Capítulo 11
Las teorías del Escudero
—Vamos a echarle otro vistazo al laberinto, Escudero, si no te importa hacer una parada allí.
Wendover asintió. Esperaba oír esa sugerencia.
—No parecías rebosar compasión por Shandon —comentó.
—El amigo Ernest me exaspera —admitió con sinceridad sir Clinton—. ¿Has visto alguna vez a un hombre en ese estado? Nunca he podido soportar ese tipo de cosas. —A continuación, como si sintiera que había sido demasiado duro con Ernest, añadió con indiferencia—: Claro que ha pasado media hora muy mala.
—Admiro cómo te refrenas con el lenguaje —dijo Wendover con una sonrisa—. De todos modos, Clinton, creo que estás siendo un poco severo con el pobre, entiéndeme. ¿Qué iba a hacer sino correr? Yo mismo habría corrido y no me habría hecho el tipo duro.
—Ah, y yo igual —reconoció el jefe de policía en tono despreocupado—. No han sido las carreras lo que me ha echado para atrás.
—Te refieres a que hay formas y formas de correr, por así decirlo, ¿no?
—Correcto. Fíjate en el caso de esa joven que estaba en el laberinto cuando se cometieron los asesinatos, la señorita Forrest, digo. Tenía el mismo derecho que Ernest a ponerse histérica. No diré que se mostrase fría como el hielo cuando la vimos, y no era de esperar tal cosa. Pero mantuvo los nervios controlados. No llegó después a la casa llorando en estado de pánico.
—No, eso es cierto —confirmó Wendover—. Esa muchacha valdría por doce Ernest Shandon si hiciera falta. Mantuvo la cabeza fría e hizo exactamente lo que había que hacer.
—Así es. No estuvo pensando todo el rato en su propio pellejo, como el amigo Ernest.
—¿Qué pasa con todo ese tema de Stenness? ¿Es simplemente una tontería que Ernest ha soltado en mitad de su ataque de pánico, o hay algo más?
—Ahí está el laberinto —lo interrumpió sir Clinton, cortándolo abruptamente—. Propongo que aplacemos el debate hasta esta noche después de la cena, Escudero. No quiero ninguna distracción durante los próximos minutos, si no te importa.
Entraron en el laberinto y avanzaron hacia el Cenador de Elena. Cerca de la entrada, Wendover se detuvo de repente y señaló el sendero a sus pies.
—Pero ¡bueno! ¡Mira, Clinton! Hay un trozo de hilo negro en el suelo.
Se agacharon y examinaron la fibra.
—Seda normal de costura sacada de una bobina, obviamente.
Sir Clinton no desveló nada más. Wendover creyó adivinar que aquello escondía otra cosa.
—¿No ves lo que es, Clinton? ¡El hilo de Ariadna! Es un hilo que el asesino debe de haber estado usando para encontrar rápido la salida del laberinto.
—Ya te demostré antes que el laberinto no tiene dificultad alguna una vez que has llegado al centro.
El Escudero tenía su respuesta preparada.
—Sí. Pero si fueses el asesino, tendrías que salir con prisas, ¿no? Y a lo mejor perdías la concentración. Cualquiera podría confundirse en ese estado de frenesí. Así que tomó la precaución de dejar el hilo hasta la salida, y no tenía más que seguirlo y enrollarlo al irse. Y esta vez un trocito se quedó enganchado en algún sitio… Mira, este extremo está liado en el seto… Entonces lo rompió y tuvo que dejarlo atrás. Cuando asesinaron a los Shandon, probablemente el criminal lograse enrollar el hilo entero y por eso no dejó rastro alguno.
—Suena plausible —comentó sir Clinton cortante—. También podríamos recoger la muestra, aunque en realidad no tiene nada de característica. Los trozos de hilo son todos casi iguales.
—Sherlock Holmes a lo mejor habría sacado más de ello —dijo Wendover, bastante resentido por el trato dado a su descubrimiento.
—Sin duda. Pero él no está aquí, ¿y qué podemos hacer nosotros? Nada más que avanzar a trompicones lo mejor que sepamos. Y eso es lo que estoy haciendo, Escudero.
Entraron en el diminuto cercado que era el Cenador de Elena y la mirada de Wendover se vio atraída de inmediato por un destello en la hierba, cerca de una de las sillas. Se acercó y recogió una petaca para cigarros plateada. Sir Clinton extendió la mano para que se la entregase y observó su exterior.
—Tiene un monograma grabado: «E. S.». Obviamente, es del amigo Ernest. Acuérdate de que mencionó que estaba fumándose un cigarro aquí. A lo mejor se puso la petaca sobre la rodilla y, cuando empezó la maratón para salvarse, se le cayó en un salto sin darse cuenta.
