Pero el sueño se le escapó de las manos. Una vez despierta,
se sintió inquieta. Su mente se vio ocupada de nuevo por el
misterio y el horror de la muerte de Clarissa. Una imagen sucedía a
otra, espontánea pero insistente, desconectada en el tiempo pero
horrorosamente clara; el cuerpo de Clarissa cubierto de raso,
blanca como la cera bajo el dosel carmesí; Clarissa contemplando el
remolino de agua en la Caldera del Diablo; la esbelta figura de
Clarissa paseándose por la terraza, blanca como un fantasma;
Clarissa de pie, en el muelle, extendiendo sus brazos, como si
fueran alas, a modo de bienvenida; Clarissa quitándose el
maquillaje, volviendo sobre Cordelia un ojo desnudo y empequeñecido
en una monstruosa y extraña mirada discordante que ahora parecía
contener un triste reproche.
Su mente retuvo aquella última imagen como si no estuviera
dispuesta a dejarla escapar. Contenía algo significativo, algo que
tendría que haber sabido o recordado. Entonces comprendió. Volvió a
ver el tocador, las bolas de algodón sucias de maquillaje, los
fragmentos más pequeños desparramados sobre la caoba ennegrecidos
de rimel. Clarissa había usado una loción especial para limpiarse
los ojos. Pero aquellos residuos de algodón no estaban sobre el
tocador cuando descubrió el cadáver. Quizá no se había molestado en
quitarse la sombra para párpados. ¿Podía detectarlo el patólogo
incluso debajo de aquella carne machacada e hinchada? Pero, ¿para
qué se habría quitado los polvos y la base de maquillaje dejando
los ojos bajo el peso de la sombra y el rimel, sobre todo teniendo
en cuenta que se proponía hacerlos reposar bajo los discos
humedecidos? Existía otra posibilidad: que se hubiese dejado todo
el maquillaje porque esperaba a alguien, y ese alguien le había
limpiado la cara antes de convertirla en pulpa. Esto presuponía un
hombre. Un hombre era el visitante furtivo más probable. Clarissa
estaba demasiado obsesionada por su aspecto para recibir siquiera a
una mujer con la cara lavada. Pero, ¿no era más factible que una
mujer se diera cuenta de que tenía que usar los discos especiales
para quitarse los cosméticos de los ojos? Sin duda alguna Tolly lo
sabía. ¿Y Roma? Los ojos de Roma iban desprovistos de maquillaje, y
en la urgencia y el terror del momento no resultaba verosímil que
hiciera un minucioso inventario de los frascos que estaban sobre el
tocador. El más propenso a cometer semejante error seguía siendo un
hombre, salvo Ivo, quizá, por su conocimiento del maquillaje
teatral. Pero lo más extraño de todo era, sin duda alguna, el
silencio de Tolly al respecto. La policía tenía que haberla
interrogado acerca de los cosméticos, debía de haberle preguntado
si todo lo que estaba sobre el tocador parecía normal. Eso
significaba que Tolly había guardado silencio. ¿Por qué y por
quién?.
Ya era imposible dormir. Pero debió de cabecear un poco,
aunque a rachas, pues eran las cuatro cuando volvió a despertar.
Estaba acalorada. La ropa de cama cubría su cuerpo como el peso de
un fracaso, y comprendió que debía renunciar al sueño por esa
noche. El mar trepidaba más estruendoso que nunca, el aire mismo
parecía palpitar. Vio la marea creciendo inexorablemente sobre la
terraza, invadiendo el comedor, haciendo flotar la pesada mesa y
las sillas talladas, cubriendo los Orpen y el techo de estuco,
trepando por las escaleras hasta que toda la isla quedaba cubierta,
excepto la delgada torre que se elevaba como un faro por encima de
las olas. Permaneció rígida, aguardando ansiosa los primeros
arreboles del día. Sería lunes, día hábil en Speymouth. Podría
salir de la isla aunque sólo fuera unas horas para ir a las
oficinas del periódico local y tratar de rastrear el recorte
referente a la actuación de Clarissa. Tenía que hacer algo
concreto, aunque no resultara significativo. Estar ocupada la haría
sentirse libre, libre de la irónica y semisecreta sonrisa de
Ambrose, de la infelicidad de Simon, de la adusta entereza de Ivo;
libre, sobre todo, de la mirada de la policía. Sabía que volverían.
Pero a no ser que la arrestaran, no podían impedirle pasar un día
en tierra firme.
Le parecía que la mañana nunca llegaría. Renunció a dormir y
saltó de la cama. Después de ponerse los tejanos y el Guemsey se
acercó a la ventana y descorrió las cortinas. A sus pies se
extendía la rosaleda; las últimas cabezuelas de rosas, demasiado
abiertas, colgaban de los espinosos tallos, desteñidas por la luna.
El agua del estanque se veía tan sólida como la plata, y distinguió
perfectamente los lunares de nenúfares, el brillo de sus flores.
Pero había algo más en la superficie, algo negro y peludo, una
inmensa araña que se arrastraba semisumergida, extendiendo y
agitando sus innumerables patas vellosas bajo las relucientes
aguas. Fijó la vista, incrédula, fascinada. Entonces comprendió de
qué se trataba y se le heló la sangre.
No se dio cuenta de que bajaba a la carrera hasta la verja
que conducía del pasillo al jardín. Debió de golpear a las puertas
de todos los dormitorios, indiscriminadamente, apenas consciente de
que podía necesitar ayuda, sin aguardar respuesta. Pero los otros
debían de tener el sueño ligero. Cuando llegó a la verja del jardín
y se alzó para abrir el pestillo alto, oyó pasos apagados en el
pasillo y un confuso murmullo de voces. Luego se vio de pie en el
borde del estanque con Simon, sir George y Roma a su lado; miró por
primera vez lo que estaba segura de haber visto: la peluca de
Munter.
Fue Simon quien se quitó el batín y se metió en el estanque.
El agua le llegaba a la altura de los brazos. Respiró hondo y se
zambulló. Los demás lo observaban, expectantes. El agua apenas se
había estabilizado tras el impacto de su inmersión, cuando levantó
la cabeza, lustrosa como la de una foca.
–Está ahí -gritó desde el estanque-. Ha quedado atrapado en
la tela metálica donde están arraigados los nenúfares. Quédense
ahí, creo que podré desenredarlo.
Volvió a desaparecer. Casi al instante vieron surgir dos
formas negras en la superficie. La cabeza calva de Munter, boca
arriba, parecía tan hinchada como si llevara semanas en el agua.
Simon empujó el cuerpo hacia el borde del estanque; Cordelia y Roma
se inclinaron y halaron de las mangas empapadas. Cordelia sabía que
sería más fácil cogerlo de las manos, pero los dedos hinchados,
amarillos como ubres, le repelían. Se inclinó sobre la cara y lo
sostuvo por los hombros. Tenía los ojos abiertos y vidriosos, la
piel tersa como el látex. Era lo mismo que extraer del agua un
muñeco, un maniquí desechado, con el cuerpo relleno de serrín,
anegado e inerte con su ridícula levita. La máscara de payaso, con
su mandíbula floja, parecía contemplarla con una inquisitiva mirada
de conmiseración. Cordelia creyó percibir su hediondo aliento
alcohólico. De pronto se sintió avergonzada por la repugnancia con
que rechazaba los dolorosos restos de su humanidad y, en un
arrebato de misericordia, le apretó la mano izqulerda, cuyo
contacto la impresionó como una vejiga tensa, descarnada y fría.
Por ese contacto supo que estaba muerto.
Tiraron de él hasta acostarlo sobre la hierba. Simon salió
del agua. Dobló su batín y lo acomodó bajo la cabeza de Munter, le
echó el cuello hacia atrás e introdujo los dedos en su boca
abierta, para ver si llevaba dentadura postiza. No encontró
prótesis alguna. Entonces apretó su boca contra los gruesos labios
del hombre e intentó practicarle la respiración artificial. Todos
lo observaban en silencio. Ni siquiera dijeron nada cuando
aparecieron Ambrose e Ivo. Sólo se oía el sonido de la ropa
empapada mientras Simon cumplía su tarea, y el jadeo regular de sus
inspiraciones. Cordelia miró de soslayo a sir George, extrañada por
su silencio. Sir George contemplaba el hinchado rostro invertido,
los ojos entreabiertos y ciegos, con gran intensidad, casi con una
mirada de incrédulo reconocimiento. En ese momento a Cordelia le
dio un brinco el corazón. Sus ojos se cruzaron con los de sir
George y creyó percibir en ellos una advertencia. Ninguno de los
dos dijo nada, pero Cordelia se preguntó si él había compartido la
revelación. Acudió a su mente una vieja imagen incongruente: la
sala de música del convento, la hermana Hildegarde abriendo mucho
la boca y los ojos en anticipatoria mímica mientras levantaba la
batuta blanca: "Y ahora, niñas mías, Schumann. ¡Alegres, alegres!
Las bocas bien abiertas. "Ein munteres Lied".
Obligó a su cerebro a retornar al presente. No había tiempo
de pensar en su descubrimiento ni de analizar sus implicaciones.
Hizo un esfuerzo por volver a mirar el trozo de carne mojada sobre
el que trabajaba Simon tan desesperadamente. Estaba al borde del
agotamiento cuando Ambrose se inclinó y buscó el pulso en la muñeca
de Munter.
–Es inútil -dijo-. Está muerto. Helado. Probablemente lleva
horas en el agua.
Simon no respondió. Siguió bombeando aire mecánicamente en el
cuerpo inerte, como si ejecutara algún rito obsceno y
esotérico.
–¿Debemos abandonar? – intervino Roma-. Creí que era
necesario insistir durante horas.
–No cuando ya no hay pulso y el cuerpo se ha
enfriado.
Pero Simon no se dio por enterado. El ritmo de sus violentas
inspiraciones y las flexiones de su cuerpo agachado parecían cada
vez más convulsos. Entonces todos oyeron la voz de la señora
Munter, baja pero violenta:.
–Déjenlo en paz. Está muerto. ¿No ven que está
muerto?.
Simon la oyó. Se irguió y empezó a temblar espasmódicamente.
Cordelia cogió el batín de bajo la cabeza de Munter y se lo echó
sobre los hombros. Ambrose se volvió en dirección a la señora
Munter:.
–Lo lamento. ¿Sabe cuándo ocurrió?.
–¿Cómo puedo saberlo? – Hizo una pausa y agregó-: ¿Cómo puedo
saberlo, señor? Cuando se emborracha no duermo con
él.
–Pero tiene que haberlo oído salir. Seguramente no mantenía
el equilibrio ni caminaba sin hacer ruido.
–Salió de su habitación poco antes de las tres y
media.
–Es una pena que no me lo haya comunicado -dijo
Ambrose.
Cordelia pensó: Se lo dice con la misma acritud que si ella
le hubiera propuesto tomarse una semana de vacaciones sin
consultarle.
–Yo creía que nos pagaba para evitarle problemas e
inconvenientes. Munter ya había provocado suficientes en una sola
noche.
No parecía haber nada que decir. Entonces sir George se
adelantó e hizo una seña a Simon.
–Será mejor entrarlo.
En la voz de la señora Munter apareció una nueva nota: -No lo
lleven al apartamento del servicio, señor.
–Desde luego, si eso es lo que usted desea -respondió Ambrose
tranquilizadoramente.
–Eso es lo que deseo. – La señora Munter giró sobre los
talones y se alejó.
Todos la siguieron con la mirada, y unos segundos después
Cordelia corrió y la alcanzó:.
–Permítame que la acompañe. Me parece que no debería estar
sola.
Cordelia se asombró de que los ojos que la miraron
contuvieran tanta aversión.
–Quiero estar sola. Las personas como ustedes no pueden hacer
nada por mí. No se preocupe, no voy a suicidarme, si es eso lo que
piensa. – Señaló a Ambrose con la cabeza-. Puede decírselo también
a él.
Cordelia regresó junto a los demás.
–No quiere que nadie le haga compañía. Me pidió que les
dijera que no hay nada que temer.
Nadie contestó. Seguían formando un círculo alrededor del
cadáver. Con sus batas y los pies enfundados en zapatillas,
inclinados sobre el cadáver, parecían un grupo de deudos
grotescamente ataviados: sir George con un raído batín de lana a
cuadros; la seda verde oscuro de Ivo cubría sus hombros descarnados
como una percha; el apagado azul de Ambrose, forrado en raso; el
nilón floreado y alcochado de Roma; el albornoz marrón de Simon.
Mientras observaba el círculo de cabezas inclinadas, Cordelia casi
esperaba que se elevaran y entonaran un canto fúnebre al unísono.
En ese momento sir George se incorporó y dijo a
Simon:.
–¿Seguimos adelante?.
Ivo se había acercado al borde del estanque y contemplaba los
restos de los nenúfares como si se tratara de una extraña
vegetación marina por la que experimentar un interés científico;
pero levantó la vista y dijo:.
–¿Es correcto que lo mováis? Creo que lo normal es no tocar
el cadáver hasta la llegada de la policía.
–¡Sólo en caso de asesinato! – chilló Roma-. Ahora nos
encontramos ante un accidente. Estaba borracho, tropezó y se cayó.
Ambrose nos dijo que Munter no sabía nadar.
–¿Sí? No lo recuerdo. Pero es cierto. No sabía
nadar.
–Nos lo dijiste durante la cena -le recordó Ivo-, pero Roma
no estaba presente.
–Me lo dijo alguien, probablemente la señora Munter -volvió a
gritar Roma-. ¿Qué importancia tiene? Había bebido más de la
cuenta, se cayó y se ahogó. Lo ocurrido es obvio.
Ivo volvió a su contemplación de los
nenúfares:.
–No creo que nada sea obvio para la policía. Pero me
atrevería a decir que tienes razón. Ya estamos rodeados de
suficiente misterio, sin necesidad de sumarle nada. ¿Hay señales de
violencia en el cuerpo?.
–Por lo que veo, no -respondió Cordelia.
–No podemos dejarlo aquí -insistió Roma, obstinada-. Creo que
tendríamos que llevarlo adentro. – Miró a Cordelia con aire
suplicante.
–No creo que importe que lo movamos -dijo Cordelia-. No sería
lo mismo si lo hubiéramos encontrado en esta
posición.
Todos miraron a Ambrose, a la espera de su
decisión.
–Antes de trasladarlo, os ruego que entréis conmigo -dijo el
dueño de la casa-. Hay algo que tenemos que decidir entre
todos.
.
Ambrose los condujo al despacho y encendió la lámpara del
escritorio. La atmósfera era de conspiración; parecían una pandilla
de escolares proyectando en bata una travesura
nocturna.
–Tenemos que tomar una decisión -explicó Ambrose-. ¿Le
decimos a Grogan lo que ocurrió durante la cena? Creo que
tendríamos que ponernos de acuerdo sobre ese punto antes de
telefonear a la policía.
–Si te refieres a si debemos revelar o no a la policía que
Munter acusó de asesino a Ralston, ¿por qué no lo dices lisa y
llanamente? – le reprochó Ivo.
El pelo de Simon, pegado sobre la frente y chorreando sobre
sus ojos, parecía artificialmente negro. Su cuerpo se estremecía
bajo el batín. Paseó la mirada de uno a otro,
atónito.
–Pero no acusó a sir George de…, bueno, de ningún crimen
concreto. ¡Y estaba borracho! No sabía lo que decía. Todos lo
vieron. ¡Estaba borracho! Su voz rozaba peligrosamente la
histerla.
–Aquí nadie piensa que tenga la menor importancia -lo
interrumpió Ambrose con un deje de impaciencia-. Pero la policía
puede creer lo contrario. Obviamente les interesará todo lo que
Munter haya hecho o dicho durante las últimas horas de su vida. Es
mucho lo que hay que decir para no decir nada, para no complicar la
investigación. Pero tenemos que ofrecer aproximadamente el mismo
relato. Si unos hablan y otros no, los que se inclinen por la
reserva se encontrarán ciertamente en una situación
difícil.
–¿Propones fingir que no irrumpió por la puerta vidriera del
comedor, que no lo vimos? – preguntó Simon.
–De ninguna manera. Estaba borracho y todos lo vimos en ese
estado. Le diremos la verdad a la policía. Pero la verdad ¿hasta
qué punto?.
Intervino Cordelia, serena:.
–No se trata únicamente de la acusación que lanzó Munter a
sir George. Después que usted y Simon se llevaran a Munter, sir
George nos habló de un amigo del ejército que bebía de la misma
manera incontenible…
Ivo terminó la oración por ella:.
–Y que se ahogó exactamente de la misma forma. A la policía
le resultará interesante la coincidencia. Así pues, y a menos que
sir George os haya contado a ambos la misma historia en otra
ocasión, lo cual me parece difícil, Cordelia y yo nos encontramos
ya en lo que tú llamas una situación difícil.
Ambrose asimiló la información en silencio, pero evidenció
cierta satisfacción.
–En tal caso, la elección parece centrarse en si todos
hacemos un relato veraz de los acontecimientos de esta noche, o si
omitimos los gritos de "asesino" lanzados por Munter y la historia
acerca del malogrado amigo de Ralston -declaró un rato
después.
–Yo opino que debemos decir la verdad -dijo Cordelia-.
Mentirle a la policía no es tan fácil como parece.
–Tú debes hablar por experiencia -la aguijoneó
Roma.
Cordelia pasó por alto el tono de malicia y
prosiguió:.
–Nos interrogarán exhaustivamente. ¿Qué dijo Munter cuando
entró por la puerta vidriera? ¿De qué hablamos los demás mientras
Ambrose y Simon lo ayudaban a acostarse? No sólo es cuestión de
omitir datos embarazosos. Tenemos que ponernos de acuerdo en decir
las mismas mentiras. Aparte de cualquier consideración
moral.
Ambrose dijo en tono desembarazado:.
–No me parece acertado complicar la decisión con
consideraciones morales. Digan lo que digan los teólogos, bien está
lo que bien acaba es una opción perfectamente válida. Además,
sospecho que todos hemos hecho alguna sensata adaptación en
nuestras entrevistas con Grogan. Al menos yo lo hice. El inspector
parecía crcer que debía darle explicaciones por haber montado la
obra para Clarissa; así pues, le dije que ella me había dado la
idea de "Autopsia". Una mentirijilla ingeniosa pero del todo
innecesaria. En consecuencia, nuestra primera decisión es fácil.
Decimos la verdad o acordamos un embuste. Propongo que lo decidamos
por votación secreta -sugirió Ambrose.
–¿Aquí o nos retiramos a la cripta? – ironizó
Ivo.
Ambrose hizo caso omiso de su chanza. Se volvió hacia Simon,
que tenía la boca entreabierta y la cara pálida bajo los ojos
febriles, pero lo pensó mejor. Con formal cortesía, le pidió a
Cordelia:.
–¿Me haría el favor de traerme dos tazas de la cocina? Creo
que conoce el camino.
El breve trayecto, el incongruente recado, le parecieron muy
significativos a Cordelia. Avanzó por los pasillos vacíos, entró en
la cocina y cogió del aparador dos tazas de desayuno. Lo hizo con
solemne lentitud, como si un público invisible estuviera observando
la gracia de cada uno de sus movimientos. Cuando volvió al despacho
tuvo la impresión de que nadie se había movido de su
sitio.
Ambrose le dio las gracias y colocó una taza junto a la otra
sobre el escritorio. Luego se acercó a la vitrina y volvió con el
juego de solitario de la princesa Victoria, con sus canicas de
colorines.
–Cada uno de nosotros cogerá una canica -indicó-. Después
cerraremos los ojos, y os imploro que no espiéis…, y la dejará caer
en una de las tazas. Será fácil de recordar: la taza izquierda para
la opción más indecorosa; la de la derecha, para la rectitud. Como
veréis, he alineado adecuadamente las asas, de modo que no hay
excusa para la confusión. Cuando hayamos oído caer las cinco
canicas, abriremos los ojos. Es muy conveniente que Roma no
estuviera presente durante la cena, así no hay posibilidad de
empate.
Sir George fue el primero en reaccionar:.
–Estás perdiendo el tiempo, Gorringe. Lo mejor que puedes
hacer es telefonear a la policía ahora mismo. Como es obvio, le
diremos la verdad a Grogan.
Ambrose escogió su canica con gran cuidado y estudió el
jaspeado como si fuera experto en chucherias.
–Si eso es lo que tú deseas, debes votar por esa
opción.
–¿Tienes la intención de hacer una segunda votación para
decidir si le contamos a la policía la primera? – inquirió Ivo;
pero cogió una canica.
Sir George, Simon y Cordelia siguieron su ejemplo. Cordelia
cerró los ojos. Hubo un segundo de silencio y luego se oyó
tintinear la primera bola en la taza. La segunda siguió casi
inmediatamente, y después la tercera. Extendió las manos, que
fueron brevemente rozadas por unos dedos fríos como el hielo.
Tanteó las tazas y apoyó una mano en cada una, para evitar
cualquier error. Dejó caer su canica en la taza de la derecha. Un
segundo más tarde oyó caer la quinta canica, que sonó muy fuerte,
como si hubiera caído desde gran altura. Abrió los ojos. Los demás
parpadeaban, como si el período de oscuridad hubiese durado horas,
no segundos. Todos juntos miraron el interior de las tazas. La de
la derecha contenía tres bolitas.
–Esto simplifica las cosas -comentó Ambrose-. Diremos la
verdad, aunque, por supuesto, no mencionaremos esta pequeña
diversión. Entramos juntos en el despacho y todos permanecisteis
aquí, en correcto silencio, mientras yo telefoneaba a la policía.
Sólo hemos invertido en esto unos minutos, de modo que no tendremos
que justificar ningún retraso importante.
Guardó las canicas después de estudiar atentamente cada una
de ellas, le tendió las dos tazas a Cordelia y levantó el
auricular. Mientras llevaba las tazas a la cocina, dos pensamientos
ocupaban la mente de Cordelia: ¿Por qué sir George había esperado a
que la votación fuera inevitable para anunciar que estaba a favor
de la verdad, y quiénes eran los dos que habían echado las canicas
en la taza de la izquierda? Por un instante se preguntó si alguien
habría cambiado la canica de otro al dejar caer la suya, pero se
dio cuenta de que para hacerlo, incluso con los ojos abiertos, se
necesitaban ciertas dotes de prestidigitación. Su oído era
excepcionalmente fino y sólo había detectado los cuatro tintineos
correspondientes a la caída de las otras canicas.
Evidentemente, Ambrose estaba practicando una política de
unión. Había esperado su retorno antes de llamar al cuartelillo de
Speymouth.
–Soy Ambrose Gorringe y hablo desde Courcy Island. Por favor,
infórmele al inspector Grogan de que mi mayordomo Munter ha muerto.
Fue encontrado en el estanque, aparentemente
ahogado.
Cordelia pensó que la declaración era notable, por lo breve,
precisa y cuidadosamente objetiva. Por una vez, Ambrose se mostraba
ecuánime sobre las causas de la muerte de Munter. El resto de la
conversación fue monosilábica. Ambrose colgó y
dijo:.
–Era el sargento de guardia. Se lo transmitirá a Grogan. Dice
que no movamos el cadáver, que intervengamos lo menos posible hasta
la llegada de la policía.
Se produjo un silencio con el que a Cordelia le pareció que
todos reconocían simultáneamente que tenían frío, que todavía no
eran las seis y media y que, por más insensible que pareciera
expresar el deseo de volver a la cama e imposible abrigar la
esperanza de dormir, era disparatadamente temprano para vestirse y
enfrentarse a una nueva jornada.
–¿Alguien quiere té o café? – ofreció Ambrose-. No sé qué
ocurrirá con nuestro desayuno. Quizá no lo haya si yo no lo
preparo, pero os aseguro que soy muy competente. ¿Alguien tiene
hambre?.
Nadie reconoció tenerla. Roma se estremeció y cerró con más
fuerza su bata de nilón acolchada.
–Un té me vendría bien, cuanto más fuerte mejor -dijo-.
Después, yo por lo menos, iré a acostarme.
Hubo un murmullo general de conformidad. Luego Simon
declaró:.
