Capítulo V
Dalamachia

Al despertar, los ojos de Sinuhé quedaron prendidos en aquel sol. Jamás había visto algo igual. Su contemplación resultaba singularmente agradable. En lugar de dañar la vista, aquel majestuoso disco negro —situado prácticamente en el cenit— permitía una dilatada observación. Sus rayos, igualmente negros, se derramaban por todo el firmamento. Sin embargo, a una considerable distancia del suelo, la oscura luminosidad procedente del extraño sol parecía desaparecer o detenerse o transformarse. No hubiera podido precisar a qué altura se registraba dicho fenómeno, pero el caso era que, a partir de dicho punto, la negra radiación solar cambiaba o se extinguía, dando paso o siendo sustituida por una claridad amarillenta. Sus propias ropas, sus manos, todo se hallaba teñido por aquella luz alimonada. Y fue en ese instante, al contemplar su cuerpo, cuando advirtió que se encontraba tendido sobre una arena igualmente amarilla. Al palparla, identificó el lugar con un desierto o, quizá, con alguna playa. Y cuando se disponía a incorporarse, una mano acarició sus cabellos, al tiempo que una voz muy familiar se propagaba clara y dulcemente en el interior de su cabeza.

—Ya vuelve en sí.

Al sentarse sobre la arena, descubrió a su espalda a Nietihw. Permanecía de rodillas, sonriente y con la diadema de letras ciñendo su frente y cabellos. Pero algo había cambiado en su compañera… Bajo la túnica —que había trocado su azul por el amarillo que parecía llenarlo todo—, Sinuhé observó con perplejidad un cuerpo «vacío» y transparente. En lugar de las vísceras y órganos internos normales en todo ser humano, la mujer presentaba una compleja red de delgados vasos, igualmente transparentes, por los que circulaban millares de diminutas burbujas de todos los colores. Estos tubos, a la manera de arterias, venas y capilares, partían del centro del tórax, repartiéndose y ramificándose por la totalidad del organismo de Nietihw. Sinuhé cerró los ojos.

—¡Dios mío! ¿Es que estoy soñando? Aquél pensamiento tuvo una fulminante respuesta. La voz de su amiga volvió a sonar en el fondo de su cerebro: —No, Sinuhé… No se trata de un sueño.

Era la primera vez que su compañera le llamaba por su nombre secreto. Y Sinuhé abrió los ojos, desconcertado. Nietihw, sin abandonar su cálida sonrisa, señaló su cuerpo, transparente como el cristal y aparentemente vacío, añadiendo—: No te alarmes. La misión que nos ha sido encomendada requiere que mi anterior y denso cuerpo físico sufra una variación temporal… Esto que ves, apuntó Nietihw hacia el interior y el centro de su pecho, no es otra cosa que un circuito vital por el que circulan antídotos complementarios de las corrientes de Vida del sistema al que pertenecemos… —Aproximó su rostro al punto señalado por Nietihw y descubrió, en el lugar que lógicamente debería haber ocupado el corazón, los tres conocidos círculos concéntricos, emblema de Micael, y de los que, precisamente, arrancaban los vasos más gruesos de aquel fascinante circuito vital.

—… No es igual —prosiguió la mujer sin despegar sus labios—, pero guarda una cierta semejanza con los cuerpos moronciales o de los resucitados y de los que tú, precisamente, ya me habías hablado. La sustancia moroncial es mucho más sutil que ésta, aunque la estructura de dichos cuerpos resulta idéntica a la que aquí ves: los aparatos circulatorio, digestivo y respiratorio (como puedes observar) no existen en los cuerpos moronciales. No se necesitan después de la muerte física. En su lugar, los ángeles resucitadores proporcionan a los humanos evolucionarios estos cuerpos temporales, alimentados de una vida, que puede ser eterna, merced a estos circuitos vitales. Maravillado, Sinuhé siguió el continuo y lento circular de los millares de diminutas burbujas coloreadas, que eran expulsadas sin cesar desde los tres conductos concéntricos, repartiéndose a través de cientos —quizá miles— de aquellos milimétricos vasos, de una transparencia sin igual. Pero, de pronto, el reportero retrocedió asustado. Examinó sus ropas y cuerpo y, al comprobar que su organismo conservaba la estructura de siempre, no pudo evitar un pensamiento que le llenó de espanto.

—Entonces, ¿has muerto?…

Nietihw recibió la amarga duda de su amigo con una comprensiva y más amplia sonrisa.

—No, Sinuhé… Sencillamente, y sólo mientras dure nuestra misión, el poder de Ra ha fortalecido mi espíritu, variando mi esencia corporal.

—¿Por qué? —preguntó nuestro hombre, que no acertaba a entender lo que estaba sucediendo. Y antes de que Nietihw llegara a responder, formuló una segunda pregunta—: ¿Y por qué mi cuerpo no ha sufrido transformación alguna? Las lógicas preguntas de Sinuhé iban a quedar en el aire. Porque, súbitamente, la luz amarillenta que lo inundaba todo desapareció…

Fue un cambio brusco. La atmósfera tenue y alimonada que les envolvía fue invadida por otra coloración verde, tan sutil como la anterior. Y los cuerpos, vestimentas y la arena de aquel paraje quedaron impregnados de un tinte esmeralda. Sinuhé levantó los ojos hacia el sol negro, comprobando cómo las profundidades de aquel firmamento desconocido seguían teñidas de tinieblas. Por debajo, sin embargo, la radiación —ahora verdosa— mantenía su increíble forma de paraguas lumínico. Fue en esos instantes, al incorporarse, cuando divisó el mar.

Consternado, giró sobre sus talones, oteando el horizonte que se levantaba frente a aquel océano igualmente verde y dormido, A lo lejos, a través de la esmeralda transparencia del ambiente, apuntaban algunos montes y macizos boscosos, todo ello sumido bajo la misma coloración. Sinuhé concentró su atención en la playa, escudriñando sus límites. Uno de ellos se perdía en la lejanía. El otro, en cambio, y a escasa distancia de donde se encontraban, aparecía cortado por la abrupta invasión del roquedo en el mar.

—¿Dónde estamos?

En esta ocasión, Nietihw permaneció en silencio. Ambos, aunque de forma incompleta y confusa, recordaban su experiencia en el claro del bosque. Pero ¿cómo habían llegado hasta allí? ¿Qué extraño mundo era aquél? Y el investigador repitió la pregunta que formulase minutos antes del incomprensible cambio de luz:

—¿Por qué mi cuerpo no ha sufrido variación alguna? Nietihw tomó entre las suyas las manos de Sinuhé, replicando: —No puedo explicarte por qué, pero el poder de las tinieblas sólo me busca a mí… Tú, además, tienes a Ra.

—¿Ra? ¿Dónde está…?

Giró la cabeza, buscando la casi olvidada silueta de su redondo amigo. Pero el disco no dio señales de vida.

