Sentado ahora en la proa de la lancha, Buckley se sentía
satisfecho con el mundo y consigo mismo. Había convertido en
práctica el disimulo de su entusiasmo, lo mismo que el de su
imaginación. Ambos eran como amigos fascinantes pero díscolos, de
los que podía disfrutarse rara vez y con cautela dado que despedían
cierto tufillo a traición. Pero mientras contemplaba cómo Courcy
Island adquiria forma y color, tuvo conciencia de una embriagadora
mezcla de júbilo y miedo. Júbilo por la promesa de que allí
encontraría por fin el caso con el que había soñado desde que
ganara los galones de sargento. Miedo de que la promesa pudiera
echarse a perder, de llegar al muelle y encontrarse con las
conocidas y deprimentes palabras: "Les está esperando arriba.
Alguien le vigila. Se encuentra en un estado lamentable. Dice que
no sabe qué ocurrió". Nunca sabían qué les había ocurrido; los
asesinos confesos eran tan patéticos en la derrota como
incompetentes en el acto criminal. El homicidio, ese delito
incomparable y definitivo, rara vez era el más interesante desde el
punto de vista forense, o el más difícil de resolver. Pero cuando
dabas con uno bueno, no había excitación comparable: la
embriagadora combinación de la caza de un hombre mediante un
rompecabezas, el olor a miedo que pesaba en el aire -penetrante
como el metálido aroma de la sangre-, la sensación de voluptuoso
bienestar, la fascinante forma en que la confianza, la personalidad
y la moral cambiaban sutilmente y se deterioraban bajo su
contaminante impacto. El lucimiento del trabajo policial giraba en
torno a un buen crimen…, y aquél prometía serlo.
Dirigió la mirada a su jefe, cuya roja cabellera refulgía
bajo el sol. Grogan tenía el mismo aspecto que siempre ofrecía
antes de iniciar un caso: callado y en actitud introvertida, los
ojos bajos pero atentos, los músculos tensos bajo el tweed bien
cortado, la totalidad de su vigoroso cuerpo reuniendo energías para
la acción, como el depredador que era. Cuando Buckley lo conoció
tres años atrás, instantáneamente había pensado en las fotos de sus
historietas infantiles, que representaban a un guerrero indio, y
mentalmente había coronado su rubicunda cabeza con plumas
ceromoniales. Pero en cierto sentido sutil, la comparación era
inexacta. Grogan era un hombre demasiado corpulento, demasiado
inglés y demasiado complejo para responder a una imagen tan
descomprometidamente simple. Buckley había sido invitado una sola
vez, y por breve plazo, al chalet de piedra de las afueras de
Speymouth donde Grogan vivía solo, separado de su esposa. Se
rumoreaba que tenía un hijo y que el chico tenía problemas, aunque
nadie parecía saber exactamente cuáles. El chalet no había revelado
nada. No había cuadros ni recuerdos de viejos casos ni fotos de
familia o colegas, y escasos libros, aparte de lo que parecía una
colección completa de la serie "Juicios Famosos"; muy poco salvo
desnudas paredes de piedra y un costoso equipo esteresfónico.
Grogan podría haber hecho sus maletas y salido de la casa en media
hora sin dejar nada suyo detrás. Buckley aún no había llegado a
comprenderlo, aunque después de dos años de trabajar a sus órdenes
sabía qué podía esperar de él: la alternancia de taciturnidad y
volubilidad durante la cual usaría a su sargento como caja de
rsonancia; el fortuito sarcasmo, la implacabilidad y la
impaciencia. Sólo parcialmente le molestaba ser utilizado como
combinación de taquígrafo, discípulo y espectador. Grogan hacía por
sí mismo gran parte del trabajo. Pero era posible aprender de él:
obtenía resultados, no estaba marcado por el fracaso y era justo. Y
estaba próximo al retiro; sólo faltaban dos años. Buckley tomaba de
él lo que le servía y esperaba su momento.
Tres personas los aguardaban en el embarcadero, inmóviles
como estatuas. Buckley adivinó quiénes eran dos de ellas, antes de
que las lanchas resoplaran hasta frenar: sir George Ralston, casi
en posición de firmes con su anticuado chaquetón, y Ambrose
Gorringe, menos tenso, aunque incongruentemente emperifollado con
su smoking.
Ambos observaron desembarcar a los recién llegados con cauta
formalidad, como comandantes de un castillo sitiado que esperan a
los negociadores del armisticio y vigilan con ojos de zorro viejo
el primer indicio de traición. El tercer hombre, de traje oscuro y
más alto que los otros dos, era todas luces, una especie de
sirviente. Permanecía un poco más atrás y mantenía la vista
imperturbablemente fija en el mar. Su postura indicaba que ciertos
invitados eran bienvenidos en Courcy, pero que la policía no se
encontraba entre ellos.
Grogan y Gorringe hicieron las presentaciones. Buckley notó
que su jefe no expresaba ninguna condolencia, no decía ninguna
palabra de pesar al viudo. Claro que nunca lo hacía. Una vez le
había explicado el motivo: "Es ofensivamente falso y los deudos lo
saben. En el trabajo policial existe suficiente duplicidad sin
necesidad de aumentarla. Algunas mentiras son insultantes". Si
Ralston o Gorringe notaron la omisión, no se dieron por
enterados.
Ambrose Gorringe llevó todo el peso de la conversación.
Mientras avanzaban entre amplias extensiones de césped hacia la
entrada del castillo, dijo:.
–Sir George ha organizado un registro del castillo y de la
isla. El castillo ha sido registrado, pero los tres grupos que
cubren la isla aún no han vuelto.
–Mis hombres se ocuparán ahora de eso,
señor.
–Lo suponía. El resto de los actores está en el teatro. A sir
Charles Cottringham le gustaría hablar con usted.
–¿Dijo acerca de qué?.
–No. Supongo que sólo es para participarle que está
aquí.
–Eso ya lo sabía. Ahora veré el cadáver; le agradeceré que me
permita usar una habitación pequeña y tranquila durante el resto
del día y posiblemente hasta el lunes.
–He pensado que mi despacho sería el lugar más adecuado. Si
cuando usted esté listo llama desde la habitación de Ia señorita
Lisle, le acompañaré. Munter le proporcionará todo lo que necesite.
Mis huéspedes y yo estaremos en la biblioteca…
Atravesaron una gran sala y subieron la escalera. Buckley no
reparó en ningún detalle de lo que le rodeaba. Iba con sir George a
la zaga de Grogan y Ambrose Gorringe, y prestó atención mientras
éste hacía a su jefe un sucinto, aunque muy completo, relato de los
acontecimientos que condujeron a la muerte de la señorita Lisle:
por qué se encontraba en la isla, breves pormenores del resto de
los huéspedes, las cartas amenazadoras, el hecho de que hubiese
considerado llevar consigo a una detective privada, la señorita
Cordelia Gray, la desaparición del brazo de mármol, el
descubrimiento del cadáver. Fue una interpretación impresionante,
tan esmeradamente impersonal y objetiva como si la hubiera
ensayado. Y probablemente la había ensayado, pensó
Buckley.
Al llegar a la puerta, el grupo interrumpió sus pasos.
Gorringe tendió tres llaves y dijo:.
–Cerré las tres puertas después del descubrimiento del
cadáver. Éstas son las únicas llaves. Supongo que no querrá que
entremos con ustedes.
Sir George habló por primera vez desde que habían
llegado:.
–Si me necesita, inspector, estaré con el hijastro de mi
esposa, en su dormitorio. El muchacho está trastornado, lo que es
natural dadas las circunstancias. Munter sabe dónde encontrarme. –
Se volvió bruscamente y se marchó.
Grogan respondió a la pregunta de Gorringe:.
–Ha sido muy amable, señor, pero creo que aquí nos podremos
arreglar por nuestra cuenta.
Era una actriz, incluso muerta. La escena del dormitorio
resultaba extraordinariamente dramática. Hasta el decorado habia
sido ingeniosamente diseñado para el melodrama de gran estilo: los
accesorios brillantes y suntuosos, el rojo como color dominante.
Yacia tumbada bajo el dosel carmesi, con una de sus níveas piernas
cuidadosamente levantada para dejar a la vista un fragmento de
muslo, la cara untada con sangre artificial, mientras el director y
el cámara daban vueltas a su alrededor calculando los mejores
ángulos, cuidándose de no tocar ni alterar la pose tan astutamente
provocativa. Grogan se instaló al lado derecho de la cama y la
observó ceñudo, como si se preguntara si el director había hecho
bien en elegirla para representar aquel papel. Luego se inclinó y
le olisqueó la piel del brazo. La situación era extraña. Buckley
pensó: "¿Es tu sirviente un perro para que haga eso?". Casi
esperaba que la mujer se sacudiera indignada, se sentara y
extendiera las manos pidiendo una toalla para limpiarse la
cara.
La habitación estaba llena de gente, pero los expertos en
muertes, los oficiales investigadores, los peritos en huellas
dactilares, el fotógrafo y los que exploraban el escenario del
crimen eran hábiles en no estorbarse mutuamente. Buckley sabía muy
bien que Grogan nunca se había acostumbrado a la intervención de
civiles en el escenario del crimen, lo que era extraño si se tiene
en cuenta que él procedía de la Metropolitana, donde el empleo y la
preparación de personal civil habían progresado cuanto era posible.
Pero aquellos dos sabían lo que hacían, se movían tan
cautelosamente y con tanta seguridad como una pareja de gatos
merodeando por su hábitat natural. Había trabajado con ambos
anteriormente, pero no estaba seguro de que pudiera reconocerlos si
se los cruzara en la calle o en el bar. Permaneció a un lado, para
no molestar, y se dedicó a mirar cómo trabajaba el de más edad. En
todo mómento observó sus manos, enfundadas en guantes tan finos que
parecían una segunda piel. Ahora aquellas manos vertían los restos
del té en un tubo de muestras, lo tapaban, lo precintaban y le
adherían una etiqueta; cuidadosamente guardaron la taza y el
platillo en una bolsa de plástico; rasparon una muestra de sangre
del brazo de mármol y la introdujeron en el tubo preparado a ese
efecto; levantaron el propio objeto, tocándolo apenas con las yemas
de los dedos, y lo depositaron en una caja esterilizada; con pinzas
recogieron una nota y suavemente la metieron en un sobre. Junto a
la cama, su colega trabajaba con una lupa y unas pinzas recogiendo
cabellos de la almohada, aparentemente ajeno a aquella cara
aplastada. Cuando el patólogo del ministerio del Interior hubiese
concluido su examen, la ropa de cama sería puesta en una bolsa de
plástico, cerrada herméticamente y agregada al resto del
material.
–El doctor Ellis-Jones está de visita en la casa de su
suegra, en Wareham, lo que es muy conveniente para nosotros -dijo
Grogan-.
Han enviado una escolta a buscarle. Tendría que llegar en la
próxima media hora, aunque no es mucho lo que puede decirnos que no
hayamos visto por nosotros mismos. De todos modos, la hora de la
muerte se puede precisar con bastante exactitud. Si calculamos la
pérdida del calor corporal en un día como el de hoy en alrededor de
un grado y medio por hora durante las primeras seis horas, no es
probable que pueda acercarla más a la que ya conocemos: en algún
momento entre la una y veinte, cuando la joven la dejó viva, según
nos ha dicho Ambrose Gorringe, y las dos y cuarente y tres, cuando
la misma joven encontró el cadáver. El hecho de haber sido la
última persona que vio con vida a la víctima y la primera en
encontrar el cadáver sugiere que la señorita Cordelia Gray es
imprudente o tiene muy mala suerte, lo que podremos determinar
cuando la veamos.
–Por el aspecto de la sangre, señor, yo diría que murió más
bien temprano que tarde dentro de esos límites -comentó
Buckley.
–Sí. En mi opinión, durante los primeros treinta minutos
posteriores a la salida de la joven. ¿Reconoció la cita que estaba
debajo del brazo de mármol, sargento?.
–No, señor.
–Me alivia oírselo decir. Pertenece a "La duquesa de Malfi",
según nos ha informado Ambrose Gorringe, la obra en la que la
señorita Lisle interpretaba el papel principal. "La sangre fluye
hacia arriba y humedece los cielos". Aplaudo el concepto, aunque
sea incapaz de identificar la fuente. Sin embargo, no es del todo
apropiada. La sangre no fluyó hacia arriba, al menos con gran
efusión. Esta sistemática destrucción del rostro fue hecha después
de la muerte. Y conocemos las posibles razones a que obedece algo
semejante.
Es como un examen oral, pensó Buckley. Pero la pregunta era
fácil:.
–Ocultar la identidad. Disimular la verdadera causa de la
muerte. Asegurarse plenamente. Un estallido de furia, de odio o de
pánico.
–Y luego, después de ese ataque de violencia, nuestro
literato asesino vuelve a acomodar serenamente los discos sobre los
ojos de la víctima. Quien lo haya hecho tiene sentido del humor,
sargento.
Entraron juntos en el cuarto de baño, que era un término
medio entre la opulencia de época y el funcionalismo moderno. La
gran bañera era de mármol y estaba empotrada en un armazón de
caoba. El asiento del inodoro también era de caoba, con la cisterna
en lo alto. Las paredes estaban cubiertas de azulejos pintados de
azul, con ramilletes de flores diferentes; había un espejo de
cuerpo entero, con el marco decorado con querubines. Pero el
toallero tenía un dispositivo de calefacción, había bidet, asomaba
una ducha en lo alto de la bañera y el anaquel situado encima del
lavabo contenía un formidable surtido de esencias para el baño,
polvos y lujosos jabones en sus envoltorios de
origen.
Sobre el toallero colgaban desordenadamente cuatro toallas
blancas. Grogan las olió una por una y las frotó entre sus enormes
manazas.
–Es una lástima que el toallero tenga calefacción -dijo-.
Están completamente secas, lo mismo que la bañera y el lavabo. No
hay forma de saber si tuvo tiempo de bañarse antes de que la
mataran, a menos que el doctor Ellis-Jones pueda aislar rastros de
polvo o esencia de baño en la piel, pero ni siquiera eso sería
concluyente. Sin embargo, las toallas parecen haber sido usadas
recientemente y están levemente perfumadas. Tarnbién lo está el
cuerpo, y el aroma es el mismo. En mi opinión, tuvo tiempo de
bañarse. Bebió el té, se quitó el maquillaje y se bañó. Si la
señorita Gray la dejó a la una y veinte, esas operaciones nos
llevarian hasta las dos menos veinte
aproximadamente.
El principal examinador del escenario del crimen esperaba en
la puerta. Grogan se hizo a un lado para dejarle paso, volvió al
dormitorio y permaneció ante la ventana contemplando el punto en
que una finísima línea púrpura separaba las aguas, cada vez más
oscuras, del cielo.
–¿Ha oído hablar alguna vez de los envenenamientos de
Birdhurst?.
–Fue en Croydon, ¿verdad, señor? Arsénico.
–Tres miembros de la misma familia de la clase media fueron
envenenados con arsénico entre abril de 1928 y marzo de 1929:
Edmund Duff, un funcionario colonial retirado, su cuñada y su madre
viuda. En cada uno de los casos el veneno tenía que haber sido
administrado en la comida o en medicamentos. El autor sólo podía
ser una persona de la casa, pero la policía no practicó ninguna
detención. Es una falacia suponer que un pequeño círculo de
sospechosos, todos conocidos entre sí, hace más fácil la solución
de un caso. No es así: sólo hace injustificable el
fracaso.
Fracaso no era una palabra que Buckley recordara haber oído
antes en labios de Grogan. Su optimismo dio paso a cierta ansiedad.
Pensó en sir Charles Cottringham de plantón en el teatro, en el
jefe de policta, en la publicidad del lunes. "Esposa de baronet
muerta a golpes en el castillo de una isla. Célebre actriz
asesinada". Aquél no era un caso que un oficial con ambiciones de
futuro pudiese permitirse el lujo de perder. Se preguntó qué había
en torno a aquel aposento, a aquella víctima, a aquel arma, quizás
en el aire mismo de la isla de Courcy, que había provocado tan
deprimente y cautelosa reflexión.
Por un momento, ninguno de los dos dijo nada. Luego oyeron un
repentino zumbido y una lancha motora rodeó la punta este de la
isla arrastrando una amplia estela curva en dirección al
muelle.
–El doctor Ellis-Jones hace su clásica aparición espectacular
-anunció Grogan-. En cuanto nos haya dicho lo que ya sabemos, que
pertenece al sexo femenino y está muerta, y nos haya explicado lo
que somos capaces de determinar por nosotros mismos, que no fue
accidente ni suicidio y que sucedió entre la una y veinte y las dos
cuarenta y tres, podremos bajar y ocuparnos de averiguar qué tienen
que decir nuestros sospechosos, empezando por el
baronet.
.
–Bien, quizá se hayan visto privados de su momento de gloria,
pero no pueden quejarse de que el día haya sido aburrido -dijo
Ambrose-. El asesinato de Clarissa se habrá difundido por todo el
condado hacia la hora de la cena, lo cual significa que podemos
esperar una invasión de la prensa al amanecer.
–¿Qué harás? – preguntó Ivo.
–Evitar todo desembarco, aunque no con la brutal eficacia de
De Courcy cuando la peste. La isla es de propiedad privada y daré
instrucciones a Munter para que remita toda llamada telefónica a la
policía de Speymouth. Probablemente cuenten con un departamento de
relaciones públicas, y dejaré que ellos se hagan cargo de
todo.
Cordelia, que todavía llevaba puesto su vestido de algodón,
se estremeció. El espléndido día comenzaba a decaer. En breve se
presentaria el sublime momento de transición en que el sol poniente
despide sus últimos y más brillantes rayos, intensificando el color
de la hierba y de los árboles de modo que hasta el aire mismo se
tiñe de verdor. Ahora las sombras caían largas y espesas sobre la
terraza. Los navegantes sabatinos habían emprendido el regreso y el
mar se extendía en desierta calma. Sólo las dos lanchas de la
policía se balanceaban junto al muelle, y los lisos ladrillos de
los muros y torreones del castillo, que por un instante habían
destellado con un rojo más vivo, se oscurecieron y agigantaron en
lo alto, imponentes.
Mientras atravesaban la gran sala, el castillo los recibió
con un silencio artificial. Arriba, la policía trajinaba con su
secreta pericia de la muerte. Sir George estaba siendo interrogado,
o se encontraba con Simon en su habitación. Nadie parecía saberlo y
nadie quiso preguntarlo. De común acuerdo los cuatro, que todavía
esperaban ser interrogados oficialmente, entraron en la biblioteca.
Quizá la estancia fuese menos cómoda que el salón, pero al menos
ofrecía mucho material a quienes decidieran fingir que querían
leer. Ivo ocupó el único sillón y se apoyó en el respaldo, con los
ojos fijos en el techo, las largas piernas estiradas. Cordelia se
sentó ante la mesa de mapas y volvió lentamente las páginas de los
ejemplares encuadernados del "lllustrated London News"
correspondientes a 1876. Ambrose permaneció de espaldas a ellos,
contemplando el jardín. Roma era la más inquieta y se paseaba
constantemente entre las estanterías como un prisionero obligado a
hacer ejercicio. Fue un alivio que entraran los Munter con la
pesada tetera de plata, el hervidor de cobre con la mecha encendida
debajo, el servicio de té Minton. Munter corrió las cortinas y
acercó una cerilla al fuego, que empezó a crepitar.
Paradójicamente, la biblioteca se volvió de inmediato más acogedora
pero más opresiva, encerrada en su hermética calma ensombrecida.
Todos tenían sed. Nadie sentía mucho apetito, pero desde el momento
del descubrimiento del cadáver ansiaban confortarse con el estímulo
del té o del café, y tener que trajinar con tazas y platillos al
menos los mantenía ocupados. Ambrose se instaló al lado de Cordelia
y, mientras removía el té, dijo:.
–Ivo, tú conoces todos los dimes y diretes de Londres.
Háblanos de ese Grogan. Debo confesar que a primera vista no me
gusta nada.
–Nadie conoce todos los cotilleos de Londres. Como tú sabes
muy bien, Londres es un conjunto de pueblos tanto social como
ocupacionalmente, además de geográficamente. Sin embargo, en
ocasiones el cotilleo teatral y el policial se superponen. Existe
una afinidad entre los detectives y los actores, ast como entre
estos últimos y los médicos.
–Ahórranos la disertación. ¿Qué sabes de él? Supongo que
habrás hablado con alguien.
–Reconozco que telefoneé a uno de mis contactos, de hecho
desde esta biblioteca, mientras tú estabas ocupado recibiendo a
Grogan y sus secuaces. Según dicen, se despidió de la Metropolitana
porque le repugnaba la corrupción reinante en el Departamento de
Investigación Criminal. Eso ocurrió antes de la última purga,
naturalmente. En apariencia, es un hombre de William Morris a carta
cabal: "Nunca más mi caballero ni caballero de Dios, siendo tú
mucho más honrado, mucho más puro, bueno y fiel que ellos". Esto,
aunque más no fuera, tendría que tranquilizarte,
Roma.
–Nada concerniente a la policía me
tranquiliza.
–Supongo que será mejor que me cuide de ofrecerle un trago
-agregó Ambrose-. Podría interpretarlo como un intento de soborno o
de corrupción. Me pregunto si el jefe de policía, o quienquiera que
decida estas cosas, no lo habrá enviado aquí para que
fracase.
–¿Por qué haría nadie semejante cosa? – preguntó Roma en tono
áspero.
–Mejor que le ocurra a un recién llegado y no a uno de tus
propios hombres. Además, la posibilidad del fracaso es casi una
certeza. Éste es un crimen aislado y convenientemente separado de
tierra firme, "terminus a quo y terminus ad quem" conocidos. Sería
perfectamente posible cerrar el caso, como creo que se dice en la
jerga del oficio, en el plazo de una semana. Todo el mundo espera
que se resuelva pronto. Pero si el criminal… y en un gesto de
caballerosidad demos por sentado que se trata de un hombre,
mantiene la cabeza clara y la boca cerrada, dudo de que corra
peligro. Todo lo que tiene que hacer es ceñirse a su historia, en
ningún momento justificarse, en ningún momento embellecerla, en
ningún momento dar explicaciones.
Lo importante no es lo que la policía sabe o sospecha sino lo
que pueda probar.
–Da la impresión de que no quieres que se resuelva -observó
Roma.
–Aunque mis deseos en ese sentido no son muy vivos,
preferiría que se resolviera. Sería verdaderamente tedioso pasar el
resto de la vida como sospechoso de asesinato.
–Pero atraeria a más turistas, ¿no? A la gente le encantan la
sangre y lo truculento. Podrías mostrar también el escenario del
crimen…, por un suplemento de veinte peniques,
naturalmente.
–No consiento el sensacionalismo -replicó Ambrose
tranquilamente-. Por eso a los visitantes de verano no se les
muestra la cripta. Además, éste es un asesinato de mal
gusto.
–¿Acaso no lo son todos?.
–No necesariamente. Creo que podría inventarse un buen juego
de salón clasificando los casos clásicos según su nivel de mal
gusto. Éste me parece particularmente absurdo, extravagante y
teatral.
Roma había terminado su primera taza de té y se estaba
sirviendo la segunda:.
–Me parece bastante apropiado. – Hizo una pausa y agregó-: Es
extraño que nos hayan dejado solos. Pensé que nos acompañaría un
subalterno de paisano que tomaría notas de todas nuestras
indiscreciones.
–La policía conoce el límite de sus atribuciones y de su
poder. Les he cedido mi despacho y han clausurado las dos
habitaciones de huéspedes. Pero éstas siguen siendo mi casa y mi
biblioteca y sólo entrarán aquí si son invitados. Hasta que decidan
acusar a alguien, tenemos derecho a ser tratados como inocentes.
Incluido Ralston, aunque como marido tiene que ser elevado a la
condición de principal sospechoso. ¡Pobre George! Si realmente la
amaba, esto tiene que ser un infierno para él.
–Sospecho que dejó de amarla seis meses después de la boda
-comentó Roma-. Entonces ya debía saber que Clarissa era incapaz de
ser fiel.
–Me parece que jamás se dio por enterado -amputó
Ambrose.
–No delante de mí, pero yo los frecuentaba muy poco. Por otro
lado, ¿qué podía hacer ante este tipo concreto de
insubordinación?
No puedes tratar a una esposa infiel como si fuese un
subordinado recalcitranta. Sin embargo, no creo que esa situación
le gustara. Si él no la mató, y ni por un solo instante creo que lo
hiciera probablemente no está del todo desagradecido a quien lo
haya hecho. El dinero le vendrá bien para subvencionar esa
organización fascista que dirige, la Unión de Patriotas Británicos.