–He olvidado algo. Allí abajo hay una caja. La toqué al sacar
a Munter. ¿Debo subirla?.
–¡El cofre de las joyas! – exclamó Roma animada,
aparentemente olvidando su deseo de acostarse-. Entonces ¡la tenía
él!.
–No creo que sea el joyero -apuntó Simon, ansioso-. Me
pareció más grande y de superficie más lisa. Debió de escapársele
de las manos al caer.
Ambrose vaciló:.
–Supongo que deberíamos esperar a que llegue la policía. Por
otro lado, siento curiosidad por saber de qué se trata, si Simon no
tiene nada que objetar a una segunda inmersión.
Lejos de plantear objeciones, el muchacho, aunque tiritaba,
parecía impaciente por volver al estanque. Cordelia se preguntó si
habría olvidado el cadáver tendido sobre la hierba. Nunca lo había
visto tan exaltado, casi frenético. Quizás era el resultado de ser,
por una vez, el centro de la acción.
–Yo creo que puedo reprimir mi curiosidad -comentó Ivo-. Me
vuelvo a la cama. Si más tarde alguien prepara un té, agradeceré
que me suban una taza.
Se fue solo. Aparentemente, Roma se había repuesto de su
dolor de cabeza y de su fatiga. Regresaron al estanque. La luna,
que se apagaba, se veía delgada como un papel, y el cielo se
veteaba con las primeras luces del alba. Una tenue neblina se
elevaba del agua, despidiendo un húmedo frío otoñal. Desprovisto
del melancólico encanto de la luz de la luna y de la sensación de
irrealidad que ésta confiere, el cadáver parecía a la vez más
humano y más grotesco. La carne de la mejilla izquierda, apoyada
contra las piedras, deformaba el ojo de modo que parecía mirarlos
de soslayo, irónico y sagaz. De la babeante boca colgaba un hilo de
saliva manchada de sangre, que se había secado sobre la incipiente
barba del mentón. Las ropas empapadas parecían haber encogido, y un
delgado chorro de agua rezumaba de las perneras del pantalón y
goteaba lentamente en el estanque. Bajo la engañosa luz del
amanecer, Cordelia tuvo la impresión de que la sangre de Munter se
derramaba, desatendida y sin restañar.
–¿No podemos cubrirlo, al menos? – preguntó.
–Por supuesto. – Ambrose se mostró instantáneamente
solícito-. ¿Puede ir adentro a buscar algo, Cordelia? Un mantel,
una sábana, una toalla, hasta un abrigo vendría bien. Estoy seguro
de que encontrará algo adecuado.
Roma cayó violentamente sobre él:.
–¿Por qué envías a Cordelia? ¿Por qué se espera que ella haga
todos los recados? No se le paga para que cumpla tus órdenes.
Munter era tu sirviente, no Cordelia.
Ambrose la miró como si fuera una niña falta de inteligencia
que por una única vez había hecho una observación
sensata.
–Tienes toda la razón -dijo en tono abúlico-. Iré yo
mismo.
Pero Roma, en un acceso de ira, no se
apaciguó.
–Munter era tu criado y ni siquiera eres capaz de decir que
lamentas su muerte. No te importa, ¿verdad? No te importó nada la
muerte de Clarissa y tampoco la de él. Nada te afecta mientras
sigas cómodo y a salvo del aburrimiento. No has dicho una sola
palabra de pesar desde que encontramos el cadáver. ¿Y quién eres
tú? Tu abuelo hizo su fortuna con píldoras para el hígado y agua
para los retortijones. Ni siquiera tienes la excusa de la casta
para no comportarte como un ser humano.
Durante un segundo el cuerpo de Ambrose quedó paralizado y en
sus tersas mejillas aparecieron dos lunas rojas que en seguida se
esfumaron, dejándolo marmóreo. Pero su voz apenas se
alteró.
–El único ser humano como el cual sé comportarme soy yo
mismo. Lloraré a Munter en su momento y lugar. Éstos no me parecen
oportunos para las lamentaciones. Pero si su ausencia te ofende,
puedo emular al príncipe Hal: "¿Cómo? ¡Viejo conocido! ¿No podía
toda esta carne conservar un poco de vida? ¡Pobre Jack, adiós!
¡Prescindiría mejor de un hombre honrado que de ti!". Y si te sirve
de consuelo, preferiría veros a todos vosotros muertos en el fondo
del estanque, con una posible excepción, que perder a Carl Munter.
Pero en lo que respecta a Cordelia, tienes razón. Uno siempre está
dispuesto a aprovecharse de la eficacia y la
bondad.
Cuando salió se produjo un embarazoso silencio. Roma, con la
cara lívida y el mentón arrugado en porfiada cólera, permaneció un
poco apartada. Tenía el truculento aire ligeramente defensivo de
una niña consciente de haber dicho algo insostenible, aunque se
siente halagada por el resultado. De pronto se volvió y dijo en
tono malhumorado:.
–Bien, al menos he logrado provocar una reacción humana en
nuestro anfitrión. Ahora sabemos dónde estamos. Sospecho que
Cordelia es, entre todos nosotros, la privilegiada a quien Ambrose
no querría ver muerta en el fondo de su estanque. Evidentemente, ni
siquiera él es inmune a un rostro agraciado.
Sir George tenía la vista fija en los
nenúfares.
–Está alterado y es natural. Éste no es momento de reñir
entre nosotros.
Cordelia tenía la sensación de que debía hacer algún
comentario, pero, incapaz de discurrir algo apropiado, guardó
silencio. Estaba desconcertada por el estallido de Roma, que no
podia considerar una muestra de preocupación o afecto por ella.
Supuso que podía ser un gesto de solidaridad femenina o un
estallido ante la arrogancia masculina. Pero sospechaba que muy
probablemente se trataba de una espontánea expansión de sobresalto
y terror reprimidos. Cualquiera que fuese la causa, el resultado
había sido interesante. Ambrose se había mostrado curiosamente
atinado en su cita de "Enrique IV". ¿Se debía a que era un
admirador natural de Shakespeare o a que en los últimos tiempos se
había dedicado a leer la sección shakespeariana del "Diccionario
Penguin de Citas"?.
Oyeron las pisadas de Ambrose en las piedras. Llevaba en la
mano un mantel a cuadros rojo, doblado. Mientras todos lo
observaban lo extendió y lo dejó caer suavemente sobre el cadáver.
Cordelia pensó que como mortaja provisional no era lo más apropiado
que podía haber encontrado. Ambrose se arrodilló y envolvió
tiernamente el mantel alrededor del cadáver, como si quisiera
ponerlo cómodo. Unos segundos después sir George se volvió hacia
Simon y vociferó:.
–Adelante, muchacho. ¡Manos a la obra!.
Simon ya conocía la profundidad del estanque y en esta
ocasión se tiró de cabeza. Su cuerpo hendió el agua en una perfecta
curva, eludiendo los nenúfares. Hubo una agitación y una breve
conmoción de las aguas. Luego su lustrosa cabeza asomó a la
superficie y levantó ambos brazos. Entre ellos sostenía una caja de
madera oscura, de unos treinta centímetros por ventidós. Un
instante después había dejado la carga en manos de Ambrose y subía
por el borde del estanque.
–Estaba atrapada debajo de la malla -jadeó-. ¿Qué
es?.
A modo de respuesta, Ambrose levantó la tapa. La hermética
caja de música había emergido un tanto arañada, pero intacta en
cualquier otro sentido. El cilindro giró lentamente y un tintineo
de dulces notas desarticuladas dejó oír una melodía familiar, que
Cordelia había escuchado por última vez durante el ensayo final:
"Las campanillas de Escocia".
Guardaron silencio hasta que concluyó la melodía. Hubo una
pausa y oyeron los primeros acordes del siguiente aire, que en
breve identificarían como "Mi amado está en el océano". Ambrose
cerró la caja y dijo:.
–La última vez que la vi estaba junto a la otra caja de
música en la mesa de los accesorios. Munter debió de cogerla para
volver a llevarla a la habitación de la torre. Ésta sería la ruta
directa desde el teatro hasta la torre.
–¿Por qué? ¿Qué prisa había?.
Roma observó ceñuda la caja, como si su aparición hubiera
frustrado sus expectativas.
–No había ninguna prisa -dijo Ambrose-, pero estaba borracho
y supongo que actuaba irracionalmente. Munter compartía mi ligera
obsesión por el orden y le disgustaba profundamente que cualquier
objeto del castillo se utilizara como utilería teatral. Creo que su
embrollado cerebro consideró que ése era un momento tan bueno como
cualquier otro para empezar a arreglar las cosas.
Cordelia pensó que sir George había permanecido excesivamente
callado. Ahora le oyó hablar por primera vez.
–¿Qué más ha trasladado? ¿Qué hay de la otra caja de
música?.
–Ésa se guardaba en el aparador de mi despacho. Por lo que
recuerdo, allí había una caja, y la otra estaba entre los trastos
de la torre.
Sir George se dirigió a Simon:.
–Mejor que te vistas, muchacho, estás tiritando. Aquí ya no
hay nada que hacer.
Era una despedida, casi brutal por lo perentoria. Por primera
vez Simon pareció darse cuenta de que tenía frío. Empezaron a
castañetearle los dientes. Vaciló, inclinó la cabeza y se alejó
arrastrando los pies.
–Ese chico tiene más habilidades de las que yo le atribuía
-confesó Roma-. A propósito, ¿cómo sabía qué aspecto tenía el
joyero de Clarissa? Creía que se lo habías regalado cuando llegó el
viernes por la mañana.
–Supongo que como lo sabemos tú y yo -intervino Cordelia-,
porque estuvimos en su habitación y nos lo mostró.
–Me di cuenta de que tenía que haber estado en su habitación,
por supuesto. – Roma se volvió para irse-. Pero me estaba
preguntando exactamente en qué momento. ¿Y cómo sabía que Munter
llevaba la caja cuando cayó? Podía llevar meses en el fondo del
estanque.
–Su suposición es acertada, sin duda, dada la posición del
cadáver y el hecho de que tanto éste como la caja estuvieran
atrapados por la red -la voz de Ambrose contenía una ligereza y una
decidida indiferencia que Cordelia consideró demasiado mesuradas,
demasiado contenidas-. ¿Por qué no dejamos las preguntas para el
inspector Grogan? Una detective privada en la casa me parece más
que suficiente. Y es más apropiado que las acusaciones de homicidio
provengan de la policía, ¿no te parece?.
Roma se volvió y hundió los hombros más profundamente en el
cuello de su bata.
–Bien, me voy a acostar. Quizá también puedas subirme a mí un
poco de té cuando lo hagas. Y cuando haya terminado mis
obligaciones con Grogan, te aliviaré de mi presencia. O la
maldición de Courcy sigue vigente o en tu paraíso la muerte se está
volviendo contagiosa.
Ambrose la siguió con la mirada hasta que desapareció en las
sombras de las arcadas.
–Esa mujer puede ser peligrosa -dijo.
Sir George seguía con la vista fija en la espalda de Roma y
comentó:.
–Sólo es desdichada.
–Con las mujeres viene a significar lo mismo. Además, con
esos fornidos hombros de nadadora no debería usar una bata
acolchada. Tampoco tendria que escoger ese tono de azul, ningún
azul mejor dicho. Me parece que lo mejor será que veamos si la otra
caja de música ha vuelto a su sitio.
Una vez en el despacho, Ambrose se arrodilló y abrió las
puertas del "chiffonnier" de nogal. Cordelia vio que en el interior
había una serie de compartimientos con estuches, dos paquetes
cuidadosamente envueltos, que podían contener adornos aún no
desembalados, y una caja de madera oscura, similar en tamaño a la
rescatada del estanque. Ambrose la puso sobre la mesa y abrió la
tapa. Oyeron los acordes de "Mangas verdes".
–O sea que la devolvió a su lugar -dijo sir George-. Es
extraño. Probablemente no se sentía en condiciones de descansar
hasta empezar a poner un poco de orden.
–Sin embargo, las cambió de sitio -puntualizó Cordelia-. Ésta
pertenecía a la habitación de la torre.
La voz de Ambrose sonó inesperadamente
airada:.
–¿Usted cómo puede saberlo?.
–Porque la vi allí el viernes por la tarde, mientras Clarissa
ensayaba. Fui a explorar la torre y entré en la habitación. No
puedo estar equivocada.
–Parecen casi idénticas.
–Pero tocan aires distintos. Abrí la caja de la torre, esta
caja. Escuché "Mangas verdes". La que usaron en el ensayo punteaba
el popurrrí escocés. Usted lo sabe. Estaba
presente.
–O sea que ayer por la tarde fue a buscar ésta a la torre y
no al despacho. – Sir George se volvió en dirección a Ambrose-: ¿Lo
sabías, Gorringe?.
–Desde luego que no. Sabia que teníamos dos cajas de música y
que una se guardaba aquí y la otra en la torre. Ignoraba cuál era
cuál. Las cajas de música no son una de mis pasiones personales.
Cuando Munter me relató lo mismo que le dijo a la policía, o sea
que no había salido de los apartamentos de la planta baja y que
había ido a buscar una caja de música al despacho, no vi ninguna
razón para dudar de sus palabras.
–Cuando Clarissa, o el director, pidieron por primera vez una
caja de música, Munter actuó como cabía esperar -razonó Cordelia-.
Buscó la que estaba más cerca y era menos valiosa. ¿Para qué
molestarse en ir hasta la torre si tenía una caja de música a mano
aquí, en el despacho? Y no habría ido a la torre si Clarissa no
hubiera rechazado la primera.
–A la torre sólo se puede acceder desde la galería -explicó
Ambrose-. Munter mintió a la policía. Alrededor de las dos de ayer
se encontraba a pocos metros de la habitación de Clarissa, lo que
significa que pudo haber visto entrar o salir a alguien. La policía
puede considerar que fue él mismo quien entró, aunque la puerta
estuviera cerrada con llave.
–No fue pura casualidad -replicó Cordelia-. Si Clarissa no me
hubiese echado del teatro, me habría quedado hasta el final del
ensayo. Y no veo por qué razón la policía no creería en mi palabra.
Probablemente al inspector le resulte más fácil creer que yo sentí
curiosidad por explorar la torre y no que usted, que tanto ama sus
objetos victorianos, no supiera exactamente dónde guardaba cada una
de sus cajas de música.
En cuanto lo dijo, Cordelia dudó de que su sinceridad hubiera
sido prudente; indudablemente, dirigidas a su anfitrión, sus
palabras no habían sido corteses. Pero Ambrose aceptó el comentario
sin ofenderse.
–Quizá tiene razón -dijo-. Dudo de que nos crean a ninguno de
nosotros. A fin de cuentas, sólo nosotros decimos que Munter
mintió. Y para nosotros es conveniente un sospechoso muerto, que no
puede negar nada de lo que se diga acerca de él, ¿verdad? Fue el
mayordomo. Incluso en la literatura, según creo, esa solución se
considera insatisfactoria.
Sir George levantó la cabeza:.
–Me parece que llegan las lanchas de la
policia.
Para ser un hombre de cierta edad, pensó Cordelia, tiene un
oído finísimo. Ella no había oído nada. Después sintió, más que
oyó, el palpitar de los motores. Todos se miraron. Por primera vez
Cordelia vio en los ojos de los demás lo que sabía que éstos
estarían reconociendo en los suyos: el aleteo del
miedo.
–Los recibiré en el muelle -dijo Ambrose-. Será mejor que
vosotros dos volváis junto al cadáver.
Sir George y Cordelia quedaron solos. Si había que decirlo,
había que decirlo ahora, antes de que empezara el interrogatorio
policial. Pero era difícil encontrar las palabras, y cuando por fin
Cordelia las encontró sonaron duras, acusadoras.
–Usted reconoció la cara del ahogado, ¿no? ¿Cree que podía
ser el hijo de Blythe?
–Me chocó, sí -dijo sir George sin mostrar la menor
sorpresa-. No se me había ocurrido antes.
–Nunca había visto a Munter así con anterioridad, boca
arriba, muerto y ahogado. Así fue como usted vio por última vez al
padre.
–¿Qué la llevó a pensarlo?.
–Su expresión cuando lo miró. El monumento a los caídos, que
Munter honraba todos los años el Día del Armisticio. La acusación
que le lanzó: ¡asesino, asesino! Se referIa a su padre, no a
Clarissa. Y creo que a Simon le musitó algo en alemán. También me
llamó la atención su nombre. ¿No dijo Ambrose que se llamaba Carl?
Y su estatura. Su padre murió lentamente poque era muy alto. Pero
sobre todo su apellido. En alemán, "Munter" significa "alegre"
(Alusión al término ingles "blithe" (alegre), que se pronuncia como
el apellido Blythe. (N. de la t.). Es uno de los pocos términos que
conozco en ese idioma.
Cordelia ya había visto antes aquella mirada de tensa
resistencia en el rostro de sir George, pero todo lo que éste dijo
fue:.
–Es posible. Es posible.
–¿Se lo dirá a Grogan? – quiso saber
Cordelia.
–No. No es asunto suyo. No es pertinente.
–¿Ni siquiera si deciden detenerle por
homicidio?.
–No lo harán. Yo no maté a mi esposa. – Sir George hizo una
pausa y luego agregó, como si le arrancaran las palabras de la
boca-: No creo haber dejado que lo mataran deliberadamente, pero
quizá lo hice. Es muy difícil comprender los propios motivos. Yo
estaba acostumbrado a pensar que todo era muy
sencillo.
–No tiene por qué darme explicaciones, no es asunto mío -se
apresuró a decir Cordelia-. Y en aquel entonces usted era un
oficial muy joven, no podía estar al mando de este
lugar.
–No, pero esa noche estaba de guardia. Tendría que haberme
dado cuenta de que algo se estaba tramando, y debí impedirlo. Pero
detestaba tanto a Blythe, que no podía fiarme de mí mismo si me
acercaba a él. Una de las cosas que nunca se olvidan ni se perdonan
es la crueldad infligida cuando uno es pequeño e indefenso. Cerré
mi mente y mis ojos a todo lo que concernía a Blythe. Quizá los
haya cerrado deliberadamente. Podríamos decir que fue
negligencia.
–Pero nadie lo dijo. No hubo consejo de guerra. Nadie le echó
la culpa.
–Yo me culpo. – Después de unos segundos de silencio, sir
George prosiguió-: Ignoraba que estuviera casado. Nadie mencionó a
la esposa en la indagación. Se hablaba de una chica de Speymouth,
pero nunca se presentó. Nadie habló del hijo.
–Probablemente Munter todavía no había nacido. Y podía ser
hijo ilegítimo. No creo que lleguemos a saberlo. Pero su madre
debía de estar amargada por lo ocurrido, y es casi seguro que
Munter creció en la convicción de que el ejército había asesinado a
su padre. Me pregunto por qué aceptaría trabajar en la isla.
¿Curiosidad, deber filial, la esperanza de vengarse? Pero no podía
esperar que usted apareciera por aquí.
–O tal vez sí. Entró a trabajar en el verano de 1978. Ese
verano yo me casé con Clarissa y ella conocía a Ambrose
prácticamente de toda la vida. Es muy probable que Munter me haya
seguido el rastro. No soy exactamente un
desconocido.
–La policía ha cometido errores antes de ahora -dijo
Cordelia-. En caso de que lo arresten, me consideraré libre de
decírselo a la policía. Tendré que decírselo.
–No, Cordelia -se opuso sir George serenamente-. Es asunto
mío, es mi pasado, mi vida.
–¡Pero usted tiene que comprender cómo verá las cosas la
policía! – gritó Cordelia-. Si me creen a mí con respecto a la caja
de música, sabrán que Munter estaba en la galería, a pocos metros
de la habitación de su esposa, aproximadamente a la hora en que
ella murió. Si él no la mató, pudo haber visto a la persona que lo
hizo. Eso, vinculado a su acusación de "asesino", es una prueba
irrecusable, a no ser que usted les informe de quién era Munter. –
Sir George no respondió; permaneció rígido como un centinela, con
la mirada clavada en el vacío-. Si arrestan a quien no corresponde,
será una doble injusticia, pues el culpable quedará libre. ¿Es eso
lo que desea?.
–¿Sería quien no corresponde? Si Clarissa no se hubiera
casado conmigo, seguiría viva.
–¡Eso no puede saberlo!.
–Lo intuyo. ¿Quién dijo que todos le debemos una muerte a
Dios?.
–No recuerdo. Algún personaje del Enrique IV de Shakespeare.
Pero eso ¿qué tiene que ver?.
–Espero que nada. Es algo que se me ocurrió.
Cordelia se dio cuenta de que no llegaba a ninguna parte.
Debajo de aquella personalidad aparentemente cándida y poco
elocuente, sir George albergaba a su propio agente secreto, una
mente más compleja y quizá más implacable de lo que ella imaginaba.
Y aquel soldado engañosamente simple no era ningún tonto. Conocía
la medida exacta del peligro que corría. Eso podía significar que
tenía sus sospechas, que quería proteger a alguien. Ni por un
instante creyó que fuesen Ambrose o Ivo. Dijo sin
esperanzas:.
–No sé qué es lo que quiere usted de mí. ¿Debo seguir
adelante con el caso?.
–Me parece que no tiene sentido. Ya nada puede asustarla.
Será mejor dejar esto en manos profesionales. Le pagaré, por
supuesto, cobrará el trabajo que ha realizado -agregó torpemente-.
No soy un desagradecido.
¿Desagradecido? Cordelia pensó que no tenía motivos para
estarle agradecido a ella. Sir George se volvió y miró el cadáver
de Munter.
–Qué iniciativa extraordinaria la de poner una corona en el
monumento todos los años -reflexionó sir George-. ¿Cree que
Gorringe mantendrá la tradición?.
–No lo creo.
–Pues debería hacerlo. Hablaré con él. Podría ocuparse
Oldfield.
Giraron para atravesar la rosaleda y en seguida
interrumpieron sus pasos. Bajo la pálida luz de color albaricoque
avanzaban en su dirección, las pisadas acalladas por la suave
hierba, Grogan y sus hombres. Cogieron a Cordelia desprevenida. Al
notar su silencioso e inexorable avance, sus rostros serios y poco
prometedores, Cordelia tuvo que resistir la tentación de mirar a
sir George. No obstante, se preguntó si él compartía su repentina e
irracional idea de la impresión que debían de haberle dado a la
policía: culpables y confusos como un par de cazadores furtivos
sorprendidos por los guardabosques con el botín a sus
pies.
.
Un caso cerrado.
38.
En este segundo caso los sospechosos pudieron observar en
acción a la policía. Lo hicieron discretamente, desde la ventana
del dormitorio de Cordelia, mientras Grogan y Buckley se movían
despacio alrededor del cadáver, como un par de cientificos marinos
intrigados por un espécimen manchado de barro que había arrojado la
marea. Siguieron observando mientras el fotógrafo hacía su trabajo,
aparentemente ajeno a la presencia de los policías y sin dirigirles
la palabra, ocupado en sus cosas. El doctor Ellis-Jones no
apareció. Cordelia se preguntó si sería debido a que la causa de la
muerte era evidente o si estaba ocupado en otra parte, con otro
cadáver. En su lugar se presentó un médico de la policía, para
extender el certificado de defunción y practicar el examen
preliminar. Era un hombre voluminoso y jovial, calzado con botas
impermeables y abrigado con un jersey de lana con coderas, que
saludó a los policías, como si fuesen viejos compañeros de
parranda. Sólo cuando se arrodilló para buscar el termómetro en su
maletín, los mirones de la ventana se alejaron en silencio y se
refugiaron en el salón, avergonzados de lo que repentinamente
consideraron una indecorosa curiosidad. Y fue desde las ventanas
del salón, menos de diez minutos más tarde, desde donde vieron
pasar el cadáver de Munter, a través de la arcada y del muelle,
hacia la lancha. Uno de los portadores dijo algo a su compañero y
ambos rieron. Probablemente se había quejado del exceso de
peso.
