El sargento Robert Buckley era joven, apuesto e inteligente y tenía plena conciencia de esos atributos; lo que era menos frecuente, también tenía plena conciencia de sus limitaciones. Había obtenido las mejores calificaciones en tres asignaturas durante los dos últimos años de estudio, logro que habría justificado su ingreso en la universidad en compañía de amigos igualmente preparados. Pero no habría sido la universidad su elección. Sospechaba que su inteligencia, aunque aguda, era superficial, que no podía competir con verdaderos estudiosos, y no tenía la menor intención de sumarse a los cultísimos desempleados después de otros tres años de rutina académica relativamente tediosa. Calculó que el éxito llegaría antes en un trabajo inferior a sus posibilidades, en el que compitiese con hombres menos y no más preparados que él. Reconocía en sí mismo una vena de sadismo que encontraba cierta satisfacción en el dolor de los demás, sin necesidad de infligirlo personalmente. Era hijo único de padres de cierta edad que habían empezado por adorarle, luego lo habían admirado y concluyeron por temerle un poco. También eso le resultaba agradable. Su elección de carrera había sido natural y fácil; tomó la decisión mientras recorría a paso largo las colinas de Purbeck, contemplando cómo ondulaba el suelo en vetas de color ante y verde. Sólo tenía dos posibilidades, el ejército o la policía, y había descartado en seguida la primera. Se sabía poseedor de cierta inseguridad social, y en torno al ejército había tradiciones, costumbres y un carácter de escuela privada por los que sentía una precavida desconfianza. Era un mundo extraño y podía ponerle al descubierto, incluso rechazarle, antes de que él tuviese ocasión de dominarlo. Por otro lado, la policía, dado lo que él podia ofrecer, tenía que sentirse contenta de contarlo en sus filas. Y a decir verdad, así había ocurrido.


Sentado ahora en la proa de la lancha, Buckley se sentía satisfecho con el mundo y consigo mismo. Había convertido en práctica el disimulo de su entusiasmo, lo mismo que el de su imaginación. Ambos eran como amigos fascinantes pero díscolos, de los que podía disfrutarse rara vez y con cautela dado que despedían cierto tufillo a traición. Pero mientras contemplaba cómo Courcy Island adquiria forma y color, tuvo conciencia de una embriagadora mezcla de júbilo y miedo. Júbilo por la promesa de que allí encontraría por fin el caso con el que había soñado desde que ganara los galones de sargento. Miedo de que la promesa pudiera echarse a perder, de llegar al muelle y encontrarse con las conocidas y deprimentes palabras: "Les está esperando arriba. Alguien le vigila. Se encuentra en un estado lamentable. Dice que no sabe qué ocurrió". Nunca sabían qué les había ocurrido; los asesinos confesos eran tan patéticos en la derrota como incompetentes en el acto criminal. El homicidio, ese delito incomparable y definitivo, rara vez era el más interesante desde el punto de vista forense, o el más difícil de resolver. Pero cuando dabas con uno bueno, no había excitación comparable: la embriagadora combinación de la caza de un hombre mediante un rompecabezas, el olor a miedo que pesaba en el aire -penetrante como el metálido aroma de la sangre-, la sensación de voluptuoso bienestar, la fascinante forma en que la confianza, la personalidad y la moral cambiaban sutilmente y se deterioraban bajo su contaminante impacto. El lucimiento del trabajo policial giraba en torno a un buen crimen…, y aquél prometía serlo.

Dirigió la mirada a su jefe, cuya roja cabellera refulgía bajo el sol. Grogan tenía el mismo aspecto que siempre ofrecía antes de iniciar un caso: callado y en actitud introvertida, los ojos bajos pero atentos, los músculos tensos bajo el tweed bien cortado, la totalidad de su vigoroso cuerpo reuniendo energías para la acción, como el depredador que era. Cuando Buckley lo conoció tres años atrás, instantáneamente había pensado en las fotos de sus historietas infantiles, que representaban a un guerrero indio, y mentalmente había coronado su rubicunda cabeza con plumas ceromoniales. Pero en cierto sentido sutil, la comparación era inexacta. Grogan era un hombre demasiado corpulento, demasiado inglés y demasiado complejo para responder a una imagen tan descomprometidamente simple. Buckley había sido invitado una sola vez, y por breve plazo, al chalet de piedra de las afueras de Speymouth donde Grogan vivía solo, separado de su esposa. Se rumoreaba que tenía un hijo y que el chico tenía problemas, aunque nadie parecía saber exactamente cuáles. El chalet no había revelado nada. No había cuadros ni recuerdos de viejos casos ni fotos de familia o colegas, y escasos libros, aparte de lo que parecía una colección completa de la serie "Juicios Famosos"; muy poco salvo desnudas paredes de piedra y un costoso equipo esteresfónico. Grogan podría haber hecho sus maletas y salido de la casa en media hora sin dejar nada suyo detrás. Buckley aún no había llegado a comprenderlo, aunque después de dos años de trabajar a sus órdenes sabía qué podía esperar de él: la alternancia de taciturnidad y volubilidad durante la cual usaría a su sargento como caja de rsonancia; el fortuito sarcasmo, la implacabilidad y la impaciencia. Sólo parcialmente le molestaba ser utilizado como combinación de taquígrafo, discípulo y espectador. Grogan hacía por sí mismo gran parte del trabajo. Pero era posible aprender de él: obtenía resultados, no estaba marcado por el fracaso y era justo. Y estaba próximo al retiro; sólo faltaban dos años. Buckley tomaba de él lo que le servía y esperaba su momento.

Tres personas los aguardaban en el embarcadero, inmóviles como estatuas. Buckley adivinó quiénes eran dos de ellas, antes de que las lanchas resoplaran hasta frenar: sir George Ralston, casi en posición de firmes con su anticuado chaquetón, y Ambrose Gorringe, menos tenso, aunque incongruentemente emperifollado con su smoking.

Ambos observaron desembarcar a los recién llegados con cauta formalidad, como comandantes de un castillo sitiado que esperan a los negociadores del armisticio y vigilan con ojos de zorro viejo el primer indicio de traición. El tercer hombre, de traje oscuro y más alto que los otros dos, era todas luces, una especie de sirviente. Permanecía un poco más atrás y mantenía la vista imperturbablemente fija en el mar. Su postura indicaba que ciertos invitados eran bienvenidos en Courcy, pero que la policía no se encontraba entre ellos.

Grogan y Gorringe hicieron las presentaciones. Buckley notó que su jefe no expresaba ninguna condolencia, no decía ninguna palabra de pesar al viudo. Claro que nunca lo hacía. Una vez le había explicado el motivo: "Es ofensivamente falso y los deudos lo saben. En el trabajo policial existe suficiente duplicidad sin necesidad de aumentarla. Algunas mentiras son insultantes". Si Ralston o Gorringe notaron la omisión, no se dieron por enterados.

Ambrose Gorringe llevó todo el peso de la conversación. Mientras avanzaban entre amplias extensiones de césped hacia la entrada del castillo, dijo:.

–Sir George ha organizado un registro del castillo y de la isla. El castillo ha sido registrado, pero los tres grupos que cubren la isla aún no han vuelto.

–Mis hombres se ocuparán ahora de eso, señor.

–Lo suponía. El resto de los actores está en el teatro. A sir Charles Cottringham le gustaría hablar con usted.

–¿Dijo acerca de qué?.

–No. Supongo que sólo es para participarle que está aquí.

–Eso ya lo sabía. Ahora veré el cadáver; le agradeceré que me permita usar una habitación pequeña y tranquila durante el resto del día y posiblemente hasta el lunes.

–He pensado que mi despacho sería el lugar más adecuado. Si cuando usted esté listo llama desde la habitación de Ia señorita Lisle, le acompañaré. Munter le proporcionará todo lo que necesite. Mis huéspedes y yo estaremos en la biblioteca…

Atravesaron una gran sala y subieron la escalera. Buckley no reparó en ningún detalle de lo que le rodeaba. Iba con sir George a la zaga de Grogan y Ambrose Gorringe, y prestó atención mientras éste hacía a su jefe un sucinto, aunque muy completo, relato de los acontecimientos que condujeron a la muerte de la señorita Lisle: por qué se encontraba en la isla, breves pormenores del resto de los huéspedes, las cartas amenazadoras, el hecho de que hubiese considerado llevar consigo a una detective privada, la señorita Cordelia Gray, la desaparición del brazo de mármol, el descubrimiento del cadáver. Fue una interpretación impresionante, tan esmeradamente impersonal y objetiva como si la hubiera ensayado. Y probablemente la había ensayado, pensó Buckley.

Al llegar a la puerta, el grupo interrumpió sus pasos. Gorringe tendió tres llaves y dijo:.

–Cerré las tres puertas después del descubrimiento del cadáver. Éstas son las únicas llaves. Supongo que no querrá que entremos con ustedes.

Sir George habló por primera vez desde que habían llegado:.

–Si me necesita, inspector, estaré con el hijastro de mi esposa, en su dormitorio. El muchacho está trastornado, lo que es natural dadas las circunstancias. Munter sabe dónde encontrarme. – Se volvió bruscamente y se marchó.

Grogan respondió a la pregunta de Gorringe:.

–Ha sido muy amable, señor, pero creo que aquí nos podremos arreglar por nuestra cuenta.

Era una actriz, incluso muerta. La escena del dormitorio resultaba extraordinariamente dramática. Hasta el decorado habia sido ingeniosamente diseñado para el melodrama de gran estilo: los accesorios brillantes y suntuosos, el rojo como color dominante. Yacia tumbada bajo el dosel carmesi, con una de sus níveas piernas cuidadosamente levantada para dejar a la vista un fragmento de muslo, la cara untada con sangre artificial, mientras el director y el cámara daban vueltas a su alrededor calculando los mejores ángulos, cuidándose de no tocar ni alterar la pose tan astutamente provocativa. Grogan se instaló al lado derecho de la cama y la observó ceñudo, como si se preguntara si el director había hecho bien en elegirla para representar aquel papel. Luego se inclinó y le olisqueó la piel del brazo. La situación era extraña. Buckley pensó: "¿Es tu sirviente un perro para que haga eso?". Casi esperaba que la mujer se sacudiera indignada, se sentara y extendiera las manos pidiendo una toalla para limpiarse la cara.

La habitación estaba llena de gente, pero los expertos en muertes, los oficiales investigadores, los peritos en huellas dactilares, el fotógrafo y los que exploraban el escenario del crimen eran hábiles en no estorbarse mutuamente. Buckley sabía muy bien que Grogan nunca se había acostumbrado a la intervención de civiles en el escenario del crimen, lo que era extraño si se tiene en cuenta que él procedía de la Metropolitana, donde el empleo y la preparación de personal civil habían progresado cuanto era posible. Pero aquellos dos sabían lo que hacían, se movían tan cautelosamente y con tanta seguridad como una pareja de gatos merodeando por su hábitat natural. Había trabajado con ambos anteriormente, pero no estaba seguro de que pudiera reconocerlos si se los cruzara en la calle o en el bar. Permaneció a un lado, para no molestar, y se dedicó a mirar cómo trabajaba el de más edad. En todo mómento observó sus manos, enfundadas en guantes tan finos que parecían una segunda piel. Ahora aquellas manos vertían los restos del té en un tubo de muestras, lo tapaban, lo precintaban y le adherían una etiqueta; cuidadosamente guardaron la taza y el platillo en una bolsa de plástico; rasparon una muestra de sangre del brazo de mármol y la introdujeron en el tubo preparado a ese efecto; levantaron el propio objeto, tocándolo apenas con las yemas de los dedos, y lo depositaron en una caja esterilizada; con pinzas recogieron una nota y suavemente la metieron en un sobre. Junto a la cama, su colega trabajaba con una lupa y unas pinzas recogiendo cabellos de la almohada, aparentemente ajeno a aquella cara aplastada. Cuando el patólogo del ministerio del Interior hubiese concluido su examen, la ropa de cama sería puesta en una bolsa de plástico, cerrada herméticamente y agregada al resto del material.

–El doctor Ellis-Jones está de visita en la casa de su suegra, en Wareham, lo que es muy conveniente para nosotros -dijo Grogan-.

Han enviado una escolta a buscarle. Tendría que llegar en la próxima media hora, aunque no es mucho lo que puede decirnos que no hayamos visto por nosotros mismos. De todos modos, la hora de la muerte se puede precisar con bastante exactitud. Si calculamos la pérdida del calor corporal en un día como el de hoy en alrededor de un grado y medio por hora durante las primeras seis horas, no es probable que pueda acercarla más a la que ya conocemos: en algún momento entre la una y veinte, cuando la joven la dejó viva, según nos ha dicho Ambrose Gorringe, y las dos y cuarente y tres, cuando la misma joven encontró el cadáver. El hecho de haber sido la última persona que vio con vida a la víctima y la primera en encontrar el cadáver sugiere que la señorita Cordelia Gray es imprudente o tiene muy mala suerte, lo que podremos determinar cuando la veamos.

–Por el aspecto de la sangre, señor, yo diría que murió más bien temprano que tarde dentro de esos límites -comentó Buckley.

–Sí. En mi opinión, durante los primeros treinta minutos posteriores a la salida de la joven. ¿Reconoció la cita que estaba debajo del brazo de mármol, sargento?.

–No, señor.

–Me alivia oírselo decir. Pertenece a "La duquesa de Malfi", según nos ha informado Ambrose Gorringe, la obra en la que la señorita Lisle interpretaba el papel principal. "La sangre fluye hacia arriba y humedece los cielos". Aplaudo el concepto, aunque sea incapaz de identificar la fuente. Sin embargo, no es del todo apropiada. La sangre no fluyó hacia arriba, al menos con gran efusión. Esta sistemática destrucción del rostro fue hecha después de la muerte. Y conocemos las posibles razones a que obedece algo semejante.

Es como un examen oral, pensó Buckley. Pero la pregunta era fácil:.

–Ocultar la identidad. Disimular la verdadera causa de la muerte. Asegurarse plenamente. Un estallido de furia, de odio o de pánico.

–Y luego, después de ese ataque de violencia, nuestro literato asesino vuelve a acomodar serenamente los discos sobre los ojos de la víctima. Quien lo haya hecho tiene sentido del humor, sargento.

Entraron juntos en el cuarto de baño, que era un término medio entre la opulencia de época y el funcionalismo moderno. La gran bañera era de mármol y estaba empotrada en un armazón de caoba. El asiento del inodoro también era de caoba, con la cisterna en lo alto. Las paredes estaban cubiertas de azulejos pintados de azul, con ramilletes de flores diferentes; había un espejo de cuerpo entero, con el marco decorado con querubines. Pero el toallero tenía un dispositivo de calefacción, había bidet, asomaba una ducha en lo alto de la bañera y el anaquel situado encima del lavabo contenía un formidable surtido de esencias para el baño, polvos y lujosos jabones en sus envoltorios de origen.

Sobre el toallero colgaban desordenadamente cuatro toallas blancas. Grogan las olió una por una y las frotó entre sus enormes manazas.

–Es una lástima que el toallero tenga calefacción -dijo-. Están completamente secas, lo mismo que la bañera y el lavabo. No hay forma de saber si tuvo tiempo de bañarse antes de que la mataran, a menos que el doctor Ellis-Jones pueda aislar rastros de polvo o esencia de baño en la piel, pero ni siquiera eso sería concluyente. Sin embargo, las toallas parecen haber sido usadas recientemente y están levemente perfumadas. Tarnbién lo está el cuerpo, y el aroma es el mismo. En mi opinión, tuvo tiempo de bañarse. Bebió el té, se quitó el maquillaje y se bañó. Si la señorita Gray la dejó a la una y veinte, esas operaciones nos llevarian hasta las dos menos veinte aproximadamente.

El principal examinador del escenario del crimen esperaba en la puerta. Grogan se hizo a un lado para dejarle paso, volvió al dormitorio y permaneció ante la ventana contemplando el punto en que una finísima línea púrpura separaba las aguas, cada vez más oscuras, del cielo.

–¿Ha oído hablar alguna vez de los envenenamientos de Birdhurst?.

–Fue en Croydon, ¿verdad, señor? Arsénico.

–Tres miembros de la misma familia de la clase media fueron envenenados con arsénico entre abril de 1928 y marzo de 1929: Edmund Duff, un funcionario colonial retirado, su cuñada y su madre viuda. En cada uno de los casos el veneno tenía que haber sido administrado en la comida o en medicamentos. El autor sólo podía ser una persona de la casa, pero la policía no practicó ninguna detención. Es una falacia suponer que un pequeño círculo de sospechosos, todos conocidos entre sí, hace más fácil la solución de un caso. No es así: sólo hace injustificable el fracaso.

Fracaso no era una palabra que Buckley recordara haber oído antes en labios de Grogan. Su optimismo dio paso a cierta ansiedad. Pensó en sir Charles Cottringham de plantón en el teatro, en el jefe de policta, en la publicidad del lunes. "Esposa de baronet muerta a golpes en el castillo de una isla. Célebre actriz asesinada". Aquél no era un caso que un oficial con ambiciones de futuro pudiese permitirse el lujo de perder. Se preguntó qué había en torno a aquel aposento, a aquella víctima, a aquel arma, quizás en el aire mismo de la isla de Courcy, que había provocado tan deprimente y cautelosa reflexión.

Por un momento, ninguno de los dos dijo nada. Luego oyeron un repentino zumbido y una lancha motora rodeó la punta este de la isla arrastrando una amplia estela curva en dirección al muelle.

–El doctor Ellis-Jones hace su clásica aparición espectacular -anunció Grogan-. En cuanto nos haya dicho lo que ya sabemos, que pertenece al sexo femenino y está muerta, y nos haya explicado lo que somos capaces de determinar por nosotros mismos, que no fue accidente ni suicidio y que sucedió entre la una y veinte y las dos cuarenta y tres, podremos bajar y ocuparnos de averiguar qué tienen que decir nuestros sospechosos, empezando por el baronet.

.


24.


Eran casi las cuatro y media; Ambrose, Ivo, Roma y Cordelia estaban en el muelle, mirando cómo la "Shearwater" -que llevaba a la compañía de vuelta a Speymouth-sobrepasaba la punta oriental de la isla y desaparecía de la vista.


–Bien, quizá se hayan visto privados de su momento de gloria, pero no pueden quejarse de que el día haya sido aburrido -dijo Ambrose-. El asesinato de Clarissa se habrá difundido por todo el condado hacia la hora de la cena, lo cual significa que podemos esperar una invasión de la prensa al amanecer.

–¿Qué harás? – preguntó Ivo.

–Evitar todo desembarco, aunque no con la brutal eficacia de De Courcy cuando la peste. La isla es de propiedad privada y daré instrucciones a Munter para que remita toda llamada telefónica a la policía de Speymouth. Probablemente cuenten con un departamento de relaciones públicas, y dejaré que ellos se hagan cargo de todo.

Cordelia, que todavía llevaba puesto su vestido de algodón, se estremeció. El espléndido día comenzaba a decaer. En breve se presentaria el sublime momento de transición en que el sol poniente despide sus últimos y más brillantes rayos, intensificando el color de la hierba y de los árboles de modo que hasta el aire mismo se tiñe de verdor. Ahora las sombras caían largas y espesas sobre la terraza. Los navegantes sabatinos habían emprendido el regreso y el mar se extendía en desierta calma. Sólo las dos lanchas de la policía se balanceaban junto al muelle, y los lisos ladrillos de los muros y torreones del castillo, que por un instante habían destellado con un rojo más vivo, se oscurecieron y agigantaron en lo alto, imponentes.

Mientras atravesaban la gran sala, el castillo los recibió con un silencio artificial. Arriba, la policía trajinaba con su secreta pericia de la muerte. Sir George estaba siendo interrogado, o se encontraba con Simon en su habitación. Nadie parecía saberlo y nadie quiso preguntarlo. De común acuerdo los cuatro, que todavía esperaban ser interrogados oficialmente, entraron en la biblioteca. Quizá la estancia fuese menos cómoda que el salón, pero al menos ofrecía mucho material a quienes decidieran fingir que querían leer. Ivo ocupó el único sillón y se apoyó en el respaldo, con los ojos fijos en el techo, las largas piernas estiradas. Cordelia se sentó ante la mesa de mapas y volvió lentamente las páginas de los ejemplares encuadernados del "lllustrated London News" correspondientes a 1876. Ambrose permaneció de espaldas a ellos, contemplando el jardín. Roma era la más inquieta y se paseaba constantemente entre las estanterías como un prisionero obligado a hacer ejercicio. Fue un alivio que entraran los Munter con la pesada tetera de plata, el hervidor de cobre con la mecha encendida debajo, el servicio de té Minton. Munter corrió las cortinas y acercó una cerilla al fuego, que empezó a crepitar. Paradójicamente, la biblioteca se volvió de inmediato más acogedora pero más opresiva, encerrada en su hermética calma ensombrecida. Todos tenían sed. Nadie sentía mucho apetito, pero desde el momento del descubrimiento del cadáver ansiaban confortarse con el estímulo del té o del café, y tener que trajinar con tazas y platillos al menos los mantenía ocupados. Ambrose se instaló al lado de Cordelia y, mientras removía el té, dijo:.

–Ivo, tú conoces todos los dimes y diretes de Londres. Háblanos de ese Grogan. Debo confesar que a primera vista no me gusta nada.

–Nadie conoce todos los cotilleos de Londres. Como tú sabes muy bien, Londres es un conjunto de pueblos tanto social como ocupacionalmente, además de geográficamente. Sin embargo, en ocasiones el cotilleo teatral y el policial se superponen. Existe una afinidad entre los detectives y los actores, ast como entre estos últimos y los médicos.

–Ahórranos la disertación. ¿Qué sabes de él? Supongo que habrás hablado con alguien.

–Reconozco que telefoneé a uno de mis contactos, de hecho desde esta biblioteca, mientras tú estabas ocupado recibiendo a Grogan y sus secuaces. Según dicen, se despidió de la Metropolitana porque le repugnaba la corrupción reinante en el Departamento de Investigación Criminal. Eso ocurrió antes de la última purga, naturalmente. En apariencia, es un hombre de William Morris a carta cabal: "Nunca más mi caballero ni caballero de Dios, siendo tú mucho más honrado, mucho más puro, bueno y fiel que ellos". Esto, aunque más no fuera, tendría que tranquilizarte, Roma.

–Nada concerniente a la policía me tranquiliza.

–Supongo que será mejor que me cuide de ofrecerle un trago -agregó Ambrose-. Podría interpretarlo como un intento de soborno o de corrupción. Me pregunto si el jefe de policía, o quienquiera que decida estas cosas, no lo habrá enviado aquí para que fracase.

–¿Por qué haría nadie semejante cosa? – preguntó Roma en tono áspero.

–Mejor que le ocurra a un recién llegado y no a uno de tus propios hombres. Además, la posibilidad del fracaso es casi una certeza. Éste es un crimen aislado y convenientemente separado de tierra firme, "terminus a quo y terminus ad quem" conocidos. Sería perfectamente posible cerrar el caso, como creo que se dice en la jerga del oficio, en el plazo de una semana. Todo el mundo espera que se resuelva pronto. Pero si el criminal… y en un gesto de caballerosidad demos por sentado que se trata de un hombre, mantiene la cabeza clara y la boca cerrada, dudo de que corra peligro. Todo lo que tiene que hacer es ceñirse a su historia, en ningún momento justificarse, en ningún momento embellecerla, en ningún momento dar explicaciones.

Lo importante no es lo que la policía sabe o sospecha sino lo que pueda probar.

–Da la impresión de que no quieres que se resuelva -observó Roma.

–Aunque mis deseos en ese sentido no son muy vivos, preferiría que se resolviera. Sería verdaderamente tedioso pasar el resto de la vida como sospechoso de asesinato.

–Pero atraeria a más turistas, ¿no? A la gente le encantan la sangre y lo truculento. Podrías mostrar también el escenario del crimen…, por un suplemento de veinte peniques, naturalmente.

–No consiento el sensacionalismo -replicó Ambrose tranquilamente-. Por eso a los visitantes de verano no se les muestra la cripta. Además, éste es un asesinato de mal gusto.

–¿Acaso no lo son todos?.

–No necesariamente. Creo que podría inventarse un buen juego de salón clasificando los casos clásicos según su nivel de mal gusto. Éste me parece particularmente absurdo, extravagante y teatral.

Roma había terminado su primera taza de té y se estaba sirviendo la segunda:.

–Me parece bastante apropiado. – Hizo una pausa y agregó-: Es extraño que nos hayan dejado solos. Pensé que nos acompañaría un subalterno de paisano que tomaría notas de todas nuestras indiscreciones.

–La policía conoce el límite de sus atribuciones y de su poder. Les he cedido mi despacho y han clausurado las dos habitaciones de huéspedes. Pero éstas siguen siendo mi casa y mi biblioteca y sólo entrarán aquí si son invitados. Hasta que decidan acusar a alguien, tenemos derecho a ser tratados como inocentes. Incluido Ralston, aunque como marido tiene que ser elevado a la condición de principal sospechoso. ¡Pobre George! Si realmente la amaba, esto tiene que ser un infierno para él.

–Sospecho que dejó de amarla seis meses después de la boda -comentó Roma-. Entonces ya debía saber que Clarissa era incapaz de ser fiel.

–Me parece que jamás se dio por enterado -amputó Ambrose.

–No delante de mí, pero yo los frecuentaba muy poco. Por otro lado, ¿qué podía hacer ante este tipo concreto de insubordinación?

