Capítulo 3
Los resultados inmediatos
Mientras atrochaba por los prados, Vera se mantuvo bien alerta, aunque no encontró a nadie a la vista. Era de esperar: de haber habido alguien en las inmediaciones del laberinto, seguro que los gritos de Howard habrían llamado su atención. La joven no perdió tiempo en buscar ayuda en los jardines, sino que se apresuró todo lo rápido que pudo hasta la casa, donde al menos podría ponerse en contacto con la policía a través del teléfono.
Cuando —ya sin aliento debido al último acelerón que había dado— irrumpió en el recibidor, se lo encontró vacío. El lugar entero parecía desierto y en silencio. Por un momento pensó en buscar habitación por habitación, pero cambió de idea casi de inmediato.
«Tengo que mantener la cabeza fría —recalcó para sí—. No conozco las dependencias del servicio y perdería mucho tiempo si emprendo una busca y captura. Esta última carrera ha acabado conmigo y no estoy en forma para ir corriendo de acá para allá. Eso tendrá que hacerlo otra persona».
Entró a la estancia más cercana y llamó al timbre del servicio, sin levantar el dedo del botón en ningún momento. «Con esto deberían acudir lo bastante rápido».
A los pocos instantes, oyó pasos y apareció una de las criadas. Al ver el rostro asombrado de la mujer, Vera cayó en la cuenta del aspecto que debía de tener en esos momentos: desaliñada, sin aliento y sin zapatos.
—¿Se encuentra alguno de los hombres en la casa, Shelton? Rápido, no pierdas tiempo.
La criada se quedó mirando a la demacrada muchacha plantada delante de ella, como si en aquella extraña figura apenas pudiese reconocer a la fresca y graciosa señorita Forrest de la vida cotidiana.
—¿Qué le ha ocurrido, señorita? —replicó la sirvienta, sin responder a la pregunta.
—Han asesinado al señor Shandon. ¿Están el señor Stenness o el señor Hawkhurst por aquí? ¿O algún otro? Ve a buscarlos de inmediato, si es que hay alguien en la casa. —Seguidamente, como la criada parecía aún aturdida por la noticia, insistió—: ¿Es que no puedes hacer lo que te digo? ¡Corre! No hay tiempo que perder.
En la mente de Vera apareció la imagen del asesino regresando al laberinto y encontrándose con el indefenso Howard. Era poco probable, por supuesto, pero después de aquella tarde, se guardaría mucho de tildar nada de poco probable. La lentitud de la criada irritó los nervios alterados de Vera.
—¿Haces el favor de ir?
Sin embargo, para entonces la idea del asesinato había penetrado en la mente anodina de Shelton y produjo una reacción que Vera no había previsto.
—¡El señor Shandon asesinado y ese tipo acechando por los alrededores! No me atrevería nunca a salir de esta habitación, señorita. Podría estar en el recibidor ahora, esperándome. ¡Ah, no, no!
La mujer levantó la voz, histérica. Vera la miró cansada.
—¿Quieres gritar, Shelton? A lo mejor eso es lo más sencillo, después de todo. Lo haría yo misma si me quedase algo de aliento. Ven conmigo.
Vera se llevó a la muchacha histérica y salió hacia la puerta principal.
—Ahora, grita todo lo fuerte que quieras.
Shelton no había esperado a que le hiciesen esa sugerencia: ya estaba chillando todo lo alto que le daba la voz.
«Cualquiera que esté en la casa o cerca tiene que escuchar esto», se dijo Vera satisfecha, mientras Shelton seguía gritando.
—Bueno, esto servirá. ¿Podrías callarte ya? Quiero escuchar si alguien te ha oído.
Resultó ser más complicado detener el grito de lo que había sido ponerlo en marcha. Los chillidos pasaron a convertirse en un ataque de histeria grave, pero habían cumplido su propósito. De la parte de atrás de la casa salieron dos criadas en estado de pánico y, casi simultáneamente, Stenness, el secretario, bajó apresurado la escalera principal.
—¡Virgen del cielo, por fin un hombre! —dijo Vera aliviada.
Tras dejar a la histérica Shelton al cuidado de las otras criadas, Vera llevó a Stenness a la estancia más próxima y le hizo un repaso de la situación con el menor número de palabras que pudo. El hombre escuchó atento sin interrumpirla con una sola pregunta. Por sus modos serenos, cualquiera habría supuesto que el asesinato era el pan de cada día para él. Por otro lado, la calma del secretario tuvo el efecto de aliviar los nervios de Vera, que se habían agitado de nuevo ante el ataque de la criada. Cuando la joven hubo completado su narración, Stenness asintió como gesto de comprensión y salió de la habitación unos momentos. Al regresar, llevaba un vaso en la mano.