Y en ese segundo caso ni siquiera el interrogatorio policial
llevó mucho tiempo. Al fin y al cabo, no era gran cosa lo que
podían decir y Cordelia conjeturó que lo poco que dijeran sonaría
sospechosamente unánime. Cuando le tocó el turno, entró en el
despacho abrumada por la convicción de que no creerían nada de lo
que dijera. Grogan la miró fijarnente desde el otro lado del
escritorio, con sus ojos claros y poco amistosos bordeados de rojo,
como si no hubiera dormido. Las dos cajas de música estaban sobre
la mesa, una al lado de la otra.
Cuando Cordelia concluyó su relato de la aparición de Munter
ante la puerta vidriera del comedor, del descubrimiento del cadáver
y de la recuperación de la caja de música, se produjo un prolongado
silencio. Después Grogan le preguntó:.
–¿Exactamente por qué razón subió usted a la habitación de la
torre el viernes por la tarde?.
–Sólo por curiosidad. La señorita Lisle no me necesitaba
durante el ensayo y el señor Whittingham y yo habíamos finalizado
nuestro paseo. Él estaba fatigado y se fue a descansar. Yo estaba
libre.
–¿Y se entretuvo explorando la torre?.
–Sí.
–¿Y se puso a jugar con los juguetes?.
Grogan hizo que sus palabras sonaran como si ella fuera una
niña aburrida incapaz de mirar, sin tocarlo, el coche de juguete de
otro crío. Se dio cucnta, con una mezcla de ira y desesperanza, de
la imposibilidad de explicar, de hacerle comprender su impulso de
poner en movimiento aquel zoológico infantil, de ahogar el
abatimiento con una cacofonía orquestal. Y aunque hubiese confesado
la causa de su desazón, la narración de Ivo acerca de la muerte de
la hija de Tolly, ¿habría resultado más convincente su historia?
¿Cómo le explica uno a un policía, a un juez, a un jurado, esos
pequeños impulsos aparentemente irracionales, los patéticos
recursos contra el dolor que casi no tenían sentido para uno mismo?
Y si era difícil para ella, una privilegiada, ¿cómo se las
arreglaban los ignorantes, los incultos, los que no sabían
expresars, enfrentados a la esotérica e indiferente maquinaria
legal?.
–Sí, jugué con los juguetes -respondió.
–¿Está absolutamente segura de que la caja de musica que
encontró en la torre dejaba oir la melodía "Mangas
Verdes"?.
Grogan apoyó su manaza en la caja de la izquierda y levantó
la tapa. El cilindro comenzó a girar automáticamente y los
delicados dientes del largo peine volvieron a pulsar la nostálgica
y quejumbrosa melodía.
–Estoy absolutamente segura.
–Exteriormente son muy semejantes. El mismo tamaño, la misma
forma, la misma madera, casi el mismo dibujo en las
tapas.
–Lo sé, pero la música es distinta.
Cordelia comprendía la frustración y la irritación que el
hombre dominaba tan eficazmente. Si ella decía la verdad, Munter
había mentido. El mayordomo había dejado la planta baja del
castillo en algún momento durante aquella crítica hora y cuarenta
minutos. La única entrada a la torre tenía su acceso en la galería.
Munter había estado a pcos pasos de la puerta de Clarissa. Y Munter
estaba muerto. Aunque Grogan lo creyera inocente, aunque procesaran
a otro sospechoso, el testimonio de Cordelia sobre la caja de
música le iría como anillo al dedo a la defensa.
–Usted no mencionó su visita a la torre en el interrogatorio
anterior -le recordó Grogan.
–Usted no me lo preguntó. Se mostró especialmente interesado
en lo que había dicho y visto el sábado. No lo consideré
importante.
–¿Hay algo más que no haya considerado
importante?.
–He respondido a todas sus preguntas con toda la veracidad
posible.
–Quizá. Pero eso no es exactamente lo mismo, ¿verdad,
señorita Gray?.
Y la vocecilla de su propia conciencia, en complicidad con
él, la acusaba.
Súbitamente, Grogan se inclinó sobre el escritorio y acercó
su cara a la de ella. Cordelia creyó percibir su aliento acre y
cargado de cerveza, y se esforzó para no
retroceder.
–¿Qué ocurrió exactamente el sábado por la mañana en la
Caldera del Diablo?.
–Ya se lo he dicho. El señor Gorringe nos contó la historia
del joven internado al que dejaron ahogar. Yo encontré el mensaje
amenazador con la cita.
–¿Eso es todo lo que ocurrió?.
–A mí me parece bastante. – Grogan se reclinó en el sillón y
Cordelia permaneció expectante, pero él no dijo nada-. Me gustaría
ir a Speymouth esta tarde. Necesito salir de la
isla.
–¿Quién no, señorita Gray?.
–¿No hay inconveniente? Supongo que no tengo que pedir
permiso. No puede impedirme que vaya a donde quiera a menos que me
arreste, ¿verdad?.
–Sin duda eso es lo que usted diría a sus clientes, si los
tuviera Tiene razón. No podemos impedírselo. Pero le recuerdo que
ha de estar en Speymouth mañana a las dos en punto, para la
indagatoria. No llevará mucho tiempo, pues sólo es una formalidad.
Solicitaremos un aplazamiento. Pero usted es la persona que
encontró el cadáver. Usted es la última persona que vio viva a la
señorita Lisle. El juez de primera instancia querrá
verla.
Cordelia se preguntó si las palabras de Grogan pretendían
sonar a amenaza.
–Estaré allí -replicó.
Grogan levantó la vista y dijo, tan amablemente que Cordelia
casi lo creyó sincero:.
–Espero que se divierta en Speymouth, señorita Gray. Le deseo
que lo pase bien.
.
No tenía hambre y tuvo la impresión de que a los otros les
ocurría lo mismo. La señora Munter había servido una comida fría en
el comedor, demasiada comida, en su mayor parte sobrantes de lo
preparado para la fiesta, mezclada y dispuesta en una masa informe
capaz de quitarle el apetito a cualquiera. Lo raro era, pensó
Cordelia, que se hubiese tomado la molestia de hacerlo. Nadia la
había nombrado desde que encontraron el cadáver de su marido.
También ella había sido entrevistada por la policía, pero había
pasado la mayor parte de la mañana recluida en su apartamento o
transitando, en silencio e inadvertida, de la despensa al comedor.
Cordelia no creía que Ambrose estuviese muy preocupado por ella y a
nadie más podía importarle. Decidió ir a ver cómo estaba y
preguntarle, antes de embarcar, si podía hacer algo por ella en
Speymouth. Dudó de que su intrusión fuese bien recibida. Al fin y
al cabo, ¿qué podía hacer ella, o cualquier otra persona? Pero al
menos podía ofrecerse.
Cordelia no se sentó a la mesa. Cortó unas tajadas de carne
fría y las puso entre unas rodajas de pan. Se exccusó ante Ambrose,
cogió una manzana y un plátano y se llevó la merienda a la playa.
Su mente ya se alejaba de la claustrofóbica isla en dirección a
tierra firme. Se sentía como una refugiada que espera ser rescatada
de una colonia violenta y sitiada por la peste, que aguarda con
mirada de desespero la barca que la arrancará del olor a cadáveres
en descomposición, de los gritos y el tumulto de los cuerpos
dispersos en la orilla, hacia la seguridad y la normalidad del
hotar. La tierra firme que había visto retroceder con tantas
esperanzas tres días atrás, ahora resplandecía en su imaginación
con todo el fulgor de una tierra prometida. La parecía que nunca
llegarían las dos de la tarde.
Poco antes de la una y media se encaminó por el embaldosado
pasillo del otro lado del despacho hasta la puerta que, sabía,
tenía que llevar a las dependencias del servicio. No había timbre
ni llamador, pero mientras se preguntaba cómo anunciar su
presencia, apareció a sus espaldas la señora Munter con una canasta
llena de ropa. Sin decir nada, mantuvo abierta la puerta para que
pasara Cordelia antes que ella. Salvaron un breve corredor y
entraron en una salita. Como todos los arquitectos victorianos,
Godwin se había asegurado de que la servidumbre no pudiese, desde
ninguna de sus habitaciones, espiar a sus amos, ya estuviesen éstos
en el interior o al aire libre; la única ventaba daba a un amplio
patio y más allá se alzaba el bloque de establos con su encantadora
torre de reloj y la veleta. A través del patio se vería una cuerda
para la colada,de la que colgaba un enorme pijama de Munter, que a
Cordelia le resultó angustiante; desvió la mirada como si la
hubieran pillado en un acto de lasciva curiosidad.
La salita estaba escuetamente amueblada y no era incómoda, a
pesar de la artificial sencillez del mobiliario "art nouveau", casi
desprovisto de carácter. En un rincón había un televisor, pero no
se veían libros, cuadros, fotografías ni adornos sobre al aparato.
Daba la impresión de que sus habitantes no tenían un pasado que
recordar, un presente que celebrar. Aparentemente, allí nunca
llegaban visitas. Sólo había dos sillones, uno a cada lado del
hogar, de hierro elegantemente grabado, y sólo dos sillas ante la
mesa, una frente a otra.
La señora Munter no la invitó a sentarse.
–No tengo la intención de molestarla -dijo Cordelia-. Sólo
quería comprobar que está bien. Dentro de un rato iré a Speymouth.
¿Puedo hacer algo por usted?.
La mujer dejó la canasta sobre la mesa y empezó a doblar la
ropa.
–Nada. Probablemente viajaré con usted en la lancha. Me
marcho, señorita. Me voy de la isla.
–Sé cómo debe sentitse. Pero si tiene miedo, puedo compartir
el dormitorio con usted esta noche.
–No tengo miedo. ¿De qué podría tenerlo? Me marcho, eso es
todo. Nunca me gustó estar aquí y ahora que él se ha ido no tengo
por qué quedarme.
–Por supuesto, si eso es lo que desea. Pero estoy segura de
que el señor Gorringe no querrá que usted haga nada precipitado.
Querrá hablar con usted. Habrá… algún arreglo.
–El señor Gorringe y yo no tenemos nada que hablar. Ha sido
un buen amo pero a quien necesitaba era a Munter. Yo vine con él.
Ahora estamos separados.
Separados, pensó Cordelia, para siempre. Tuvo la certeza de
no haberse equivocado al percibir una nota de satisfacción, casi de
triunfo, en la voz de la señora Munter. ¡Y pensar que había ido
allí por compasión, para tratar de proporcionar algún consuelo!
Aparentemente aquel consuelo no era deseado ni necesario. Pero
tenía que haber salarios pendientes, ofrecimientos de ayuda,
disposiciones para el funeral. Seguramente Ambrose querría
tranquilizarla diciéndole que podía permanecer en el castillo tanto
como quisiera. Para no hablar de la policía, de Grogan y sus
omnipresentes expertos en la muerte, entrenados en la sospecha y la
desconfianza. Si a Munter lo habían empujado deliberadamente a la
muerte, su mujer podía haberlo hecho. Con un asesino suelto en la
isla, ¿qué mejor momento para librarse de un marido no deseado?
Cordelia no albergaba ninguna duda de que Grogan, ante esa viudez
no doliente, la pondría en uno de los primeros lugares en su lista
de sospechosos. Y la policía tenía que considerar sumamente
sospechosa aquella apresurada partida. Se estaba preguntando si
debía ponerla sobre aviso, cuando la señora Munter
dijo:.
–Ya he hablado con la policía. No tienen motivos para
retenerme. Saben dónde hallarme. El señor Gorringe se ocupará de
las disposiciones para el funeral. No es asunto
mío.
–¡Pero usted era su esposa!.
–Nunca fui su esposa. Él no estaba hecho para el matrimonio y
yo tampoco. Me iré en la lancha en cuanto Oldfield esté
listo.
–¿Tiene dinero? Estoy segura de que el señor
Gorringe…
–No necesito la ayuda del señor Gorringe. Munter tenía
dinero. Sabía cómo sacarse algo extra y yo sé dónde lo guardaba.
Tomaré lo que me corresponde. No pasaré dificultades. Una buena
cocinera nunca se muere de hambre.
Cordelia se sintió absolutamente inútil y fuera de
lugar.
–No. claro -dijo-. Pero,¿tiene dónde ir? Me refiero a esta
noche.
–Ella estará conmigo.
En ese momento entraba Tolly en la sala, sin hacer ruido.
Llevaba un abrigo entallado azul oscuro, con hombreras, y un
pequeño sombrero atravesado por una larga pluma. El conjunto
evocaba los años treinta y la dotaba de una elegancia ligeramente
peripuesta y anticuada. Tenía en la mano una abultada maleta atada
con una correa. Seria, se puso al lado de la señora Munter -a
Cordelia le resultaba imposible pensar en ella con otro nombre-, y
las dos mujeres se enfrentaron juntas.
Cordelia sintió que por primera vez veía claramente a la
señora Munter. Hasta aquel momento apenas habta notado su
existencia. La impresión más intensa que producía era la de una
competencia discreta. Había sido una adjunta de Munter y muy poco
más. Hasta su aspecto resultaba anodino: el pelo grueso, ni rubio
ni moreno, con sus rígidas hondas, el cuerpo sin gracia, las manos
rechonchas y ajadas. Pero ahora la delgada boca que tan poco había
expresado estaba rígida, en obstinado triunfo. Los ojos que con
tanta deferencia llevaba bajos, ahora se clavaban descaradarnente
en los suyos, con una mirada de desafiante seguridad, casi
insolente. Parecían decirle: "Ni siquiera sabes cómo me llamo… y
nunca lo sabrás". A su lado permanecía Tolly, inmutable en su
emancipada serenidad.
En una palabra, se marcharían juntas. ¿A dónde irían a
vivir?. Probablemente Tolly tenía una casa o un piso en algún lugar
de Londres, del que había hecho un hogar para su hija. Cordelia
tuvo una repentina y desconcertante visión de las dos instaladas en
una pulcra casita suburbana -donde no estarían rodeadas de
recuerdos-, a conveniente distancia del metro y de la zona
comercial, cortinas de malla, atadas con lazos en las ventanas
saledizas, para impedir miradas curiosas, un pequeño jardín
delantero vallado contra importunos intrusos, contra el pasado. Se
habían librado de su servidumbre. Pero, ¿acaso aquella servidumbre
no había sido voluntaria? Ambas eran adultas. Sin duda no era el
miedo al desempleo lo que les había restado libertad. Podían haber
abandonado sus puestos cuando les viniera en gana. ¿Por qué no lo
habían hecho? ¿Cuál era la misteriosa alquimia que mantenía unida a
la gente contra toda razón, contra sus propias inclinaciones,
contra sus propios intereses? Bien, ahora la muerte las había
separado: a una, de Clarissa; a la otra, de Munter. Las había
separado muy convenientemente, podía pensar la
policía.
Las estoy viendo con toda claridad por primera vez y sigo sin
saber nada de ellas, pensó Cordelia. Recordó las palabras de
HenryJames: "Nunca creas que conoces a fondo el corazón humano".
Pero ella, que se llamaba a sí misma detective, ¿conocía aunque
sólo fuera la superficie? Aquella preocupación por los motivos, los
ciegos impulsos, las fascinantes incongruencias de la personalidad
ajena, ¿no era una de las vanidades humanas más corrientes? Quizá,
pensó, todos disfrutamos haciendo de detective, incluso con
aquellos a quienes amamos, sobre todo con ellos. Pero ella lo
asumía como un trabajo, lo hacía por dinero. Nunca había negado su
fascinación, pero por primera vez se le ocurrió que también podía
ser una presunción. Jamás se había sentido tan incapacitada para la
tarea y lamentó su juventud, su inexperiencia, su magra reserva de
sabiduria heredada en comparación con la complejidad del corazón
humano. Se volvió hacia la señora Munter:.
–Quisiera hablar unas palabras a solas con la señorita
Tolgarth. ¿Me permite?.
La mujer no formuló respuesta alguna, pero miró a su amiga y
ésta asintió. Las dejó a solas.
Tolly aguardó paciente, seria, las manos cruzadas sobre el
vientre. Había algo que a Cordelia le habría gustado preguntarle en
primer lugar, pero no quiso hacerlo, aunque era menos arrogante
ahora que al aceptar el caso. Se dijo a sí misma que había
preguntas que no tenía derecho a hacer, cuestiones que no tenía
derecho a plantear. Ninguna curiosidad humana, ningún anhelo de
poner todas las piezas del rompecabezas en su lugar, como si sus
propias manos pudiesen imponer el orden en la confusión de las
vidas humanas, justificaba preguntarle lo que en el fondo sabía que
era cierto: si Ivo era el padre de su hija. Ivo, que había hablado
de Viccy con conocimiento y amor, que sabía que Tolly se había
negado a aceptar ayuda del padre; Ivo, que se había tomado la
molestia de ponerse en contacto con el hospital para enterarse de
la verdad acerca de aquella llamada telefónica. Le resultaba
insólito pensar en una unión de Ivo y Tolly. ¿Qué había deseado
cada uno del otro? ¿Ivo tenía la intención de herir a Clarissa o de
curar una herida propia más profunda? ¿Era Tolly una de esas
mujeres desesperadas por ser madres que prefieren no cargar con un
marido? El nacimiento de Viccy, si no el embarazo, tenía que haber
sido deseado. Pero nada de eso era asunto suyo. De todas las cosas
que los seres humanos hacen juntos, el acto sexual es el que cuenta
con mayor diversidad de razones, pensó. El deseo podía ser el más
común, pero eso no significaba que fuera el más sencillo. Cordelia
ni siquiera pudo decidirse a mencionar directamente a Viccy. Pero
había algo que no podía dejar de preguntar.
–Usted estaba con Clarissa cuando llegaron los primeros
mensajes, durante la representación de Macbeth. ¿Quiere decirme qué
aspecto tenían? – Los ojos de Tolly lanzaron chispas a los suyos en
una mirada reflexiva y sombría, aunque sin resentimiento ni
disgusto-. Verá, sospecho que fue usted quien los envió y creo que
ella pudo adivinar y saber por qué. Pero no podía prescindir de
usted. Era más fácil fingir. No quiso mostrarle esos mensajes a
nadie más. Clarissa sabía perfectamente qué le había hecho a usted.
Sabía que había cosas que ni sus propios amigos le perdonarún.
Luego ocurrió lo que ella esperaba que ocurriera. Quizás en su vida
hubo un cambio, Tolly, que le hizo considerar impropio lo que
hacía. En consecuencia, los mensajes se interrumpieron. Se
interrumpieron hasta que una persona del reducido grupo que conocía
la existencia de los anónimos, tomó la cuestión a su cargo. Claro
que eran mensajes diferentes. Tenían otro aspecto. El propósito era
distinto, distinto y terrible. – Tampoco hubo respuesta. Cordelia
agregó suavemente-: Sé que no tengo derecho a preguntarlo. No me
responda abiertamente, si así lo prefiere. Sólo dígame cómo eran
aquellos primeros mensajes y creo que me bastará con
eso.
–Estaban escritos a mano, en letras mayúsculas, en papel
rayado -dijo Tolly-. Papel arrancado de un cuaderno
escolar.
–Y los mensajes propiamente dichos… ¿eran
citas?.
–El mensaje era siempre el mismo. Un texto de la
Biblia.
Cordelia comprendió que era afortunada por haber accedido a
tanto. Pero ni siquiera aquella pequeña muestra de confianza le
habría sido otorgada si Tolly no hubiese reconocido alguna
comprensión, alguna empatía entre ambas. Creyó que podía aventurar
otra pregunta.
–¿Tiene idea de quién continuó con los
mensajes?.
La mirada que recibió era implacable. Tolly ya le había
confiado todo lo que tenía intención de decir.
–No. Yo me ocupo de mis propios pecados. Que los demás se
ocupen de los suyos.
–Jamás le diré a nadie lo que acaba de contarme -le prometió
Cordelia.
–Si hubiese pensado que era capaz de hacerlo, no se lo habría
dicho. – Tolly hizo una pausa y luego preguntó, en el mismo tono
lacónico-. ¿Qué ocurrirá con el muchacho?.
–¿Con Simon? Me dijo que sir George le permitirá terminar el
último año en Melhurst y que luego intentará encontrar vacante en
alguno de los colegios de música.
–Estará mejor ahora que ella se ha ido -dijo Tolly-. No era
buena para los jóvenes. Y ahora, si me disculpa, señorita quisiera
avudar a mi amiga a hacer el equipaje.
.
De pronto apareció Roma desde la puerta vidriera del comedor
y cruzó corriendo la terraza. Se acercó a Oldfield e intercambió
unas palabras con él. La saca de lona con la correspondencia estaba
en la vagoneta y el criado la abrió para extraer el fajo de cartas.
Al acercarse a ellos, Cordelia percibió la impaciencia de Roma.
Parecía querer arrebatarle a Oldfield los sobres de entre los
dedos. Pero el hombre encontró la carta que Roma esperaba y se la
entregó. Ella se alejó casi corriendo, luego aminoró el paso, y sin
notar la proximidad de Cordelia, abrió el sobre y leyó la carta.
Por un instante permaneció paralizada. Después lanzó un sollozo que
era casi un quejido y, tambaleándose, atravesó la terraza, rebasó
precipitadamente a Cordelia y desapareció por los peldaños en
dirección a la playa.
Cordelia se detuvo un momento, sin decidirse a seguirla.
Luego gritó a Oldfield que la esperara, que no tardaría mucho, y
corrió en pos de Roma. Cualquiera que fuese la noticia, su efecto
había sido devastador. Tenía que hacer algo por ayudarla. Aunque no
lo lograra, le resultaba imposible partir en la lancha como si no
hubiera ocurrido nada. Intentó silenciar la vocecilla resentida que
protestaba diciendo que no podía haber ocurrido más
inoportunamente. ¿Nunca lograría salir de la isla? ¿Por qué tenía
que ser siempre ella la que actuaba como asistente social
universal? No obstante, era imposible desentenderse de tanta
congoja.
Roma se tambaleaba y hacía eses por la orilla, con las manos
extendidas delante del cuerpo, palpando el aire. Cordelia creyó oír
un prolongado grito de dolor. Pero quizá fuera el chillido de las
gaviotas. Estaba a punto de alcanzarla cuando Roma dio un traspié,
y cayó cuan larga era, sobre los guijarros, y permaneció tumbada,
con todo el cuerpo estremecido por los sollozos. Cordelia llegó a
su lado. Ver a la orgullosa y reservada Roma en tal abandono de
pesar era tan abrumador, físicamente, como un puñetazo en el
estómago. Cordelia experimentó la misma oleada de impotente temor,
la misma desesperanza. Todo lo que pudo hacer fue arrodillarse en
la arena y rodear con sus brazos los hombros de Roma, albergando la
esperanza de que el contacto humano la ayudara al menos a
apaciguarse. Se encontró acunándola como podía haberlo hecho con
una criatura o con un animal. A los pocos minutos cesaron los
temblores. Roma permaneció tan inmóvil que por un segundo Cordelia
temió que hubiese dejado de respirar. Pero en seguida se incorporó
torpemente y rechazó los brazos de Cordelia. Con paso inestable
entró en la rompiente, se inclinó y empezó a rociarse la cara con
agua. Luego permaneció erguida un momento, con la mirada fija en el
mar, antes de volverse y mirar a Cordelia.
Su rostro resultaba grotesco, hinchado como el de un ahogado;
los ojos parecín hendiduras pegadas con goma; la nariz, un bulto
bulboso. Cuando habló, su voz sonó dura y gutural, a modo de
sonidos inarticulados que emitieran cuerdas vocales
inflamadas.
–Lo siento He dado un espectáculo repugnante. Si te sirve de
consuelo, me alegro de que seas tú la única que me
vio.
–-Me gustaría ayudarte.
–No puedes. Nadie puede. Como muy probablemente habrás
adivinado, se trata de la vulgar, sórdida e insignificante historia
de siempre. Me ha dejado plantada. Escribió la carta el viernes por
la noche. Nos habíamos visto el jueves, lo que significa que ya
sabía lo que pensaba hacer… -Sacó la carga del bolsillo y se la
tendió--. ¡Adelante, léela! ¡Te digo que la leas! Me pregunto
cuántos borradores necesitó para producir esta pulida y eximente
pieza de hipocresía.