En un movimiento reflejo, dirigió la mirada hacia su dedo anular derecho. Sin embargo, allí tampoco estaba su enlace…

Inquieto y confuso, consultó su reloj.

—¡Oh, Dios!

Los dígitos se hallaban inmóviles, señalando las 13 horas y 51 minutos. Justamente el momento del inicio de la luna nueva y de la aparición de aquella misteriosa niebla en el bosque de la aldea. Pulsó nerviosamente los mandos del reloj, pero éste se negó a obedecer.

—¡Se ha parado! —exclamó resignado.

Nietihw se limitó a sonreír. Y tomándole de la mano, le invitó a caminar hacia la orilla.

El miembro de la Orden de la Sabiduría, sin poder reprimir su inquietud, volvió el rostro en varias ocasiones, tratando de localizar a Ra. Y fue en una de esas infructuosas observaciones cuando se percató de otro detalle que le inmovilizó sobre la delicada arena. Nietihw, extrañada, le interrogó con la mirada. Y Sinuhé, sin poder articular palabra, o quizá habría que decir pensamiento alguno, señaló sus huellas. Al fin, apenas repuesto de su sorpresa, acertó a decir:

—¡Fíjate!… Sólo quedan mis pisadas. ¿Y las tuyas? Efectivamente, aunque los pies de Nietihw se hundían en la arena, a diferencia de los de Sinuhé, aquéllos no dejaban huellas.

—Tranquilízate —musitó su compañera—, ya te he dicho que mi cuerpo ha cambiado. Y aún podrás contemplar otras maravillas…, por la gracia y el poder de los servidores de Micael. Nietihw retrocedió un par de pasos. Cerró los ojos y, cruzando sus manos sobre los tres circuitos concéntricos de su pecho, exclamó:

—¡Waw…, emblema del agua!: muéstranos el camino.

Al instante, ante los atónitos ojos del investigador, una de las letras que componía la diadema de Nietihw —la W— intensificó su brillo esmeralda, formándose a su alrededor una pulsante aureola. Y, lentamente, la última letra de NIETIHW fue separándose de la frente de la hija de la raza azul. Sinuhé, temeroso, se echó atrás. Evidentemente, su antigua amiga no era la que él había conocido en la Casa Azul. A su prodigioso cuerpo de cristal había que añadir un conocimiento que, en un primer momento, le desbordó.

—¡No temas! —repuso Nietihw—. Waw es parte de mí misma.

Sus ojos, sin asomo de desconfianza, seguían las evoluciones de la letra, que había empezado a elevarse silenciosa y majestuosamente.

La W, envuelta en aquella especie de bruma verde-brillante, se detuvo a unos diez o quince metros sobre la orilla del mar. E instantáneamente invirtió su posición, convirtiéndose así en una M. Y sus dos brazos exteriores —siempre arropados por sendos halos luminosos— se prolongaron hasta hundirse en el manso y silencioso oleaje. Sinuhé cayó entonces en la cuenta de otro hecho en el que no había reparado: las olas, que rompían incesantemente sobre la arena, no hacían el menor ruido. Pero, absorto en la contemplación de la ahora gigantesca M, olvidó pronto la insólita circunstancia de aquel océano mudo. De pronto, el agua —tersa y en reposo hasta entonces— empezó a borbotear frente a los luminiscentes y largos brazos de aquella letra mágica.

El mar, bajo el influjo de aquella M o W invertida, siguió burbujeando, como si un horno oculto y gigantesco hiciera hervir sus aguas. El borboteo fue haciéndose más y más intenso y, de improviso, entre las verdes pompas gaseosas se destacó un bulto.

El sóror, al intuir la naturaleza de aquel ser, hizo ademán de interponerse entre los brazos de la letra y su compañera, en un intento de protegerla. Pero Nietihw le rogó que no se moviera. Y, en silencio, caminó hasta situarse bajo la M. Aquél bulto, informe en un primer momento, había seguido emergiendo de entre las agitadas aguas. Sinuhé no se equivocaba. Ante sí había aparecido una descomunal cabeza de serpiente, cubierta de grandes placas que chorreaban abundantemente. Y a la monstruosa cabeza había seguido un cuerpo igualmente escamado y grueso como el tronco de un roble.

El animal, impulsado por una fuerza invisible, continuó ascendiendo verticalmente, hasta alcanzar la misma altura que la letra. En ese instante, a corta distancia del verde y tenso ofidio, amaneció entre el oleaje lo que, presumiblemente debía ser la cola del animal. Ésta se elevó también, dirigiéndose hacia la cabeza. Al poco, la totalidad de la serpiente flotaba a escasa altura de las aguas, adoptando una figura prácticamente circular. Y el mar se tranquilizó. El hervor se extinguió y sólo el chorrear del inmenso monstruo alteró brevemente la superficie del océano.

La serpiente, ingrávida como una pompa de jabón, abrió entonces sus terroríficas fauces, disponiéndose a devorar su propia cola. Pero Nietihw, atenta bajo los brazos de la M, lanzó un grito:

—¡Samej!

Sinuhé, espantado, vio cómo la cabeza del reptil giraba en dirección a su amiga. Y los vidriosos ojos, enormes como lunas, se tiñeron de sangre.

—¡Samej! —clamó de nuevo la hija de la raza azul, al tiempo que levantaba su brazo derecho, señalando la corona que tocaba sus sienes—, ¡que tu secreto bese mis manos!… ¡Indícanos el camino! Y Samej, la serpiente, como si hubiera reconocido a Nietihw, cerró sus amenazadoras fauces. Y el escarlata de sus ojos fue difuminándose. La hija de la raza azul extendió entonces sus brazos en dirección al animal, esperando la entrega del secreto solicitado.

Los ojos del reptil despidieron rápidos e intermitentes destellos blancos y sus mandíbulas se abrieron nuevamente. Y con movimientos ondulantes fue avanzando hacia la mujer. Su cuerpo, sin tocar en ningún momento el agua, parecía reptar por un terreno invisible. Al llegar frente a Nietihw, se detuvo. Durante unos instantes, interminables para Sinuhé, los fulgurantes ojos del ofidio permanecieron clavados en el menudo y frágil cuerpo de su amiga. El investigador, impotente, temió lo peor. Samej arqueó entonces su reluciente lomo y, muy despacio, hizo descender su cabeza hasta casi tocar las delicadas y transparentes palmas de las manos. En esos críticos momentos, Sinuhé echó de menos —¡y de qué forma!— la poderosa presencia de Ra.

Aquéllas fauces, capaces de abarcar un caballo, y armadas de una triple fila de dientes, largos y curvados como hoces, exhalaban un continuo chorro de humo, de un verde más opaco que el que teñía su cuerpo.

Las volutas de aquella especie de gas no tardaron en ocultar las manos de Nietihw. Pero ésta, imperturbable, no se movió. Instantes después, Samej retiró su cabeza, irguiéndose y cerrando la descomunal boca. Las palmas de la mujer seguían envueltas en el impenetrable aliento que, poco a poco, iba disipándose.