—Bébase esto, señorita Forrest. Necesitará algo para recomponerse. He mandado a una de las criadas a que haga sonar la campana en el patio del establo; así aparecerán un par de jardineros bastante pronto. Pensarán que se trata de un incendio, ya ve usted.
Stenness la convenció para que se sentara y luego se acercó al timbre de servicio para llamar. Pasó algún tiempo antes de que hubiese respuesta: por fin aparecieron Shelton y otra criada juntas, evidentemente aferradas la una a la otra para hacerse compañía.
—Suban a buscarle unos zapatos limpios y unas medias a la señorita Forrest. ¿Es que no ven que le hacen falta?
Cuando las dos mujeres se marcharon, Stenness se dirigió a Vera.
—No hay nada como mantenerlas ocupadas. Si no, las tendríamos a todas muertas de nervios.
El secretario miró la hora en el reloj que llevaba en la muñeca y pareció hacer un cálculo mental bastante intrincado que no lo dejó nada contento.
—Estará lo bastante segura aquí, señorita Forrest. Tengo que ir al teléfono a llamar a la policía y ponerles sobre aviso. Luego bajaré a sacar al señor Torrance del laberinto. ¿Se le ofrece algo más?
Vera negó con la cabeza y el hombre salió apresurado de la estancia. El teléfono lo tuvo ocupado muy poco tiempo y, a los pocos minutos, Vera lo vio por la ventana partir en dirección al laberinto, acompañado por uno de los jardineros. Se percató de que los dos hombres iban armados con escopetas. Empezó a admirar la eficacia de Stenness. Hasta el momento, lo había tenido por la clase de hombre cuya vida transcurría en la pura rutina y fue una leve sorpresa descubrir con cuánta competencia había actuado ante aquella emergencia. No había desperdiciado ni palabras ni tiempo: todo lo esencial se había llevado a cabo sin vacilación. Incluso reparó en los pies de Vera y pensó en mandar buscar zapatos y medias para ella.
Cuando las criadas trajeron las nuevas prendas, Vera aprovechó la oportunidad para hacerles una pregunta.
—¿El señor Stenness era el único hombre que había en la casa cuando regresé?
—Sí, señorita. La señorita Sylvia se llevó a su tío en el coche… Me refiero al señor Ernest. El señor Neville salió de la casa antes de que lo hiciera el pobre señor Shandon. Y el señor Hawkhurst había salido bastante antes. Lo vi pasar por la ventana, con la escopeta de viento en la mano.
Vera dejó de escuchar. Las palabras «escopeta de viento» se habían unido en su mente al recordar los golpetazos amortiguados oídos en el laberinto. Ese era el ruido que había escuchado: ¡el sonido sordo de un rifle de viento! Y el chirrido metálico era el rechinar del muelle cuando el asesino había recargado el arma. Sin embargo, reconocer los sonidos la dejaba aún más perpleja.
«Por supuesto, con una escopeta de viento se puede matar un conejo, pero a un hombre no, ni siquiera a quemarropa. Y pese a todo, estoy segura de que fue una escopeta de viento lo que oí. La habría reconocido de inmediato si no hubiese sido porque estaba demasiado agitada por cómo sucedieron las cosas».
Estuvo un tiempo rumiando el problema sin solventarlo, y al final lo desterró de su mente y empezó a disponer todo lo que creyó que había que preparar para cuando los hombres regresaran a la casa.
Entretanto, Stenness, acompañado por el jardinero, había emprendido el camino al laberinto. Cuando lo tuvieron a la vista, divisaron la figura de Howard Torrance saliendo de una de las entradas y mirando en la dirección en la que se encontraban ellos. Al reconocer al secretario, Howard se les acercó rápidamente.
—¿Has visto a la señorita Forrest, Stenness? ¿Se encuentra bien? —quiso saber en cuanto llegó a una distancia desde la que podían oírle.
—Ha sido ella quien ha ido a buscarnos —le explicó Stenness—. Está completamente agotada, por supuesto. Es natural. Pero no creo que vaya a sufrir ningún daño. He dejado a dos criadas con ella, por si acaso, aunque daba más bien la impresión de que esas mujeres se vendrían abajo antes que la señorita Forrest. —Howard asintió sin responder y Stenness continuó—: Ahora, será mejor que entremos en el laberinto y hagamos guardia junto al cuerpo hasta que aparezca la policía. Llegarán en breve.
Howard vaciló un instante.
—¿Seguro que sabes moverte por el laberinto, Stenness? ¿No te liarás? Es que ya me he quedado empantanado ahí una vez y no me apetece hacerlo una segunda.
—No hay peligro de que ocurra tal cosa. Tanto Skene como yo conocemos el laberinto palmo a palmo. El se encarga de podar los setos.
Aquello pareció apaciguar las dudas de Howard, que encabezó el camino hasta la entrada, aunque una vez allí, Stenness lo sustituyó.