Cordelia no cogió la carta.
–Si no tuvo la decencia ni el coraje de decírtelo en la cara,
no es digno de que llores por él, no es digno de tu
amor.
–¿Qué tiene que ver la dignidad con el amor? Dios mío, ¿por
qué no pudo esperar?.
Esperar ¿qué?, pensó Cordelia. ¿El dinero de Clarissa? ¿La
muerte de Clarissa?.
–Si lo hubiera hecho, siempre te habría quedado la duda
-opinó Cordelia.
–¿De sus motivos, quieres decir? Eso ¿qué me importa? No
tengo ese tipo de orgullo. Pero ahora es demasiado tarde. Escribió
con un día de anticipación. ¿Por qué no habrá esperado? Le dije que
conseguiría el dinero. ¡Se lo dije!.
Una ola más grande que las demás rompió a los pies de
Cordelia, y hasta las piedras bañadas por el mar llegó una sandalia
plateada.
Se descubrió observándola con artificial intensidad,
preguntándose qué tipo de mujer la habría usado, cómo había llegado
al mar, de qué desenfrenada orgía y de qué yate había caído por la
borda. ¿O su propietaria seguía allí, con su delgado cuerpo
semidesnudo balanceándose entre las olas? Cualquier pensamiento,
incluso aquél, contribuía a acallar la dura voz innatural que en
cualquier momento podia decir las fatales palabras que no era
posible retirar y que ninguna de ellas olvidaría.
–De pequeña iba a una escuela mixta. Todos los alumnos se
emparejaban. Cuando la amistad se enfriaba solían enviarse
mutuamente lo que llamaban "nota de calabazas". Yo nunca recibí
ninguna, porque nunca formé pareja. Yo pensaba que valdría la pena
recibir la nota si antes vivía esa especie de noviazgo, aunque sólo
durara un trimestre. Ojalá pudiera sentir lo mismo ahora. Él fue el
único hombre que me ha deseado. Sospecho que siempre supe por qué.
Una puede engañarse a sí misma sólo hasta cierto punto. A su mujer
no le atrae el sexo y yo significaba un polvo gratis. ¡Está bien,
no pongas esa cara! No espero que comprendas. Tú puedes tener amor
cuando te viene en gana.
–¡Eso no es verdad, ni con respecto a mí ni con respecto a
nadie! – gritó Cordelia.
–¿No? Era verdad con respecto a Clarissa. Le bastaba mirar a
un hombre. Una sola mirada era suficiente. Toda mi vida he visto
cómo usaba aquellos ojos. Pero ya no volverá a hacerlo. Nunca.
Nunca, nunca, nunca.
Su angustia era como una infección, fuerte y febril, con olor
a sudor. Cordelia la sintió contaminar su propia sangre. Permaneció
de pie en los guijarros, temerosa de acercarse a Roma, pues sabía
que ésta rechazaría todo consuelo físico, pero al mismo tiempo se
veía reacia a dejarla, aunque consciente de que Oldfield estaría
impacientándose. Entonces Roma dijo bruscamente:.
–Si quieres alcanzar la lancha, será mejor que te
vayas.
–¿Y tú?
–No te preocupes. Puedes irte con buena conciencias no haré
ninguna tontería. Ése es el eufemismo al uso, ¿no? ¿No es eso lo
que siempre dicen? No hagas ninguna tontería. He aprendido la
lección. ¡Basta de tonterías, Roma! Por si te interesa, te diré lo
que será de mí. Cogeré el dinero de Clarissa y me compraré un
pisito en Londres. Venderé la librería y me buscaré un empleo de
media jornada. De vez en cuando iré de vacaciones al extranjero con
una amiga. Ninguna de las dos disfrutará demasiado con la compañia
de la otra, pero será mejor que viajar sola. Nos ofreceremos
pequeñas sorpresas, una función de teatro, una exposición de arte,
una cena en uno de esos restaurantes donde no tratan como parias a
las mujeres solas. En otoño me matricularé para tomar clases
nocturnas y fingiré interés por los cultivos en tiestos, por la
arquitectura georgiana en Londres, o las religiones comparadas. Y
cada año me volveré un poco más maniática en torno a mis
comodidades, un poco más censora de los jóvenes, un poco más
quejicosa con mi amiga, un poco más de derechas, un poco más
amarga, un poco más solitaria, un poco más muerta.
A Cordelia le habría gustado agregar: "Pero tendrás lo
suficiente para comer. Tendrás un techo sobre tu cabeza. No morirás
de frío. Tendrás tu fortaleza y tu inteligencia. ¿No es eso más de
lo que tienen tres cuartas partes de la humanidad? No eres una
coleccionista de conchas victoriana que espera a que un hombre dé
sentido y propósito a tu vida. Ni siquiera tiene por qué haber
amor". Pero sabía que las palabras serían tan fútiles y ofensivas
como decirle a un ciego que el sol siempre se
pone.
Se volvió y dejó a Roma con la vista clavada en las aguas. Se
sentía como una desertora. Le pareció descortés apresurarse y
aguardó a llegar a la terraza para echar a correr.
.
La ciudad se veía menos concurrida y bulliciosa que el
viernes por la mañana, pero mantenía su aire ligeramente arcaico de
alegre domesticidad iluminada por el sol. Le resultó extraordinario
pasar absolutamente inadvertida. Casi esperaba que la gente se
volviera a mirarla, oír que murmuraban la palabra "Courcy" a sus
espaldas, crcer que llevaba visible en la frente la marca de Caín.
¡Qué maravilla sentirse libre de Grogan y sus lacayos, al menos
durante unas pocas y benditas horas, ajena al círculo de aprensivos
sospechosos cargados de amor propio! Ahora era una chica corriente
que caminaba por una calle corriente, anónima entre los primeros
compradores de la tarde, los últimos turistas, los oficinistas que
se apresuraban a volver a sus escritorios después de un almuerzo
tardío. Dedicó unos minutos a comprar un lápiz de labios que no
necesitaba, en una farmacia con fachada de estilo Regencia,
tomándose más tiempo del habitual para elegirlo. Era un pequeño
acto de esperanza y confianza, un saludo a la normalidad. La única
mención que vio u oyó sobre la muerte de Clarissa era un par de
carteles que anunciaban los diarios nacionales, con las palabras
"Actriz Asesinada En Courcy Island", escritas y no impresas, debajo
del nombre del periódico. Compró uno en un quiosco y encontró una
breve reseña en la tercera página. La policía había proporcionado
el mínimo de información y la negativa de Ambrose a hablar con los
periodistas evidentemente había frustrado a la prensa en su deseo
de sacar provecho de la historia. Cordelia se preguntó si
finalmente no habría sido lo más sensato. Por el vendedor se enteró
de que ahora sólo tenían un periódico local, el "Speymouth
Chronicle", que salía dos veces por semana, los martes y los
viernes. La oficina estaba en el extremo norte del paseo marítimo.
Cordelia lo localizó sin dificultades. Era un edificio blanco
restaurado, con dos grandes ventanas en una de las cuales habían
pintado las palabras "Speymouth Chronicle" y en la otra expuesto un
despliegue de fotografías de prensa. El jardín delantero había sido
pavimentado para dar aparcamiento a media docena de coches y una
furgoneta de reparto. Entró y en el mostrador de la recepción
encontró a una rubia más o menos de su edad, que al mismo tiempo
atendía la centralita. Ante una mesa cercana, un anciano
seleccionaba fotografías.
Tuvo suerte. Temía que los viejos ejemplares del periódico se
guardaran en otra parte o no estuvieran a disposición del público.
Pero cuando le explicó a la recepcionista que estaba investigando
acerca del teatro de provincias y quería ver las críricas sobre
Clarissa Lisle en "El profundo mar azul", no le hicieron preguntas
ni le pusieron obstáculos. La muchacha le pidió a su compañero que
atendiera la recepción, hizo caso omiso de una luz que se encendió
en la centralita, atravesó con Cordelia una puerta de batiente y la
guió por un empinado tramo de escalera mal iluminado, hasta el
sótano. Una vez allí abrió la puerta cerrada con llave de una
pequeña habitación; el excitante olor mohoso de viejos papeles
impresos se introducía en las narices como un miasma. Cordelia notó
que los archivos estaban clasificados en carpetas de resorte,
dispuestas en orden cronológico sobre los estantes metálicos. En el
centro de la sala había una larga tabla montada sobre caballetes.
La recepcionista encendió dos tubos fluorescentes, de cruda
luz.
–Aquí está todo, hasta 1860 -dijo-. No puede llevarse nada y
no debe escribir sobre los periódicos. No se vaya sin avisarme.
Tengo que volver a echar la llave cuando salga. Hasta
luego.
Cordelia se aplicó a su tarea metódicamente. Speymouth era
una población pequeña y seguramente no contaba con una compañía de
teatro estable. En consecuencia, era casi seguro que Clarissa había
ido con una compañía de repertorio durante la temporada estival,
más probablemente entre mayo y septiembre. Iniciaría la búsqueda
por esos cinco meses. No encontró nada sobre la obra de Rattigan en
mayo, pero notó que la compañía de repertorio con base en el viejo
teatro estrenaba siempre en lunes y la obra estaba en cartel dos
semanas. Las críticas aparecían en una página dedicada a las artes
en la edición de los martes: una inmediata respuesta digna de
elogio, tratándose de un pequeño periódico de provincias.
Posiblemente el crítico transmitía por teléfono su artículo desde
el teatro. La primera mención de "El profundo mar azul" había
aparecido en un anuncio de principios de junio; decia que Clarissa
Lisle sería la estrella invitada durante la quincena que comenzaba
el 18 de julio. Cordelia calculó que la reseña aparecería en la
página de arte -invariablemente la novena- del 19 de julio.
Arrastró hasta la mesa el pesado volumen que contenía los números
de julio a septiembre y buscó el ejemplar de aquella fecha. Más
grueso que la edición normal, estaba compuesto por dieciocho
páginas en lugar de las acostumbradas dieciséis. La razón se hizo
evidente en la primera plana. La reina y el duque de Edimburgo
habían visitado la ciudad el sábado anterior, como parte de su gira
provincial en el año de jubileo, y el ejemplar de aquel martes era
el primero posterior a la visita. Había sido un día señalado para
Speymouth, pues se trataba de la primera visita real desde 1843, y
el "Chronicle" le sacó el máximo partido. En el artículo de la
primera plana informaban que en la página diez aparecían más fotos.
Estas palabras pulsaron una cuerda en la memoria de Cordelia. Ahora
estaba casi segura de que el reverso de la reseña que había visto
no era letra impresa, sino una imagen.
Pero, con el éxlto ya al alcance de la mano, sintió una
repentina pérdida de confianza. Lo único que podía descubrir era la
crítica de un reportero de provincias sobre una reposición que ya
nadie recordaría en Speymouth. Clarissa había afirmado que era
importante para ella, lo suficiente para guardarla en el cajón
secreto de su joyero. Claro que en el caso de Clarissa eso podía
significar cualquier cosa. Tal vez le había gustado el comentario y
había conocido al crítico, disfrutando de una breve pero
satisfactoria aventura amorosa. Podía ser algo tan sentimental y
poco importante como eso. ¿Y qué importancia podía tener con
respecto a su muerte?.
Entonces comprobó que la hoja que buscaba no estaba allí.
Repitió dos veces la misma operación. Por más cuidadosamente que
diera vueltas a las hojas del periódico, faltaban las páginas nueve
y diez. Inclinó hacia atrás la abultada colección de periódicos en
el punto en que estaban sujetos por el pasador. En el margen de la
página once creyó detectar una delgada impresión descendente, como
si el papel tuviera una leve muesca hecha con una navaja o una hoja
de afeitar. Cogió la lupa y la movió lentamente por encima de los
bordes encuadernados. Entonces vio con toda claridad la marca
delatora; en algunos puntos el papel estaba cortado, y mostraba
dónde se había arrancado la hoja. También distinguió diminutas
tiras de papel donde el borde de la página nueve seguía sujeto al
pasador. Alguien se le había anticipado.
La recepcionista estaba atareada con una posible cliente que
indagaba -sin señales visibles de dolor- acerca de qué debía hacer
para insertar una nota necrológica y cuánto le costaría agregar una
bonita poesía. Abrió un cuaderno infantil y señaló las letras
redondeadas, laboriosamente dibujadas. Cordelia siempre curiosa por
la idiosincrasia de su prójimo y olvidada por un instante de sus
propias inquietudes, se acercó y desvió la vista para
leer:.
Las nacaradas paredes brillaban,) San Pedro susurraba),
estaba abierta la puerta dorada,) para que Joe
pasara)).
La pieza de dudosa teología fue recibida por la muchacha con
una indiferencia indicadora de que había leído muchas poesías
semejantes con anterioridad. Pasó los tres minutos siguientes
tratando de explicar cuál sería el costo probable, incluidos los
extras si se ponía recuadro a la nota y se remataba con cruz y
corona, consulta que fue interrumpida por prolongados silencios
meditabundos mientras contemplaban muestras de los modelos en
oferta. Diez minutos más tarde todo quedó satisfactoriamente
resuelto y la recepcionista pudo prestar atención a Cordelia, que
dijo:.
–He encontrado el número que buscaba, pero falta la hoja que
necesito. Alguien la ha cortado.
–No puede ser. No está permitido. Ésos son nuestros
archivos.
–Pues lo han hecho. ¿No hay otra copia?.
–Tendré que decírselo al señor Hasking. No pueden cortar los
archivos. El señor Hasking se pondrá de muy mal humor cuando se
entere.
–No me cabe la menor duda. Pero necesito esa página
urgentemente. Es la página nueve del 19 de julio de 1977. ¿No tiene
otros números atrasados que pueda revisar?.
–Aquí no. Quizás el presidente tenga una colección en
Londres. ¡Cortar los archivos! El señor Hasking da mucho valor a
esos ejemplares antiguos. Son historia, dice.
–¿Recuerda quién fue la última persona que visitó los
archivos?.
–El mes pasado vino una señora rubia, de Londres. Estaba
escribiendo un libro sobre muelles marítimos. Volaron el de
Speymouth en 1939 para que los alemanes no pudieran desembarcar y
después el Ayuntamiento no tuvo dinero suficiente para
reconstruirlo. Por eso es tan tosco. Me dijo que cuando ella era
pequeña había un teatro de variedades en la punta, y que en
temporada actuaban artistas de Londres. Sabia mucho sobre
embarcaderos.
Cordelia pensó que un detective privado mejor equipado o más
eficaz habría ido provisto de fotografías de la víctima y de los
sospechosos para su posible identificación. Le habría resultado
útil saber si la rubia tan experta en muelles se parecía a Clarissa
o a Roma. Tolly, a no ser que se hubiera disfrazado en una artimaña
innecesariamente espectacular, quedaba descartada. Se preguntó si a
Bernie se le habría ocurrido fotografiar en secreto a los
huéspedes, preparándose para aquella eventualidad. Ella no había
pensado que tan complicado procedimiento fuese útil o posible. De
todos modos, tenía la Polaroid en la isla. Quizá valiera la pena
probar. Podía ir a buscarla y volver al día
siguiente.
–¿Y la dama de los muelles es la única que ha solicitado los
archivos últimamente? – preguntó.
–Desde que yo estoy aquí, al menos. Claro que sólo llevo un
par de meses. Sally podría haberle hablado de cualquier visitante
anterior, pero dejó el trabajo, para casarse. Además, yo no estoy
siempre en la recepción. Quiero decir que podría haber venido
alguien estando yo en la oficina y Albert en mi
escritorio.
–¿Él está aquí?.
La muchacha la miró como si semejante ignorancia la dejara
atónita:.
–¿Albert? No, por supuesto. Los lunes nunca viene. – De
pronto observó a Cordelia con expresión suspicaz-. ¿Por qué quiere
saber quién más ha estado aquí? Creí que sólo estaba buscando esa
crítica.
–Y así es, pero sentí curiosidad por saber quién cortó esa
página. Como usted ha dicho, esos archivos son muy importantes y no
me gustaría que nadie penssara que he sido yo. ¿Está segura de que
no hay en toda la ciudad otro ejemplar?.
Sin levantar la vista, el anciano que seguía acomodando
nuevas fotos en el escaparate estudiadamente y con ojo clínico para
la búsqueda del efecto artístico, además de una parsimonia
sugerente de que el trabajo podía ocuparle el resto del día,
dijo:.
–¿Ha dicho el 19 de julio de 1977? Eso significa tres días
después de la visita de la reina. Puede probar con Lucy Costello.
Guarda recortes de prensa sobre la familia real desde hace
cincuenta años y no creo que se perdiera la visita real a
Speymouth.
–¡Pero Lucy Costello ha muerto, señor Lambert! Publicamos un
artículo acerca de ella y sus recortes de prensa el día después de
su entierro.
El señor Lambert volvió la cara y elevó los brazos al cielo
en una parodia de paciente resignación:.
–¡Sé muy bien que Lucy Costello ha muerto! ¡Todos lo Sabemos!
En ningún momento he dicho que no estuviera muerta. Pero tiene una
hermana, ¿no? Que yo sepa, la señorita Emmeline sigue viva, y
supongo que conserva los libros de recortes. No creo que los haya
arrojado a la basura. Pueden haber enterrado a Lucy, pero a mi
entender no se llevaron sus recortes a la tumba. Le dije a esta
señorita que probara con ella, no que le hablara.
Cordelia preguntó cómo podía localizar a la señorita
Emmeline. El señor Lambert estaba otra vez concentrado en sus
fotografías y habló malhumorado, como si lamentara haber sido tan
lenguaraz:.
–Windsor Cottage, Benison Row. Calle Mayor arriba, segunda a
la izquierda. No tiene pérdida.
–¿Es lejos? Quiero decir si debo coger un
autobús.
–Tendría suerte si lo lograra, pero mientras lo espera podría
morirse. Diez minutos andando, como máximo. No es ninguna distancia
para una jovencita.
El señor Lambert seleccionó la foto de un corpulento
caballero con la cadena distintiva de alcalde, cuya oblicua mirada
de procaz bonhomía sugería que el banquete oficial había superado
sus expectativas, y la situó cuidadosamente al lado de la imagen de
una bañista bien dotada y decididamente ligera de ropas, de modo
tal que los ojos del caballero parecían contemplar la hendidura de
su escote. He aquí a un hombre que disfruta con su trabajo, pensó
Cordelia. Agradeció a arnbos su ayuda y partió a la búsqueda de la
señorita Emmeline Costello.
.
Windsor Cottage era la cuarta casa a mano izquierda. Su
jardín era más sencillo que los demás, un pulcro cuadrado de
inmaculado césped con arriates de rosas. Todas las escamas de la
aldaba, de bronce y en forma de pez; destellaban. Cordelia llamó al
timbre y esperó. No oyó pisadas presurosas. Volvió a llamar, esta
vez con más insistencia. Sólo le respondió el silencio. Comprendió,
con cierto desencanto, que la propietaria había salido. Quizás
había sido estúpidamente optimista por su parte esperar que la
señorita Costello la estuviese aguardando en su casa sólo porque
ella, Cordelia Gray, necesitaba verla. Pero la desilusión embargó
su ánimo y le comunicó una inquieta impaciencia. Ahora estaba
convencida de que el recorte faltante era vital y de que sólo en
aquella casita se le ofrecía la posibilidad de encontrarlo. La
perspectiva de tener que volver a la isla sin explorar esta pista y
con la curiosidad insatisfecha la dejó aturdida. Comenzó a pasearse
de un lado a otro preguntándose cuánto valía la pena esperar, si la
señorita Costello regresaría -tal vez de la compra-o si había
cerrado la casa y marchado de vacaciones. Entonces descubrió que
las dos ventanas de la planta alta estaban abiertas y se reanimó.
De la casa de al lado salió una mujer de edad madura y miró hacia
la calle, como si esperara a alguien, y estaba a punto de cerrar la
puerta cuando Cordelia corrió hacia ella y le
dijo:.
–Disculpe, he venido a ver a la señorita Costello. ¿Sabe si
volverá esta tarde?.
–Supongo que está en la lavandería -respondió la vecina
amablemente-. Siempre hace su colada los lunes por la tarde. No
puede tardar mucho, a menos que haya decidido tomar el té en el
centro.
Cordelia le dio las gracias y la mujer cerró la puerta. La
callejuela volvió a sumirse en el silencio. Cordelia apoyó la
espalda en la verja y se dispuso a esperar haciendo acopio de
paciencia.
La espera no se prolongó. Menos de diez minutos más tarde,
vio torcer la esquina y entrar en Benison Row a una personilla
extraordinaria; instantáneamente supo que tenía que ser Emmeline
Costello: una viejecita que arrastraba un carro de la compra
forrado en lona del que asomaba un voluminoso bulto cubierto de
plástico. Andaba a paso lento pero erguida; su delgada figura se
perdía en un gabán del ejército, color caqui, tan largo que el
dobladillo casi barría la acera. Su carita estaba tan surcada de
arrugas como un pergamino y parecia más pequeña aún a causa de un
pañuelo a rayas rojas y blancas que le rodeaba la cabeza, anudado
bajo la barbilla. Encima lucia un gorro de punto color púrpura,
rematado con un pompón. Si necesitaba tamaña abundancia de abrigo
en un cálido día de septiembre, Cordelia se preguntó cómo se vestía
en invierno. Cuando la señorita Costello llegó a la cancela,
Cordelia se adelantó para abrírsela y se presentó.
–El señor Lambert del "Speymouth Chronicle" me sugirió que
quizás usted podría ayudarme -dijo-. Estoy buscando un recorte de
un viejo número del periódico, concretamente del 19 de julio de
1977. ¿Le resultaría demasiada molestia que revisara la colección
de su hermana? No me permitiría importunarla si no fuese realmente
importante. He buscado en los archivos del periódico, pero la
página que necesito no está allí.
La señorita Costello podía presentar al mundo un aspecto de
excentricidad casi intimidante, pero los ojos que miraron los de
Cordelia eran penetrantes, brillantes como abalorios y
acostumbrados a hacer apreciaciones; cuando habló lo hizo con voz
clara, educada y autoritaria, una voz que definió inmediata e
inconfundiblemente el lugar preciso que ocupaba en la complicada
jerarquía del sistema de clases británico.
–Cuando tenga ochenta y cinco años, hija mía, no se le ocurra
rivir en lo alto de una cuesta. Pase, que tomaremos el
té.
Con esa misma voz la había recibido la reverenda madre cuando
llegó por primera vez, cansada y asustada, al Convento del Niño
Dios.
Siguió a la señorita Costello al interior de la casa. Era
evidente que nada se haría de prisa y, en su condición de
solicitante, no podía decir que disponía de poco tiempo. Su
anfitriona la dejó en el salón mientras iba a quitarse varias caas
de ropa y a preparar el té. La estancia era encantadora. El
mobiliario antiguo, probablemente trasladado desde una casa
familiar más grande, había sido seleccionado de modo que se
adaptara al espacio disponible. Las paredes estaban prácticamente
cubiertas de pequeños retratos de familia, acuarelas y miniaturas
que producían un efecto de ordenada vida casera y no de
amontonamiento. Un aparador de caoba empotrado en la pared, con
adornos de palisandro, contenía pocas y escogidas porcelanas, y el
reloj situado en la repisa de la chimenea escandía el tiempo con su
tictac. Cuando la señorita Costello reapareció empujando una mesita
de ruedas, Cordelia notó que el servicio de té era de verde
porcelana Worcester decorada, y la tetera, de plata. Una ocasión,
pensó, en la que la señorita Maudsley se habría sentido como en su
casa.
El té era Earl Grey. Mientras lo bebía en la elegante taza
poco profunda, Cordelia experimentó el repentino e irresistible
impulso de abrir su corazón a la anciana. Por supuesto, no podía
decirle a la señorita Costello quién era ni qué buscaba en
realidad, pero la paz del lugar parecía rodearla de una tibia
seguridad, un reconfortante suspiro respecto del horror de la
muerte de Clarissa, de sus propios temores, incluso de la soledad.