Sostuvo la petaca en la mano y pareció prestar una atención especial a un punto concreto. Al final, tomó una decisión y se dirigió a Wendover.
—Creo que no vamos a comentar nada de esto durante un par de días, Escudero. A lo mejor mando la petaca a Londres a que la examinen, a lo mejor. Aún no lo tengo claro. Pero de momento, no vamos a contar que la hemos encontrado. Entretanto, el amigo Ernest podrá sacar sus cigarros directamente de la caja. No será una gran adversidad para él.
—¿Crees que quizá el asesino la cogiese y que podrías obtener sus huellas de ahí? Es una superficie bien lisa.
Sir Clinton levantó la vista de la petaca con un brillo divertido en sus facciones.
—Quedas al mando del Departamento de Especulaciones, Suposiciones y Conjeturas de esta empresa, Escudero. Yo no soy más que un humilde empleado de la Sección Silencio y Mutismo, dirección telegráfica: «Bocacerrada».
Wendover aceptó la reprimenda tácita con una protesta.
—Bueno, vale, haz las cosas a tu manera. Se me había olvidado que no debía esperar nada de tu parte.
El jefe de policía envolvió con cuidado la petaca en su pañuelo y se la guardó en el bolsillo antes de hacer nada más.
—Creo que ahora será mejor que vayamos a echar un vistazo a la aspillera de nuevo —sugirió—. Aunque diría que es poco probable que haya cambiado demasiado desde la última vez que la vi. De todos modos, tengo la ligera sensación de que Sherlock habría encontrado algo allí y quizá tú seas capaz de verlo, aunque yo no pueda. Eso es lo peor del trabajo de un detective: hace falta buen ojo para los detalles y yo nunca lo he tenido.
Con un aire de profunda solemnidad, encabezó la marcha hacia el lado exterior del seto, se acercó a la aspillera y pasó un rato asomado a ella.
—No —admitió finalmente alicaído—, parece que está igual que cuando la vi la última vez. —Metió la mano en el hueco—. Ni siquiera hay un nido ni nada por el estilo —anunció desconsolado—. Ay, necesitamos a Sherlock, lo necesitarnos. El habría encontrado ceniza de tabaco o algo así, sin duda. Y yo no veo nada. Echa un vistazo tú, Escudero.
Bastante irritado por toda la burla, Wendover se agachó un poco y fijó la mirada en la aspillera. Tuvo que confesar que no veía nada que sugiriese lo más mínimo.
—¿No hay ninguna rama rota en el lugar donde el asesino pudiera tener apoyada la escopeta de viento? —preguntó sir Clinton—. Mira bien; vale lo mismo echar dos miraditas que una. Para una hora hay precios especiales, si quieres… ¡Aaaj! ¡Malditas arañas! Las telarañas estas están por todas partes, ¡qué cosa tan asquerosa!
Se frotó la mano contra el seto mientras Wendover sonreía ante el fastidio de su amigo.
—Merecido te lo tienes, Clinton. Así se te pasará la vena guasona.
El jefe de policía parecía absorto en quitarse los filamentos que le quedaban en la mano.
—Una pena que Sherlock no esté aquí —dejó caer en tono pesaroso—. Se hizo entomólogo o algo así al jubilarse. A lo mejor él sabría decirnos qué utilidad terrenal pueden tener las arañas.
—Mantienen a raya las moscas —dijo Wendover instructivo.
—Con que eso hacen… ¡Qué idea tan brillante! Ojalá se me hubiese ocurrido a mí. ¡Mantienen a raya las moscas!
—Cuando hayas terminado con las gracietas, a lo mejor podrías seguir con tu trabajo, Clinton. Se supone que deberías estar identificando asesinos, no dando charlas sobre insectos.
Sir Clinton abandonó de inmediato el tono burlón.
—Tienes razón. Habría que salir ya camino de la comisaría.
—¿No vas a hacer nada más aquí?
—No.
—¿Y si te traes al perro a ver si puede descubrir algo?
—El perro no tendría nada que hacer en este caso —sentenció su amigo—. Sería una pérdida de tiempo.
—Bueno, pareces tener las ideas más que claras al respecto —dijo Wendover, algo perplejo—. Supongo que eres tú el que sabe. Pero, en mi opinión, merecería la pena probar. Sir Clinton no dio respuesta alguna y se limitó a encabezar la marcha por el laberinto hasta el coche.