No puedes tratar a una esposa infiel como si fuese un subordinado recalcitranta. Sin embargo, no creo que esa situación le gustara. Si él no la mató, y ni por un solo instante creo que lo hiciera probablemente no está del todo desagradecido a quien lo haya hecho. El dinero le vendrá bien para subvencionar esa organización fascista que dirige, la Unión de Patriotas Británicos. ¡No se deduce del nombre que es un fascista?.

Ambrose sonrió.

–Bueno, yo no esperaría encontrarla llena de trotskistas y de socialistas internacionales, pero es bastante inofensiva. Una mentalidad adolescente y un ejército geriátrico.

Roma posó ruidosamente la taza y reanudó su inquieto paseo.

–¡Vaya si sois buenos para engañaros a vosotros mismos! Se trtata de algo repulsivo, violento y, lo que es más imperdonable aún, sus componentes se toman a sí mismos en serio. Cren de verdad en su peligroso disparate. De modo que riamos y quizá deje de existir. Pero cuando la suerte esté echada, ¿a quién creéis que defenderá ese ejército geriátrico? ¿A los pobres proletarios? ¡Seguro que no!.

–Más bien espero que me defiendan a mí.

–¡Lo harán, Ambrose, lo harán! A tí y a las multinacionales, a la clase dirigente, a los barones de la prensa. El dinero de Clarissa servirá para mantener al rico en su mansión y al pobre ante su verja.

–¿Pero no recibes tu una parte del dinero? – Preguntó Ambrose, con una inflexión de picardía en la voz-. ¿Y no te será útil?.

–Por supuesto. El dinero siempre es útil. Pero no es importante. Supongo que me alegraré cuando lo reciba, pero no lo necesito.

Y por cierto no es tan importante como para matar. Si a eso vamos, ignoro qué puede ser lo bastante importante para matar.

–¡No seas ingenua, Roma! Una rápida lectura de los diarios te informará de qué considera la gente lo bastante importante para matar. En principio, las emociones peligrosas y destructivas. El amor, por ejemplo.

Munter apareció en el vano de la puerta. Tosió como un mayordomo de repertorio, pensó Cordelia.

–Acaba de llegar el patólogo, señor, el doctor Ellis-Jones -anunció Munter.

Por un momento, Ambrose pareció confundido, como si se preguntara si debía recibir protocolariamente al recién llegado.

–Será mejor que vaya, supongo -dijo-. ¿Sabe la policía que está aquí?.

–Todavía no, señor. Me pareció correcto informarle a usted primero.

–¿Dónde está?.

–En la gran sala, señor.

–No podemos hacerle esperar. Acompáñale a donde esté el inspector Grogan. Supongo que necesitará algunas cosas. Agua caliente, por ejemplo.

Gorringe paseó la mirada a su alrededor, como si esperara que se materializaran en el aire una jarra y una palangana. Munter salió.

–Lo presentas como si se tratara de un parto -murmuró Ivo.

Roma se volvió y dijo en un tono que era mezcla de queja y asombro:.

–¡No pensará hacer aquí la autopsia!.

Todos clavaron la mirada en Cordelia. Ésta pensó que Ambrose debía conocer el procedimiento, pero también él la contempló con mirada inquisitiva.

–No -dijo Cordelia-. Se limitará a un examen preliminar de lo que denominan escenario del crimen. Tomará la temperatura del cuerpo, tratará de determinar el momento de la nuerte. Después se la llevarán. No les gusta mover el cadáver lasta que el patólogo lo ha examinado y certificado que la vida se ha extinguido.

–¡Qué curiosa cantidad de información posees, para ser una chica que se llama a sí misma secretaria-acompañante! – intervino Roma Lisle-. ¡Ah, lo había olvidado! Ambrose nos ha dicho que eres detective privada. Tal vez puedas explicarnos por qué nos han tomado a todos las huellas dactilares. Lo considero particularmente ofensivo, sobre todo la forma en que sujetan los dedos y los aprietan contra la almohadilla. No sería tan repugnante si permitiesen que cada uno lo hiciera por su cuenta.

–¿No expusieron sus motivos? – se sorprendió Cordelia-. Si descubren huellas dactilares en el dormitorio de Clarissa, quieren estar en condiciones de eliminar las nuestras.

–O identificarlas. ¿Y qué más están haciendo, aparte de interrogar a George? La verdad es que han traído bastantes hombres consigo.

–Algunos de ellos son, probablemente, personal técnico del laboratorio forense. También pueden ser lo que se denomina "peritos en el escenario del crimen". Reunirán las pruebas científicas, muestras de sangre y de fluidos corporales. Retirarán la ropa de cama y la taza con su platillo. Analizarán los restos del té, para averiguar si estaba envenenado. Podrían haberla drogado antes de matarla. Estaba tendida boca arriba, muy apacible.

–No se necesita ninguna droga para conseguir que Clarissa se tienda boca arriba y muy apacible -a Roma se le escaparon las palabras. Entonces vio las expresiones de sus interlocutores, se puso coloradísima y gritó-: ¡Lo siento! No tendría que haber dicho eso. Pero es que no puedo creerlo, no me la imagino allí tendida, con la cabeza aplastada. Mi imaginación no es de esa índole. Estaba viva y ahora ha dejado de existir. No me era simpática y yo no le caía bien a ella. La muerte no puede alterar ese hecho para ninguna de las dos. – Se dirigió a la puerta casi tambaleándose-. Iré a dar un paseo. Tengo que salir de este lugar. Si Grogan me necesita, que me busque.

Ambrose volvió a llenar la tetera y se sirvió otra taza, luego se sentó sin prisas junto a Cordelia.

–Eso es lo que me sorprende del compromiso político. Su prima, la mujer con la que prácticamente se crió, ha sido asesinada, y en breve se la llevarán para que sea científicamente descuartizada por un patólogo del ministerio del Interior. Está impresionada, eso es evidente. Pero en el fondo le importa tan poco como si le hubieran dicho que Clarissa se ha indispuesto a causa de un leve ataque de fibrositis. Sin embargo, uno menciona la U.P.B. del pobre Ralston y se pone histérica.

–Está asustada -señaló Ivo.

–Eso es obvio, ¿pero de qué tiene miedo? No de ese lastimoso puñado de guerreros de pacotilla, supongo.

–En ocasiones me asustan también a mí. Supongo que tenía razón en cuanto al dinero y a que Ralston recibirá la mayor parte. ¿A cuánto asciende?.

–Mi querido Ivo, no lo sé. Clarissa nunca me confió los detalles de sus finanzas personales. No éramos tan íntimos.

–Creía que lo erais.

–Aunque lo hubiésemos sido, dudo que me lo hubiera dicho. Eso es lo sorprendente con respecto a Clarissa. No lo creerás, pero es la pura verdad. Le encantaban los chismorreos, pero sabía guardar un secreto cuando quería. Clarissa era feliz acumulando, acumulación que incluía pepitas de información útil.

–¡Qué inesperado y cuán peligroso! – concluyó Ivo.

Cordelia los observó: los chispeantes ojos maliciosos de Ambrose, el esqueleto apenas cubierto de Ivo, atravesado en su asiento, las largas manos huesudas colgando de muñecas que parecían demasiado delgadas y frágiles para sostenerlas, la cara de color masilla con sus huesos salientes vueltos hacia el techo de estuco. Se sintió abrumada por una confusión de sentimientos: ira, una profunda piedad sin destino y una emoción menos familiar que reconoció como envidia. ¡Ellos estaban tan seguros en su sardónico y casi humorístico despego! ¿Podía algo afectar realmente sus corazones o sus nervios, excepto la posibilidad de su propio dolor? E incluso el dolor físico -el gran nivelador universal- sería recibido por ellos con irónico disgusto o burlón desdén. ¿Acaso Ivo no afrontaba así su propia muerte? ¿Por qué esperaba que se afligieran a causa de que una mujer con la que ninguno de los dos simpatizaba mucho yaciera en el piso de arriba con la cara machacada? Sin embargo, no era necesario recurrir al trillado aforismo de Donne para sentir que algo se le debía a la muerte, que algo en sus relaciones, en el castillo mismo, en el aire que respiraban, se había visto afectado y sutilmente alterado. Súbitamente se sintió muy sola y muy joven. Percibió que Ambrose la observaba: como si hubiese leído sus pensamientos, Gorringe dijo:.

–Una parte del horror del crimen es que despoja de sus derechos a los muertos. No creo que ninguno de los aquí reunidos se sienta personalmente desolado por la muerte de Clarissa. Pero si hubiese muerto de muerte natural, la lloraríamos en el sentido de que pensaríamos en ella con esa confusa mezcla de pesar, sentimentalidad y comprensivo interés que es el tributo normal a quienes acaban de morir. Tal como han ocurrido las cosas, sólo pensamos en nosotros mismos. ¿O no? ¿O no?.

–No creo que Cordelia esté pensando en sí misma -dijo Ivo.

La biblioteca volvió a enclaustrarlos en su silencio, pero sus oídos permanecían anormalmente alertas a cualquier crujido, y tres cabezas se levantaron al unísono al oír amortiguados pasos en el corredor y el sonido distante, débil pero inconfundible, de una puerta al cerrarse.

–Creo que se la están llevando -conjeturó Ivo en un susurro.

Avanzó en silencio hasta quedar detrás de una de las cortinas y Cordelia le siguió. Entre las amplias extensiones de césped escarchadas por la luz de la luna, cuatro siluetas oscuras y alargadas, sin sombras, como fantasmas, cumplían su tarea inclinadas. Detrás iba sir George, con las piernas rígidas y erguido, como si la espada chasqueara al costado de su cuerpo. La reducida procesión semejaba un grupo de deudos que entierran subrepticiamente a sus muertos de acuerdo con un rito esotérico y prohibido. Cordelia, agotada por la impresión y la fatiga, lamentó no experimentar alguna respuesta de misericordia personal y adecuada a las circunstancias. En cambio ocupó su mente un susurro de atávico terror, imágenes de pestes y crímenes secretos, los hombres de De Courcy librándose de sus víctimas bajo el manto de la noche. Le pareció que Ivo había dejado de respirar. Aunque él no pronunció palabra, Cordelia percibió la intensidad de su mirada a través del contacto de su hombro rígido. Entonces las cortinas se abrieron y apareció Ambrose:.

–Llegó con el sol matinal y se va a la luz de la luna. Yo tendría que estar allí. Grogan debería haberme avisado que se la llevaban. ¡La conducta de ese hombre se está volviendo intolerable!.

Y así fue, pensó Cordelia, como partió Clarissa en su último viaje desde Courcy Island, con aquella nota de queja un tanto displicente.

Una hora después, se abrió la puerta y entró sir George. Debió de percibir sus miradas inquisitivas, la pregunta que nadie quería hacer.

–Grogan se mostró perfectamente cortés, pero no creo que haya elaborado ninguna teoría. Supongo que conoce su trabajo. Esa mata de pelo roio debe representar una desventaja… a la hora de pasar inadvertido, quiero decir.

–Creo que a su nivel la investigación es primordialmente trabajo de escritorio -razonó Ambrose en tono grave, dominando la crispación de sus labios-. No creo que se dedique a acechar en las sombras.

–Pero tiene que hacer algún trabajo de campo para no perder la práctica. Supongo que podría teñírselo.

Sir George cogió "The Spectator" y se instaló ante la mesa de mapas, tan cómodo como si se encontrara en su club londinense. Los demás lo miraron en desconcertado silencio. Cordelia pensó: nos estamos comportando como candidatos a un examen oral a quienes les gustaría saber qué preguntas les harán pero conslderan que seria un abuso preguntarlo. Lo mismo debió de pensar Ivo, pues dijo:.

–La policía no está haciendo un concurso para elegir al sospechoso favorito del año. Confieso que siento cierta curiosidad por su estrategia y su técnica. Hacer críticas de Agatha Christie en el Vaudeville no es una buena preparación para enfrentarse a la realidad. ¿Cómo fueron las cosas, Ralston?.

Sir George levantó la vista del periódico y dio la impresión de concentrarse reflexivamente.

–Como cabia esperar. ¿Dónde estuve y qué hice exactamente esta tarde? Respondí que me habia dedicado a observar pájaros en los acantilados occidentales. También les informé que a través de mis prismáticos había visto a Simon llegar a la playa durante el camino de regreso. Aparentemente la policia lo consideró importante. Me interrogaron sobre la fortuna de Clarissa. ¿A cuánto asciende? ¿Quién la heredará? Grogan perdió veinte minutos preguntándome sobre la vida de las aves en Courcy. Supongo que intentaba que me sintiera cómodo. Un tanto extraño, pensé.

–O trataba de sorprenderte en una mentira, más probablemente, con taimadas trampas acerca de los hábitos de anidación de especies inexistentes. ¿Y con respecto a la mañana? – se interesó Ivo-. ¿Esperan que presentemos un detalle de todos nuestros movimientos desde que nos despertamos?.

Su voz contenía una deliberada indiferencia, pero los cuatro sabían qué era lo que preguntaba y conocían la importancia de la respuesta. Sir George volvió a coger el periódico y, sin levantar la vista, respondió:.

–No dije más de lo necesario. Les hablé de la visita a la iglesia y a la Caldera del Diablo. Mencioné al ahogado pero no di nombres. No tiene sentido confundir la investigación con viejas historias. Eso no les concierne.

–Me tranquilizas -declaró Ivo-. Es la línea que me propongo seguir. En cuanto se presente la oportunidad hablaré con Roma, y tú, Ambrose, podrías hacer lo mismo con el muchacho. Como dice Ralston, no tiene sentido confundirlos con viejas y desdichadas cuestiones, con batallas remotas.

Nadie respondió; de repente sir George levantó la vista del periódico y dijo:.

–Lo siento, lo había olvidado. Ahora quieren verla a usted, Cordelia.

.


25.


Cordelia comprendió por qué razón Ambrose había ofrecido su despacho a la policía. Tenía el equipo propio de una oficina, no era muy grande y allí los mantendría apartados de su camino. Pero cuando se sentó en la silla de mimbre y caoba y se enfrentó al inspector Grogan, instalado al otro lado del escritorio, lamentó que Ambrose no hubiese escogido cualquier habitación salvo aquel museo privado del crimen. Las figuras de Staffordshire sobre el estante que quedaba detrás de la cabeza de Grogan parecían haber crecido, dejando de ser antigüedades pintorescamente expuestas, para convertirse en personas reales cuyas amables caras pintadas brillaban y cobraban vida. Los grabados victorianos enmarcados, con sus cadalsos de tosco dibujo y sus celdas para los condenados a muerte, eran una horrorosa intrusión, un crudo homenaje a la crueldad del hombre para con el hombre. La estancia, por su parte, era más pequeña de lo que recordaba, y se sintió encerrada con sus interrogadores en tremenda y claustrofóbica proximidad. Sólo a medias se dio cuenta de que había una agente de policía uniformada, sentada casi inmóvil en el rincón cercano a la ventana, vigilante como una carabina. ¿Creían que se desmayaría o que acusaría a Grogan de violarla? Por un instante se preguntó si sería la misma mujer anónima que había ayudado a trasladar sus ropas y pertenencias desde la habitación De Morgan hasta su nuevo dormitorio. Tuvo la certeza de que habían examinado todo minuciosamente antes de volver a acomodarlo sobre la cama.


Miró a Grogan por primera vez. Tuvo la impresión de que era más corpulento aún que el hombretón que había visto bajar de la lancha policial. Su poblada cabellera rojiza era más larga de lo que cabe esperar en un oficial de policía; sobre la frente le caía un mechón que de vez en cuando echaba hacia atrás con su manaza. A pesar del tamaño, su rostro -con pómulos salientes y sus ojos hundidos- daba una impresión de delgadez extrema. Debajo de cada pómulo, una pincelada de vello incrementaba la sensación de ruda animalidad, impresión sumamente contradictoria con el excelente corte de su sobrio traje de tweed. Su cutis era tan rubicundo que todo su aspecto ss volvía rojizo; hasta el blanco de los ojos pareciva sanguinolento., Cuando movió la cabeza, Cordelia vislumbró, bajo su inmaculada camisa, la clara líinea divisoria entre la cara bronceada por el sol y el blanco cuello. La diferencia era tan marcada que parecía alguien a quien han decapitado y vuelto a unir la cabeza. Trató de imaginarlo barbirroio, como un aventurero isabelino, pero la imagen resultó sutilmente falsa. A pesar de toda su fuerza no se le habría encontrado entre los hombres de acción sino maquinando secretamente en las trastiendas del poder. ¿Podria haber sido descubierto en la temible celda de la torre manejando las palancas del potro? Pero eso era injusto. Apartó de su mente las enfermizas imágenes y se obligó a recordar qué era Grogan en realidad: un importante oficial de policía del siglo veinte, sujeto a las normas de la fuerza pública, limitado por los reglamentos judiciales, que realizaba un trabajo vital aunque desagradable y que tenía derecho a contar con su colaboración. No obstante, lamentó estar tan asustada. Esperaba sentir cierta ansiedad, pero no aquel acceso de humillante pánico. Logró dominarlo, pero fue consciente de que Grogan, experimentado como era, lo había detectado y le había sentado mal.

La escuchó en silencio mientras relataba, en respuesta a su solicitud, la secuencia de acontecimientos que habían mediado entre la llegada de sir George a Kingly Street y su descubrimiento del cadáver de Clarissa. Le había entregado la serie de mensajes, que ahora estaban desparramados sobre el escritorio. De vez en cuando, a medida que la voz de Cordelia subía y bajaba, Grogan los cambiaba de sitio como si buscase una pauta significativa. Cordelia se alegró de no estar conectada a un detector de mentiras. Sin duda alguna la aguja habría brincado cada vez que se acercaba a aquellos momentos en que, sin decir ninguna falsedad manifiesta, omitía con toda deliberación los hechos que había decidido mantener en reserva: la muerte de la hija de Tolly, la revelación de Clarissa en la Caldera del Diablo, la fallida petición de dinero por parte de Roma. Cordelia no intentó justificar esas supresiones fingiendo ante sí misma que a él no le interesarían. En aquel momento estaba demasiado cansada para decidir acerca de la moralidad de su actitud. Sólo sabía que ni siquiera evocando el rostro aplastado de Clarissa sacaría a luz ciertas cuestiones.

Grogan le hizo repetir el relato una y otra vez, presionándola especialmente con respecto a las puertas del dormitorio. ¿Estaba absolutamente segura de haber oído que Clarissa echaba la llave? ¿Cómo podía estar tan cierta de haber cerrado con llave su propia alcoba? En algunos momentos, Cordelia se preguntó si el hombre intentaba confundirla deliberadamente, a la manera de un abogado defensor que simula ser obtuso, que aparenta no haber comprendido bien. Cordelia fue progresivamente más consciente de su propia fatiga, de la manaza de Grogan apoyada en la lámpara del escritorio, del vello rojo que brillaba en sus dedos, del suave crujido de las páginas cuando el sargento Buckley las volvía. Debía de haber hablado bastante más de una hora cuando Grogan concluyó el prolongado interrogatorio y ambos guardaron silencio. Luego el hombre dijo a bocajarro, como si despertara de su aburrimiento:.

–¿Así que usted se llama a sí misma detective, señorita Gray?.

–Yo no me llamo nada a mí misma. Soy propietaria de una agencia de detectives y la dirijo.

–Correcta distinción. Pero ahora no tenemos tiempo de detenernos en eso. Me ha dicho usted que sir George Ralston la contrató como detective. Por eso estaba aquí con su esposa cuando ésta murió. ¿Qué le parece si me dice lo que ha descubierto hasta ahora?.

–Me empleó para que protegiera a su esposa y yo dejé que la mataran.

–Aclaremos esto. ¿Quiere decir que estuvo presente y permitió que alguien la matara?.

–No.

–¿O que la mató usted?.

–No.

–¿O que estimuló, ayudó o le pagó a alguien para que la matara?.

–No.

–Entonces deje de compadecerse de sí misma. Probablemente usted no creyó que corriera verdadero peligro. Tampoco su marido. Evidentemente, tampoco lo creyó así la policía metropolitana.

–Pensé que podían tener sus razones para ser escépticos -dijo Cordelia.

De pronto los ojos de Grogan se volvieron penetrantes:.

–Se me ocurrió que quizá la señorita Lisle se había enviado a sí misma una de las notas, la que fue mecanografiada en la máquina de escribir del marido. En esos días él estaba en Estados Unidos y no podía habérsela enviado.

–¿Y por qué habría hecho eso la señorita Lisle?.

–Con el propósito de eximir a sir George. Creo que temía que la policía sospechara de él. ¿Acaso no suelen pensar en el marido en primer lugar? Clarissa deseaba dejar bien sentado que él estaba fuera de toda sospecha, quizá porque no quería que la policía perdiera el tiempo con él, quizá porque sabía que él no era culpable. Pienso que la policía metropolitana puede haber sospechado que ella misma se envió el mensaje.

–Hicieron algo más que sospecharlo -explicó Grogan-. Analizaron la saliva de la solapa del sobre. La secreción correspondía a alguien del mismo grupo sanguíneo que la señorita Lisle y ese grupo es muy raro. Le pidieron que mecanografiara una nota inofensiva, un mensaje que contenía algunas letras dispuestas en el mismo orden que la cita. Con esas pruebas insinuaron, diplomáticamente, que ella podía haber enviado la nota. Lo negó. Pero no se puede esperar que después de eso se tomaran muy en serio las amenazas.

Entonces había acertado: Clarissa se había cursado a sí misma aquel mensaje. Pero podía estar equivocada en cuanto a los motivos. Al fin y al cabo lo había hecho chapuceramente y con toda probabilidad no había dejado fuera de sospecha a sir George. En cambio había conseguido que la policía no se tomara más interés por lo que debia de considerar la travesura de una mujer, probablemente neurótica, que quería llamar la atención. Y eso habría servido de maravilla al verdadero culpable. ¿Alguien le habría sugerido a Clarissa que se enviara aquella nota a sí misma? ¿Había sido la única de que era autora? La sucesión de mensajes, ¿no sería una elaborada complicidad entre ella misma y otra persona? Pero Cordelia rechazó esa hipótesis apenas concebirla. De algo estaba segura: Clarissa temía la llegada de los mensajes. Ninguna actriz podía haber fingido ese temor. Estaba convencida de que moriría. Y había muerto.

Cordelia se dio cuenta de que los dos hombres la observaban atentamente. Habia permanecido en silencio, con las manos cruzadas sobre el regazo y los oios bajos, sumida en sus pensamientos. Aguardó a que ellos rompieran el silencio, y cuando el inspector habló, Cordelia creyó detectar en su voz un tono distinto, que podía ser de respeto.

–¿Dedujo algo más sobre esas notas?.

–Pensé que podian haber sido enviadas por personas diferentes, aparte de la señorita Lisle, me refiero. No vi la primera media docena que recibió. Crei posible que fuesen distintas de las últimas. Por otro lado, la mayoría de las que leí, las que le he entregado, pueden encontrarse en el "Diccionario Penguin de Citas". Creo que quien las mecanografió tenia el libro delante al copiarlas.

–¿En distintas máquinas de escribir?.

–Eso no es difícil. No son máquinas nuevas y las marcas son diferentes. En Londres y en los suburbios existen numerosas tiendas que venden máquinas nuevas y reajustadas, y dejan una o dos para que el público las pruebe. Sería casi imposible rastrear una máquina si alguien fuera de tienda en tienda y mecanografiara unas pocas líneas en cada una.

–¿Y quién sugiere usted que lo hizo?.

–Lo ignoro.

–¿Y qué me dice del corresponsal anónimo inicial, el que podríamos decir, concibió la brillante idea?.

–Tampoco conozco la respuesta.

Cordelia no pensaba llegar más lejos. Les había dicho bastante, tal vez demasiado. Si necesitaban móviles que los descubrieran por su cuenta. Y existía un motivo para los amenazadores mensajes, que jamás divulgaría. Si Ivo Whittingham había guardado el secreto sobre la tragedia de Tolly, ella seguiría sus pasos.

Entonces volvió a hablar Grogan, inclinado sobre el escritorio de modo que su poderoso cuerpo y la potente voz ronca surgieran hacia ella, palpables como una fuerza.

–Pongamos algo en claro. Golpearon a la señorita Lisle hasta matarla. Usted sabe qué le ocurrió. Vio el cadáver. Ahora bien, quizá no haya sido una mujer buena ni agradable, pero eso no tiene nada que ver. Tenía tanto derecho a vivir su vida como usted, o como yo, o como cualquier criatura de este mundo.

–Naturalmente. No veo la necesidad de decirlo.

¿Por qué su voz sonó tan débil, casi quejumbrosa?.

–Le sorprendería todo lo que es necesario decir en la investigación de un homicidio. El sindicato de los vivos es la asociación de protección mutua más poderosa del mundo. Usted está pensando en los vivos, es a los vivos a quienes quiere proteger, a usted misma sobre todo, por supuesto. Mi trabajo consiste en pensar en ella.

–No puedo devolverle la vida. – Las palabras salieron disparadas de su garganta y cayeron en toda su deplorable vulgaridad.

–No, pero puede evitar que otro siga el mismo camino. Nadie es más peligroso que un asesino que logra su objetivo. Me permito insistir en esos tópicos porque quiero que entienda bien una cosa: es posible que usted sea más lista de lo que conviene, señorita Gray. Usted no está aquí para resolver este caso. Ésa es mi tarea. No está aquí para proteger a los vivos. Deje eso en manos de sus abogados. Ni siquiera está aquí para proteger a los muertos. Ellos están muy lejos de necesitar su condescendencia. "On doit des égards aux vivants; on ne doit aux morts que la vérité". Usted es una joven culta y comprende lo que significa eso.