Quería contarle a la señorita Costello que venía de la isla, otr
una voz humana comprensiva manifestando lo horrible que habia sido
todo aquello, una consoladora voz anciana que la tranquilizara con
los recordados tonos de la reverenda madre.
–Se ha cometido un crimen en Courcy Island -dijo-. La actriz
Clarissa Lisle ha sido asesinada, aunque supongo que ya estará
usted al corriente. Además, se ha ahogado el criado del señor
Gorringe.
–Me enteré de lo ocurrido a la señorita Lisle. Esa isla tiene
una historia violenta. No creo que sean ésas las últimas muertes
-sentenció la encantadora viejecita-. Pero no he leído el informe
del periódico y, como puede ver, no tenemos televisor. Como solía
decir mi hermana. en nuestros días hay mucha fealdad y mucho odio,
pero al menos no tenemos por qué traerlo a nuestro saloncito. Y a
los ochenta y cinco años, querida mía, una tiene derecho a rechazar
lo que considera desagradable.
No, no hallaría consuelo en aquella paz seductora pero falsa.
Cordelia se avergonzó por la momentánea debilidad con que la había
buscado. Al igual que Ambrose, la señorita Costello había
construido primorosamente su ciudadela privada, menos hermosa,
menos romota, menos dispendiosamente grata, pero muy semejante en
su suficiencia, en su inviolabilidad.
Ni el entusiasmo ni la impaciencia habían quitado el apetito
a Cordelia. Había aceptado agradecida algo más que las dos delgadas
rodajas de pan con mantequilla, sobre todo porque la exigüidad de
la comida no guardó ninguna relación con su duración. Le sorprendió
que a la señorita Costello le llevase tanto tiempo beber dos tazas
de té y picotear su ración de alimentos. Pero por fin
terminaron.
–Los recortes de prensa de mi difunta hermana están en su
habitación, arriba -dijo la señorita Costello-. Era una monárquica
devota -en ese punto Cordelia creyó detectar un matiz de indulgente
desprecio- y durante los últimos cincuenta años no puede decirse
que se haya producido en la realeza un acontecimiento que escapara
a su atención. Aunque su principal interés recaía, naturalmente, en
la casa de Sajonia-Coburgo-Gotha. La dejaré buscar por su cuenta,
pues no es probable que yo pueda serle útil. De todos modos, no
vacile en llamarme si cree que puedo prestarle alguna
ayuda.
Era interesante, aunque no del todo asombroso, pensó
Cordelia, que la señorita Costello no se hubiese tomado la molestia
de preguntarle qué buscaba. Tal vez consideraba que esa pregunta
era indicativa de una vulgar curiosidad o, más probablemente, temía
que provocara otra intrusión de lo desagradable en su ordenada
vida.
Acompañó a Cordelia al dormitorio principal, donde la
obsesión de Lucy resultaba inmediatamente manifiesta. Las paredes
estaban casi totalmente cubiertas de fotografías de la realeza,
algunas de ellas medio borradas por firmas emborronadas. Encima de
un largo estante colocado sobre la cabecera de la cama había,
densamente alineada, una colección de jarras conmemorativas de la
coronación, en tanto una vitrina con puerta de cristal lucía otros
objetos que recordaban acontecimientos memorables, como teteras con
coronas, tazas y platos igualmente adornados, además de piezas de
cristal grabado. Toda la pared que daba frente a la ventana
mostraba estantes empotrados que contenían una serie de álbumes de
recortes: la famosa colección.
Cada álbum llevaba marcado en el lomo las fechas que abarcaba
y Cordelia encontró sin la menor dificultad el correspondiente a
julio de 1977. Los fotógrafos de la prensa local habían hecho
justicia a la gran jornada de Speymouth. No había un solo aspecto
de la visita real que no hubiese quedado registrado. Vio fotos de
la regia llegada, del alcalde con su cadena, de la alcaldesa
haciendo una reverencia, de los niños con sus banderas del Reino
Unido en miniatura, de la reina sonriendo desde el carruaje real,
con la mano levantada en el ademán característico de los de su
alcurnia, y el duque a su lado. Pero ningún recorte encajaba
exactamente en el recuerdo que tenía Cordelia de la forma y el
tamaño de la pieza faltante. Se sentó sobre los talones, con el
álbum abierto ante sí, y por un momento se sintió casi mareada por
la decepción. Los gránulos de los rostros sonrientes y satisfechos
se burlaban de su fracaso. La posibilidad de éxito había sido
escasa, pero le mortificó comprender cuántas esperanzas había
depositado en la búsqueda. Entonces se dio cuenta de que no toda
esperanza estaba perdida. En el estante inferior había una pila de
gruesos sobres de papel manila, cada uno de ellos con el año
escrito con la caligrafía vertical de la señorita Lucy. Abrió el de
arriba y vio que también contenía recortes de prensa, probablemente
duplicados que le habían enviado amigos ansiosos de contribuir a su
colección, o recortes que había rechazado como indignos de ser
incluidos pero que no había querido tirar. El sobre de 1977 era más
abultado que los demás, como correspondía a un año de jubileo.
Vació la miscelánea de recortes, en su mayoría descoloridos por el
paso del tiempo, y los esparció ante sí.
Lo encontró casi inmediatamente: la recordada forma
rectangular, el titular "Clarissa Lisle triunfa en la reposición de
Rattigan", la tercera columna cortada por la mitad. Miró el dorso.
Ignoraba qué esperaba ver, pero su primera reacción fue de
desilusión. Todo el reverso estaba ocupado por una foto de prensa
perfectamente ordinaria. Había sido tomada en el paseo y mostraba
la acera de enfrente atestada de rostros sonrientes, de una fila de
niños en cuclillas sobre el bordillo con sus banderitas preparadas,
mientras que sus mayores más aventurados se habían encaramado a
antepechos de ventanas o permanecían agarrados a postes del
alumbrado. En el fondo de la multitud. dos rollizas mujeres con
reproducciones del estandarte patrio alrededor del sombrero,
permanecían en los peldaños de una casa sosteniendo una pancarta en
la que se leían las palabras "Bienvenidos a Speymouth". Sus
majestades no habían llegado todavía, pero la imagen transmitía una
sensación de feliz expectativa. El primer pensamiento impertinente
de Cordelia fue preguntarse por qué la señorita Costello la había
rechazado. Claro que había tenido gran número de fotos entre las
cuales escoger, y en muchas de ellas aparecía la reina. ¿Pero qué
interés podía tener para Clarissa Lisle aquella foto nada especial,
aquel testimonio de patriotismo local? La observó más atentamente.
Entonces le dio un vuelco el corazón. A la derecha de la fotografía
aparecía la figura ligeramente difusa de un hombre. Un hombre que
en aquel momento bajaba a la calzada obviamente interesado en sus
propios asuntos, ajeno a la exaltación que le rodeaba, con el
rostro preocupado y la mirada fija más allá de la cámara. No había
ninguna duda: era Ambrose Gorringe.
Ambrose en Speymouth en julio de 1977. Aquél había sido el
año de su exilio fiscal. Tendría que haber permanecido en el
extranjero durante todo el año financiero, pues Cordelia recordaba
haber leído que el mero hecho de pisar suelo británico invalidaba
la condición de no residente. Pero supongamos que entró
subrepticiamente en el pais, como demostraba aquella fotografía.
¿Ese hecho no le habría obligado a pagar todos los impuestos que
había evitado, todo el dinero que debió gastar en restaurar el
castillo, adquirir sus cuadros y porcelanas, embellecer su isla
privada? Tendría que consultar a un experto, averiguar cuál era la
situación legal. Seguramente había oficinas notariales en
Speymouth. Podía dirigirse a un abogado, plantear una cuestión
general sobre leyes impositivas, no tenía por qué mencionar nada
específico. Pero tenía que averiguarlo y no le quedaba mucho
tiempo. Miró la hora: las cinco menos diez. La lancha iria a
buscarla a las seis en punto. Era esencial obtener algún tipo de
confirmación antes de retornar a la isla.
Mientras reunió los recortes, volvió a guardarlos en el sobre
y bajó para hablar con la señorita Costello, su mente hervia con la
novedad. Si Clarissa habia comprendido la significación de aquella
foto, ¿por qué no la habia comprendido nadie más? Sin embargo, ¿a
quién podia importarle? Ambrose no vivía en la isla en 1977.
Probablemente la había visitado rara vez y no era factible que
conocieran su rostro en la localidad. Quienes le conocían vivían en
Londres y, con toda seguridad, jamás habían leído el "Speymouth
Chronicle". Había firmado su éxito literario con seudónimo. Aunque
alguien que viviera allí reconociera la fotografia, probablemente
no se daría cuenta de que aquél era A. K. Ambrose, el autor de
"Autopsia", que oficialmente estaba pasando un año de exilio
tributario. No es ése el tipo de cosas que a uno le interesa dar a
la publicidad. No, había sido pura mala suerte para él que aquella
semana estuviese Clarissa actuando en Speymouth y hubiese leído la
crítica en el periódico local. Y Clarissa se había cobrado el
precio de su silencio, sin duda sutilmente, sin que apareciera nada
grosero ni estridente en la extorsión. Clarissa habría planteado
sus propios términos con encanto, incluso con un matiz de divertido
pesar. Pero el precio había sido exigido y había sido pagado. Ahora
lo veía claramente: por qué Ambrose había tolerado que los cómicos
desbarataran su vida, por qué Clarissa había usado el castillo como
ama y señora.
Cordelia se recordó que nada de eso demostraba que Ambrose
fuera un criminal, pero sí que tenía motivos para matar. Ella tenía
la prueba en la mano.
Más adelante se extrañó de que en ningún momento se le
ocurriera la idea de llevar de inmediato el recorte a la policía.
Primero tenía que obtener la confirmación del delito fiscal y luego
se enfrentaría a Ambrose. Era como si aquella investigación no
tuviese nada que ver con la policía. Era una cuestión entre ella y
sir George, que la había empleado, o quizás entre ella y la mujer a
la que no había sabido proteger. La arrogante voz masculina del
inspector Grogan sonó en sus oídos: "Es posible que usted sea más
lista de lo que le conviene, señorita Gray. No está aquí para
resolver este caso. Eso es tarea mia".
Encontró a la señorita Costello en la pequeña cocina trasera,
plegando ropa de cama lista para planchar. Le pareció normal que
Cordelia se llevara el recorte y lo dijo sin molestarse en mirarlo
ni apartar la atención de sus fundas de almohada. Cordelia le
preguntó si podía recomendarle una notaría en Speymouth. Esta
petición sí provocó una mirada en aquellos ojos astutos, pero la
señorita Costello tampoco le hizo ninguna pregunta. Mientras la
acompañaba a la puerta, se limitó a decir:.
–Mis asesores legales están en Londres, pero he oído decir
que Blake, Franton y Fairbrother son serios. Los encontrará en el
paseo, a unos cincuenta metros al este de la estatua de Victoria.
Le aconsejo que se dé prisa. Después de las cinco en Speymouth se
despliega muy poca actividad útil, profesional o de cualquier
tipo.
.
–Está cerrado, ¿no? – le preguntó el
muchacho.
–Sí. Necesitaba con urgencia un notario.
–Sí, eso es lo malo de los notarios. Si uno los necesita,
suele ser con urgencia. Podría probar con Beswick, que tiene la
oficina en Gentleman's Walk. Unos treinta metros calle abajo,
tuerza a la izquierda. Está más o menos en mitad de la manzana, a
mano derecha.
Cordelia le dio las gracias y salió corriendo. Encontró
fácilmente Gentleman's Walk, una estrecha callejuela empedrada, de
elegantes casas de principios del siglo dieciocho. Una placa de
latón, lustrada hasta el punto de ser casi indescifrable,
identificaba a James Beswick, notario. Cordelia se sintió aliviada
al ver encendida una luz detrás del cristal translúcido y notar que
la puerta se abrió al empujarla.
Sentada ante el escritorio vio a una mujer gorda y más bien
desaliñada, con inmensas gafas de montura escarlata, que llevaba un
ceñido traje de cretona con brillante estampado de rosas y hojas de
parra entrelazadas, lo que le daba el aspecto de un sofá recién
tapizado.
–Lo siento, está cerrado -dijo-. Venga o telefonee mañana a
partir de las diez.
–Pero la puerta estaba abierta…
–Literal pero no figurativamente. Tendría que haberle echado
llave hace cinco minutos.
–Pero ya estoy aqui… y es tan urgente. No me llevará más de
unos minutos, se lo aseguro.
Desde la habitación de arriba, una voz
gritó:.
–¿Quién es, señorita Magnus?.
–Una cliente. Una chica. Dice que es muy
urgente.
–¿Es atractiva?.
La señorita Magnus se bajó las gafas hasta la punta de la
nariz y observó a Cordelia por encima de la montura. Luego gritó en
dirección a la planta superior:.
–¿Eso qué tiene que ver? Se la ve limpia, sobria y dice que
es urgente. Y está aquí.
–Hágala subir.
Cordelia oyó pisadas que retrocedían y, repentinamente
asaltada por la duda, preguntó:.
–Es abogado, ¿no? ¿Es un buen abogado?.
–Oh, sí, en ese sentido funciona muy bien. Nadie ha dicho
jamás que no fuese un buen abogado. – El énfasis sobre la última
palabra le sonó a mal presagio. La señorita Magnus hizo un gesto en
direcclón a la escalera-. Ya lo ha oído. Primer piso, a la
izquierda. Está alimentando a sus peces
tropicales.
El hombre que se volvió hacia ella desde la ventana era
larguirucho, de cara enjuta, arrugada y jocosa, con gafas de media
luna apoyadas casi en la punta de su larga nariz. Retiraba alimento
de un paquete y lo esparcía en un inmenso acuario, no directamente
sino desmenuzando, entre el pulgar y el índice, minúsculas
porciones que dejaba caer en un elaborado diseño sobre la
superficie del agua. Se produjo un torbellino de rojos y azules
cuando los pececillos se reunieron en un remolino para arrebatar la
comida. El abogado señaló a uno que veteó la superficie en una
llamada de brillante bronce.
–Mírelo. ¿No es una belleza? Se trata del tetra del alba, un
ejemplar de la Guayana Británica. Sin embargo, quizá le guste más
el tetra incandescente que está allí, acechando debajo de las
conchas.
–Es muy hermoso, pero no me gustan mucho los peces tropicales
en cautiverio -comentó Cordelia.
–¿Se opone usted a los peces, a las peceras, o a la
conjunción de ambos? Le aseguro que son absolutamente felices, o al
menos eso cabe suponer. Su pequeño mundo ha sido artística y
científicamente concebido para su comodidad, y reciben alimento en
forma regular. No tienen que sembrar ni cosechar. ¡Vea esa
hermosura! Observe ese destello de oro y verde.
–Necesito cierta información con urgencia. No se trata de una
cuestión personal, sino de una pregunta de carácter general.
¿Proporciona usted ese tipo de asesoramiento?.
–No es lo habitual y no estoy seguro de que sea prudente. Los
abogados son como los médicos. No se puede generalizar ni postular
hipótesis, pues cada caso es singular. Es necesario conocer todas
las circunstancias si uno quiere ser de auténtico servicio. Una
interesante analogía, ahora que lo pienso. Le diré más aún. Si su
médico le aconseja que se traslade de inmediato al extranjero,
usted puede conformarse con instalarse en la soleada Torquay. Si su
abogado le sugiere que viaje al extranjero, lo más sensato será que
se dirija inmediatamente al aeropuerto de Heathrow. Espero que no
se encuentre en tan comprometida situación.
–No, no he venido a consultarle sobre un viaje al exterior.
Quiero averiguar algo sobre la forma de evitar
impuestos.
–¿Se refiere a evitar impuestos, lo cual es legal, o evadir
impuestos, que no lo es?.
–A lo primero. Supongamos que me hiciera de una enorme suma
de dinero, toda en el mismo año fiscal. ¿Podría evitar el pago de
impuestos si me quedase doce meses fuera del
país?.
–Eso depende de lo que quiera decir con "me hiciera de una
enorme suma de dinero". ¿Se refiere a una herencia, un regalo, una
quiniela de fútbol, la venta de una propiedad o de acciones, o qué?
Supongo que no estará pensando en el asalto un
banco.
–Me refiero a dinero percibido por actividades profesionales.
Dinero que recibiese por escribir una obra de teatro o una novela
de éxito, o por pintar un cuadro, o por actuar en una
película.
–Si fuera usted sensata arreglaría sus contratos de manera
que no recibiese todo el dinero durante un solo año fiscal. Pero
esto compete más a su contable que a mí.
–¿Y si yo no esperaba tener tanto éxito?.
–Entonces podría evitar el pago de impuestos haciéndose no
residente la totalidad del siguiente año financiero. El dinero
ganado así, se grava retrospectivamente, como sin duda ya
sabe.
–¿Podría volver al país a pasar unas vacaciones o un fin de
semana?.
–No. Ni siquiera un día.
–¿Y si necesitaba hacerlo? Podría sentir nostalgia, por
ejemplo.
–Le aconsejo que no lo haga. Los exiliados fiscales no pueden
permitirse el lujo de sentir nostalgia.
–¿Y si volviera?.
El abogado Beswick suspiró.
–Si de verdad quiere una respuesta autorizada, tendré que
hacer algunas averiguaciones, para saber si existe algún
antecedente. Como ya le he dicho, esta cuestión corresponde a un
contable fiscal, y no a mí. A mi juicio, si regresara se vería
automáticamente sujeta a gravámenes sobre los ingresos percibidos
durante todo el año anterior.
–¿Y si ocultara al fisco el hecho de mi
regreso?.
–En tal caso podría ser procesada por intento de fraude.
Probablemente Hacienda no se molestaría si la suma fuera poco
importante, pero se ocuparían de cobrar los impuestos
debidos…Quiero decir que lo de ellos es recuperar todo lo que se
les debe.
–¿Cuánto significaría eso?.
–El impuesto máximo actual sobre los ingresos profesionales
es del sesenta por ciento.
–¿Y en 1977?.
–En aquellos tiempos era bastante más. Ochenta por ciento o
más, sobre un ingreso superior a veinticuatro mil de renta
imponible. O algo parecido.
–¿O sea que podrían arruinarme?.
–Dejarla en bancarrota. Podrían hacerlo si usted estuviera
tan mal aconsejada como para gastar por adelantado todos sus
ingresos del año anterior confiando en que no serían imponibles. La
muerte y los impuestos nos alcanzan a todos.
–Muchas gracias. Ha sido muy amable. ¿Puedo pagarle ahora? Me
temo que si son más de dos libras tendré que darle un
cheque.
–Bueno, no me ha entretenido mucho tiempo. Y creo que la
señorita Magnus ha cerrado la pequeña caja y la ha guardado. ¿Qué
le parece si dejamos que esta consulta corra de mi
cuenta?.
–No me parece correcto. Tengo que pagarle su
tiempo.
–Entonces ponga una libra en la alcancía canina y quedaremos
en paz. Cuando haya escrito su bestseller, puede volver; en ese
momento le daré un consejo acertado y se lo cobraré muy caro. ra La
alcancía canina estaba sobre el escritorio y era el brillante
modelo de un lánguido perro de aguas que sostenía entre sus patas
un bote para colectas en el que se leía el nombre de una famosa
sociedad protectora de animales. Cordelia dobló un par de billetes
de una libra, prometiéndose interiormente que sólo cargaría una en
la cuenta de sir George.
Entonces recordó. Probablemente no habría ninguna factura
para sir George. Quizá volviera a la agencia más pobre de lo que
había salido. Sir George la había tranquilizado en cuanto al pago,
pero ella sería incapaz de cobrarle tan trágico fracaso, lo que
sería lo mismo que cobrar el precio de la sangre. ¿Y cómo demonios
redactaría la factura? Era extraño el grado de pequeñas
complicaciones que generaba la enorme complicación del crimen.
Incluso en medio de la muerte estamos vivos y no desaparecen las
pequeñas inquietudes de la vida, pensó.
Llegó al puerto con dos minutos de adelanto. Le sorprendió y
se sintió algo desconcertada al descubrir que la lancha no la
estaba esperando, pero se dijo a sí misma que a Oldfield debía
haberle retenido en la isla alguna tarea; después de todo, había
llegado antes de la hora prevista. Se sentó a esperar en el noray,
contenta de la posibilidad de descansar, aunque su mente,
estimulada por la excitación de la jornada, pronto la impulsó a la
acción. Se levantó y empezó a pasearse inquieta por el muro del
muelle. A sus pies, una lenta marea mojaba las piedras cubiertas de
verdin y un festón de algas extendía sus nudosas y anegadas manos
bajo la ensombrecedora superficie. La luz diurna se apagaba y el
calor agonizaba con la luz. Una a una las casitas de la colina
iluminaron sus rectángulos detrás de las cortinas echadas y las
serpenteantes callejuelas se vistieron de fiesta con destellantes
collares de luz. Los compradores rezagados y los turistas habían
vuelto a sus casas y Cordelia sólo oyó el eco de esporádicas
pisadas solitarias en el muro. La pequeña población, como si
lamentara sus horas de impropia frivolidad, se recogia en una
fresca calma otoñal. Los aromas estivales quedaron olvidados y
desde el puerto se elevó un fétido olor acuoso.
Consultó su reloj. Vio que eran las seis y media, hora que
fue inrriediatamente confirmada por el tañido del reloj de una
iglesia distante. Se acercó a la embocadura del puerto y fijó la
vista en dirección a la isla. No distinguió indicios de la lancha,
y el mar estaba desierto a excepción de dos o tres barcas que
regresaban tarde, deslizándose, con las velas plegadas, hacia sus
amarraderos.
Siguió a la espera, paseándose. Las siete en punto. Las siete
y cuarto. El cielo nocturno llameaba en capas malva y púrpura; la
luna, pálida como un papel, derramaba un tembloroso espejeo de luz
sobre las aguas. En la distancia, Courcy Island permanecía
agazapada corno un animal ante tintes más claros del firmamento. La
noche la había alejado: ahora le resultaba dificil creer que sólo
dos millas de agua separaban aquella negra y siniestra orilla de
las luces, de la recogida domesticidad de la ciudad. Cordelia se
estremeció. La historia de Ambrose volvió a ocupar su mente con la
primitiva fuerza atávica de una pesadilla infantil. Comprendió por
qué razón tantos pescadores lugareños habían considerado maldita la
isla a través del tiempo. Imaginó casi con nitidez al desesperado
marinero que desafió la llegada de la peste y la furia del mar, con
los ojos desorbitados y exultante, camino de su horrible
venganza.
Eran más de las siete y media. Ya fuese por un motivo
accidental o intencionado, Oldfield no iría a buscarla. Pero al
menos ahora podía dejar el muelle para telefonear a la isla sin
temor a que llegara y no la encontrase. Recordó haber visto dos
cabinas telefónicas cerca de la estatua de Victoria. Ambas estaban
desocupadas, y cuando se encerró en una de ellas, se alegró al no
encontrarla destrozada. Se irritó consigo misma por no haber tomado
nota del número del castillo y por un instante temió que la
obsesión de Ambrose por el aislamiento le hubiese llevado a no
figurar en el listín. Sin embargo, lo encontró, aunque por Courcy
Island y no por su nombre. Marcó el número y oyó el tono de
llamada. Luego levantaron el receptor pero nadie respondió. Creyó
detectar el sonido de una respiración pero se convenció de que
debía de ser su imaginación.
–Soy Cordelia Gray -repitió-. Telefoneo desde Speymouth.
Esperaba la lancha a las seis en punto.
Tampoco esta vez obtuvo respuesta. Volvió a hablar en voz más
alta, pero sólo le respondió el silencio y tuvo la impresión,
misteriosa aunque inconfundible, de que habIa alguien al otro lado
de la línea, alguien que había levantado el receptor con la
intención de no hablar. Colgó y volvió a marcar. Esta vez oyó la
señal de comunicando: evidentemente, habian dejado descolgado el
receptor.