—Mejor que vaya yo delante. Conozco el camino. Además, nunca se sabe. Puede haber alguien ahí dentro todavía.
Le dio unos golpecitos a la escopeta a modo de explicación de todo lo que pretendía decir y Howard aceptó.
—¡Perfecto! ¡Pues adentro!
Entraron en el laberinto: Stenness delante con el arma preparada, y Howard y el jardinero armado en la retaguardia. Durante unos minutos, caminaron en silencio por los corredores intrincados, mientras Stenness hacía un giro tras otro sin vacilar lo más mínimo.
«Ojalá me hubiese sabido yo esto de memoria como parece ser su caso. Habría sido una historia bien distinta entonces», reflexionó Howard, al percatarse de la aparente facilidad con la que el secretario se ceñía a su ruta.
De pronto, Stenness se detuvo abruptamente y con un gesto indicó a sus acompañantes que tuvieran precaución. Sus avezados oídos habían captado algo que a ellos se les había pasado por alto.
—Hay alguien moviéndose en el siguiente corredor. Esperen aquí. Me ocuparé de él —susurró el secretario.
Con el arma preparada, dobló de golpe la esquina del pasaje y los dos compañeros oyeron de inmediato una orden brusca del secretario.
—¡Manos arriba!
Cuando a su vez ellos doblaron la esquina, se encontraron al secretario apuntando con la escopeta a un extraño poco agraciado. El pelo rojizo, la desagradable boca —empeorada por un bigote irregular y descuidado—, la peculiar expresión vulpina y la ropa ostentosa: todo se combinaba para crear una mala impresión incluso a primera vista. Mientras aquel hombre permanecía de pie con las manos en alto delante del arma de Stenness, sus ojos se desplazaban de un rostro a otro, un poco con la expresión de una rata a la que mantienen a raya.
—Registre a este caballero, Torrance. A lo mejor va armado —dijo el secretario.
Howard cacheó al hombre metódicamente y sacó de un bolsillo una pesada pistola automática. Aparte de eso, no había más armas.
—Mire a ver si la han disparado —sugirió Stenness.
—Cargada del todo y nadie la ha disparado —informó Howard.
—¡Bien! Y ahora cuéntenos, joven, ¿cómo es que anda rondando por aquí?
—Estaba remando por el río y al ir acercándome he oído a alguien gritar como si le fuera la vida en ello, así que he subido. ¿Qué habría hecho usted, eh? Quedarse bien lejos, supongo. Luego entré en este rompecabezas para echar una mano. Y llevo aquí atrapado desde entonces. ¿Satisfecho?
—Yo no tengo nada que decir. La policía llegará pronto y se lo podrá explicar a ellos. Entretanto, va a venirse con nosotros. Skene, hazte cargo de nuestro amigo. Si intenta correr, vacíale el arma en las piernas. Venga, vamos.
De nuevo en la vanguardia del grupo, Stenness continuó su camino y al poco los había conducido a todos hasta uno de los centros del laberinto.
Howard Torrance entró tras él en el diminuto recinto. Sin embargo, nada más ver el lugar, protestó.
—Este no es el sitio en el que encontré el cuerpo. Debe estar en el otro centro.
Los hombros de Stenness bloquearon la vista durante un momento, pero casi de inmediato el secretario se hizo a un lado.
—En cualquier caso, aquí hay un cuerpo —dijo, avanzando mientras hablaba—. Es Roger Shandon.
—¡Roger! —exclamó Howard totalmente sorprendido—. El que yo encontré fue el cuerpo de Neville Shandon.
—Entonces han asesinado a los dos —indicó con frialdad Stenness—. Es obvio.
—Pero lo que yo oí sonó como un único ataque —protestó Howard.
Stenness se encogió de hombros.
—Eso lo tendrá que explicar la policía. Para qué trabajar si ya hay quien lo haga por ti. —Avanzó y usó su pañuelo para cubrirle el rostro al cuerpo—. Es Roger, claramente, y está muerto sin ninguna duda. Aquí no hay nada más que hacer. Vamos a probar con el otro centro. Skene, no hace falta que vengas. No le quites los ojos de encima a nuestro amigo hasta que volvamos.
El secretario llevó a Howard por los pasajes de nuevo y al poco entraron en el segundo centro del laberinto.
—Este es Neville Shandon, con toda seguridad —informó. La identificación había llevado algo más de tiempo porque el cuerpo estaba tumbado bocabajo—. No altere nada, Torrance. La policía a lo mejor es capaz de sacar algo en claro de aquí si dejamos las cosas como están.