El monstruo surgido de las aguas retornó al punto sobre el que había aparecido, adoptando de nuevo la figura de gran círculo o rueda. Y cuando el extremo de su cola tocaba ya la cabeza, Samej separó sus mandíbulas, empezando a devorarse a sí misma.

En cuestión de segundos, los treinta metros, o más, que alcanzaba el cuerpo del reptil quedaron engullidos. En ese momento, cuando la cabeza del ofidio tragaba ya su propio cuello, un segundo chorro de humo escapó de entre las fauces. Y Samej —o lo que quedaba de ella— se precipitó sobre el mar, desapareciendo entre las aguas. En el aire había quedado una nubecilla verdosa que, empujada por una brisa inexistente, se dirigió hacia Sinuhé…

De momento, el perplejo investigador no se percató del lento pero constante desplazamiento de la nubecilla verdosa. Una vez desaparecida la misteriosa criatura, su atención se había detenido de nuevo en Nietihw. Concretamente, en sus manos. El humo exhalado por Samej había ido disipándose y sobre las palmas podía adivinarse ya algo negro y reluciente… Cuando el verdoso aliento de la serpiente hubo desaparecido, la mujer protegió el misterioso objeto, encerrándolo entre sus manos. Acto seguido abandonó su posición bajo los espigados brazos de la M, regresando al lado de su compañero. Y antes de que éste pudiera interrogarla sobre cuanto había visto, la letra recuperó su tamaño inicial. Giró sobre sí misma y, sin prisas, se dirigió hacia la diadema de la mujer. Limpia y suavemente, la W ocupó su posición, completando así el nombre cósmico. Nietihw se situó entonces frente al reportero y, extendiendo sus manos cerradas hacia él, le rogó que examinara el secreto de Samej. Sinuhé obedeció. Disponiendo las suyas en forma de cuenco, las situó bajo las de su amiga y esperó. Cuando Nietihw dejó caer el enigmático objeto entregado por la serpiente, Sinuhé sintió sobre la piel de sus palmas una superficie fría y con aristas. Su amiga, comprendiendo la curiosidad que le consumía, sonrió divertida. Retiró entonces sus manos, dejando al descubierto una pequeña esfera negra y pulida como la obsidiana, pero sumamente liviana. Al examinarla, Sinuhé comprobó que, en realidad, se trataba de una esfera y un cubo, perfectamente embutidos el uno en el otro.

—¿Qué es? —preguntó Sinuhé.

—En su interior se encuentra el secreto de Samej, la que se nutre de su propia sustancia. Sólo ella y los rebeldes conocen el camino para descubrir los archivos secretos de IURANCHA.

Sinuhé palpó aquel cuerpo, en busca de algún resorte o ranura que le permitiera abrirlo. Al principio, presa de un temor casi reverencial, se limitó a acariciarlo. Pero, por más vueltas que le dio, no acertó a descubrir el sistema o mecanismo de apertura.

Al cabo de un tiempo, a pesar de sus esfuerzos, tuvo que rendirse. Interrogó a Nietihw y ésta, por toda respuesta, le formuló una pregunta:

—Dime, ¿qué puede significar Samej?

Como miembro de la orden de la Sabiduría había sido adiestrado en la Kábala y, súbitamente, al recordar el nombre de la serpiente, empezó a comprender.

—Samej, en hebreo, significa besar…

Nietihw, satisfecha, aceptó la aclaración y con un leve movimiento de sus translúcidos labios le invitó a besar la extraña esfera.

No sin ciertos reparos, Sinuhé accedió. La sujetó entre las puntas de sus dedos y la aproximó hasta su boca. Entretanto, la pequeña nube verdosa había terminado por situarse sobre la pareja.

Los labios tocaron finalmente la impecable y negra superficie del objeto…

Tras depositar aquel tímido beso sobre la esfera-cuadrangular arrojada por Samej, Sinuhé, temeroso, se apresuró a alejarla de su rostro. En los segundos inmediatos, nada sucedió. Confundido, cruzó su mirada con la de Nietihw. Pero, antes de que ninguno de los dos llegara a expresarse, los vértices del cubo o cuadrilátero que se hallaba inmerso en la esfera empezaron a dilatarse. Sinuhé, sobresaltado, soltó aquel cuerpo, pero, en lugar de caer a tierra, se mantuvo ingrávido y sometido a bruscas e intermitentes contracciones. Las aristas del cubo se curvaron y, ante el asombro del investigador, el objeto siguió deformándose, como si estuviera siendo moldeado por un escultor invisible.

Pronto aparecieron dos profundos orificios, y, bajo los mismos —como si se tratase de una nariz—, un tercer hueco. La esfera, casi irreconocible, se resquebrajó por su zona inferior, surgiendo al instante una especie de boca. A partir de ese momento, tanto Nietihw como su compañero reconocieron la figura que flotaba a la altura de sus cabezas: estaban ante una calavera negra. Pero ¿qué significaba? Una vez finalizado el proceso de transformación, la lustrosa y macabra osamenta abrió su puntiaguda mandíbula inferior y, al instante, la nubecilla se precipitó como un dardo entre la anárquica dentadura de la calavera. Y en un abrir y cerrar de ojos, el humo esmeralda fue absorbido por el cráneo flotante, desapareciendo en su interior.

La calavera cerró entonces su boca y, con un suave cabeceo, fue aproximándose al perplejo Sinuhé. Éste retrocedió, al tiempo que pedía ayuda a su impasible amiga.

—¡Dios mío! …¡Nietihw!

Pero la descarnada cabeza siguió balanceándose en el aire, acercándose con aquella permanente y helada sonrisa.

—¡Quieto, Sinuhé! —clamó al fin la hija de la raza azul—. ¡No temas!… ¡Extiende tus manos!

La voz de Nietihw no apaciguó el creciente pavor del investigador pero, al menos, logró que éste se detuviera. Y temblorosamente presentó sus manos…

La calavera se inmovilizó entonces a escasos centímetros de la cara de Sinuhé. Y sus tenebrosas y vacías cuencas irradiaron una luz blanca, idéntica a la que había visto en los ojos de la serpiente. Y algo, de pronto, apareció en el fondo de aquellos fantasmales ojos.

—Sinuhé, di: ¿qué ves? La voz de su compañera sonó nítida.

—Dime: ¿qué estás viendo? —repitió en tono imperativo.

Sinuhé, pálido, medio hipnotizado por los focos luminosos que brotaban de las cuencas, forzó la vista, en un esfuerzo por obedecer a su amiga.

—Hay…, algo —tartamudeó.

—¿Qué, Sinuhé? —inquirió Nietihw con impaciencia.

—Sí…, veo una figura. ¡No!, son dos… Parecen iguales… Cada una se encuentra en un ojo… Pero…

Nietihw le animó para que prosiguiera.

—¡No es posible! —musitó nuestro hombre—. Ésa figura es…

Y antes de que pudiera describirla, los ojos de la calavera se apagaron.

