable; a su alrededor, la cavidad rocosa; en sus gargantas, el mar.

Cordelia se alzó y apretó la portezuela con todas sus fuerzas. Inclinó la cabeza y golpeó con los hombros. Pero no logró moverla. Sabía que así debía ser. Notó que Simon se arrastraba hasta quedar a su lado y golpeaba la portezuela con las palmas de la mano, pero no lo veía. La oscuridad era densa y pesada como una manta, una carga casi palpable contra su pecho. Sólo percibía los aterrados gemidos de Simon, prolongados y trémulos como las aguas del mar, el olor rancio de su miedo, sus discordantes inspiraciones, el palpitar de un corazón que tanto podía ser el de él como el suyo. Tendió hacia él las manos en un movimiento destinado a llevar consuelo a su cara húmeda, sabiendo únicamente por la temperatura qué gotas eran de agua y cuáles eran lágrimas. Le tocó la nariz, los ojos, y la boca.

–¿Vamos a morir? – quiso saber Simon.

–Quizá. Pero aún existe una alternativa. Podemos nadar.

–Prefiero quedarme aquí y tenerla cerca. No quiero morir solo.

–Es mejor morir intentando salvarse. Y no lo intentaré sin ti.

–Yo también lo intentaré -susurró Simon-. ¿Cuándo?.

–En seguida. Mientras haya aire suficiente. Tú irás adelante. Yo te seguiré.

Así sería mejor para Simon. El que ocupara la delantera no vería obstaculizado el paso por los pies en movimiento del otro. Y si él se rendía, Cordelia tenía la esperanza de reunir fuerzas suficientes para empujarlo. Durante un segundo se preguntó cómo se las arreglaría si el pasaje se estrechaba y el inerte cuerpo del muchacho le bloqueaba la salida. Pero apartó de su mente esos pensamientos. Ahora él, debilitado por el frío y el terror, era menos fuerte que ella. Tenía que ir adelante. El agua había llegado a tal altura, que sólo una frágil cinta de luz marcaba la salida, en un haz pálido como la leche sobre la oscura superficie. Con la próxima ola también desaparecería aquel hilo de luz y quedarían atrapados en la más completa oscuridad, sin nada que les indicara el camino. Tiró del jersey empapado de Simon. Se soltaron de la escalera de hierro, unieron sus manos y chapotearon hasta el medio de la cueva, donde el techo era más alto; se pusieron boca arriba y tragaron las últimas bocanadas de aire. La pared rocosa raspó la frente de Cordelia. El agua tocó su lengua como si fuera el último trago de su vida.

–¡Ahora!-gritó.

Simon le soltó la mano sin vacilar y se deslizó bajo la superficie. Cordelia volvió a inhalar aire, se dio la vuelta y se zambulló.

Sabía que nadaba para salvar la vida y ésa era casi su única certeza. Había sido un momento para la acción y no para la reflexión, por lo que no estaba preparada para la oscuridad, el helado terror, la fuerza del flujo de la marea. No oía nada salvo un martilleo en los oidos, no sentía nada salvo el dolor en su corazón y la negra marea contra la cual luchaba como una bestia desesperada y acorralada. El mar era la muerte y luchó contra su embate con todo lo que logró reunir de su vida, juventud y esperanza. El tiempo era ajeno a la realidad. El trayecto a través de aquel infierno pudo llevarle minutos, incluso horas, aunque también podía contarse en segundos. No percibía el cuerpo que movía las piernas delante de ella. Había olvidado a Simon, había olvidado a Ambrose, había olvidado incluso el miedo a la muerte en su lucha por no morir. Entonces, cuando el dolor fue demasiado intenso, cuando sus pulmones estaban a punto de estallar, vio que el agua que le cubria la cabeza se aclaraba, se volvía translúcida, más suave, cálida como la sangre; emergió hacia el aire, el mar abierto y las estrellas.

Nacer era aquello: la presión, el empuje, la oscuridad húmeda, el terror y el tibio borbotón de sangre. Todo se iluminó. Le extrañó que la luna pudiese derramar una luz tan tibia, suave y balsámica como la de un día estival. Y también el mar estaba cálido. Se volvió boca arriba y flotó con los brazos extendidos, dejando que las aguas la llevaran donde quisieran. Las estrellas le hacían compañía y se alegró de verlas. Rió casi estentóreamente, de placer. Y no le sorprendió en lo más minimo ver a la hermana Perpetua inclinada sobre ella con su cofia blanca.