¡No se deduce del nombre que es un fascista?.
Ambrose sonrió.
–Bueno, yo no esperaría encontrarla llena de trotskistas y de
socialistas internacionales, pero es bastante inofensiva. Una
mentalidad adolescente y un ejército geriátrico.
Roma posó ruidosamente la taza y reanudó su inquieto
paseo.
–¡Vaya si sois buenos para engañaros a vosotros mismos! Se
trtata de algo repulsivo, violento y, lo que es más imperdonable
aún, sus componentes se toman a sí mismos en serio. Cren de verdad
en su peligroso disparate. De modo que riamos y quizá deje de
existir. Pero cuando la suerte esté echada, ¿a quién creéis que
defenderá ese ejército geriátrico? ¿A los pobres proletarios?
¡Seguro que no!.
–Más bien espero que me defiendan a mí.
–¡Lo harán, Ambrose, lo harán! A tí y a las multinacionales,
a la clase dirigente, a los barones de la prensa. El dinero de
Clarissa servirá para mantener al rico en su mansión y al pobre
ante su verja.
–¿Pero no recibes tu una parte del dinero? – Preguntó
Ambrose, con una inflexión de picardía en la voz-. ¿Y no te será
útil?.
–Por supuesto. El dinero siempre es útil. Pero no es
importante. Supongo que me alegraré cuando lo reciba, pero no lo
necesito.
Y por cierto no es tan importante como para matar. Si a eso
vamos, ignoro qué puede ser lo bastante importante para
matar.
–¡No seas ingenua, Roma! Una rápida lectura de los diarios te
informará de qué considera la gente lo bastante importante para
matar. En principio, las emociones peligrosas y destructivas. El
amor, por ejemplo.
Munter apareció en el vano de la puerta. Tosió como un
mayordomo de repertorio, pensó Cordelia.
–Acaba de llegar el patólogo, señor, el doctor Ellis-Jones
-anunció Munter.
Por un momento, Ambrose pareció confundido, como si se
preguntara si debía recibir protocolariamente al recién
llegado.
–Será mejor que vaya, supongo -dijo-. ¿Sabe la policía que
está aquí?.
–Todavía no, señor. Me pareció correcto informarle a usted
primero.
–¿Dónde está?.
–En la gran sala, señor.
–No podemos hacerle esperar. Acompáñale a donde esté el
inspector Grogan. Supongo que necesitará algunas cosas. Agua
caliente, por ejemplo.
Gorringe paseó la mirada a su alrededor, como si esperara que
se materializaran en el aire una jarra y una palangana. Munter
salió.
–Lo presentas como si se tratara de un parto -murmuró
Ivo.
Roma se volvió y dijo en un tono que era mezcla de queja y
asombro:.
–¡No pensará hacer aquí la autopsia!.
Todos clavaron la mirada en Cordelia. Ésta pensó que Ambrose
debía conocer el procedimiento, pero también él la contempló con
mirada inquisitiva.
–No -dijo Cordelia-. Se limitará a un examen preliminar de lo
que denominan escenario del crimen. Tomará la temperatura del
cuerpo, tratará de determinar el momento de la nuerte. Después se
la llevarán. No les gusta mover el cadáver lasta que el patólogo lo
ha examinado y certificado que la vida se ha
extinguido.
–¡Qué curiosa cantidad de información posees, para ser una
chica que se llama a sí misma secretaria-acompañante! – intervino
Roma Lisle-. ¡Ah, lo había olvidado! Ambrose nos ha dicho que eres
detective privada. Tal vez puedas explicarnos por qué nos han
tomado a todos las huellas dactilares. Lo considero particularmente
ofensivo, sobre todo la forma en que sujetan los dedos y los
aprietan contra la almohadilla. No sería tan repugnante si
permitiesen que cada uno lo hiciera por su cuenta.
–¿No expusieron sus motivos? – se sorprendió Cordelia-. Si
descubren huellas dactilares en el dormitorio de Clarissa, quieren
estar en condiciones de eliminar las nuestras.
–O identificarlas. ¿Y qué más están haciendo, aparte de
interrogar a George? La verdad es que han traído bastantes hombres
consigo.
–Algunos de ellos son, probablemente, personal técnico del
laboratorio forense. También pueden ser lo que se denomina "peritos
en el escenario del crimen". Reunirán las pruebas científicas,
muestras de sangre y de fluidos corporales. Retirarán la ropa de
cama y la taza con su platillo. Analizarán los restos del té, para
averiguar si estaba envenenado. Podrían haberla drogado antes de
matarla. Estaba tendida boca arriba, muy apacible.
–No se necesita ninguna droga para conseguir que Clarissa se
tienda boca arriba y muy apacible -a Roma se le escaparon las
palabras. Entonces vio las expresiones de sus interlocutores, se
puso coloradísima y gritó-: ¡Lo siento! No tendría que haber dicho
eso. Pero es que no puedo creerlo, no me la imagino allí tendida,
con la cabeza aplastada. Mi imaginación no es de esa índole. Estaba
viva y ahora ha dejado de existir. No me era simpática y yo no le
caía bien a ella. La muerte no puede alterar ese hecho para ninguna
de las dos. – Se dirigió a la puerta casi tambaleándose-. Iré a dar
un paseo. Tengo que salir de este lugar. Si Grogan me necesita, que
me busque.
Ambrose volvió a llenar la tetera y se sirvió otra taza,
luego se sentó sin prisas junto a Cordelia.
–Eso es lo que me sorprende del compromiso político. Su
prima, la mujer con la que prácticamente se crió, ha sido
asesinada, y en breve se la llevarán para que sea científicamente
descuartizada por un patólogo del ministerio del Interior. Está
impresionada, eso es evidente. Pero en el fondo le importa tan poco
como si le hubieran dicho que Clarissa se ha indispuesto a causa de
un leve ataque de fibrositis. Sin embargo, uno menciona la U.P.B.
del pobre Ralston y se pone histérica.
–Está asustada -señaló Ivo.
–Eso es obvio, ¿pero de qué tiene miedo? No de ese lastimoso
puñado de guerreros de pacotilla, supongo.
–En ocasiones me asustan también a mí. Supongo que tenía
razón en cuanto al dinero y a que Ralston recibirá la mayor parte.
¿A cuánto asciende?.
–Mi querido Ivo, no lo sé. Clarissa nunca me confió los
detalles de sus finanzas personales. No éramos tan
íntimos.
–Creía que lo erais.
–Aunque lo hubiésemos sido, dudo que me lo hubiera dicho. Eso
es lo sorprendente con respecto a Clarissa. No lo creerás, pero es
la pura verdad. Le encantaban los chismorreos, pero sabía guardar
un secreto cuando quería. Clarissa era feliz acumulando,
acumulación que incluía pepitas de información
útil.
–¡Qué inesperado y cuán peligroso! – concluyó
Ivo.
Cordelia los observó: los chispeantes ojos maliciosos de
Ambrose, el esqueleto apenas cubierto de Ivo, atravesado en su
asiento, las largas manos huesudas colgando de muñecas que parecían
demasiado delgadas y frágiles para sostenerlas, la cara de color
masilla con sus huesos salientes vueltos hacia el techo de estuco.
Se sintió abrumada por una confusión de sentimientos: ira, una
profunda piedad sin destino y una emoción menos familiar que
reconoció como envidia. ¡Ellos estaban tan seguros en su sardónico
y casi humorístico despego! ¿Podía algo afectar realmente sus
corazones o sus nervios, excepto la posibilidad de su propio dolor?
E incluso el dolor físico -el gran nivelador universal- sería
recibido por ellos con irónico disgusto o burlón desdén. ¿Acaso Ivo
no afrontaba así su propia muerte? ¿Por qué esperaba que se
afligieran a causa de que una mujer con la que ninguno de los dos
simpatizaba mucho yaciera en el piso de arriba con la cara
machacada? Sin embargo, no era necesario recurrir al trillado
aforismo de Donne para sentir que algo se le debía a la muerte, que
algo en sus relaciones, en el castillo mismo, en el aire que
respiraban, se había visto afectado y sutilmente alterado.
Súbitamente se sintió muy sola y muy joven. Percibió que Ambrose la
observaba: como si hubiese leído sus pensamientos, Gorringe
dijo:.
–Una parte del horror del crimen es que despoja de sus
derechos a los muertos. No creo que ninguno de los aquí reunidos se
sienta personalmente desolado por la muerte de Clarissa. Pero si
hubiese muerto de muerte natural, la lloraríamos en el sentido de
que pensaríamos en ella con esa confusa mezcla de pesar,
sentimentalidad y comprensivo interés que es el tributo normal a
quienes acaban de morir. Tal como han ocurrido las cosas, sólo
pensamos en nosotros mismos. ¿O no? ¿O no?.
–No creo que Cordelia esté pensando en sí misma -dijo
Ivo.
La biblioteca volvió a enclaustrarlos en su silencio, pero
sus oídos permanecían anormalmente alertas a cualquier crujido, y
tres cabezas se levantaron al unísono al oír amortiguados pasos en
el corredor y el sonido distante, débil pero inconfundible, de una
puerta al cerrarse.
–Creo que se la están llevando -conjeturó Ivo en un
susurro.
Avanzó en silencio hasta quedar detrás de una de las cortinas
y Cordelia le siguió. Entre las amplias extensiones de césped
escarchadas por la luz de la luna, cuatro siluetas oscuras y
alargadas, sin sombras, como fantasmas, cumplían su tarea
inclinadas. Detrás iba sir George, con las piernas rígidas y
erguido, como si la espada chasqueara al costado de su cuerpo. La
reducida procesión semejaba un grupo de deudos que entierran
subrepticiamente a sus muertos de acuerdo con un rito esotérico y
prohibido. Cordelia, agotada por la impresión y la fatiga, lamentó
no experimentar alguna respuesta de misericordia personal y
adecuada a las circunstancias. En cambio ocupó su mente un susurro
de atávico terror, imágenes de pestes y crímenes secretos, los
hombres de De Courcy librándose de sus víctimas bajo el manto de la
noche. Le pareció que Ivo había dejado de respirar. Aunque él no
pronunció palabra, Cordelia percibió la intensidad de su mirada a
través del contacto de su hombro rígido. Entonces las cortinas se
abrieron y apareció Ambrose:.
–Llegó con el sol matinal y se va a la luz de la luna. Yo
tendría que estar allí. Grogan debería haberme avisado que se la
llevaban. ¡La conducta de ese hombre se está volviendo
intolerable!.
Y así fue, pensó Cordelia, como partió Clarissa en su último
viaje desde Courcy Island, con aquella nota de queja un tanto
displicente.
Una hora después, se abrió la puerta y entró sir George.
Debió de percibir sus miradas inquisitivas, la pregunta que nadie
quería hacer.
–Grogan se mostró perfectamente cortés, pero no creo que haya
elaborado ninguna teoría. Supongo que conoce su trabajo. Esa mata
de pelo roio debe representar una desventaja… a la hora de pasar
inadvertido, quiero decir.
–Creo que a su nivel la investigación es primordialmente
trabajo de escritorio -razonó Ambrose en tono grave, dominando la
crispación de sus labios-. No creo que se dedique a acechar en las
sombras.
–Pero tiene que hacer algún trabajo de campo para no perder
la práctica. Supongo que podría teñírselo.
Sir George cogió "The Spectator" y se instaló ante la mesa de
mapas, tan cómodo como si se encontrara en su club londinense. Los
demás lo miraron en desconcertado silencio. Cordelia pensó: nos
estamos comportando como candidatos a un examen oral a quienes les
gustaría saber qué preguntas les harán pero conslderan que seria un
abuso preguntarlo. Lo mismo debió de pensar Ivo, pues
dijo:.
–La policía no está haciendo un concurso para elegir al
sospechoso favorito del año. Confieso que siento cierta curiosidad
por su estrategia y su técnica. Hacer críticas de Agatha Christie
en el Vaudeville no es una buena preparación para enfrentarse a la
realidad. ¿Cómo fueron las cosas, Ralston?.
Sir George levantó la vista del periódico y dio la impresión
de concentrarse reflexivamente.
–Como cabia esperar. ¿Dónde estuve y qué hice exactamente
esta tarde? Respondí que me habia dedicado a observar pájaros en
los acantilados occidentales. También les informé que a través de
mis prismáticos había visto a Simon llegar a la playa durante el
camino de regreso. Aparentemente la policia lo consideró
importante. Me interrogaron sobre la fortuna de Clarissa. ¿A cuánto
asciende? ¿Quién la heredará? Grogan perdió veinte minutos
preguntándome sobre la vida de las aves en Courcy. Supongo que
intentaba que me sintiera cómodo. Un tanto extraño,
pensé.
–O trataba de sorprenderte en una mentira, más probablemente,
con taimadas trampas acerca de los hábitos de anidación de especies
inexistentes. ¿Y con respecto a la mañana? – se interesó Ivo-.
¿Esperan que presentemos un detalle de todos nuestros movimientos
desde que nos despertamos?.
Su voz contenía una deliberada indiferencia, pero los cuatro
sabían qué era lo que preguntaba y conocían la importancia de la
respuesta. Sir George volvió a coger el periódico y, sin levantar
la vista, respondió:.
–No dije más de lo necesario. Les hablé de la visita a la
iglesia y a la Caldera del Diablo. Mencioné al ahogado pero no di
nombres. No tiene sentido confundir la investigación con viejas
historias. Eso no les concierne.
–Me tranquilizas -declaró Ivo-. Es la línea que me propongo
seguir. En cuanto se presente la oportunidad hablaré con Roma, y
tú, Ambrose, podrías hacer lo mismo con el muchacho. Como dice
Ralston, no tiene sentido confundirlos con viejas y desdichadas
cuestiones, con batallas remotas.
Nadie respondió; de repente sir George levantó la vista del
periódico y dijo:.
–Lo siento, lo había olvidado. Ahora quieren verla a usted,
Cordelia.
.
Miró a Grogan por primera vez. Tuvo la impresión de que era
más corpulento aún que el hombretón que había visto bajar de la
lancha policial. Su poblada cabellera rojiza era más larga de lo
que cabe esperar en un oficial de policía; sobre la frente le caía
un mechón que de vez en cuando echaba hacia atrás con su manaza. A
pesar del tamaño, su rostro -con pómulos salientes y sus ojos
hundidos- daba una impresión de delgadez extrema. Debajo de cada
pómulo, una pincelada de vello incrementaba la sensación de ruda
animalidad, impresión sumamente contradictoria con el excelente
corte de su sobrio traje de tweed. Su cutis era tan rubicundo que
todo su aspecto ss volvía rojizo; hasta el blanco de los ojos
pareciva sanguinolento., Cuando movió la cabeza, Cordelia
vislumbró, bajo su inmaculada camisa, la clara líinea divisoria
entre la cara bronceada por el sol y el blanco cuello. La
diferencia era tan marcada que parecía alguien a quien han
decapitado y vuelto a unir la cabeza. Trató de imaginarlo
barbirroio, como un aventurero isabelino, pero la imagen resultó
sutilmente falsa. A pesar de toda su fuerza no se le habría
encontrado entre los hombres de acción sino maquinando secretamente
en las trastiendas del poder. ¿Podria haber sido descubierto en la
temible celda de la torre manejando las palancas del potro? Pero
eso era injusto. Apartó de su mente las enfermizas imágenes y se
obligó a recordar qué era Grogan en realidad: un importante oficial
de policía del siglo veinte, sujeto a las normas de la fuerza
pública, limitado por los reglamentos judiciales, que realizaba un
trabajo vital aunque desagradable y que tenía derecho a contar con
su colaboración. No obstante, lamentó estar tan asustada. Esperaba
sentir cierta ansiedad, pero no aquel acceso de humillante pánico.
Logró dominarlo, pero fue consciente de que Grogan, experimentado
como era, lo había detectado y le había sentado
mal.
La escuchó en silencio mientras relataba, en respuesta a su
solicitud, la secuencia de acontecimientos que habían mediado entre
la llegada de sir George a Kingly Street y su descubrimiento del
cadáver de Clarissa. Le había entregado la serie de mensajes, que
ahora estaban desparramados sobre el escritorio. De vez en cuando,
a medida que la voz de Cordelia subía y bajaba, Grogan los cambiaba
de sitio como si buscase una pauta significativa. Cordelia se
alegró de no estar conectada a un detector de mentiras. Sin duda
alguna la aguja habría brincado cada vez que se acercaba a aquellos
momentos en que, sin decir ninguna falsedad manifiesta, omitía con
toda deliberación los hechos que había decidido mantener en
reserva: la muerte de la hija de Tolly, la revelación de Clarissa
en la Caldera del Diablo, la fallida petición de dinero por parte
de Roma. Cordelia no intentó justificar esas supresiones fingiendo
ante sí misma que a él no le interesarían. En aquel momento estaba
demasiado cansada para decidir acerca de la moralidad de su
actitud. Sólo sabía que ni siquiera evocando el rostro aplastado de
Clarissa sacaría a luz ciertas cuestiones.
Grogan le hizo repetir el relato una y otra vez,
presionándola especialmente con respecto a las puertas del
dormitorio. ¿Estaba absolutamente segura de haber oído que Clarissa
echaba la llave? ¿Cómo podía estar tan cierta de haber cerrado con
llave su propia alcoba? En algunos momentos, Cordelia se preguntó
si el hombre intentaba confundirla deliberadamente, a la manera de
un abogado defensor que simula ser obtuso, que aparenta no haber
comprendido bien. Cordelia fue progresivamente más consciente de su
propia fatiga, de la manaza de Grogan apoyada en la lámpara del
escritorio, del vello rojo que brillaba en sus dedos, del suave
crujido de las páginas cuando el sargento Buckley las volvía. Debía
de haber hablado bastante más de una hora cuando Grogan concluyó el
prolongado interrogatorio y ambos guardaron silencio. Luego el
hombre dijo a bocajarro, como si despertara de su
aburrimiento:.
–¿Así que usted se llama a sí misma detective, señorita
Gray?.
–Yo no me llamo nada a mí misma. Soy propietaria de una
agencia de detectives y la dirijo.
–Correcta distinción. Pero ahora no tenemos tiempo de
detenernos en eso. Me ha dicho usted que sir George Ralston la
contrató como detective. Por eso estaba aquí con su esposa cuando
ésta murió. ¿Qué le parece si me dice lo que ha descubierto hasta
ahora?.
–Me empleó para que protegiera a su esposa y yo dejé que la
mataran.
–Aclaremos esto. ¿Quiere decir que estuvo presente y permitió
que alguien la matara?.
–No.
–¿O que la mató usted?.
–No.
–¿O que estimuló, ayudó o le pagó a alguien para que la
matara?.
–No.
–Entonces deje de compadecerse de sí misma. Probablemente
usted no creyó que corriera verdadero peligro. Tampoco su marido.
Evidentemente, tampoco lo creyó así la policía
metropolitana.
–Pensé que podían tener sus razones para ser escépticos -dijo
Cordelia.
De pronto los ojos de Grogan se volvieron
penetrantes:.
–Se me ocurrió que quizá la señorita Lisle se había enviado a
sí misma una de las notas, la que fue mecanografiada en la máquina
de escribir del marido. En esos días él estaba en Estados Unidos y
no podía habérsela enviado.
–¿Y por qué habría hecho eso la señorita
Lisle?.
–Con el propósito de eximir a sir George. Creo que temía que
la policía sospechara de él. ¿Acaso no suelen pensar en el marido
en primer lugar? Clarissa deseaba dejar bien sentado que él estaba
fuera de toda sospecha, quizá porque no quería que la policía
perdiera el tiempo con él, quizá porque sabía que él no era
culpable. Pienso que la policía metropolitana puede haber
sospechado que ella misma se envió el mensaje.
–Hicieron algo más que sospecharlo -explicó Grogan-.
Analizaron la saliva de la solapa del sobre. La secreción
correspondía a alguien del mismo grupo sanguíneo que la señorita
Lisle y ese grupo es muy raro. Le pidieron que mecanografiara una
nota inofensiva, un mensaje que contenía algunas letras dispuestas
en el mismo orden que la cita. Con esas pruebas insinuaron,
diplomáticamente, que ella podía haber enviado la nota. Lo negó.
Pero no se puede esperar que después de eso se tomaran muy en serio
las amenazas.
Entonces había acertado: Clarissa se había cursado a sí misma
aquel mensaje. Pero podía estar equivocada en cuanto a los motivos.
Al fin y al cabo lo había hecho chapuceramente y con toda
probabilidad no había dejado fuera de sospecha a sir George. En
cambio había conseguido que la policía no se tomara más interés por
lo que debia de considerar la travesura de una mujer, probablemente
neurótica, que quería llamar la atención. Y eso habría servido de
maravilla al verdadero culpable. ¿Alguien le habría sugerido a
Clarissa que se enviara aquella nota a sí misma? ¿Había sido la
única de que era autora? La sucesión de mensajes, ¿no sería una
elaborada complicidad entre ella misma y otra persona? Pero
Cordelia rechazó esa hipótesis apenas concebirla. De algo estaba
segura: Clarissa temía la llegada de los mensajes. Ninguna actriz
podía haber fingido ese temor. Estaba convencida de que moriría. Y
había muerto.
Cordelia se dio cuenta de que los dos hombres la observaban
atentamente. Habia permanecido en silencio, con las manos cruzadas
sobre el regazo y los oios bajos, sumida en sus pensamientos.
Aguardó a que ellos rompieran el silencio, y cuando el inspector
habló, Cordelia creyó detectar en su voz un tono distinto, que
podía ser de respeto.
–¿Dedujo algo más sobre esas notas?.
–Pensé que podian haber sido enviadas por personas
diferentes, aparte de la señorita Lisle, me refiero. No vi la
primera media docena que recibió. Crei posible que fuesen distintas
de las últimas. Por otro lado, la mayoría de las que leí, las que
le he entregado, pueden encontrarse en el "Diccionario Penguin de
Citas". Creo que quien las mecanografió tenia el libro delante al
copiarlas.
–¿En distintas máquinas de escribir?.
–Eso no es difícil. No son máquinas nuevas y las marcas son
diferentes. En Londres y en los suburbios existen numerosas tiendas
que venden máquinas nuevas y reajustadas, y dejan una o dos para
que el público las pruebe. Sería casi imposible rastrear una
máquina si alguien fuera de tienda en tienda y mecanografiara unas
pocas líneas en cada una.
–¿Y quién sugiere usted que lo hizo?.
–Lo ignoro.
–¿Y qué me dice del corresponsal anónimo inicial, el que
podríamos decir, concibió la brillante idea?.
–Tampoco conozco la respuesta.
Cordelia no pensaba llegar más lejos. Les había dicho
bastante, tal vez demasiado. Si necesitaban móviles que los
descubrieran por su cuenta. Y existía un motivo para los
amenazadores mensajes, que jamás divulgaría. Si Ivo Whittingham
había guardado el secreto sobre la tragedia de Tolly, ella seguiría
sus pasos.
Entonces volvió a hablar Grogan, inclinado sobre el
escritorio de modo que su poderoso cuerpo y la potente voz ronca
surgieran hacia ella, palpables como una fuerza.
–Pongamos algo en claro. Golpearon a la señorita Lisle hasta
matarla. Usted sabe qué le ocurrió. Vio el cadáver. Ahora bien,
quizá no haya sido una mujer buena ni agradable, pero eso no tiene
nada que ver. Tenía tanto derecho a vivir su vida como usted, o
como yo, o como cualquier criatura de este mundo.
–Naturalmente. No veo la necesidad de
decirlo.
¿Por qué su voz sonó tan débil, casi
quejumbrosa?.
–Le sorprendería todo lo que es necesario decir en la
investigación de un homicidio. El sindicato de los vivos es la
asociación de protección mutua más poderosa del mundo. Usted está
pensando en los vivos, es a los vivos a quienes quiere proteger, a
usted misma sobre todo, por supuesto. Mi trabajo consiste en pensar
en ella.
–No puedo devolverle la vida. – Las palabras salieron
disparadas de su garganta y cayeron en toda su deplorable
vulgaridad.
–No, pero puede evitar que otro siga el mismo camino. Nadie
es más peligroso que un asesino que logra su objetivo. Me permito
insistir en esos tópicos porque quiero que entienda bien una cosa:
es posible que usted sea más lista de lo que conviene, señorita
Gray. Usted no está aquí para resolver este caso. Ésa es mi tarea.
No está aquí para proteger a los vivos. Deje eso en manos de sus
abogados. Ni siquiera está aquí para proteger a los muertos. Ellos
están muy lejos de necesitar su condescendencia. "On doit des
égards aux vivants; on ne doit aux morts que la vérité". Usted es
una joven culta y comprende lo que significa eso.