Sin perder el monótono cabeceo, la osamenta retrocedió. Y situándose por encima de las sudorosas palmas del investigador, abrió de nuevo sus mandíbulas.

Sinuhé, con la mirada extraviada, parecía ajeno a todo cuanto le rodeaba.

Un súbito y potente chasquido terminaría por devolverle a la realidad. Sin previo aviso, la calavera había cerrado su mandíbula inferior, haciendo chocar violentamente sus brillantes y negras piezas dentarias. Como consecuencia del golpe, un puñado de dientes saltó por los aires. Y, pausadamente, girando sobre sí mismos, ingrávidos, fueron a caer sobre las abiertas manos del sóror. Sinuhé, sobresaltado por el entrechocar de la dentadura, a punto estuvo de olvidar la orden de Nietihw y retirar sus manos. Sin embargo, las piezas fueron cayendo, una tras otra, sobre las palmas. Nada más tocar la piel, Sinuhé descubrió maravillado cómo cada uno de los oscuros dientes se convertía en un número. Primero apareció un 3. El siguiente se transformó en un 1. A éste le siguió un 4… Después, otro 1, un 5, un 9, un 2, un 6, hasta que, finalmente, la última pieza dentaria descendió sobre las manos, cambiando su forma por otro diminuto 9, tan azabache y reluciente como sus hermanos…

Nietihw y su compañero, extasiados, no se atrevieron a reaccionar. ¿Qué era y qué significaba aquel caótico puñado de números?

La hija de la raza azul, más audaz que Sinuhé, avanzó hacia su amigo, dispuesta a examinar el montón de números que reposaba entre sus manos. Pero, cuando estaba a punto de tocarlos, las cuencas, nariz y boca de la osamenta empezaron a rezumar sendos hilos de aquel humo verdoso que habían visto introducirse poco antes en su interior. Y Nietihw se contuvo.

Las finas columnas de humo fueron envolviendo la calavera, hasta que terminaron por ocultarla bajo una opaca esfera, similar a la nube que había sido arrojada por las fauces de Samej. Y los expedicionarios, con los ojos fijos en aquel globo esmeralda, asistieron entonces a otra rápida y mágica transformación: la etérea esfera experimentó una súbita contracción. Osciló en el aire y, como si se tratase de una bola de cristal, se rompió en pedazos. Miles de verdes fragmentos se precipitaron a cámara lenta sobre la arena. Al quebrarse, en el lugar que había ocupado la nubecilla esférica surgió una redonda, negra y familiar silueta…

—¡Ra! —exclamó Sinuhé.

Y su rostro se iluminó ante la inesperada aparición de su viejo amigo. Y el disco, siguiendo su costumbre, le respondió iluminando las letras que le identificaban. Nietihw tenía prisa por desentrañar aquel nuevo misterio. Y olvidándose del disco —que se mantenía inmóvil sobre la pareja—, dedicó su atención a los números que descansaban sobre las palmas de Sinuhé.

Tomó uno y, al separarlo del resto, los demás le siguieron, atraídos por un enigmático magnetismo. El investigador miró a su compañera y ésta, en silencio, se limitó a examinar la cadena de números. Los contó y, cuando estuvo segura, mostró la secuencia a su desconcertado amigo.

—No hay duda —comentó con aire de triunfo—, esta clave nos conducirá a los archivos secretos.

Sinuhé leyó la cadena de números que sostenía Nietihw con ambas manos cautivado por la fuerza que los cohesionaba y que le recordó a la no menos misteriosa adherencia que mostraban las letras de la corona. Pero no acertó a descifrarla. Buscó ayuda en los ojos de su compañera. Ésta, sin embargo, no parecía dispuesta a simplificar el dilema.

—Observa atentamente, Sinuhé.

Éste concentró su mirada en los quince eslabones flotantes, repitiendo la secuencia por tres veces:

—3… 1… 4… 1… 5… 9… 2… 6… 5… 3… 5… 8… 9… 7… 9.

—¿No te dice nada? —insistió Nietihw.

—3 1 4 1 5…

El miembro de la Logia secreta se detuvo. Repasó aquellos primeros cinco dígitos y, tras consultar el resto de la secuencia, sonrió.

—Claro… —repuso al tiempo que acentuaba su sonrisa de satisfacción—, ahora entiendo el porqué de aquella figura en los ojos de la calavera…

Nietihw aguardó la explicación que, en parte, ya sabía.

—¡3,1416! Estos números corresponden a los quince primeros elementos del famoso número pi: el número por excelencia; el número trascendente. La mujer asintió.

—Entonces —prosiguió Sinuhé—, la figura que vi en las cuencas… ¡Demonios, ahora caigo: es la misma que aparece grabada en la sortija…!

—¿Qué sortija? —inquirió la hija de la raza azul. Y el investigador, señalando a Ra, explicó a su amigo cómo el disco se convertía en ocasiones en un hermoso y dorado sello cuadrangular, con un altorrelieve en el que podía distinguirse un ser de cabeza cuadrada, de ojos enormes y redondos, con un cuerpo flamígero y sujeto con ambas manos a las jambas de lo que él, en un principio, interpretó como una puerta.

—Ahora entiendo —concluyó—. Ahora sé que esas jambas y el dintel superior no forman una puerta, sino la letra griega pi. Nietihw parecía dudar. Y Sinuhé trató de convencerla.

—Ahora verás…

Levantó su brazo derecho en dirección al disco y pidió a éste que ingresara en su dedo anular. Ra se iluminó con un rojo intenso y, tras lanzar uno de sus flujos de anillos celestes sobre la mano de su amigo, se desmaterializó, reapareciendo en el citado dedo y en forma de sortija.

Complacido, alargó la mano hacia el rostro de Nietihw, invitándola a que examinara el sello y la figura labrada en el mismo. La hija de la raza azul le cedió la cadena de números, comprobando el delicado altorrelieve, ahora teñido también por la radiación esmeralda que iluminaba el lugar.

—Sin embargo —reflexionó Sinuhé—, no termino de entender. Tenemos una secuencia de números, aparentemente relacionada con la letra pi que yo vi sobre esa criatura de cabeza cuadrada y que aparece igualmente en la sortija. Pero ¿adónde nos conduce todo ello? ¿Qué es lo que tenemos que buscar? ¿Por qué Samej nos ha entregado un secreto que sólo añade oscuridad a nuestra misión?

Nietihw no respondió a las cuestiones planteadas, con toda razón, por su compañero de aventuras. En parte, porque ni ella misma conocía la respuesta ni los agitados sucesos que estaban a punto de producirse. Le bastaba con saber que la búsqueda de los archivos secretos de IURANCHA dependía en buena medida del número pi y de la desconocida criatura que aparecía bajo la letra griega. En el fondo, aquella incertidumbre hacía más atractiva la misión. Y mientras recuperaba la cadena de números, colocándola —a guisa de collar— alrededor del cuello de su amigo, procuró animarle:

—Sinuhé, no desfallezcas. Agurno nos ordenó buscar a Solonia, el serafín que guardó Edén… Quizá la clave entregada por la serpiente nos conduzca hasta él y su espada.