"Aquí estoy, hermanas, le dijo. "Aquí estoy".

¡Qué extraño que la hermana sacudiese la cabeza suave pero firmemente, que la blancura de la cofia se esfumara y que sólo estuviesen allí la luna, las estrellas y el ancho mar! Entonces supo quién era y dónde estaba. El duelo no habia concluido. Tenía que sacar fuerzas de flaqueza para combatir aquella lasitud, aquella abrumadora felicidad y aquella paz. La muerte, que no había logrado vencerla por la fuerza, se acercaba ahora sigilosamente.

En aquel momento vio la barca de vela que se deslizaba hacia ella bajo el raudal de luz lunar. Al principio creyó que era un espectro marino nacido de su agotamiento, no más tangible que la cara de la hermana Perpetua y su cofia blanca. Pero creció en tamaño y solidez, reconoció su forma y la cabellera desgreñada del tripulante. Era la barca que la habia llevado a la isla. Oyó el susurro de las olas bajo la quilla, el débil crujido de la madera y el silbido del aire en la vela. Ahora la recia silueta se destacaba negra ante el cielo mientras doblaba la lona sobre los brazos. Cordelia oyó claramente el zumbido del motor. El tripulante maniobraba para ponerse de costado. Tuvo que arrastrarla para subirla a bordo. La barca dio unos bandazos y se estabilizó. Cordelia sintió que un agudo dolor le tiraba de los brazos. Después se encontró tendida en la cubierta, con él arrodillado a su lado. No parecía sorprendido, no le hizo ninguna pregunta. Se quitó el jersey y la tapó. Cuando Cordelia se encontró en condiciones de hablar, resolló:.

–Qué suerte que todavía estuviera por aquí…

El pescador señaló el palo y Cordelia vio su cinto de cuero abrochado alrededor, como un gallardete.

–Venía a traerle esto -dijo él.

–¿Venía a devolverme el cinturón?.

Cordelia no sabía por qué la situación le resultaba tan divertida, por qué tuvo que dominar el impulso de estallar en una carcajada histérica.

–Me atraía desembarcar en la isla a la luz de la luna, y Ambrose Gorringe no es nada cortés con los intrusos -explicó él-. Tenía pensado dejar el cinturón en el embarcadero, calculando que usted lo encontraría por la mañana.

El momento de incipiente histeria había pasado. Cordelia se incorporó y observó la isla, la oscura masa del castillo invulnerable como la roca, con todas las luces apagadas. Por detrás de una nube apareció la luna, y su mágica luz mostró cada ladrillo, visible aunque inconsistente, la torre toda, en una fantasía plateada. Cordelia contempló fascinada su belleza. Entonces su entumecido cerebro recordó. ¿La estaría vigilando él desde su ciudadela, escudriñando el mar con los prismáticos a la espera de ver surgir su cabeza en la superficie? Cordelia imaginó cómo podría haber sido todo: su cuerpo exhausto derivando hasta la orilla a través del chapaleo de los guijarros y el arrastre de las olas, levantando sus ojos nublados sólo para encontrar los ojos implacables de él, la fuerza de Ambrose contra su debilidad. Se preguntó si habría sido capaz de matarla a sangre fría. Pensó que le habria resultado dificil, quizás imposible. Había sido mucho más fácil cerrar de una patada la trampilla, correr los cerrojos y dejar que el mar cumpliera su tarea. Recordó las palabras de Roma: "Hasta su horror es de segunda mano". Claro que él no podía dejarla viva sabiendo lo que sabía.

–Me ha salvado la vida -dijo.

–Le ahorré nadar un rato más, eso es todo. Lo habría logrado. Estaba muy cerca de la playa.

No le preguntó por qué nadaba a esas horas, casi desnuda. Nada parecía sorprenderle ni desconcertarle. En ese momento, Cordelia recordó a Simon y dijo, con tono apremiante:.

–Éramos dos. Había un chico conmigo. Debemos encontrarle. Tiene que estar cerca. Es muy buen nadador.