Volvió al puerto, aunque ahora con pocas esperanzas de que
apareciera la lancha. Entonces notó que había luces y señales de
actividad en una de las barcas amarradas. Desde el borde del muelle
vio una barca de madera de aspecto lamentable aunque sólida, con
una cabina burdamente construida en medio, velas parduscas y un
motor fuera de borda. Las lámparas de babor y de estribor estaban
encendidas y se veía una red barredera amontonada en la popa. Tuvo
la impresión de que un marinero se preparaba para salir de pesca
nocturna. Y debía de tener una cocinilla, pensó. El aroma salado
del tocino frito -que le hizo agua la boca- se elevó desde la
cabina tapando el penetrante olor a brea y pescado. Un joven
fornido y barbudo salió con dificultad de la cabina y levantó la
vista, primero al cielo y luego hacia ella. Llevaba un jersey
remendado y botas de goma; mordía un abultado sandwich. Con su
alegre cara rubicunda y su mata de pelo negro, parecía un amistoso
bucanero. En un impulso, Cordelia le gritó:.
–Si piensa zarpar, ¿podria dejarme en Courcy Island? Me alojo
allí y la lancha no ha venido a buscarme. Es sumamente importante
que vuelva esta noche.
El muchacho avanzó por la cubierta, mascando todavía el trozo
de pan grasiento, y la miró con oios suspicaces aunque no
hostiles.
–He oído decir que asesinaron a alguien allí. Una mujer,
¿verdad? – le preguntó.
–Sí, la actriz Clarissa Lisle. Me encontraba en la isla
cuando ocurrió. Todavía me alojo allí; tendrían que haber enviado
la lancha a buscarme a las seis. Debo volver esta
noche.
–Una mujer asesinada. Ninguna novedad, tratándose de Courcy
Island. Voy a pescar a la altura del cabo del sudeste. Si está
segura de que quiere ir, la llevaré. – Ni su voz ni su expresión
ponían de relieve una curiosidad concreta.
–Estoy completamente segura -se apresuró a responder
Cordelia-. Le pagaré la gasolina, por supuesto. Me parece
justo.
–No es necesario. El viento es gratis y habrá suficiente en
la bahía. Si quiere puede ayudarme a tripular.
–No sé si sabré hacerlo, pero tiraré del cabo que corresponda
cuando me lo indique.
El pescador trasladó el sandwich a la mano izquierda, se
limpió la derecha en el jersey y la extendió para ayudarla a
embarcar.
–¿Cuánto cree que tardaremos? – quiso saber
Cordelia.
–Tenemos la marea en contra. Unos buenos cuarenta minutos.
Tal vez más.
Desapareció en la cabina y Cordelia esperó sentada a proa,
armándose de paciencia. Un minuto después el muchacho reapareció y
le dio un sandwich: dos lonchas de bacon grasiento y muy oloroso,
encajadas entre dos gruesas rodajas de pan de dura corteza. Hasta
que le hincó el diente, desencajándose casi la mandíbula en la
operación, Cordelia no comprendió lo hambrienta que estaba. Se lo
agradeció. Con muestras de infantil satisfacción por el evidente
éxito de su abastecimiento culinario, el pescador
anunció:.
–Cuando estemos en marcha, serviré cacao.
Subió a gatas por el lado exterior de la cabina, hacia la
popa. Un instante después el motor vibró y la pequeña embarcación
comenzó a alejarse del muelle.
.
Permaneció en el embarcadero hasta que el bote se alejó. Por
un segundo, se sintió tentada de gritarle al joven marinero que se
quedara, al menos al alcance de su voz. Pero se dijo a sí misma que
se estaba comportando ridícula y caprichosamente. No estaría a
solas con Ambrose. Aunque Ivo se encontrase demasiado enfermo para
serle útil, estarían allí Roma, Simon y sir George. Y aunque no
estuvieran, ¿por qué debía tener miedo? Iba a enfrentarse a alguien
que tenía motivos para matar, pero los motivos no convierten a
nadie en un asesino. Y en lo más recóndito de su corazón coincidía
con Roma: Ambrose carecía del coraje, de la implacabilidad, de la
capacidad de odio que llevan a un hombre a cometer un
crimen.
La luz cubría la terraza con una película de plata. La
atravesó como si caminara por el aire, como si también ella
flotara, avanzando en silencio hacia las puertas vidrieras abiertas
del salón. Entonces apareció Ambrose, una oscura silueta bosquejada
ante la luz, y se detuvo a observar su llegada. Iba de smoking y
tenía una copa con vino en la mano izquierda. La imagen poseía la
calidad y la distinción de un cuadro. Cordelia se descubrió
admirando la técnica del artista, la cuidada postura del cuerpo, el
manchón rojo en el cristal, artística y diestramente pintado para
acentuar las oscuras líneas verticales de la figura, el derroche de
blanco en la pechera de la camisa, los ojos dominantes que
otorgaban un centro y un significado a la composición. Aquél era su
reino, su castillo. Estaba al mando. Lo había iluminado como si
quisiera exultar y celebrar su maestría. No obstante, cuando
Cordelia llegó hasta él, su voz sonó ligera e indiferente, como si
le diera la bienvenida a casa después de una tarde de compras en
tierra firme. ¿Pero acaso no era exactamente eso lo que creía estar
haciendo?.
–Buenas noches, Cordelia. ¿Ha comido? No he servido cena. Me
preparé un poco de sopa y una tortilla de finas hierbas. ¿Le
apetece una?.
Cordelia entró en el salón, donde sólo estaban encendidos los
apliques y una lámpara de sobremesa, lo que creaba un círculo
íntimo de luz junto al fuego. Los rincones quedaban a oscuras, y
largas sombras se movían como dedos sobre la alfombra y las
paredes. La chimenea debía llevar un buen rato encendida. En su
interior sólo ardía un gran tronco. Cordelia descargó el bolso y
preguntó:.
–¿Dónde están los demás?.
–Ivo se ha acostado, no se siente nada bien. Volverá a su
casa mañana si está en condiciones de viajar. Roma se ha ido.
Estaba ansiosa por volver a Londres. Sir George recibió una de sus
misteriosas llamadas para que asistiera a una reunión en
Southampton y Roma se fue con él. No volverán, aunque ambos estarán
mañana en Speymouth para la indagatoria. Simon me dijo que no tenía
hambre y se retiró a su habitación.
O sea que al fin y al cabo estaban solos, solos excepto el
enfermo Ivo y un chiquillo. Inquirió, con la esperanza de que su
voz no delatara su consternación:.
–¿Por qué no estaba la lancha en Speymouth? Oldfield tenía
que ir a buscarme a las seis.
–O él o yo entendimos mal. Volverá con la "Shearwater", pero
mañana por la mañana. Ha ido a pasar la noche con su hija, en
Bournemouth.
–Telefoneé, pero la persona que atendió la llamada dejó
descolgado el receptor.
–Lamentablemente, ésa ha sido mi única respuesta a todas las
llamadas telefónicas del día de hoy. Demasiadas llamadas,
demasiados periodistas.
Permanecieron juntos delante del fuego. Cordelia sacó la
fotografía de su bolso y se la entregó:.
–Fui a Speymouth a buscar esto.
Ambrose no tocó la foto, ni siquiera la
miró.
–Lo sospechaba. La felicito. No creía que la
encontrara.
–¿Porque usted ya la había arrancado de los archivos del
periódico?.
–Sí, la destruí hace aproximadamente un año -respondió
Ambrose con plena serenidad-. Me pareció una precaución
sensata.
–Encontré otra.
–Ya lo veo. – De pronto, agregó en voz muy baja-: La noto
cansada, Cordelia, ¿no prefiere sentarse? ¿Me permite traerle un
poco de clarete o de coñac?.
–Una copa de clarete, por favor.
Sabía que tenía que mantener la mente despejada, pero la
tentación de beber una copa de vino fue irresistible. Tenía la boca
tan seca que apenas podía articular las palabras. Ambrose volvió
del comedor con una copa para ella, le sirvió el vino, volvió a
llenar su copa y se sentó con la jarra al alcance de la mano.
Cordelia tuvo la impresión de que ningún sillón había sido nunca
tan cómodo ni acogedor, ningún vino tan delicioso. Ambrose empezó a
hablar tan apacible y poco emotivamente como si se hubieran reunido
después de la cena para conversar sobre los hechos ordinarios de un
dia cualquiera.
–Volví para ver a mi tío. Era su heredero y él quería verme.
No creo que hubiera comprendido que yo no podía regresar sin perder
mi año libre de impuestos. Su mente no funcionaba de esa manera.
Jamás se le habria pasado por la imaginación que un hombre pudiese
pasar un año de su vida haciendo lo que no quería hacer y viviendo
donde no quería vivir, por cuestiones de dinero. Lamento que no
llegara usted a conocerle, habrían simpatizado. No fue difícil
presentarme aquí sin que advirtieran mi presencia. Viajé en avión
de Paris a Dublin y cogí un vuelo de Aer Lingus a Heathrow. Viajé
en tren hasta Speymouth y telefoneé al castillo para que el criado
de mi tio, William Mogg, fuera a buscarme con la lancha al
anochecer. Vivieron juntos aquí durante cerca de cuarenta años. Le
pedi a Mogg que no le dijera a nadie que me había visto, pero era
innecesario. Nunca hablaba sobre los asuntos de su amo. Tres meses
después de la muerte de mi tío, Mogg cerró los ojos y le siguió.
Como ve, en realidad no corrí ningún riesgo. Él me pidió que
viniera y vine.
–Y en caso contrario, quizá su tío habría alterado su
testamento.
–¡Qué despiadada es, Cordelia! probablemente no me creerá,
pero no me senti influido por tan sórdida posibilidad. Ni siquiera
pensé que fuese una posibilidad. Me caía bien mi tío. Le veía muy
poco, pues él no alentaba las visitas, ni siquiera las de su
heredero, pero cuando le rendía mi homenaje anual, entre nosotros
había algo que los dos reconocíamos. No era cariño. Creo que él
sólo quiso a William Mogg, y yo no estoy seguro de saber qué
significa esa palabra. Pero fuera cual fuese el sentimiento, yo lo
apreciaba. Y estimaba a mi tío, un hombre resistente, obstinado,
valeroso. Era dueño de su persona y hacía lo que quería. Estaba en
este formidable refugio como un antiguo señor feudal, con la vista
fija en el mar, sin miedo a nada, a nada, a nada. Entonces me pidió
que fuera a buscar algo que se le antojó, un último sorbo de Blue
Stilton. Creo que no lo había paladeado en treinta años. Él y
William Mogg vivían prácticamente de lo que daba la isla, hacían
incluso la mantequilla y el queso. Dios sabrá por qué se le ocurrió
beberlo en aquel momento. Podría haberle pedido a Mogg que fuese a
buscarlo, pero me lo pidió a mí.
–¿Por eso fue a Speymouth?.
–Por eso. Si no hubiese cumplido ese sencillo acto de bondad
filial, Clarissa no habría visto esa fotografía, no me habría
obligado a poner en escena "La duquesa de Malfi", aún estaría viva.
Es extraño, ¿no le parece? Esto vuelve disparatada cualquier teoría
sobre la conducta caritativa del ser humano. Claro que aprendí esta
lección a los ocho años, cuando mi madre murió porque llegó un
minuto tarde para alcanzar el avión que la llevaría a casa y el que
cogió se estrelló. Como ve, dependió de que los semáforos de París
estuvieran rojos o verdes. Vivimos o morimos por azar. En el caso
de Clarissa, si se retrotrae lo suficiente, fue cuestión de unos
centilitros de Blue Stilton. El bien que determina el mal, si es
que esos dos términos significan algo para usted.
Ivo le había planteado la misma cuestión, pero en este caso
era pura retórica. Ambrose prosiguió:.
–El hombre debe tener el coraje de vivir de acuerdo con sus
convicciones. Si usted acepta, como acepto yo absolutamente, que
esta vida es todo lo que tenemos, que morimos como animales, que
todo lo que nos rodea se pierde irrevocablemente, que nos hundimos
en las tinieblas sin esperanza, esa convicción tiene que influir en
la forma en que uno vive su vida.
–Millones de personas viven con ese conocimiento, pero su
vida es bondadosa y útil.
–Porque la bondad y la utilidad resultan convenientes. Yo
tengo algo de las dos. Es necesario, para el bienestar, que a uno
le quieran al menos un poco. Y quizás algunos descreídos virtuosos
aún mantienen una esperanza vaga, o el miedo a que pueda existir un
más allá, una medida de recompensa o castigo, un renacimiento. No
lo hay, Cordelia. No existe. No hay nada salvo la oscutidad, y nos
hundimos en ella sin esperanza.
Al recordar cómo había enviado a Clarissa a su oscuridad,
Cordelia contempló escandalizada aquel rostro sonriente, con su
mirada de falso pesar, como si el conocimiento pleno de lo que
Ambrose habia hecho sólo en ese instante penetrara en su
mente.
–¡Le golpeó la cara! ¡No una vez, sino varias! ¡Fue capaz de
hacer eso!.
–Le aseguro que no fue agradable. Si le sirve de consuelo, le
diré que tuve que cerrar los ojos. Pareció durar una eternidad. La
sensación era horriblemente concreta: la blandura de la carne
protegía la fragilidad de los huesos. ¡Y cuántos huesos! Los oía
quebrarse, como cuando de pequeño golpeaba una lata de caramelos
caseros. Nuestra vieja cocinera nos daba permiso. Lo mejor era
golpearla cuando se había enfriado. Cuando abrí los ojos y me
decidí a mirar, Clarissa no estaba allí. Por supuesto, tampoco
había estado antes, pero, una vez desaparecido su rostro, ni
siquiera pude recordar qué aspecto tenía. Clarissa, más que ninguna
otra persona, era su cara. Una vez que la hube destruido, supe de
nuevo lo que siempre había sabido: lo ridículo que era suponer que
tuviese alma.
Cordelia dijo para sus adentros: no vomitaré, no me
desmayaré. Debo conservar la calma. No puedo permitir que me domine
el pánico. La voz de Ambrose llegó a sus oídos débil pero
clara:.
–Cuando vine por primera vez a esta isla, a los dieciséis
años, comprendí lo que quería de la vida. Ni el poder, ni el éxito,
ni el sexo con hombres ni mujeres, que para mí siempre ha sido un
gasto del espíritu en un despilfarro de oprobio. Ni siquiera el
dinero, excepto en la medida en que contribuyera a mi pasión.
Quería un lugar. Este lugar. Quería una casa. Esta casa. Quería
este paisaje, este mar, esta isla. Mi tío quiso morir en ella. Yo
quería vivir en la isla. Es la única pasión auténtica que he
conocido. Y no iba a permitir que una actriz ninfómana de segunda
categoría me la arrebatara.
–¿Y por eso la mató?.
Ambrose volvió a llenar las dos copas y luego la miró.
Cordelia tuvo la sensación de que estaba midiendo algo, la probable
respuesta de ella, la necesidad que él tenía de confiarse, quizá
cuánto tiempo les quedaba. Ambrose esbozó una sonrisa genuinamente
divertida que casi estalló en una carcajada.
–¡Mi querida Cordelia! ¿De verdad cree que está aquí
sorbiendo un Chateau Margaux con un asesino? La felicito por su
sangre fría. No, yo no la maté. Creí que usted lo había
comprendido. No poseo ese tipo de valor ni de crueldad. Cuando le
aplasté la cara, ya estaba muerta. Alguien había estado en su
dormitorio antes que yo. No sintió nada, ¿comprende? Nada importa,
nada existe si uno no puede sentirlo. No convertí en pulpa un trozo
de carne palpitante. No era Clarissa.
Naturalmente. ¿Por qué había sido tan ciega? Ya había
razonado todo aquello con anterioridad. Clarissa tenía que haber
estado muerta cuando él levantó el brazo de mármol y la golpeó, el
brazo de una princesa muerta que, por mera casualidad, llevaba el
mismo nombre que la niña que, más de un siglo después, había muerto
sin el consuelo de tener a la madre a su lado en la cama de un
hospital londinense.
–No hubo fluir de sangre hacia arriba -continuó Ambrose-. No
podía haberlo. Ya estaba muerta. En realidad no es tan difícil
golpear, una vez producida la muerte. No hay sangre ni dolor ni
culpa. Yo no hice más que encubrir al asesino aunque cierto es que
lo hice sobre todo en propio interés. Necesitaba encontrar y
destruir aquel fragmento vital de letra impresa. Sabía que tenía
que estar en la habitación. Ésa era una de sus triquiñuelas,
tenerlo cerca, sacarlo ocasionalmente de su bolso y fingir que leía
la crítica. Pero debe reconocerme. Cordelia, cierta preocupación
desinteresada por el criminal. Fue un placer para mí abrirle una
vía de escape si tenía el coraje de seguirla. A fin de cuentas, le
debía algo.
–Clarissa pudo haber hecho copias de la
fotografía.
–Posible pero no probable. Y en caso de que lo hubiera hecho,
¿qué importancia tenía? La habrían encontrado con sus efectos, en
su casa, trivialidades para tirar a la basura junto con los demás
residuos de su vida esencialmente trivial: los potes de crema
facial a medio usar, las cartas de amor, los programas de teatro
acumulados. Y aun en el caso de que George Ralston lo hubiese
encontrado y comprendido su significado, una eventualidad muy
improbable, no habría hecho nada. George no habría considerado
asunto suyo hacer el trabajo del fisco. Volví aquí a pasar un día y
una noche para acompañar a un anciano agonizante. ¿Usted o alguien
que usted conozca recurriría a ese conocimiento para
delatarme?.
–No.
–¿Y lo hará ahora?.
–Debo hacerlo. Ahora es diferente. Tengo que decírselo a la
policía. No a los funcionarios de Hacienda. Es mi
obligación.
–No, Cordelia, no lo hará. ¡No lo hará! No trate de engañarse
a sí misma diciendo que ya no tiene la responsabilidad de una
elección. – Cordelia no respondió. Ambrose se inclinó y volvió a
llenarle la copa-. Lo que me preocupaba no era la posibilidad de
que se hiciesen copias. Lo que indudablemente no podía hacer era
arriesgarme a que la policía descubriera aquel recorte de periódico
en su dormitorio de la isla, y sabía que si estaba allí lo
encontrarían. Buscarían un motivo. Todo lo que encontraran en esa
habitación sería reunido, rotulado, examinado a fondo y analizado.
Existía la posibilidad, por supuesto, de que vieran en el recorte
lo que parecía: un comentario crítico sobre una actuación teatral
que Clarissa guardaba solamente por razones sentimentales. Pero
¿por qué esa reseña de una obra poco importante en un teatro de
provincias? Nunca conviene confiar en la estupidez de la
policía.
–Entonces fue Simon -declaró Cordoiia con gran tristeza-.
¡Pobre Simon! ¿Dónde está?.
–En su habitación. Perfectamente sano y salvo, se lo aseguro.
¿No quiere saber qué ocurrió?.
–Pero Simon no puede haberlo planeado. Es imposible. No puede
haberlo hecho con intención.
–No, planeado no. ¿La intención? ¿Quién puede saber cuál era
su intención? Ella está muerta de todas formas, cualquiera que
fuese su intención. Lo que Simon me dijo fue que Clarissa le invitó
a ir a su dormitorio. Debía decir que iría a nadar, ponerse un
bañador debajo de los tejanos, esperar a que pasara media hora
después de que ella se retirara a descansar y luego llamar tres
veces a la puerta. Ella le haría pasar. Le dijo que quería hablar
con él sobre una cuestión. La cuestión era ella misma. ¿De qué otra
cosa quiso hablar alguna vez Clarissa? El pobre tonto ilusionado
pensó que le diría que podía ir al Royal College, que ella pagaría
su formación musical.
–¿Pero para qué citar a Simon? ¿Por qué a
él?.
–Dudo de que alguna vez lo sepamos con certeza, pero puedo
aventurar una hipótesis. A Clarissa le gustaba hacer el amor antes
de salir a escena. Quizá le daba confianza, quizás era una
liberación necesaria de la tensión, quizá sólo conocía una forma de
no pensar.
–¡Pero Simon! ¡Ese chico! No puede haberlo
deseado.
–Tal vez no. Es probable que esta vez sólo quisiera hablar,
tener compañía. Y con todo el respeto que usted me merece,
Cordelia, debo decirle que nunca buscó a una mujer para eso. Pero
es posible que haya pensado que le estaba haciendo un favor en más
de un sentido. Clarissa era absolutamente incapaz de creer que
existiera un hombre, un hombre normal al menos, que no la poseyera
si tenía la oportunidad de hacerlo. Y para ser justo con ella, mis
congéneres no hicieron nada para quitarle esa idea de la cabeza. ¿Y
qué mejor momento para que Simon iniciara su privilegiada educación
que una cálida tarde después de un excelente almuerzo del que me
enorgullezco y cuando ella necesitaba una nueva sensación, un
entretenimiento que apartara de su mente la representación que la
esperaba? ¿Y qué otro podía ser? George, el pobre bobo caballeroso,
mentiría hasta dejarse matar para proteger la reputación de
Clarissa, pero sospecho que no la ha tocado desde que descubrió que
era cornudo. Yo no le servía. ¿Y Whittingham? Bueno, el turno de
Ivo estaba agotado. ¿Y puede usted imaginar a Clarissa deseándolo
aun en el caso de que él conservara su vigor? Sería lo mismo que
tocar la seca piel de la muerte, que contaminar la lengua con el
sabor de la muerte, que oler la corrupción de la carne. Dadas las
peculiares necesidades de Clarissa, sólo quedaba
Simon.
–¡Pero es horroroso!.
–Sólo porque usted es joven, bonita e intolerante. Con otro
chico y en otro momento, no habría significado ningún daño. Incluso
se lo habría agradecido. Pero Simon Lessing buscaba otro tipo de
educación. Además, es un romántico. Lo que ella vio en su rostro no
fue deseo sino asco. Puedo equivocarme, por supuesto. Quizá
Clarissa no lo planeó con tanta claridad, pues rara vez planeaba
nada. Pero le pidió que fuera a verla. Y como ocurrió en mi caso
con mi tío, él acudió.
–¿Cómo fue? – se interesó Cordelia-. ¿Cómo lo
descubrió?.
–Le menti a Grogan en cuanto a la hora en que dejé mi
habitación. Me cambié de prisa, de modo que poco después de las dos
menos veinte pasé junto a la puerta del dormitorio de Clarissa. En
ese momento, Simon se asomó. Su rostro era fantasmal: ceniciento,
con los ojos vidriosos. Creí que estaba a punto de desmayarse. Lo
empujé hacia el interior del dormitorio y cerré la puerta con
llave. Sólo tenia puesto el bañador y vi su camisa y los tejanos
amontonados en el suelo. Clarissa estaba tendida sobre la cama.
Muerta.
–¿Cómo puede estar tan seguro? ¿Por qué no pidió
auxilio?.
–Mi querida Cordelia, puedo haber llevado una vida retirada
pero sé reconocer la muerte cuando la veo. Lo comprobé. Le busqué
el pulso, y no lo encontré. Le pasé el borde de mi pañuelo por los
globos oculares, un procedimiento muy desagradable, se lo aseguro.
Tampoco hubo reacción. Él le había descargado el joyero sobre la
cabeza y le había aplastado el cráneo. ElI cofre seguía allí, sobre
la frente. Extrañamente, hubo muy poca hemorragia, sólo un pequeño
manchón en el antebrazo de Simon, donde la sangre había fluido
hacia arriba y un delgado hilo que bajaba de la fosa nasal
izquierda de Clarissa. Cuano la vi estaba casi seca y sólo llevaba
muerta diez minutos. El hilillo parecía la cicatriz de una
cuchillada retorcida, una desfiuración por encima de la boca
abierta. Ésa es una humillación última sobre la que ninguno de
nosotros puede hacer nada: tener aspecto ridículo una vez cadáver.
¡Cuánto habría odiado Clarissa aquel efecto! Pero usted ya lo sabe,
la vio.
–Olvida que yo la vi después -lo interrumpió Cordelia-. La vi
cuando usted había acabado con ella. Entonces su aspecto no era
ridículo.