–"Debemos respeto a los vivos; a los muertos sólo les debemos
la verdad". Voltaire, ¿verdad? Aunque a mí me lo enseñaron con otra
pronunciación. – En cuanto dijo esas palabras se
avergonzó.
Pero para sorpresa de Cordelia, la respuesta de Grogan fue
una sonora carcajada:.
–No me cabe la menor duda, señorita Gray. Yo aprendí el
francés por mi cuenta, con un manual y una clave fonética. Pero
medítelo. No existe mejor consigna para un detective, y en esa
categoría incluyo a las detectives privadas a quienes les gustaría
ayudar a la policía pero son capaces de mentir sin remordimientos.
Eso no es posible, señorita Gray. No lo es. – Cordelia no
respondió. Después de una breve pausa, Grogan agregó-: Lo que me
sorprende un poco, señorita Gray, es lo mucho que observó, y con
cuánto detalle, cuando descubrió el cadáver. La mayoría de las
personas, y no sólo una mujer joven, se habrían sentido
conmocionadas.
Cordelia pensó que el hombre tenía derecho a conocer la
verdad, o al menos hasta el punto en que ella misma la
comprendiera.
–Lo sé, y yo también me sorprendí. Creo saber lo que ocurrió.
Fue que no soportaba sentir demasiadas emociones. Era algo tan
horrible, que parecía irreal. Mi intelecto tomó todo a su cargo y
lo convirtió en una especie de rompecabezas detectivesco porque me
habría resultado insoportable si no me hubiese concentrado en
aislarme del horror examinando la habitación, notando pequeñeces,
como la mancha de lápiz labial en la taza. Quizá sea eso lo que
sienten los médicos en el escenario de un accidente. Una tiene que
concentrarse en procedimientos y técnicas, porque de lo contrario
podría comprender que lo que yace alli es un ser
humano.
–Así es como un policía se enseña a sí mismo a comportarse
ante un accidente -intervino el sargento Buckley-. O ante un
asesinato.
Sin apartar los ojos de Cordelia, Grogan
dijo:.
–Entonces ¿lo considera verosímil,
sargento?.
–Sí, señor.
El miedo agudiza la percepción y también los sentidos.
Observando la agraciada y más bien pesada cara del sargento
Buckley, su mesurada sonrisa de suficiencia, Cordelia dudó de que
nunca en su vida hubiese necesitado aquel hombre apelar a ese
expediente contra el dolor, y se preguntó si estaría intentando
poner de manifiesto su capacidad de comprensión o si estaba en
connivencia con su superior para llevar a cabo un interrogatorio
preestablecido.
–¿Y qué dedujo exactamente su inteligencia cuando tan
oportunamente se hizo cargo de todas sus emociones? – preguntó el
inspector.
–Lo obvio: que las cortinas habian sido echadas aunque no
estaban así cuando salí, que faltaba el joyero, que habían bebido
el té. Me pareció extraño que la señorita Lisle se hubiese quitado
el maquillaje y que hubiese una mancha de carmín en la taza. Eso me
sorprendió. Creo que tiene…, que tenía labios sensibles y usaba un
carmín cremoso que se corre un poco. Entonces ¿por qué no se le
corrió mientras almorzaba? La parte superior de la mesita estaba
llena de bolas de algodón sucias. Noté que no había tanta sangre
como cabe esperar de una herida en la cabeza. Me pareció posible
que la hubiesen matado de otra manera y que las lesiones en la cara
las hubiesen provocado con posterioridad. Me dejaron perplejas los
discos sobre los ojos. Los tienen que haber puesto en su lugar
después de la muerte. Quiero decir que es imposible que hayan
permanecido tan bien colocados mientras le destruían el
rostro.
Se produjo un prolongado silencio. Luego Grogan afirmó con
voz inexpresiva.
–Está sentada del lado del escritorio que no le corresponde,
señorita Gray.
Cordelia esperó un instante y declaró, con la esperanza de no
estar haciendo más mal que bien.
–Debo decirle algo más. Sé que sir George no puede haber
matado a su mujer. De cualquier modo, estoy segura de que usted no
sospecharía de él, pero hay algo que debe saber. Cuando entró en el
dormitorio y barboté cuánto lo sentía, me miró con una especie de
asombrado horror. Comprendí que por un momento pensó que yo la
había matado y que lo estaba confesando.
–¿Y no era así?.
–No con respecto al crimen. Sólo en relación con el fracaso
de la misión que me encomendó.
El inspector Grogan volvió a cambiar de
táctica.
–Volvamos al viernes por la noche, cuando usted estaba con la
señorita Lisle en su dormitorio y ella le mostró el cajón secreto
de su joyero. La crítica de la representación de Rettigan. ¿Tiene
usted la certeza de que no era otra cosa?.
–Absolutamente.
–No era un documento ni una carta.
–Era un recorte de periódico, y leí el
titular.
–¿Y en ningún momento su cliente, le recuerdo que era su
cliente, dio la menor indicación de saber o sospechar quién la
amenazaba?.
–No, nunca.
–Y por lo que usted sabe, no tenía enemigos…
–No mencionó ninguno.
–¿Y usted misma no puede arrojar ninguna luz sobre quién la
mató y por qué?.
–No.
Esto debe ser igual que estar en el banquillo de los
acusados, pensó Cordelia: las preguntas medidas, las respuestas más
prudentes aún, el ansia de largarse.
–Gracias, señorita Gray -concluyó Grogan-. Ha sido muy útil.
No tanto como yo esperaba, pero, de todos modos, útil. Todavía es
demasiado pronto. Volveremos a hablar.
–¿Qué piensa de ella?.
Buckley vaciló, pues no estaba seguro de si su jefe quería
una evaluación de la última entrevistada como mujer o como
sospechosa. Luego dijo cautamente:.
–Es atractiva. Con algo felino. – Como sus palabras no
provocaron una respuesta inmediata, agregó-: Digna y segura de sí
misma.
Se sintió bastante complacido con su propia descripción:
evidenciaba cierta inteligencia y no lo comprometía a nada. Grogan
empezó a garabatear en la hoja en blanco que tenía delante un
complicado diseño de triángulos, cuadrados y círculos precisamente
entrelazados que se extendieron en la página recordándole a Buckley
los más farragosos problemas escolares de geometría. Le resultó
difícil no fijar obsesivamente la vista en triángulos isósceles y
bisectrices.
–¿Cree que lo hizo ella, señor? – preguntó.
Entonces Grogan empezó a engrosar los
perímetros:.
–Si lo hizo, fue durante esos cincuenta y cinco minutos y
pico en que afirma haber tomado el sol en el peldaño inferior de la
terraza, convenientemente lejos de la vista y el oído de los demás,
Tuvo el tiempo y la oportunidad. Sólo contamos con su palabra en el
sentido de que cerró con llave la puerta de su dormitorio y que la
señorita Lisle hizo lo mismo con su puerta. E incluso aunque ambas
puertas, además de la comunicación, estuviesen cerradas,
probablemente Gray era la única persona a la que Clarissa Lisle
habría permitido la entrada. Cordelia Gray sabía dónde se
encontraba el mármol. Estaba levantada esta mañana cuando Gorringe
descubrió que faltaba. En su dormitorio tiene un armario con llave
en el que podría haberlo ocultado. Sabemos que el último mensaje,
lo mismo que el que se hizo en el dorso del grabado en madera, fue
mecanografiado en la máquina de Gorringe. Gray sabe escribir a
máquina y tuvo acceso al despacho. Es inteligente y no pierde la
cabeza ni siquiera cuando la aguijoneo para que la pierda. Si tuvo
algo que ver en esto, a mi juicio fue como cómplice de Ralston. La
explícación que nos dio éste sobre sus motivos para contratarla me
pareció artificial. ¿Notó que ella y Raiston dieron versiones casi
idénticas de la visita del hombre a Kingly Street y lo que cada uno
de ellos dijo? Todo tan perfecto como si lo hubiesen ensayado.
Probablemente así fue.
Pero Buckley planteó una objeción en voz
alta:.
–Sir George fue militar. Está acostumbrado a expresar las
cosas metódicamente. Ella, por su parte, tiene buena memoria, sobre
todo para los acontecimientos importantes. Y esa visita fue
importante para Gray. Probablemente Ralston le pagó bien, y además
podía recomendarla a otras personas. El hecho de que sus relatos
sean casi idénticos es tan indicativo de culpa como de
inocencia.
–Según los dos, era la primera vez que se veían. Si son
cómplices tenían que conocerse de antes. Pero lo que pueda haber
entre ellos, no será demasiado difícil de
averiguar.
–No los imagino como pareja. Quiero decir que es muy difícil
ver qué tienen en común.
–La política más que la cama, supongo. Si bien cuando se
trata del sexo, nada es demasiado extravagante como para
descartarlo. Aunque el trabajo policial no enseñe otra cosa, eso se
aprende. Gray podría haberse encaprichado con llegar a ser lady
Ralston. Debe haber formas más fáciles de conseguir dinero que
dirigiendo una agencia de detectives. Y recuerde que Ralston tendrá
dinero. El de su esposa, concretamente. No creo que llegue a
destiempo. Sir George debe de estar gastando un dineral en su
organización… la U.P.B. o como se llame. Un asunto extraño, si
usted quiere. Supongo que me dirá que es una fuerza de aficionados,
entrenada y dispuesta a apoyar al poder civil en una emergencia;
¿pero no es eso lo que hace el general Walker? Entonces, ¿en qué
andan metidos exactamente George Ralston y sus vetustos
conspiradores?.
Como Buckley no conocía la respuesta y en realidad apenas
había oído hablar de la Unión de Patriotas Británicos, optó por
guardar silencio al respecto y, en cambio,
preguntó:.
–¿Creyó a Gray cuando dijo que sir Geotge pensó que ella
estaba confesando?.
–Lo que la señorita Gray creyó ver en la expresión de sir
George no es una prueba. Y no me cabe la menor duda de que se
asombró si creía oírla confesar un crimen que había cometido él
mismo.
Buckley pensó en la muchacha que acababa de dejarlos; volvió
a ver el rostro amable y abierto, los ojazos resueltos, las
delicadas manos unidas sobre su regazo, como las de una niña.
Ocultaba algo, por supuesto, ¿pero acaso no hacían todos lo mismo?
Eso no la convertía en una asesina. Por otro lado, la idea de un
contubernio entre ella y Ralston le parecía grotesca y repugnante.
Tal vez el jefe había alcanzado la edad en que necesitaba empezar a
creer la vieja y lastimosa mentira con que se engañan a sí mismos
los hombres maduros y los ancianos: que las jóvenes los encuentran
físicamente atractivos. Lo que pueden hacer los viejos machos
cabríos, se dijo a sí mismo, es comprar juventud y placer sexual
con dinero, poder y prestigio. Pero no creía que sir George Ralston
estuvíese en ese mercado ni que Cordelia Gray pudiera comprarse.
Dijo en tono impasible:.
–No me ímagíno a la señorita Gray como
asesina.
–Le aseguro que exige un esfuerzo de imaginación. Aunque
probablemente eso era lo que pensaba el señor Blandy de la señorita
Blandy. 0 L'Angelier de Madeleine Smith, si a eso vamos, antes de
que ella le enviara tan poco amablemente su cacao y el arsénico por
el ascensor de servicio.
–En ese caso ¿no se sobreseyó la causa por falta de pruebas,
señor?.
–Un pusilánime jurado de Glasgow que tendría que haber sabido
cómo eran las cosas y que probablemente lo sabía. Pero nos estamos
anticipando a los hechos. Necesitamos el resultado de la autopsia y
tenemos que saber qué había, si es que había algo, en el té.
Probablemente el doctor Ellis-Jones la tenderá mañana sobre la
losa, sea o no domingo. Una vez que ponga manos a la obra, será
rápido en la carniceria. Al menos eso debo
reconocérselo.
–¿Cuánto tiempo se tomará el laboratorio,
señor?.
–Sólo Dios lo sabe. Todo sería distinto si tuviésemos idea de
qué es lo que estamos buscando. No existe un número ilimitado de
drogas capaces de anular o matar en breve plazo y sin dejar rastros
evidentes en el organismo. Pero hay suficientes para mantenerlos
ocupados unos cuantos días, si es que no hay otros casos
pendientes. Podemos obtener alguna pista de la autopsia, por
supuesto. Entretanto seguiremos con Londres. ¿Hasta qué punto se
conocía esta gente entre sí antes de llegar a la isla para pasar el
fin de semana? ¿Qué sabe la Metropolitana de Cordelia Gray y su
agencia? ¿Qué sentía realmente Simon Lessing por su benefactora, y
cómo murió, exactamente, su padre? ¿La señorita Tolgarth es la
devota ayuda de camara y servidora de la familia que se nos
presenta? ¿Cuánto invierte sir George en sus soldaditos de juguete?
¿Cuánto recibirá exactamente Roma Lisle según el testamento, y con
cuánta urgencia lo necesita? Eso es todo, para
empezar.
Y nada de todo eso, pensó Buckley, encajaba en el tipo de
información que la gente corre a contarte, sonriente. Significaba
que habría que hablar con directores de banco, abogados, amigos,
conocidos y colegas de los sospechosos, la mayoría de los cuales
sabrían hasta dónde debían llegar. En teoría todo el mundo quiere
que descubran a los asesinos, así como en teoría todo el mundo
aprueba las residencias para enfermos mentales de la comunidad,
siempre que no las construyan detrás de su jardín. Sería más
sencillo para la policía y tranquilizador para los huéspedes del
castillo que hallaran a esos convenientes ladronzuelos escondidos y
amedrentados en algún lugar de la isla. Pero no creía que
existieran y sospechaba que nadie lo creía. Al mismo tiempo, sería
un desenlace insípido y decepcionante. ¿Qué gloria había en atrapar
a un par de aterrados gamberros lugareños que habían matado por
impulso y que ni siquiera tendrían agallas para mantener la boca
cerrada hasta recibir una citación? Pero allí había una
inteligencia en acción. El caso era exactamente el tipo de desafio
con el que gozaba Buckley y que el trabajo policial rara vez
proporcionaba.
–Hay hechos. Hay suposiciones. Hay creencias. Aprenda a
diferenciarlos, sargento. Todos los seres humanos mueren: es un
hecho. La muerte puede no ser el fin: es una suposición. Los
muertos se van al cíelo: es una creencia. Lisle fue asesínada: es
un hecho. Recibía comunicaciones anónimas. Hecho: otras personas
estaban presentes cuando llegaban. Amenazaban su vida: es una
suposición. Es mucho más probable que buscaran estropear su carrera
de actriz. La aterraban: suposición. Eso es lo que nos dijo su
marido y lo que ella le dijo a la señorita Gray. Pero recuerde que
era actriz. Lo que ocurre con las actrices es que actúan.
Supongamos por un momento que ella y su marido fraguaron la
totalidad del plan: los mensajes amenazadores, el terror y el
peligro aparente, el ataque de nervios en mitad de una obra, la
contratación de una detective privada, todo.
–No entiendo para qué, señor.
–Tampoco yo, todavía. ¿Una actriz se humillaría por voluntad
propia en el escenario? ¿Quién puede saberlo? Para mí los actores
pertenecen a una raza extraña.
–Si sabía que estaba acabada como actriz, ella y su marido
podrían haber tramado lo de los mensajes con el propósito de tener
una excusa pública para el fracaso.
–Excesivamente ingenioso e innecesario. ¿Por qué no fingir
que su salud estaba fallando? Además, no dio publicidad a los
mensajes. Por el contrario, parece haberse tomado el trabajo de
evitar que la noticia se difundiera. ¿Puede una actriz permitir que
su público sepa que alguien la odia tanto?¿No se consumen por que
todo el mundo las adore? No, yo estaba pensando en algo más sutil.
De algún modo, Ralston la persuade de que disimule que su vida esta
amenazada y luego la mata habiéndola arrastrado, por así decirlo, a
tramar su propia muerte. ¡Vaya si sería ingenioso! Demasiado tal
vez.
–Pero, ¿para qué correr el riesgo de hacer intervenir a la
señorita Gray?.
–¿Qué riesgo?Ella no podía descubrir que las cartas eran
falsas, al menos durante un breve fin de semana. Muy breve, en lo
que a la señorita Lisle se refiere. Emplear a Gray era el toque
artístico de todo el plan.
–Todavía creo que sir George habría corrido un
riesgo.
–Dice eso porque hemos entrevistado a la muchaha. Es
inteligente y conoce su trabajo. Pero Ralston o lo sabía. ¿Quién
era ella, a fin de cuentas? La propietaria de una agencia de
detectives que sólo contaba con una mujer. Después de que Lisle la
conoció en casa de su amiga…,creo recordar que era la señora
Fortescue, probablemente le sugirió a Ralston que la contrataran.
De ahí que no se molestara en entrevistarla peronalmente. ¿Para
qué, si todo era una superchería?.
–Su hipóteiss es ingeniosa, señor, pero aún falta saber por
qué habría aceptado todo eso la señorita Lisle. ¿Qué razón puede
haberle dado Ralston para convencerla de que fingiera que su vida
estaba amenazada?.
–Tiene razón, sargento. Al igual que la señorita Gray, corro
el peligro de ser más listo de lo que me conviene. Pero de algo
estoy seguro: el homicida pasó la noche bajo este techo. Tengo un
grupo selecto de sospechosos. sir George Ralston, baronet, una
especie de héroe de guerra y niño mimado de la derecha geriátrica.
Un distinguido crítico teatral del que hasta yo he oído hablar.
Gravemente enfermo, a lo que parece, lo que significa que con toda
probabilidad morirá en mis manos bajo el más delicado de los
interrogatorios. Interrogatorio. Es extraño cuánto disgusta esa
palabra. Demasiados ecos de la Gestapo y del K.G.B., supongo. Un
novelista con un bestse ller en su haber, que no sólo es el
propietario de la isla sino que es amigo de los Cottringham,
quienes tienen influencia sobre el gobernador, el jefe de policía,
el miembro del parlamento y cualquiera que pese en el condado. Una
respetable librera y ex profesora, probablemente miembro de la
Asociación por los Derechos Civiles y de grupos feministas, que se
quejará a su diputado de acoso policial si llego a levantarle la
voz. Y un estudiante…, para colmo, sensible. Supongo que debo
agradecer que no sea menor de edad.
–Y un mayordomo, señor.
–Gracias por recordármelo, sargento. No debemos olvidar al
mayordomo, a quien considero una ofensa gratuita por parte del
destino. Entonces, demos un respiro a la burguesía y prestemos
oídos a Munter.
.
Grogan, sentado ante el escritorio, se apoyó en la silla con
tanta fuerza que el respaldo crujió; giró entonces para encarar a
Munter y estiró las piernas como si quisiera afirmar su derecho a
sentirse tan cómodo como en su casa.
–¿Qué tal si empezara por decirnos quién es, de dónde viene,
cuál es exactamente el trabajo que realiza aquí?.
–Mis obligaciones nunca han sido concretadas con precisión,
señor. Ésta no es una casa corriente. Pero estoy a cargo de todos
los asuntos domésticos y dirijo a los otros miembros del personal,
mi mujer y Oldfield, que es jardinero, factótum y barquero. Si se
necesita personal extra, cuando el señor Gorringe da una comida o
tiene huéspedes, se contrata temporalmente en tierra firme. Yo me
ocupo de la plata, del vino y de servir la mesa. Cocinar es una
tarea por lo general compartida. Mi mujer es la repostera y en
ocasiones cocina personalmente el señor Ambrose. Le encanta
preparar entremeses.
–Muy sabrosos, sin duda. ¿Cuánto hace que forma parte de esta
casa poco corriente?.
–Mi mujer y yo entramos al servicio del señor Gorringe en
julio de 1978, tres meses después de un viaje al extranjero. En
1977 había heredado el castillo de su tío. Quizá le interese un
breve "curriculum vitae". Nací en Londres en 1940 y estudié en las
escuelas primaria y secundaria de Pimlico. Después hice un curso de
hostelería y durante siete años trabajé en hoteles nacionales y
extranjeros. Pero decidí que la vida de los estabIecimientos
públicos no se adecuaba a mi temperamento e ngresé en el servicio
privado, primero con un caballero de negocios norteamericano que
vivía en Londres y luego, cuando regresé a mi tierra, serví en
Dorset, con su señoría, en Bossington House. Estoy seguro de que
mis señores anteriores darán referencias mías si es
necesario.
–Sin duda. Si yo estuviese buscando un criado, creo que usted
lo haría muy bien. Pero consultaré una fuente de carácter más
objetivo, la oficina de antecedentes penales. ¿Le
preocupa?.
–Me ofende, señor, no me preocupa.
Buckley se preguntó en qué momento dejaría Grogan los
circunloquios para pasar a lo importante: ¿qué había hecho Munter
entre el final del almuerzo y el momento del descubrimiento del
cadáver? Si los preliminares tenían la intención de provocar al
testigo, no dieron en el blanco. Sin embargo, Grogan conocía su
trabajo, o al menos eso parecían pensar los de la Metropolitana:
había llegado a Dorset rodeado de cierta farna. De pronto dejó de
mirar fijamente a Munter y su tono se tornó
coloquial:.
–La representación se convertiría en un acontecimiento anual,
¿verdad? ¿Algo así como un festival de teatro,
quizá?.
–No puedo decírselo. El señor Gorringe no me ha confiado sus
proyectos.
–Yo diría que una vez era suficiente. Debió de significar
mucho trabajo suplementario para usted y su
esposa.
La lenta y desaprobadora mirada de Munter alrededor del
despacho fue un inventario de los desagradables cambios operados:
la leve reacomodación de los muebles; la chaqueta de Buckley,
colgada del respaldo de su silla; la bandeja del cafe con las dos
tazas sucias, rodeadas de migajas de galletas a medio
comer.
–Los inconvenientes domésticos ocasionados por lady Ralston
viva -respondió el mayordomo- eran insignificantes en comparación
con los inconvenientes ocasionados por lady Ralston
asesinada.
Grogan mantuvo la pluma delante de su cara y escrutó la
punta, moviéndola hacia atrás, y hacia delante como si quisiera
comprobar su buena vista.
–¿La consideraba una invitada agradable, simpática, con la
que era fácil congeniar?.
–Nunca me hice semejante pregunta.
–Pues hágasela ahora.
–Lady Ralston me parecía una dama muy
agradable.
–¿Ningún problema? ¿Ningún desacuerdo? ¿Ninguna bronca que
usted recuerde?.
–Nada de eso, señor. Una gran pérdida para el teatro inglés.
– Hizo una pausa y agregó con cara inexpresiva-: Y para sir George
Ralston, naturalmente.
Era imposible saber si la declaración era irónica, pero
Buckley se preguntó si también Grogan había captado el evidente
toque de desdén. Grogan se balanceó en el asiento, con las piemas
estiradas, y clavó una mirada analítica en su testigo. Munter fijó
la vista ante sí con aspecto de paciente resignación y, después de
un minuto de silencio, se permitió echar una ojeada a su
reloj.
–¡Muy bien! Adelante. Ya sabe lo que queremos: una relación
completa de dónde estuvo, qué hizo y a quién vio entre la una de la
tarde, cuando concluyó el almuerzo, y las dos y cuarenta y tres,
momento en que la señorita Gray descubrió el
cadáver.
Según su relato, Munter había pasado todo el tiempo en la
pIanta baja del castillo, moviéndose principalmente entre el
comedor, su despensa y el teatro. Como había estado constantemente
ajetreado con los preparativos para la obra y la cena, le resultaba
imposible decir dónde o con quién había estado en un momento
determinado, aunque no crría haber estado solo más de unos minutos
en todo ese tiempo. Con voz que no reflejaba el menor pesar, dijo
que lamentaba infinitamente no poder ser más preciso pero que no
podía saber, por supuesto, que con posterioridad le pedirían una
narración tan detallada de todos sus movimientos. Primero había
ayudado a su mujer a limpiar y guardar las cosas utilizadas durante
el almuerzo, y luego había ido a inspeccionar los vinos. Debió de
atender tres llamadas telefónicas, una de un invitado al que un
malestar le impedía asistir a la representación, otra de alguien
que preguntaba a qué hora saldría la lancha de Speymouth, y la
última del ama de llaves de lady Cottringham, que quería saber si
necesitaban más copas. Estaba ordenando el vestuario de los hombres
cuando apareció su mujer entre bambalinas para pedirle que mirara
una de las enormes teteras, pues le parecía que no funcionaba. Era
una desgracia tener que alquilar teteras; al señor Gorringe le
disgustaba profundamente y se quejaba de que daban a la gran sala
el aspecto de un salón de reuniones del Instituto Femenino, pero
con un público compuesto por ochenta personas, sin contar a los
miembros de la compañía, su uso era indispensable.