Pero el mar se extendía en un sereno desierto iluminado por la luna. Cordelia le obligó a buscar durante una hora, cambiando lentamente de rumbo con las velas plegadas, el motor ronroneante. Ella permaneció desplomada junto a la borda, con mirada ansiosa, a la espera de distinguir un movimiento sobre la serena superficie de las aguas. Pero finalmente aceptó lo que sabía desde el principio. Simon habia sido un excelente nadador pero, debilitado por el frío y el terror, quizá por alguna desesperación que iba más allá de ellos, había perdido las fuerzas. En ese instante estaba demasiado fatigada para sentir pesar. Apenas tuvo conciencia de una leve decepción. Se dio cuenta de que se dirigían hacia el embarcadero y se apresuró a decir:.

–A Speymouth, no a la isla.

–¿Quiere ver a un médico?.

–No, a la policía.

Tampoco en esa ocasión la interrogó, sino que hizo virar la barca. Unos minutos después, con los miembros entibiados y cierta energía recuperada, Cordelia trató de levantarse y echarle una mano con los cabos. Aparentemente sus brazos no encontraron la fuerza necesaria. Él le dijo:.

–Será mejor que entre en la cabina y descanse.

–Si no tiene inconveniente, prefiero quedarme en cubierta.

El pescador fue a la cabina en busca de una almohada y un pesado capote; la arropó junto al mástil. Al levantar la vista y ver las estrellas mientras oía el chasquido de la lona cuando giraba el botalón, narcotizada por el susurro de las olas bajo la quilla, Cordelia lamentó que el viaje no durara eternamente, que la tregua de paz y belleza entre el horror pasado y el trauma por venir tuvieran que tocar a su fin.

En muda compañía navegaron hacia el puerto, sintiendo fluir la paz de la noche entre ambos. Cordelia debió de dormitar. Apenas percibió que la barca chocaba suavemente contra el muelle, que la llevaban a tierra, las manos de él bajo su pecho, el fuerte olor a mar de su jersey, un corazón latiendo contra el suyo.

.


46.


Las doce horas siguientes se grabaron en la memoria de Cordelia como una confusa impresión atemporal, un limbo en el que imágenes y personas descollaban con sorprendente y artificial claridad, como si una cámara las hubiese registrado instantáneamente y para siempre en toda su caprichosa trivialidad.


Un descomunal oso de felpa sobre el escritorio de la comisaría, encorvado contra la pared del extremo del mostrador, bizco, con una etiqueta alrededor del cuello. Una taza de té dulce y fuerte que se derramaba en el plato. Dos galletas mojadas desintegrándose en gachas. ¿Por qué la imagen era tan clara? El inspector Grogan, con jersey azul de puños deshilachados, limpiándose las manchas de huevo de los labios, mirando su pañuelo como si compartiera la extrañeza de ella por comer tan tarde. Ella misma acurrucada en el asiento trasero de un coche de la policía, sintiendo el áspero cosquilleo de una manta en la cara y los brazos. La sala de entrada de un hotelito con olor a cera para muebles y a espliego y, sobre la mesa, un espeluznante grabado de la muerte de Nelson. Una mujer de cara alegre, a quien la policía parecía conocer, ayudándola a subir la escalera. Un pequeño dormitorio, la cabecera de la cama de bronce y una reproducción del Ratón Mickey en la pantalla de la lámpara. Despertarse por la mañana y encontrar los tejanos y la camisa pulcramente doblados sobre la silla, junto a la cama, dándoles vueltas como si pertenecieran a otra persona, pensando que, si la policía había vuelto a la isla la noche anterior, era muy extraño que no se la hubiesen llevado a ella consigo. Un anciano que compartió con ella en silencio el saloncito de desayunos -además de dos mujeres policías-, con una servilleta de papel sujeta al cuello de la camisa y un antojo purpúreo que le cubría la mitad de la cara. La lancha de la policía cruzando a bandazos la bahía contra un viento refrescante y ella misma, como un prisionero con escolta, apretada entre el sargento Buckley y una agente de policía uniformada. Una gaviota, flotando arriba con su largo pico curvo, que luego se instaló en la proa como un mascarón. Después una imagen que dio realidad a todas las irrealidades, que conllevaba todo el horror de la víspera y se cerró en torno a su corazón como una tenaza: la solitaria silueta de Ambrose aguardándolos en el embarcadero. Entre todas aquellas imágenes inconexas, el recuerdo de preguntas, de infinitas preguntas reiteradas, de un círculo de rostros inquisitivos, de bocas que se abrían y cerraban como autómatas. Más adelante logró recordar cada palabra del diálogo, aunque el lugar había escapado para siempre de su mente impidiéndole saber si había ocurrido en la comisaría, en el hotel, en la lancha, en la isla. Quizás había sido en todos aquellos lugares, y las preguntas, formuladas por más de una voz. Ella parecía describir acontecimientos que le habían ocurrido a otra persona, a alguien que conocía muy bien. Todo estaba diáfano en la mente de aquella otra chica, aunque había ocurrido tanto tiempo atrás, tantos años atrás, en apariencia: cuando Simon vivía.