—Nos pasaremos por la comisaría de camino a casa, Escudero, si tienes a bien acercarnos hasta allí. Estoy a la espera de algunos informes. Y habría que mandar aquí a algunos hombres para que busquen cualquier cosa que se haya podido quedar atrás, aunque eso no es tan importante. Por cierto, supongo que a estas alturas ya sabes quién es el asesino, ¿no? —añadió el jefe de policía con indiferencia, ante lo que Wendover solo pudo expresar asombro—. En fin, has tenido todas las oportunidades posibles —concluyó sir Clinton sin aclarar nada más.
—Si sabes quién es, ¿por qué no lo arrestas de inmediato? —preguntó Wendover.
—Hay un abismo entre saber una cosa y poder demostrarla —respondió cauto el jefe de policía.
En la comisaría, sir Clinton bajó del coche y entró a hacerles unas preguntas a sus subordinados. Pasados unos minutos, estaba de vuelta con unos documentos en la mano y continuaron el camino hasta Grange.
—Tengo el tiempo justo de llamar a Ardsley antes de subir —afirmó sir Clinton al llegar.
A continuación, desapareció en dirección al teléfono. Wendover se percató de que en aquella ocasión el jefe de policía cerraba la puerta de la habitación tras él, en vez de dejarla entornada como había hecho otras veces. Así no se escaparía ni una palabra durante la conversación.
«Me pregunto qué se trae entre manos con ese Jack el Destripador frustrado. Bueno, a lo mejor me cuenta algo después de cenar», especuló intranquilo Wendover mientras subía a vestirse.
No obstante, cuando se hubieron acomodado en las butacas tras la cena, descubrió que sir Clinton, evidentemente, pretendía invertir los papeles.
—En fin, Escudero, tú no tienes ninguna limitación por secreto profesional. ¿Qué has deducido de todo el asunto hasta el momento?
—Ya veo. Yo voy a hacer de Watson y luego tú demostrarás lo ridículo que soy. No me entusiasma la idea.
El jefe de policía se apresuró a tranquilizarlo.
—No pienso burlarme de ti simplemente por gusto de hacerte sentir incómodo, Escudero. De verdad que sería de gran ayuda si pudiera ver las cosas desde otro punto de vista distinto. Sabe Dios que no soy infalible, y a lo mejor tú das fácilmente con algo que arroja una nueva luz sobre las cosas y me ahorra cometer un error enorme.
La evidente sinceridad de esa declaración bastó para aplacar a Wendover. Había estado meditando mucho sobre el caso Whistlefield y tenía la sensación de que, pese a no poder sugerir una solución demostrable al misterio, al menos sí era capaz de ofrecer una cantidad considerable de juicio crítico que imponer a las evidencias disponibles.
—Las cosas a las que tenemos que dar respuesta son, en primer lugar, el asesinato de los dos Shandon —empezó—; en segundo, el robo; en tercer lugar, el ataque contra Ernest Shandon; y por último, el llamado «olor a chamusquina» del cheque.
—Correcto —admitió sir Clinton—. Pero supongamos que dejamos fuera el asunto del cheque por el momento. En realidad, no sabemos todavía nada definitivo al respecto.
A Wendover no le satisfizo esa condición.
—A mí me parece un elemento esencial en todo el esquema. Déjame que plantee el caso tal y como yo lo veo. Hackleton está detrás de todo el asunto, eso lo asumo, pero se ha estado sirviendo de un esbirro, que ha ido más allá de las instrucciones de Hackleton y ha estado actuando por su cuenta hasta cierto punto. Creo que así encajan todas las piezas del caso.
El jefe de policía parecía inclinado a discutir esa conclusión, pero se contuvo y se limitó a asentirle a su anfitrión para que continuase.
—Creo que sé cuál es tu objeción —prosiguió Wendover—. Querías haber dicho: «¿Por qué mataron a los dos Shandon cuando la única muerte esencial para Hackleton era la de Neville?». Sin embargo, hay una explicación muy plausible para eso. A un hombre no se le puede colgar dos veces. Por tanto, si alguien decide cometer un único asesinato, bien puede decidir cometer dos. El castigo es el mismo sea cual sea la cantidad. Y si puede cometer dos con igual impunidad (como en el laberinto), ¿acaso no se le habría podido ocurrir que dos asesinatos serían un problema más difícil de resolver que uno solo, en estas circunstancias en concreto? ¿No es el doble asesinato lo que está planteando el mayor problema? Por supuesto que lo es. Si hubiesen asesinado solo a uno de los Shandon, habríamos sabido de inmediato en qué línea buscar. Pero ahora mismo no lo sabemos. ¿Por qué no iba a haber reparado el asesino en ese mismo aspecto y aprovecharlo?