En algún momento, no sabía exactamente cuándo, recordó que el
señor Gorringe le había pedido que buscara otra caja de música para
el tercer acto, porque la señorita Lisle había expresado su
insatisfacción con la presentada en el ensayo general. Había
entrado a buscarla en aquel mismo despacho, en el "chiffonnier" de
nogal. En ese momento dirigió la mirada a lo que Buckley pensó
agriamente que muy bien podía llamarse aparador. Su tía Sadie tenía
uno muy parecido, no tan delicadamente trabajado en las puertas y
en los bordes de los estantes, pero prácticamente idéntico. Tía
Sadie afirmaba que llevaba generaciones en la familia; lo tenía en
el recíbidor interior y lo llamaba aparador. Lo usaba para las
fruslerías que sus hijos le llevaban cuando salían de vacaciones,
recuerdos baratos de la Costa del Sol, de Malta y ahora de Miami.
Tendría que informarle que lo que tenía era un "chiffonnier", y
ella le respondería que eso parecía el nombre de un puñetero
helado.
Volvió la página de la libreta. La resignada voz de Munter
siguió zumbando. Había llevado al teatro la segunda caja de música
y la había dejado junto a la primera, sobre la de los accesorios.
Poco después, como mucho a las dos y cuarto, había aparecido el
señor Gorringe y juntos habían revisado la utilería. Entonces llegó
la hora de ir al muelle para recibir a la lancha que trasladaba al
resto de los actores desde Speymouth. Acompañó al señor Gorringe y
ayudó en el desembarco. Luego ambos acompañaron a los caballeros a
los vestuarios, mientras su esposa y la señorita Tolgarth se
ocupaban de las señoras. Permaneció unos diez minutos detrás del
escenario y luego fue a su despensa, donde la señora Chambers y su
nieta abrillantaban Ia cristalería. Regañó a la chica, Debbie, a
causa de una copa manchada, y dio orden de que volvieran a lavar
toda la cristalería. Después fue al comedor, con el propósito de
recoger las sillas para la cena, que se celebraría en la gran sala,
Allí se encontraba cuando el señor Gorringe asomó la cabeza y le
informó de la muerte de la señorita Lisle.
Grogan permaneció con la cabeza gacha, como si le costara
asimilar el sucinto relato. Un instante después dijo, en voz
baja:.
–Usted es incondicionalmente leal al señor Gorringe, por
supuesto.
–Claro que sí, señor. Cuando el señor Gorringe me dio la
noticia, le dije: ¿En nuestra casa?.
–Muy shakespeariano. Un toque Macbeth. ¿El señor Gorringe le
respondió: "Algo atroz en cualquier casa"?.
–Podía haberlo hecho, señor, pero en realidad me pidió que
fuera al muelle e impidiera que desembarcaran los invitados. Él me
seguiría lo antes posible y expondría las lamentables
circunstancias que imponían cancelar la función.
–¿Las lanchas ya estaban en el muelle?.
–Aún no. Calculé que se encontraban a tres cuartos de milla
de alí.
–¿Es decir, que no había ninguna prisa?.
–Era algo que no podía dejarse al azar. El señor Gorringe no
quería que la investigación policial se viese obstaculizada por la
presencia en la isla de otras ochenta personas en estado de
confusión o de congoja.
–En estado de gozosa excitación, más probablemente -comentó
Grogan-. Nada como un buen crimen como sensación emocionante. ¿0 no
lo sabía?.
–No lo sabía, señor.
–Fue muy considerado por parte de su amo… supongo que así le
llama usted, pensar en primer lugar en los intereses de la policía.
Una actitud digna de encomio. ¿Sabe qué hacía el señor Gorringe
mientras usted perdía cierta cantidad de tiempo en el
muelle?.
–Supongo que telefoneó a la policía y puso al corriente a sus
invitados y a los actores sobre la muerte de lady Ralston. No me
cabe la menor duda de que él le informará si se lo
pregunta.
–¿Y cómo, exactamente cómo le puso a usted al corriente de la
muerte de lady Ralston?.
–Me dijo que la habían matado a golpes. Me dio instrucciones
de que informara a los invitados, cuando llegaran, de que había
sido de un golpe en la cabeza: no había por qué atormentarlos
innecesariamente. Tal como ocurrieron las cosas, no tuve que
informarles de nada, pues el señor Gorringe estaba a mi lado cuando
llegaron las lanchas.
–Un golpe en la cabeza. ¿Vio usted el
cadáver?.
–No. El señor Gorringe cerró con llave el dormitorio de lady
Ralston después de que encontrara el cadáver. Ningún miembro del
personal tuvo ocasión de verlo.
–Pero sin duda usted se habrá formado una opinión sobre la
forma en que le infligieron ese golpe en la cabeza. Supongo que se
permitió elaborar alguna hipótesis, que experimentó una curiosidad
natural… Quizá llegó incluso a discutirlo con su
esposa.
–Se me ocurrió pensar que quizás el hecho estaba relacionado
con la desaparición del brazo de mármol. El señor Gortringe le
habrá informado que la vitrina fue forzada a primera hora de esta
mañana.
–Entonces díganos lo que sepa al respecto.
–El objeto fue traído al castillo por el señor Gorringe a su
regreso de Londres el jueves por la noche. Él mismo lo guardó en la
vitrina. Ésta se mantiene cerrada con llave porque en los meses de
verano el castillo recibe visitantes, en fechas que se anuncian por
adelantado, y la compañía aseguradora del señor Gorringe ha
insistido en que se tomen ciertas medidas de seguridad. El señor
Gorringe colocó petsonalmente el brazo en su sitio, en mi
presencia, y mantuvimos una breve conversación sobre su posible
procedencia. Después cerró la vitrina. Las llaves de las vitrinas
expositoras no se guardan en el tablero, junto con las de la casa,
sino en el cajón inferior izquierdo del escritorio ante el cual
está usted sentado. La vitrina estaba intacta y el brazo de mármol
en su lugar cuando la inspeccioné, poco después de medianoche. El
señor Gorringe la encontró en su estado actual cuando se dirigía a
la cocina antes de las siete. Es muy madrugador y prefiere
prepararse el té de la mañana; suele llevarse la bandeja a la
terraza o a la biblioteca, según el estado del tíempo. Examinamos
juntos los daños.
–¿Usted no vio a nadie, no oyó nada?.
–No, señor. Estaba ocupado en la cocina, preparando las
bandejas.
–¿Y encontró a todos cuando subió las
bandejas?.
–A todos los caballeros. Mi esposa me ha dicho que las
señoras también estaban acostadas. La bandeja de lady Ralston la
subió más tarde su camarera, la señorita Tolgarth. Aproximadamente
a las siete y media entró el señor Gorringe para decirme que
acababa de llegar sir George inesperadamente, que una barca
pesquera lo había dejado en la pequeña bahía, al oeste del cabo. Yo
no lo vi hasta que dejé el desayuno en el calientaplatos del cuarto
de desayunos, a las ocho en punto.
–Pero, ¿cree usted que cualquiera podría haber penetrado en
la casa después de las seis y cinco, cuando usted abrió las puertas
del castillo?.
–La puerta trasera, que lleva a la gran sala, fue abierta por
mí a las seis y cuarto. En ese momento miré hacia el jardín y el
sendero que lleva a la playa y al camino costero. No vi a nadie.
Pero cualquiera podría haber entrado y forzado esa cerradura entre
las seis y cuarto y las siete.
El resto de la entrevista no dio frutos. Munter pareció
arrepentirse de su locuacidad y abrevió sus respuestas. Ignoraba
que lady Ralston estuviese recibiendo mensajes anónimos y no podía
hacer ninguna sugerencia en cuanto a su origen. Cuando le mostraron
uno de los mensajes toqueteó el papel con cierta repugnancia y dijo
que era del mismo tipo que el que compraban normalmente él y su
esposa, aunque en color crema y no blanco. El papel de cartas del
castillo llevaba las señas grabadas y era de distinta calidad, como
podía verificar el señor inspector abriendo el cajón superior
izquierdo del escritorio. No sabía que el señor Gorringe hubiese
regalado a lady Ralston uno de sus cofres victorianos, ni le habían
dicho que faltaba de su lugar. Sin embargo, podía describirlo, pues
en el castillo sólo existían dos. Lo había hecho un platero de Hunt
Rosken en 1850 y según decían figuró entre las piezas exhibidas en
la Gran Exposición de 1851. Habían pensado usarlo como accesorio en
el tercer acto, pero finalmente la elección recayó en el joyero más
grande y menos valioso, aunque más vistoso.
Grogan arrugó la frente, irritado ante tal despliegue de
datos ajenos al tema.
–Aquí se ha cometido un crimen, un sanguinario crimen contra
una mujer indefensa -dijo-. Si usted sabe algo, si sospecha algo,
si más tarde se le ocurre cualquier cosa que tenga que ver con este
asesinato, espero que me lo haga saber. La policía está aquí y aquí
se quedará. Quizá no estemos físicamente presentes en todo momento,
pero nos encontraremos en los alrededores; nos ocuparemos de esta
isla, nos ocuparemos de todo lo que ocurra aquí, lo que significa
que nos ocuparemos de usted hasta que el asesino sea entregado a la
justicia. ¿He sido lo suficientemente claro?.
Munter se puso en pie. Su rostro seguía impertérrito cuando
dijo:.
–Perfectamente claro, señor. Permítame decirle que Courcy
Island está acostumbrada a los crímenes y que normalmente los
asesinos no han sido entregados a la justicia. Quizás usted y sus
colegas tengan mejor suerte.
Cuando se marchó, se produjo un prolongado silencio. Buckley
sabía que no debía interrumpirlo.
–Piensa que lo hizo el marido, o quiere que nosotros pensemos
que lo hizo el marido -dijo Grogan un rato después-. No ha dado
pruebas de originalidad. Es lo que estamos obligados a pensar, de
cualquier manera. ¿Conoce el caso Wallace?.
–No, señor.
Buckley se dijo que si había de continuar trabajando con
Grogan, le convenía conseguir un ejemplar del "Quién es quién de
los asesinos".
–Liverpool, enero de 1931. Wallace, William Herbert.
Inofensivo agente de seguros trota de puerta en puerta recaudando
unos peniques semanales en casa de pobres diablos muertos de miedo
al pensar que no podrán pagar sus propios funerales. Aficionado al
ajedrez y el violín. Casado un poco por encima de sus medios. Él y
su esposa Julia vivían en fina pobreza, que es la peor pobreza de
todas, por si no lo sabía, apartados del mundo. El 19 de enero,
mientras él buscaba el domicilio de un cliente en ciernes, que
podía existir o no, a Julia le golpean salvajemente la cabeza en el
salón de su casa. Wallace fue procesado por homicidio, y un
resuelto jurado de Liverpool, que probablemente no fue del todo
imparcial, lo declaró culpable. Posteriormente el tribunal de
apelaciones pasó a la historia jurídica anulando la sentencia en
razón de que era arriesgado condenarlo ante la insuficiencia de
pruebas. Le soltaron y dos años más tarde murió de una enfermedad
renal, mucho más lenta y dolorosamente que si le hubieran ahorcado.
Es un caso fascinante. Las pruebas siempre pueden apuntar en
cualquier dirección, según la forma en que uno las interprete. A
veces permanezco despierto toda la noche pensando en esto. El
peligro de cómo puede orientarse mal un caso si a la policía se le
mete en la cabeza que tiene que ser el marido, debería ser
asignatura obligatoria en los estudios que capacitan para una
pesquisa policial.
Todo eso está muy bien, pensó Buckley, pero si había de
creerse en las estadísticas criminales, por lo general era el
marido. Grogan podía ser de miras muy amplias, pero Buckley no
tenía la menor duda de cuál era el nombre que figuraba en la
cabecera de su lista.
–Los Munter se lo han organizado muy bien, ¿no? – dijo el
sargento.
–¿Verdad que sí? Nada que hacer salvo revolotear alrededor de
Gorringe mientras él condimenta sus diminutos entremeses, lustrar
la plata antigua y atenderse mutuamerite. Pero el hombre mintió al
menos en un punto. Vuelva a la entrevista con la señora
Chambers.
Buckley volvió hacia atrás las páginas de la libreta. La
señora Chambers y su nieta habían sido las dos primeras
entrevistadas porque la mujer exigió que la devolvieran a tierra
firme con tiernpo para hacerle la cena a su marido. Se había
mostrado charlatana, ofendida y belicosa, considerando la tragedia
como una nueva triquiñuela del destino, cuyo maleficio consistía en
crearle problemas domésticos. Lo que más la preocupaba era el
desperdicio de comida: ¿quién se comería una cena preparada para
más de cien personas? Media hora más tarde, Buckley la observó
cuando bajó contoneándose a la lancha con su nieta, cada una de
ellas con un par de canastas cubiertas. Al menos una parte de la
comida bajaría por los gaznates de la familia Chambers. Ella y su
nieta -una vivaracha joven de diecisiete años, inclinada a reírse
en los momentos de emoción- habían estado ocupadas, casi siempre
juntas o con la señora Munter, durante todo el período crítico.
Personalmente, Buckley opinaba que Grogan había perdido demasiado
tiempo con ellas y le había molestado tener que anotar el torrente
de observaciones impertinentes vertidas por la abuela. Por fin
encontró la página y empezó a leer, diciendo para su coleto que
quizás el viejo quería comprobar la corrección de su taquigrafía:
"¡Un asco, eso es lo que es! Yo siempre digo que no hay nada peor
que ser asesinada por extraños y lejos de casa. Cuando yo era
pequeña estas cosas no ocurrían. Son esos jovencitos modernos, con
sus motocicletas. El sábado pasado llegaron a Speymouth en manadas,
con sus rugientes y apestosas máquinas. Me gustaría saber por qué
la policía no toma cartas en el asunto. ¿Por qué no les quitan las
motos y las arrojan por el muelle junto con ellos, cogiéndolos por
el fondillo de los pantalones? Con eso se acabarlan sus desmanes.
No pierdan el tiempo interrogando a mujeres decentes y cumplidoras
de la ley. Persigan a esos gamberros".
Buckley interrumpió la lectura:.
–En ese punto usted señaló que ni siquiera los jóvenes
gamberros podían llegar en moto a Courcy Island, y la mujer
respondió que sabían cómo hacerlo, que eran
astutos.
–No me refiero a esa parte -dijo Grogan-. Un poco antes,
cuando ella rabiaba por los problemas domésticos.
Buckley retrocedió un par de páginas: "Siempre me alegra
hacerle un favor al señor Munter. No me molesta venir un día a la
isla y traer conmigo a Debbie si la necesitan. La chica no tenía la
culpa de que las copas estuviesen sucias. No tiene derecho a hacer
eso. El señor Munter no tenía ningún derecho a tratarla como lo
hizo. Cada vez que viene lady Ralston ocurre lo mismo. Se le
arrugan los pantalones cuando la ve. El señor Munter es un cagón.
El martes vinimos para el ensayo general y le juro que nunca vi
nada semejante. Ella pidiendo esto, pidiendo lo otro, nada era del
gusto de su señoría. Y cuarenta actores para el almuerzo y para el
té. Todo tenía que ser como exigía, aunque el señor Gorringe no
estaba. El señor Munter me dijo que se había ido a Londres, y le
aseguro que lo comprendo. Cualquiera creería que era la dueña y
señora. Le dije al señor Munter que no me fastidiaba ayudar esta
vez, pero que si pensaban repetir ese jaleo el año que viene, que
no contara conmigo. Se lo dije: bórreme. Me respondió que no debía
preocuparme. Calculaba que ésta sería la última obra en que
actuaría lady Ralston en Courcy Island".
Buckley dejó de leer y observó a Grogan. Se dijo que tendría
que haber recordado ese indicio de prueba. Probablermente la había
taquigrafiado en una fuga de aburrimiento. Merecía una mala
nota.
–Sí, eso es -confirmó su jefe-. Éste es el párrafo que
quería. Le pédiré una explicación a Munter cuando llegue el
momento, pero no todavía. Es bueno guardarse algunos ases en la
manga. Sospecho que la señora Munter será igualmente discreta
cuando confirme complaciente la historia de su marido. Pero de
momento la haremos esperar. Creo que es hora de oír lo que tenga
que decirnos el anfitrión de la señorita Lisle. Usted es del lugar,
sargento. ¿Qué sabe de él?.
–Muy poco, señor. Abre el castillo al público para la
temporada estival, e imagino que se trata de una estratagema para
pagar menos impuestos escudándose en el mantenimiento. Es reservado
y evita la publicidad.
–Pues tendrá que darse una panzada de publicidad hasta que se
cierre el caso. Por favor, asómese y pídale a Rogers que lo llame,
con la acostumbrada amabilidad, por supuesto.
–
.
Interrogado formalmente por primera vez, repitió sin
discrepancias lo que había sintetizado ante ellos cuando llegaron a
la isla. Conocía a la señorita Lisle desde la infancia -los padres
de ambos pertenecían al servicio diplomático y en muchas ocasiones
habían coincidido en las mismas embajadas-, pero en años recientes
habían perdido el contacto, y se habían visto muy poco hasta que él
heredó la isla de su tío, en 1977. El año siguiente se encontraron
en un estreno y ella fue invitada a la isla. Ambrose no lograba
recordar si la proposición había partido de él o de la señorita
Lisle. A raíz de esa visita y del entusiasmo de ella por el teatro
victoriano, habia surgido la decisión de montar una obra. Estaba
enterado de los mensajes amenazadores, pues se encontraba con ella
cuando llegó a sus manos uno ellos, pero Clarissa no le había dicho
que seguían llegando ni tampoco que la señorita Gray era detective
privada, aunque sospechó que podía serlo cuando le mostró el
grabado en madera que alguien había pasado por debajo de la puerta
del dormitorio. Habían tomado la decisión de no mortificar a la
señorita Lisle con aquel anónimo ni con la noticia de la
desaparición del brazo de mármol. Reconoció, sin inquietud
evidente, que no tenía coartada para los cruciales noventa y tantos
minutos transcurridos entre la una y veinte y el descubrimiento del
cadáver. Se había quedado tomando café con Whittingham, había ido a
su habitación alrededor de la una y media, dejando a aquél en la
terraza, había descansado un cuarto de hora hasta que llegó el
momento de cambiarse, y salió de su habitación, poco después de las
dos, para dirigirse al teatro. Munter estaba entre bastidores;
juntos habían revisado los accesorios y discutido una dos
cuestiones relativas a la cena. Alrededor de las dos y veinte
habían salido al encuentro de la lancha que transportaba a Ia
compañía desde Speymouth y luego había permanecido en los
vestuarios de los hombres más o menos hasta las tres menos
cuarto.
–¿Y el brazo de mármol? – preguntó Grogan-. ¿Cuándo lo vio
usted por última vez?.
–¿No se lo he dicho, inspector? Lo vi por última vez anoche,
alrededor de las once y media, cuando vine a comprobar los horarios
de las mareas. Me interesaba calcular cuánto tardarían las lanchas
el sábado por la tarde, y también por la noche, en su regreso a
Speymouth. Las aguas pueden ser muy rápidas entre la isla y tierra
firme. Munter lo vio en su lugar, en la vitrina, poco después de
medianoche. Descubrí que faltaba y vi la cerradura forzada cuando
iba a la cocina esta mañana, a las siete menos
cinco.
–¿Todos los huéspedes lo habían visto y sabían dónde estaba
guardado?.
–Todos, con excepción de Simon Lessing, que estaba nadando
mientras los demás recorrieron el castillo. Que yo sepa, Simon no
se acercó en ningún momento al despacho.
–¿Qué hace aquí el muchacho, por lo demás? – inquirió
Grogan-. ¿No tendría que estar en la escuela? Creo que lady Ralston
le pagaba una educación privilegiada, que no es alumno externo del
instituto local.
La pregunta podría haber sonado ofensiva, pensó Buckley, si
la voz, cuidadosamente contenida, hubiese entrañado rastros de
emoción. Gorringe respondió con la misma
serenidad.
–Estudia en Melhurst. La señorita Lisle escribió solicitando
un permiso especial para este fin de semana. Probablemente pensó
que Webster sería educativo. Lamentablemente, el fin de semana
resultó educativo para el muchacho en formas que ella no podía
prever.
–Una verdadera madraza para el chico, vamos…
–No creo que podamos decir tanto. Yo aseguraría que el
sentido maternal de la señorita Lisle estaba subdesarrollado. Pero,
dentro de sus limitaciones, le interesaba sinceramente el muchacho.
Lo que usted debe comprender acerca de la víctima de este caso es
que disfrutaba siendo bondadosa, como sin duda nos ocurre a la
mayoría, siempre que no nos cueste demasiado.
–¿Y cuánto le costaba Simon Lessing a la señorita
Lisle?.
–Principalmente sus derechos de matrícula. Calculo que unas
cuatro mil libras anuales, un lujo que podía permitirse. Supongo
que todo empezó porque le remordía la conciencia por haber deshecho
el matrimonio de los padres del muchacho. Si así era, creo que se
trataba de un sentimiento superfluo, pues supongo que el hombre
eligió.
–Simon Lessing tiene que haberse tomado a mal ese casamiento,
al menos en nombre de su madre si no en el propio. A no ser que
considerara que valía la pena tener una madrastra
acaudalada.
–Ocurrió hace seis años. Simon tenía apenas doce cuando su
padre lo abandonó. Y si usted sugiere, sin excesiva sutileza diría
yo, que se lo tomó tan a mal como para machacarle la cara a la
madrastra, esperó demasiado para hacerlo y escogió un momento
singularmente inadecuado. ¿Sabe sir George Ralston que usted
sospecha de Simon? Es muy probable que se considere a sí mismo
padrastro del chico. Querrá tomar medidas para proteger los
intereses de Simon si usted sigue adelante con esa absurda
idea.
–En ningún momento he dicho que sospecháramos de él. Por otro
lado, y dada la juventud del chico, he acordado con sir George que
estará presente cuando hable con él. Pero el señor Lessing tiene
diecisiete años. Según la ley, ya no es un menor. Me resultan
interesantes estas medidas concertadas para
protegerle.
–Mientras no las encuentre siniestras… Se mostró sumamente
impresionado cuando le di la noticia. Sus padres han muerto.
Adoraba a Clarissa. Es natural que todos deseemos atenuar su pena.
Al fin y al cabo, ustedes no están aquí como guardianes de
menores.
Durante la conversación Grogan apenas había mirado a su
testigo. El bloc de hojas blancas, que prefería a la libreta de uso
corriente en la policía, estaba sobre el secante del escritorio, y
hacia dibujos en él con la estilográfica. Bajo la enorme manaza
pecosa fue recobrando forma un pulcro rectángulo con dos puertas y
dos ventanas. Buckley comprendió que era una representación del
dormitorio de Clarissa Lisle, algo entre un plano y un dibujo. Las
dimensiones de la habitación eran a escala, pero el inspector
empezó a insertar pequeños objetos desproporcionados y atentamente
detallados, como podría dibujarlos un niño: los potes de
cosméticos, una caja con bolas de algodón, la bandeja del té, el
despertador. De pronto, y sin levantar la vista,
preguntó:.
–¿Qué le llevó a la habitación, señor?.
–¿Después de que la señorita Gray entrara a llamarla? Un mero
impulso caballeresco. Pensé que, como anfítrión, lo correcto sería
acompañarla a su camerino. Además había que trasladar algunas
cosas. Su caja de maquillaje, por ejemplo. No nos sobra sitio en
los camerinos, y como Clarissa tenía que compartirlo con la
señorita Collingnvood, que hace el papel de Cariola, ésta se había
comprometido a vestirse y salir antes de que la estrella necesitara
el vestidor, pero Clarissa no iba a correr el riesgo de que alguien
tomara prestados sus cosméticos. O sea que fui al dormitorio para
trasladar la caja y acompañarla al teatro.
–En ausencia del marido, quien normalmente prestaría ese
servicio…
–Sir George acababa de entrar para cambiarse. Como ya le he
dicho, nos encontramos en lo alto de la escalera.
–Parece haberse tomado usted muchas molestias por la señorita
Lisle -dijo Grogan. Y agregó-: En diversos
sentidos.
–Caminar con ella doscientos metros desde su habitación hasta
el teatro no puede considerarse una molestia.
–Pero sí montar la obra para ella, restaurar el teatro y
recibir a sus invitados. Todo eso tiene que haber salido
caro.
–Afortunadamente, no soy pobre. Creí que usted estaba aquí
para investigar un crimen y no para inmiscuirse en mis finanzas
personales. A propósito, restauré el teatro para darme gusto a mí,
no a la señorita Lisle.
–¿Ella no abrigaba la esperanza de que usted financiara
parcialmente su próxima aparición profesional? ¿Que fuera su ángel
productor, como creo que dicen en la jerga
teatral?.