–¿Está segura de que cuando llegó a la trampilla la encontró levantada?.

–Sí.

–¿Y la portezuela estaba apoyada contra el muro del pasadizo?.

–Tenía que ser así, si la trampilla estaba abierta.

–¿Si estaba abierta? Usted afirmó que lo estaba. ¿Está segura de que no la abrió usted misma?.

–Absolutamente segura.

–¿Cuánto tiempo pasó con Simon Lessing en la cueva antes de oírla caer?.

–No lo recuerdo. Lo suficiente para preguntarle por la llave de las esposas, zambullirme y encontrarla, liberarle. Probablemente menos de ocho minutos.

–¿Está segura de que la portezuela tenía echados los pestillos? ¿Los dos intentaron levantarla?.

–Primero yo sola, y después los dos. Pero yo sabía que era inútil. Oí el chirrido de los cerrojos.

–¿Por eso no lo intentó a fondo, porque sabia que era inútil?.

–Lo intenté a fondo. Presioné con los hombros. Creo que intentarlo era la reacción natural, aunque supiera que no serviria de nada. Oí el sonido de los cerrojos al cerrarse.

–¿Oyó ese leve sonido a pesar del ímpetu de la marea?.

–No había mucho ruido en la cueva. La marea entraba tan silenciosamente como agua en una marmita. Eso era lo más aterrador.

–Usted estaba asustada y tenía frío. ¿Está segura de que habría tenido la fuerza suficiente para abrir la portezuela si ésta hubiese caído accidentalmente?.

–No cayó accidentalmente. Eso es imposible. Además, oí los cerrojos.

–¿Uno o dos?.

–Dos. El chirrido del metal contra el metal. Dos veces.

–¿Comprende lo que eso significa? ¿Comprende la importancia de lo que está diciendo?.

–Por supuesto.

La llevaron a la Caldera del Diablo. No fue un acto cordial ni clemente, claro que ellos no tenían por qué ser lo uno ni lo otro. Había brillantes luces alrededor de la puerta caediza, un hombre arrodillado que echaba polvo en busca de huellas digitales con las delicadas pinceladas de un artista. Después levantaron la portezuela y no la apoyaron contra la vertiente rocosa, la dejaron verticalmente equilibrada sobre sus propios goznes. Retrocedieron y, no más de un par de segundos más tarde, la portezuela cayó. Cordelia se estremeció como un cachorro asustado, recordando otro estrépito semejante. Le pidieron que la levantara. Era más pesada de lo que esperaba. A sus pies estaba la escala de hierro que conducía a la muerte, el rayo de la brillante luz diurna que se colaba desde una salida en forma de medialuna, la oscura y olorosa bofetada del agua contra la roca. Hasta la hicieron bajar y abatieron suavemente la puerta a sus espaldas. Tal como la habían instruído, la empujó con los hombros y sin necesidad de apelar a todas sus fuerzas la abrió. Uno de los oficiales descendió a la cueva y desde arriba cerraron la portezuela y corrieron delicadamente los pestillos. Ella sabía que estaban comprobando hasta qué punto podía haber percibido el sonido. Le pidieron que equilibrara la portezuela sobre sus bisagras y Cordelia lo intentó, en vano. Insistieron en que volviera a intentarlo y, al ver que fracasaba, no dijeron nada. Se preguntó si creerían que lo hacía adrede. Y en todo momento vio mentalmente el cuerpo ahogado de Simon, con la boca abierta y los ojos vidriosos, llevado de un lado a otro como un pez muerto por los vaivenes de la marea.