Sir Clinton asintió.
—Eso es ingenioso, Escudero. Y no estoy siendo irónico.
—Yo me decantaría por esa solución, más que por las otras posibles. Si la desearlas, tienes que asumir que dos asesinos independientes, usando el mismo método poco común, eligieron actuar de forma simultánea. Las probabilidades de que ocurriera tal cosa son remotísimas. Otra alternativa es que creas que hubo dos asesinos trabajando en colaboración y que los dos pensaron que tenían delante a la víctima correcta. Pero no termino de tragarme la idea de que fuese un asunto colaborativo. La tercera solución es que el asesino confundiese a un hermano con el otro, que matara primero a Roger y luego tuviese que matar a Neville para cumplir con las instrucciones que le habían dado. Quizá solo contara con una descripción general de Neville Shandon para empezar y se equivocase de persona.
—No tengo claro que Hackleton hubiese dejado un vacío así —lo interrumpió sir Clinton—. Habría sido fácil hacerse con un retrato de Neville para dárselo al asesino. Pero no merece la pena discutir sobre ese punto. El asesino conocía bien a los dos Shandon de vista. En eso voy sobre seguro.
—¿Quieres decir que el asesino era alguien cercano? ¿Cómo lo has descubierto?
—No voy a decírtelo de momento, Escudero. Disculpa por hacerme el misterioso y andar con estas historias, pero no me queda otra.
Wendover sencillamente desconfió de esa afirmación.
—Si fue cosa de alguien cercano, ¿qué era entonces el hilo negro? El hilo que encontramos en el laberinto no hace ni un par de horas.
El jefe de policía cerró los ojos como si pensara profundamente.
—Sí, claro, ¿qué era ese hilo de seda? —dijo en tono profético. Se reacomodó de repente en el asiento y sonrió a Wendover—. Diría que era un hilo del que tirar.
—Al cuerno con tus burlas —estalló el Escudero—. No pienso seguir, si vas a convertir todo el asunto en una farsa.
Sir Clinton se disculpó.
—Perdona. Has entendido mal lo que he dicho. Pero no perdamos el tiempo con eso. Por favor, continúa, Escudero.
Solo apaciguado en parte, Wendover prosiguió con su análisis.
—Lo siguiente es el robo. Obviamente, se trataba de obtener algún documento que pertenecía a Neville Shandon. ¿Te acuerdas del fragmento de las notas del interrogatorio que le encontramos en la mano? Consiguieron parte de sus papeles, pero claramente sospechaban que podía tener otras notas. Así que asaltaron la habitación para ver si podían encontrar algo más.
En esa ocasión, sir Clinton no mostró deseo alguno de criticar.
—¡Correcto! En vista de las apariencias, el robo y el asesinato de Neville Shandon encajan. Pero el problema es que la ejecución del robo demostraría que iban detrás de Neville, y eso hace del asesinato de Roger algo inútil como maniobra de despiste. Simplemente quería señalar ese escollo. No pretendo hacer una crítica, Escudero.
Wendover pensó durante unos minutos en silencio. A continuación, emitió una respuesta.
—Los dos asesinatos formaban parte de un plan prediseñado, como he sugerido antes. Pero después el asesino descubrió que no había conseguido los documentos completos, y tenía que hacerlo si era posible. Así que se arriesgó a que el robo destapara todo el pastel.
Sir Clinton admitió la posibilidad de que ese hubiera sido el caso.
—Pero ¿y el ataque contra Ernest Shandon? ¿Cómo encaja eso?
—¿Qué más le da un asesinato más o menos a un hombre que ya tiene dos a sus espaldas? El ataque contra Ernest pudo ser otra maniobra de despiste más, sencillamente, como el asesinato de Roger Shandon. Supongamos que hubiesen alcanzado a Ernest esta tarde, ¿no habría embrollado eso aún más el asunto?
—Lo admito, claro. Y la verdad es que al amigo Ernest no se le habría echado mucho de menos. ¿Es esa tu teoría completa sobre el caso?
Wendover albergaba serias dudas sobre si exponer su segunda opción.
—Pudo haber sido una inocentada, claro está. Alguien con un sentido del humor bastante viciado que le tuviese algún resentimiento a la criatura y, sabiendo que era un absoluto cobarde, buscara alterarlo sin pretender hacerle ningún daño de verdad, usando solo una escopeta de viento normal. —Miró a sir Clinton con recelo—. Tú mismo mostraste poca preocupación por él, me pareció. En el momento pensé que te lo estabas tomando en cierto modo como una inocentada.