–"Debemos respeto a los vivos; a los muertos sólo les debemos la verdad". Voltaire, ¿verdad? Aunque a mí me lo enseñaron con otra pronunciación. – En cuanto dijo esas palabras se avergonzó.

Pero para sorpresa de Cordelia, la respuesta de Grogan fue una sonora carcajada:.

–No me cabe la menor duda, señorita Gray. Yo aprendí el francés por mi cuenta, con un manual y una clave fonética. Pero medítelo. No existe mejor consigna para un detective, y en esa categoría incluyo a las detectives privadas a quienes les gustaría ayudar a la policía pero son capaces de mentir sin remordimientos. Eso no es posible, señorita Gray. No lo es. – Cordelia no respondió. Después de una breve pausa, Grogan agregó-: Lo que me sorprende un poco, señorita Gray, es lo mucho que observó, y con cuánto detalle, cuando descubrió el cadáver. La mayoría de las personas, y no sólo una mujer joven, se habrían sentido conmocionadas.

Cordelia pensó que el hombre tenía derecho a conocer la verdad, o al menos hasta el punto en que ella misma la comprendiera.

–Lo sé, y yo también me sorprendí. Creo saber lo que ocurrió. Fue que no soportaba sentir demasiadas emociones. Era algo tan horrible, que parecía irreal. Mi intelecto tomó todo a su cargo y lo convirtió en una especie de rompecabezas detectivesco porque me habría resultado insoportable si no me hubiese concentrado en aislarme del horror examinando la habitación, notando pequeñeces, como la mancha de lápiz labial en la taza. Quizá sea eso lo que sienten los médicos en el escenario de un accidente. Una tiene que concentrarse en procedimientos y técnicas, porque de lo contrario podría comprender que lo que yace alli es un ser humano.

–Así es como un policía se enseña a sí mismo a comportarse ante un accidente -intervino el sargento Buckley-. O ante un asesinato.

Sin apartar los ojos de Cordelia, Grogan dijo:.

–Entonces ¿lo considera verosímil, sargento?.

–Sí, señor.

El miedo agudiza la percepción y también los sentidos. Observando la agraciada y más bien pesada cara del sargento Buckley, su mesurada sonrisa de suficiencia, Cordelia dudó de que nunca en su vida hubiese necesitado aquel hombre apelar a ese expediente contra el dolor, y se preguntó si estaría intentando poner de manifiesto su capacidad de comprensión o si estaba en connivencia con su superior para llevar a cabo un interrogatorio preestablecido.

–¿Y qué dedujo exactamente su inteligencia cuando tan oportunamente se hizo cargo de todas sus emociones? – preguntó el inspector.

–Lo obvio: que las cortinas habian sido echadas aunque no estaban así cuando salí, que faltaba el joyero, que habían bebido el té. Me pareció extraño que la señorita Lisle se hubiese quitado el maquillaje y que hubiese una mancha de carmín en la taza. Eso me sorprendió. Creo que tiene…, que tenía labios sensibles y usaba un carmín cremoso que se corre un poco. Entonces ¿por qué no se le corrió mientras almorzaba? La parte superior de la mesita estaba llena de bolas de algodón sucias. Noté que no había tanta sangre como cabe esperar de una herida en la cabeza. Me pareció posible que la hubiesen matado de otra manera y que las lesiones en la cara las hubiesen provocado con posterioridad. Me dejaron perplejas los discos sobre los ojos. Los tienen que haber puesto en su lugar después de la muerte. Quiero decir que es imposible que hayan permanecido tan bien colocados mientras le destruían el rostro.

Se produjo un prolongado silencio. Luego Grogan afirmó con voz inexpresiva.

–Está sentada del lado del escritorio que no le corresponde, señorita Gray.

Cordelia esperó un instante y declaró, con la esperanza de no estar haciendo más mal que bien.

–Debo decirle algo más. Sé que sir George no puede haber matado a su mujer. De cualquier modo, estoy segura de que usted no sospecharía de él, pero hay algo que debe saber. Cuando entró en el dormitorio y barboté cuánto lo sentía, me miró con una especie de asombrado horror. Comprendí que por un momento pensó que yo la había matado y que lo estaba confesando.

–¿Y no era así?.

–No con respecto al crimen. Sólo en relación con el fracaso de la misión que me encomendó.

El inspector Grogan volvió a cambiar de táctica.

–Volvamos al viernes por la noche, cuando usted estaba con la señorita Lisle en su dormitorio y ella le mostró el cajón secreto de su joyero. La crítica de la representación de Rettigan. ¿Tiene usted la certeza de que no era otra cosa?.

–Absolutamente.

–No era un documento ni una carta.

–Era un recorte de periódico, y leí el titular.

–¿Y en ningún momento su cliente, le recuerdo que era su cliente, dio la menor indicación de saber o sospechar quién la amenazaba?.

–No, nunca.

–Y por lo que usted sabe, no tenía enemigos…

–No mencionó ninguno.

–¿Y usted misma no puede arrojar ninguna luz sobre quién la mató y por qué?.

–No.

Esto debe ser igual que estar en el banquillo de los acusados, pensó Cordelia: las preguntas medidas, las respuestas más prudentes aún, el ansia de largarse.

–Gracias, señorita Gray -concluyó Grogan-. Ha sido muy útil. No tanto como yo esperaba, pero, de todos modos, útil. Todavía es demasiado pronto. Volveremos a hablar.


***********


26.


Cuando Cordelia salió y cerró la puerta, Grogan se arrellanó en la silla y dijo:.


–¿Qué piensa de ella?.

Buckley vaciló, pues no estaba seguro de si su jefe quería una evaluación de la última entrevistada como mujer o como sospechosa. Luego dijo cautamente:.

–Es atractiva. Con algo felino. – Como sus palabras no provocaron una respuesta inmediata, agregó-: Digna y segura de sí misma.

Se sintió bastante complacido con su propia descripción: evidenciaba cierta inteligencia y no lo comprometía a nada. Grogan empezó a garabatear en la hoja en blanco que tenía delante un complicado diseño de triángulos, cuadrados y círculos precisamente entrelazados que se extendieron en la página recordándole a Buckley los más farragosos problemas escolares de geometría. Le resultó difícil no fijar obsesivamente la vista en triángulos isósceles y bisectrices.

–¿Cree que lo hizo ella, señor? – preguntó.

Entonces Grogan empezó a engrosar los perímetros:.

–Si lo hizo, fue durante esos cincuenta y cinco minutos y pico en que afirma haber tomado el sol en el peldaño inferior de la terraza, convenientemente lejos de la vista y el oído de los demás, Tuvo el tiempo y la oportunidad. Sólo contamos con su palabra en el sentido de que cerró con llave la puerta de su dormitorio y que la señorita Lisle hizo lo mismo con su puerta. E incluso aunque ambas puertas, además de la comunicación, estuviesen cerradas, probablemente Gray era la única persona a la que Clarissa Lisle habría permitido la entrada. Cordelia Gray sabía dónde se encontraba el mármol. Estaba levantada esta mañana cuando Gorringe descubrió que faltaba. En su dormitorio tiene un armario con llave en el que podría haberlo ocultado. Sabemos que el último mensaje, lo mismo que el que se hizo en el dorso del grabado en madera, fue mecanografiado en la máquina de Gorringe. Gray sabe escribir a máquina y tuvo acceso al despacho. Es inteligente y no pierde la cabeza ni siquiera cuando la aguijoneo para que la pierda. Si tuvo algo que ver en esto, a mi juicio fue como cómplice de Ralston. La explícación que nos dio éste sobre sus motivos para contratarla me pareció artificial. ¿Notó que ella y Raiston dieron versiones casi idénticas de la visita del hombre a Kingly Street y lo que cada uno de ellos dijo? Todo tan perfecto como si lo hubiesen ensayado. Probablemente así fue.

Pero Buckley planteó una objeción en voz alta:.

–Sir George fue militar. Está acostumbrado a expresar las cosas metódicamente. Ella, por su parte, tiene buena memoria, sobre todo para los acontecimientos importantes. Y esa visita fue importante para Gray. Probablemente Ralston le pagó bien, y además podía recomendarla a otras personas. El hecho de que sus relatos sean casi idénticos es tan indicativo de culpa como de inocencia.

–Según los dos, era la primera vez que se veían. Si son cómplices tenían que conocerse de antes. Pero lo que pueda haber entre ellos, no será demasiado difícil de averiguar.

–No los imagino como pareja. Quiero decir que es muy difícil ver qué tienen en común.

–La política más que la cama, supongo. Si bien cuando se trata del sexo, nada es demasiado extravagante como para descartarlo. Aunque el trabajo policial no enseñe otra cosa, eso se aprende. Gray podría haberse encaprichado con llegar a ser lady Ralston. Debe haber formas más fáciles de conseguir dinero que dirigiendo una agencia de detectives. Y recuerde que Ralston tendrá dinero. El de su esposa, concretamente. No creo que llegue a destiempo. Sir George debe de estar gastando un dineral en su organización… la U.P.B. o como se llame. Un asunto extraño, si usted quiere. Supongo que me dirá que es una fuerza de aficionados, entrenada y dispuesta a apoyar al poder civil en una emergencia; ¿pero no es eso lo que hace el general Walker? Entonces, ¿en qué andan metidos exactamente George Ralston y sus vetustos conspiradores?.

Como Buckley no conocía la respuesta y en realidad apenas había oído hablar de la Unión de Patriotas Británicos, optó por guardar silencio al respecto y, en cambio, preguntó:.

–¿Creyó a Gray cuando dijo que sir Geotge pensó que ella estaba confesando?.

–Lo que la señorita Gray creyó ver en la expresión de sir George no es una prueba. Y no me cabe la menor duda de que se asombró si creía oírla confesar un crimen que había cometido él mismo.

Buckley pensó en la muchacha que acababa de dejarlos; volvió a ver el rostro amable y abierto, los ojazos resueltos, las delicadas manos unidas sobre su regazo, como las de una niña. Ocultaba algo, por supuesto, ¿pero acaso no hacían todos lo mismo? Eso no la convertía en una asesina. Por otro lado, la idea de un contubernio entre ella y Ralston le parecía grotesca y repugnante. Tal vez el jefe había alcanzado la edad en que necesitaba empezar a creer la vieja y lastimosa mentira con que se engañan a sí mismos los hombres maduros y los ancianos: que las jóvenes los encuentran físicamente atractivos. Lo que pueden hacer los viejos machos cabríos, se dijo a sí mismo, es comprar juventud y placer sexual con dinero, poder y prestigio. Pero no creía que sir George Ralston estuvíese en ese mercado ni que Cordelia Gray pudiera comprarse. Dijo en tono impasible:.

–No me ímagíno a la señorita Gray como asesina.

–Le aseguro que exige un esfuerzo de imaginación. Aunque probablemente eso era lo que pensaba el señor Blandy de la señorita Blandy. 0 L'Angelier de Madeleine Smith, si a eso vamos, antes de que ella le enviara tan poco amablemente su cacao y el arsénico por el ascensor de servicio.

–En ese caso ¿no se sobreseyó la causa por falta de pruebas, señor?.

–Un pusilánime jurado de Glasgow que tendría que haber sabido cómo eran las cosas y que probablemente lo sabía. Pero nos estamos anticipando a los hechos. Necesitamos el resultado de la autopsia y tenemos que saber qué había, si es que había algo, en el té. Probablemente el doctor Ellis-Jones la tenderá mañana sobre la losa, sea o no domingo. Una vez que ponga manos a la obra, será rápido en la carniceria. Al menos eso debo reconocérselo.

–¿Cuánto tiempo se tomará el laboratorio, señor?.

–Sólo Dios lo sabe. Todo sería distinto si tuviésemos idea de qué es lo que estamos buscando. No existe un número ilimitado de drogas capaces de anular o matar en breve plazo y sin dejar rastros evidentes en el organismo. Pero hay suficientes para mantenerlos ocupados unos cuantos días, si es que no hay otros casos pendientes. Podemos obtener alguna pista de la autopsia, por supuesto. Entretanto seguiremos con Londres. ¿Hasta qué punto se conocía esta gente entre sí antes de llegar a la isla para pasar el fin de semana? ¿Qué sabe la Metropolitana de Cordelia Gray y su agencia? ¿Qué sentía realmente Simon Lessing por su benefactora, y cómo murió, exactamente, su padre? ¿La señorita Tolgarth es la devota ayuda de camara y servidora de la familia que se nos presenta? ¿Cuánto invierte sir George en sus soldaditos de juguete? ¿Cuánto recibirá exactamente Roma Lisle según el testamento, y con cuánta urgencia lo necesita? Eso es todo, para empezar.

Y nada de todo eso, pensó Buckley, encajaba en el tipo de información que la gente corre a contarte, sonriente. Significaba que habría que hablar con directores de banco, abogados, amigos, conocidos y colegas de los sospechosos, la mayoría de los cuales sabrían hasta dónde debían llegar. En teoría todo el mundo quiere que descubran a los asesinos, así como en teoría todo el mundo aprueba las residencias para enfermos mentales de la comunidad, siempre que no las construyan detrás de su jardín. Sería más sencillo para la policía y tranquilizador para los huéspedes del castillo que hallaran a esos convenientes ladronzuelos escondidos y amedrentados en algún lugar de la isla. Pero no creía que existieran y sospechaba que nadie lo creía. Al mismo tiempo, sería un desenlace insípido y decepcionante. ¿Qué gloria había en atrapar a un par de aterrados gamberros lugareños que habían matado por impulso y que ni siquiera tendrían agallas para mantener la boca cerrada hasta recibir una citación? Pero allí había una inteligencia en acción. El caso era exactamente el tipo de desafio con el que gozaba Buckley y que el trabajo policial rara vez proporcionaba.

–Hay hechos. Hay suposiciones. Hay creencias. Aprenda a diferenciarlos, sargento. Todos los seres humanos mueren: es un hecho. La muerte puede no ser el fin: es una suposición. Los muertos se van al cíelo: es una creencia. Lisle fue asesínada: es un hecho. Recibía comunicaciones anónimas. Hecho: otras personas estaban presentes cuando llegaban. Amenazaban su vida: es una suposición. Es mucho más probable que buscaran estropear su carrera de actriz. La aterraban: suposición. Eso es lo que nos dijo su marido y lo que ella le dijo a la señorita Gray. Pero recuerde que era actriz. Lo que ocurre con las actrices es que actúan. Supongamos por un momento que ella y su marido fraguaron la totalidad del plan: los mensajes amenazadores, el terror y el peligro aparente, el ataque de nervios en mitad de una obra, la contratación de una detective privada, todo.

–No entiendo para qué, señor.

–Tampoco yo, todavía. ¿Una actriz se humillaría por voluntad propia en el escenario? ¿Quién puede saberlo? Para mí los actores pertenecen a una raza extraña.

–Si sabía que estaba acabada como actriz, ella y su marido podrían haber tramado lo de los mensajes con el propósito de tener una excusa pública para el fracaso.

–Excesivamente ingenioso e innecesario. ¿Por qué no fingir que su salud estaba fallando? Además, no dio publicidad a los mensajes. Por el contrario, parece haberse tomado el trabajo de evitar que la noticia se difundiera. ¿Puede una actriz permitir que su público sepa que alguien la odia tanto?¿No se consumen por que todo el mundo las adore? No, yo estaba pensando en algo más sutil. De algún modo, Ralston la persuade de que disimule que su vida esta amenazada y luego la mata habiéndola arrastrado, por así decirlo, a tramar su propia muerte. ¡Vaya si sería ingenioso! Demasiado tal vez.

–Pero, ¿para qué correr el riesgo de hacer intervenir a la señorita Gray?.

–¿Qué riesgo?Ella no podía descubrir que las cartas eran falsas, al menos durante un breve fin de semana. Muy breve, en lo que a la señorita Lisle se refiere. Emplear a Gray era el toque artístico de todo el plan.

–Todavía creo que sir George habría corrido un riesgo.

–Dice eso porque hemos entrevistado a la muchaha. Es inteligente y conoce su trabajo. Pero Ralston o lo sabía. ¿Quién era ella, a fin de cuentas? La propietaria de una agencia de detectives que sólo contaba con una mujer. Después de que Lisle la conoció en casa de su amiga…,creo recordar que era la señora Fortescue, probablemente le sugirió a Ralston que la contrataran. De ahí que no se molestara en entrevistarla peronalmente. ¿Para qué, si todo era una superchería?.

–Su hipóteiss es ingeniosa, señor, pero aún falta saber por qué habría aceptado todo eso la señorita Lisle. ¿Qué razón puede haberle dado Ralston para convencerla de que fingiera que su vida estaba amenazada?.

–Tiene razón, sargento. Al igual que la señorita Gray, corro el peligro de ser más listo de lo que me conviene. Pero de algo estoy seguro: el homicida pasó la noche bajo este techo. Tengo un grupo selecto de sospechosos. sir George Ralston, baronet, una especie de héroe de guerra y niño mimado de la derecha geriátrica. Un distinguido crítico teatral del que hasta yo he oído hablar. Gravemente enfermo, a lo que parece, lo que significa que con toda probabilidad morirá en mis manos bajo el más delicado de los interrogatorios. Interrogatorio. Es extraño cuánto disgusta esa palabra. Demasiados ecos de la Gestapo y del K.G.B., supongo. Un novelista con un bestse ller en su haber, que no sólo es el propietario de la isla sino que es amigo de los Cottringham, quienes tienen influencia sobre el gobernador, el jefe de policía, el miembro del parlamento y cualquiera que pese en el condado. Una respetable librera y ex profesora, probablemente miembro de la Asociación por los Derechos Civiles y de grupos feministas, que se quejará a su diputado de acoso policial si llego a levantarle la voz. Y un estudiante…, para colmo, sensible. Supongo que debo agradecer que no sea menor de edad.

–Y un mayordomo, señor.

–Gracias por recordármelo, sargento. No debemos olvidar al mayordomo, a quien considero una ofensa gratuita por parte del destino. Entonces, demos un respiro a la burguesía y prestemos oídos a Munter.

.


27.


Buckley notó irritado que Munter, invitado por Grogan a sentarse, con el mero acto de apoyar sus posaderas en la silla logró sugerir que era impropio que él se sentara en el despacho y, al mismo tiernpo, que Grogan había cometido una incorrección social al invitarle a ello. No recordaba haber visto al hombre en Speymouth, y su aspecto no era de los que pasan inadvertidos. Al observar el severo y lúgubre rostro de Munter, en el que la inquietud adecuada a su situación presente estaba notoriamente ausente, se sintió inclinado a no creer una sola palabra de lo que dijera. Le pareció sospechoso que alguien quisiera volverse más grotesco de lo que había dispuesto la naturaleza, y si ésa era la forma que Munter tenía de burlarse de la gente, haría mejor en no intentarlo con la policía. Básicamente acomodaticio y ambicioso, Buckley no experimentaba ningún resentimiento por quienes eran más ricos que él: su intención consistía, en última instancia, en unirse a ellos. Pero despreciaba y desconfiaba de aquellos que elegían ganarse la vida desviviéndose por complacer a los ricos, y sospechaba que Grogan compartía ese prejuicio. Los observó a ambos con ojo crítico y cauteloso, y lamentó no tomar parte más activa en el interrogatorio. Nunca le había parecido más restrictiva y degradante la insistencia de su jefe en que guardara silencio hasta que le invitase a hablar, y en que observara atentamente y tomara notas taquigráficas. Enfermizamente sensible a cualquier matiz de condescendencia, sintió que la mirada indiferente de Munter expresaba sorpresa por su presencia en el castillo.


Grogan, sentado ante el escritorio, se apoyó en la silla con tanta fuerza que el respaldo crujió; giró entonces para encarar a Munter y estiró las piernas como si quisiera afirmar su derecho a sentirse tan cómodo como en su casa.

–¿Qué tal si empezara por decirnos quién es, de dónde viene, cuál es exactamente el trabajo que realiza aquí?.

–Mis obligaciones nunca han sido concretadas con precisión, señor. Ésta no es una casa corriente. Pero estoy a cargo de todos los asuntos domésticos y dirijo a los otros miembros del personal, mi mujer y Oldfield, que es jardinero, factótum y barquero. Si se necesita personal extra, cuando el señor Gorringe da una comida o tiene huéspedes, se contrata temporalmente en tierra firme. Yo me ocupo de la plata, del vino y de servir la mesa. Cocinar es una tarea por lo general compartida. Mi mujer es la repostera y en ocasiones cocina personalmente el señor Ambrose. Le encanta preparar entremeses.

–Muy sabrosos, sin duda. ¿Cuánto hace que forma parte de esta casa poco corriente?.

–Mi mujer y yo entramos al servicio del señor Gorringe en julio de 1978, tres meses después de un viaje al extranjero. En 1977 había heredado el castillo de su tío. Quizá le interese un breve "curriculum vitae". Nací en Londres en 1940 y estudié en las escuelas primaria y secundaria de Pimlico. Después hice un curso de hostelería y durante siete años trabajé en hoteles nacionales y extranjeros. Pero decidí que la vida de los estabIecimientos públicos no se adecuaba a mi temperamento e ngresé en el servicio privado, primero con un caballero de negocios norteamericano que vivía en Londres y luego, cuando regresé a mi tierra, serví en Dorset, con su señoría, en Bossington House. Estoy seguro de que mis señores anteriores darán referencias mías si es necesario.

–Sin duda. Si yo estuviese buscando un criado, creo que usted lo haría muy bien. Pero consultaré una fuente de carácter más objetivo, la oficina de antecedentes penales. ¿Le preocupa?.

–Me ofende, señor, no me preocupa.

Buckley se preguntó en qué momento dejaría Grogan los circunloquios para pasar a lo importante: ¿qué había hecho Munter entre el final del almuerzo y el momento del descubrimiento del cadáver? Si los preliminares tenían la intención de provocar al testigo, no dieron en el blanco. Sin embargo, Grogan conocía su trabajo, o al menos eso parecían pensar los de la Metropolitana: había llegado a Dorset rodeado de cierta farna. De pronto dejó de mirar fijamente a Munter y su tono se tornó coloquial:.

–La representación se convertiría en un acontecimiento anual, ¿verdad? ¿Algo así como un festival de teatro, quizá?.

–No puedo decírselo. El señor Gorringe no me ha confiado sus proyectos.

–Yo diría que una vez era suficiente. Debió de significar mucho trabajo suplementario para usted y su esposa.

La lenta y desaprobadora mirada de Munter alrededor del despacho fue un inventario de los desagradables cambios operados: la leve reacomodación de los muebles; la chaqueta de Buckley, colgada del respaldo de su silla; la bandeja del cafe con las dos tazas sucias, rodeadas de migajas de galletas a medio comer.

–Los inconvenientes domésticos ocasionados por lady Ralston viva -respondió el mayordomo- eran insignificantes en comparación con los inconvenientes ocasionados por lady Ralston asesinada.

Grogan mantuvo la pluma delante de su cara y escrutó la punta, moviéndola hacia atrás, y hacia delante como si quisiera comprobar su buena vista.

–¿La consideraba una invitada agradable, simpática, con la que era fácil congeniar?.

–Nunca me hice semejante pregunta.

–Pues hágasela ahora.

–Lady Ralston me parecía una dama muy agradable.

–¿Ningún problema? ¿Ningún desacuerdo? ¿Ninguna bronca que usted recuerde?.

–Nada de eso, señor. Una gran pérdida para el teatro inglés. – Hizo una pausa y agregó con cara inexpresiva-: Y para sir George Ralston, naturalmente.

Era imposible saber si la declaración era irónica, pero Buckley se preguntó si también Grogan había captado el evidente toque de desdén. Grogan se balanceó en el asiento, con las piemas estiradas, y clavó una mirada analítica en su testigo. Munter fijó la vista ante sí con aspecto de paciente resignación y, después de un minuto de silencio, se permitió echar una ojeada a su reloj.

–¡Muy bien! Adelante. Ya sabe lo que queremos: una relación completa de dónde estuvo, qué hizo y a quién vio entre la una de la tarde, cuando concluyó el almuerzo, y las dos y cuarenta y tres, momento en que la señorita Gray descubrió el cadáver.

Según su relato, Munter había pasado todo el tiempo en la pIanta baja del castillo, moviéndose principalmente entre el comedor, su despensa y el teatro. Como había estado constantemente ajetreado con los preparativos para la obra y la cena, le resultaba imposible decir dónde o con quién había estado en un momento determinado, aunque no crría haber estado solo más de unos minutos en todo ese tiempo. Con voz que no reflejaba el menor pesar, dijo que lamentaba infinitamente no poder ser más preciso pero que no podía saber, por supuesto, que con posterioridad le pedirían una narración tan detallada de todos sus movimientos. Primero había ayudado a su mujer a limpiar y guardar las cosas utilizadas durante el almuerzo, y luego había ido a inspeccionar los vinos. Debió de atender tres llamadas telefónicas, una de un invitado al que un malestar le impedía asistir a la representación, otra de alguien que preguntaba a qué hora saldría la lancha de Speymouth, y la última del ama de llaves de lady Cottringham, que quería saber si necesitaban más copas. Estaba ordenando el vestuario de los hombres cuando apareció su mujer entre bambalinas para pedirle que mirara una de las enormes teteras, pues le parecía que no funcionaba. Era una desgracia tener que alquilar teteras; al señor Gorringe le disgustaba profundamente y se quejaba de que daban a la gran sala el aspecto de un salón de reuniones del Instituto Femenino, pero con un público compuesto por ochenta personas, sin contar a los miembros de la compañía, su uso era indispensable.