–¡Pobre Cordelia! ¡Cuánto lo siento! Le habría ahorrado el
espectáculo si hubiese podido. Pero pensé que resultaría sospechoso
que yo fuese personalmente a llamarla. Esto es algo que aprendido
de la literatura popular: nunca seas el que encuentre el
cadáver.
–¿Por qué? ¿Le dijo Simon por qué?.
–No muy coherentemente, y yo estaba más preocupado por
alejarlo que por discutir las complicaciones psicológicas del
encuentro. El hecho es que ninguno de los dos había obtenido lo que
buscaba. Ella debió de ver la vergüenza y la repugnancia en los
ojos de Simon. Él vio la pérdida de todas sus esperanzas en los de
ella. Clarissa le echó en cara su fracaso sexual. Le dijo que para
ella era tan inútil como había sido su padre. Creo fue en ese
momento, cuando ella se tendió semidesnuda en la cama sonriéndole,
mofándose de él y de su padre muerto, destruyendo todas sus
esperanzas, cuando él perdió la cabeza. Cogió el cofre, la única
arma que había a mano, y lo dejó caer.
–¿Y después?.
–¿No lo imagina? Le dije exactamente qué debía hacer. Le dí
instrucciones sobre lo que debía decirle a la policía. Después de
almorzar había ido a nadar, tal como nos había dicho a todos. Había
caminado por la playa más o menos durante una hora y se había
metido en el agua. Inició el retorno al castillo alrededor de las
tres menos cuarto, con el propósito de vestirse para asistir a la
representación. Me aseguré de que lo aprendiera de memoria. Lo
llevé al cuarto de baño de Clarissa y le lavé la pequeña mancha de
sangre. Después sequé el lavabo con papel higiénico, lo eché en el
inodoro y tiré de la cadena. Busqué el recorte. No me llevó mucho
tiempo. Los lugares obvios eran su bolso o el joyero. A
continuación llevé a Simon al dormitorio contiguo y le indiqué cómo
debía bajar por la escalera de incendios de la ventana de su cuarto
de baño, Cordelia, cuidándose de no tocar los escalones con las
manos. Se comportó como un chico sumiso, obediente,
extraordinariamente sereno. Lo observé mientras bajaba la escalera
de incendios con el cofre bajo el brazo, mientras iba hasta el
borde del acantilado y lo arrojaba al mar tal como yo le había
indicado. Si la policía logra recuperarlo, se encontrará con que
faltan las joyas valiosas. Las retiré y las arrojé al agua en otro
punto. Disculpe si no le otorgo toda mi confianza diciéndole
exactamente dónde. Las cosas no funcionarían si la policía
descubriera que todo lo que falta en el cofre era un recorte de
periódico. Después Simon se zambulló y lo seguí con la mirada
mientras daba fuertes brazadas en dirección a la cala
oeste.
–Pero alguien más estaba mirando. Munter lo vio todo desde la
ventana de la habitación de la torre, la única con vista a la
escalera de incendios.
–Lo sé. Logró transmitírnoslo en sus divagaciones de borracho
cuando Sirnon y yo lo llevamos a su habitación. Pero eso no habría
importado. Munter era de plena confianza. Le dije a Simon que no
debía preocuparse, que Munter era capaz de llevarse cualquier
secreto mío a la tumba.
–Y se lo llevó a la tumba muy oportunamente -intervino
Cordelia-. A propósito, ¿podía usted confiar realmente en un
borracho?…
–Podia confiar en Munter, borracho o sobrio. Yo no lo maté. Y
que yo sepa, tampoco lo hizo Simon. Esa muerte, al menos, fue
accidental.
–¿Qué hizo luego?.
–Tenia que actuar velozmente. Pero la prisa y el riesgo
resultaron curiosamente estimulantes. La trama de esta novela de
intriga de la vida real fue casi tan ingeniosa como la de
"Autopsia". Quité el maquillaje de la cara de Clarissa para que la
policía no sospechara que había invitado a alguien a su habitación.
Luego me dediqué a destruir todo indicio de cómo murió exactamente
y a agregar un arma que Simon no podía haber llevado consigo porque
ignoraba su existencia, un arma que llevaría a la policia a pensar
que el asesino estaba relacionado con los mensajes amenazadores. No
le dije a Simon lo que me proponía ni toqué el cuerpo hasta que él
se marchó. Su ignorancia fue su mayor defensa. No tuvo que actuar
ni fingir, no sabia nada del mármol. En ningún momento vio el
rostro destrozado de Clarissa.
–Supongo que usted llevaba el brazo en el bolsillo interior
de su capa.
–Llevaba preparadas ambas cosas, el mármol y la nota. Mi
intención era ponerlos en el cofre que Clarissa abriría en la
segunda escena del tercer acto. Tendría que haberlo hecho en el
último momento y con cierta habilidad, pero creo que lo habría
logrado. Le aseguro que el resultado habría sido espectacular. Dudo
de que hubiese logrado acabar la escena.
–¿Por eso aceptó el puesto de ayudante de dirección y se
ocupó personalmente de los accesorios?.
–Así es. Era lo más natural: todo el mundo suponía que yo
queria vigilar mis pertenencias.
–Y después de destruir el rostro de Clarissa, imagino que
llevó las ropas de Simon a la cala, también ocultas bajo su
capa.
–Cordelia, qué bien comprende la duplicidad. Me habría
gustado dejarlas más lejos pero no había tiempo. La pequeña cala
del otro lado de la terraza fue lo más lejos que pude llegar. Luego
entré en el teatro por la arcada y revisé la utilería con Munter.
Dicho sea de paso, no tuve que preocuparme por no dejar huellas
dactilares cuando estuve en la habitación de Clarissa. Ésta es mi
casa. El mobiliario y todos los objetos, incluido el brazo de
mármol, me pertenecen. Era perfectamente razonable que tuvieran mis
huellas. Pero sí me preocupaba la impresión de la palma de mi mano
en la puerta de comunicación, lo que habría demostrado que yo había
sido el último en tocarla. Por eso me cuidé de abrirla después de
que encontramos el cadáver.
–¿También es el autor de las citas amenazadoras? ¿Usted se
hizo cargo de la tarea cuando Tolly la
interrumpió?.
–¿Está enterada de lo de Tolly? Creo que la he subestimado,
Cordelia. Sí, eso no fue difícil. La pobre Tolly era adicta a la
religión como si fuese un opiáceo para su dolor, y yo continué su
buena obra, aunque de forma más artística. Sólo entonces Clarissa
llamó a la policia, hecho que no me gustó nada, de modo que le
sugerí una pequeña estratagema que anuló eficazmente el interés de
las fuerzas del orden. En realidad, Clarissa era una mujer
extraordinariamente estúpida. Poseía instinto pero carecía de
inteligencia. Mi éxito dependla de dos de sus características: su
estupidez y su terror a la muerte. De modo que cuando las noticias
de Tolly, con su atinada referencia bíblica a ruedas de molino
alrededor del cuello cesaron, inicié mi serie contando
esporádicamente con la ayuda de Munter. El objetivo consistía en
destruirla como actriz y recuperar mi intimidad, mi pacífica isla.
Sólo como actriz Clarissa tenía algún poder sobre mí. Jamás
volvería a poner los pies en Courcy si el teatro de la isla era
escenario de su humillación definitiva. En cuanto su confianza y su
carrera quedaran eficaz y totalmente destruidas, yo sería libre.
Para ser justo con ella, debo decirle que no era una chantajista
común y corriente. No tenía ninguna necesidad de serlo. Primero vio
el recorte del periódico en 1977. A Clarissa le encantaba mimar su
ego con secretos reprobables acerca de sus amistades, y acunó ése
durante tres años antes de recurrir a él. Mi mala suerte quiso que
la restauración del teatro y la crisis de su carrera coincidieran.
De pronto necesitaba algo de mí y tenía los medios de obtenerlo. Le
aseguro que este chantaje fue llevado a cabo con la mayor
delicadeza y discreción. – Repentinamente se inclinó hacia ella y
dijo en tono perentorio-: Escuche, Cordelia, no será posible seguir
protegiendo a Simon mucho tiempo. Está empezando a empinar el codo.
Usted misma tiene que haberse dado cuenta. Comete errores. El
desliz que Roma percibió, por ejemplo. ¿Cómo podía saber él cómo
era el joyero si no lo había visto ni tocado? Y habrá más. Me gusta
ese chico y no carece de talento. He hecho cuanto estaba en mi mano
para salvarlo. Clarissa destruyó a su padre y yo no veía por qué
razón debía añadir al hijo a la lista de sus víctimas. Pero me
equivoqué con respecto a él. No tiene agallas para soportar esto. Y
Grogan no es tonto.
–¿Dónde está ahora?.
–Ya se lo he dicho: que yo sepa, en su
habitación.
Cordelia observó su rostro, la tersa tez afeminada y
barnizada por el resplandor dc las llamas, los ojos negros como el
azabache, los labios en perpetuo esbozo de sonrisa. Sintió la
persuasiva fuerza que fluía hacia ella arraigándola en el confort
de su asiento y entonces, como si el clarete le hubiese despejado
misteriosamente el cerebro, comprendió qué estaba haciendo Ambrose
exactamente. Las atentas explicaciones, el vino, la charla casi
sociable, la seductora comodidad cruzada casi como un chal
alrededor de su cansancio, no eran otra cosa que un truco para
perder el tiempo, para mantenerla a su lado. Hasta el lugar había
conspirado a favor de él y en contra de ella: la alegre
domesticidad del fuego, la sensación de irrealidad inducida por las
largas e inquietas sombras, las ventanas abiertas de par en par a
las desorientadoras tinieblas de la noche, el incesante y
soporifero susurro del mar.
Cogió el bolso y salió corriendo, atravesó el resonante
vestibulo, subió la ancha escalinata. Abrió de un golpe la puerta
del dormitorio de Simon y encendió la luz. La cama estaba hecha; la
habitación, vacía. Corrió como un animal salvaje de habitación en
habitación. Todas vacías. Sólo en una encontró un rostro humano.
Bajo la suave luz de la lámpara de noche, estaba Ivo tendido boca
arriba con la mirada fija en el techo. Cuando ella se le acercó,
debió de percibir su desesperación pero sontió tristemente y
sacudió pesaroso la cabeza: no podía ayudarla.
Todavía faltaba registrar la torre, sin contar el teatro.
Pero quizá Simon ya no estuviera en el castillo. Tenía toda la isla
a su disposición, acantilados y mesetas, prados y bosques, la negra
isla impenetrable que, a la manera de una concha, contenía en sus
oscuros laberintos el perenne murmullo del mar. También estaban el
despacho y las habitaciones de servicio, por improbable que fuese
que se hubiera refugiado allí. Salió disparada por el pasillo
embaldosado, dispuesta a lanzarse sobre la puerta del despacho.
Interrumpió sus pasos, paralizada. La segunda vitrina, la que
guardaba pequeños recuerdos del crimen y del horror victorianos,
habIa sido forzada. El cristal estaba hecho trizas. Cordelia bajó
la vista y notó que faltaban las esposas. Entonces comprendió dónde
encontraría a Simon.
.
La iglesia se perfiló ante sus ojos, siniestra y secreta a la
luz de la luna. Por la puerta abierta no se filtraba ninguna luz,
pero el tenue destello de la ventana oriental fue suficiente para
guiarla hasta la cripta sin ayuda de la linterna. También aquella
puerta estaba abierta y tenía la llave en la cerradura. Sin duda
Ambrose le había dicho a Simon dónde podía encontrarla. El
penetrante olor a polvo de la cripta subió hasta ella. No se detuvo
a buscar el interruptor; siguió el oscilante haz de luz de su
linterna, dejando atrás las hileras de cráneos redondeados, de
bocas que enseñaban los dientes, hasta llegar a la pesada puerta de
herrajes que llevaba al pasaje secreto. Tarnbién estaba
abierta.
No se atrevió a correr: el pasadizo era demasiado tortuoso,
el suelo demasiado irregular. Recordó que las luces funcionaban con
interruptor automático y los apretó todos a medida que avanzaba,
sabiendo que en pocos minutos las luces se apagarían a sus
espaldas, que pasaba de la claridad a las tinieblas. El recorrido
le pareció interminable. Tuvo la impresión de que dos días atrás
era mucho más corto. Sintió un instante de pánico, temerosa de
haber seguido una curva equivocada y de estar perdida en un dédalo
de túneles. Pero entonces vio el segundo tramo de peldaños y ante
sus ojos apareció la caverna de techo bajo situada sobre la Caldera
del Diablo. La única bombilla suspendida de su enrejado protector
estaba encendida. Encontró levantada la trampilla, con la tapa
apoyada en la pared de la cueva. Cordelia se arrodilló y vio la
cara de Simon levantada hacia ella, los ojos desorbitados y fijos,
como los de un perro aterrado. Tenía el brazo izquierdo extendido
por encima de la cabeza y la muñeca esposada al último barrote. Su
mano colgaba de la argolla de la esposa, no la fuerte mano que ella
recordaba deslizándose sobre las teclas del piano, sino una mano
tierna y pálida como la de un bebé. Las aguas crecientes que
restallaban como negro petróleo contra los muros de la cueva y se
iluminaban con la luz de la caverna, ya le llegaban a la altura de
los hombros.
Cordelia descendió. El frío le hirió las nalgas como el filo
de un cuchillo.
–¿Dónde está la llave? – le preguntó.
–Se cayó.
–¿Se cayó o la arrojaste? Simon, tengo que saber dónde
está.
–La dejé caer.
Por supuesto. No tenía por qué lanzarla lejos. Esposado e
impotente como estaba, no podría recuperarla por cerca que se
encontrara o por tentado o desesperado que se sintiera. Cordelia
rogó que el lecho de la cueva fuese de roca y no de arena. Tenía
que encontrar la llave. No había otra solución. Su mente ya había
hecho rápidos cálculos. Cinco minutos para llegar al castillo,
otros cinco para volver. ¿Y dónde encontrar una caja de
herramientas, una lima lo suficientemente fuerte para cortar metal?
Aunque en el castillo hubiese alguien dispuesto a ayudarla, no
había tiempo. Si se iba, dejaría que Simon se
ahogara.
–Ambrose me dijo que pasaría entre rejas el resto de mi vida
-susurró Simon-. Eso o el manicomio.
–Mintió.
–¡No podía soportarlo, Cordelia! ¡No podía!.
–No tendrás que soportarlo. El homicidio involuntario no es
asesinato. No tenías intención de matarla y no estás loco. Pero
Cordelia recordó con toda claridad las palabras de Ambrose: "¿Quién
puede saber cuál era su intención? Ella está muerta de todas
formas, cualquiera que fuese su intención".
Cualquier luz suplementaria sería de utilidad. Encendió la
linterna y la apoyó en el último escalón. Aspiró una bocanada de
aire y descendió suavemente bajo la ondulada superficie. Era
importante no agitar el lecho más de lo indispensable. El agua
estaba helada y tan negra que no veía nada. Pero palpó y rozó con
las manos, tocó la granulosa arena, las aristas de afiladas rocas
inquebrantables. Un manojo de algas se le enredó aldedor del brazo
como una mano que quisiera detenerla. Pero sus dedos se deslizaron
sin encontrar nada que pudiera ser llave. Emergió en busca de aire
y jadeó:.
–Muéstrame exactamente dónde la dejaste
caer.
Por entre sus labios, exangües y temblorosos, casi sin
aliento, Simon murmuró:.
–Por aquí. Moví así la mano derecha y la dejé
caer.
Cordelia maldijo su propia estupidez. Podría haberse ocupado
de averiguar cuál era el lugar exacto antes de mezclar la arena.
Ahora podía haberla perdido para siempre. Tenía que moverse con
suma cautela. Tenía que conservar la calma y tomarse todo el tiempo
necesario. Pero no había tiempo. El agua les llegaba al
cuello.
Volvió a bajar y trató de cubrir metódicamente el área
indicada, deslizando los dedos, como cangrejos, sobre la superficie
arenosa. Tuvo que salir a respirar por dos veces y contempló
brevemente el horror y la desesperación de aquellos ojos
despavoridos. Pero en el tercer intento su mano tropezó con un
trozo de metal y recuperó la llave.
Tenía los dedos tan fríos, que parecían inertes. Apenas
lograba sostener la llave y temió que se le cayera, o no poder
encajarla en la cerradura. Al notar sus manos temblorosas, Simon le
dijo:.
–No valgo la pena. También maté a Munter. No podía dormir y
me quedé allí, en la rosaleda. Lo vi caer. Podría haberlo salvado.
Pero huí para no tener que mirarlo. Fingí que no lo había visto,
que en ningún momento me había encontrado cerca.
–No pienses en eso ahora. Tenemos que sacarte de aquí, darte
calor.
Por fin la llave encajó en la cerradura. Cordelia temió que
no funcionara, que no fuera la que correspondía. Pero giró
fácilmente. La tenaza de las esposas se soltó. Simon estaba a
salvo.
Entonces ocurrió. La trampilla cayó con un estallido sonoro
tan trepidante como un latigazo que les hendiera el cráneo. El
ruido pareció retumbar por toda la isla, sacudiendo la escala de
hierro bajo sus rígidas manos, elevando el agua hasta sus bocas y
chocando contra las paredes de la cueva en una marea de concentrada
furia. Parecía que la cueva misma se escindiría para dar paso al
rugiente mar. La linterna encendida, desalojada del último escalón,
cayó en luminoso arco ante los horrorizados ojos de Cordelia,
brilló un segundo bajo las aguas arremolinadas y se apagó. La
oscuridad era absoluta. Luego, antes de que el eco del estrépito
retumbara hasta convertirse en silencio, los oídos de Cordelia
captaron otro sonido, el horrible chirrido del metal contra el
metal, un sonido de implicaciones tan espantosas que echó hacia
atrás su empapada cabeza y prácticamente aulló en medio de las
tinieblas:.
–¡Oh, no! ¡Por favor, no, Dios mío!.
Alguien -y ella sabía quién- había abatido de un puntapié la
trampilla. Una mano había corrido los cerrojos, uno a uno. El lugar
de la ejecución quedaba, así, cerrado a cal y canto. Por encima de
ellos había un bloque de madera inexpuguable; a su alrededor, la
cavidad rocosa; en sus gargantas, el mar.
Cordelia se alzó y apretó la portezuela con todas sus
fuerzas. Inclinó la cabeza y golpeó con los hombros. Pero no logró
moverla. Sabía que así debía ser. Notó que Simon se arrastraba
hasta quedar a su lado y golpeaba la portezuela con las palmas de
la mano, pero no lo veía. La oscuridad era densa y pesada como una
manta, una carga casi palpable contra su pecho. Sólo percibía los
aterrados gemidos de Simon, prolongados y trémulos como las aguas
del mar, el olor rancio de su miedo, sus discordantes
inspiraciones, el palpitar de un corazón que tanto podía ser el de
él como el suyo. Tendió hacia él las manos en un movimiento
destinado a llevar consuelo a su cara húmeda, sabiendo únicamente
por la temperatura qué gotas eran de agua y cuáles eran lágrimas.
Le tocó la nariz, los ojos, y la boca.
–¿Vamos a morir? – quiso saber Simon.
–Quizá. Pero aún existe una alternativa. Podemos
nadar.
–Prefiero quedarme aquí y tenerla cerca. No quiero morir
solo.
–Es mejor morir intentando salvarse. Y no lo intentaré sin
ti.
–Yo también lo intentaré -susurró Simon-.
¿Cuándo?.
–En seguida. Mientras haya aire suficiente. Tú irás adelante.
Yo te seguiré.
Así sería mejor para Simon. El que ocupara la delantera no
vería obstaculizado el paso por los pies en movimiento del otro. Y
si él se rendía, Cordelia tenía la esperanza de reunir fuerzas
suficientes para empujarlo. Durante un segundo se preguntó cómo se
las arreglaría si el pasaje se estrechaba y el inerte cuerpo del
muchacho le bloqueaba la salida. Pero apartó de su mente esos
pensamientos. Ahora él, debilitado por el frío y el terror, era
menos fuerte que ella. Tenía que ir adelante. El agua había llegado
a tal altura, que sólo una frágil cinta de luz marcaba la salida,
en un haz pálido como la leche sobre la oscura superficie. Con la
próxima ola también desaparecería aquel hilo de luz y quedarían
atrapados en la más completa oscuridad, sin nada que les indicara
el camino. Tiró del jersey empapado de Simon. Se soltaron de la
escalera de hierro, unieron sus manos y chapotearon hasta el medio
de la cueva, donde el techo era más alto; se pusieron boca arriba y
tragaron las últimas bocanadas de aire. La pared rocosa raspó la
frente de Cordelia. El agua tocó su lengua como si fuera el último
trago de su vida.
–¡Ahora!-gritó.
Simon le soltó la mano sin vacilar y se deslizó bajo la
superficie. Cordelia volvió a inhalar aire, se dio la vuelta y se
zambulló.
Sabía que nadaba para salvar la vida y ésa era casi su única
certeza. Había sido un momento para la acción y no para la
reflexión, por lo que no estaba preparada para la oscuridad, el
helado terror, la fuerza del flujo de la marea. No oía nada salvo
un martilleo en los oidos, no sentía nada salvo el dolor en su
corazón y la negra marea contra la cual luchaba como una bestia
desesperada y acorralada. El mar era la muerte y luchó contra su
embate con todo lo que logró reunir de su vida, juventud y
esperanza. El tiempo era ajeno a la realidad. El trayecto a través
de aquel infierno pudo llevarle minutos, incluso horas, aunque
también podía contarse en segundos. No percibía el cuerpo que movía
las piernas delante de ella. Había olvidado a Simon, había olvidado
a Ambrose, había olvidado incluso el miedo a la muerte en su lucha
por no morir. Entonces, cuando el dolor fue demasiado intenso,
cuando sus pulmones estaban a punto de estallar, vio que el agua
que le cubria la cabeza se aclaraba, se volvía translúcida, más
suave, cálida como la sangre; emergió hacia el aire, el mar abierto
y las estrellas.
Nacer era aquello: la presión, el empuje, la oscuridad
húmeda, el terror y el tibio borbotón de sangre. Todo se iluminó.
Le extrañó que la luna pudiese derramar una luz tan tibia, suave y
balsámica como la de un día estival. Y también el mar estaba
cálido. Se volvió boca arriba y flotó con los brazos extendidos,
dejando que las aguas la llevaran donde quisieran. Las estrellas le
hacían compañía y se alegró de verlas. Rió casi estentóreamente, de
placer. Y no le sorprendió en lo más minimo ver a la hermana
Perpetua inclinada sobre ella con su cofia blanca.
"Aquí estoy, hermanas, le dijo. "Aquí
estoy".
¡Qué extraño que la hermana sacudiese la cabeza suave pero
firmemente, que la blancura de la cofia se esfumara y que sólo
estuviesen allí la luna, las estrellas y el ancho mar! Entonces
supo quién era y dónde estaba. El duelo no habia concluido. Tenía
que sacar fuerzas de flaqueza para combatir aquella lasitud,
aquella abrumadora felicidad y aquella paz. La muerte, que no había
logrado vencerla por la fuerza, se acercaba ahora
sigilosamente.
En aquel momento vio la barca de vela que se deslizaba hacia
ella bajo el raudal de luz lunar. Al principio creyó que era un
espectro marino nacido de su agotamiento, no más tangible que la
cara de la hermana Perpetua y su cofia blanca. Pero creció en
tamaño y solidez, reconoció su forma y la cabellera desgreñada del
tripulante. Era la barca que la habia llevado a la isla. Oyó el
susurro de las olas bajo la quilla, el débil crujido de la madera y
el silbido del aire en la vela. Ahora la recia silueta se destacaba
negra ante el cielo mientras doblaba la lona sobre los brazos.
Cordelia oyó claramente el zumbido del motor. El tripulante
maniobraba para ponerse de costado. Tuvo que arrastrarla para
subirla a bordo. La barca dio unos bandazos y se estabilizó.
Cordelia sintió que un agudo dolor le tiraba de los brazos. Después
se encontró tendida en la cubierta, con él arrodillado a su lado.