–Sospecho que usted ha escuchado chismes de malas fuentes.
Ese concreto papel angélico nunca me atrajo. Existen maneras más
divertidas de perder dinero. Pero si usted intenta sugerir
diplomáticamente que quizá yo le debiera un favor a la señorita
Lisle, tiene razón. Fue ella quien me dio la idea de "Autopsia", mi
bestseller, lo que le aclaro por si es usted una de la media docena
de personas que no lo ha oído nombrar.
–¿Por casualidad no lo habrá escrito ella
también?.
–No, no lo escribió. Las aptitudes de la señorita Lisle eran
variadas y extraordinarias, pero no se extendían a la palabra
escrita. El libro fue fabricado, más que escrito, por un profano
triunvirato compuesto por mi editor, mi agente y yo mismo. Luego
fue convenientemente presentado, promocionado y comercializado. Sin
duda podemos acusar a Clarissa de algunos pecados, pero "Autopsia"
no es uno de ellos.
Grogan dejó que la pluma se le cayera de la mano. Se apoyó en
el respaldo de la silla y miró a Gorringe a los
ojos.
–Usted conocía a la señorita Lisle desde la niñez -dijo
tranquilamente-. Durante los últimos seis meses ha estado
íntimamente vinculado a esa puesta en escena. Vino aquí como
huésped de la casa. La mataron bajo su techo. Prescindiendo de cómo
haya muerto, cosa que no sabremos hasta después de la autopsia, el
homicida usó, casi con toda certeza, un objeto suyo, de mármol,
para aplastarle la cara. ¿Está usted seguro de que no hay nada que
sepa, nada que sospeche, nada que ella le haya dicho, que pueda
arrojar alguna luz sobre cómo murió?.
Si eres un poco más directo, pensó Buckley, te verás
contestando a una amonestación oficial. Casi esperaba que Gorringe
replicara que no diría una sola palabra hasta hablar con su
abogado. No obstante, el dueño de la casa respondió con la serena
despreocupación de un tercero que, invitado a dar su sincera
opinión, no tiene empacho en expresarla.
–Mi primera idea, que de momento sigue siendo mi hipótesis,
fue que de alguna manera un intruso había tenido acceso a la isla,
sabiendo que mi personal y yo estaríamos ocupados con los
preparativos de la obra, y que el castillo se encontraría
indefenso, por así decirlo. Trepó por la escalera de incendios,
quizá como travesura o diversión y sin tener una idea clara de qué
pensaba hacer. Podría haber sido un hombre joven.
–Los jóvenes suelen salir de cacería en
pandilla.
–Varios jóvenes, entonces. O un par, si lo prefiere. Uno de
ellos entra con la vaga idea de curiosear aprovechando que en la
casa no hay movimiento. Eso implica un joven lugareño que estuviera
enterado de la función. Penetra a hurtadillas en el dormitorio de
la señorita Lisle, que había olvidado cerrar con llave la puerta de
comunicación o lo consideró una precaución innecesaria, y la ve
aparentemente dormida en la cama. Está a punto de salir, con o sin
el joyero, cuando ella se quita los discos de los ojos y lo ve.
Presa del pánico, el muchacho la mata, coge el cofre y huye por
donde entró.
Grogan le interrumpió:.
–Habiendo cogido con anticipación el brazo de mármol, que
según usted mismo tiene que haber sido retirado de la vitrina entre
la medianoche y las siete menos cinco de esta
mañana.
–No, no creo que viniera armado con nada, salvo una vaga
intención de travesura. Mi teoría consiste en que encontró el arma
a mano, en la mesilla de noche, junto con la cita de la obra, por
supuesto.
–¿Y quién sugiere que la colocó allí? Recuerde que la puerta
de ese dormitorio estaba cerrada.
–Creo que en este sentido no hay mucho misterio. Lo hizo la
señorita Lisle.
–¿Con el propósito de asustarse a sí misma hasta ponerse
histérica, o simplemente para proporcionar un arma conveniente a un
asesino en potencia que diera en caer por allí? – insistió
Grogan.
–Con el propósito de tener una excusa si fracasaba en el
escenario, como sospecho que habría ocurrido. O quizás haya tenido
razones más tortuosas. La compleja personalidad de la señorita
Lisle era una especie de misterio para mí como lo era, supongo,
para su marido.
–¿Sugiere usted que ese joven, impulsivo e impremeditado
asesino volvió a acomodar los discos sobre los ojos de su víctima?
Eso indicaría que tenemos que dilucidar dos personalidades
complejas y no una.
–Podría haber ocurrido así. El experto en homicidios es
usted, no yo. Pero si me apremia puedo encontrar una razón. Quizás
el muchacho tuvo la impresión de que ella le clavaba la mirada y
perdió la cabeza. Tenía que cubrir aquellos acusadores ojos
muertos. Tal vez mi sugerencia sea demasiado imaginativa, pero no
imposible. A veces los asesinos se comportan de manera extraña.
Recuerde el caso de Gutteridge, inspector.
La mano de Buckley saltó de la libreta. "¡Caray! ¿Lo hará a
propósito?", pensó. La pequeña audacia debió de ser deliberada.
Pero ¿cómo conocía Gorringe el hábito del jefe de hacer referencias
a casos pasados? Levantó la vista y no miró a Grogan sino a
Gorringe; sólo encontró una mirada de tierna inocencia. Y fue
precisamente a él a quien se dirigió Gorringe:.
–Fue mucho antes de que usted entrara en el cuerpo, sargento.
Gutteridge era el jefe de policía al que dos ladrones de coches
dispararon en un camino comarcal de Essex en 1927. El ex convicto
Frederick Browne y su cómplice William Kennedy fueron colgados por
el crimen. Después de matarlo, uno de ellos le disparó a ambos
ojos. Se pensó que eran supersticiosos. Creían que los ojos muertos
de una víctima, fijos en la cara del asesino, llevan su semblante
impreso en las pupilas. Personalmente no creo que ningún asesino
mire a su víctima de buen grado a los ojos. Es una característica
interesante de un caso por lo demás sórdido y
aburrido.
Grogan había concluido el dibujo. El plano de la habitación
estaba completo. Ahora, mientras lo observaba en silencio, dibujó
sobre la enorme cama una pequeña figura desgarbada, con mechones de
pelo sobre la almohada. Por último y con gran cuidado, bosquejó la
cara. Luego apoyó la manaza sobre el dibujo y arrancó la hoja,
arrugándola en el puño. Su gesto fue inesperadamente violento, pero
su voz sonó atemperada, casi amable:.
–Gracias, señor. Nos ha sido usted de mucha ayuda. Ahora, si
no tiene nada más que decirnos, supongo que querrá volver con sus
invitados.
.
–Esto me trae el desagradable recuerdo de cuando, en la
escuela, nos llamaban al despacho del director. Rara vez salía algo
bueno de ello.
Era un principio irrespetuoso, que Grogan probablemente no
alentaría. En efecto, dijo en tono seco:.
–En tal caso le sugiero que lo hagamos lo más breve posible.
Tengo entendido que usted conocía muy bien a la señorita
Lisle.
–Puede decir que la conocia intimamente.
–¿Trata de decirme que era su amante,
señor?.
–No me parece la palabra más adecuada para una relación tan
intermitente. Amante sugiere cierta permanencia, incluso una dosis
de respetabilidad. Al oir la palabra amante uno recuerda a la buena
señora Keppel y a su rey. Sería más exacto decir que mantuvimos
relaciones íntimas durante un periodo de alrededor de seis años
según dictaban la oportunidad y su capricho.
–¿Lo sabía el marido?.
–Los maridos. Nuestra relación sobrevivió a más de un periodo
marital. Pero supongo que a usted sólo le interesa George Ralston.
Yo nunca se lo dije e ignoro si ella lo hizo. Y si usted está
preguntando si él se vengó, la idea es absurda. ¿Por qué hubiera
esperado hasta el momento en que un poder superior, o el destino o
la suerte, o lo que usted quiera crcer, está a punto de librarlo de
mí en forma permanente? Ralston no es tonto. Si en cambio quiere
preguntarme si envié a la señora a esperarme en el otro mundo, la
respuesta es negativa. Clarissa Lisle y yo agotamos nuestras
posibilidades recíprocas en esta orilla. Pero podria haberla
matado. Tuve la oportunidad: estuve a solas en mi habitación,
convenientemente cerca, toda la tarde. Por si no lo sabe ya, le
diré que mi dormitorio está en la misma planta que el de Clarissa,
a sólo quince metros de distancia, sobre la fachada este del
castillo. Tuve acceso a los medios, dado que me habían mostrado el
brazo de mármol. Supongo que podría haber reunido la fuerza
necesaria. Y creo que a mí me habría abierto la puerta. Pero no la
maté y no sé quién lo hizo. Tendrá que creer en mi palabra. No
puedo probar que no fui yo.
–Dígame cómo era ella.
Era la primera vez que Grogan hacía esa pregunta y, sin
embargo, pensó Buckley, era el meollo de toda investigación de
homicidio: si fuese posible encontrar la respuesta, casi todas las
demás preguntas serían superfluas.
–Estaba a punto de decir que ya había visto usted su rostro,
pero por supuesto no lo ha visto -dijo Whittingham-. Es una
lástima. Había que conocer a la Clarissa física para obtener alguna
pista sobre muchas otras cosas que podían reconocerse en ella.
Vivía intensamente en y a través de su cuerpo. El resto es un
catálogo de palabras. Era egocéntrica, insegura, lista aunque no
inteligente, bondadosa o cruel según su humor, inquieta, infeliz.
Pero poseía ciertas habilidades que una caballerosa reserva me
inhibe de exponer, y que no eran insignificantes. Probablemente
proporcionó más placer que infelicidad. Dado que eso no puede
decirse de la mayoría de las personas, yo no soy quien para
criticarla. Recuerdo que una vez le envié las palabras de Thomas
Malory, cuando Lancelot habla con Guinevere: "Señora, atestiguo
ante Dios que en vos he alcanzado mi goce terrenal". No las retiro,
al margen de lo que Clarissa haya hecho.
–¿Al margen de lo que haya hecho, señor?.
–Es meramente un decir, inspector.
–¿Entonces usted la llora?.
–No. Pero nunca la olvidaré.
Después de una pausa, Grogan preguntó en voz muy
baja:.
–¿Por qué está usted aquí?.
–Ella me pidió que viniera. Pero había otra razón. Un
periódico me encargó que hiciera un artículo, para el suplemento
del domingo, sobre la isla y el teatro. Lo que querían era encanto
de época, nostalgia y leyendas cargadas de lujuria. Tendrían que
haber enviado a un cronista de policiales.
–¿Y eso era suficiente para tentar a un crítico de su
categoría?.
–Debió de serlo, dado que estoy aquí.
Cuando Grogan le pidió, lo mismo que a los demás sospechosos,
que relatara lo ocurrido durante el día, por primera vez dio
muestras de cansancio. Su cuerpo se hundió en la silla como un
títere que se suelta de su cuerda.
–No hay mucho que contar. Desayunamos tarde y después la
señorita Lisle sugirió que viéramos la iglesia. Allí hay una cripta
con algunas calaveras antiguas y un pasaje secreto que da al
mar.
Recorrimos todo y Gorringe nos entretuvo con viejas leyendas
en torno a las calaveras y la supuesta muerte por ahogamiento de un
prisionero de guerra en la cueva del extremo del pasaje. Yo estaba
fatigado y no presté mucha atención. Volvimos para almorzar a las
doce. Inmediatamente después la señorita Lisle se retiró a
descansar. Yo entré en mi habitación a la una y cuarto y me quedé
reposando y leyendo hasta la hora de vestirme. La señorita Lisle
había insistido en que nos cambiáramos antes de la representación.
Me encontré con Roma Lisle al final de la escalera y bajábamos
juntos cuando apareció Gorringe con la señorita Gray y nos dijeron
que Clarissa había muerto.
–Por la mañana, mientras visitaban la iglesia y la cueva,
¿qué impresión le causó la señorita Lisle?.
–Diria que la señorita Lisle era la misma de siempre,
inspector.
Por último Grogan sacó de la carpeta el fajo de mensajes. Una
de las hojas revoloteó hasta el suelo. Grogan se agachó, la recogió
y le alcanzó el conjunto a Whittingham.
–¿Qué puede decirnos de esto, señor?.
–Sólo que sabía que los recibía. No me lo dijo, pero uno
suele ser receptáculo de algunos rumores del mundo del teatro. Pero
no creo que estuviera muy divulgado. Támbién con respecto a esto
parezco un sospechoso natural. Quien haya enviado estos mensajes,
conocía a la señorita Lisle y a Shakespeare. Aunque sospecho que yo
no habría agregado el ataúd y la calavera. Un toque de crudeza
absolutamente innecesario, ¿no le parece?.
–¿Eso es todo lo que quiere decirnos,
señor?.
–Eso es todo lo que puedo decirle,
inspector.
.
A medida que la entrevista progresaba más allá de las
primeras preguntas fáciles -destinadas, suponía Buckley, a sosegar
al candidato-, percibió algo más: Lessing empezaba a sentirse como
se había sentido él: si seguías los consejos, la prueba no
resultaba tan dura. Sólo las manos lo traicionaban. Eran anchas y
desagradablemente blancas, de dedos gruesos y chatos, pero de uñas
angostas -casi femeninas-, muy cortas; y tan rosadas, que parecían
pintadas. Tenía las manos sobre las rodillas y a cada rato se
tiraba de los dedos como si estuviese cumpliendo rutinariamente un
ejercicio de fortalecimiento prescrito por el
médico.
Sir George Ralston permaneció en pie, de espaldas a ellos,
mirando por la ventana a través de las cortinas parcialmente
echadas. Buckley se preguntó si se propondía demostrar que no
quería influir en el muchacho de palabra ni por medio de una
mirada. Pero su postura parecía artificial, tanto más cuanto que en
medio de la oscuridad no había nada que ver. Buckley nunca había
conocido tanto silencio, un silencio dotado de una cualidad
positiva: no la ausencia de sonido, sino algo que agudizaba la
percepción y otorgaba importancia y dignidad a toda palabra y
movimiento. Lamentó, y no por primera vez, no estar en la oficina
oyendo el eco de pisadas, de puertas que se cerraban, de voces
distantes que llamaban, de los reconfortantes ruidos de fondo de la
vida cotidiana. En el castillo no sólo los sospechosos se sentían
juzgados.
Esta vez los garabatos de Grogan parecian inofensivos,
incluso simpáticos. Aparentemente estaba volviendo a diseñar su
huerto. Bajo su mano crecieron hileras de rechonchas coles, judías
trepadoras y zanahorias rematadas de helechos. Sin levantar la
vista, dijo:.
–¿De modo que después de la muerte de su madre fue a vivir
con el hermano de ella y su familia, y allí se encontraba cuando
lady Ralston fue a vísitarlo, en el verano de 1978, y decidió
adoptarle?.
–No hubo una adopción formal. Mi tío era mi tutor y accedió a
que Clarissa fuese… una especie de madre adoptiva. Ella se hizo
responsable de mí.
–¿Usted se alegró de ese acuerdo?.
–Mucho, sefior. La vida de mis tíos no era compatible
conmigo.
Una palabra extraña en aquel contexto, pensó Buckley. Dio
toda la sensación de que sus tíos compraban "The Mirror" en lugar
de "The Times" y que no le servían su oporto de
sobremesa.
–¿Y era feliz con sir George y su esposa? – Grogan no pudo
sustraerse a una pequeña nota de sarcasmo y agregó-: ¿La vída era
compatible con usted?.
–Absolutamente, señor.
–Su madrastra… ¿Así pensaba en ella como en una
madrastra?.
El chico se ruborizó y miró de soslayo a la silenciosa figura
de sir George. Se humedeció los labios y
contestó:.
–Sí, señor. Eso creo.
–Durante el último año su madrastra recibió algunas
comunicaciones ¿Qué sabe de eso?.
–Nada, señot. Nunca me dijo nada. No… no nos veíamos mucho.
Yo estoy interno en la escuela, y durante las vacaciones ella solía
estar en el piso de Brighton.
Grogan cogió uno de los mensajes y lo empujó a través del
escritorio.
–Aquí tiene una muestra. ¿Lo reconoce?.
–No, señor. Es una cita, ¿no? ¿Shakespeare?.
–¿A mí me lo pregunta? Es usted quien estudia en Melhurst.
¿Nunca vio uno de estos papeles hasta ahora?.
–No, jamás.
–Muy bien. ¿Por qué no nos dice qué hizo exactamente entre la
una y las tres menos cuarto?.
Lessing se miró las manos, pareció tomar concíencía de su
metódico tic nervioso, y se agarró a ambos lados de la silla como
si quisiera impedirse dar un salto. Sin embargo, expuso su relato
con lucidez y creciente confianza. Había decidido nadar antes de la
función; después de almorzar fue directamente a su cuarto, donde se
puso el bañador debajo de los tejanos y la camisa. Cogió un jersey
y una toalla y cruzó el jardin para dirigirse a la playa. Caminó
aproximadamente una hora por la orilla porque Clarissa le había
advertido que no le convenía nadar inmediatamente después de comer.
A continuación regresó a la pequeila cala, a la altura de la
terraza, y se metió en el mar alrededor de las dos, dejando la
ropa, la toalla y el reloj en la playa. Durante la caminata y
mientras nadaba no vio a nadie, pero sir George le había comentado
que lo había visto salir del agua, por los prismáticos, cuando
retornaba al castillo después de haberse dedicado a observar las
aves. Volvió a mirar en dirección a su padrastro como pidiendo la
corroboración de sus palabras, pero éste no se dio por
aludido.
–Eso nos ha dicho sir George Ralston -confirmó Grogan-. ¿Y
después?.
–En realidad nada, señor. Regresaba al castillo cuando el
señor Gorringe me vio y salió a mi encuentro. Me dijo lo de
Clarissa.
Las últimas palabras fueron casi un susurro. Grogan inclinó
hacia delante su rubicunda cara y preguntó en tono
suave:.
–¿Qué le dijo exactamente?.
–Que estaba muerta, señor. Asesinada.
–¿Le explicó cómo?.
Otra vez el murmullo:.
–No, señor.
–Y usted ¿no se lo preguntó? ¿No dejó traslucir una
curiosidad natural?.
–Le pregunté qué había ocurrido, cómo había muerto. Me
respondió que nadie podía estar seguro de ello hasta después de que
le hicieran la autopsia.
–El señor Gorringe tiene razón. Usted no necesita saber nada,
excepto el hecho de que ha muerto y que tiene que haber sido un
homicidio. Ahora, señor Lessing, ¿qué puede decirnos del brazo de
la princesa muerta?.
Buckley creyó percibir una exclamación de protesta por parte
de sir George, pero éste no interrumpió el interrogatorio. Simon
paseó la mirada de uno a otro, como si el policia se hubiera vuelto
loco. Nadie abrió la boca. Entonces dijo:.
–¿En la iglesia, se refiere? Visitamos la cripta esta mañana
para ver las calaveras. Pero el señor Gorringe no dijo una sola
palabra sobre una princesa muerta.
–No me refiero a la iglesia.
–¿Quiere decir que se trata de un brazo momificado? No
entiendo.
–Es una mano de mármol, un brazo, para ser exactos. El brazo
de un bebé. Alguien lo ha quitado de la vitrina del señor Gorringe,
la que está al otro lado de esta puerta, y nos gustaría saber quién
lo hizo y cuándo.
–No creo haberlo visto, señor. Lo siento.
Grogan había completado su huerto y en ese momento lo
separaba del jardín por medio de un enrejado y una arcada. Miró a
Lessing y dijo:.
–Mis hombres y yo volveremos mañana. Probablemente estaremos
por aquí un día o dos. Si se le ocurre algo, cualquier cosa que
recuerde como insólita o que pueda ayudarnos, por nimia que le
parezca, póngase en contacto con nosotros.
¿Comprendido?.
–Sí, señor. Gracias, señor.
Grogan hizo un saludo con la cabeza; el muchacho se levantó,
miró por última vez la espalda inmóvil de sir George y salió.
Buckley casi esperaba que se volviera al llegar a la puerta y
preguntara si le darían trabajo. Después sir George dio media
vuelta y habló por primera vez:.
–Debe volver a la escuela el lunes por la mañana, antes de
mediodía. Ha salido con un permiso especial. Espero que para
entonces no lo necesiten.
–Para nosotros sería útil que se quedara hasta el martes por
la mañana -dijo Grogan-. Es una cuestión de conveniencia. Si a él
se le ocurre algo, o si se nos ocurre a nosotros, lo mejor sería
poder aclararlo en seguida. Pero puede irse a primera hora del
lunes si usted lo considera importante.
Sir George vaciló.
No creo que un día signifique demasiado. Sin embargo, me
parece que para él es mejor estar lejos de aqui, dedicado a sus
ocupaciones. Mañana, o el lunes, llamaré a la escuela. Más adelante
necesitará un permiso de salida para el funeral, aunque supongo que
todavía es prematuro pensar en eso.
–Eso me temo, señor. – Sir George había llegado casi a la
puerta cuando Grogan agregó en voz mas baja-: Hay algo más que
quiero preguntarle, señor, referente a su relación con su esposa.
¿Diría que el suyo era un matrimonio feliz?.
Esbelto y erguido, sír George Ralston se detuvo un segundo
con la mano en el pomo de la puerta y a continuación giró sobre sus
talones, la cara crispada violentamente, como la de alguien
afectado por una contracción nerviosa. En un instante logró
dominarse.
–Considero ofensiva su pregunta, inspector.
La voz de Grogan se mantuvo suave, peligrosamente
suave:.
–En las pesquisas por homicidio, a veces tenemos que hacer
preguntas que la gente considera ofensivas.
–La respuesta carece de sentido, a menos que la pregunta se
dirija a ambas partes. Y ya es demasiado tarde para eso. No estoy
seguro de que mi esposa tuviese la facultad de ser
feliz.
–¿Y usted, señor?.
Sir George respondió con gran sencillez:.
–Yo la amaba.
.
–Recojamos nuestras cosas y salgamos de aquí. Este lugar se
está volviendo agobiante. ¿A qué hora se espera que llegue la
lancha con Roper y Badgett?.
Bucklev consultó su reloj.
–Tendría que estar aquí en los próximos quince
minutos.
Los detectives Roper y Badgett montarían guardia en el
despacho, aunque sólo por una noche. Su presencia era casi una
formalidad. Nadie en el castillo había pedido protección policial
ni Grogan creía que la necesitaran. No tenía suficientes hombres y
le disgustaba que perdieran el tiempo donde no hacían falta. La
totalidad de la isla había sido registrada, incluido el pasaje
secreto que conducía a la Caldera del Diablo; si todavía alguien
creía en la hipótesis del intruso, era evidente que éste ya no se
encontraba en Courcy. Al día siguiente las pesquisas policiales en
la isla habrían concluido y la investigación se trasladaría a una
sala accesoria de la comisaría de Speymouth. Es probable que la
vigilia sea tediosa y menos que cómoda para Roper y Badgett, pensó
Buckley. Ambrose Gorringe había ofrecido un dormitorio y rogado a
los dos oficiales que llamaran a Munter si necesitaban algo. Pero
las instrucciones de Grogan habían sido precisas: "Os traeréis
vuestros termos y vuestros sandwiches, muchachos, y no llamaréis a
nadie. No tendréis nada que agradecerle al señor Gorringe salvo la
luz y la calefacción, y el agua de su retrete".
Tiró del llamador. Buckley tuvo la impresión de que Munter se
tomaba bastante tiempo en acudir.
–¿Quiere decirle al señor Gorringe que nos vamos, por favor?
– pidió Grogan.
–Sí, señor. La lancha de la policía aún no está a la vista,
señor.
–Lo sé. La esperaremos en el muelle. – Cuando Munter salió,
Grogan prosiguió irritado-: ¿Qué cree que nos proponemos hacer?
¿Caminar sobre el agua?.
Ambrose Gorringe se presentó pocos minutos después, para
despedirse de ellos con protocolaria cortesía. Buckley pensó que
podían haber sido un par de invitados a cenar, aunque no
especialmente bien recibidos ni gratos. Gorringe no dijo una
palabra sobre el acontecimiento que los había llevado a Courcy y no
hizo preguntas sobre el progreso de la investigación. Como si el
asesinato de Clarissa Lisle fuera un molesto contratiempo en un día
no del todo malogrado.