En algún momento, no sabía exactamente cuándo, recordó que el señor Gorringe le había pedido que buscara otra caja de música para el tercer acto, porque la señorita Lisle había expresado su insatisfacción con la presentada en el ensayo general. Había entrado a buscarla en aquel mismo despacho, en el "chiffonnier" de nogal. En ese momento dirigió la mirada a lo que Buckley pensó agriamente que muy bien podía llamarse aparador. Su tía Sadie tenía uno muy parecido, no tan delicadamente trabajado en las puertas y en los bordes de los estantes, pero prácticamente idéntico. Tía Sadie afirmaba que llevaba generaciones en la familia; lo tenía en el recíbidor interior y lo llamaba aparador. Lo usaba para las fruslerías que sus hijos le llevaban cuando salían de vacaciones, recuerdos baratos de la Costa del Sol, de Malta y ahora de Miami. Tendría que informarle que lo que tenía era un "chiffonnier", y ella le respondería que eso parecía el nombre de un puñetero helado.

Volvió la página de la libreta. La resignada voz de Munter siguió zumbando. Había llevado al teatro la segunda caja de música y la había dejado junto a la primera, sobre la de los accesorios. Poco después, como mucho a las dos y cuarto, había aparecido el señor Gorringe y juntos habían revisado la utilería. Entonces llegó la hora de ir al muelle para recibir a la lancha que trasladaba al resto de los actores desde Speymouth. Acompañó al señor Gorringe y ayudó en el desembarco. Luego ambos acompañaron a los caballeros a los vestuarios, mientras su esposa y la señorita Tolgarth se ocupaban de las señoras. Permaneció unos diez minutos detrás del escenario y luego fue a su despensa, donde la señora Chambers y su nieta abrillantaban Ia cristalería. Regañó a la chica, Debbie, a causa de una copa manchada, y dio orden de que volvieran a lavar toda la cristalería. Después fue al comedor, con el propósito de recoger las sillas para la cena, que se celebraría en la gran sala, Allí se encontraba cuando el señor Gorringe asomó la cabeza y le informó de la muerte de la señorita Lisle.

Grogan permaneció con la cabeza gacha, como si le costara asimilar el sucinto relato. Un instante después dijo, en voz baja:.

–Usted es incondicionalmente leal al señor Gorringe, por supuesto.

–Claro que sí, señor. Cuando el señor Gorringe me dio la noticia, le dije: ¿En nuestra casa?.

–Muy shakespeariano. Un toque Macbeth. ¿El señor Gorringe le respondió: "Algo atroz en cualquier casa"?.

–Podía haberlo hecho, señor, pero en realidad me pidió que fuera al muelle e impidiera que desembarcaran los invitados. Él me seguiría lo antes posible y expondría las lamentables circunstancias que imponían cancelar la función.

–¿Las lanchas ya estaban en el muelle?.

–Aún no. Calculé que se encontraban a tres cuartos de milla de alí.

–¿Es decir, que no había ninguna prisa?.

–Era algo que no podía dejarse al azar. El señor Gorringe no quería que la investigación policial se viese obstaculizada por la presencia en la isla de otras ochenta personas en estado de confusión o de congoja.

–En estado de gozosa excitación, más probablemente -comentó Grogan-. Nada como un buen crimen como sensación emocionante. ¿0 no lo sabía?.

–No lo sabía, señor.

–Fue muy considerado por parte de su amo… supongo que así le llama usted, pensar en primer lugar en los intereses de la policía. Una actitud digna de encomio. ¿Sabe qué hacía el señor Gorringe mientras usted perdía cierta cantidad de tiempo en el muelle?.

–Supongo que telefoneó a la policía y puso al corriente a sus invitados y a los actores sobre la muerte de lady Ralston. No me cabe la menor duda de que él le informará si se lo pregunta.

–¿Y cómo, exactamente cómo le puso a usted al corriente de la muerte de lady Ralston?.

–Me dijo que la habían matado a golpes. Me dio instrucciones de que informara a los invitados, cuando llegaran, de que había sido de un golpe en la cabeza: no había por qué atormentarlos innecesariamente. Tal como ocurrieron las cosas, no tuve que informarles de nada, pues el señor Gorringe estaba a mi lado cuando llegaron las lanchas.

–Un golpe en la cabeza. ¿Vio usted el cadáver?.

–No. El señor Gorringe cerró con llave el dormitorio de lady Ralston después de que encontrara el cadáver. Ningún miembro del personal tuvo ocasión de verlo.

–Pero sin duda usted se habrá formado una opinión sobre la forma en que le infligieron ese golpe en la cabeza. Supongo que se permitió elaborar alguna hipótesis, que experimentó una curiosidad natural… Quizá llegó incluso a discutirlo con su esposa.

–Se me ocurrió pensar que quizás el hecho estaba relacionado con la desaparición del brazo de mármol. El señor Gortringe le habrá informado que la vitrina fue forzada a primera hora de esta mañana.

–Entonces díganos lo que sepa al respecto.

–El objeto fue traído al castillo por el señor Gorringe a su regreso de Londres el jueves por la noche. Él mismo lo guardó en la vitrina. Ésta se mantiene cerrada con llave porque en los meses de verano el castillo recibe visitantes, en fechas que se anuncian por adelantado, y la compañía aseguradora del señor Gorringe ha insistido en que se tomen ciertas medidas de seguridad. El señor Gorringe colocó petsonalmente el brazo en su sitio, en mi presencia, y mantuvimos una breve conversación sobre su posible procedencia. Después cerró la vitrina. Las llaves de las vitrinas expositoras no se guardan en el tablero, junto con las de la casa, sino en el cajón inferior izquierdo del escritorio ante el cual está usted sentado. La vitrina estaba intacta y el brazo de mármol en su lugar cuando la inspeccioné, poco después de medianoche. El señor Gorringe la encontró en su estado actual cuando se dirigía a la cocina antes de las siete. Es muy madrugador y prefiere prepararse el té de la mañana; suele llevarse la bandeja a la terraza o a la biblioteca, según el estado del tíempo. Examinamos juntos los daños.

–¿Usted no vio a nadie, no oyó nada?.

–No, señor. Estaba ocupado en la cocina, preparando las bandejas.

–¿Y encontró a todos cuando subió las bandejas?.

–A todos los caballeros. Mi esposa me ha dicho que las señoras también estaban acostadas. La bandeja de lady Ralston la subió más tarde su camarera, la señorita Tolgarth. Aproximadamente a las siete y media entró el señor Gorringe para decirme que acababa de llegar sir George inesperadamente, que una barca pesquera lo había dejado en la pequeña bahía, al oeste del cabo. Yo no lo vi hasta que dejé el desayuno en el calientaplatos del cuarto de desayunos, a las ocho en punto.

–Pero, ¿cree usted que cualquiera podría haber penetrado en la casa después de las seis y cinco, cuando usted abrió las puertas del castillo?.

–La puerta trasera, que lleva a la gran sala, fue abierta por mí a las seis y cuarto. En ese momento miré hacia el jardín y el sendero que lleva a la playa y al camino costero. No vi a nadie. Pero cualquiera podría haber entrado y forzado esa cerradura entre las seis y cuarto y las siete.

El resto de la entrevista no dio frutos. Munter pareció arrepentirse de su locuacidad y abrevió sus respuestas. Ignoraba que lady Ralston estuviese recibiendo mensajes anónimos y no podía hacer ninguna sugerencia en cuanto a su origen. Cuando le mostraron uno de los mensajes toqueteó el papel con cierta repugnancia y dijo que era del mismo tipo que el que compraban normalmente él y su esposa, aunque en color crema y no blanco. El papel de cartas del castillo llevaba las señas grabadas y era de distinta calidad, como podía verificar el señor inspector abriendo el cajón superior izquierdo del escritorio. No sabía que el señor Gorringe hubiese regalado a lady Ralston uno de sus cofres victorianos, ni le habían dicho que faltaba de su lugar. Sin embargo, podía describirlo, pues en el castillo sólo existían dos. Lo había hecho un platero de Hunt Rosken en 1850 y según decían figuró entre las piezas exhibidas en la Gran Exposición de 1851. Habían pensado usarlo como accesorio en el tercer acto, pero finalmente la elección recayó en el joyero más grande y menos valioso, aunque más vistoso.

Grogan arrugó la frente, irritado ante tal despliegue de datos ajenos al tema.

–Aquí se ha cometido un crimen, un sanguinario crimen contra una mujer indefensa -dijo-. Si usted sabe algo, si sospecha algo, si más tarde se le ocurre cualquier cosa que tenga que ver con este asesinato, espero que me lo haga saber. La policía está aquí y aquí se quedará. Quizá no estemos físicamente presentes en todo momento, pero nos encontraremos en los alrededores; nos ocuparemos de esta isla, nos ocuparemos de todo lo que ocurra aquí, lo que significa que nos ocuparemos de usted hasta que el asesino sea entregado a la justicia. ¿He sido lo suficientemente claro?.

Munter se puso en pie. Su rostro seguía impertérrito cuando dijo:.

–Perfectamente claro, señor. Permítame decirle que Courcy Island está acostumbrada a los crímenes y que normalmente los asesinos no han sido entregados a la justicia. Quizás usted y sus colegas tengan mejor suerte.

Cuando se marchó, se produjo un prolongado silencio. Buckley sabía que no debía interrumpirlo.

–Piensa que lo hizo el marido, o quiere que nosotros pensemos que lo hizo el marido -dijo Grogan un rato después-. No ha dado pruebas de originalidad. Es lo que estamos obligados a pensar, de cualquier manera. ¿Conoce el caso Wallace?.

–No, señor.

Buckley se dijo que si había de continuar trabajando con Grogan, le convenía conseguir un ejemplar del "Quién es quién de los asesinos".

–Liverpool, enero de 1931. Wallace, William Herbert. Inofensivo agente de seguros trota de puerta en puerta recaudando unos peniques semanales en casa de pobres diablos muertos de miedo al pensar que no podrán pagar sus propios funerales. Aficionado al ajedrez y el violín. Casado un poco por encima de sus medios. Él y su esposa Julia vivían en fina pobreza, que es la peor pobreza de todas, por si no lo sabía, apartados del mundo. El 19 de enero, mientras él buscaba el domicilio de un cliente en ciernes, que podía existir o no, a Julia le golpean salvajemente la cabeza en el salón de su casa. Wallace fue procesado por homicidio, y un resuelto jurado de Liverpool, que probablemente no fue del todo imparcial, lo declaró culpable. Posteriormente el tribunal de apelaciones pasó a la historia jurídica anulando la sentencia en razón de que era arriesgado condenarlo ante la insuficiencia de pruebas. Le soltaron y dos años más tarde murió de una enfermedad renal, mucho más lenta y dolorosamente que si le hubieran ahorcado. Es un caso fascinante. Las pruebas siempre pueden apuntar en cualquier dirección, según la forma en que uno las interprete. A veces permanezco despierto toda la noche pensando en esto. El peligro de cómo puede orientarse mal un caso si a la policía se le mete en la cabeza que tiene que ser el marido, debería ser asignatura obligatoria en los estudios que capacitan para una pesquisa policial.

Todo eso está muy bien, pensó Buckley, pero si había de creerse en las estadísticas criminales, por lo general era el marido. Grogan podía ser de miras muy amplias, pero Buckley no tenía la menor duda de cuál era el nombre que figuraba en la cabecera de su lista.

–Los Munter se lo han organizado muy bien, ¿no? – dijo el sargento.

–¿Verdad que sí? Nada que hacer salvo revolotear alrededor de Gorringe mientras él condimenta sus diminutos entremeses, lustrar la plata antigua y atenderse mutuamerite. Pero el hombre mintió al menos en un punto. Vuelva a la entrevista con la señora Chambers.

Buckley volvió hacia atrás las páginas de la libreta. La señora Chambers y su nieta habían sido las dos primeras entrevistadas porque la mujer exigió que la devolvieran a tierra firme con tiernpo para hacerle la cena a su marido. Se había mostrado charlatana, ofendida y belicosa, considerando la tragedia como una nueva triquiñuela del destino, cuyo maleficio consistía en crearle problemas domésticos. Lo que más la preocupaba era el desperdicio de comida: ¿quién se comería una cena preparada para más de cien personas? Media hora más tarde, Buckley la observó cuando bajó contoneándose a la lancha con su nieta, cada una de ellas con un par de canastas cubiertas. Al menos una parte de la comida bajaría por los gaznates de la familia Chambers. Ella y su nieta -una vivaracha joven de diecisiete años, inclinada a reírse en los momentos de emoción- habían estado ocupadas, casi siempre juntas o con la señora Munter, durante todo el período crítico. Personalmente, Buckley opinaba que Grogan había perdido demasiado tiempo con ellas y le había molestado tener que anotar el torrente de observaciones impertinentes vertidas por la abuela. Por fin encontró la página y empezó a leer, diciendo para su coleto que quizás el viejo quería comprobar la corrección de su taquigrafía: "¡Un asco, eso es lo que es! Yo siempre digo que no hay nada peor que ser asesinada por extraños y lejos de casa. Cuando yo era pequeña estas cosas no ocurrían. Son esos jovencitos modernos, con sus motocicletas. El sábado pasado llegaron a Speymouth en manadas, con sus rugientes y apestosas máquinas. Me gustaría saber por qué la policía no toma cartas en el asunto. ¿Por qué no les quitan las motos y las arrojan por el muelle junto con ellos, cogiéndolos por el fondillo de los pantalones? Con eso se acabarlan sus desmanes. No pierdan el tiempo interrogando a mujeres decentes y cumplidoras de la ley. Persigan a esos gamberros".

Buckley interrumpió la lectura:.

–En ese punto usted señaló que ni siquiera los jóvenes gamberros podían llegar en moto a Courcy Island, y la mujer respondió que sabían cómo hacerlo, que eran astutos.

–No me refiero a esa parte -dijo Grogan-. Un poco antes, cuando ella rabiaba por los problemas domésticos.

Buckley retrocedió un par de páginas: "Siempre me alegra hacerle un favor al señor Munter. No me molesta venir un día a la isla y traer conmigo a Debbie si la necesitan. La chica no tenía la culpa de que las copas estuviesen sucias. No tiene derecho a hacer eso. El señor Munter no tenía ningún derecho a tratarla como lo hizo. Cada vez que viene lady Ralston ocurre lo mismo. Se le arrugan los pantalones cuando la ve. El señor Munter es un cagón. El martes vinimos para el ensayo general y le juro que nunca vi nada semejante. Ella pidiendo esto, pidiendo lo otro, nada era del gusto de su señoría. Y cuarenta actores para el almuerzo y para el té. Todo tenía que ser como exigía, aunque el señor Gorringe no estaba. El señor Munter me dijo que se había ido a Londres, y le aseguro que lo comprendo. Cualquiera creería que era la dueña y señora. Le dije al señor Munter que no me fastidiaba ayudar esta vez, pero que si pensaban repetir ese jaleo el año que viene, que no contara conmigo. Se lo dije: bórreme. Me respondió que no debía preocuparme. Calculaba que ésta sería la última obra en que actuaría lady Ralston en Courcy Island".

Buckley dejó de leer y observó a Grogan. Se dijo que tendría que haber recordado ese indicio de prueba. Probablermente la había taquigrafiado en una fuga de aburrimiento. Merecía una mala nota.

–Sí, eso es -confirmó su jefe-. Éste es el párrafo que quería. Le pédiré una explicación a Munter cuando llegue el momento, pero no todavía. Es bueno guardarse algunos ases en la manga. Sospecho que la señora Munter será igualmente discreta cuando confirme complaciente la historia de su marido. Pero de momento la haremos esperar. Creo que es hora de oír lo que tenga que decirnos el anfitrión de la señorita Lisle. Usted es del lugar, sargento. ¿Qué sabe de él?.

–Muy poco, señor. Abre el castillo al público para la temporada estival, e imagino que se trata de una estratagema para pagar menos impuestos escudándose en el mantenimiento. Es reservado y evita la publicidad.

–Pues tendrá que darse una panzada de publicidad hasta que se cierre el caso. Por favor, asómese y pídale a Rogers que lo llame, con la acostumbrada amabilidad, por supuesto.



.


28.


Buckley pensó que nunca había visto a un sospechoso de homicidio tan cómodo como Ambrose Gorringe ante un interrogatorio. Apoyó la espalda en el respaldo de la silla, frente a Grogan, inmaculado con su smoking, y fijó la mirada al otro lado del escritorio, con ojos brillantes e interesados en los que Buckley -que de vez en cuando levantaba la vista de la libreta- creyó detectar un destello de divertido desdén. Cierto es que Gorringe estaba en su propio terreno y sentado en su propia silla. Buckley pensó que era una lástima que el jefe no le hubiese privado de esta ventaja psicológica despachando a toda la pandilla a la comisaría de Speymouth. No obstante, Gorringe estaba demasiado tranquilo para su propio bien. Si no la había matado el marido, él era, sin duda, el segundo favorito de la prueba.


Interrogado formalmente por primera vez, repitió sin discrepancias lo que había sintetizado ante ellos cuando llegaron a la isla. Conocía a la señorita Lisle desde la infancia -los padres de ambos pertenecían al servicio diplomático y en muchas ocasiones habían coincidido en las mismas embajadas-, pero en años recientes habían perdido el contacto, y se habían visto muy poco hasta que él heredó la isla de su tío, en 1977. El año siguiente se encontraron en un estreno y ella fue invitada a la isla. Ambrose no lograba recordar si la proposición había partido de él o de la señorita Lisle. A raíz de esa visita y del entusiasmo de ella por el teatro victoriano, habia surgido la decisión de montar una obra. Estaba enterado de los mensajes amenazadores, pues se encontraba con ella cuando llegó a sus manos uno ellos, pero Clarissa no le había dicho que seguían llegando ni tampoco que la señorita Gray era detective privada, aunque sospechó que podía serlo cuando le mostró el grabado en madera que alguien había pasado por debajo de la puerta del dormitorio. Habían tomado la decisión de no mortificar a la señorita Lisle con aquel anónimo ni con la noticia de la desaparición del brazo de mármol. Reconoció, sin inquietud evidente, que no tenía coartada para los cruciales noventa y tantos minutos transcurridos entre la una y veinte y el descubrimiento del cadáver. Se había quedado tomando café con Whittingham, había ido a su habitación alrededor de la una y media, dejando a aquél en la terraza, había descansado un cuarto de hora hasta que llegó el momento de cambiarse, y salió de su habitación, poco después de las dos, para dirigirse al teatro. Munter estaba entre bastidores; juntos habían revisado los accesorios y discutido una dos cuestiones relativas a la cena. Alrededor de las dos y veinte habían salido al encuentro de la lancha que transportaba a Ia compañía desde Speymouth y luego había permanecido en los vestuarios de los hombres más o menos hasta las tres menos cuarto.

–¿Y el brazo de mármol? – preguntó Grogan-. ¿Cuándo lo vio usted por última vez?.

–¿No se lo he dicho, inspector? Lo vi por última vez anoche, alrededor de las once y media, cuando vine a comprobar los horarios de las mareas. Me interesaba calcular cuánto tardarían las lanchas el sábado por la tarde, y también por la noche, en su regreso a Speymouth. Las aguas pueden ser muy rápidas entre la isla y tierra firme. Munter lo vio en su lugar, en la vitrina, poco después de medianoche. Descubrí que faltaba y vi la cerradura forzada cuando iba a la cocina esta mañana, a las siete menos cinco.

–¿Todos los huéspedes lo habían visto y sabían dónde estaba guardado?.

–Todos, con excepción de Simon Lessing, que estaba nadando mientras los demás recorrieron el castillo. Que yo sepa, Simon no se acercó en ningún momento al despacho.

–¿Qué hace aquí el muchacho, por lo demás? – inquirió Grogan-. ¿No tendría que estar en la escuela? Creo que lady Ralston le pagaba una educación privilegiada, que no es alumno externo del instituto local.

La pregunta podría haber sonado ofensiva, pensó Buckley, si la voz, cuidadosamente contenida, hubiese entrañado rastros de emoción. Gorringe respondió con la misma serenidad.

–Estudia en Melhurst. La señorita Lisle escribió solicitando un permiso especial para este fin de semana. Probablemente pensó que Webster sería educativo. Lamentablemente, el fin de semana resultó educativo para el muchacho en formas que ella no podía prever.

–Una verdadera madraza para el chico, vamos…

–No creo que podamos decir tanto. Yo aseguraría que el sentido maternal de la señorita Lisle estaba subdesarrollado. Pero, dentro de sus limitaciones, le interesaba sinceramente el muchacho. Lo que usted debe comprender acerca de la víctima de este caso es que disfrutaba siendo bondadosa, como sin duda nos ocurre a la mayoría, siempre que no nos cueste demasiado.

–¿Y cuánto le costaba Simon Lessing a la señorita Lisle?.

–Principalmente sus derechos de matrícula. Calculo que unas cuatro mil libras anuales, un lujo que podía permitirse. Supongo que todo empezó porque le remordía la conciencia por haber deshecho el matrimonio de los padres del muchacho. Si así era, creo que se trataba de un sentimiento superfluo, pues supongo que el hombre eligió.

–Simon Lessing tiene que haberse tomado a mal ese casamiento, al menos en nombre de su madre si no en el propio. A no ser que considerara que valía la pena tener una madrastra acaudalada.

–Ocurrió hace seis años. Simon tenía apenas doce cuando su padre lo abandonó. Y si usted sugiere, sin excesiva sutileza diría yo, que se lo tomó tan a mal como para machacarle la cara a la madrastra, esperó demasiado para hacerlo y escogió un momento singularmente inadecuado. ¿Sabe sir George Ralston que usted sospecha de Simon? Es muy probable que se considere a sí mismo padrastro del chico. Querrá tomar medidas para proteger los intereses de Simon si usted sigue adelante con esa absurda idea.

–En ningún momento he dicho que sospecháramos de él. Por otro lado, y dada la juventud del chico, he acordado con sir George que estará presente cuando hable con él. Pero el señor Lessing tiene diecisiete años. Según la ley, ya no es un menor. Me resultan interesantes estas medidas concertadas para protegerle.

–Mientras no las encuentre siniestras… Se mostró sumamente impresionado cuando le di la noticia. Sus padres han muerto. Adoraba a Clarissa. Es natural que todos deseemos atenuar su pena. Al fin y al cabo, ustedes no están aquí como guardianes de menores.

Durante la conversación Grogan apenas había mirado a su testigo. El bloc de hojas blancas, que prefería a la libreta de uso corriente en la policía, estaba sobre el secante del escritorio, y hacia dibujos en él con la estilográfica. Bajo la enorme manaza pecosa fue recobrando forma un pulcro rectángulo con dos puertas y dos ventanas. Buckley comprendió que era una representación del dormitorio de Clarissa Lisle, algo entre un plano y un dibujo. Las dimensiones de la habitación eran a escala, pero el inspector empezó a insertar pequeños objetos desproporcionados y atentamente detallados, como podría dibujarlos un niño: los potes de cosméticos, una caja con bolas de algodón, la bandeja del té, el despertador. De pronto, y sin levantar la vista, preguntó:.

–¿Qué le llevó a la habitación, señor?.

–¿Después de que la señorita Gray entrara a llamarla? Un mero impulso caballeresco. Pensé que, como anfítrión, lo correcto sería acompañarla a su camerino. Además había que trasladar algunas cosas. Su caja de maquillaje, por ejemplo. No nos sobra sitio en los camerinos, y como Clarissa tenía que compartirlo con la señorita Collingnvood, que hace el papel de Cariola, ésta se había comprometido a vestirse y salir antes de que la estrella necesitara el vestidor, pero Clarissa no iba a correr el riesgo de que alguien tomara prestados sus cosméticos. O sea que fui al dormitorio para trasladar la caja y acompañarla al teatro.

–En ausencia del marido, quien normalmente prestaría ese servicio…

–Sir George acababa de entrar para cambiarse. Como ya le he dicho, nos encontramos en lo alto de la escalera.

–Parece haberse tomado usted muchas molestias por la señorita Lisle -dijo Grogan. Y agregó-: En diversos sentidos.

–Caminar con ella doscientos metros desde su habitación hasta el teatro no puede considerarse una molestia.

–Pero sí montar la obra para ella, restaurar el teatro y recibir a sus invitados. Todo eso tiene que haber salido caro.

–Afortunadamente, no soy pobre. Creí que usted estaba aquí para investigar un crimen y no para inmiscuirse en mis finanzas personales. A propósito, restauré el teatro para darme gusto a mí, no a la señorita Lisle.

–¿Ella no abrigaba la esperanza de que usted financiara parcialmente su próxima aparición profesional? ¿Que fuera su ángel productor, como creo que dicen en la jerga teatral?.

–Sospecho que usted ha escuchado chismes de malas fuentes. Ese concreto papel angélico nunca me atrajo. Existen maneras más divertidas de perder dinero. Pero si usted intenta sugerir diplomáticamente que quizá yo le debiera un favor a la señorita Lisle, tiene razón. Fue ella quien me dio la idea de "Autopsia", mi bestseller, lo que le aclaro por si es usted una de la media docena de personas que no lo ha oído nombrar.

–¿Por casualidad no lo habrá escrito ella también?.