—Una inocentada de las buenas —dijo sir Clinton, sin dejar que ningún matiz asomase a su voz al hacer el comentario.
—Ahora podemos pasar a la identidad del esbirro de Hackleton —prosiguió su amigo—. Dices que se trataba de alguien que conocía el aspecto de los Shandon. Debe de haber sido una persona con permiso para moverse a voluntad por los terrenos de Whistlefield, o bien alguien que llegase a la orilla del río. Eso limita las posibilidades muy considerablemente. Roger Shandon no propiciaba que los extraños merodeasen por su finca. Los jardineros tenían órdenes de echar a cualquiera que entrase allí, a no ser que fuesen a subir a la casa por negocios. Por lo que se sabe hasta ahora, ningún extraño ni vecino estuvo en sus tierras, salvo Costock. Me crucé con uno de los jardineros y eso me contó.
Sir Clinton no dudó a la hora de confirmarlo.
—Eso coincide con lo que mis hombres han podido deducir.
—Entonces, quedamos reducidos a las personas de la casa, al personal de la finca y a Costock.
—Continúa —lo animó su amigo.
Wendover se sacó un cuaderno del bolsillo y consultó algunas cifras que había apuntado mientras escuchaba los testimonios originales.
—Analizando los hechos tal y como los conocemos, queda claro que Neville Shandon no pudo haber llegado al laberinto antes de las tres y treinta y siete de la tarde, y el segundo asesinato se había efectuado antes de las cuatro y cinco de la tarde. De hecho, en realidad, según las horas hay todavía menos margen, ya que el cuerpo de Neville lo encontraron a las tres y cincuenta y dos y probablemente para entonces los dos estuviesen muertos.
—Creo que eso se puede demostrar bastante bien gracias al testimonio de Torrance —admitió sir Clinton.
—Significa entonces que el asesino salió del laberinto en algún momento no mucho antes de las cuatro en punto, dado que la señorita Forrest lo oyó en el laberinto después de que Torrance encontrase el cuerpo de Neville a las tres y cincuenta y dos.
—Es lo más probable, a la vista de los datos.
—Así pues, si alguien se encontraba en una situación que le impidiese estar en el laberinto a las cuatro, esa persona quedaría descartada.
—Cierto.
Wendover sacó de un aparador un mapa del distrito de la agencia cartográfica nacional, la Ordnance Survey.
—Vayamos repasándolos uno a uno para ver si podemos fijar sus ubicaciones durante la tarde.
—En eso puedo ayudarte. Tengo la mayoría de los datos en los informes policiales. Esa información precisamente está muy trabajada.
El Escudero asintió y empezó sin más.
—Sylvia Hawkhurst. Estaba fuera de visita, ¿no?
—Sí. Ella y el amigo Ernest salieron de la casa en el coche sobre las tres y dieciocho. A las cuatro menos cuarto, justo cuando se produjeron los asesinatos, la señorita Hawkhurst se encontraba en una tienda comprando cordones. Eso descarta toda posibilidad de que hubiera usado el coche para regresar al laberinto en el momento crítico. Después de eso, visitó a unos amigos y se quedó con ellos hasta que volvió a casa, pasadas las seis.
—¿Y Ernest Shandon?
Sir Clinton sonrió.
—La señorita Hawkhurst lo dejó en la entrada este al salir. Hasta ese punto hay unos cuatro kilómetros y la joven afirma que condujo a unos veinticinco kilómetros por hora; es una carretera estrecha, acuérdate. Eso significa que dejó a Ernest en la entrada este sobre las tres y media. De ahí al laberinto hay tres kilómetros mal contados. Al amigo Ernest le habría costado un poco recorrerlos en quince minutos, ¿no? Y tampoco es que sea un gran corredor, a juzgar por su estado de esta mañana. De hecho, su historia la confirma plenamente otra prueba: mis hombres interrogaron al conductor de un carro de correos. A las cuatro y veinte, se encontró con Ernest sentado en cuclillas junto al camino, a poco más de un kilómetro y medio por la carretera pública a la que conduce la entrada este. Es un punto en el que hay algunos árboles, fácil de identificar. El amigo Ernest estaba allí con la bota quitada, maldiciendo el clavo que le había hecho daño.
Wendover miró el mapa.
—Eso lo excluye. Veo los árboles. Son los únicos que lindan con la carretera en ese tramo. ¿Y qué hay de Arthur?
—Solo contamos con su palabra sobre cuáles fueron sus movimientos. Sin duda, salió hacia el bosquecito, pero es lo único que podemos afirmar.
El Escudero examinó el mapa una vez más.