Resultaba un alivio salir otra vez al aire. La noche era
extraordinariamente templada, para ser de mediados de septiembre, y
las piedras de la terraza todavia parecían emanar un vivificante
calor, como el último aliento de un día estival. Con las carteras
en la mano, caminaron juntos por el brazo este del muelle. Al
desandar sus pasos, vieron a lo lejos un raudal de luz en las
ventanas del comedor y oscuras siluetas que iban de un lado a otro
en la terraza, reuniéndose y luego separándose, deteniéndose y
luego caminando, como si participaran de una majestuosa pavana. A
Buckley le pareció que cada uno llevaba un plato en la mano.
Probablemente están dando cuent de la cena fría sobrante, pensó, y
atravesó su mente una cita impertinente en torno a carnes de
funeral asadas. No les censuraba por no querer sentarse alrededor
de una mesa enfrentados a una silla vacía.
Se instalaron debajo del toldo del quiosco de música a
esperar las primeras luces de la lancha. La paz nocturna era
seductora. Allí. en la orilla meridional, desde donde no se veía la
tierra firme, era fácil imaginar que Courcy estaba totalmente
aislada en un mar inmenso, que aguardaban y vigilaban la llegada de
los mástiles de un buque de socorro largamente esperado, y que las
figuras que se deslizaban en la terraza eran los fantasmas de
pobladores muertos tiempo atrás, que el castillo mismo era el
esqueleto de un edificio con la sala, la biblioteca y el salón
abiertos al cielo, la gran escalera ascendiendo hacia la nada, los
helechos y las malas hierbas abriéndose paso entre las tejas rotas.
No solía ser imaginativo, pero ahora dio rienda suelta
deliberadamente a su fatiga, dejando que su mente elaborara la
fantasía mientras se daba un suave masaje en la muñeca
derecha.
La voz de Grogan irrumpió discordante en su ensueño. Ni la
paz ni la belleza lo habían emocionado. Sus pensamientos seguían en
el caso. Buckley se dijo a sí mismo que debió de saber que no
habría tregua. Recordó un comentario oído por casualidad en boca de
otro inspector: "El pelirrojo trata las investigaciones criminales
como si fueran aventuras amorosas. Se obsesiona con sus
sospechosos. Se introduce en sus vidas. Vive y respira con el caso,
nervioso, inquieto y frustrado, hasta que alcanza el clímax en el
momento del arresto". Buckley se preguntó si aquélla sería una de
las causas del fracaso de su matrimonio. Debía de ser
desconcertante vivir con un hombre que estaba ausente la mayor
parte de los días y de las noches. Efectivamente: cuando habló, su
voz sonó tan vigorosa como si las pesquisas acabaran de
empezar.
–Roma Lisle, prima de la difunta, cuarenta y cinco años de
edad, librera, ex profesora, soltera. ¿Qué es lo que más le chocó
de ella, sargento?.
Buckley retrotrajo sus pensamientos a la entrevista con Roma
Lisie.
–Que estaba asustada, señor.
–Asustada, a la defensiva, incómoda y poco
convincente.
Reflexionemos en su relato. Reconoce que el grabado en madera
es suyo y dice que lo llevó a Courcy porque creyó que podía
interesarale a Ambrose Gorringe y que éste sabría aconsejarla en
cuanto a su antigüedad y valor. Como él afirma no ser una autoridad
en manuscritos de principios del siglo diecisiete, la expectativa
de Roma Lisle era demasiado optimista. Pero no debemos detenernos
demasiado en la interpretación de ese dato. Lo encontró, le pareció
interesante y lo trajo. Ahora, el día de hoy. Nos dice que salió
del dormitorio de su prima más o menos a la una y cinco, que fue
directamente a la biblioteca y permaneció allí hasta las dos y
media, momento en que subió a su dormitorio, que se encuentra en el
piso inmediatarnente superior a la galería, y no necesitaba pasar
por el de la señorita Lisle. No vio ni oyó a nadie. Durante la hora
y veinte minutos que pasó en la biblioteca, estuvo sola. La
señorita Gray asomó la cabeza a la puerta a la una y veinte, pero
no entró. La señorita Roma Lisle permaneció en la biblioteca a la
espera de una llamada de negocios de su socio, llamada que no se
produjo. Nos ha dicho que escribió una carta. Cuando le pedi que la
mostrara como pequeño indicativo de veracidad, aunque de hecho no
significa nada, se sonrojó, afirmó que había decidido no enviarla y
que la había roto. Cuando señalamos amablemente que en la papelera
de la biblioteca no había fragmentos de papeles, se ruborizó aún
más y nos confesó que se los había llevado a su habitación y los
había echado al inodoro. Muy curioso. Pero consideremos algo más
curioso todavía. Fue una de las últimas personas que vio viva a
lady Ralston; no la última, pero sí una de las últimas. Nos dijo
que la siguió a su dormitorio porque quería desearle buena suerte.
Todo muy correcto y muy de primas. Pero cuando le hicimos notar que
había esperado al último momento para cambiarse, nos dijo que había
resuelto no asistir a la representación. ¿Le molestaría proponer
una teoría que explicara estas misteriosas excentricidades de su
conducta?.
–Esperaba una llamada telefónica de su amante, señor, no
necesariamente de su socio. Como éste no llamó, decidió
escribirle.
Después lo pensó mejor y rompió la carta. Recuperó los
fragmentos de la papelera porque no quería que los reuniéramos y
leyéramos su correspondencia privada, por inofensiva que
fuera.
–¿Y la última visita que hizo a lady
Ralston?.
–Sospecho que fue menos amistosa de lo que
expresa.
–Pero, ¿para qué hablarnos de la carta, señor? No tenía
ninguna necesidad de mencionarla. ¿Por qué no decirnos,
sencillamente, que había pasado todo el tiempo
leyendo?.
–Porque es una mujer que normalmente dice la verdad. Por
ejemplo, no fingió que simpatizara con su prima ni que se sintiera
especialmente afectada por su muerte. Si ha de mentirle a la
policía, prefiere mentir lo menos posible. Así tiene que recordar
menos falsedades y puede convencerse a sí misma de que, en esencia,
no está mintiendo. En este sentido es un principio bastante válido.
Pero tampoco debemos ahondar demasiado en esa carta. Quizá quiso
ahorrarles trabajo a los sirvientes o temió que éstos fuesen lo
bastante curiosos para reconstruirla. Pero si la histotia de la
señorita Roma Lisle es menos que convincente, no es la única. Basta
pensar en la curiosa renuencia de la doncella de la señora, frase
que se parece al encabezamiento de un capítulo de una de aquellas
afectadas novelas escalofriantes de los años
treinta.
Buckley pensó en la entrevista con Rose Tolgarth. Antes de
que entrara, Grogan le había dicho:.
–Interróguela usted, sargento. Probablemente prefiere la
juventud a la experiencia. Tratémosla bien.
Sorprendido, Buckley había preguntado:.
–¿En el escritorio, señor?.
–Me parece el lugar obvio, a no ser que tenga intención de
rondar a su alrededor como si fuera un animal de
rapiña.
Grogan la había recibido e invitado a sentarse con más
cortesía de la que dedicó a Cordelia Gray o a Roma Lisle. Si Rose
Tolgarth se sorprendió al encontrarse frente al más joven de los
dos oficiales, no dio muestras de ello. Claro que no había dado
muestras de nada. Lo había contemplado con sus formidables ojos de
iris negro emborronado como si intentara penetrar… ¿penetrar qué?,
se Preguntó el sargento. No su alma, pues Buckley no creía tenerla,
pero sí alguna parte de su mente que no estaba destinada a ser de
propiedad pública. A todas sus preguntas había respondido
amablemente, aunque ahorrando palabras al máximo. Reconoció que
sabía de la existencia de los mensajes amenazadores, pero se negó a
especular acerca de quién los enviaba. Aquel trabajo, insinuó,
correspondía a la policía. Era ella quien había preparado y subido
el té a la señorita Lisle antes de que ésta se acomodara para su
habitual reposo previo a toda función. La práctica era siempre la
misma. La señorita Lisle bebía té Lapsang Souchong, sin leche ni
azúcar, con dos gruesas rodajas de limón puestas en la tetera antes
de verter el agua. Había preparado el té como de costumbre, en la
despensa del señor Munter; la señora Chambers y Debbie estuvieron
con ella todo el tiempo. Subió la bandeja en el acto y en ningún
momento la tetera estuvo fuera de su vista. Sir George estaba en el
dormitorio con su esposa. Ella había dejado la bandeja sobre la
mesilla y luego había entrado en el cuarto de baño, donde tenía que
ordenar algunas cosas antes de que la señorita Lisle se bañara.
Volvió al dormitorio, para ayudar a su señora a desvestirse, y
halbía encontrado allí a la señorita Gray. Después de que ésta
regresara a su habitación, sir George dejó a su esposa y ella lo
había seguido casi inmediatamente. Había pasado la tarde preparando
los camerinos de las actrices y ayudando al señor Munter con las
tareas de la cena. A las tres menos cuarto empezó a preocuparle que
la señorita Gray se hubiese olvidado de despertar a la señora y
había ido personalmente a hacerlo. En la puerta del dormitorio se
encontró con sir George, el señor Gorrínge y la señorita Gray,
momento en que se enteró de la muerte de la señorita
Lisle.
La habían llevado al dormitorio y pedido que mirara
atentamente a su alrededor, sin tocar nada, y dijera si todo estaba
como esperaba encontrarlo, si había algo que le llamase la
atención. Tolly había movido negativamente la cabeza. Antes de
salir había permanecido un instante contemplando la "chaise longue"
y la cama, desnuda y vacía, con una mirada que Buckley no logró
desentrañar. ¿Tristeza? ¿Concentración? ¿Resignación? Buckley no
encontró la palabra exacta. En ese momento, Rose Tolgarth tenía los
ojos abiertos, pero él creyó ver que sus labios se movían. Por un
segundo le rondó la extraordinaria idea de que podía estar
rezando.
Al volver al despacho, le había preguntado:.
–¿Era feliz trabajando para la señorita Lisle? ¿Se tenían
simpatía?.
Era la manera más táctica que conocía de preguntarle si
aborrecía lo suficiente a su señora para aplastarle el
cráneo.
–Estábamos habituadas la una a la otra -había respondido la
mujer serenamente-. Mi madre fue niñera suya y me pidió que cuidara
de ella.
–Y no se le ocurre ningun motivo por el que alguien quisiera
matarla, ¿no? Formaban todos una gran familia dichosa,
¿verdad?.
El intento de sarcasmo a lo Grogan falló. Tolly respondio con
una muestra del propio:.
–Nunca existe un buen motivo para que la gente se mate, ni
siquiera en las familias dichosas.
Apenas había tenido un poco más de éxito con la señora
Munter. También ella había sido una testigo amable pero poco útil,
había dicho lo menos posible, había resistido todas sus zalamerías
para inducirla a la locuacidad o la indiscreción. Ambrose Gorringe
ocultaba sus secretos, si los tenía, en un torrente de conjeturas
aparentemente cándidas. La señorita Tolgarth y la señora Munter
habían ocultado los suyos en una parquedad y una obstinación que
rozaban el límite de la no cooperación. Buckley pensó que Grogan no
podía haber seleccionado a dos testigos más dificiles para
ejercitarle en el interrogatorio. Y probablemente lo había hecho
adrede. La impresión que, visiblemente, ambas querían transmitir
era la de que el asesinato, como la mayor parte de la violencia del
mundo, era una conducta masculina de la cual, en su condición de
mujeres, se alegraban de estar excluidas. De vez en cuando, Buckley
se descubrió contemplándolas con lo que sabía, a conciencia, que
era evidente frustración. Pero los seres humanos no eran problemas
escolares de geometria. Si los analizabas largo tiempo, no
adquirían sentido súbitamente.
–La señorita Tolgarth reconoce que no dejó a la señorita
Lisle hasta después de retirarse sir George, y eso concuerda con lo
que dijo él -comentó Buckley-. La señorita Gray estaba en su
dormitorio, de modo que nadie vio salir a la camarera. Ésta podria
haber vuelto al cuarto de baño, fingiendo que se ocupaba de los
preparativos del baño de su señora, regresar al dormitorio después
de la salida de la señorita Gray y matar a lady
Ralston.
–La coordinación horaria es demasiado estricta. La señora
Munter la vio en la despensa a la una y veinte -le recordó
Grogan.
–Eso dice ella. Tengo la sensación de que esas dos se han
puesto de acuerdo, señor. Es muy poco lo que pude sacarles, sobre
todo a Rose Tolgarth.
–Excepto una mentira muy interesante. A no ser, por supuesto,
que sea menos perspicaz de lo que yo creo.
–¿Qué?.
–En el dormitorio, sargento. Piense. Usted le preguntó si
todo estaba como ella esperaba encontrarlo. Hizo un gesto
afirmativo a modo de respuesta. Pero trate de recordar el
tocador.¿Qué faltaba en medio de aquel revoltijo femenino? Algo que
habríamos esperado ver dadas las cosas que de hecho
vimos.
Pero la lancha que llevaba a Roper y a Badgett tocó el muelle
antes de que Buckley encontrara la respuesta al
enigma.
.
Se preguntó si lograría reunir la energía suficiente para
levantarse de la cama y entornar la ventana. Pero ése fue su último
pensamiento consciente antes de que la venciera el cansancio;
sintió que se hundía irresistiblemente en el
sueño.
.
Terror a la luz de la luna.
Era un fastidio que la señorita Maudsley no tuviese teléfono
particular en su modesta habitación de alquiler. El único aparato
de la residencia estaba en el rincón más oscuro e inaccesible del
vestíbulo y Cordelia sabía que tendría que esperar largos minutos
hasta que alguno de los pensionistas, enloquecido por el insistente
campanilleo, se decidiera a silenciarlo. Sería afortunada si el que
contestaba la llamada la entendía, y aún más afortunada si estaba
dispuesto a subir cuatro pisos para llamar a la señorita Maudsley.
Pero atendieron la llamada casi de inmediato. Apenas levantar el
auricular, la señorita Maudsley le dijo que había comprado el
periódico dominical de costumbre mientras volvía de la misa de ocho
y que había permanecido encogida en el último peldaño de la
escalera preguntándose si debía llarnar al castillo o esperar a que
ella le telefoneara. Sus palabras eran casi incoherentes a causa de
la ansiedad y la angustia que le embargaba, y la brevedad del
informe de la prensa no había contribuido a tranquilizarla.
Cordelia pensó cuán contrariada se habría sentido Clarissa de saber
que su fama, incluso después de una muerte violenta, no justificaba
el estrellato un día en que un espectacular escándalo
parlamentario, el fallecimiento de un artista pop a causa de
sobredosis de droga y un atentado terrorista en el norte de Italia
habían brindado al director un exceso de candidatos para la primera
plana.
Con voz quebrada, la señorita Maudsley
dijo:.
–Dice que fue… bien… que la mataron a golpes. No puedo
creerlo. ¡Y qué horrible para usted! También para el marido, por
supuesto. ¡Pobre mujer! Claro que una tiene que pensar en los
vivos. Supongo que fue un intruso. El diario dice que desapareció
el joyero. Espero que la policía no se forme una idea
equivocada.
Una manera tan diplomática como cualquiera, pensó Cordelia,
de decir que abrigaba la esperanza de que ella misma no fuese
sospechosa.
Cordelia le dio instrucciones lentamente y la señorita
Maudsley hizo audibles intentos por serenarse y
escuchar.
–Sin duda la policía hará averiguaciones sobre mí y sobre la
agencia. No conozco el procedimiento, ignoro si irá alguien al
departamento de Dorset o si le pedirán a la Metropolitana que se
ocupe de ello. No se inquiete. Limítese a responder a sus
preguntas.
–Oh, claro, supongo que tendremos que hacerlo. Pero todo esto
es tan desagradable… ¿Debo mostrarles todo? ¿Y si quieren ver las
cuentas? El viernes por la tarde hice el balance de la caja pequeña
y me temo que las cifras no cuadraban exactamente. El señor Morgan,
un hombre encantador, vino a reparar la placa…, me dijo que dejaría
la cuenta hasta su regreso, pero envié a Bevis a comprar unas
galletitas para ofrecerle con el café. El chico no se acuerda de
cuánto le costaron y echamos el paquete con la etiqueta a la
basura.
–Es más probable que le pregunten sobre la visita de sir
George Ralston. No creo que la policía se interese por la caja
chica. Pero permítales ver todo lo que quieran, excepto los
expedientes de los clientes, por supuesto. Son confidenciales. Ah,
señorita Maudsley, dígale a Bevis que no se pase de
listo.
La señorita Maudsley se lo prometió con voz más serena;
evidentemente, se esforzaba en convencerla de que actuaría con la
más absoluta eficacia ante cualquier crisis que el lunes pudiera
depararle. Cordelia se preguntó qué sería más perjudicial, si las
teatralizaciones de Bevis o las apasionadas protestas de la
señorita Maudsley en el sentido de que bajo ninguna circunstancia
la queridísima Cordelia Gray sería capaz de asesinar. Probablemente
la presencia física de la policía impediría a Bevis caer en los
peores excesos de su talento histriónico, a no ser que por
casualidad hubiera visto recientemente uno de los documentales
televisivos dedicados a denunciar la corrupción, la brutalidad y el
racismo de la fuerza pública; en tal caso, cualquier cosa era
posible. Pero al menos Cordelia podía tener la certeza de que,
quienquiera que visitara la agencia, no sería Adam Dalgliesh. En
las enrarecidas y misteriosas alturas de las jerarquías en que éste
moraba ahora, semejantes tareas eran inimaginables. Se preguntó si
leería algo sobre el crimen, si se enteraría de que ella estaba
implicada.
Nada podía haber preparado a Cordelia para la singularidad
del resto de la mañana del domingo. Mientras se servía los huevos
revueltos del desayuno, Ambrose interrumpió de pronto todo
movimiento, con la cuchara en la mano:.
–¡Dios mío, olvidé cancelar la visita del padre Hancock!
Ahora es demasiado tarde. Oldfield ya debe de estar en carnino. –
Se volvió y explicó-: Es un anciano sacerdote anglicano que vive
retirado en Speymouth. Cuando tengo huéspedes suelo invitarlo para
que celebre el oficio dominical. Hoy en día la gente siente la
necesidad de esos ritos. Cuando Clarissa pasaba aquí un fin de
semana, le encantaba contar con él. La divertía.
–¡Clarissa! – Ivo soltó una ronca carcajada que hizo
estremerer su escuálido cuerpo-. Probablemente llegara a la misma
hora que la policía y tendremos que advertirle a Grogan que no
estaremos a su disposición durante aproximadamente una hora porque
asistiremos al servicio religioso. Ardo en deseos de contemplar su
expresión cuando se entere. Admite que no cancelaste su visita a
propósito, Ambrose.
–Te aseguro que no es así. Se me olvidó por
completo.
–Probablemente no vendrá -dijo Roma-. Ya estará enterado del
crimen, que en Speymouth habrá corrido de boca en boca, y supondrá
que no le esperas.
–No creo. Si a causa de una matanza en masa nos viéramos
reducidos a sólo dos personas y Oldfield estuviese disponible para
ir a buscarle, vendría. Está cerca de los noventa y tiene su propio
sentido de lo prioritario. Además, disfruta con el jerez y el
almuerzo. Será mejor que se lo recuerde a Munter.
Salió, esbozando una discreta sonrisa condescendiente -No sé
si tendría que ponerme una falda en lugar de estos pantalones -dijo
Cordelia.
De pronto, Ivo evidenció un apetito voraz al servirse una
generosa ración de huevos revueltos.
–Me parece innecesario -respondió-. No creo que haya traído
usted guantes y el devocionario. Pero aunque falten los accesorios,
podemos asistir a la misa al estilo victoriano. Quizá los Munter y
Oldfield vayan a cumplir con sus deberes religiosos en los bancos
de la servidumbre. ¿Sobre qué demonios versará el sermón del
anciano?.
Ambrose reapareció.
–Todo arreglado -les comunicó-. Munter no lo había olvidado.
¿Asistiréis todos o contamos con algún objetor de
conciencia?.
–Yo disiento, pero no me molesta ir si el objetivo consiste
en irritar a Grogan -intervino Roma-. Supongo que no tenemos que
cantar, ¿verdad?.
–Por supuesto que sí. Está el "Te Deum" y las contestaciones.
Además, habrá que corear un himno. ¿Alguien quiere elegirlo? –
Nadie se mostró interesado, por lo que Ambrose prosiguió-: En tal
caso, me permito sugerir "Los designios del Señor son
inescrutables". Saldremos al encuentro de la lancha a las once
menos veinte.
Así se inició aquella sorprendente mañana. La "Shearwater"
batió a la lancha de la policía por cinco minutos, y Ambrose se
acercó a saludar a una frágil persona con capa y birrete que saltó
a tierra con asombrosa agilidad y contempló a todos benignamente
con sus ojos azules, húmedos y descoloridos. Antes de que Ambrose
pudiera hacer las presentaciones, el pastor se volvió hacia él y le
dijo:.
–Mi más sentido pésame por la muerte de su
esposa.
–Fue un suceso inesperado -contestó Ambrose en tono grave-.
Pero no éramos matrimonio, padre.
–¿No? ¡Dios mío! Disculpe, no me había dado cuenta. Me parece
haber oído decir que murió ahogada. Estas aguas pueden ser muy
traicioneras.
–No murió ahogada, padre. Sufrió una grave conmoción
cerebral.
–Creí que mi ama de llaves me había asegurado que se había
ahogado. Aunque puede ocurrir que yo esté pensando en otra persona.
La guerra, quizá. De todos modos, fue hace mucho tiempo. Me temo
que mi memoria ya no es lo que era.
La lancha de la policía vibró junto al muelle y todos
observaron el desembarco de Grogan, Buckley y otros dos oficiales
vestidos de paisano.
–Permítame presentarle al padre Hancock, que ha venido a
celebrar el oficio dominical de acuerdo con los ritos de la iglesia
anglicana -dijo Ambrose protocolariamente-. Por lo general, el
servicio dura una hora y cuarto. Como es natural, usted y sus
oficiales están invitados a asistir.
Grogan respondió secamente:.
–Gracias, pero no pertenezco a su iglesia y mis hombres se
ocupan de estas cosas en sus horas libres. Le agradeceré que vuelva
a permitirme el acceso a todas las habitaciones del
castillo.
–Por supuesto. Munter está a su disposición. Yo lo estaré
después del almuerzo.
La iglesia los recibió en su arcaico y polícromo silencio.
Persuadieron a Simon de que se sentara en el banco del órgano, y
los demás desfilaron con recogimiento hasta la hilera de bancos
elevados, construida en su día por Herbert Gorringe. El órgano era
antiguo y había que inyectarle aire, tarea para la que ya estaba
preparado Oldfield. El servicio se inició cuando apareció el padre
Hancock con sobrepelliz. Evidentemente, Ambrose pensaba que sus
huéspedes eran disidentes, si no algo peor, necesitados de una
firme conducción en los responsorios; por su parte Ivo conservó
todo el tiempo una atenta gravedad y evidenció una familiaridad con
la liturgia sugerente de que aquélla era su actividad matinal
normal de todos los domingos. Simon interpretó al órgano con
competencia, aunque Oldfield lo dejó sin viento al final del "Te
Deum" y el instrumento produjo un tardío, ruidoso y discordante
amén. Roma olvidó su decisión de guardar silencio y cantó con su
rica voz de contralto apenas desentonada. El padre Hancock usó el
libro de oraciones de 1662, sin supresiones ni sustituciones, y los
miembros de su congregación se declararon viles pecadores que
habían atendido en exceso los impulsos y deseos del corazón, pero
prometieron enmendar su vida en un coro ligeramente desafinado
aunque resuelto. Sólo al final de las súplicas el pastor insertó,
inesperadamente, una oración por las almas de los difuntos, momento
en que Cordelia percibió una aspiración concertada, y por un
instante el aire de la iglesia se enfrió. El sermón duró quince
minutos y fue una docta disertación sobre la teología paulina
acerca de la redención. Cuando se levantaron para entonar el himno,
Ivo susurró a Cordelia:.
–Eso es todo lo que uno pide de un sermón. Que no haga
concesiones de ninguna clase.