—Sí, quizá… —asintió el sóror con cierto desaliento. Y acariciando las negras cuentas de su collar se apresuró a seguir a Nietihw, que había empezado a caminar por la orilla de aquel océano mudo, en dirección a los acantilados que se difuminaban en la lejanía.

Cuando apenas llevaban andados un centenar de metros, Sinuhé se percató de algo que, en el fondo, no te sorprendió excesivamente: sus cámaras no habían saltado con él a aquel mundo irreal. Y aunque Ra seguía allí, en su dedo, la ausencia del equipo fotográfico le produjo una cierta desazón. En realidad, ¿cuál era su cometido en todo aquello? ¿Por qué había sido elegido para acompañar a la hija de la raza azul? Ensimismado en estos y otros pensamientos semejantes, continuó avanzando pesadamente por la verdosa arena de aquella solitaria playa, sin perder de vista ni un solo instante la grácil y ligera figura de Nietihw que, más que caminar, parecía deslizarse.

El roquedo se hallaba ya a un tiro de piedra cuando, de improviso, la mujer se detuvo. Sinuhé la imitó, buscando con la mirada el punto que había llamado su atención. Pero, por más que escudriñó las rocas esmeraldas que se derramaban sobre la arena, adentrándose en el mar, no percibió nada anormal. El lugar parecía desierto.

—¿Qué sucede? Nietihw, con los ojos fijos en el acantilado, le indicó que no se moviera. Llevó su mano derecha a la diadema y tomando la letra E la trasladó primero sobre los círculos concéntricos de su pecho, lanzándola a continuación hacia el cielo.

Sinuhé, boquiabierto, vio cómo la E tomaba altura y, a gran velocidad, se perdía entre la tenue atmósfera verde, en dirección a la masa rocosa que cerraba aquel extremo de la playa. En esta ocasión, la letra no aumentó o modificó sus dimensiones y Sinuhé terminó por perderla de vista. Al poco, la E surgía nuevamente entre la bruma, reincorporándose directamente a la corona de Nietihw.

—¿Qué está pasando? —insistió Sinuhé.

—Eim, la letra que simboliza mi propio oído —le explicó al fin—, ha detectado la presencia de una extraña criatura…

—¿Dónde? —le interrumpió, alarmado—. Yo no veo a nadie…

—Al otro lado del roquedo. Ven. Sígueme… Y sin el menor titubeo, Nietihw se lanzó a la carrera hacia la zona que acababa de sobrevolar la E.

—Pero…

El intento de Sinuhé por retener a su impetuosa amiga fue estéril. Y a regañadientes, con el corazón alterado y presintiendo un inminente peligro, salió tras ella.

Al trasponer las primeras rocas, Nietihw y su agitado amigo vieron cortado su avance por un segundo murallón rocoso de casi cinco metros de altura. Sinuhé, jadeante, examinó aquella pared, comprendiendo con cierto alivio que sería imposible escalarla y asomarse al otro lado del acantilado. Con un signo de impotencia hizo ver a su amiga que sólo cabía retroceder. Nietihw dudó. Echó mano de su diadema y, tomando la H, la situó también sobre su pecho. Pero, indecisa, la devolvió a su lugar, sobre la frente.

—¿Qué te sucede? —preguntó, intrigado por el súbito arrepentimiento de Nietihw—. ¿Para qué sirve esa letra? ¿Por qué no la has utilizado?

—Hai, la H —comentó la hija de la raza azul—, es el símbolo del aire…, y nos hubiera permitido volar al otro lado. Pero algo me dice que su ayuda no es aconsejable. El reportero te miró desconcertado.

—La criatura que se encuentra al otro lado de esta roca —añadió—, parece hallarse en peligro y es preferible actuar con sigilo.

Y Nietihw, dirigiendo su mirada hacia las olas que rompían entre el roquedo, invitó a su amigo a que le siguiese.

—Daremos un pequeño rodeo.

Sinuhé tampoco tuvo oportunidad de hacerle ver los posibles riesgos que entrañaba introducirse entre las aguas que se batían silenciosa pero duramente sobre los afilados rompientes.

—¡Espera!… ¡Quizá Ra pudiera…!

Pero, desoyendo la recomendación de su compañero, continuó saltando y esquivando las rocas, dispuesta, al parecer, a penetrar en el mar. Sin embargo, cuando sus pies tocaron el agua, la mujer volvió a detenerse. Esperó a que Sinuhé llegase a su altura y, acto seguido, tomando de su diadema la W, la puso en contacto con el triple circuito, arrojándola entre las embravecidas olas.

—¡Waw!… —gritó—, emblema del agua, ¡ábrenos camino!

Y la letra inició una serie de rápidos planeos sobre el mar. A los pocos segundos, aquellas áreas de la superficie marina sobre las que Waw había volado quedaron súbitamente congeladas. Sinuhé no podía dar crédito a lo que estaba viendo. Las verdosas crestas de las olas sobre las que planeaba la W quedaban petrificadas, convertidas en grandes y destellantes masas rocosas, casi graníticas. A ambos lados de aquel mar solidificado, en cambio, las aguas seguían agitándose… Concluida su misión, la W, como un dócil bumerang, regresó hasta las sienes de su dueña y señora.

Y Nietihw, tomando a Sinuhé de la mano, empezó a caminar sobre la franja de océano cristalizado. El pasillo se adentraba un trecho en el mar para después girar en dirección a la playa, sorteando así el acantilado.

Fue en los últimos metros, en el momento en que la pareja estaba a punto de saltar sobre la arena de la orilla, cuando el investigador sintió una sorda vibración bajo sus pies. Una vez en tierra firme, con el corazón en un puño, descubriría la causa del estremecimiento del singular puente de piedra que les había tendido Waw: la rugosa superficie del estrecho sendero que les había conducido hasta allí empezó a licuarse nuevamente. Y entre el cada vez más frenético oleaje surgió el ondulante lomo de Samej, la serpiente. Un escalofrío recorrió a Sinuhé.

—¿Hemos caminado sobre su cuerpo? —estalló retrocediendo al divisar entre las aguas los purpúreos ojos del reptil—. ¡Nietihw! Sinuhé descubrió con desolación que su amiga no se hallaba a su lado. Y sin dejar de retroceder, giró su cabeza en todas direcciones. Pero Nietihw, en efecto, había desaparecido. Y, de pronto, el gigantesco cráneo de Samej emergió de entre las aguas, clavando sus circulares ojos rojos en aquel hombre que, torpemente, trataba de alejarse de la orilla.

La serpiente siguió elevándose sobre el oleaje hasta que la robusta cabeza se halló a una considerable altura. Las placas de la piel, chorreando aquella agua verdosa, reflejaron mil veces la tambaleante figura de Sinuhé quien, aterrorizado, caía una y otra vez en su atropellada huida. Samej avanzó pausadamente. Abandonó las aguas y, arrastrándose sobre su vientre, inició la persecución del investigador.