—El bosquecito está a solo un kilómetro y medio del laberinto en línea recta. Podría haber atrochado y salir de nuevo, y nadie habría sabido nada. Tenía toda la tarde para cumplir la tarea. —El rostro se le ensombreció—. Por algún motivo, no creo que él fuese el responsable, Clinton.
Sir Clinton no le dio ninguna respuesta directa.
—Es poco probable que Hackleton lo eligiese a él como esbirro, en cualquier caso —comentó.
—Bueno, sigamos. ¿Qué pasa con los jardineros?
—Dos de ellos estuvieron toda la tarde trabajando en un campo, más o menos a kilómetro y medio del laberinto. Se absuelven el uno al otro.
—¿Y el tercer jardinero que se encontraba en la finca ese día, el tal Skene?
—Su historia es que estuvo trabajando en el huerto, cerca de la casa. No hay evidencia que lo contradiga.
—¿Y las criadas? ¿Y el chófer?
—Todos han dado cuentas. No tenían nada que ver con el asunto.
—¿Y Stenness?
Wendover miró intensamente a sir Clinton cuando sacó a relucir el nombre del secretario, pero el jefe de policía no mostró ningún signo especial de interés.
—¿Stenness? Stenness estaba sin duda en la casa a las cinco menos veinte, ya que la señorita Forrest lo vio al regresar.
—Entonces, habría tenido tiempo de sobra para estar en el laberinto en el momento crítico y volver a la casa mientras Torrance y la señorita Forrest daban vueltas por el laberinto, ¿no es así?
—Así es —admitió sir Clinton con seriedad.
—Habría sido el esbirro ideal para Hackleton —continuó Wendover—. Y si Ernest no ha armado un revuelo por nada (cosa siempre plausible, claro), valdría la pena vigilar a Stenness.
—Lo están vigilando —le aseguró el jefe de policía y seguidamente pareció lamentar su confidencia.
De todos modos, Wendover se aferró de inmediato a esa afirmación.
—¡Ajá! ¡Así que después de todas tus críticas parece ser que crees en mi teoría original!
—He olvidado cuál era a estas alturas —admitió sir Clinton—. ¿Cuál era?
El Escudero estaba bastante molesto.
—En el momento, te burlaste de ella. Lo que dije fue lo siguiente: supongamos que Hackleton contrató a un hombre para que pusiera a Neville Shandon fuera de juego. Tú dices que fue alguien de dentro, según algunas pruebas que no me has desvelado. Muy bien. Si ha sido un hombre de dentro, podría haber tenido acceso a los documentos privados de Roger Shandon, a su talonario y demás. Cuando lo contrataron para lo de Neville Shandon, quizá decidiera hacer un trabajo adicional de falsificación y encubrirlo con el segundo asesinato. Dos asesinatos salen igual de baratos que uno en lo que a pagar por ellos se refiere y el asesinato de Roger ha confundido considerablemente la vía de investigación. Solo es cuestión de identificar al hombre que pudiera haberlo hecho todo sin desviarse demasiado de su camino ni llamar la atención.
Sir Clinton había estado escuchando interesado la exposición de Wendover.
—Está todo muy bien planteado, sin duda —concedió el jefe de policía—. Se sostendría si encajasen todos los hechos que conoces, Escudero, pero por desgracia estás dejando sin explicación el más interesante de todos.
—¿Que es…? —preguntó Wendover, con cierta aspereza.
Se sintió irritado al descubrir que había pasado algo por alto.
—Pues es el hecho más interesante de todos —le aseguró sir Clinton en tono insulso; y a continuación, cambiando de voz, añadió—: Y eso es todo lo que puedo decir ahora mismo, Escudero. No tengo ningún fallo que señalar en tu razonamiento. Cuadra a la perfección. Pero a veces la mente humana está hecha para asumir conexiones que no existen en la naturaleza, no sé si me sigues. Tenemos un deseo instintivo de encontrar asociaciones entre grupos de fenómenos y a veces nos engañamos a nosotros mismos pensando que hay una relación cuando en realidad solo se trata de un caso de simultaneidad.
—Has estado leyendo uno de esos manuales baratos últimamente, ¿no? —dijo Wendover con desconfianza—. Cómo ser filósofo en diez minutos, o algo por el estilo. Toda esa charleta sobre la simultaneidad y los fenómenos y las asociaciones la has sacado de ahí. A mí no me engañas con ese halo de erudición.
—Bueno, no te deslumbraré con más fragmentos. Volvamos a nuestro tema. Sigue con tu lista.