Antes de almorzar, Munter sirvió en la terraza jerez seco y
muy frío. El padre Hancock apuró tres copas sin que aparentemente
surtieran en él ningún efecto y habló contento con sir George sobre
ornitología y con Ivo acerca de la reforma litúrgica, tema en el
que éste se mostró sorprendentemente bien informado. Nadie nombró a
Clarissa, y Cordelia tuvo la impresión de que, por primera vez
desde su muerte, se había disipado su espíritu inquieto y
amenazador. Durante unos preciosos momentos desapareció de su
corazón el peso de la culpa y la desdicha. Mientras conversaban
inocentemente bajo el sol, resultaba posible creer que la vida era
tan segura, tan bien ordenada, tan austeramente digna y razonable
como el rito anglicano en que habian participado. Y cuando entraron
para comer las costillas de ternera asadas y la tarta de ruibarbo
-un almuerzo dominical convencional y bastante pesado, servido
sobre todo, sospechaba Cordelia, en beneficio del padre Hancock-,
fue un alivio la presencia del pastor, oir su voz débil, pero
hermosa, hablando de temas tan inofensivos como los hábitos de
anidación del zorzal canoro y observar cómo gozaba francamente del
vino y la comida. Sólo Simon, con el rostro arrebolado, bebió tan
copiosamente, tomando el clarete como si fuera agua, buscando la
botella con mano temblorosa. Pero el padre Hancock se veía tan
fresco como de costumbre, después de una comida que habría reducido
a más de un joven al letargo, y se despidió de ellos con el mismo
sereno contento con que los había saludado cuatro horas
antes.
A medida que la "Shearwater" se alejaba, Roma se volvió hacia
Cordelia y le dijo, con brusca turbación:.
–Saldré media hora a dar un pasco. ¿Quieres acompañarme? Me
gustaría hablar contigo.
–Con mucho gusto. Si Grogan nos necesita puede mandar a
buscarnos.
Anduvieron sin hablar por la larga extensión de césped del
otro lado de la rosaleda, y luego bajo la sombra de las hayas,
haciendo crujir a su paso los brillantes montículos de hojas
caídas, oyendo por encima del sonido de sus pisadas la tonificante
cadencia del mar. Cinco minutos después emergieron de entre los
árboles y se encontraron en el borde del acantilado. A su derecha
se alzaba una casamata de hormigón, parte de las defensas de la
isla en 1939, con su entrada baja y casi bloqueada por las hojas.
La rodearon y apoyaron las espaldas en su áspero muro, mirando a
través de las hojas de haya verde y oro hacia la estrecha franja de
playa y el resplandor de los guijarros bañados por el
mar.
Cordelia no dijo nada. El paseo habia sido idea de Roma y era
ella quien debía decir qué la había llevado a buscar su compañía.
No obstante, Cordelia se sentía en paz y cómoda a su lado, como si
ninguna de sus diferencias importara ante el hecho de su común
feminidad. Vio que Roma levantaba una rama de haya y empezaba a
despojarla metódicamente de sus hojas.
–Teóricamente, eres una experta en estas cuestiones -dijo
Roma sin mirar a Cordelia-. ¿Cuándo podremos largarnos? Tengo que
cuidar de mi negocio y mi socio no puede arreglárselas solo
indefinidamente. La policía no tiene derecho a retenernos aquí,
pues la investigación podría llevar meses.
–No pueden retenernos legalmente, a menos que nos arresten.
Algunos tendremos que asistir a la indagatoria. Pero supongo que tú
podrás marcharte mañana si quisieras.
–¿Y qué hará George? Necesitará ayuda. ¿Ordenará sus cosas,
sus joyas, la ropa, los cosméticos, o espera que lo haga
yo?.
–¿No sería mejor que se lo preguntaras a
él?.
–Ni siquiera podemos entrar en su dormitorio. La policía
todavía lo mantiene precintado. ¡Y trajo una enormidad de
cosas!.
Siempre hacia lo mismo, aunque sólo fuera por un fin de
semana. Además habrá que ocuparse de lo que hay en el piso de
Bayswater y en el de Brighton, los trajes, los vestidos, las
pieles. George no puede donar todo eso a la sociedad de
beneficencia.
–Se sorprenderían, indudablemente -opinó Cordelia-. Pero son
capaces de darle un buen fin. Pueden vender la ropa en sus tiendas
de donaciones.
La charla femenina sobre el guardarropa de Clarissa habría
parecido ridícula a Cordelia si no se hubiese dado cuenta de que el
interés de Roma por las cosas de su prima enmascaraba una inquietud
más profunda: el dinero de Clarissa. Volvieron a guardar silencio
un rato, hasta que Roma dijo ceñuda:.
–¿Sabías que pedí un préstamo a Clarissa inmediatamente antes
de que la mataran y que me lo negó?.
–Sí. Estaba allí cuando se lo contó a sir
George.
–¿Y no se lo has dicho a la policía?.
–No.
–Muy considerado por tu parte, sobre todo teniendo en cuenta
que no he sido del todo simpática contigo.
–¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Si quieren ese tipo
de información, pueden obtenerla del interesado, es decir,
tú.
–Pues hasta ahora no la han obtenido. Les mentí. No me
enorgullezco de ello y ni siquiera sé por qué lo hice. Pánico,
supongo, y la sensación de que les vendría bien endilgarme el
crimen a mí y no a George o Ambrose. Uno de ellos es baronet y
héroe de guerra, el otro es rico.
–No creo que quieran endilgárselo a nadie excepto al
culpable. La verdad es que Grogan y Buckley no me caen nada bien.
pero creo que son ecuánimes.
–Es extraño -reflexionó Roma-. Nunca me gustó la policía ni
jamás confié en ella, pero siempre di por sentado que, ante un
delito tan grave como un homicidio, cooperaría con ellos hasta las
últimas consecuencias. Quiero que atrapen al asesino de Clarissa,
desde luego. ¿Entonces por qué estoy a la defensiva? ¿Por qué actúo
como si Grogan y Buckley estuviesen confabulados en mi contra? ¡Es
humillante descubrirse mintiendo, mintiendo y aterrada, además de
avergonzada!.
–Lo sé. Yo siento lo mismo.
–Parece que George tampoco les habló de nuestra disputa.
Tampoco lo ha hecho Tolly, aparentemente. Clarissa la envió afuera
mientras hablábamos, pero tiene que haberse dado cuenta. ¿Crees que
estara maquinando un chantaje?.
–Estoy segura de que no -la tranquilizó Cordelia, pero creo
que lo sabe, de todos modos. Cuando yo entré, estaba en el cuarto
de baño y probablemente lo oyó, pues Clarissa estuvo bastante
vehemente.
–Estuvo vehemente consigo, vehemente y ofensiva. Si yo fuese
capaz de matar, la habría matado en ese mismo
instante.
Al cabo de otra pausa, Roma volvió a tomar la
palabra:.
–A lo que no logro acostumbrarme es a la forma en que todos
evitamos hablar sobre quién la mató. Ni siquiera nos comportamos
como extraños, no decimos nada, no preguntamos nada. ¿No te parece
raro?.
–No. Estamos atascados aqui, todos juntos. La vida se
volveria intolerable si empezáramos a lanzarnos acusaciones o
recriminaciones, o si nos dividiéramos en
camarillas.
–Quizá tengas razón. Pero no creo que podamos seguir así, sin
saber, sin siquiera hablar de ello, fingiendo mantener amables
conversaciones cuando todos pensamos en lo mismo, evitando
cuidadosamente las miradas de los demás, dudando, echando llave a
nuestras puertas por la noche. ¿Cerraste la tuya?.
–Sí, y ni siquiera sé por qué. Ni por un solo instante se me
ha cruzado por la imaginación que pueda haber un maníaco homicida
en la isla. Clarissa era la víctima elegida, no la mataron por
casualidad. Pero cerré mi puerta con llave.
–¿Contra quién? ¿Quién crees que lo hizo?.
–Uno de nosotros, uno de los que durmió en el castillo el
viernes por la noche -replicó Cordelia.
–Eso lo sé. ¿Pero quién?.
–Lo ignoro. ¿Lo sabes tú?.
La rama de haya era ahora una varita desnuda en las manos de
Roma. La arrojó lejos, buscó otra y reanudó la metódica
destrucción.
–Me gustaría que fuera Ambrose, pero no puedo creerlo. ¿No
fue George Orwell quien dijo que el crimen, ese delito singular,
sólo podía nacer de una fuerte emoción? Ambrose no ha experimentado
una emoción fuerte en toda su vida y carece del coraje y la
impiedad necesarios. Es incapaz de tanto rencor. Le gusta jugar con
los juguetes de la violencia: el cabo de una cuerda de un verdugo,
un camisón ensangrentado, un par de esposas victorianas. Con
Ambrose hasta el terror se vuelve de segunda mano, esterilizado por
el tiempo, el encanto y el pintoresquismo. Y no puede ser Simon. Ni
siquiera había visto el brazo de mármol, y de cualquier manera, en
caso de haberlo hecho, ya habría confesado. Es un pusilánime sin
carácter, como su padre. No tendría fortaleza física para aguantar
a Grogan cinco minutos si el interrogatorio se volviera duro. ¿E
Ivo? Bueno, Ivo está agonizando. Prácticamente ha cumplido ya su
cadena perpetua. Es posible que se considere fuera del alcance de
la ley. Pero no tiene motivos. Supongo que George es el principal
sospechoso, pero tampoco creo que haya sido él. Es un militar
profesional, un asesino profesional si lo prefieres. Pero no lo
haría así, no le haría eso a una mujer. Podrían ser los Munter, o
uno de los dos, o incluso Tolly, pero no veo cuáles serían sus
móviles. Quedamos tú y yo. Yo no fui. Y si te sirve de consuelo,
tampoco creo que hayas sido tú.
–Háblame de Clarissa -la exhortó Cordelia-. De niña pasaste
muchas vacaciones con ella, ¿verdad?.
–¡Oh, aquellos horribles agostos! Tenían una casa junto al
río, en Maidenhead, y allí pasaban casi todo el verano. La madre
pensaba que Clarissa debía contar con compañía de su edad, y mis
padres se alegraban de que me alimentaran y me hospedaran gratis.
Es extraño, pero entonces nos llevábamos bastante bien, supongo que
unidas por el miedo a su padre. En cuanto llegaba de Londres,
vivíamos aterrorizadas.
–Creía que ella lo adoraba, que fue un padre cariñoso e
indulgente.
–¿Eso te contó? ¡Típico de Clarissa! No podía ser sincera ni
siquiera respecto de su propia infancia. No, mi tío era un bruto,
aunque no quiero decir que nos maltratara físicamente. Pero en
algún sentido esto habría sido más soportable que el sarcasmo, la
fría ira adulta, el desprecio. Entonces no le comprendia, ahora
creo que sí. En realidad, no le gustaban las mujeres. Se casó para
tener un hijo varón, pues poseia ese egoísmo incapaz de imaginar un
mundo en el que no tuviera al menos una inmortalidad por reemplazo,
y se encontró con una hija, una mujer enfermiza que no tenía la
menor intención de volver a engendrar y una profesión que le
impedía divorciarse. Y de pequeña, Clarissa ni siquiera era bonita.
La frialdad del padre y su propio miedo mataban toda espontaneidad,
todo afecto, incluso cualquier grado de inteligencia que pudiese
haber mostrado. No es extraño que pasara el resto de su vida
buscando amor obsesivamente. Aunque quizá todos hacemos lo
mismo.
–Al enterarme de una cosa que se refiere a ella, algo que
hizo, pensé que era un monstruo -comentó Cordelia-. Pero tal vez
nadie lo sea, al menos no del todo, cuando uno conoce la verdad de
su vida.
–Clarissa era un monstruo, convengo en eso; pero cuando me
acuerdo del tío Roderick, comprendo por qué. ¿No será mejor que
volvamos? Grogan sospechará que estamos conspirando. Probablemente
desde aquí podamos bajar a gatas hasta la orilla y volver andando
junto al mar.
Avanzaron con dificultad por el borde de la rompiente. Roma
iba delante, con las manos hundidas en los bolsillos de la
chaqueta, chapoteando entre las pequeñas olas que retrocedían,
aparentemente ignorante de que los bajos del mojado pantalón
golpeaban contra sus tobillos, de sus zapatos empapados. El regreso
fue más largo y más lento que el paseo por el soto. pero por fin
torcieron el cabo de una pequeña ensenada y el castillo se irguió
ante sus ojos. Se detuvieron y levantaron la vista. Un hombre joven
en bañador, que llevaba una caja de madera basta, bajaba la
escalera de incendios desde la ventana del anterior dormitorio de
Cordelia. Descendía con gran cuidado, enganchando los brazos
alrededor de los escalones, sin tocarlos con las manos. Después
miró en derredor, caminó hasta el borde de las rocas y con un
violento gesto repentino echó la caja al mar. Permaneció un momento
en equilibrio, con los brazos levantados y se zambulló. A unos
treinta metros del extremo de la terraza se mecía un bote, un bote
diferente de la lancha de la policía. Un buzo, lustroso en su traje
negro, reposaba apoyado en la borda. En cuanto la caja dio en el
agua, retrocedió y desapareció de la vista.
–¿Entonces eso es lo que piensa la policía? – inquirió
Roma.
–Sí, eso es lo que piensa la policía.
–Están buscando el joyero. ¿Qué ocurrirá si logran
encontrarlo?.
–Será una mala noticia para alguien -respondió Cordelia-.
Sospecho que descubrirán que todavía contiene las joyas de
Clarissa.
¿Qué otra cosa podia contener? ¿Todavía estaría en el cajón
secreto la nota sobre la actuación de Clarissa en "El profundo mar
azul"? La policía no se había tomado mucho interés por aquel
recorte de prensa, pero de pronto Cordelia tuvo la sensación de que
podía ser significativo. ¿Existía la posibilidad de que guardase
alguna relación con la muerte de Clarissa? Al principio le pareció
absurdo, pero la idea persistió. Sabía que no se sentiría
satisfecha hasta ver una copia. El primer paso consistía en visitar
la oficina del periódico en Speymouth y revisar los archivos.
Recordaba el año: el año jubilar de 1977. No sería difícil, y al
menos tendría algo concreto que hacer.
Percibió que Roma seguía absolutamente inmóvil, con los ojos
fijos en el nadador solitario. Su rostro era inexpresivo, pero un
instante después se sacudió y dijo:.
–Será mejor que entremos y hagamos frente a otra ronda de lo
que, con el inspector Grogan, se convierte en el tercer grado. Si
fuese abiertamente impertinente o incluso bestial, lo encontraría
menos ofensivo que con su velada insolencia
masculina.
Pero cuando atravesaron la sala y entraron en la biblioteca
atraídas por un sonido de voces, Ambrose les comunicó que Grogan y
Buckley habían partido. Debían reunirse con el doctor Ellis-Jones
en el depósito de cadáveres de Speymouth. Se suspendían los
interrogatorios hasta la mañana del lunes. El resto del día les
pertenecía y eran libres de pasarlo como mejor
pudieran.
.
Se alegró de salir por fin al aire libre, y no porque el
depósito oliera mal. Para él habría sido menos desagradable en tal
caso. A Buckley le desagradaba profundamente el olor a
desinfectante que recubría, sin enmascararlo, el olor a
putrefacción. El hedor era tenue pero persistente y solía
quedársele pegado a la nariz.
El depósito era un edificio moderno construido en terreno
alto al oeste de la pequeña ciudad, y, mientras se acercaban al
Rover, vieron las luces que avanzaban como luciérnagas a lo largo
de las calles curvas y la oscura forma de Courcy Island en
lontananza, tumbada indolente, como un animal semisumergido. Era
extraña, pensó Buckley, la forma en que la isla parecía acercarse o
retroceder según la luz y la hora del día. Bajo el tibio sol otoñal
permanecía envuelta en una neblina azulada y parecía tan próxima
que imaginaba posible nadar hasta aquella orilla plácida y
variopinta. En aquel momento, en cambio, se había alejado hacia el
canal, remota y siniestra: una isla de misterio y horror. El
castillo se alzaba sobre su orilla meridional y no se veían luces.
Se preguntó qué estaría haciendo el grupúsculo de sospechosos, cómo
abordarían la prolongada noche que les esperaba. Supuso que todos,
salvo uno, dormirían bajo llave.
Grogan se acercó a él y, señalando la isla con la cabeza,
dijo:.
–Ahora sabemos lo que ya sabía uno de ellos: cómo murió. Si
dejamos de lado la cháchara técnica de Ellis-Jones sobre la
mecánica de la fuerza y la absorción local de energía cinética de
las heridas en la cabeza, para no mencionar la forma interesante y
característica en que se desintegra bajo el peso del impacto, ¿qué
nos queda? Tanto como esperábamos. Murió de una fractura deprimida
en la parte delantera del cráneo, practicada por nuestro viejo
amigo el instrumento contundente. Probablemente en ese momento
estaba tendida boca arriba, tal como la encontró la señorita Gray.
La hemorragia fue continua pero casi totalmente interna y el efecto
del golpe se vio intensificado por el hecho de que los huesos del
cráneo son más delgados de lo normal. La inconsciencia sobrevino
casi de inmediato y murió en un plazo de cinco a quince minutos. El
resto de las lesiones fueron hechas después del fallecimiento, pero
lamentablemente ignoramos cuánto tiempo después. O sea que tenemos
a un criminal que se sienta a esperar a que su víctima muera y
luego…¿qué? ¿Decide asegurarse? ¿Decide encubrir la forma en que
murió dándole más de lo mismo? No irá a decirme que aguardó diez
minutos antes de resolver que ya era hora de sentir
pánico…
–Podría haber pasado ese tiempo buscando algo, se puso
furioso porque no lo encontró -conjeturó Buckley- y descargó su
frustración en el cadáver.
–¿Buscando qué? Nosotros tampoco lo hemos encontrado, a no
ser que siga en la habitación y se nos haya pasado pr alto su
significado. Tampoco hay señales de que se haya practicado un
registro. Si la habitación fue registrada, lo hizo con mucho
cuidado alguien que sabía lo que buscaba. Y si buscaba algo, estoy
seguro de que lo encontró.
–Todavía falta el informe del laboratorio, señor. Y el de las
vísceras estará dentro de una hora.
–Dudo que descubran nada, El doctor Ellis-Jones no detectó
indicios de veneno. Pueden haberla drogado…, aunque no deberíamos
teorizar por adelantado, pero sospecho que despierta cuando murió y
que vio la cara de su asesino.
A Buckley le pareció extraordinario el descenso de
temperatura que se produjo cuando se ocultó el sol. Fue lo mismo
que pasar del verano al invierno en un par de horas. Salieron
lentamente del aparcamiento y giraron hacia la ciudad. Al principio
Grogan sólo se expresó con lacónicos barboteos:.
–Sabe algo del juez de primera instancia?.
–Sí, señor. La indagatoria ha sido fijada para las dos en
punto del martes.
–¿Qué hay de Londres? ¿Burroughs sigue con sus
averiguaciones?.
–Llegará a primera hora de la mañana. He dicho a los buzos
que los necesitaremos toda la semana -¿Qué hay de esa condenada
conferencia de prensa?.
–-Mañana por la tarde, señor. A las cuatro y
media.
Volvió a envolverlos el silencio. Al cambiar de velocidad
para subir la empinada y serpenteante cuesta que conducía a
Speymouth, Grogan dijo repentinamente:.
–¿Significa algo para usted el nombre del comandant Adam
Dalgliesh, sargento?.
No era necesario preguntar a qué fuerza pertenecia. Sólo la
Metropolitana tenía comandantes.
–He oído hablar de él, señor -respondió
Buckley.
–¿Quién no? Es la mano derecha del comisario, la niña de los
ojos de la institución. Cuando la Metropolitana o el ministerio del
Interior quieren demostrar que la policia sabe cómo manejar los
cubiertos y qué vino debe pedir con el "canard a l'orange" y cómo
hablar con un ministro al nivel de su secretario permanente, se
sacan de la manga a Dalgliesh. Si no existiera, la policía tendría
que inventarlo.
La mofa sonaba poco original, pero la aversión era de primera
categoría.
–Toda esta cuestión resulta un poco anticuada, ¿no le parece,
señor?.
–No sea ingenuo, sargento. Sólo es anticuado hablar así, pero
eso no significa que hayan cambiado en su pensamiento ni en sus
actitudes. Ahora Dalgliesh podría contar con su propia fuerza,
probablemente en condiciones de presidente de la asociación de
comisarios de policía, si no hubiese querido limitarse a la
investigación. Para no hablar de su vanidad personal. El resto de
nosotros puede revolcarse en la mierda para obtener algo. Yo soy el
gato que anda solo y todos los lugares me dan igual.
Kipling.
–Sí, señor. – Buckley hizo una pausa y luego preguntó-: ¿Qué
pasa con el comandante?.
–Conoce a Cordelia Gray. Se vieron envueltos en un caso
anterior. Cambridge. No hay detalles y nadie los pidió. Pero ha
presentado un informe irreperochable sobre ella y su agencia. Nos
guste o no, es un buen policía, uno de los mejores. Si él dice que
Gray no es una asesina, estoy dispuesto a aceptarlo como prueba.
Pero no ha dicho que sea incapaz de mentir, y no le creería si lo
hubiese dicho.
Grogan mantuvo un taciturno silencio, pero su mente debía de
bullir con las entrevistas del día anterior. Después de diez
minutos durante los cuales ninguno de ambos abrió la boca, se
decidió a decir:.
–Hay algo que me intriga. Probablemente usted también lo
notó. Todos hicieron una descripción de la visita del sábado por la
mañana a la iglesia y la cripta. Todos mencionaron al prisionero
que murió ahogado. Pero todos lo hicieron con excesiva
indiferencia, como mera mención de una pequeñez insignificante,
como una breve excursión que se les ocurrió emprender antes de
almorzar. En cuanto los invité a extenderse sobre el incidente,
reaccionaron como un puñado de vestales que hubieran vivido un
interesante episodio en las cuevas de Marabar. Sospecho que no ha
captado la alusión, sargento.
–No, señor.
–No se preocupe. No estoy degenerando en un policía literato.
Eso se lo dejo a Dalgliesh. Cuando iba a la escuela teníamos como
libro de lectura obligatoria "Pasaje a la India". Siempre pensé que
se trataba de una obra valorada en exceso. Pero ningún conocimiento
se desaprovecha en el trabajo policial, como solían decirme en la
escuela preparatoria, aparentemente ni siquiera el de E. M.
Forster. En la Caldera del Diablo ocurrió algo de lo que ninguno de
ellos está dispuesto a hablar y me gustaría saber qué
es.
–La señorita Gray encontró allí uno de los
mensajes.
–Eso dice. Pero yo estoy pensando en otra cosa. Probablemente
sea una apuesta arriesgada, pero creo que debemos ahondar más en
torno a ese ahogado en 1940. Supongo que el punto de partida tiene
que ser el Comando Sur.
Los pensamientos de Buckley volvieron a aquel cuerpo blanco
científicamente descuartizado, a aquella desnudez carente de
erotismo. Y más aún. Por un instante, mientras observaba aquellos
dedos enguantados y exploratorios, sintió que ningún cuerpo de
mujer volvería a excitarle.
–No hubo violación ni contacto sexual reciente
-dijo.
–Lo que no nos sorprende en lo más minimo. A su marido le
faltaba la inclinación, y a Ivo Whittingham, la fuerza. En cuanto a
su asesino, tenía otras cosas en qué pensar. Daremos por terminado
el dia, sargento. El jefe de policía quiere hablar conmigo a
primera hora de la mañana, lo que sin duda significa que sir
Charles Cottringham se ha puesto en contacto con él. Ese hombre es
un pelma. Me indigna que no se ciña al teatro para aficionados y
deje los dramas de la vida real en manos de los expertos. Después
iremos a Courcy Island y veremos si una noche de descanso les ha
refrescado la memoria.
.
–Lo siento. No pensé que debía cambiarme. No tardaré -se
volvió en dirección a la puerta.
Ambrose le llamó, con un deje de impaciencia en la
voz:.
–¿Qué importa? Si te sientes más cómodo, puedes cenar en
bañador. A nadie le importa lo que te pongas.
Cordelia tuvo la impresión de que no era la forma más
afortunada de decirlo. Las palabras sobreentendidas flotaban en el
aire: a Clarissa le habría importado, pero ya no estaba allí. Los
ojos de Simon giraron hacia la silla vacía de la cabecera de la
mesa. Después se sentó al lado de Cordelia.
¿Dónde está Roma? – preguntó Ivo.
–Pidió que le subieran a su habitación sopa y emparedados de
pollo. Dice que le duele la cabeza.
A Cordelia le pareció que todos dudaban simultáneamente de la
realidad de aquella jaqucca, aunque en el fondo felicitaban a Roma
por haber dado con un pretexto tan sencillo para evitar la primera
cena propiamente dicha que se celebraba desde la muerte de
Clarissa. La mesa había sido reorganizada, quizás en una tentativa
de restar patetismo al trauma provocado por aquella silla vacía.
Las dos cabeceras estaban libres; Cordelia y Simon quedaron
sentados frente a Ambrose, Ivo y sir George, mientras que un tramo
de caoba se extendía desocupado a ambos lados. Cordelia pensó que
aquella disposición les daba el aspecto de un par de candidatos que
se enfrentan a una comisión de examinadores no demasiado
intimidadora, impresión reforzada por el traje de Simon, con el
cual, paradójicamente, parecía menos cómodo y más formalmente
vestido que los otros tres con sus níveas pecheras y sus
smokings.