Después se encontró sentada en un rincón de la terraza, a solas excepto por la muda y seria agente de policía, aguardando junto a la lancha de la policía que la alejaría de la isla para siempre. En el suelo estaban su máquina de escribir y su equipaje. Todavía había viento, pero asomaba el sol. Cordelia notó su reconfortante calor en la espalda y se sintió agradecida. Después de la noche anterior creía que jamás volvería a gozar de su tibia caricia.

Una sombra cayó sobre las piedras. Ambrose se había acercado en silencio y estaba de pie a su lado. La mujer policía, alejada, no podía oírle, pero de todos modos él habló como si no se encontrara allí, como si ellos dos estuviesen solos.

–Anoche la eché de menos -dijo-. Estaba preocupado por usted. La policía me ha informado que la llevaron a un hotel. Espero que fuera cómodo.

–Bastante, aunque no me acuerdo bien.

–Se lo habrá contado todo, por supuesto. Eso es obvio si tenemos en cuenta la combinación de frialdad, miradas especulativas y leve desconcierto con que me tratan desde que anoche realizaron su inoportuna aunque no inesperada visita.

–Sí, les he dicho todo.

–Casi puedo oler el regocijo de la policía. Es comprensible. Si usted no miente ni está equivocada o loca, han dado con una pepita de oro. Los ascensos resplandecen como el Santo Grial. Pero como ve, no me han arrestado. La situación es inaudita y exige tacto y cuidado. Se toman su tiempo. Por el momento imagino que siguen probando la trampa caediza tratando de decidir si pudo cerrarse accidentalmente, si usted, en realidad, puede haber oído cómo se corrían los pestillos. Al fin y al cabo, cuando volvieron anoche, en un estado que yo llamaría de cierta exaltación, encontraron la portezuela cerrada pero sin los cerrojos echados. Y no creo que obtengan huellas identificables en los pestillos, ¿usted qué opina?.

De repente Cordelia experimentó una cólera inmensa y abrumadora, de intensidad casi cósmica, como si su frágil cuerpo femenino pudiera contener el ultraje concentrado de todas las víctimas del mundo despojadas de sus poco apreciadas vidas.

–Usted lo mató e intentó matarme. ¡A mí! Ni siquiera en defensa propia. Ni siquiera por odio. Para usted mi vida importaba menos que su comodidad, que sus posesiones, que su mundo personal. ¡Mi vida!.

Ambrose respondió con serenidad absoluta:.

–Si eso es lo que cree, es razonable que experimente cierto resentimiento. Pero como ve, Cordelia, lo que le estoy diciendo a la policía y a usted es que las cosas no ocurrieron así. No es verdad. Nadie intentó matarla. Nadie movió esos cerrojos. Cuando usted llegó a la trampilla, la encontró cerrada. La levantó apenas lo suficiente para reunirse con Simon, pero no la aseguró. La cerró después de pasar; de lo contrario la levantó sólo parcialmente y, por accidente, se cerró. Tenía frío, estaba aterrorizada y agotada. No tenía fuerzas para levantarla.

–¿Y qué me dice del motivo, de la fotografía del Chronicle?.

–¿Qué fotografia? Fue una imprudencia de su parte dejarla en el bolso, sobre el escritorio del despacho. Un descuido natural en su ansiedad por socorrer a Simon, pero que ha resultado muy conveniente para mí. No me diga que aún no ha descubierto su desaparición.

–La policía está verificándolo todo con la mujer que me la dio. Se enterarán de que realmente tenía un recorte de prensa. Después empezarán a buscar una copia.

–Tendrán mucha suerte si la encuentran. Aun en tal caso y si después de cuatro años la copia es tan clara como la que usted negligentemente perdió, sé defenderme. Evidentemente tengo un doble en algún lugar de Inglaterra. Incluso podría ser un turista extranjero. Digamos que tengo un doble en algún lugar del mundo. ¿Acaso es algo raro? Descubrir una prueba real de que estuve en el Reino Unido en 1977 será más difícil a medida que pase el tiempo. Más o menos dentro de un año, podré sentirme a salvo, incluso de Clarissa. Y aunque logren demostrar que estuve aquí, eso no me convierte en un asesino ni en cómplice de un asesino. La muerte de Simon Lessing fue un suicidio, y fue él, no yo, quien mató a Clarissa. Me confesó la verdad antes de desaparecer. Le fracturó el cráneo; en un acceso de odio y repugnancia, le golpeó la cara hasta transformarla en pulpa y después huyó por la ventana del cuarto de baño. Anoche, incapaz de soportar la verdad de lo que había hecho y sus consecuencias, intentó matarse. Pese a su heroico empeño por salvarle, Cordelia, lo logró. Fue una suerte que no se la llevara consigo. Yo no tuve nada que ver en ese asunto. Ésta es mi versión y nada que a usted se le ocurra inventar puede refutarla.