–No, no lo escribió. Las aptitudes de la señorita Lisle eran variadas y extraordinarias, pero no se extendían a la palabra escrita. El libro fue fabricado, más que escrito, por un profano triunvirato compuesto por mi editor, mi agente y yo mismo. Luego fue convenientemente presentado, promocionado y comercializado. Sin duda podemos acusar a Clarissa de algunos pecados, pero "Autopsia" no es uno de ellos.

Grogan dejó que la pluma se le cayera de la mano. Se apoyó en el respaldo de la silla y miró a Gorringe a los ojos.

–Usted conocía a la señorita Lisle desde la niñez -dijo tranquilamente-. Durante los últimos seis meses ha estado íntimamente vinculado a esa puesta en escena. Vino aquí como huésped de la casa. La mataron bajo su techo. Prescindiendo de cómo haya muerto, cosa que no sabremos hasta después de la autopsia, el homicida usó, casi con toda certeza, un objeto suyo, de mármol, para aplastarle la cara. ¿Está usted seguro de que no hay nada que sepa, nada que sospeche, nada que ella le haya dicho, que pueda arrojar alguna luz sobre cómo murió?.

Si eres un poco más directo, pensó Buckley, te verás contestando a una amonestación oficial. Casi esperaba que Gorringe replicara que no diría una sola palabra hasta hablar con su abogado. No obstante, el dueño de la casa respondió con la serena despreocupación de un tercero que, invitado a dar su sincera opinión, no tiene empacho en expresarla.

–Mi primera idea, que de momento sigue siendo mi hipótesis, fue que de alguna manera un intruso había tenido acceso a la isla, sabiendo que mi personal y yo estaríamos ocupados con los preparativos de la obra, y que el castillo se encontraría indefenso, por así decirlo. Trepó por la escalera de incendios, quizá como travesura o diversión y sin tener una idea clara de qué pensaba hacer. Podría haber sido un hombre joven.

–Los jóvenes suelen salir de cacería en pandilla.

–Varios jóvenes, entonces. O un par, si lo prefiere. Uno de ellos entra con la vaga idea de curiosear aprovechando que en la casa no hay movimiento. Eso implica un joven lugareño que estuviera enterado de la función. Penetra a hurtadillas en el dormitorio de la señorita Lisle, que había olvidado cerrar con llave la puerta de comunicación o lo consideró una precaución innecesaria, y la ve aparentemente dormida en la cama. Está a punto de salir, con o sin el joyero, cuando ella se quita los discos de los ojos y lo ve. Presa del pánico, el muchacho la mata, coge el cofre y huye por donde entró.

Grogan le interrumpió:.

–Habiendo cogido con anticipación el brazo de mármol, que según usted mismo tiene que haber sido retirado de la vitrina entre la medianoche y las siete menos cinco de esta mañana.

–No, no creo que viniera armado con nada, salvo una vaga intención de travesura. Mi teoría consiste en que encontró el arma a mano, en la mesilla de noche, junto con la cita de la obra, por supuesto.

–¿Y quién sugiere que la colocó allí? Recuerde que la puerta de ese dormitorio estaba cerrada.

–Creo que en este sentido no hay mucho misterio. Lo hizo la señorita Lisle.

–¿Con el propósito de asustarse a sí misma hasta ponerse histérica, o simplemente para proporcionar un arma conveniente a un asesino en potencia que diera en caer por allí? – insistió Grogan.

–Con el propósito de tener una excusa si fracasaba en el escenario, como sospecho que habría ocurrido. O quizás haya tenido razones más tortuosas. La compleja personalidad de la señorita Lisle era una especie de misterio para mí como lo era, supongo, para su marido.

–¿Sugiere usted que ese joven, impulsivo e impremeditado asesino volvió a acomodar los discos sobre los ojos de su víctima? Eso indicaría que tenemos que dilucidar dos personalidades complejas y no una.

–Podría haber ocurrido así. El experto en homicidios es usted, no yo. Pero si me apremia puedo encontrar una razón. Quizás el muchacho tuvo la impresión de que ella le clavaba la mirada y perdió la cabeza. Tenía que cubrir aquellos acusadores ojos muertos. Tal vez mi sugerencia sea demasiado imaginativa, pero no imposible. A veces los asesinos se comportan de manera extraña. Recuerde el caso de Gutteridge, inspector.

La mano de Buckley saltó de la libreta. "¡Caray! ¿Lo hará a propósito?", pensó. La pequeña audacia debió de ser deliberada. Pero ¿cómo conocía Gorringe el hábito del jefe de hacer referencias a casos pasados? Levantó la vista y no miró a Grogan sino a Gorringe; sólo encontró una mirada de tierna inocencia. Y fue precisamente a él a quien se dirigió Gorringe:.

–Fue mucho antes de que usted entrara en el cuerpo, sargento. Gutteridge era el jefe de policía al que dos ladrones de coches dispararon en un camino comarcal de Essex en 1927. El ex convicto Frederick Browne y su cómplice William Kennedy fueron colgados por el crimen. Después de matarlo, uno de ellos le disparó a ambos ojos. Se pensó que eran supersticiosos. Creían que los ojos muertos de una víctima, fijos en la cara del asesino, llevan su semblante impreso en las pupilas. Personalmente no creo que ningún asesino mire a su víctima de buen grado a los ojos. Es una característica interesante de un caso por lo demás sórdido y aburrido.

Grogan había concluido el dibujo. El plano de la habitación estaba completo. Ahora, mientras lo observaba en silencio, dibujó sobre la enorme cama una pequeña figura desgarbada, con mechones de pelo sobre la almohada. Por último y con gran cuidado, bosquejó la cara. Luego apoyó la manaza sobre el dibujo y arrancó la hoja, arrugándola en el puño. Su gesto fue inesperadamente violento, pero su voz sonó atemperada, casi amable:.

–Gracias, señor. Nos ha sido usted de mucha ayuda. Ahora, si no tiene nada más que decirnos, supongo que querrá volver con sus invitados.

.


29.


Cuando Ivo Whittingham entró en el despacho, Buckley bajó rápidamente la vista, perturbado, y empezó a pasar las hojas de su libreta, alentando la esperanza de que el recién llegado no hubiese captado su primera mirada de espanto y estupor. Sólo una vez en su vida había visto a un ser humano tan demacrado: su tío Gerry en sus últimas semanas, antes de que el cáncer acabara con él. Por su tío había sentido tanto afecto como era capaz de sentir, y los dolores de su prolongada agonía lo habían llevado a tomar una decisión. Si eso era lo que el cuerpo podía hacerle a un hombre, se le debía algo a cambio. A partir de ese momento viviría sus placeres sin culpa. Podría haberse convertido en un alegre hedonista si la ambición y la prudencia que le acompañaban no hubiesen sido más fuertes. Pero no había olvidado la amargura ni el dolor. Además, Ivo Whittingham le recordó a su tío en otro sentido. Éste lo había mirado con ojos igualmente relucientes, como si ardieran con todo lo que les quedaba de vida e inteligencia. Levantó la vista y observó que Whittingham se sentaba rígidamente, apretando los costados de la silla con sus esqueléticas manos. Pero cuando habló, su voz fue sorprendentemente fuerte y sosegada:.


–Esto me trae el desagradable recuerdo de cuando, en la escuela, nos llamaban al despacho del director. Rara vez salía algo bueno de ello.

Era un principio irrespetuoso, que Grogan probablemente no alentaría. En efecto, dijo en tono seco:.

–En tal caso le sugiero que lo hagamos lo más breve posible. Tengo entendido que usted conocía muy bien a la señorita Lisle.

–Puede decir que la conocia intimamente.

–¿Trata de decirme que era su amante, señor?.

–No me parece la palabra más adecuada para una relación tan intermitente. Amante sugiere cierta permanencia, incluso una dosis de respetabilidad. Al oir la palabra amante uno recuerda a la buena señora Keppel y a su rey. Sería más exacto decir que mantuvimos relaciones íntimas durante un periodo de alrededor de seis años según dictaban la oportunidad y su capricho.

–¿Lo sabía el marido?.

–Los maridos. Nuestra relación sobrevivió a más de un periodo marital. Pero supongo que a usted sólo le interesa George Ralston. Yo nunca se lo dije e ignoro si ella lo hizo. Y si usted está preguntando si él se vengó, la idea es absurda. ¿Por qué hubiera esperado hasta el momento en que un poder superior, o el destino o la suerte, o lo que usted quiera crcer, está a punto de librarlo de mí en forma permanente? Ralston no es tonto. Si en cambio quiere preguntarme si envié a la señora a esperarme en el otro mundo, la respuesta es negativa. Clarissa Lisle y yo agotamos nuestras posibilidades recíprocas en esta orilla. Pero podria haberla matado. Tuve la oportunidad: estuve a solas en mi habitación, convenientemente cerca, toda la tarde. Por si no lo sabe ya, le diré que mi dormitorio está en la misma planta que el de Clarissa, a sólo quince metros de distancia, sobre la fachada este del castillo. Tuve acceso a los medios, dado que me habían mostrado el brazo de mármol. Supongo que podría haber reunido la fuerza necesaria. Y creo que a mí me habría abierto la puerta. Pero no la maté y no sé quién lo hizo. Tendrá que creer en mi palabra. No puedo probar que no fui yo.

–Dígame cómo era ella.

Era la primera vez que Grogan hacía esa pregunta y, sin embargo, pensó Buckley, era el meollo de toda investigación de homicidio: si fuese posible encontrar la respuesta, casi todas las demás preguntas serían superfluas.

–Estaba a punto de decir que ya había visto usted su rostro, pero por supuesto no lo ha visto -dijo Whittingham-. Es una lástima. Había que conocer a la Clarissa física para obtener alguna pista sobre muchas otras cosas que podían reconocerse en ella. Vivía intensamente en y a través de su cuerpo. El resto es un catálogo de palabras. Era egocéntrica, insegura, lista aunque no inteligente, bondadosa o cruel según su humor, inquieta, infeliz. Pero poseía ciertas habilidades que una caballerosa reserva me inhibe de exponer, y que no eran insignificantes. Probablemente proporcionó más placer que infelicidad. Dado que eso no puede decirse de la mayoría de las personas, yo no soy quien para criticarla. Recuerdo que una vez le envié las palabras de Thomas Malory, cuando Lancelot habla con Guinevere: "Señora, atestiguo ante Dios que en vos he alcanzado mi goce terrenal". No las retiro, al margen de lo que Clarissa haya hecho.

–¿Al margen de lo que haya hecho, señor?.

–Es meramente un decir, inspector.

–¿Entonces usted la llora?.

–No. Pero nunca la olvidaré.

Después de una pausa, Grogan preguntó en voz muy baja:.

–¿Por qué está usted aquí?.

–Ella me pidió que viniera. Pero había otra razón. Un periódico me encargó que hiciera un artículo, para el suplemento del domingo, sobre la isla y el teatro. Lo que querían era encanto de época, nostalgia y leyendas cargadas de lujuria. Tendrían que haber enviado a un cronista de policiales.

–¿Y eso era suficiente para tentar a un crítico de su categoría?.

–Debió de serlo, dado que estoy aquí.

Cuando Grogan le pidió, lo mismo que a los demás sospechosos, que relatara lo ocurrido durante el día, por primera vez dio muestras de cansancio. Su cuerpo se hundió en la silla como un títere que se suelta de su cuerda.

–No hay mucho que contar. Desayunamos tarde y después la señorita Lisle sugirió que viéramos la iglesia. Allí hay una cripta con algunas calaveras antiguas y un pasaje secreto que da al mar.

Recorrimos todo y Gorringe nos entretuvo con viejas leyendas en torno a las calaveras y la supuesta muerte por ahogamiento de un prisionero de guerra en la cueva del extremo del pasaje. Yo estaba fatigado y no presté mucha atención. Volvimos para almorzar a las doce. Inmediatamente después la señorita Lisle se retiró a descansar. Yo entré en mi habitación a la una y cuarto y me quedé reposando y leyendo hasta la hora de vestirme. La señorita Lisle había insistido en que nos cambiáramos antes de la representación. Me encontré con Roma Lisle al final de la escalera y bajábamos juntos cuando apareció Gorringe con la señorita Gray y nos dijeron que Clarissa había muerto.

–Por la mañana, mientras visitaban la iglesia y la cueva, ¿qué impresión le causó la señorita Lisle?.

–Diria que la señorita Lisle era la misma de siempre, inspector.

Por último Grogan sacó de la carpeta el fajo de mensajes. Una de las hojas revoloteó hasta el suelo. Grogan se agachó, la recogió y le alcanzó el conjunto a Whittingham.

–¿Qué puede decirnos de esto, señor?.

–Sólo que sabía que los recibía. No me lo dijo, pero uno suele ser receptáculo de algunos rumores del mundo del teatro. Pero no creo que estuviera muy divulgado. Támbién con respecto a esto parezco un sospechoso natural. Quien haya enviado estos mensajes, conocía a la señorita Lisle y a Shakespeare. Aunque sospecho que yo no habría agregado el ataúd y la calavera. Un toque de crudeza absolutamente innecesario, ¿no le parece?.

–¿Eso es todo lo que quiere decirnos, señor?.

–Eso es todo lo que puedo decirle, inspector.

.


30.


Eran casi las siete cuando vieron al muchacho. Se había puesto un traje oscuro. Y daba la impresión de estar asistien al funeral de su madrastra y no a una entrevista con la policía, pensó Buckley. Calculó que no le llevaba más de ocho años, pero podrían haber sido veinte. Lessing parecía tan compuesto y nervioso como un crío. Pero se dominaba muy bien. Buckley percibió en su entrada algo vagamente familiar, el cuidado con que se sentó, la mirada seria y expectante que fijó en Grogan. Entonces recordó. Ése era el aspecto que tenía él, y la forma en que se comportó, en la última entrevista para ingresar en la policía. Su director de estudios le había aconsejado: "Ponte tu mejor traje, pero cuida de que no se vea ni una estilográfica ni un pañuelo de fantasía asomando relamidamente por el bolsillo de la chaqueta. Mira a los ojos, pero no con tanta fijeza que resulte molesto. Muéstrate un poco más deferente de lo que realmente eres: son ellos los que ofrecen trabajo. Si no conoces una respuesta, dilo, no intentes improvisar. No te preocupes si estás nervioso, prefieren eso a la suficiencia, pero al mismo tiempo demuestra que tienes temple para dominar tu nerviosismo. Di "señor" o "señora", y da las gracias al salir. ¡Y por Dios, muchacho, siéntate derecho!".


A medida que la entrevista progresaba más allá de las primeras preguntas fáciles -destinadas, suponía Buckley, a sosegar al candidato-, percibió algo más: Lessing empezaba a sentirse como se había sentido él: si seguías los consejos, la prueba no resultaba tan dura. Sólo las manos lo traicionaban. Eran anchas y desagradablemente blancas, de dedos gruesos y chatos, pero de uñas angostas -casi femeninas-, muy cortas; y tan rosadas, que parecían pintadas. Tenía las manos sobre las rodillas y a cada rato se tiraba de los dedos como si estuviese cumpliendo rutinariamente un ejercicio de fortalecimiento prescrito por el médico.

Sir George Ralston permaneció en pie, de espaldas a ellos, mirando por la ventana a través de las cortinas parcialmente echadas. Buckley se preguntó si se propondía demostrar que no quería influir en el muchacho de palabra ni por medio de una mirada. Pero su postura parecía artificial, tanto más cuanto que en medio de la oscuridad no había nada que ver. Buckley nunca había conocido tanto silencio, un silencio dotado de una cualidad positiva: no la ausencia de sonido, sino algo que agudizaba la percepción y otorgaba importancia y dignidad a toda palabra y movimiento. Lamentó, y no por primera vez, no estar en la oficina oyendo el eco de pisadas, de puertas que se cerraban, de voces distantes que llamaban, de los reconfortantes ruidos de fondo de la vida cotidiana. En el castillo no sólo los sospechosos se sentían juzgados.

Esta vez los garabatos de Grogan parecian inofensivos, incluso simpáticos. Aparentemente estaba volviendo a diseñar su huerto. Bajo su mano crecieron hileras de rechonchas coles, judías trepadoras y zanahorias rematadas de helechos. Sin levantar la vista, dijo:.

–¿De modo que después de la muerte de su madre fue a vivir con el hermano de ella y su familia, y allí se encontraba cuando lady Ralston fue a vísitarlo, en el verano de 1978, y decidió adoptarle?.

–No hubo una adopción formal. Mi tío era mi tutor y accedió a que Clarissa fuese… una especie de madre adoptiva. Ella se hizo responsable de mí.

–¿Usted se alegró de ese acuerdo?.

–Mucho, sefior. La vida de mis tíos no era compatible conmigo.

Una palabra extraña en aquel contexto, pensó Buckley. Dio toda la sensación de que sus tíos compraban "The Mirror" en lugar de "The Times" y que no le servían su oporto de sobremesa.

–¿Y era feliz con sir George y su esposa? – Grogan no pudo sustraerse a una pequeña nota de sarcasmo y agregó-: ¿La vída era compatible con usted?.

–Absolutamente, señor.

–Su madrastra… ¿Así pensaba en ella como en una madrastra?.

El chico se ruborizó y miró de soslayo a la silenciosa figura de sir George. Se humedeció los labios y contestó:.

–Sí, señor. Eso creo.

–Durante el último año su madrastra recibió algunas comunicaciones ¿Qué sabe de eso?.

–Nada, señot. Nunca me dijo nada. No… no nos veíamos mucho. Yo estoy interno en la escuela, y durante las vacaciones ella solía estar en el piso de Brighton.

Grogan cogió uno de los mensajes y lo empujó a través del escritorio.

–Aquí tiene una muestra. ¿Lo reconoce?.

–No, señor. Es una cita, ¿no? ¿Shakespeare?.

–¿A mí me lo pregunta? Es usted quien estudia en Melhurst. ¿Nunca vio uno de estos papeles hasta ahora?.

–No, jamás.

–Muy bien. ¿Por qué no nos dice qué hizo exactamente entre la una y las tres menos cuarto?.

Lessing se miró las manos, pareció tomar concíencía de su metódico tic nervioso, y se agarró a ambos lados de la silla como si quisiera impedirse dar un salto. Sin embargo, expuso su relato con lucidez y creciente confianza. Había decidido nadar antes de la función; después de almorzar fue directamente a su cuarto, donde se puso el bañador debajo de los tejanos y la camisa. Cogió un jersey y una toalla y cruzó el jardin para dirigirse a la playa. Caminó aproximadamente una hora por la orilla porque Clarissa le había advertido que no le convenía nadar inmediatamente después de comer. A continuación regresó a la pequeila cala, a la altura de la terraza, y se metió en el mar alrededor de las dos, dejando la ropa, la toalla y el reloj en la playa. Durante la caminata y mientras nadaba no vio a nadie, pero sir George le había comentado que lo había visto salir del agua, por los prismáticos, cuando retornaba al castillo después de haberse dedicado a observar las aves. Volvió a mirar en dirección a su padrastro como pidiendo la corroboración de sus palabras, pero éste no se dio por aludido.

–Eso nos ha dicho sir George Ralston -confirmó Grogan-. ¿Y después?.

–En realidad nada, señor. Regresaba al castillo cuando el señor Gorringe me vio y salió a mi encuentro. Me dijo lo de Clarissa.

Las últimas palabras fueron casi un susurro. Grogan inclinó hacia delante su rubicunda cara y preguntó en tono suave:.

–¿Qué le dijo exactamente?.

–Que estaba muerta, señor. Asesinada.

–¿Le explicó cómo?.

Otra vez el murmullo:.

–No, señor.

–Y usted ¿no se lo preguntó? ¿No dejó traslucir una curiosidad natural?.

–Le pregunté qué había ocurrido, cómo había muerto. Me respondió que nadie podía estar seguro de ello hasta después de que le hicieran la autopsia.

–El señor Gorringe tiene razón. Usted no necesita saber nada, excepto el hecho de que ha muerto y que tiene que haber sido un homicidio. Ahora, señor Lessing, ¿qué puede decirnos del brazo de la princesa muerta?.

Buckley creyó percibir una exclamación de protesta por parte de sir George, pero éste no interrumpió el interrogatorio. Simon paseó la mirada de uno a otro, como si el policia se hubiera vuelto loco. Nadie abrió la boca. Entonces dijo:.

–¿En la iglesia, se refiere? Visitamos la cripta esta mañana para ver las calaveras. Pero el señor Gorringe no dijo una sola palabra sobre una princesa muerta.

–No me refiero a la iglesia.

–¿Quiere decir que se trata de un brazo momificado? No entiendo.

–Es una mano de mármol, un brazo, para ser exactos. El brazo de un bebé. Alguien lo ha quitado de la vitrina del señor Gorringe, la que está al otro lado de esta puerta, y nos gustaría saber quién lo hizo y cuándo.

–No creo haberlo visto, señor. Lo siento.

Grogan había completado su huerto y en ese momento lo separaba del jardín por medio de un enrejado y una arcada. Miró a Lessing y dijo:.

–Mis hombres y yo volveremos mañana. Probablemente estaremos por aquí un día o dos. Si se le ocurre algo, cualquier cosa que recuerde como insólita o que pueda ayudarnos, por nimia que le parezca, póngase en contacto con nosotros. ¿Comprendido?.

–Sí, señor. Gracias, señor.

Grogan hizo un saludo con la cabeza; el muchacho se levantó, miró por última vez la espalda inmóvil de sir George y salió. Buckley casi esperaba que se volviera al llegar a la puerta y preguntara si le darían trabajo. Después sir George dio media vuelta y habló por primera vez:.

–Debe volver a la escuela el lunes por la mañana, antes de mediodía. Ha salido con un permiso especial. Espero que para entonces no lo necesiten.

–Para nosotros sería útil que se quedara hasta el martes por la mañana -dijo Grogan-. Es una cuestión de conveniencia. Si a él se le ocurre algo, o si se nos ocurre a nosotros, lo mejor sería poder aclararlo en seguida. Pero puede irse a primera hora del lunes si usted lo considera importante.

Sir George vaciló.

No creo que un día signifique demasiado. Sin embargo, me parece que para él es mejor estar lejos de aqui, dedicado a sus ocupaciones. Mañana, o el lunes, llamaré a la escuela. Más adelante necesitará un permiso de salida para el funeral, aunque supongo que todavía es prematuro pensar en eso.

–Eso me temo, señor. – Sir George había llegado casi a la puerta cuando Grogan agregó en voz mas baja-: Hay algo más que quiero preguntarle, señor, referente a su relación con su esposa. ¿Diría que el suyo era un matrimonio feliz?.

Esbelto y erguido, sír George Ralston se detuvo un segundo con la mano en el pomo de la puerta y a continuación giró sobre sus talones, la cara crispada violentamente, como la de alguien afectado por una contracción nerviosa. En un instante logró dominarse.

–Considero ofensiva su pregunta, inspector.

La voz de Grogan se mantuvo suave, peligrosamente suave:.

–En las pesquisas por homicidio, a veces tenemos que hacer preguntas que la gente considera ofensivas.

–La respuesta carece de sentido, a menos que la pregunta se dirija a ambas partes. Y ya es demasiado tarde para eso. No estoy seguro de que mi esposa tuviese la facultad de ser feliz.

–¿Y usted, señor?.

Sir George respondió con gran sencillez:.

–Yo la amaba.

.


31.


Cuando sir George hubo salido, Grogan dijo con repentina vehemencia:.


–Recojamos nuestras cosas y salgamos de aquí. Este lugar se está volviendo agobiante. ¿A qué hora se espera que llegue la lancha con Roper y Badgett?.

Bucklev consultó su reloj.

–Tendría que estar aquí en los próximos quince minutos.

Los detectives Roper y Badgett montarían guardia en el despacho, aunque sólo por una noche. Su presencia era casi una formalidad. Nadie en el castillo había pedido protección policial ni Grogan creía que la necesitaran. No tenía suficientes hombres y le disgustaba que perdieran el tiempo donde no hacían falta. La totalidad de la isla había sido registrada, incluido el pasaje secreto que conducía a la Caldera del Diablo; si todavía alguien creía en la hipótesis del intruso, era evidente que éste ya no se encontraba en Courcy. Al día siguiente las pesquisas policiales en la isla habrían concluido y la investigación se trasladaría a una sala accesoria de la comisaría de Speymouth. Es probable que la vigilia sea tediosa y menos que cómoda para Roper y Badgett, pensó Buckley. Ambrose Gorringe había ofrecido un dormitorio y rogado a los dos oficiales que llamaran a Munter si necesitaban algo. Pero las instrucciones de Grogan habían sido precisas: "Os traeréis vuestros termos y vuestros sandwiches, muchachos, y no llamaréis a nadie. No tendréis nada que agradecerle al señor Gorringe salvo la luz y la calefacción, y el agua de su retrete".

Tiró del llamador. Buckley tuvo la impresión de que Munter se tomaba bastante tiempo en acudir.

–¿Quiere decirle al señor Gorringe que nos vamos, por favor? – pidió Grogan.

–Sí, señor. La lancha de la policía aún no está a la vista, señor.

–Lo sé. La esperaremos en el muelle. – Cuando Munter salió, Grogan prosiguió irritado-: ¿Qué cree que nos proponemos hacer? ¿Caminar sobre el agua?.

Ambrose Gorringe se presentó pocos minutos después, para despedirse de ellos con protocolaria cortesía. Buckley pensó que podían haber sido un par de invitados a cenar, aunque no especialmente bien recibidos ni gratos. Gorringe no dijo una palabra sobre el acontecimiento que los había llevado a Courcy y no hizo preguntas sobre el progreso de la investigación. Como si el asesinato de Clarissa Lisle fuera un molesto contratiempo en un día no del todo malogrado.