—¡Nietihw!… ¡Auxilio!

Y Sinuhé cayó nuevamente sobre la arena. Al volverse hacia el gigantesco reptil el pavor terminó por inmovilizarlo. La cabeza del monstruo se erguía a cinco o seis metros por encima de su cuerpo. En un último intento trató de arrastrarse en dirección a un pequeño grupo de rocas, pero la cola de Samej batió la arena esmeralda, cerrándole el paso. Paralizado por el miedo, vio cómo la serpiente abría sus fauces, dejando al descubierto aquel enjambre de afiladas cuchillas.

—¡No!… ¡Dios mío!… ¡Ra!

Y siguiendo un postrero impulso, cerró su puño derecho, dirigiéndolo temblorosamente hacia los sanguinolentos ojos del animal.

—¡Ra, ayúdame!

Al instante, del anillo brotó un viento helado e impetuoso que hizo retroceder a Samej. Sinuhé, ante la salvadora reacción de su amigo, recobró los perdidos ánimos e, incorporándose, siguió apuntando su puño hacia la serpiente. A pesar de sus convulsiones, parte del cuerpo, erguido aún sobre la arena, empezó a presentar signos de congelación. Los largos colmillos quedaron convertidos en carámbanos y los circulares ojos, empañados por una escarcha igualmente verdosa. Y, de pronto, Samej quedó rígida e inmóvil como un poste. El chorro helado cesó y Sinuhé, sin saber qué hacer, continuó con el brazo extendido, sin dejar de vigilar el cuerpo aparentemente muerto de su enemigo.

Y antes de que el investigador pudiera reaccionar o tomar una decisión, aquella mole cilíndrica se cuarteó en miles de pequeños fragmentos de hielo que cayeron sobre la arena. Desconcertado, bajó su brazo, aproximándose a los restos de Samej.

A los pies de Sinuhé no yacían los millares de cristales de hielo en los que había visto descomponerse el cuerpo del reptil. En su lugar, sobre la arena, aparecían un largo arco y una aljaba con una única flecha, todo ello, ¡de hielo!

Dudó. Temía tocarlos. Pero, finalmente, se decidió y, en efecto, comprobó que, tanto el arco como la cuerda, estaban formados por un hielo purísimo y transparente. Examinó también el carcaj y su solitaria flecha, advirtiendo que se hallaban confeccionados con el mismo material. Aquélla, en lugar de terminar en punta, aparecía rematada por una extraña protuberancia.

—¡Oh!, no es posible…

Al descubrir los perfiles de la insólita cabeza de flecha, nervioso y alarmado, la soltó. Pero la finísima arma, de metro y medió de longitud, no llegó a caer sobre la playa. Como una exhalación buscó la boca de la aljaba, introduciéndose en ella. Poco faltó para que dejara allí mismo el arco y su carcaj. Pero, repuesto de la primera impresión, volvió a hacerse con la flecha, observándola minuciosamente.

—No es posible… —repitió al cerciorarse de lo que había visto segundos antes.

La flecha, efectivamente, terminaba en una cabeza algo más reducida que un puño: ¡la cabeza de Samej! Esculpida en el hielo podían distinguirse las cerradas fauces de la serpiente, así como sus circulares ojos…

Y siguiendo otro de sus naturales impulsos, se echó la aljaba a la espalda, tomando con su izquierda el espigado y frío arco. Pero, cuando se disponía a localizar a la desaparecida Nietihw, un penetrante alarido retumbó en su cerebro…

Al recibir aquel grito desgarrador, creyó identificarlo con la voz de su compañera. Aturdido por la segunda aparición de Samej, la serpiente, no había tenido oportunidad de ocuparse de la repentina ausencia de Nietihw ni de la exploración del lugar en el que se hallaba. Entre la verde transparencia de aquella atmósfera, y en el extremo opuesto al que ahora se encontraba, el investigador distinguió los restos de un navío varado en la arena. Aunque descansaba a varios centenares de pasos, parecía desarbolado y semienterrado al pie del alto talud rocoso que cerraba la playa a partir del roquedo que ambos se habían visto obligados a rodear. Pero, por más que forzó la vista, no advirtió señal alguna de vida junto al casco del barco. El murallón rocoso que habían sorteado le cortaba el paso a su espalda y lo mismo sucedía a su derecha, con el referido talud. A la izquierda se abría aquel océano y, en consecuencia, sólo le quedaba un camino: el que conducía al lugar donde se recortaba el buque.

Adoptando un máximo de precauciones, se dirigió finalmente hacia aquel extremo de la playa. Por más que meditaba sobre ello, no lograba entender por qué la hija de la raza azul le había abandonado en tan críticos instantes y a qué podía deberse aquel afilado alarido.

—Si al menos tuviera la certeza de que Nietihw ha seguido este mismo camino…

Pero la ondulada y verdosa superficie de la playa no presentaba huella alguna.

Al llegar a las proximidades del barco perdido, Sinuhé detuvo su marcha. Inspeccionó a conciencia los restos, advirtiendo que, en efecto, estaba ante un vetusto casco de madera de unos cuarenta metros de eslora, encallado bajo el acantilado e inclinado por su mura de babor. Antes de rodearlo, examinó el campanudo casco que se levantaba frente a él, semienterrado por toneladas de aquella arena esmeralda. Rascó las resecas cuadernas, deduciendo que el posible naufragio había tenido lugar muchos años atrás. Y paso a paso, muy lentamente, se dirigió hacia la popa, con el fin de averiguar qué escondía la cubierta y si, como intuía, aquel grito podía haber partido del otro lado del buque, qué o quién lo había lanzado. Parapetado tras el timón, dirigió una primera mirada a la playa que se extendía desde allí y que, hasta ese momento, había quedado oculta por el casco.

—¡Oh, no!

La escena que se ofrecía a sus ojos le estremeció. A cosa de un centenar de metros del buque, descubrió sobre la arena el cuerpo inmóvil de Nietihw. A su lado, con los brazos en alto, aparecía una extraña criatura que, en un primer momento, confundió con un niño. Segundos después, al verle bajar los enormes brazos, comprendió con terror que no se trataba de un niño. Aquél ser era idéntico a los que él había visto en la torre y en el bosque de Sotillo. Había, sin embargo, una clara diferencia con aquéllos: esta monstruosa criatura no tenía el cuerpo transparente. Tanto su voluminoso cráneo como el resto del cuerpo presentaban una coloración negruzca. De pronto, aquel personaje volvió a izar sus brazos por encima de la cabeza. Sinuhé vio brillar algo entre sus manos e intuyendo que su amiga podía correr grave peligro, saltó a un lado del barco. Tomó la flecha de su aljaba y, situándola en contacto con la cuerda de hielo de su arco, procedió a tensarla, apuntando hacia el enorme cráneo del ser. En lugar de quebrarse, aquella cuerda fue cediendo centímetro a centímetro, al tiempo que los músculos de Sinuhé se endurecían como piedras. Al alcanzar la máxima tensión, el investigador asistió perplejo a otro mágico suceso: las cerradas fauces labradas en la cabeza de la flecha se abrieron de par en par y la saeta, sin que el arquero llegara a destensar la cuerda, escapó rauda, como si tuviera vida propia, en dirección al monstruoso enano…

Aturdido, no reaccionó. La flecha había perforado la atmósfera verdosa, dejando tras de sí un hilo blanco y luminoso que, poco a poco, fue difuminándose. Sinuhé hubiera jurado que había apuntado al cráneo, pero la saeta, en lugar de alcanzar el punto elegido por el improvisado arquero, varió su trayectoria, dando de lleno en el pecho de la criatura.