—El joven Torrance —continuó Wendover—. Sería plausible como esbirro. No conozco su situación económica. Por lo que yo sé, a lo mejor está sin blanca, dispuesto a aprovechar el cebo en efectivo que podría haber ofrecido Hackleton, que sería bastante enjundioso. El joven Torrance fue la persona que le propuso hacer ese juego en el laberinto a la señorita Forrest. Eso le daría una excusa razonable para estar allí en ese momento en concreto, y además le aseguraría deshacerse de la supervisión de la muchacha en el instante crítico. ¿Se te habría ocurrido una artimaña mejor de haberlo hecho tú?
—No. Dudo que lo hubiera conseguido —admitió con sinceridad sir Clinton.
—Y pensemos en otra cosa —continuó el Escudero en su línea de razonamiento, con mayor interés—. ¿Qué evidencias tenemos de que hubiera un tercer individuo en el laberinto? Las afirmaciones de Torrance, pero si él era el asesino, por supuesto habría insistido en que había una tercera persona; y la historia de la señorita Forrest de oír a alguien correr por el laberinto, pero podría haber sido el propio Torrance. Acuérdate de que a la muchacha le costaba mucho distinguir la dirección de la que venían los sonidos estando allí.
—Esa es una teoría que resultaría complicado desbancar, Escudero, si consigues explicar un detalle: ¿qué hizo Torrance con la escopeta de viento tras acabar con ella? No hallaron ninguna escopeta de viento en el laberinto después de aquello. El asesino se deshizo de ella de algún modo.
—No le veo mucha dificultad a eso —señaló de inmediato Wendover—. Fíjate en el tiempo que pasó la señorita Forrest yendo de un lado para el otro en el laberinto, incapaz de encontrar la salida. Si Torrance conocía el laberinto, fácilmente podría haberse abierto camino, salir hasta la ribera, arrojar el arma al agua y correr de vuelta al laberinto antes de que la muchacha notase su ausencia. —Se quedó pensativo un momento antes de añadir—: De hecho, no veo por qué no podría haberse deshecho del arma en el intervalo entre el último asesinato y el momento en el que dio la alarma, el momento en el que gritó que había encontrado el cuerpo. —Volvió a hacer una pausa. A continuación, un destello de perspicacia arrojó nueva luz al caso—. Y eso, por supuesto, explicaría lo del hombre que corría. Torrance iría apresurado hasta la ribera y de vuelta lo más rápido que pudiese, ya que lo esencial sería deshacerse del arma antes de que nadie se lo encontrase en el laberinto.
Sir Clinton había abandonado todo aire de superioridad en su juicio crítico.
—Eso sí que es ingenioso, Escudero. No debería sorprenderme que tu teoría llegue a la raíz de toda la historia… En uno o dos puntos, al menos.
Curiosamente, el comentario del jefe de policía produjo un cambio absoluto en la perspectiva que Wendover tenía en la cabeza. Había atacado el caso Whistlefield con todo el entusiasmo del principiante irresponsable. El misterio se había apoderado de su imaginación y Wendover se había arrojado a la búsqueda de una solución con unas ansias de las que apenas se daba cuenta. No sentía más responsabilidad que si hubiese estado siguiendo las pistas en un relato de detectives. Ni siquiera los personajes implicados en el caso lograban aportarle un trasfondo emocional en especial. Nunca había sido íntimo del clan Shandon y a algunos de ellos apenas los había visto antes de que se produjera la tragedia. En consecuencia, pese a usar los nombres reales de las diferentes personas implicadas en la historia, estos no tenían para él mayor importancia que si se hubiese referido al señor X o al señor Y. La atmósfera en la que había trabajado había sido la de un dilema de ajedrez, más que la de un asunto de la vida real.
En esos momentos, ante el cambio de actitud de sir Clinton, Wendover captó un aspecto nuevo. Parecía que la línea de pensamiento que había sugerido podría conducir a algo definitivo. Ya no se trataba de un caso de especulación vaga sobre la criminalidad del señor X o la culpabilidad del señor Y. En vez de eso, era una cuestión de si Howard Torrance, un joven bastante decente, iba a verse con una horca al cuello una de esas preciosas mañanas. Sus suposiciones personales podrían ser el punto de partida para una nueva línea de averiguaciones. Le sobrevino con cierta opresión el hecho de que, en su posición con respecto a sir Clinton, sus especulaciones pudieran tener una utilidad práctica. Dada su situación, no se trataba de una posición de tanta irresponsabilidad como él había supuesto.
Sin embargo, llegados sus pensamientos a ese punto, a Wendover se le ocurrió una idea nueva.
«Clinton ha dicho que sabía quién era el asesino, así que mis especulaciones no importan mucho, pero habría sido mala cosa que hubiera dirigido las sospechas contra el joven Torrance. El muchacho lo habría tenido muy difícil para exculparse, si Clinton hubiese asumido esa línea de investigación».