Stenness, que se había arrodillado, se incorporó y se sacudió mecánicamente el polvo de los pantalones mientras hablaba. A Howard le impresionó la extraordinaria objetividad con la que el secretario había tratado todo aquel asunto. Uno habría esperado algún signo de emoción, de sorpresa como mínimo, pero Stenness había pasado por todo aquello sin mostrar la más ligera perturbación. Sin embargo, mientras reflexionaba al respecto, Howard se vio obligado a admitir que, después de todo, era lo más previsible. Según recordaba, Stenness siempre había sido cauto a la hora de mostrar cualquier tipo emoción. Probablemente, aquel solo fuese un ejemplo de normalidad llevada a un extremo que la hacía aún más patente. Stenness, sin ninguna duda, se enorgullecía de esa máscara de frialdad.
El secretario se agachó un momento sobre el cuerpo de Neville Shandon y le examinó la mano izquierda, que estaba apretada en torno a la hierba.
—Ahí hay un trozo de papel. Parece como si se lo hubiesen arrancado violentamente de la mano y se le hubiese quedado un pedazo en el puño. A ver qué se puede sacar de ahí sin tocarlo. —Se arrodilló y escudriñó el fragmento con mucho esfuerzo—. Puede que sean algunas de sus notas sobre el caso Hackleton. Logro leer bastante bien «Hackle…».
Howard no se molestó en mirar el papel de cerca.
—¿Y qué conclusión sacas? —quiso saber, mientras el secretario se ponía de nuevo en pie.
—¿Yo? No mucho. A lo mejor alguien intentaba poner a Neville Shandon fuera de juego mientras el caso Hackleton estaba abierto. Eso explicaría que se llevasen las notas. O a lo mejor fue alguien resentido con Roger. Tenía algún que otro enemigo. El otro día mismo llegó una carta amenazante de un caballero.
Howard digirió esas sugerencias en silencio durante unos momentos y a continuación planteó una objeción.
—Pero ¿crees que es probable que dos asesinos eligieran un momento idéntico para atacar? A mí me parece que dos crímenes simultáneos son toda una hazaña.
—¿Usted cree? —respondió el secretario en tono descuidado—. Así y todo, esta vez ha ocurrido.
Howard tuvo que admitir que era cierto.
Stenness miró la hora.
—Debería ir saliendo del laberinto. La policía llegará muy pronto y necesitarán un guía. Le llevaré de vuelta donde se halla Skene, si quiere.
Howard asintió y Stenness volvió a guiarlo a través de una maraña de pasajes.
—Aquí está el Cenador de Elena —dijo, señalando con la cabeza hacia la entrada—. Puede sentarse ahí hasta que traiga a la policía.
Howard observó la figura desaparecer doblando una esquina del corredor y luego giró sus pasos hacia la entrada al pequeño cercado en el que descansaba el cuerpo de Roger Shandon. Cuando entró, se sorprendió al ver a Skene de rodillas a los pies del seto, recogiendo claramente unos objetos pequeños.
—¿Qué estás haciendo, Skene? Creía que debías estar vigilando a nuestro amigo.
Skene se puso en pie, bastante malhumorado por haber recibido una reprimenda.
—Todavía no se ha escapado. Estoy entre él y la puerta.
Howard reconoció la verdad de ambas afirmaciones.
—¿Qué buscas escarbando en el seto? —continuó tras haberse disculpado.
Skene extendió la palma de una mano, llena de tierra, en la que descansaban unos objetos pequeños.
—Esta es la tapa de una lata, una de esas latas redondas. Y aquí hay algunos dardos que el señor Hawkhurst utiliza para disparar a las dianas con esa escopeta de viento suya. A ver, uno… dos… tres…
Contó laboriosamente hasta siete y dejó la mano abierta para que Howard lo confirmase.
—Ponlos sobre la tapa, Skene, y déjalos en algún sitio seguro. ¿Los has encontrado donde te he visto buscar?
—Justo ahí, entre las raíces del seto. Seguramente la otra parte de la caja esté ahí fuera, en el pasaje. Voy a echar un ojo.
—No te preocupes, Skene. Ten en cuenta que no debemos alterar nada hasta que llegue la policía. Si hay algo más, preferirán buscarlo ellos por su cuenta. Lo que tienes que recordar es que has encontrado esas siete cosas (recuerda, siete) en ese sitio concreto del seto. Será mejor que lo marques con un palito o algo así, para que sepas luego el punto exacto.
Al ver los dardos, a Howard se le había ocurrido algo. Se acercó al cuerpo de Roger Shandon y lo examinó con cuidado. No obstante, en lo que a las partes expuestas se refería, no encontró resto alguno de lo que iba buscando, y no tenía ningunas ganas de asumir la responsabilidad de alterar la postura del cadáver.
Cuando se puso de nuevo en pie, oyó el sonido de la bocina de un coche en la distancia.
—La policía, espero —le dijo a Skene—. Estarán aquí dentro de unos minutos. El señor Stenness ha salido para guiarlos por el laberinto.