Resultaba un alivio salir otra vez al aire. La noche era extraordinariamente templada, para ser de mediados de septiembre, y las piedras de la terraza todavia parecían emanar un vivificante calor, como el último aliento de un día estival. Con las carteras en la mano, caminaron juntos por el brazo este del muelle. Al desandar sus pasos, vieron a lo lejos un raudal de luz en las ventanas del comedor y oscuras siluetas que iban de un lado a otro en la terraza, reuniéndose y luego separándose, deteniéndose y luego caminando, como si participaran de una majestuosa pavana. A Buckley le pareció que cada uno llevaba un plato en la mano. Probablemente están dando cuent de la cena fría sobrante, pensó, y atravesó su mente una cita impertinente en torno a carnes de funeral asadas. No les censuraba por no querer sentarse alrededor de una mesa enfrentados a una silla vacía.

Se instalaron debajo del toldo del quiosco de música a esperar las primeras luces de la lancha. La paz nocturna era seductora. Allí. en la orilla meridional, desde donde no se veía la tierra firme, era fácil imaginar que Courcy estaba totalmente aislada en un mar inmenso, que aguardaban y vigilaban la llegada de los mástiles de un buque de socorro largamente esperado, y que las figuras que se deslizaban en la terraza eran los fantasmas de pobladores muertos tiempo atrás, que el castillo mismo era el esqueleto de un edificio con la sala, la biblioteca y el salón abiertos al cielo, la gran escalera ascendiendo hacia la nada, los helechos y las malas hierbas abriéndose paso entre las tejas rotas. No solía ser imaginativo, pero ahora dio rienda suelta deliberadamente a su fatiga, dejando que su mente elaborara la fantasía mientras se daba un suave masaje en la muñeca derecha.

La voz de Grogan irrumpió discordante en su ensueño. Ni la paz ni la belleza lo habían emocionado. Sus pensamientos seguían en el caso. Buckley se dijo a sí mismo que debió de saber que no habría tregua. Recordó un comentario oído por casualidad en boca de otro inspector: "El pelirrojo trata las investigaciones criminales como si fueran aventuras amorosas. Se obsesiona con sus sospechosos. Se introduce en sus vidas. Vive y respira con el caso, nervioso, inquieto y frustrado, hasta que alcanza el clímax en el momento del arresto". Buckley se preguntó si aquélla sería una de las causas del fracaso de su matrimonio. Debía de ser desconcertante vivir con un hombre que estaba ausente la mayor parte de los días y de las noches. Efectivamente: cuando habló, su voz sonó tan vigorosa como si las pesquisas acabaran de empezar.

–Roma Lisle, prima de la difunta, cuarenta y cinco años de edad, librera, ex profesora, soltera. ¿Qué es lo que más le chocó de ella, sargento?.

Buckley retrotrajo sus pensamientos a la entrevista con Roma Lisie.

–Que estaba asustada, señor.

–Asustada, a la defensiva, incómoda y poco convincente.

Reflexionemos en su relato. Reconoce que el grabado en madera es suyo y dice que lo llevó a Courcy porque creyó que podía interesarale a Ambrose Gorringe y que éste sabría aconsejarla en cuanto a su antigüedad y valor. Como él afirma no ser una autoridad en manuscritos de principios del siglo diecisiete, la expectativa de Roma Lisle era demasiado optimista. Pero no debemos detenernos demasiado en la interpretación de ese dato. Lo encontró, le pareció interesante y lo trajo. Ahora, el día de hoy. Nos dice que salió del dormitorio de su prima más o menos a la una y cinco, que fue directamente a la biblioteca y permaneció allí hasta las dos y media, momento en que subió a su dormitorio, que se encuentra en el piso inmediatarnente superior a la galería, y no necesitaba pasar por el de la señorita Lisle. No vio ni oyó a nadie. Durante la hora y veinte minutos que pasó en la biblioteca, estuvo sola. La señorita Gray asomó la cabeza a la puerta a la una y veinte, pero no entró. La señorita Roma Lisle permaneció en la biblioteca a la espera de una llamada de negocios de su socio, llamada que no se produjo. Nos ha dicho que escribió una carta. Cuando le pedi que la mostrara como pequeño indicativo de veracidad, aunque de hecho no significa nada, se sonrojó, afirmó que había decidido no enviarla y que la había roto. Cuando señalamos amablemente que en la papelera de la biblioteca no había fragmentos de papeles, se ruborizó aún más y nos confesó que se los había llevado a su habitación y los había echado al inodoro. Muy curioso. Pero consideremos algo más curioso todavía. Fue una de las últimas personas que vio viva a lady Ralston; no la última, pero sí una de las últimas. Nos dijo que la siguió a su dormitorio porque quería desearle buena suerte. Todo muy correcto y muy de primas. Pero cuando le hicimos notar que había esperado al último momento para cambiarse, nos dijo que había resuelto no asistir a la representación. ¿Le molestaría proponer una teoría que explicara estas misteriosas excentricidades de su conducta?.

–Esperaba una llamada telefónica de su amante, señor, no necesariamente de su socio. Como éste no llamó, decidió escribirle.

Después lo pensó mejor y rompió la carta. Recuperó los fragmentos de la papelera porque no quería que los reuniéramos y leyéramos su correspondencia privada, por inofensiva que fuera.

–¿Y la última visita que hizo a lady Ralston?.

–Sospecho que fue menos amistosa de lo que expresa.

–Pero, ¿para qué hablarnos de la carta, señor? No tenía ninguna necesidad de mencionarla. ¿Por qué no decirnos, sencillamente, que había pasado todo el tiempo leyendo?.

–Porque es una mujer que normalmente dice la verdad. Por ejemplo, no fingió que simpatizara con su prima ni que se sintiera especialmente afectada por su muerte. Si ha de mentirle a la policía, prefiere mentir lo menos posible. Así tiene que recordar menos falsedades y puede convencerse a sí misma de que, en esencia, no está mintiendo. En este sentido es un principio bastante válido. Pero tampoco debemos ahondar demasiado en esa carta. Quizá quiso ahorrarles trabajo a los sirvientes o temió que éstos fuesen lo bastante curiosos para reconstruirla. Pero si la histotia de la señorita Roma Lisle es menos que convincente, no es la única. Basta pensar en la curiosa renuencia de la doncella de la señora, frase que se parece al encabezamiento de un capítulo de una de aquellas afectadas novelas escalofriantes de los años treinta.

Buckley pensó en la entrevista con Rose Tolgarth. Antes de que entrara, Grogan le había dicho:.

–Interróguela usted, sargento. Probablemente prefiere la juventud a la experiencia. Tratémosla bien.

Sorprendido, Buckley había preguntado:.

–¿En el escritorio, señor?.

–Me parece el lugar obvio, a no ser que tenga intención de rondar a su alrededor como si fuera un animal de rapiña.

Grogan la había recibido e invitado a sentarse con más cortesía de la que dedicó a Cordelia Gray o a Roma Lisle. Si Rose Tolgarth se sorprendió al encontrarse frente al más joven de los dos oficiales, no dio muestras de ello. Claro que no había dado muestras de nada. Lo había contemplado con sus formidables ojos de iris negro emborronado como si intentara penetrar… ¿penetrar qué?, se Preguntó el sargento. No su alma, pues Buckley no creía tenerla, pero sí alguna parte de su mente que no estaba destinada a ser de propiedad pública. A todas sus preguntas había respondido amablemente, aunque ahorrando palabras al máximo. Reconoció que sabía de la existencia de los mensajes amenazadores, pero se negó a especular acerca de quién los enviaba. Aquel trabajo, insinuó, correspondía a la policía. Era ella quien había preparado y subido el té a la señorita Lisle antes de que ésta se acomodara para su habitual reposo previo a toda función. La práctica era siempre la misma. La señorita Lisle bebía té Lapsang Souchong, sin leche ni azúcar, con dos gruesas rodajas de limón puestas en la tetera antes de verter el agua. Había preparado el té como de costumbre, en la despensa del señor Munter; la señora Chambers y Debbie estuvieron con ella todo el tiempo. Subió la bandeja en el acto y en ningún momento la tetera estuvo fuera de su vista. Sir George estaba en el dormitorio con su esposa. Ella había dejado la bandeja sobre la mesilla y luego había entrado en el cuarto de baño, donde tenía que ordenar algunas cosas antes de que la señorita Lisle se bañara. Volvió al dormitorio, para ayudar a su señora a desvestirse, y halbía encontrado allí a la señorita Gray. Después de que ésta regresara a su habitación, sir George dejó a su esposa y ella lo había seguido casi inmediatamente. Había pasado la tarde preparando los camerinos de las actrices y ayudando al señor Munter con las tareas de la cena. A las tres menos cuarto empezó a preocuparle que la señorita Gray se hubiese olvidado de despertar a la señora y había ido personalmente a hacerlo. En la puerta del dormitorio se encontró con sir George, el señor Gorrínge y la señorita Gray, momento en que se enteró de la muerte de la señorita Lisle.

La habían llevado al dormitorio y pedido que mirara atentamente a su alrededor, sin tocar nada, y dijera si todo estaba como esperaba encontrarlo, si había algo que le llamase la atención. Tolly había movido negativamente la cabeza. Antes de salir había permanecido un instante contemplando la "chaise longue" y la cama, desnuda y vacía, con una mirada que Buckley no logró desentrañar. ¿Tristeza? ¿Concentración? ¿Resignación? Buckley no encontró la palabra exacta. En ese momento, Rose Tolgarth tenía los ojos abiertos, pero él creyó ver que sus labios se movían. Por un segundo le rondó la extraordinaria idea de que podía estar rezando.

Al volver al despacho, le había preguntado:.

–¿Era feliz trabajando para la señorita Lisle? ¿Se tenían simpatía?.

Era la manera más táctica que conocía de preguntarle si aborrecía lo suficiente a su señora para aplastarle el cráneo.

–Estábamos habituadas la una a la otra -había respondido la mujer serenamente-. Mi madre fue niñera suya y me pidió que cuidara de ella.

–Y no se le ocurre ningun motivo por el que alguien quisiera matarla, ¿no? Formaban todos una gran familia dichosa, ¿verdad?.

El intento de sarcasmo a lo Grogan falló. Tolly respondio con una muestra del propio:.

–Nunca existe un buen motivo para que la gente se mate, ni siquiera en las familias dichosas.

Apenas había tenido un poco más de éxito con la señora Munter. También ella había sido una testigo amable pero poco útil, había dicho lo menos posible, había resistido todas sus zalamerías para inducirla a la locuacidad o la indiscreción. Ambrose Gorringe ocultaba sus secretos, si los tenía, en un torrente de conjeturas aparentemente cándidas. La señorita Tolgarth y la señora Munter habían ocultado los suyos en una parquedad y una obstinación que rozaban el límite de la no cooperación. Buckley pensó que Grogan no podía haber seleccionado a dos testigos más dificiles para ejercitarle en el interrogatorio. Y probablemente lo había hecho adrede. La impresión que, visiblemente, ambas querían transmitir era la de que el asesinato, como la mayor parte de la violencia del mundo, era una conducta masculina de la cual, en su condición de mujeres, se alegraban de estar excluidas. De vez en cuando, Buckley se descubrió contemplándolas con lo que sabía, a conciencia, que era evidente frustración. Pero los seres humanos no eran problemas escolares de geometria. Si los analizabas largo tiempo, no adquirían sentido súbitamente.

–La señorita Tolgarth reconoce que no dejó a la señorita Lisle hasta después de retirarse sir George, y eso concuerda con lo que dijo él -comentó Buckley-. La señorita Gray estaba en su dormitorio, de modo que nadie vio salir a la camarera. Ésta podria haber vuelto al cuarto de baño, fingiendo que se ocupaba de los preparativos del baño de su señora, regresar al dormitorio después de la salida de la señorita Gray y matar a lady Ralston.

–La coordinación horaria es demasiado estricta. La señora Munter la vio en la despensa a la una y veinte -le recordó Grogan.

–Eso dice ella. Tengo la sensación de que esas dos se han puesto de acuerdo, señor. Es muy poco lo que pude sacarles, sobre todo a Rose Tolgarth.

–Excepto una mentira muy interesante. A no ser, por supuesto, que sea menos perspicaz de lo que yo creo.

–¿Qué?.

–En el dormitorio, sargento. Piense. Usted le preguntó si todo estaba como ella esperaba encontrarlo. Hizo un gesto afirmativo a modo de respuesta. Pero trate de recordar el tocador.¿Qué faltaba en medio de aquel revoltijo femenino? Algo que habríamos esperado ver dadas las cosas que de hecho vimos.

Pero la lancha que llevaba a Roper y a Badgett tocó el muelle antes de que Buckley encontrara la respuesta al enigma.

.


32.


Por fin había acabado aquel aciago día. Poco después de las campanadas de las diez y con breves "buenas noches", uno tras otro se habían ido a acostar en silencio. Los lugares comunes se habían vuelto impronunciables: "Estoy muerto de fatiga. Ha sido un día muy largo. Que duermas bien. Nos veremos por la mañana", pues todos contenían una carga de insinuación, de falta de tacto o de mal gusto. Dos mujeres policías habían trasladado las pertenencias de Cordelia de la habitación De Morgan, un rasgo de delicadeza que la habría divertido en condiciones normales. El nuevo dormitorio estaba en la misma galería, pero al otro lado del de Simon, y tenía vistas a la rosaleda y el estanque. Cuando hizo girar la llave en la cerradura y respiró el aire espeso y perfumado, Cordelia pensó que no se usaba con frecuencia. Era una habitación pequeña, oscura y abarrotada; parecía que Ambrose la hubiera amueblado para satisfacción de los visitantes de verano. Carecía de la ligereza y la delicadeza que había logrado en casi todo el castillo. Cada centímetro de pared estaba cubierto de cuadros y adornos; el ornado mobiliario -de "papier-maché" y caoba- era oscuro y amenazador. Hasta el ámbito mismo parecía mohoso, pero cuando abrió la ventana irrumpió el ruido del mar, ya no soporífero y reconfortante, sino como un rugido amenazador.


Se preguntó si lograría reunir la energía suficiente para levantarse de la cama y entornar la ventana. Pero ése fue su último pensamiento consciente antes de que la venciera el cansancio; sintió que se hundía irresistiblemente en el sueño.

.


Quinta parte


Terror a la luz de la luna.

33.


A las nueve y cuarto, Cordelia entró en el despacho para llamar a la señorita Maudsley; al levantar el receptor, se preguntó si la policía estaria escuchando. Pero interceptar llamadas telefónicas privadas, incluso desde el escenario de un crimen, era algo que sin duda exigía la autorización del ministerio del Interior. Era extraño lo poco que sabía con referencia a una investigación policial real, a pesar de las enseñanzas de Bernie. Ya le había sorprendido descubrir que sus derechos legales eran mucho menos amplios de lo que sugería la lectura de una novela de detectives. Por otro lado, la presencia física de los policías era mucho más amedrentadora y opresiva de lo que creía posible. Era lo mismo que tener ratones en la casa. Durante un tiempo podían ser silenciosos e invisibles, pero en cuanto una se enteraba de su existencia, era imposible hacer caso omiso de su secreta y contaminante invasión. Incluso en el despacho de Gorringe flotaba todavía la fuerza de la ingrata personalidad del inspector Grogan, aunque había desaparecido toda huella de su breve estancia. Cordelia tuvo la impresión de que la policía había dejado el lugar más ordenado de lo que lo había encontrado, lo que era siniestro en sí mismo. Mientras marcaba el número de Londres, le resultaba difícil creer que no estuvieran grabando la llamada.


Era un fastidio que la señorita Maudsley no tuviese teléfono particular en su modesta habitación de alquiler. El único aparato de la residencia estaba en el rincón más oscuro e inaccesible del vestíbulo y Cordelia sabía que tendría que esperar largos minutos hasta que alguno de los pensionistas, enloquecido por el insistente campanilleo, se decidiera a silenciarlo. Sería afortunada si el que contestaba la llamada la entendía, y aún más afortunada si estaba dispuesto a subir cuatro pisos para llamar a la señorita Maudsley. Pero atendieron la llamada casi de inmediato. Apenas levantar el auricular, la señorita Maudsley le dijo que había comprado el periódico dominical de costumbre mientras volvía de la misa de ocho y que había permanecido encogida en el último peldaño de la escalera preguntándose si debía llarnar al castillo o esperar a que ella le telefoneara. Sus palabras eran casi incoherentes a causa de la ansiedad y la angustia que le embargaba, y la brevedad del informe de la prensa no había contribuido a tranquilizarla. Cordelia pensó cuán contrariada se habría sentido Clarissa de saber que su fama, incluso después de una muerte violenta, no justificaba el estrellato un día en que un espectacular escándalo parlamentario, el fallecimiento de un artista pop a causa de sobredosis de droga y un atentado terrorista en el norte de Italia habían brindado al director un exceso de candidatos para la primera plana.

Con voz quebrada, la señorita Maudsley dijo:.

–Dice que fue… bien… que la mataron a golpes. No puedo creerlo. ¡Y qué horrible para usted! También para el marido, por supuesto. ¡Pobre mujer! Claro que una tiene que pensar en los vivos. Supongo que fue un intruso. El diario dice que desapareció el joyero. Espero que la policía no se forme una idea equivocada.

Una manera tan diplomática como cualquiera, pensó Cordelia, de decir que abrigaba la esperanza de que ella misma no fuese sospechosa.

Cordelia le dio instrucciones lentamente y la señorita Maudsley hizo audibles intentos por serenarse y escuchar.

–Sin duda la policía hará averiguaciones sobre mí y sobre la agencia. No conozco el procedimiento, ignoro si irá alguien al departamento de Dorset o si le pedirán a la Metropolitana que se ocupe de ello. No se inquiete. Limítese a responder a sus preguntas.

–Oh, claro, supongo que tendremos que hacerlo. Pero todo esto es tan desagradable… ¿Debo mostrarles todo? ¿Y si quieren ver las cuentas? El viernes por la tarde hice el balance de la caja pequeña y me temo que las cifras no cuadraban exactamente. El señor Morgan, un hombre encantador, vino a reparar la placa…, me dijo que dejaría la cuenta hasta su regreso, pero envié a Bevis a comprar unas galletitas para ofrecerle con el café. El chico no se acuerda de cuánto le costaron y echamos el paquete con la etiqueta a la basura.

–Es más probable que le pregunten sobre la visita de sir George Ralston. No creo que la policía se interese por la caja chica. Pero permítales ver todo lo que quieran, excepto los expedientes de los clientes, por supuesto. Son confidenciales. Ah, señorita Maudsley, dígale a Bevis que no se pase de listo.

La señorita Maudsley se lo prometió con voz más serena; evidentemente, se esforzaba en convencerla de que actuaría con la más absoluta eficacia ante cualquier crisis que el lunes pudiera depararle. Cordelia se preguntó qué sería más perjudicial, si las teatralizaciones de Bevis o las apasionadas protestas de la señorita Maudsley en el sentido de que bajo ninguna circunstancia la queridísima Cordelia Gray sería capaz de asesinar. Probablemente la presencia física de la policía impediría a Bevis caer en los peores excesos de su talento histriónico, a no ser que por casualidad hubiera visto recientemente uno de los documentales televisivos dedicados a denunciar la corrupción, la brutalidad y el racismo de la fuerza pública; en tal caso, cualquier cosa era posible. Pero al menos Cordelia podía tener la certeza de que, quienquiera que visitara la agencia, no sería Adam Dalgliesh. En las enrarecidas y misteriosas alturas de las jerarquías en que éste moraba ahora, semejantes tareas eran inimaginables. Se preguntó si leería algo sobre el crimen, si se enteraría de que ella estaba implicada.

Nada podía haber preparado a Cordelia para la singularidad del resto de la mañana del domingo. Mientras se servía los huevos revueltos del desayuno, Ambrose interrumpió de pronto todo movimiento, con la cuchara en la mano:.

–¡Dios mío, olvidé cancelar la visita del padre Hancock! Ahora es demasiado tarde. Oldfield ya debe de estar en carnino. – Se volvió y explicó-: Es un anciano sacerdote anglicano que vive retirado en Speymouth. Cuando tengo huéspedes suelo invitarlo para que celebre el oficio dominical. Hoy en día la gente siente la necesidad de esos ritos. Cuando Clarissa pasaba aquí un fin de semana, le encantaba contar con él. La divertía.

–¡Clarissa! – Ivo soltó una ronca carcajada que hizo estremerer su escuálido cuerpo-. Probablemente llegara a la misma hora que la policía y tendremos que advertirle a Grogan que no estaremos a su disposición durante aproximadamente una hora porque asistiremos al servicio religioso. Ardo en deseos de contemplar su expresión cuando se entere. Admite que no cancelaste su visita a propósito, Ambrose.

–Te aseguro que no es así. Se me olvidó por completo.

–Probablemente no vendrá -dijo Roma-. Ya estará enterado del crimen, que en Speymouth habrá corrido de boca en boca, y supondrá que no le esperas.

–No creo. Si a causa de una matanza en masa nos viéramos reducidos a sólo dos personas y Oldfield estuviese disponible para ir a buscarle, vendría. Está cerca de los noventa y tiene su propio sentido de lo prioritario. Además, disfruta con el jerez y el almuerzo. Será mejor que se lo recuerde a Munter.

Salió, esbozando una discreta sonrisa condescendiente -No sé si tendría que ponerme una falda en lugar de estos pantalones -dijo Cordelia.

De pronto, Ivo evidenció un apetito voraz al servirse una generosa ración de huevos revueltos.

–Me parece innecesario -respondió-. No creo que haya traído usted guantes y el devocionario. Pero aunque falten los accesorios, podemos asistir a la misa al estilo victoriano. Quizá los Munter y Oldfield vayan a cumplir con sus deberes religiosos en los bancos de la servidumbre. ¿Sobre qué demonios versará el sermón del anciano?.

Ambrose reapareció.

–Todo arreglado -les comunicó-. Munter no lo había olvidado. ¿Asistiréis todos o contamos con algún objetor de conciencia?.

–Yo disiento, pero no me molesta ir si el objetivo consiste en irritar a Grogan -intervino Roma-. Supongo que no tenemos que cantar, ¿verdad?.

–Por supuesto que sí. Está el "Te Deum" y las contestaciones. Además, habrá que corear un himno. ¿Alguien quiere elegirlo? – Nadie se mostró interesado, por lo que Ambrose prosiguió-: En tal caso, me permito sugerir "Los designios del Señor son inescrutables". Saldremos al encuentro de la lancha a las once menos veinte.

Así se inició aquella sorprendente mañana. La "Shearwater" batió a la lancha de la policía por cinco minutos, y Ambrose se acercó a saludar a una frágil persona con capa y birrete que saltó a tierra con asombrosa agilidad y contempló a todos benignamente con sus ojos azules, húmedos y descoloridos. Antes de que Ambrose pudiera hacer las presentaciones, el pastor se volvió hacia él y le dijo:.

–Mi más sentido pésame por la muerte de su esposa.

–Fue un suceso inesperado -contestó Ambrose en tono grave-. Pero no éramos matrimonio, padre.

–¿No? ¡Dios mío! Disculpe, no me había dado cuenta. Me parece haber oído decir que murió ahogada. Estas aguas pueden ser muy traicioneras.

–No murió ahogada, padre. Sufrió una grave conmoción cerebral.

–Creí que mi ama de llaves me había asegurado que se había ahogado. Aunque puede ocurrir que yo esté pensando en otra persona. La guerra, quizá. De todos modos, fue hace mucho tiempo. Me temo que mi memoria ya no es lo que era.

La lancha de la policía vibró junto al muelle y todos observaron el desembarco de Grogan, Buckley y otros dos oficiales vestidos de paisano.

–Permítame presentarle al padre Hancock, que ha venido a celebrar el oficio dominical de acuerdo con los ritos de la iglesia anglicana -dijo Ambrose protocolariamente-. Por lo general, el servicio dura una hora y cuarto. Como es natural, usted y sus oficiales están invitados a asistir.

Grogan respondió secamente:.

–Gracias, pero no pertenezco a su iglesia y mis hombres se ocupan de estas cosas en sus horas libres. Le agradeceré que vuelva a permitirme el acceso a todas las habitaciones del castillo.

–Por supuesto. Munter está a su disposición. Yo lo estaré después del almuerzo.

La iglesia los recibió en su arcaico y polícromo silencio. Persuadieron a Simon de que se sentara en el banco del órgano, y los demás desfilaron con recogimiento hasta la hilera de bancos elevados, construida en su día por Herbert Gorringe. El órgano era antiguo y había que inyectarle aire, tarea para la que ya estaba preparado Oldfield. El servicio se inició cuando apareció el padre Hancock con sobrepelliz. Evidentemente, Ambrose pensaba que sus huéspedes eran disidentes, si no algo peor, necesitados de una firme conducción en los responsorios; por su parte Ivo conservó todo el tiempo una atenta gravedad y evidenció una familiaridad con la liturgia sugerente de que aquélla era su actividad matinal normal de todos los domingos. Simon interpretó al órgano con competencia, aunque Oldfield lo dejó sin viento al final del "Te Deum" y el instrumento produjo un tardío, ruidoso y discordante amén. Roma olvidó su decisión de guardar silencio y cantó con su rica voz de contralto apenas desentonada. El padre Hancock usó el libro de oraciones de 1662, sin supresiones ni sustituciones, y los miembros de su congregación se declararon viles pecadores que habían atendido en exceso los impulsos y deseos del corazón, pero prometieron enmendar su vida en un coro ligeramente desafinado aunque resuelto. Sólo al final de las súplicas el pastor insertó, inesperadamente, una oración por las almas de los difuntos, momento en que Cordelia percibió una aspiración concertada, y por un instante el aire de la iglesia se enfrió. El sermón duró quince minutos y fue una docta disertación sobre la teología paulina acerca de la redención. Cuando se levantaron para entonar el himno, Ivo susurró a Cordelia:.