El jefe de policía interrumpió sus pensamientos en ese momento.
—Supongo que de la señorita Forrest no sospecharás, ¿no?
En lo que a Wendover respectaba, el juego había perdido toda la gracia, pero parecía que sir Clinton no había captado ni un indicio de ello, así que continuó avanzando en la lista.
—Entonces, eso solo deja a Costock —señaló.
—No creo que Costock lo hiciera —declaró Wendover. Se sintió con ganas de desviar las críticas al otro campo—. ¿Qué tienes en contra de Costock? ¿Puedes aportar alguna evidencia que demuestre que podía acceder al curare? ¿O que tenía una escopeta de viento? ¿O incluso que estaba en el laberinto en el momento de los asesinatos?
—Si esa es tu línea, no diremos nada más al respecto —comentó sir Clinton, con un gesto evasivo—. Yo me ocuparé de Costock. Pero queda un nombre más: Ardsley. Será mejor que a Ardsley me lo dejes a mí, Escudero. Tienes demasiada tendencia a ofuscarte con ese individuo. No podrías ofrecer una opinión imparcial sobre él aunque lo intentases.
—¿Cuentas con alguna prueba de sus movimientos de esa tarde? —preguntó Wendover someramente.
El jefe de policía también parecía haberse cansado del asunto.
—Cuando todo esté aclarado, creo que verás el nombre de Ardsley en un lugar muy prominente del caso Whistlefield. Pero en estos momentos no estoy preparado para decir exactamente cuál terminará siendo al final su papel en toda la historia.
Wendover se sintió más que complacido al dejar el tema reposar en ese punto. La especulación irresponsable es una cosa; la especulación que puede conducir a una sentencia de muerte es algo bien distinto. ¿Y si su ingenioso razonamiento —tenía que admitir que una parte era ingeniosa— llevaba a una conclusión equivocada? No lo había visto desde ese ángulo en ningún momento. Estaba muy bien que Clinton se dedicara a teorizar. Era su trabajo encontrar al criminal y condenarlo. Sin embargo, Wendover había empezado a sentir que no era muy apropiado que un principiante se inmiscuyese y metiese mano. Y es que ya había lanzado sospechas a la ligera contra varias personas y obviamente algunas de esas sospechas, cuando menos, eran infundadas. Adoptó la determinación de que, en el futuro, se mantendría fuera del terreno de juego.
De todos modos, quedaba un aspecto relacionado con el caso Whistlefield que le causaba muchísima perplejidad y no arrojaba sospechas contra nadie. Decidió aclararlo si era posible.
—Hay una cosa en la que he estado pensando —comenzó—. ¿Por qué fingiste olvidar los dardos en la repisa de la chimenea del museo, cuando desde el principio te los habías dejado allí deliberadamente? Representaste muy bien tu papel, Clinton. Te quedaste conmigo por completo en el primer arrebato. Pensé que te habías enfadado de verdad por un error real. Pero cuando tuve tiempo de pararme a pensar, vi claramente que lo habías hecho a propósito. No eres del tipo de personas que comete errores estúpidos de esa clase.
Sir Clinton abandonó de repente sus reservas.
—Ahora no estoy fingiendo, Escudero, hablo con toda sinceridad —dijo en tono serio—. Me he jugado el caso entero con ese asunto. No estoy en posición de decirte cómo ni por qué en estos momentos, pero no le sueltes ni una sola palabra a ninguna criatura viviente, pase lo que pase. Pase lo que pase.
En ese instante, Wendover vislumbró una faceta del carácter de sir Clinton raras veces perceptible. Y eso lo convenció, sin mayores argumentos.
—Muy bien. Nadie lo sabrá por mí.
—Quizá te resulte muy complicado morderte la lengua, Escudero, pero confío en ti. La tentación probablemente sea muy fuerte más pronto que tarde. Y espero lo mejor, pero te advierto también que cuento con presenciar cosas muy feas en Whistlefield antes de que salgamos de toda esta historia. No he podido evitar verle el lado gracioso al tema de Ernest Shandon, pero el siguiente quizá ya no tenga tanta gracia. Créeme cuando te digo que la tragedia flota en el aíre, esperando su oportunidad para entrar. Así que, pase lo que pase, repito, mantén la boca bien cerrada. Eres el único que fue capaz de ver que yo estaba actuando en aquel tema. Nadie de Whistlefield sabe nada sobre mí. Me han tomado por un torpe idiota. Y eso es precisamente lo que pretendía.