–¿Por qué querría yo inventar algo? ¿Por qué habría de mentir?.

–Eso mismo me preguntó la policía. Me vi obligado a responder que la imaginación de una jovencita es muy fértil y que no debíamos olvidar que usted había arrostrado una horrible impresión. Agregué que es la propietaria de una agencia de detectives que, si me perdona, ya que yo juzgo desde afuera, no es precisamente próspera. Tendría usted que gastar una fortuna para obtener la publicidad que le proporcionará este caso si alguna vez llega a los tribunales.

–No es el tipo de publicidad que una pueda desear. Ha sido un fracaso.

–En su lugar no me sentiría tan deprimido. Demostró ser poseedora de un admirable coraje y de una gran inteligencia. El pobre George Ralston diría que usted ha ido más allá de lo que exigía el deber. Creo que considerará bien empleados sus honorarios. – Después de una breve pausa añadió-: Si insiste en su historia, será mi palabra contra la suya. Simon está muerto y ya nada puede afectarle. No será cómodo para ninguno de los dos.

¿Creería Ambrose que no había pensado en eso, en los largos meses de espera, los interrogatorios, el trauma del juicio, las miradas suspicaces, el veredicto que la catalogaria como mentirosa, o, peor aún, como una histérica ansiosa de publicidad?.

–Lo sé -replicó-. Pero yo no estoy tan acostumbrada a la comodidad.

Es decir que Gorringe tenía intención de luchar. Incluso rnientras la noche anterior observaba cómo la rescataban, debía de estar planeando, tramando, perfeccionando sus mentiras. Recurriría a toda su habilidad, su reputación, sus conocimientos, su inteligencia. Se aferraría a su reino privado hasta el último aliento. Cordelia levantó la vista y observó la semisonrisa, la serena y casi jubilosa confianza en sí mismo. Ya estaba paladeando su fuga del aburrimiento, ya gozaba con la euforia del éxito. Compraría el mejor asesoramiento jurídico, conseguiría los abogados más prestigiosos. Aquélla era, esencialmente, su lid, y no cedería un milímetro, ahora ni nunca.

Si salía bien librado, ¿cómo podría vivir con el recuerdo de lo que había hecho? Fácilmente. Tan fácilmente como había vivido Clarissa con el recuerdo de la muerte de Viccy, o sir George con sus remordimientos por la muerte de Carl Blythe. No es necesario creer en el sacramento de la penitencia para encontrar recursos que mantengan acallada la conciencia. Ella tenía los suyos, él idearía los propios. ¿Era tan notable lo que le había ocurrido a Ambrose? En cada minuto de cada día, en algún lugar del planeta, un hombre o una mujer se veian repentinamente enfrentados a una tentación avasalladora. Ambrose Gorringe había sucumbido. No había logrado introducir en el núcleo de su ser nada que le diera fuerzas para resistir a la tentación. Tal vez si se alejaba lo suficiente de los problemas humanos, de la vida humana con todo su caos, también uno terminaria por apartarse de la piedad humana.

–Déjeme en paz, por favor -dijo Cordelia-. Quiero marcharme.

Ambrose no se movió. Un momento después le oyó decir, serena y suavemente.

–Lo siento, Cordelia. Lo lamento. – Luego, como si por primera vez tuviese conciencia de la silenciosa observadora uniformada, concluyó-: Su primera visita a Courcy Island no ha sido para usted tan feliz como yo hubiera deseado. Ojalá no hubiera sido así. Le ruego que me disculpe.

Cordelia comprendió que aquello era lo único que jamás admitiría, y no tenía ningún peso ante la ley. No podia presentarse como prueba. Pero casi a pesar de sí misma, creyó que había sido sincero.

Lo siguió con la mirada mientras se encaminaba a su castillo a paso vivo. El inspector Grogan apareció en el vano de la puerta y salió a su encuentro. Entraron juntos sin intercambiar una sola palabra.