El ser cayó de espaldas, sosteniendo entre sus manos aquel objeto reluciente que, dada la distancia, no acertó a identificar. Y convencido de que se hallaba muerto o malherido, corrió en dirección a Nietihw. Ésta continuaba tendida sobre la arena, sin ofrecer señal alguna de vida. Pero, cuando le faltaba una veintena de pasos para llegar hasta ella, atónito, detuvo su marcha: entre los oscuros dedos del monstruo se hallaba la dorada y brillante corona de letras de su amiga. Al desviar la mirada hacia Nietihw no sólo confirmó que su diadema había desaparecido de las sienes sino que, además, otro hecho singular le dejó perplejo: al ser despojado del nombre cósmico, el cuerpo de la mujer había perdido su total transparencia, recobrando su primitivo aspecto humano.

El desconcierto del investigador fue momentáneo. De improviso, algo negro e informe empezó a culebrear entre la arena, muy cerca del voluminoso cráneo del ser que yacía de espaldas, con la enorme flecha sobre el tórax.

El comprender de qué se trataba, Sinuhé retrocedió descompuesto. Pero aquello sólo parecía interesado en la mágica corona de Nietihw, enredada entre los crispados dedos de la inmóvil criatura.

Una mano sarmentosa y oscura había brotado súbitamente entre la arena, avanzando como un pulpo sobre los extendidos y desproporcionados brazos del hombrecillo que, al parecer, había arrebatado la diadema a la hija de la raza azul. Sinuhé sintió cómo se le erizaban los cabellos.

La mano, amputada a la altura de la muñeca, siguió explorando las largas extremidades de la criatura, utilizando sus cinco dedos a manera de tentáculos. Por fin, al llegar junto a las letras, sus dedos índice y pulgar procuraron la liberación de la diadema, arrastrándola seguidamente hacia la verde superficie de la playa. Fue entonces, al comprender las intenciones de la mano cortada, cuando Sinuhé cerró su puño derecho, invocando el nombre de Ra. Pero, al intentar cortar el paso a la mano, que huía ya con el nombre cósmico, nuestro hombre sintió cómo alguien o algo hacía presa en su pie izquierdo. Y, desequilibrado, fue a dar de bruces sobre la arena. Al revolverse contra lo que había provocado su aparatosa caída, sintió cómo su corazón ascendía hasta la boca: otra esquelética y negra mano, igualmente seccionada por la muñeca, se había enroscado en su tobillo, reteniéndole con titánica fuerza. Y Sinuhé, desesperado, vio cómo la primera mano se hundía entre las suaves dunas verdosas, desapareciendo bajo tierra con la corona.

Al instante, las puntas de los dedos de una tercera mano se abrieron paso entre los granos de arena, muy cerca del rostro exánime de Nietihw. Y tras ésta aparecieron una cuarta y una quinta y una sexta manos, todas en continuo movimiento y como articuladas por una inteligencia diabólica y subterránea. Y cada una fue a aferrarse a un extremo de la túnica celeste, tirando de la mujer con evidente intención de sepultarla.

—¡Oh, no…!

Sinuhé, caído sobre la arena, intentó zafarse de la mano que te retenía, pero todas sus convulsiones y patadas fueron inútiles. Y horrorizado comprobó cómo aquellas cuatro manos empezaban a enterrar el cuerpo indefenso de su amiga…

—¡Ra!

El grito de Sinuhé tuvo una respuesta fulminante. Al cerrar de nuevo su puño derecho, apuntando el anillo hacia el cuerpo de Nietihw, cuyas piernas habían desaparecido ya bajo la arena, de la sortija escapó un humo blanco que, vertiginosamente, fue adoptando una forma humana. Sinuhé no necesitó mucho tiempo para identificarla: ¡era él mismo! ¿Qué pretendía Ra creando aquel brumoso doble suyo? Inmovilizado por el abrazo de la férrea mano, el investigador descubrió asombrado cómo en el pecho de aquel segundo Sinuhé habían aparecido unas enigmáticas letras, labradas igualmente en humo: ALEF-MEN-TAV.

Estos caracteres hebreos, dispuestos en este orden, formaban la palabra EMET (verdad). Pero Sinuhé, aturdido ante el cada vez más rápido hundimiento del cuerpo de su compañera en la arena, no acertó a intuir en aquellos dramáticos momentos los propósitos de su amigo. E, irritado al ver cómo las tétricas manos seguían arrastrando a Nietihw hacia Dios sabe qué abismo, interpeló a Ra por segunda vez, urgiéndole a que los liberase de aquella nueva pesadilla. Por toda respuesta, la blanca y humeante escultura se arrodilló junto al casi desaparecido cuerpo de la hija de la raza azul, soplando con todo su poder sobre el pálido rostro de la mujer. Y por la boca del doble surgió un chorro de letras: las mismas que lucía en el tórax. Al momento, la delicada epidermis de Nietihw quedó cubierta por una especie de nieve, cuyos copos no eran otra cosa que cientos de alef, men y tav. Y ante la sorpresa del verdadero Sinuhé, el progresivo hundimiento de su amiga se vio interrumpido. E inmediatamente, como si hubieran sido alertadas por «algo» mucho más codiciado que el cuerpo que arrastraban a las profundidades de aquella playa, se destacaron entre la arena los famélicos y amenazadores dedos de las cuatro manos. Y todas ellas, al unísono, se dirigieron hacia la nevada faz de la señora.

Impasible, el segundo Sinuhé —del que se desprendían continuos y finos jirones de humo blanco— esperó a que las cuatro amputadas manos cabalgaran hasta detenerse sobre la cara de Nietihw. Una vez allí, cada una de las manos, visiblemente irritadas, se dedicó a pulverizar entre sus dedos los cientos de consonantes hebreas. Aquél, sin duda, era el momento esperado por la criatura que había creado Ra… Y antes de que las destructoras manos pudieran reaccionar, el doble abrió nuevamente su boca, practicando una profunda aspiración. Y ante la perplejidad de Sinuhé, todas las alef que aún reposaban sobre la cara de Nietihw se vieron absorbidas por la potente aspiración, penetrando de nuevo en aquella humeante figura. Sobre el rostro sólo permanecieron las men y tav, formando así una nueva y súbita palabra: muerte. Las manos, desprevenidas, se abrieron al contacto con la muerte. Pero era demasiado tarde. Los cientos de men y tav, a su vez, habían empezado a devorarlas. Y en segundos, las negras garras quedaron reducidas a sendas osamentas.