–Eso es todo lo que uno pide de un sermón. Que no haga concesiones de ninguna clase.

Antes de almorzar, Munter sirvió en la terraza jerez seco y muy frío. El padre Hancock apuró tres copas sin que aparentemente surtieran en él ningún efecto y habló contento con sir George sobre ornitología y con Ivo acerca de la reforma litúrgica, tema en el que éste se mostró sorprendentemente bien informado. Nadie nombró a Clarissa, y Cordelia tuvo la impresión de que, por primera vez desde su muerte, se había disipado su espíritu inquieto y amenazador. Durante unos preciosos momentos desapareció de su corazón el peso de la culpa y la desdicha. Mientras conversaban inocentemente bajo el sol, resultaba posible creer que la vida era tan segura, tan bien ordenada, tan austeramente digna y razonable como el rito anglicano en que habian participado. Y cuando entraron para comer las costillas de ternera asadas y la tarta de ruibarbo -un almuerzo dominical convencional y bastante pesado, servido sobre todo, sospechaba Cordelia, en beneficio del padre Hancock-, fue un alivio la presencia del pastor, oir su voz débil, pero hermosa, hablando de temas tan inofensivos como los hábitos de anidación del zorzal canoro y observar cómo gozaba francamente del vino y la comida. Sólo Simon, con el rostro arrebolado, bebió tan copiosamente, tomando el clarete como si fuera agua, buscando la botella con mano temblorosa. Pero el padre Hancock se veía tan fresco como de costumbre, después de una comida que habría reducido a más de un joven al letargo, y se despidió de ellos con el mismo sereno contento con que los había saludado cuatro horas antes.

A medida que la "Shearwater" se alejaba, Roma se volvió hacia Cordelia y le dijo, con brusca turbación:.

–Saldré media hora a dar un pasco. ¿Quieres acompañarme? Me gustaría hablar contigo.

–Con mucho gusto. Si Grogan nos necesita puede mandar a buscarnos.

Anduvieron sin hablar por la larga extensión de césped del otro lado de la rosaleda, y luego bajo la sombra de las hayas, haciendo crujir a su paso los brillantes montículos de hojas caídas, oyendo por encima del sonido de sus pisadas la tonificante cadencia del mar. Cinco minutos después emergieron de entre los árboles y se encontraron en el borde del acantilado. A su derecha se alzaba una casamata de hormigón, parte de las defensas de la isla en 1939, con su entrada baja y casi bloqueada por las hojas. La rodearon y apoyaron las espaldas en su áspero muro, mirando a través de las hojas de haya verde y oro hacia la estrecha franja de playa y el resplandor de los guijarros bañados por el mar.

Cordelia no dijo nada. El paseo habia sido idea de Roma y era ella quien debía decir qué la había llevado a buscar su compañía. No obstante, Cordelia se sentía en paz y cómoda a su lado, como si ninguna de sus diferencias importara ante el hecho de su común feminidad. Vio que Roma levantaba una rama de haya y empezaba a despojarla metódicamente de sus hojas.

–Teóricamente, eres una experta en estas cuestiones -dijo Roma sin mirar a Cordelia-. ¿Cuándo podremos largarnos? Tengo que cuidar de mi negocio y mi socio no puede arreglárselas solo indefinidamente. La policía no tiene derecho a retenernos aquí, pues la investigación podría llevar meses.

–No pueden retenernos legalmente, a menos que nos arresten. Algunos tendremos que asistir a la indagatoria. Pero supongo que tú podrás marcharte mañana si quisieras.

–¿Y qué hará George? Necesitará ayuda. ¿Ordenará sus cosas, sus joyas, la ropa, los cosméticos, o espera que lo haga yo?.

–¿No sería mejor que se lo preguntaras a él?.

–Ni siquiera podemos entrar en su dormitorio. La policía todavía lo mantiene precintado. ¡Y trajo una enormidad de cosas!.

Siempre hacia lo mismo, aunque sólo fuera por un fin de semana. Además habrá que ocuparse de lo que hay en el piso de Bayswater y en el de Brighton, los trajes, los vestidos, las pieles. George no puede donar todo eso a la sociedad de beneficencia.

–Se sorprenderían, indudablemente -opinó Cordelia-. Pero son capaces de darle un buen fin. Pueden vender la ropa en sus tiendas de donaciones.

La charla femenina sobre el guardarropa de Clarissa habría parecido ridícula a Cordelia si no se hubiese dado cuenta de que el interés de Roma por las cosas de su prima enmascaraba una inquietud más profunda: el dinero de Clarissa. Volvieron a guardar silencio un rato, hasta que Roma dijo ceñuda:.

–¿Sabías que pedí un préstamo a Clarissa inmediatamente antes de que la mataran y que me lo negó?.

–Sí. Estaba allí cuando se lo contó a sir George.

–¿Y no se lo has dicho a la policía?.

–No.

–Muy considerado por tu parte, sobre todo teniendo en cuenta que no he sido del todo simpática contigo.

–¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Si quieren ese tipo de información, pueden obtenerla del interesado, es decir, tú.

–Pues hasta ahora no la han obtenido. Les mentí. No me enorgullezco de ello y ni siquiera sé por qué lo hice. Pánico, supongo, y la sensación de que les vendría bien endilgarme el crimen a mí y no a George o Ambrose. Uno de ellos es baronet y héroe de guerra, el otro es rico.

–No creo que quieran endilgárselo a nadie excepto al culpable. La verdad es que Grogan y Buckley no me caen nada bien. pero creo que son ecuánimes.

–Es extraño -reflexionó Roma-. Nunca me gustó la policía ni jamás confié en ella, pero siempre di por sentado que, ante un delito tan grave como un homicidio, cooperaría con ellos hasta las últimas consecuencias. Quiero que atrapen al asesino de Clarissa, desde luego. ¿Entonces por qué estoy a la defensiva? ¿Por qué actúo como si Grogan y Buckley estuviesen confabulados en mi contra? ¡Es humillante descubrirse mintiendo, mintiendo y aterrada, además de avergonzada!.

–Lo sé. Yo siento lo mismo.

–Parece que George tampoco les habló de nuestra disputa. Tampoco lo ha hecho Tolly, aparentemente. Clarissa la envió afuera mientras hablábamos, pero tiene que haberse dado cuenta. ¿Crees que estara maquinando un chantaje?.

–Estoy segura de que no -la tranquilizó Cordelia, pero creo que lo sabe, de todos modos. Cuando yo entré, estaba en el cuarto de baño y probablemente lo oyó, pues Clarissa estuvo bastante vehemente.

–Estuvo vehemente consigo, vehemente y ofensiva. Si yo fuese capaz de matar, la habría matado en ese mismo instante.

Al cabo de otra pausa, Roma volvió a tomar la palabra:.

–A lo que no logro acostumbrarme es a la forma en que todos evitamos hablar sobre quién la mató. Ni siquiera nos comportamos como extraños, no decimos nada, no preguntamos nada. ¿No te parece raro?.

–No. Estamos atascados aqui, todos juntos. La vida se volveria intolerable si empezáramos a lanzarnos acusaciones o recriminaciones, o si nos dividiéramos en camarillas.

–Quizá tengas razón. Pero no creo que podamos seguir así, sin saber, sin siquiera hablar de ello, fingiendo mantener amables conversaciones cuando todos pensamos en lo mismo, evitando cuidadosamente las miradas de los demás, dudando, echando llave a nuestras puertas por la noche. ¿Cerraste la tuya?.

–Sí, y ni siquiera sé por qué. Ni por un solo instante se me ha cruzado por la imaginación que pueda haber un maníaco homicida en la isla. Clarissa era la víctima elegida, no la mataron por casualidad. Pero cerré mi puerta con llave.

–¿Contra quién? ¿Quién crees que lo hizo?.

–Uno de nosotros, uno de los que durmió en el castillo el viernes por la noche -replicó Cordelia.

–Eso lo sé. ¿Pero quién?.

–Lo ignoro. ¿Lo sabes tú?.

La rama de haya era ahora una varita desnuda en las manos de Roma. La arrojó lejos, buscó otra y reanudó la metódica destrucción.

–Me gustaría que fuera Ambrose, pero no puedo creerlo. ¿No fue George Orwell quien dijo que el crimen, ese delito singular, sólo podía nacer de una fuerte emoción? Ambrose no ha experimentado una emoción fuerte en toda su vida y carece del coraje y la impiedad necesarios. Es incapaz de tanto rencor. Le gusta jugar con los juguetes de la violencia: el cabo de una cuerda de un verdugo, un camisón ensangrentado, un par de esposas victorianas. Con Ambrose hasta el terror se vuelve de segunda mano, esterilizado por el tiempo, el encanto y el pintoresquismo. Y no puede ser Simon. Ni siquiera había visto el brazo de mármol, y de cualquier manera, en caso de haberlo hecho, ya habría confesado. Es un pusilánime sin carácter, como su padre. No tendría fortaleza física para aguantar a Grogan cinco minutos si el interrogatorio se volviera duro. ¿E Ivo? Bueno, Ivo está agonizando. Prácticamente ha cumplido ya su cadena perpetua. Es posible que se considere fuera del alcance de la ley. Pero no tiene motivos. Supongo que George es el principal sospechoso, pero tampoco creo que haya sido él. Es un militar profesional, un asesino profesional si lo prefieres. Pero no lo haría así, no le haría eso a una mujer. Podrían ser los Munter, o uno de los dos, o incluso Tolly, pero no veo cuáles serían sus móviles. Quedamos tú y yo. Yo no fui. Y si te sirve de consuelo, tampoco creo que hayas sido tú.

–Háblame de Clarissa -la exhortó Cordelia-. De niña pasaste muchas vacaciones con ella, ¿verdad?.

–¡Oh, aquellos horribles agostos! Tenían una casa junto al río, en Maidenhead, y allí pasaban casi todo el verano. La madre pensaba que Clarissa debía contar con compañía de su edad, y mis padres se alegraban de que me alimentaran y me hospedaran gratis. Es extraño, pero entonces nos llevábamos bastante bien, supongo que unidas por el miedo a su padre. En cuanto llegaba de Londres, vivíamos aterrorizadas.

–Creía que ella lo adoraba, que fue un padre cariñoso e indulgente.

–¿Eso te contó? ¡Típico de Clarissa! No podía ser sincera ni siquiera respecto de su propia infancia. No, mi tío era un bruto, aunque no quiero decir que nos maltratara físicamente. Pero en algún sentido esto habría sido más soportable que el sarcasmo, la fría ira adulta, el desprecio. Entonces no le comprendia, ahora creo que sí. En realidad, no le gustaban las mujeres. Se casó para tener un hijo varón, pues poseia ese egoísmo incapaz de imaginar un mundo en el que no tuviera al menos una inmortalidad por reemplazo, y se encontró con una hija, una mujer enfermiza que no tenía la menor intención de volver a engendrar y una profesión que le impedía divorciarse. Y de pequeña, Clarissa ni siquiera era bonita. La frialdad del padre y su propio miedo mataban toda espontaneidad, todo afecto, incluso cualquier grado de inteligencia que pudiese haber mostrado. No es extraño que pasara el resto de su vida buscando amor obsesivamente. Aunque quizá todos hacemos lo mismo.

–Al enterarme de una cosa que se refiere a ella, algo que hizo, pensé que era un monstruo -comentó Cordelia-. Pero tal vez nadie lo sea, al menos no del todo, cuando uno conoce la verdad de su vida.

–Clarissa era un monstruo, convengo en eso; pero cuando me acuerdo del tío Roderick, comprendo por qué. ¿No será mejor que volvamos? Grogan sospechará que estamos conspirando. Probablemente desde aquí podamos bajar a gatas hasta la orilla y volver andando junto al mar.

Avanzaron con dificultad por el borde de la rompiente. Roma iba delante, con las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta, chapoteando entre las pequeñas olas que retrocedían, aparentemente ignorante de que los bajos del mojado pantalón golpeaban contra sus tobillos, de sus zapatos empapados. El regreso fue más largo y más lento que el paseo por el soto. pero por fin torcieron el cabo de una pequeña ensenada y el castillo se irguió ante sus ojos. Se detuvieron y levantaron la vista. Un hombre joven en bañador, que llevaba una caja de madera basta, bajaba la escalera de incendios desde la ventana del anterior dormitorio de Cordelia. Descendía con gran cuidado, enganchando los brazos alrededor de los escalones, sin tocarlos con las manos. Después miró en derredor, caminó hasta el borde de las rocas y con un violento gesto repentino echó la caja al mar. Permaneció un momento en equilibrio, con los brazos levantados y se zambulló. A unos treinta metros del extremo de la terraza se mecía un bote, un bote diferente de la lancha de la policía. Un buzo, lustroso en su traje negro, reposaba apoyado en la borda. En cuanto la caja dio en el agua, retrocedió y desapareció de la vista.

–¿Entonces eso es lo que piensa la policía? – inquirió Roma.

–Sí, eso es lo que piensa la policía.

–Están buscando el joyero. ¿Qué ocurrirá si logran encontrarlo?.

–Será una mala noticia para alguien -respondió Cordelia-. Sospecho que descubrirán que todavía contiene las joyas de Clarissa.

¿Qué otra cosa podia contener? ¿Todavía estaría en el cajón secreto la nota sobre la actuación de Clarissa en "El profundo mar azul"? La policía no se había tomado mucho interés por aquel recorte de prensa, pero de pronto Cordelia tuvo la sensación de que podía ser significativo. ¿Existía la posibilidad de que guardase alguna relación con la muerte de Clarissa? Al principio le pareció absurdo, pero la idea persistió. Sabía que no se sentiría satisfecha hasta ver una copia. El primer paso consistía en visitar la oficina del periódico en Speymouth y revisar los archivos. Recordaba el año: el año jubilar de 1977. No sería difícil, y al menos tendría algo concreto que hacer.

Percibió que Roma seguía absolutamente inmóvil, con los ojos fijos en el nadador solitario. Su rostro era inexpresivo, pero un instante después se sacudió y dijo:.

–Será mejor que entremos y hagamos frente a otra ronda de lo que, con el inspector Grogan, se convierte en el tercer grado. Si fuese abiertamente impertinente o incluso bestial, lo encontraría menos ofensivo que con su velada insolencia masculina.

Pero cuando atravesaron la sala y entraron en la biblioteca atraídas por un sonido de voces, Ambrose les comunicó que Grogan y Buckley habían partido. Debían reunirse con el doctor Ellis-Jones en el depósito de cadáveres de Speymouth. Se suspendían los interrogatorios hasta la mañana del lunes. El resto del día les pertenecía y eran libres de pasarlo como mejor pudieran.

.


34.


Buckley pensó que la tarde de un domingo era un momento fatal para practicar una autopsia. Nunca gozaba cuando se veía obligado a asistir a una autopsia, pero los domingos -incluso cuando estaba de servicio- poseían una letárgica calma de sobremesa, que exigía una silla cómoda en el comedor de los sargentos y una lectura de informes hecha al azar, en lugar de una hora en pie mientras el doctor Ellis-Jones rasgaba, serraba, cortaba, sopesaba y demostraba con sus manos enguantadas y sanguinolentas. No se trataba de que Buckley fuese remilgado. Le importaban un bledo las indignidades que se practicaran en su propio cuerpo cuando hubiera muerto, y no entendía por qué alguien podía sentirse más perturbado por el desmembramiento ritual de un cadáver de lo que él se habia sentido de chico, contemplando a su tío Charlie en la apasionante nave de la trastienda de la carniceria. Bien pensado, el doctor Ellis-Jones y el tío Charlie compartían la misma pericia y cumplían su trabajo de manera muy similar. Esa coincidencia había sorprendido a Buckley cuando, recién salido de la escuela preparatoria, ingresó en el cuerpo y asistió a su primera autopsia. Esperaba que fuese más científica, menos brutal y mucho menos sucia de lo que en realidad resultó ser. Entonces se le había ocurrido que las principales diferencias entre el doctor Ellis-Jones y el tío Charlie consistian en que este último se preocupaba mucho menos por la infección, usaba una menor variedad de instrumentos no tan refinados y trataba la carne con más respeto. Claro que eso no era asombroso cuando se pensaba en lo que pedía por ella.


Se alegró de salir por fin al aire libre, y no porque el depósito oliera mal. Para él habría sido menos desagradable en tal caso. A Buckley le desagradaba profundamente el olor a desinfectante que recubría, sin enmascararlo, el olor a putrefacción. El hedor era tenue pero persistente y solía quedársele pegado a la nariz.

El depósito era un edificio moderno construido en terreno alto al oeste de la pequeña ciudad, y, mientras se acercaban al Rover, vieron las luces que avanzaban como luciérnagas a lo largo de las calles curvas y la oscura forma de Courcy Island en lontananza, tumbada indolente, como un animal semisumergido. Era extraña, pensó Buckley, la forma en que la isla parecía acercarse o retroceder según la luz y la hora del día. Bajo el tibio sol otoñal permanecía envuelta en una neblina azulada y parecía tan próxima que imaginaba posible nadar hasta aquella orilla plácida y variopinta. En aquel momento, en cambio, se había alejado hacia el canal, remota y siniestra: una isla de misterio y horror. El castillo se alzaba sobre su orilla meridional y no se veían luces. Se preguntó qué estaría haciendo el grupúsculo de sospechosos, cómo abordarían la prolongada noche que les esperaba. Supuso que todos, salvo uno, dormirían bajo llave.

Grogan se acercó a él y, señalando la isla con la cabeza, dijo:.

–Ahora sabemos lo que ya sabía uno de ellos: cómo murió. Si dejamos de lado la cháchara técnica de Ellis-Jones sobre la mecánica de la fuerza y la absorción local de energía cinética de las heridas en la cabeza, para no mencionar la forma interesante y característica en que se desintegra bajo el peso del impacto, ¿qué nos queda? Tanto como esperábamos. Murió de una fractura deprimida en la parte delantera del cráneo, practicada por nuestro viejo amigo el instrumento contundente. Probablemente en ese momento estaba tendida boca arriba, tal como la encontró la señorita Gray. La hemorragia fue continua pero casi totalmente interna y el efecto del golpe se vio intensificado por el hecho de que los huesos del cráneo son más delgados de lo normal. La inconsciencia sobrevino casi de inmediato y murió en un plazo de cinco a quince minutos. El resto de las lesiones fueron hechas después del fallecimiento, pero lamentablemente ignoramos cuánto tiempo después. O sea que tenemos a un criminal que se sienta a esperar a que su víctima muera y luego…¿qué? ¿Decide asegurarse? ¿Decide encubrir la forma en que murió dándole más de lo mismo? No irá a decirme que aguardó diez minutos antes de resolver que ya era hora de sentir pánico…

–Podría haber pasado ese tiempo buscando algo, se puso furioso porque no lo encontró -conjeturó Buckley- y descargó su frustración en el cadáver.

–¿Buscando qué? Nosotros tampoco lo hemos encontrado, a no ser que siga en la habitación y se nos haya pasado pr alto su significado. Tampoco hay señales de que se haya practicado un registro. Si la habitación fue registrada, lo hizo con mucho cuidado alguien que sabía lo que buscaba. Y si buscaba algo, estoy seguro de que lo encontró.

–Todavía falta el informe del laboratorio, señor. Y el de las vísceras estará dentro de una hora.

–Dudo que descubran nada, El doctor Ellis-Jones no detectó indicios de veneno. Pueden haberla drogado…, aunque no deberíamos teorizar por adelantado, pero sospecho que despierta cuando murió y que vio la cara de su asesino.

A Buckley le pareció extraordinario el descenso de temperatura que se produjo cuando se ocultó el sol. Fue lo mismo que pasar del verano al invierno en un par de horas. Salieron lentamente del aparcamiento y giraron hacia la ciudad. Al principio Grogan sólo se expresó con lacónicos barboteos:.

–Sabe algo del juez de primera instancia?.

–Sí, señor. La indagatoria ha sido fijada para las dos en punto del martes.

–¿Qué hay de Londres? ¿Burroughs sigue con sus averiguaciones?.

–Llegará a primera hora de la mañana. He dicho a los buzos que los necesitaremos toda la semana -¿Qué hay de esa condenada conferencia de prensa?.

–-Mañana por la tarde, señor. A las cuatro y media.

Volvió a envolverlos el silencio. Al cambiar de velocidad para subir la empinada y serpenteante cuesta que conducía a Speymouth, Grogan dijo repentinamente:.

–¿Significa algo para usted el nombre del comandant Adam Dalgliesh, sargento?.

No era necesario preguntar a qué fuerza pertenecia. Sólo la Metropolitana tenía comandantes.

–He oído hablar de él, señor -respondió Buckley.

–¿Quién no? Es la mano derecha del comisario, la niña de los ojos de la institución. Cuando la Metropolitana o el ministerio del Interior quieren demostrar que la policia sabe cómo manejar los cubiertos y qué vino debe pedir con el "canard a l'orange" y cómo hablar con un ministro al nivel de su secretario permanente, se sacan de la manga a Dalgliesh. Si no existiera, la policía tendría que inventarlo.

La mofa sonaba poco original, pero la aversión era de primera categoría.

–Toda esta cuestión resulta un poco anticuada, ¿no le parece, señor?.

–No sea ingenuo, sargento. Sólo es anticuado hablar así, pero eso no significa que hayan cambiado en su pensamiento ni en sus actitudes. Ahora Dalgliesh podría contar con su propia fuerza, probablemente en condiciones de presidente de la asociación de comisarios de policía, si no hubiese querido limitarse a la investigación. Para no hablar de su vanidad personal. El resto de nosotros puede revolcarse en la mierda para obtener algo. Yo soy el gato que anda solo y todos los lugares me dan igual. Kipling.

–Sí, señor. – Buckley hizo una pausa y luego preguntó-: ¿Qué pasa con el comandante?.

–Conoce a Cordelia Gray. Se vieron envueltos en un caso anterior. Cambridge. No hay detalles y nadie los pidió. Pero ha presentado un informe irreperochable sobre ella y su agencia. Nos guste o no, es un buen policía, uno de los mejores. Si él dice que Gray no es una asesina, estoy dispuesto a aceptarlo como prueba. Pero no ha dicho que sea incapaz de mentir, y no le creería si lo hubiese dicho.

Grogan mantuvo un taciturno silencio, pero su mente debía de bullir con las entrevistas del día anterior. Después de diez minutos durante los cuales ninguno de ambos abrió la boca, se decidió a decir:.

–Hay algo que me intriga. Probablemente usted también lo notó. Todos hicieron una descripción de la visita del sábado por la mañana a la iglesia y la cripta. Todos mencionaron al prisionero que murió ahogado. Pero todos lo hicieron con excesiva indiferencia, como mera mención de una pequeñez insignificante, como una breve excursión que se les ocurrió emprender antes de almorzar. En cuanto los invité a extenderse sobre el incidente, reaccionaron como un puñado de vestales que hubieran vivido un interesante episodio en las cuevas de Marabar. Sospecho que no ha captado la alusión, sargento.

–No, señor.

–No se preocupe. No estoy degenerando en un policía literato. Eso se lo dejo a Dalgliesh. Cuando iba a la escuela teníamos como libro de lectura obligatoria "Pasaje a la India". Siempre pensé que se trataba de una obra valorada en exceso. Pero ningún conocimiento se desaprovecha en el trabajo policial, como solían decirme en la escuela preparatoria, aparentemente ni siquiera el de E. M. Forster. En la Caldera del Diablo ocurrió algo de lo que ninguno de ellos está dispuesto a hablar y me gustaría saber qué es.

–La señorita Gray encontró allí uno de los mensajes.

–Eso dice. Pero yo estoy pensando en otra cosa. Probablemente sea una apuesta arriesgada, pero creo que debemos ahondar más en torno a ese ahogado en 1940. Supongo que el punto de partida tiene que ser el Comando Sur.

Los pensamientos de Buckley volvieron a aquel cuerpo blanco científicamente descuartizado, a aquella desnudez carente de erotismo. Y más aún. Por un instante, mientras observaba aquellos dedos enguantados y exploratorios, sintió que ningún cuerpo de mujer volvería a excitarle.

–No hubo violación ni contacto sexual reciente -dijo.

–Lo que no nos sorprende en lo más minimo. A su marido le faltaba la inclinación, y a Ivo Whittingham, la fuerza. En cuanto a su asesino, tenía otras cosas en qué pensar. Daremos por terminado el dia, sargento. El jefe de policía quiere hablar conmigo a primera hora de la mañana, lo que sin duda significa que sir Charles Cottringham se ha puesto en contacto con él. Ese hombre es un pelma. Me indigna que no se ciña al teatro para aficionados y deje los dramas de la vida real en manos de los expertos. Después iremos a Courcy Island y veremos si una noche de descanso les ha refrescado la memoria.

.


35.