No parecía sorprendido, no le hizo ninguna pregunta. Se quitó el
jersey y la tapó. Cuando Cordelia se encontró en condiciones de
hablar, resolló:.
–Qué suerte que todavía estuviera por aquí…
El pescador señaló el palo y Cordelia vio su cinto de cuero
abrochado alrededor, como un gallardete.
–Venía a traerle esto -dijo él.
–¿Venía a devolverme el cinturón?.
Cordelia no sabía por qué la situación le resultaba tan
divertida, por qué tuvo que dominar el impulso de estallar en una
carcajada histérica.
–Me atraía desembarcar en la isla a la luz de la luna, y
Ambrose Gorringe no es nada cortés con los intrusos -explicó él-.
Tenía pensado dejar el cinturón en el embarcadero, calculando que
usted lo encontraría por la mañana.
El momento de incipiente histeria había pasado. Cordelia se
incorporó y observó la isla, la oscura masa del castillo
invulnerable como la roca, con todas las luces apagadas. Por detrás
de una nube apareció la luna, y su mágica luz mostró cada ladrillo,
visible aunque inconsistente, la torre toda, en una fantasía
plateada. Cordelia contempló fascinada su belleza. Entonces su
entumecido cerebro recordó. ¿La estaría vigilando él desde su
ciudadela, escudriñando el mar con los prismáticos a la espera de
ver surgir su cabeza en la superficie? Cordelia imaginó cómo podría
haber sido todo: su cuerpo exhausto derivando hasta la orilla a
través del chapaleo de los guijarros y el arrastre de las olas,
levantando sus ojos nublados sólo para encontrar los ojos
implacables de él, la fuerza de Ambrose contra su debilidad. Se
preguntó si habría sido capaz de matarla a sangre fría. Pensó que
le habria resultado dificil, quizás imposible. Había sido mucho más
fácil cerrar de una patada la trampilla, correr los cerrojos y
dejar que el mar cumpliera su tarea. Recordó las palabras de Roma:
"Hasta su horror es de segunda mano". Claro que él no podía dejarla
viva sabiendo lo que sabía.
–Me ha salvado la vida -dijo.
–Le ahorré nadar un rato más, eso es todo. Lo habría logrado.
Estaba muy cerca de la playa.
No le preguntó por qué nadaba a esas horas, casi desnuda.
Nada parecía sorprenderle ni desconcertarle. En ese momento,
Cordelia recordó a Simon y dijo, con tono
apremiante:.
–Éramos dos. Había un chico conmigo. Debemos encontrarle.
Tiene que estar cerca. Es muy buen nadador.
Pero el mar se extendía en un sereno desierto iluminado por
la luna. Cordelia le obligó a buscar durante una hora, cambiando
lentamente de rumbo con las velas plegadas, el motor ronroneante.
Ella permaneció desplomada junto a la borda, con mirada ansiosa, a
la espera de distinguir un movimiento sobre la serena superficie de
las aguas. Pero finalmente aceptó lo que sabía desde el principio.
Simon habia sido un excelente nadador pero, debilitado por el frío
y el terror, quizá por alguna desesperación que iba más allá de
ellos, había perdido las fuerzas. En ese instante estaba demasiado
fatigada para sentir pesar. Apenas tuvo conciencia de una leve
decepción. Se dio cuenta de que se dirigían hacia el embarcadero y
se apresuró a decir:.
–A Speymouth, no a la isla.
–¿Quiere ver a un médico?.
–No, a la policía.
Tampoco en esa ocasión la interrogó, sino que hizo virar la
barca. Unos minutos después, con los miembros entibiados y cierta
energía recuperada, Cordelia trató de levantarse y echarle una mano
con los cabos. Aparentemente sus brazos no encontraron la fuerza
necesaria. Él le dijo:.
–Será mejor que entre en la cabina y
descanse.
–Si no tiene inconveniente, prefiero quedarme en
cubierta.
El pescador fue a la cabina en busca de una almohada y un
pesado capote; la arropó junto al mástil. Al levantar la vista y
ver las estrellas mientras oía el chasquido de la lona cuando
giraba el botalón, narcotizada por el susurro de las olas bajo la
quilla, Cordelia lamentó que el viaje no durara eternamente, que la
tregua de paz y belleza entre el horror pasado y el trauma por
venir tuvieran que tocar a su fin.
En muda compañía navegaron hacia el puerto, sintiendo fluir
la paz de la noche entre ambos. Cordelia debió de dormitar. Apenas
percibió que la barca chocaba suavemente contra el muelle, que la
llevaban a tierra, las manos de él bajo su pecho, el fuerte olor a
mar de su jersey, un corazón latiendo contra el
suyo.
.
Un descomunal oso de felpa sobre el escritorio de la
comisaría, encorvado contra la pared del extremo del mostrador,
bizco, con una etiqueta alrededor del cuello. Una taza de té dulce
y fuerte que se derramaba en el plato. Dos galletas mojadas
desintegrándose en gachas. ¿Por qué la imagen era tan clara? El
inspector Grogan, con jersey azul de puños deshilachados,
limpiándose las manchas de huevo de los labios, mirando su pañuelo
como si compartiera la extrañeza de ella por comer tan tarde. Ella
misma acurrucada en el asiento trasero de un coche de la policía,
sintiendo el áspero cosquilleo de una manta en la cara y los
brazos. La sala de entrada de un hotelito con olor a cera para
muebles y a espliego y, sobre la mesa, un espeluznante grabado de
la muerte de Nelson. Una mujer de cara alegre, a quien la policía
parecía conocer, ayudándola a subir la escalera. Un pequeño
dormitorio, la cabecera de la cama de bronce y una reproducción del
Ratón Mickey en la pantalla de la lámpara. Despertarse por la
mañana y encontrar los tejanos y la camisa pulcramente doblados
sobre la silla, junto a la cama, dándoles vueltas como si
pertenecieran a otra persona, pensando que, si la policía había
vuelto a la isla la noche anterior, era muy extraño que no se la
hubiesen llevado a ella consigo. Un anciano que compartió con ella
en silencio el saloncito de desayunos -además de dos mujeres
policías-, con una servilleta de papel sujeta al cuello de la
camisa y un antojo purpúreo que le cubría la mitad de la cara. La
lancha de la policía cruzando a bandazos la bahía contra un viento
refrescante y ella misma, como un prisionero con escolta, apretada
entre el sargento Buckley y una agente de policía uniformada. Una
gaviota, flotando arriba con su largo pico curvo, que luego se
instaló en la proa como un mascarón. Después una imagen que dio
realidad a todas las irrealidades, que conllevaba todo el horror de
la víspera y se cerró en torno a su corazón como una tenaza: la
solitaria silueta de Ambrose aguardándolos en el embarcadero. Entre
todas aquellas imágenes inconexas, el recuerdo de preguntas, de
infinitas preguntas reiteradas, de un círculo de rostros
inquisitivos, de bocas que se abrían y cerraban como autómatas. Más
adelante logró recordar cada palabra del diálogo, aunque el lugar
había escapado para siempre de su mente impidiéndole saber si había
ocurrido en la comisaría, en el hotel, en la lancha, en la isla.
Quizás había sido en todos aquellos lugares, y las preguntas,
formuladas por más de una voz. Ella parecía describir
acontecimientos que le habían ocurrido a otra persona, a alguien
que conocía muy bien. Todo estaba diáfano en la mente de aquella
otra chica, aunque había ocurrido tanto tiempo atrás, tantos años
atrás, en apariencia: cuando Simon vivía.
–¿Está segura de que cuando llegó a la trampilla la encontró
levantada?.
–Sí.
–¿Y la portezuela estaba apoyada contra el muro del
pasadizo?.
–Tenía que ser así, si la trampilla estaba
abierta.
–¿Si estaba abierta? Usted afirmó que lo estaba. ¿Está segura
de que no la abrió usted misma?.
–Absolutamente segura.
–¿Cuánto tiempo pasó con Simon Lessing en la cueva antes de
oírla caer?.
–No lo recuerdo. Lo suficiente para preguntarle por la llave
de las esposas, zambullirme y encontrarla, liberarle. Probablemente
menos de ocho minutos.
–¿Está segura de que la portezuela tenía echados los
pestillos? ¿Los dos intentaron levantarla?.
–Primero yo sola, y después los dos. Pero yo sabía que era
inútil. Oí el chirrido de los cerrojos.
–¿Por eso no lo intentó a fondo, porque sabia que era
inútil?.
–Lo intenté a fondo. Presioné con los hombros. Creo que
intentarlo era la reacción natural, aunque supiera que no serviria
de nada. Oí el sonido de los cerrojos al cerrarse.
–¿Oyó ese leve sonido a pesar del ímpetu de la
marea?.
–No había mucho ruido en la cueva. La marea entraba tan
silenciosamente como agua en una marmita. Eso era lo más
aterrador.
–Usted estaba asustada y tenía frío. ¿Está segura de que
habría tenido la fuerza suficiente para abrir la portezuela si ésta
hubiese caído accidentalmente?.
–No cayó accidentalmente. Eso es imposible. Además, oí los
cerrojos.
–¿Uno o dos?.
–Dos. El chirrido del metal contra el metal. Dos
veces.
–¿Comprende lo que eso significa? ¿Comprende la importancia
de lo que está diciendo?.
–Por supuesto.
La llevaron a la Caldera del Diablo. No fue un acto cordial
ni clemente, claro que ellos no tenían por qué ser lo uno ni lo
otro. Había brillantes luces alrededor de la puerta caediza, un
hombre arrodillado que echaba polvo en busca de huellas digitales
con las delicadas pinceladas de un artista. Después levantaron la
portezuela y no la apoyaron contra la vertiente rocosa, la dejaron
verticalmente equilibrada sobre sus propios goznes. Retrocedieron
y, no más de un par de segundos más tarde, la portezuela cayó.
Cordelia se estremeció como un cachorro asustado, recordando otro
estrépito semejante. Le pidieron que la levantara. Era más pesada
de lo que esperaba. A sus pies estaba la escala de hierro que
conducía a la muerte, el rayo de la brillante luz diurna que se
colaba desde una salida en forma de medialuna, la oscura y olorosa
bofetada del agua contra la roca. Hasta la hicieron bajar y
abatieron suavemente la puerta a sus espaldas. Tal como la habían
instruído, la empujó con los hombros y sin necesidad de apelar a
todas sus fuerzas la abrió. Uno de los oficiales descendió a la
cueva y desde arriba cerraron la portezuela y corrieron
delicadamente los pestillos. Ella sabía que estaban comprobando
hasta qué punto podía haber percibido el sonido. Le pidieron que
equilibrara la portezuela sobre sus bisagras y Cordelia lo intentó,
en vano. Insistieron en que volviera a intentarlo y, al ver que
fracasaba, no dijeron nada. Se preguntó si creerían que lo hacía
adrede. Y en todo momento vio mentalmente el cuerpo ahogado de
Simon, con la boca abierta y los ojos vidriosos, llevado de un lado
a otro como un pez muerto por los vaivenes de la
marea.
Después se encontró sentada en un rincón de la terraza, a
solas excepto por la muda y seria agente de policía, aguardando
junto a la lancha de la policía que la alejaría de la isla para
siempre. En el suelo estaban su máquina de escribir y su equipaje.
Todavía había viento, pero asomaba el sol. Cordelia notó su
reconfortante calor en la espalda y se sintió agradecida. Después
de la noche anterior creía que jamás volvería a gozar de su tibia
caricia.
Una sombra cayó sobre las piedras. Ambrose se había acercado
en silencio y estaba de pie a su lado. La mujer policía, alejada,
no podía oírle, pero de todos modos él habló como si no se
encontrara allí, como si ellos dos estuviesen
solos.
–Anoche la eché de menos -dijo-. Estaba preocupado por usted.
La policía me ha informado que la llevaron a un hotel. Espero que
fuera cómodo.
–Bastante, aunque no me acuerdo bien.
–Se lo habrá contado todo, por supuesto. Eso es obvio si
tenemos en cuenta la combinación de frialdad, miradas especulativas
y leve desconcierto con que me tratan desde que anoche realizaron
su inoportuna aunque no inesperada visita.
–Sí, les he dicho todo.
–Casi puedo oler el regocijo de la policía. Es comprensible.
Si usted no miente ni está equivocada o loca, han dado con una
pepita de oro. Los ascensos resplandecen como el Santo Grial. Pero
como ve, no me han arrestado. La situación es inaudita y exige
tacto y cuidado. Se toman su tiempo. Por el momento imagino que
siguen probando la trampa caediza tratando de decidir si pudo
cerrarse accidentalmente, si usted, en realidad, puede haber oído
cómo se corrían los pestillos. Al fin y al cabo, cuando volvieron
anoche, en un estado que yo llamaría de cierta exaltación,
encontraron la portezuela cerrada pero sin los cerrojos echados. Y
no creo que obtengan huellas identificables en los pestillos,
¿usted qué opina?.
De repente Cordelia experimentó una cólera inmensa y
abrumadora, de intensidad casi cósmica, como si su frágil cuerpo
femenino pudiera contener el ultraje concentrado de todas las
víctimas del mundo despojadas de sus poco apreciadas
vidas.
–Usted lo mató e intentó matarme. ¡A mí! Ni siquiera en
defensa propia. Ni siquiera por odio. Para usted mi vida importaba
menos que su comodidad, que sus posesiones, que su mundo personal.
¡Mi vida!.
Ambrose respondió con serenidad absoluta:.
–Si eso es lo que cree, es razonable que experimente cierto
resentimiento. Pero como ve, Cordelia, lo que le estoy diciendo a
la policía y a usted es que las cosas no ocurrieron así. No es
verdad. Nadie intentó matarla. Nadie movió esos cerrojos. Cuando
usted llegó a la trampilla, la encontró cerrada. La levantó apenas
lo suficiente para reunirse con Simon, pero no la aseguró. La cerró
después de pasar; de lo contrario la levantó sólo parcialmente y,
por accidente, se cerró. Tenía frío, estaba aterrorizada y agotada.
No tenía fuerzas para levantarla.
–¿Y qué me dice del motivo, de la fotografía del
Chronicle?.
–¿Qué fotografia? Fue una imprudencia de su parte dejarla en
el bolso, sobre el escritorio del despacho. Un descuido natural en
su ansiedad por socorrer a Simon, pero que ha resultado muy
conveniente para mí. No me diga que aún no ha descubierto su
desaparición.
–La policía está verificándolo todo con la mujer que me la
dio. Se enterarán de que realmente tenía un recorte de prensa.
Después empezarán a buscar una copia.
–Tendrán mucha suerte si la encuentran. Aun en tal caso y si
después de cuatro años la copia es tan clara como la que usted
negligentemente perdió, sé defenderme. Evidentemente tengo un doble
en algún lugar de Inglaterra. Incluso podría ser un turista
extranjero. Digamos que tengo un doble en algún lugar del mundo.
¿Acaso es algo raro? Descubrir una prueba real de que estuve en el
Reino Unido en 1977 será más difícil a medida que pase el tiempo.
Más o menos dentro de un año, podré sentirme a salvo, incluso de
Clarissa. Y aunque logren demostrar que estuve aquí, eso no me
convierte en un asesino ni en cómplice de un asesino. La muerte de
Simon Lessing fue un suicidio, y fue él, no yo, quien mató a
Clarissa. Me confesó la verdad antes de desaparecer. Le fracturó el
cráneo; en un acceso de odio y repugnancia, le golpeó la cara hasta
transformarla en pulpa y después huyó por la ventana del cuarto de
baño. Anoche, incapaz de soportar la verdad de lo que había hecho y
sus consecuencias, intentó matarse. Pese a su heroico empeño por
salvarle, Cordelia, lo logró. Fue una suerte que no se la llevara
consigo. Yo no tuve nada que ver en ese asunto. Ésta es mi versión
y nada que a usted se le ocurra inventar puede
refutarla.
–¿Por qué querría yo inventar algo? ¿Por qué habría de
mentir?.
–Eso mismo me preguntó la policía. Me vi obligado a responder
que la imaginación de una jovencita es muy fértil y que no debíamos
olvidar que usted había arrostrado una horrible impresión. Agregué
que es la propietaria de una agencia de detectives que, si me
perdona, ya que yo juzgo desde afuera, no es precisamente próspera.
Tendría usted que gastar una fortuna para obtener la publicidad que
le proporcionará este caso si alguna vez llega a los
tribunales.
–No es el tipo de publicidad que una pueda desear. Ha sido un
fracaso.
–En su lugar no me sentiría tan deprimido. Demostró ser
poseedora de un admirable coraje y de una gran inteligencia. El
pobre George Ralston diría que usted ha ido más allá de lo que
exigía el deber. Creo que considerará bien empleados sus
honorarios. – Después de una breve pausa añadió-: Si insiste en su
historia, será mi palabra contra la suya. Simon está muerto y ya
nada puede afectarle. No será cómodo para ninguno de los
dos.
¿Creería Ambrose que no había pensado en eso, en los largos
meses de espera, los interrogatorios, el trauma del juicio, las
miradas suspicaces, el veredicto que la catalogaria como mentirosa,
o, peor aún, como una histérica ansiosa de
publicidad?.
–Lo sé -replicó-. Pero yo no estoy tan acostumbrada a la
comodidad.
Es decir que Gorringe tenía intención de luchar. Incluso
rnientras la noche anterior observaba cómo la rescataban, debía de
estar planeando, tramando, perfeccionando sus mentiras. Recurriría
a toda su habilidad, su reputación, sus conocimientos, su
inteligencia. Se aferraría a su reino privado hasta el último
aliento. Cordelia levantó la vista y observó la semisonrisa, la
serena y casi jubilosa confianza en sí mismo. Ya estaba paladeando
su fuga del aburrimiento, ya gozaba con la euforia del éxito.
Compraría el mejor asesoramiento jurídico, conseguiría los abogados
más prestigiosos. Aquélla era, esencialmente, su lid, y no cedería
un milímetro, ahora ni nunca.
Si salía bien librado, ¿cómo podría vivir con el recuerdo de
lo que había hecho? Fácilmente. Tan fácilmente como había vivido
Clarissa con el recuerdo de la muerte de Viccy, o sir George con
sus remordimientos por la muerte de Carl Blythe. No es necesario
creer en el sacramento de la penitencia para encontrar recursos que
mantengan acallada la conciencia. Ella tenía los suyos, él idearía
los propios. ¿Era tan notable lo que le había ocurrido a Ambrose?
En cada minuto de cada día, en algún lugar del planeta, un hombre o
una mujer se veian repentinamente enfrentados a una tentación
avasalladora. Ambrose Gorringe había sucumbido. No había logrado
introducir en el núcleo de su ser nada que le diera fuerzas para
resistir a la tentación. Tal vez si se alejaba lo suficiente de los
problemas humanos, de la vida humana con todo su caos, también uno
terminaria por apartarse de la piedad humana.
–Déjeme en paz, por favor -dijo Cordelia-. Quiero
marcharme.
Ambrose no se movió. Un momento después le oyó decir, serena
y suavemente.
–Lo siento, Cordelia. Lo lamento. – Luego, como si por
primera vez tuviese conciencia de la silenciosa observadora
uniformada, concluyó-: Su primera visita a Courcy Island no ha sido
para usted tan feliz como yo hubiera deseado. Ojalá no hubiera sido
así. Le ruego que me disculpe.
Cordelia comprendió que aquello era lo único que jamás
admitiría, y no tenía ningún peso ante la ley. No podia presentarse
como prueba. Pero casi a pesar de sí misma, creyó que había sido
sincero.
Lo siguió con la mirada mientras se encaminaba a su castillo
a paso vivo. El inspector Grogan apareció en el vano de la puerta y
salió a su encuentro. Entraron juntos sin intercambiar una sola
palabra.
Cordelia siguió esperando. Después un oficial uniformado,
lastimosamente joven y con el rostro de un ángel de Donatello, se
acercó a ella ruborizado y le dijo:.
–La llaman por teléfono, señorita Gray. En la
biblioteca.
La señorita Maudsley hizo esfuerzos por no parecer nerviosa,
pero su voz descubria que estaba próxima al
pánico:.
–Oh, señorita Gray, espero que no sea incorrecto haberla
llamado. El joven que atendió el teléfono me dijo que estaba bien.
Fue muy servicial. Quiero saber cuándo volverá. Acaba de
presentarse un nuevo caso. Es terriblemente urgente, se ha perdido
un siamés de pura raza. Pertenece a una niña que acaba de salir del
hospital, después de un tratamiento de leucemia, y hace apenas una
semana que lo tiene. Fue un regalo de bienvenida al hogar. Está
desesperada. Bevis ha tenido que asistir a otra de sus pruebas. Si
me voy para ocuparme del caso, no quedará nadie en la agencia. Para
colmo, acaba de llamar la señora Sutcliffe. Ha vuelto a perderse su
pequinesa, Nanki-Poo. Quiere que alguien vaya a su casa de
inmediato.
–Ponga un letrero en la puerta, con la indicación de que
abriremos mañana a las nueve -respondió Cordelia-. Después cierre
todo y póngase a buscar a ese gatito. Telefonee a la señora
Sutcliffe y dígale que yo pasaré a verla esta tarde para ocuparme
de Nanki-Poo. Ahora voy a presentarme a la indagatoria, pero el
inspector Grogan pedirá un aplazamiento, de modo que no llevará
mucho tiempo. Cogeré el tren de media tarde.
Colgó el auricular y pensó: ¿por qué no? Ia policía sabía
dónde localizarla. Aún no estaba libre de Courcy Island y quizá
nunca lo estaría. Pero la esperaba un trabajo, un trabajo necesario
para el que estaba capacitada. Sabía que no sería siempre
satisfactorio, pero no despreciaba sus ingenuidades, más bien les
daba buena acogida. Los animales no se atormentan con el miedo a la
muerte ni te atormentan con el horror de su agonía. No te cargan
con sus problemas psicológicos. No se rodean de posesiones ni viven
en el pasado. No aúllan de dolor por la pérdida del amor. No te
piden que mientas por ellos. No tratan de
asesinarte.
Cruzó el salón y salió a la terraza. Grogan y Buckley la
aguardaban de pie, el primero en la proa de la lancha de la policía
y Buckley a popa. En su inmóvil compostura parecían caballeros
desarmados de guardia en una legendaria nave, esperando para llevar
a su rey a Avalón. Cordelia se detuvo y los observó, percibiendo la
mirada concentrada de sus ojos fijos, consciente de que el momento
tenía un significado que los tres reconocían pero que ninguno
expresaría jamás con palabras. Ellos luchaban con su propio dilema.
¿Hasta qué punto podían confiar en su cordura, en su honradez, en
su memoria, en su coraje? ¿Hasta qué punto se atreverían a confiar
su reputación a la entereza de ella cuando las cosas se pusieran
difíciles? ¿Cómo se absolvería ella a sí misma si el caso iba a
juicio y se encontraba en el más solitario de los lugares, el
banquillo de los testigos del tribunal de la Corona? Pero se sentía
distanciada de la preocupación de aquellos hombres, como si nada de
lo que pudieran hacer, pensar o proyectar le concerniese lo más
mínimo. Todo pasaría, al igual que ellos, al igual que ella. El
tiempo acogería su historia y la guardaría entre las leyendas
semiolvidadas de la isla: la muerte solitaria de Carl Blythe,
Lillie Langtry bajando majestuosa la amplia escalinata, las
calaveras resquebrajadas de Courcy. Repentinamente se sintió
invulnerable. La policía tendría que tomar sus propias decisiones.
Ella ya había tomado la suya, sin vacilación y sin debate: diría la
verdad y sobreviviría. Nada podía hacerle mella. Se sujetó la
bandolera firmemente en el hombro y avanzó resuelta hacia la
lancha. Durante un soleado instante tuvo la impresión de que Courcy
Island y todo lo que había ocurrido durante aquel fatídico fin de
semana eran tan ajenos a su vida y a su futuro, a su rítmico latido
del corazón, como el indiferente mar azul.
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01/04/2009
LRS to LRF parser
v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006;
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