Cordelia siguió esperando. Después un oficial uniformado, lastimosamente joven y con el rostro de un ángel de Donatello, se acercó a ella ruborizado y le dijo:.

–La llaman por teléfono, señorita Gray. En la biblioteca.

La señorita Maudsley hizo esfuerzos por no parecer nerviosa, pero su voz descubria que estaba próxima al pánico:.

–Oh, señorita Gray, espero que no sea incorrecto haberla llamado. El joven que atendió el teléfono me dijo que estaba bien. Fue muy servicial. Quiero saber cuándo volverá. Acaba de presentarse un nuevo caso. Es terriblemente urgente, se ha perdido un siamés de pura raza. Pertenece a una niña que acaba de salir del hospital, después de un tratamiento de leucemia, y hace apenas una semana que lo tiene. Fue un regalo de bienvenida al hogar. Está desesperada. Bevis ha tenido que asistir a otra de sus pruebas. Si me voy para ocuparme del caso, no quedará nadie en la agencia. Para colmo, acaba de llamar la señora Sutcliffe. Ha vuelto a perderse su pequinesa, Nanki-Poo. Quiere que alguien vaya a su casa de inmediato.

–Ponga un letrero en la puerta, con la indicación de que abriremos mañana a las nueve -respondió Cordelia-. Después cierre todo y póngase a buscar a ese gatito. Telefonee a la señora Sutcliffe y dígale que yo pasaré a verla esta tarde para ocuparme de Nanki-Poo. Ahora voy a presentarme a la indagatoria, pero el inspector Grogan pedirá un aplazamiento, de modo que no llevará mucho tiempo. Cogeré el tren de media tarde.

Colgó el auricular y pensó: ¿por qué no? Ia policía sabía dónde localizarla. Aún no estaba libre de Courcy Island y quizá nunca lo estaría. Pero la esperaba un trabajo, un trabajo necesario para el que estaba capacitada. Sabía que no sería siempre satisfactorio, pero no despreciaba sus ingenuidades, más bien les daba buena acogida. Los animales no se atormentan con el miedo a la muerte ni te atormentan con el horror de su agonía. No te cargan con sus problemas psicológicos. No se rodean de posesiones ni viven en el pasado. No aúllan de dolor por la pérdida del amor. No te piden que mientas por ellos. No tratan de asesinarte.

Cruzó el salón y salió a la terraza. Grogan y Buckley la aguardaban de pie, el primero en la proa de la lancha de la policía y Buckley a popa. En su inmóvil compostura parecían caballeros desarmados de guardia en una legendaria nave, esperando para llevar a su rey a Avalón. Cordelia se detuvo y los observó, percibiendo la mirada concentrada de sus ojos fijos, consciente de que el momento tenía un significado que los tres reconocían pero que ninguno expresaría jamás con palabras. Ellos luchaban con su propio dilema. ¿Hasta qué punto podían confiar en su cordura, en su honradez, en su memoria, en su coraje? ¿Hasta qué punto se atreverían a confiar su reputación a la entereza de ella cuando las cosas se pusieran difíciles? ¿Cómo se absolvería ella a sí misma si el caso iba a juicio y se encontraba en el más solitario de los lugares, el banquillo de los testigos del tribunal de la Corona? Pero se sentía distanciada de la preocupación de aquellos hombres, como si nada de lo que pudieran hacer, pensar o proyectar le concerniese lo más mínimo. Todo pasaría, al igual que ellos, al igual que ella. El tiempo acogería su historia y la guardaría entre las leyendas semiolvidadas de la isla: la muerte solitaria de Carl Blythe, Lillie Langtry bajando majestuosa la amplia escalinata, las calaveras resquebrajadas de Courcy. Repentinamente se sintió invulnerable. La policía tendría que tomar sus propias decisiones. Ella ya había tomado la suya, sin vacilación y sin debate: diría la verdad y sobreviviría. Nada podía hacerle mella. Se sujetó la bandolera firmemente en el hombro y avanzó resuelta hacia la lancha. Durante un soleado instante tuvo la impresión de que Courcy Island y todo lo que había ocurrido durante aquel fatídico fin de semana eran tan ajenos a su vida y a su futuro, a su rítmico latido del corazón, como el indiferente mar azul.


FIN



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01/04/2009


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