Las interminables horas llevaron, lentísimas, al momento de la cena. Cordelia entró después de una última y solitaria caminata con tiempo apenas para ducharse y cambiarse; cuando bajó, ya estaban en el comedor Ambrose, sir George e Ivo. Todos se habían sentado antes de la aparición de Simon, que llevaba un traje oscuro. Miró a los demás, se le encendieron las mejillas y dijo:.


–Lo siento. No pensé que debía cambiarme. No tardaré -se volvió en dirección a la puerta.

Ambrose le llamó, con un deje de impaciencia en la voz:.

–¿Qué importa? Si te sientes más cómodo, puedes cenar en bañador. A nadie le importa lo que te pongas.

Cordelia tuvo la impresión de que no era la forma más afortunada de decirlo. Las palabras sobreentendidas flotaban en el aire: a Clarissa le habría importado, pero ya no estaba allí. Los ojos de Simon giraron hacia la silla vacía de la cabecera de la mesa. Después se sentó al lado de Cordelia.

¿Dónde está Roma? – preguntó Ivo.

–Pidió que le subieran a su habitación sopa y emparedados de pollo. Dice que le duele la cabeza.

A Cordelia le pareció que todos dudaban simultáneamente de la realidad de aquella jaqucca, aunque en el fondo felicitaban a Roma por haber dado con un pretexto tan sencillo para evitar la primera cena propiamente dicha que se celebraba desde la muerte de Clarissa. La mesa había sido reorganizada, quizás en una tentativa de restar patetismo al trauma provocado por aquella silla vacía. Las dos cabeceras estaban libres; Cordelia y Simon quedaron sentados frente a Ambrose, Ivo y sir George, mientras que un tramo de caoba se extendía desocupado a ambos lados. Cordelia pensó que aquella disposición les daba el aspecto de un par de candidatos que se enfrentan a una comisión de examinadores no demasiado intimidadora, impresión reforzada por el traje de Simon, con el cual, paradójicamente, parecía menos cómodo y más formalmente vestido que los otros tres con sus níveas pecheras y sus smokings.

No estaban presentes Munter ni su mujer. Junto a cada plato había un cuenco de "vichyssoise", y la fuente con el segundo plato estaba tapada sobre el calientaplatos del aparador. Se percibía un leve olor a pescado, inverosímil ocurrencia para un domingo. Evidentemente sería una cena para convalecientes sobriamente inofensiva, nada excitante para el paladar ni para la digestión. Una verdadera delicadeza de etiqueta culinaria, pensó Cordelia, la elección del menú para un grupo de sospechosos de homicidio que cenan juntos el día posterior al crimen. Los pensamientos de Ivo debieron ser paralelos a los suyos, pues en ese momento dijo:.

–Me pregunto qué rechazaría la señora Beeton como comida más inapropiada para esta ocasión. Yo diría que "borsch" seguido por filete a la tártara. No sé qué decir sobre el postre. No puede ser demasiado grosero, pero es necesario que sea opíparamente indigesto.

–¿A usted nada le importa? – le preguntó Cordelia en voz baja.

Ivo hizo una pausa antes de responder, como si la pregunta de Cordelia mereciera una atenta reflexión.

–No quisiera saber que sufrió o que sintió miedo ni siquiera un instante. Pero si lo que usted quiere averiguar es si me importa que ya no esté en el mundo de los vivos, debo decirle que no, que en realidad no me importa.

Ambrose había terminado de escanciar el Graves.

–Tendremos que servirnos por nuestra cuenta -les comunicó-. Le he dicho a la señora Munter que se tome la noche libre y que descanse; por su parte, Munter no ha aparecido desde el almuerzo. Si mañana la policía quiere volver a entrevistarle, no tendrán suerte. Ocurre aproximadamente cada cuatro meses e invariablemente si he recibido huéspedes. No sé si se trata de una reacción a causa de tanto ajetreo o si es su manera de desalentarme a recibir invitados. Como por lo general es lo bastante considerado para esperar a que mis huéspedes se hayan ido, no puedo quejarme. Posee cualidades compensatorias.

–¿Se emborracha? – preguntó sir George-. podía ser aficionado a la bebida.

–Eso me temo. Suele durar tres días. Me dije para mis adentros que quizá la muerte violenta de uno de sus huéspedes quebrantaría la pauta, pero ostensiblemente no ha sido así. Supongo que es su manera de liberarse de algún intolerable fastidio interior. En realidad, la isla no es conveniente para él. Siente una repugnancia casi patológica por el agua. Ni siquiera sabe nadar.

Ambrose, Ivo y Cordelia se habían acercado al aparador. Ambrose levantó la tapadera de plata y quedaron á la vista unos delgados filetes de lenguado en una salsa cremosa.

–Entonces ¿por qué se queda? – quiso saber Ivo.

–Jamás se lo pregunté, por temor a que él pudiera hacerme la misma pregunta. Por dinero, supongo. Además le gusta la soledad, aunque preferiría que no estuviese garantizada por dos millas de agua. Sólo tiene que atenderme a mí, en conjunto una tarea fácil.

–Y más fácil ahora que Clarissa ha muerto. Supongo que no seguirás adelante con la idea del festival de teatro.

–Ni siquiera como homenaje en su honor, mi querido Ivo.

Entonces parecieron comprender que la conversación, aunque sir George estaba demasiado lejos para oírla, era de mal gusto. Los dos miraron a Cordelia, que estaba un poco enfadada con Ambrose. Mientras se servía los guisantes dijo impulsivamente:.

–Se me ocurre que quizás haya encontrado la forma de aumentar sus ingresos con un poco de contrabando. La Caldera del Diablo sería un punto de descarga muy conveniente. Noté que mantiene el cerrojo de la trampilla bien engrasado, y no es necesario que lo haga si los visitantes de verano no pisan ese lugar. Además, el viernes por la noche vi parpadear una luz en alta mar y pensé que podía ser una señal de reconocimiento.

Ambrose rió mientras cogía su plato, pero cuando habló había un leve matiz de inconfundible despecho en su voz:.

–¡La ingeniosa Cordelia! ¡Qué pena que sólo sea una aficionada! Grogan estaria encantado de poder alistarla en las filas de sus fisgones oficiales. Es posible que Munter tenga sus asuntos personales, pero no me los confía y yo no tengo la menor intención de averiguarlo. Courcy es, tradicionalmente, un refugio natural de contrabandistas, y casi todos los marineros de estos lares hacen sus pinitos en el contrabando. No debe ser mucho, tal vez algunas barricas de coñac, de vez en cuando algunos frascos de perfume. Nada tan espectacularmente osado como las drogas, si es que está pensando en eso. A la mayoría de la gente le gusta tener algún ingreso libre de impuestos, y un toque de riesgo intensifica el atractivo. Pero no le aconsejo que transmita sus sospechas a Grogan. Dejémosle seguir con la investigación que tiene entre manos.

–¿Qué significarían las luces que vio Cordelia? – se interesó Ivo.

–Supongo que fue una manera de alejar a sus compinches. Seguramente no queria que desembarcaran el material cuando la isla era un hervidero de policias.

–Cordelia vio la señal el viernes -dijo Ivo en tono neutro-. ¿Cómo podía saber Munter que la policía estaría aquí al día siguiente?.

Ambrose se encogió de hombros, despreocupado.

–Entonces no era a la policia a quien temía. Tal vez sabía o adivinó que una detective privada nos honraba con su presencia. No me preguntes cómo lo supo. Clarissa no me lo dijo y, aunque lo hubiera hecho, yo no se lo habría comunicado a Munter. Pero de acuerdo con mi experiencia, es muy poco lo que sucede bajo el techo de cualquier casa sin que un buen sirviente no sea el primero en enterarse.

Volvieron junto a sir George, que ya se había servido el lenguado y comía con impasible determinación, aunque sin aparente placer. Cordelia reflexionó sobre el caso Munter. No le parecía probable que éste hubiese adivinado su secreto ni que hubiera alterado sus planes en caso de conocerlo. Era más posible que, con el castillo lleno de huéspedes, hubiese pensado que el momento no era propicio para recibir el botín: demasiada gente alrededor, demasiado trabajo adicional, la posibilidad de que le resultara difícil escabullirse sin que lo notaran. Quizá no había podido hacer llegar el mensaje a sus compañeros, o el mensaje se había extraviado. ¿O alguien había llegado a la isla inesperadamente, alguien a quien temía en particular, o alguien que podía estar enterado de lo que ocurría en la Caldera del Diablo, que incluso la había visitado? Una sola persona satisfacía todos esos requisitos: sir George.

La cena parecía prolongarse sin solución de continuidad. Cordelia notó que todos deseaban ponerle fin, pero nadie quería dar la impresión de tener prisa ni ser el primero en retirarse. Tal vez por ese motivo parecían comer con deliberada lentitud. Se preguntó si sería la ausencia de criados lo que volvía tan insólita la situación; parecían resistentes de una guarnición abandonada, y en breve asediada, que ingerían estoicamente la última cena con tradicional ceremonia, los oídos aguzados y atentos a los primeros gritos distantes de los bárbaros. Comían y bebían, pero lo hacían en silencio. Las seis velas en sus bifurcados soportes entrelazados parecían arder con menos fulgor que la primera noche, de modo que sus rasgos, a medias sombreados, se acentuaban en caricaturas de sus personalidades diurnas. Manos pálidas y descoloridas se acercaban al frutero, a melocotones aterciopelados y bermejos, al curvo lustre de los plátanos, a las manzanas bruñidas que parecían tan artificiales como el cutis de Ambrose iluminado por las velas.

Las puertas vidrieras estaban cerradas para evitar la entrada del frío y un monticulo de leña fina crepitaba en la enorme parrilla…, pero aquellas llamas que danzaban a rachas no podian explicar el opresivo calor de la estancia. Cordelia tuvo la impresión de que la temperatura aumentaba minuto a minuto, que el calor del dia, atrapado alli, se había vuelto más denso, dificultando la respiración, intensificando el olor de la comida hasta hacerla levemente nauseabunda. Y en su imaginación cambió la habitación propiamente dicha: los Orpen derrochaban amorfos colores y las paredes parecian cubiertas de toscos tapices; el techo elegantemente estucado irradiaba haces ahumados hacia un negro infinito, abriéndose a un firmamento eternamente vacío de estrellas. Se estremeció a pesar del calor y cogió la copa de vino como si el contacto fisico del frio cristal pudiera fortalecer su sentido de la realidad. Quizás el pleno horror de la muerte de Clarissa y la tensión del interrogatorio policial cobraban en ese momento su precio.

Una de las velas tembló como alcanzada por un aliento invisible, parpadeó y se apagó. Simon exhaló un suspiro y a continuación un prolongado y acuciante gemido. Las manos de todos, a mitad de camino de las respectivas bocas, quedaron paralizadas. Las caras se volvieron al unisono, con la vista fija en el ventanal. Contra la luz de la luna se perfiló una silueta innensa que agitaba sus negros brazos y que por último se abalanzó sobre los cristales. Su furia llegó débilmente a sus oídos entre un lamento y un bramido. De improviso la silueta interrumpió su frenético golpeteo y permaneció por un instante inmóvil, mirándolos. Boquiabierta, los labios en carne viva, la aparición parecia dar chupadas a la ventana. Dos palmas gigantescas, con los dedos extendidos, se imprimieron en los cristales. Las facciones apretadas y deformes se disolvieron contra el ventanal en una confusión de carne casi marchita. Luego la aparición cobró fuerzas y empujó. Las puertas cedieron y Munter, con los ojos extraviados, cayó prácticamente en el interior. El aire nocturno acarició fresco y dulce los rostros de los comensales, y el murmullo de las olas se convirtió en una encrespada marea de sonidos, como si la tambaleante silueta hubiera sido arrastrada hacia alli por la fuerza de una violenta borrasca, cargando con todo el mar a sus espaldas.

Permanecieron mudos. Ambrose se puso en pie y se adelantó. Munter lo empujó a un lado y, arrastrando los pies, se acercó a sir George hasta que sus caras casi se tocaron. Sir George se mantuvo estático en su asiento. No movió un solo músculo. Entonces habló Munter, echando la cabeza hacia atrás, casi en un aullido:.

–¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!.

Cordelia se preguntó cuándo se decidiría a moverse sir George, o si aguardaría hasta que los dedos de Munter se cerraran sobre su garganta. Pero Ambrose se había situado detrás y le apretaba los temblorosos brazos. Al principio el contacto pareció apaciguar a Munter, pero después dio un violento tirón. Ambrose dijo, sin resuello:.

–¿No podría ayudar alguno de vosotros?.

Ivo habia empezado a mondar un melocotón y parecía absolutamente indiferente.

–Sospecho que en esta emergencia yo no serviría de nada.

Simon se levantó y le aferró un brazo al intruso. Al contacto de las manos del muchacho, toda beligerancia abandonó a Munter. Se le doblaron las rodillas; Ambrose y Simon se aproximaron más aún, para sustentar entre ambos su peso bamboleante. Munter hizo un intento por centrar la mirada en Simon, articuló unas pocas palabras guturales e ininteligibles, que sonaban a una lengua extranjera. Pero sus últimas palabras fueron claras:.

–Pobre cabrón…, pero ésa sí que era una zorra.

Ambrose y Simon lo llevaron a la puerta. Munter no ofreció la menor resistencia y los acompañó obediente como un crío disciplinado.

Cuando salieron, los dos hombres y Cordelia guardaron un momento de silencio. Después sir George se levantó y cerró la puerta vidriera. El mar enmudeció y las temblorosas velas se aquietaron. Mientras volvía a la mesa, sir George eligió una manzana y dijo:.

–¡Qué ejemplar extraordinario! En Sandhurst tuve un condiscípulo capaz de beber así. Estaba sobrio varios meses y luego se pasaba una semana borracho como una cuba.

Torpedearon su barco en el Mediterráneo en el invierno del cuarenta y dos, con un tiempo espantoso. Lo rescataron de una balsa tres días más tarde. Fue el único superviviente. Dijo que debía agradecérselo a que estaba conservado en whisky. ¿Creéis que Gorringe deja en manos de Munter la llave de su bodega?.

–Yo diría que no -respondió Ivo en tono divertido.

–No es fácil mantener un acuerdo con un mayordomo al que no se le pueden confiar las llaves. No obstante, supongo que sirve para otras cosas. Es un acérrimo defensor de Gorringe, evidentemente.

–¿Qué le ocurrió? A tu amigo me refiero… -preguntó Ivo.

–Se cayó en la piscina de su casa y se ahogó. En el extremo poco profundo. Durante el período alcohólico, naturalmente.

Pareció transcurrir un buen rato hasta que aparecieron Ambrose y Simon. A Cordelia le chocó la palidez del joven: reducir a un borracho no podía ser un lance tan horripilante.

–Le hemos acostado -dijo Ambrose-. Esperemos que se quede en la cama. Os pido disculpas por la escena. Munter nunca se había comportado de manera tan espectacular. ¿Me alcanzas el frutero?.

Después de cenar se reunieron en el salón. La señora Munter no había aparecido y ellos mismos se sirvieron el café de la cafetera de filtro que estaba preparada sobre el aparador. Ambrose abrió las puertas vidrieras y uno tras otro salieron a la terraza como si les llamara el mar. La luna llena trazaba una ancha banda plateada hacia el horizonte, y unas pocas estrellas salpicaban el negriazul del cielo. La marea era poderosa. La oían lamer las piedras del muelle y también percibieron el lejano murmullo de las calmadas olas siseantes sobre la playa de guijarros. Un solo sonido se superponía a éstos: sus sordas pisadas. En esta paz, pensó Cordelia, sería fácil creer que nada importa, ni la muerte ni la vida ni la violencia humana ni el sufrimiento. La estampa del manchón de carne aplastada y sangre coagulada que había sido el rostro de Clarissa, grabado para siempre en su mente, se volvió irreal, algo que había imaginado en otra dimensión del tiempo. La desorientación era tan grande que tuvo que luchar contra ella recordándose por qué estaba allí y qué era lo que tenía que hacer. Salió de su trance al oir la voz de Ambrose, que le hablaba a Simon.

–Puedes tocar el piano si quieres. No creo que media hora de música hiera la susceptibilidad de nadie. Tiene que haber algo adecuado, entre un popurrí de variedades y la "Marcha fúnebre" de Saúl.

Sin responder Simon se acercó al piano. Cordelia lo siguió al salón y lo vio sentarse. cabizbajo, contemplando en silencio las teclas. De improviso, Simon metió la cabeza entre los hombros, bajó las manos hacia el teclado y empezó a desgranar notas con serena intensldad; Cordelia reconoció el movimiento lento de "El emperador", de Beethoven. Ambrose hizo oír su voz desde la terraza:.

–Trillado pero oportuno.

Simon interpretó impecablemente; las notas arrullaban el aire. A Cordelia le extrañó que tocara mucho mejor ahora que Clarissa estaba muerta. Cuando terminó el movimiento, le preguntó:.

–¿Qué ocurrirá con tus estudios?.

–Sir George me ha dicho que no me preocupe, que puedo terminar el último año en Melhurst y luego ir al Colegio Real o a la Academia, si logro ingresar.

–¿Cuándo te lo dijo?.

–Cuando fue a mi habitación después de que encontraran a Clarissa.

Una decisión notablemente veloz, pensó Cordelia, dadas las circunstancias. Suponía que sir George tenía otras cosas en que pensar, más urgentes que la carrera de Simon. El chico debió de haberle adivinado el pensamiento, pues levantó la vista y se apresuró a aclarar:.

–Le pregunté qué pasaría conmlgo y me respondió que no debía preocuparme, que nada cambiaría, que podía volver a la escuela y después seguir mi carrera en el Colegio Real. Yo estaba asustado e impresionado y creo que él trató de tranquilizarme.

Pero no tan impresionado como para no pensar primero en sí mismo. Al instante, Cordelia se reprochó la injusta crítica e hizo un esfuerzo para apartarla de su mente. Al fin y al cabo, la de Simon habia sido una natural reacción inmadura ante la tragedia. ¿Qué será de mi? ¿Cómo afectará esto mi vida? ¿Acaso no era eso lo que todo el mundo quería saber? Al menos él había tenido la sinceridad de preguntarlo en voz alta.

–Me alegro, si eso es lo que quieres.

–Eso es lo que quiero, pero creo que a ella no le entusiasmaba. No estoy seguro de que deba seguir adelante con algo que Clarissa no aprobaría.

–No puedes basar tu vida en eso. Tienes que tomar tus propias decisiones. Ella no podría tomarlas por tí aunque estuviese viva. Es una tontería esperar que lo haga ahora que está muerta.

–Pero es su dinero.

–Supongo que ahora será el de sir George. Si a él no le molesta, no veo por qué tienes que preocuparte tú.

Observando los ávidos ojos que contemplaban desesperados los suyos, Cordelia sintió que le estaba fallando, que Simon buscaba en ella comprensión, algún tipo de seguridad, en el sentido de que podía tomar de la vida lo que necesitara y tomarlo sin remordimientos. ¿Mas no era eso lo que todos anhelaban? Una parte de ella sintió la tentación de decir: ya has tomado bastante. ¿Por qué resistirte ahora a tomar esto? Pero en cambio, declaró:.

–Supongo que si tienes mayor necesidad de tranquilizar tu conciencia que de ser un pianista profesional, lo mejor será que renuncies ahora mismo.

–No soy un gran intérprete y ella lo sabía -la voz de Simon sonó repentinamete humilde-. No entendía de música, pero lo sabía. Clarissa sabía oler el fracaso.

–Que seas buen o mal intérprete es otra cuestión. A mí me parece que lo haces muy bien, aunque en realidad no puedo juzgarte. Tampoco creo que Clarissa estuviera en condiciones de hacerlo. Pero los profesores de los colegios de música saben quién vale y quién no. Si consideran que merece la pena aceptarte, deben pensar que tienes al menos la posibilidad de hacer carrera en la música. Después de todo, ellos saben a qué competencia te enfrentas.

Simon recorrió la habitación con la mirada y luego dijo:.

–¿Le molestaría hablar un rato conmigo? Quiero preguntarle tres cosas.

–Estamos hablando.

–Aquí no, en privado.

–Estamos en privado. No creo que los demás entren. ¿Te llevará mucho tiempo?.

–Quiero que me diga qué le ocurrió, qué aspecto tenía cuando la encontró muerta. Yo no la vi, y me quedo en vela imaginándola. Si lo supiera no me resultaría tan espantoso. Nada es tan espantoso como lo que imagino.

–¿No te lo dijo la policía? ¿Ni sir George?.

–No me lo ha dicho nadie. Se lo pregunté a Ambrose, pero no quiso responderme.

Y la policía tendría motivos para guardar silencio acerca de los detalles del crimen, naturalmente. Pero ya habían entrevistado a Simon. Cordelia pensó que ya no importaba que lo supiera. Comprendía el horror de sus fantasías nocturnas, pero no había forma de presentar la brutal verdad con colores amables.

–Tenía la cara destrozada -dijo. Simon guardó silencio; no preguntó cómo ni con qué. Cordelia prosiguió-: Estaba pacíficamente tumbada en la cama, casi como si durmiera. Estoy segura de que no sufrió. Si lo hizo alguien a quien ella conocía, en quien ella confiaba, probablemente ni siquiera tuvo tiempo de asustarse.

–¿Su rostro era irreconocible?.

–Sí.

–La policía me preguntó si había cogido algo de una vitrina, un brazo de mármol., ¿Eso significa que creen que fue el arma homicida?.

–Sí. – Ya era demasiado tarde para lamentar haber entrado en el tema, y añadió-: Lo encontraron junto a la cama. Estaba…, parecía haber sido usado.

–Gracias -Susurró Simon, pero tan bajo que Cordelia apenas lo oyó…

–Dijiste que eran tres cosas -le recordó Cordelia un instante después.

Simon levantó la vista ansioso, casi agradecido por la interrupción de sus pensamientos.

–Sí, se trata de Tolly. El viernes, cuando fui a nadar mientras los demás recorrían el castillo, me esperó en la playa. Quería convencerme de que abandonara a Clarissa y me fuera a vivir con ella. Insistió en que podía hacerlo de inmediato, pues en su piso había una habitación que podía ocupar hasta que encontrara trabajo. Me dijo que Clarissa podía morir.

–¿Te dijo cómo o por qué?.

–No. Sólo que Clarissa pensaba que iba a morir y que la gente que lo piensa suele morir. – La miró a los ojos-. Y al día siguiente Clarissa perdía la vida. No sé si debo informar a la policía de lo ocurrido, de que ella me esperó y que me diio eso.

–Si Tolly tenía pensado matar a Clarissa, no te lo habría anticipado. Es probable que intentara comunicarte que no podías confiar en Clarissa, que ésta podía cambiar con respecto a ti, que quizá no siempre estuviera a tu lado.

–Creo que lo sabía, que lo adivinó. ¿Tengo que decírselo al inspector? ¿Es una prueba? ¿Se habrá dado cuenta de que le estaba ocultando algo?.

–¿Se lo has contado a alguien?.

–No. Sólo a usted.

–Tienes que hacer lo que consideres correcto.

–¡Yo no sé qué es correcto! ¿Qué haría usted si se encontrara en mi lugar?.

–No lo diría. Pero yo tengo mis razones. Si tú crees que debes decirlo, dilo. Si te sirve de consuelo, debo añadir que no creo que la policía arreste a Tolly sólo en virtud de ese testimonio, y no tienen ningún otro, al menos que yo sepa.

–¡Pero ella se enteraría de que yo se lo he dicho a la policia! ¿Qué pensaria de mí? No creo que después de algo así pueda volver a mirarla a la cara.

–Quizá nunca más tengas que hacerlo. No creo que siga al servicio de sir George ahora que Clarissa ha muerto.

–Entonces, en mi lugar, ¿se lo diría a la policía?.

A Cordelia se le acabó la paciencia. El día había sido largo, con el broche de oro de la espectacular aparición de Munter, y estaba fatigada, tanto fisica como psíquicamente. Además, no era fácil asimilar la obsesiva preocupación de Simon por sí mismo.

–Ya te he respondido. Yo no diría nada. Pero no soy tú. Se trata de una responsabilidad tuya, responsabilidad que no puedes delegar en otro. Supongo que habrá algo que seas capaz de decidir por tu cuenta. – Lamentó la acritud de sus palabras en cuanto las pronunció. Apartó la mirada de su semblante ruboroso y de sus perrunos ojos afligidos-. Disculpa. No tendría que haber dicho eso. Creo que todos estamos con los nervios de punta. ¿No querías hacerme una tercera pregunta?.

–No -murmuró Simon con labios temblorosos-. Nada más. Muchas gracias. – Se levantó y cerró el piano. Agregó serenamente, en un esfuerzo por recuperar la dignidad-:Si alguien pregunta por mí, estaré acostado.

Inesperadamente, Cordelia descubrió que también ella estaba a punto de echarse a llorar. Desgarrada entre la irritación y la piedad, despreciando su propia debilidad, decidió seguir el ejemplo de Simon. El día se había prolongado en exceso. Salió a la terraza, para dar las buenas noches. Las tres siluetas vestidas de negro estaban separadas, perfiladas contra la iridiscencia del mar, inmóviles como estatuas de bronce. Ante su llegada, se volvieron simultáneamente y Cordelia sintió la mirada concentrada de tres pares de ojos. Nadie se acercó ni habló. El silencio de aquel claro de luna le pareció casi de mal agüero. Mientras les daba las buenas noches, la idea que había intentado sofocar las últimas veinticuatro horas salió a la superficie con toda su desnuda y aterradora lógica: "En esta pequeña y solitaria isla estamos reunidas diez personas y una de ellas es un asesino".

.