No estaban presentes Munter ni su mujer. Junto a cada plato
había un cuenco de "vichyssoise", y la fuente con el segundo plato
estaba tapada sobre el calientaplatos del aparador. Se percibía un
leve olor a pescado, inverosímil ocurrencia para un domingo.
Evidentemente sería una cena para convalecientes sobriamente
inofensiva, nada excitante para el paladar ni para la digestión.
Una verdadera delicadeza de etiqueta culinaria, pensó Cordelia, la
elección del menú para un grupo de sospechosos de homicidio que
cenan juntos el día posterior al crimen. Los pensamientos de Ivo
debieron ser paralelos a los suyos, pues en ese momento
dijo:.
–Me pregunto qué rechazaría la señora Beeton como comida más
inapropiada para esta ocasión. Yo diría que "borsch" seguido por
filete a la tártara. No sé qué decir sobre el postre. No puede ser
demasiado grosero, pero es necesario que sea opíparamente
indigesto.
–¿A usted nada le importa? – le preguntó Cordelia en voz
baja.
Ivo hizo una pausa antes de responder, como si la pregunta de
Cordelia mereciera una atenta reflexión.
–No quisiera saber que sufrió o que sintió miedo ni siquiera
un instante. Pero si lo que usted quiere averiguar es si me importa
que ya no esté en el mundo de los vivos, debo decirle que no, que
en realidad no me importa.
Ambrose había terminado de escanciar el
Graves.
–Tendremos que servirnos por nuestra cuenta -les comunicó-.
Le he dicho a la señora Munter que se tome la noche libre y que
descanse; por su parte, Munter no ha aparecido desde el almuerzo.
Si mañana la policía quiere volver a entrevistarle, no tendrán
suerte. Ocurre aproximadamente cada cuatro meses e invariablemente
si he recibido huéspedes. No sé si se trata de una reacción a causa
de tanto ajetreo o si es su manera de desalentarme a recibir
invitados. Como por lo general es lo bastante considerado para
esperar a que mis huéspedes se hayan ido, no puedo quejarme. Posee
cualidades compensatorias.
–¿Se emborracha? – preguntó sir George-. podía ser aficionado
a la bebida.
–Eso me temo. Suele durar tres días. Me dije para mis
adentros que quizá la muerte violenta de uno de sus huéspedes
quebrantaría la pauta, pero ostensiblemente no ha sido así. Supongo
que es su manera de liberarse de algún intolerable fastidio
interior. En realidad, la isla no es conveniente para él. Siente
una repugnancia casi patológica por el agua. Ni siquiera sabe
nadar.
Ambrose, Ivo y Cordelia se habían acercado al aparador.
Ambrose levantó la tapadera de plata y quedaron á la vista unos
delgados filetes de lenguado en una salsa cremosa.
–Entonces ¿por qué se queda? – quiso saber
Ivo.
–Jamás se lo pregunté, por temor a que él pudiera hacerme la
misma pregunta. Por dinero, supongo. Además le gusta la soledad,
aunque preferiría que no estuviese garantizada por dos millas de
agua. Sólo tiene que atenderme a mí, en conjunto una tarea
fácil.
–Y más fácil ahora que Clarissa ha muerto. Supongo que no
seguirás adelante con la idea del festival de
teatro.
–Ni siquiera como homenaje en su honor, mi querido
Ivo.
Entonces parecieron comprender que la conversación, aunque
sir George estaba demasiado lejos para oírla, era de mal gusto. Los
dos miraron a Cordelia, que estaba un poco enfadada con Ambrose.
Mientras se servía los guisantes dijo
impulsivamente:.
–Se me ocurre que quizás haya encontrado la forma de aumentar
sus ingresos con un poco de contrabando. La Caldera del Diablo
sería un punto de descarga muy conveniente. Noté que mantiene el
cerrojo de la trampilla bien engrasado, y no es necesario que lo
haga si los visitantes de verano no pisan ese lugar. Además, el
viernes por la noche vi parpadear una luz en alta mar y pensé que
podía ser una señal de reconocimiento.
Ambrose rió mientras cogía su plato, pero cuando habló había
un leve matiz de inconfundible despecho en su
voz:.
–¡La ingeniosa Cordelia! ¡Qué pena que sólo sea una
aficionada! Grogan estaria encantado de poder alistarla en las
filas de sus fisgones oficiales. Es posible que Munter tenga sus
asuntos personales, pero no me los confía y yo no tengo la menor
intención de averiguarlo. Courcy es, tradicionalmente, un refugio
natural de contrabandistas, y casi todos los marineros de estos
lares hacen sus pinitos en el contrabando. No debe ser mucho, tal
vez algunas barricas de coñac, de vez en cuando algunos frascos de
perfume. Nada tan espectacularmente osado como las drogas, si es
que está pensando en eso. A la mayoría de la gente le gusta tener
algún ingreso libre de impuestos, y un toque de riesgo intensifica
el atractivo. Pero no le aconsejo que transmita sus sospechas a
Grogan. Dejémosle seguir con la investigación que tiene entre
manos.
–¿Qué significarían las luces que vio Cordelia? – se interesó
Ivo.
–Supongo que fue una manera de alejar a sus compinches.
Seguramente no queria que desembarcaran el material cuando la isla
era un hervidero de policias.
–Cordelia vio la señal el viernes -dijo Ivo en tono neutro-.
¿Cómo podía saber Munter que la policía estaría aquí al día
siguiente?.
Ambrose se encogió de hombros,
despreocupado.
–Entonces no era a la policia a quien temía. Tal vez sabía o
adivinó que una detective privada nos honraba con su presencia. No
me preguntes cómo lo supo. Clarissa no me lo dijo y, aunque lo
hubiera hecho, yo no se lo habría comunicado a Munter. Pero de
acuerdo con mi experiencia, es muy poco lo que sucede bajo el techo
de cualquier casa sin que un buen sirviente no sea el primero en
enterarse.
Volvieron junto a sir George, que ya se había servido el
lenguado y comía con impasible determinación, aunque sin aparente
placer. Cordelia reflexionó sobre el caso Munter. No le parecía
probable que éste hubiese adivinado su secreto ni que hubiera
alterado sus planes en caso de conocerlo. Era más posible que, con
el castillo lleno de huéspedes, hubiese pensado que el momento no
era propicio para recibir el botín: demasiada gente alrededor,
demasiado trabajo adicional, la posibilidad de que le resultara
difícil escabullirse sin que lo notaran. Quizá no había podido
hacer llegar el mensaje a sus compañeros, o el mensaje se había
extraviado. ¿O alguien había llegado a la isla inesperadamente,
alguien a quien temía en particular, o alguien que podía estar
enterado de lo que ocurría en la Caldera del Diablo, que incluso la
había visitado? Una sola persona satisfacía todos esos requisitos:
sir George.
La cena parecía prolongarse sin solución de continuidad.
Cordelia notó que todos deseaban ponerle fin, pero nadie quería dar
la impresión de tener prisa ni ser el primero en retirarse. Tal vez
por ese motivo parecían comer con deliberada lentitud. Se preguntó
si sería la ausencia de criados lo que volvía tan insólita la
situación; parecían resistentes de una guarnición abandonada, y en
breve asediada, que ingerían estoicamente la última cena con
tradicional ceremonia, los oídos aguzados y atentos a los primeros
gritos distantes de los bárbaros. Comían y bebían, pero lo hacían
en silencio. Las seis velas en sus bifurcados soportes entrelazados
parecían arder con menos fulgor que la primera noche, de modo que
sus rasgos, a medias sombreados, se acentuaban en caricaturas de
sus personalidades diurnas. Manos pálidas y descoloridas se
acercaban al frutero, a melocotones aterciopelados y bermejos, al
curvo lustre de los plátanos, a las manzanas bruñidas que parecían
tan artificiales como el cutis de Ambrose iluminado por las
velas.
Las puertas vidrieras estaban cerradas para evitar la entrada
del frío y un monticulo de leña fina crepitaba en la enorme
parrilla…, pero aquellas llamas que danzaban a rachas no podian
explicar el opresivo calor de la estancia. Cordelia tuvo la
impresión de que la temperatura aumentaba minuto a minuto, que el
calor del dia, atrapado alli, se había vuelto más denso,
dificultando la respiración, intensificando el olor de la comida
hasta hacerla levemente nauseabunda. Y en su imaginación cambió la
habitación propiamente dicha: los Orpen derrochaban amorfos colores
y las paredes parecian cubiertas de toscos tapices; el techo
elegantemente estucado irradiaba haces ahumados hacia un negro
infinito, abriéndose a un firmamento eternamente vacío de
estrellas. Se estremeció a pesar del calor y cogió la copa de vino
como si el contacto fisico del frio cristal pudiera fortalecer su
sentido de la realidad. Quizás el pleno horror de la muerte de
Clarissa y la tensión del interrogatorio policial cobraban en ese
momento su precio.
Una de las velas tembló como alcanzada por un aliento
invisible, parpadeó y se apagó. Simon exhaló un suspiro y a
continuación un prolongado y acuciante gemido. Las manos de todos,
a mitad de camino de las respectivas bocas, quedaron paralizadas.
Las caras se volvieron al unisono, con la vista fija en el
ventanal. Contra la luz de la luna se perfiló una silueta innensa
que agitaba sus negros brazos y que por último se abalanzó sobre
los cristales. Su furia llegó débilmente a sus oídos entre un
lamento y un bramido. De improviso la silueta interrumpió su
frenético golpeteo y permaneció por un instante inmóvil,
mirándolos. Boquiabierta, los labios en carne viva, la aparición
parecia dar chupadas a la ventana. Dos palmas gigantescas, con los
dedos extendidos, se imprimieron en los cristales. Las facciones
apretadas y deformes se disolvieron contra el ventanal en una
confusión de carne casi marchita. Luego la aparición cobró fuerzas
y empujó. Las puertas cedieron y Munter, con los ojos extraviados,
cayó prácticamente en el interior. El aire nocturno acarició fresco
y dulce los rostros de los comensales, y el murmullo de las olas se
convirtió en una encrespada marea de sonidos, como si la
tambaleante silueta hubiera sido arrastrada hacia alli por la
fuerza de una violenta borrasca, cargando con todo el mar a sus
espaldas.
Permanecieron mudos. Ambrose se puso en pie y se adelantó.
Munter lo empujó a un lado y, arrastrando los pies, se acercó a sir
George hasta que sus caras casi se tocaron. Sir George se mantuvo
estático en su asiento. No movió un solo músculo. Entonces habló
Munter, echando la cabeza hacia atrás, casi en un
aullido:.
–¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!.
Cordelia se preguntó cuándo se decidiría a moverse sir
George, o si aguardaría hasta que los dedos de Munter se cerraran
sobre su garganta. Pero Ambrose se había situado detrás y le
apretaba los temblorosos brazos. Al principio el contacto pareció
apaciguar a Munter, pero después dio un violento tirón. Ambrose
dijo, sin resuello:.
–¿No podría ayudar alguno de vosotros?.
Ivo habia empezado a mondar un melocotón y parecía
absolutamente indiferente.
–Sospecho que en esta emergencia yo no serviría de
nada.
Simon se levantó y le aferró un brazo al intruso. Al contacto
de las manos del muchacho, toda beligerancia abandonó a Munter. Se
le doblaron las rodillas; Ambrose y Simon se aproximaron más aún,
para sustentar entre ambos su peso bamboleante. Munter hizo un
intento por centrar la mirada en Simon, articuló unas pocas
palabras guturales e ininteligibles, que sonaban a una lengua
extranjera. Pero sus últimas palabras fueron
claras:.
–Pobre cabrón…, pero ésa sí que era una
zorra.
Ambrose y Simon lo llevaron a la puerta. Munter no ofreció la
menor resistencia y los acompañó obediente como un crío
disciplinado.
Cuando salieron, los dos hombres y Cordelia guardaron un
momento de silencio. Después sir George se levantó y cerró la
puerta vidriera. El mar enmudeció y las temblorosas velas se
aquietaron. Mientras volvía a la mesa, sir George eligió una
manzana y dijo:.
–¡Qué ejemplar extraordinario! En Sandhurst tuve un
condiscípulo capaz de beber así. Estaba sobrio varios meses y luego
se pasaba una semana borracho como una cuba.
Torpedearon su barco en el Mediterráneo en el invierno del
cuarenta y dos, con un tiempo espantoso. Lo rescataron de una balsa
tres días más tarde. Fue el único superviviente. Dijo que debía
agradecérselo a que estaba conservado en whisky. ¿Creéis que
Gorringe deja en manos de Munter la llave de su
bodega?.
–Yo diría que no -respondió Ivo en tono
divertido.
–No es fácil mantener un acuerdo con un mayordomo al que no
se le pueden confiar las llaves. No obstante, supongo que sirve
para otras cosas. Es un acérrimo defensor de Gorringe,
evidentemente.
–¿Qué le ocurrió? A tu amigo me refiero… -preguntó
Ivo.
–Se cayó en la piscina de su casa y se ahogó. En el extremo
poco profundo. Durante el período alcohólico,
naturalmente.
Pareció transcurrir un buen rato hasta que aparecieron
Ambrose y Simon. A Cordelia le chocó la palidez del joven: reducir
a un borracho no podía ser un lance tan
horripilante.
–Le hemos acostado -dijo Ambrose-. Esperemos que se quede en
la cama. Os pido disculpas por la escena. Munter nunca se había
comportado de manera tan espectacular. ¿Me alcanzas el
frutero?.
Después de cenar se reunieron en el salón. La señora Munter
no había aparecido y ellos mismos se sirvieron el café de la
cafetera de filtro que estaba preparada sobre el aparador. Ambrose
abrió las puertas vidrieras y uno tras otro salieron a la terraza
como si les llamara el mar. La luna llena trazaba una ancha banda
plateada hacia el horizonte, y unas pocas estrellas salpicaban el
negriazul del cielo. La marea era poderosa. La oían lamer las
piedras del muelle y también percibieron el lejano murmullo de las
calmadas olas siseantes sobre la playa de guijarros. Un solo sonido
se superponía a éstos: sus sordas pisadas. En esta paz, pensó
Cordelia, sería fácil creer que nada importa, ni la muerte ni la
vida ni la violencia humana ni el sufrimiento. La estampa del
manchón de carne aplastada y sangre coagulada que había sido el
rostro de Clarissa, grabado para siempre en su mente, se volvió
irreal, algo que había imaginado en otra dimensión del tiempo. La
desorientación era tan grande que tuvo que luchar contra ella
recordándose por qué estaba allí y qué era lo que tenía que hacer.
Salió de su trance al oir la voz de Ambrose, que le hablaba a
Simon.
–Puedes tocar el piano si quieres. No creo que media hora de
música hiera la susceptibilidad de nadie. Tiene que haber algo
adecuado, entre un popurrí de variedades y la "Marcha fúnebre" de
Saúl.
Sin responder Simon se acercó al piano. Cordelia lo siguió al
salón y lo vio sentarse. cabizbajo, contemplando en silencio las
teclas. De improviso, Simon metió la cabeza entre los hombros, bajó
las manos hacia el teclado y empezó a desgranar notas con serena
intensldad; Cordelia reconoció el movimiento lento de "El
emperador", de Beethoven. Ambrose hizo oír su voz desde la
terraza:.
–Trillado pero oportuno.
Simon interpretó impecablemente; las notas arrullaban el
aire. A Cordelia le extrañó que tocara mucho mejor ahora que
Clarissa estaba muerta. Cuando terminó el movimiento, le
preguntó:.
–¿Qué ocurrirá con tus estudios?.
–Sir George me ha dicho que no me preocupe, que puedo
terminar el último año en Melhurst y luego ir al Colegio Real o a
la Academia, si logro ingresar.
–¿Cuándo te lo dijo?.
–Cuando fue a mi habitación después de que encontraran a
Clarissa.
Una decisión notablemente veloz, pensó Cordelia, dadas las
circunstancias. Suponía que sir George tenía otras cosas en que
pensar, más urgentes que la carrera de Simon. El chico debió de
haberle adivinado el pensamiento, pues levantó la vista y se
apresuró a aclarar:.
–Le pregunté qué pasaría conmlgo y me respondió que no debía
preocuparme, que nada cambiaría, que podía volver a la escuela y
después seguir mi carrera en el Colegio Real. Yo estaba asustado e
impresionado y creo que él trató de
tranquilizarme.
Pero no tan impresionado como para no pensar primero en sí
mismo. Al instante, Cordelia se reprochó la injusta crítica e hizo
un esfuerzo para apartarla de su mente. Al fin y al cabo, la de
Simon habia sido una natural reacción inmadura ante la tragedia.
¿Qué será de mi? ¿Cómo afectará esto mi vida? ¿Acaso no era eso lo
que todo el mundo quería saber? Al menos él había tenido la
sinceridad de preguntarlo en voz alta.
–Me alegro, si eso es lo que quieres.
–Eso es lo que quiero, pero creo que a ella no le
entusiasmaba. No estoy seguro de que deba seguir adelante con algo
que Clarissa no aprobaría.
–No puedes basar tu vida en eso. Tienes que tomar tus propias
decisiones. Ella no podría tomarlas por tí aunque estuviese viva.
Es una tontería esperar que lo haga ahora que está
muerta.
–Pero es su dinero.
–Supongo que ahora será el de sir George. Si a él no le
molesta, no veo por qué tienes que preocuparte tú.
Observando los ávidos ojos que contemplaban desesperados los
suyos, Cordelia sintió que le estaba fallando, que Simon buscaba en
ella comprensión, algún tipo de seguridad, en el sentido de que
podía tomar de la vida lo que necesitara y tomarlo sin
remordimientos. ¿Mas no era eso lo que todos anhelaban? Una parte
de ella sintió la tentación de decir: ya has tomado bastante. ¿Por
qué resistirte ahora a tomar esto? Pero en cambio,
declaró:.
–Supongo que si tienes mayor necesidad de tranquilizar tu
conciencia que de ser un pianista profesional, lo mejor será que
renuncies ahora mismo.
–No soy un gran intérprete y ella lo sabía -la voz de Simon
sonó repentinamete humilde-. No entendía de música, pero lo sabía.
Clarissa sabía oler el fracaso.
–Que seas buen o mal intérprete es otra cuestión. A mí me
parece que lo haces muy bien, aunque en realidad no puedo juzgarte.
Tampoco creo que Clarissa estuviera en condiciones de hacerlo. Pero
los profesores de los colegios de música saben quién vale y quién
no. Si consideran que merece la pena aceptarte, deben pensar que
tienes al menos la posibilidad de hacer carrera en la música.
Después de todo, ellos saben a qué competencia te
enfrentas.
Simon recorrió la habitación con la mirada y luego
dijo:.
–¿Le molestaría hablar un rato conmigo? Quiero preguntarle
tres cosas.
–Estamos hablando.
–Aquí no, en privado.
–Estamos en privado. No creo que los demás entren. ¿Te
llevará mucho tiempo?.
–Quiero que me diga qué le ocurrió, qué aspecto tenía cuando
la encontró muerta. Yo no la vi, y me quedo en vela imaginándola.
Si lo supiera no me resultaría tan espantoso. Nada es tan espantoso
como lo que imagino.
–¿No te lo dijo la policía? ¿Ni sir George?.
–No me lo ha dicho nadie. Se lo pregunté a Ambrose, pero no
quiso responderme.
Y la policía tendría motivos para guardar silencio acerca de
los detalles del crimen, naturalmente. Pero ya habían entrevistado
a Simon. Cordelia pensó que ya no importaba que lo supiera.
Comprendía el horror de sus fantasías nocturnas, pero no había
forma de presentar la brutal verdad con colores
amables.
–Tenía la cara destrozada -dijo. Simon guardó silencio; no
preguntó cómo ni con qué. Cordelia prosiguió-: Estaba pacíficamente
tumbada en la cama, casi como si durmiera. Estoy segura de que no
sufrió. Si lo hizo alguien a quien ella conocía, en quien ella
confiaba, probablemente ni siquiera tuvo tiempo de
asustarse.
–¿Su rostro era irreconocible?.
–Sí.
–La policía me preguntó si había cogido algo de una vitrina,
un brazo de mármol., ¿Eso significa que creen que fue el arma
homicida?.
–Sí. – Ya era demasiado tarde para lamentar haber entrado en
el tema, y añadió-: Lo encontraron junto a la cama. Estaba…,
parecía haber sido usado.
–Gracias -Susurró Simon, pero tan bajo que Cordelia apenas lo
oyó…
–Dijiste que eran tres cosas -le recordó Cordelia un instante
después.
Simon levantó la vista ansioso, casi agradecido por la
interrupción de sus pensamientos.
–Sí, se trata de Tolly. El viernes, cuando fui a nadar
mientras los demás recorrían el castillo, me esperó en la playa.
Quería convencerme de que abandonara a Clarissa y me fuera a vivir
con ella. Insistió en que podía hacerlo de inmediato, pues en su
piso había una habitación que podía ocupar hasta que encontrara
trabajo. Me dijo que Clarissa podía morir.
–¿Te dijo cómo o por qué?.
–No. Sólo que Clarissa pensaba que iba a morir y que la gente
que lo piensa suele morir. – La miró a los ojos-. Y al día
siguiente Clarissa perdía la vida. No sé si debo informar a la
policía de lo ocurrido, de que ella me esperó y que me diio
eso.
–Si Tolly tenía pensado matar a Clarissa, no te lo habría
anticipado. Es probable que intentara comunicarte que no podías
confiar en Clarissa, que ésta podía cambiar con respecto a ti, que
quizá no siempre estuviera a tu lado.
–Creo que lo sabía, que lo adivinó. ¿Tengo que decírselo al
inspector? ¿Es una prueba? ¿Se habrá dado cuenta de que le estaba
ocultando algo?.
–¿Se lo has contado a alguien?.
–No. Sólo a usted.
–Tienes que hacer lo que consideres
correcto.
–¡Yo no sé qué es correcto! ¿Qué haría usted si se encontrara
en mi lugar?.
–No lo diría. Pero yo tengo mis razones. Si tú crees que
debes decirlo, dilo. Si te sirve de consuelo, debo añadir que no
creo que la policía arreste a Tolly sólo en virtud de ese
testimonio, y no tienen ningún otro, al menos que yo
sepa.
–¡Pero ella se enteraría de que yo se lo he dicho a la
policia! ¿Qué pensaria de mí? No creo que después de algo así pueda
volver a mirarla a la cara.
–Quizá nunca más tengas que hacerlo. No creo que siga al
servicio de sir George ahora que Clarissa ha
muerto.
–Entonces, en mi lugar, ¿se lo diría a la
policía?.
A Cordelia se le acabó la paciencia. El día había sido largo,
con el broche de oro de la espectacular aparición de Munter, y
estaba fatigada, tanto fisica como psíquicamente. Además, no era
fácil asimilar la obsesiva preocupación de Simon por sí
mismo.
–Ya te he respondido. Yo no diría nada. Pero no soy tú. Se
trata de una responsabilidad tuya, responsabilidad que no puedes
delegar en otro. Supongo que habrá algo que seas capaz de decidir
por tu cuenta. – Lamentó la acritud de sus palabras en cuanto las
pronunció. Apartó la mirada de su semblante ruboroso y de sus
perrunos ojos afligidos-. Disculpa. No tendría que haber dicho eso.
Creo que todos estamos con los nervios de punta. ¿No querías
hacerme una tercera pregunta?.
–No -murmuró Simon con labios temblorosos-. Nada más. Muchas
gracias. – Se levantó y cerró el piano. Agregó serenamente, en un
esfuerzo por recuperar la dignidad-:Si alguien pregunta por mí,
estaré acostado.
Inesperadamente, Cordelia descubrió que también ella estaba a
punto de echarse a llorar. Desgarrada entre la irritación y la
piedad, despreciando su propia debilidad, decidió seguir el ejemplo
de Simon. El día se había prolongado en exceso. Salió a la terraza,
para dar las buenas noches. Las tres siluetas vestidas de negro
estaban separadas, perfiladas contra la iridiscencia del mar,
inmóviles como estatuas de bronce. Ante su llegada, se volvieron
simultáneamente y Cordelia sintió la mirada concentrada de tres
pares de ojos. Nadie se acercó ni habló. El silencio de aquel claro
de luna le pareció casi de mal agüero. Mientras les daba las buenas
noches, la idea que había intentado sofocar las últimas
veinticuatro horas salió a la superficie con toda su desnuda y
aterradora lógica: "En esta pequeña y solitaria isla estamos
reunidas diez personas y una de ellas es un
asesino".
.