El doble giró entonces hacia la última mano: la que seguía aprisionando el pie del investigador. Pero, cuando se disponía a repetir la operación, los dedos soltaron el tobillo de Sinuhé, hundiéndose como escorpiones entre la arena esmeralda.

Y de la misma forma que había surgido, así vio extinguirse Sinuhé a su otro yo: sin que nadie pudiera evitarlo, el humo blanco fue absorbido de nuevo por la sortija, desapareciendo en un instante.

Sinuhé se precipitó entonces sobre el inmóvil cuerpo de su amiga. Sacudió de su rostro los restos de aquella nieve, arrojando lejos las esqueléticas garras. Y no sin esfuerzo pudo al fin desenterrar a Nietihw. Su cuerpo, en efecto, había vuelto a ser el de siempre. Y su amigo, alarmado, comprobó cómo su corazón permanecía mudo.

—¡No!… ¡Nietihw!

Todos sus intentos por reanimarla fueron inútiles. La hija de la raza azul, sumida en una total palidez, parecía efectivamente muerta. Desconsolado, se arrodilló junto a ella y abrazándose a su cabeza, se vio sorprendido por un amargo llanto. Pero, de pronto, arrastrado por una súbita indignación, arrancó la sortija de su dedo y maldiciendo la aparente pasividad de Ra, la arrojó violentamente hacia los restos del navío.

—¿Por qué?… ¿Por qué lo has permitido?

Cegado por la rabia y el sufrimiento, Sinuhé no reparó en otro suceso sorprendente: de las profundidades de aquel firmamento tenebroso surgió de repente el aleteo de un pájaro. Y tomando en su pico el anillo, voló hacia la pareja, posándose sobre el vientre de Nietihw.

Sinuhé, receloso, trató de espantar al enorme cuervo. Pero este, tras engullir la sortija, abrió de nuevo su negro pico, exclamando con voz grave:

—¡Hijos de IURANCHA! ¡No temáis! He venido a saldar mi vieja deuda.

Sinuhé retrocedió alarmado ante aquella ave parlante.

—Al principio de los tiempos —prosiguió el cuervo—, uno de mis antepasados desobedeció a un humano llamado Noé. Fue soltado después del gran diluvio, pero no regresó al arca. Por ello, y en castigo a su desobediencia, su blanco y primitivo plumaje fue cambiado por otro negro y sombrío. Y el pájaro dio unos cortos pasos sobre el cuerpo de Nietihw, introduciendo su pico en uno de los bolsillos de la túnica. Al retirarlo, apareció el pequeño frasco de cristal que contenía los luminosos y misteriosos gránulos de arena recogidos por Sinuhé en el calvero del bosque y que habían constituido su singular regalo de cumpleaños. Sinuhé ignoraba, por supuesto, que Gloria o Nietihw lo hubiera escondido en el fondo de su túnica.

El cuervo, saltando sobre la arena, fue a depositarlo a los pies de su desconcertado y mudo observador.

—Ahora estamos en paz —repuso el cuervo dirigiendo sus ojos azabaches hacia Sinuhé—. Será suficiente que los labios de tu compañera toquen los ibos para que vuelva a la vida.

—¿Los ibos? —preguntó extrañado—. ¿Qué son?

Y el pájaro, tras picotear vanas veces la pared de vidrio del recipiente que yacía sobre la arena, abrió sus alas, dispuesto a remontar el vuelo.

—Algún día, en IURANCHA —sentenció— a los ibos les llamarán tiempo.

Sin más, batió su plumaje, elevándose entre la luz esmeralda. Pero, cuando apenas si había iniciado el vuelo, la oscura tonalidad de su cuerpo desapareció, siendo sustituida por otra blanca y deslumbrante. Y el cuervo siguió alejándose hacia el sol negro del que había surgido.

Indeciso, Sinuhé contempló el frasco de arena. No sabía cómo, pero en todo aquello adivinaba la mano de Ra. Sin embargo, su amigo había sido tragado por aquel oportuno cuervo blanco. Y este pensamiento volvió a intranquilizarle. Desvió los ojos hacia Nietihw y, al verla inmóvil e indefensa, supo que la misión de búsqueda de los archivos secretos de IURANCHA había llegado a un momento sumamente delicado: él había perdido a Ra y Nietihw su corona mágica…

Pero, acostumbrado desde siempre a los cambios de suerte, no se dejó abatir. Recogió el providencial regalo de cumpleaños y, tras examinarlo, clavó sus rodillas junto al cuerpo de la hija de la raza azul. Abrió el recipiente e, incorporando ligeramente la cabeza de Nietihw, aproximó la boca del frasco a los lívidos labios de aquélla. Los gránulos se deslizaron entre destellos hasta tocar a Nietihw. En ese instante, al posarse sobre los labios, cada una de las partículas de aquella arena cenicienta perdió su luminosidad, convirtiéndose en microscópicas gotas doradas. Al contacto con aquella especie de oro potable, Nietihw reaccionó. Sinuhé sintió cómo el cuerpo de su compañera se estremecía. Sus labios se entreabrieron y el puñado de ibos desapareció en su boca.

—¡Nietihw!

Presa de una intensa emoción, fue asistiendo a la progresiva recuperación de la mujer. La palidez se esfumó y, al poco, sus ojos se abrieron.

—¡Oh!… ¡Nietihw!, ¿qué te ocurre?

La mujer parpadeó. Finalmente fijó la mirada en el asustado rostro de su compañero. Y Sinuhé pudo verificar cómo sus hermosas pupilas emanaban sendos abanicos luminosos, formados por los siete colores del arco iris. A cada parpadeo, los arcos iris desaparecían, reapareciendo cuando Nietihw sostenía sus ojos abiertos. Y aquellos haces multicolores —según pudo comprobar el investigador— llegaban a propagarse hasta la persona, cosa o lugar que constituían el objetivo de la visión de Nietihw. Así, cuando la hija de la raza azul —totalmente repuesta—, se decidió a incorporarse, las estelas de colores que partían de sus ojos iluminaron primero su propio cuerpo y, acto seguido, a la criatura que yacía sobre la playa, la flecha y, por último, los alejados restos del navío varado. La pregunta fatal no tardaría en producirse. Nietihw llevó las manos a sus cabellos y, al descubrir que su diadema había desaparecido, interrogó a su silencioso compañero. Éste se limitó a señalar al ser que permanecía junto a ellos.

—¿Qué ha sucedido? —le imploró, bañando el rostro de Sinuhé con aquellos catorce colores.

El investigador pasó a relatarle cuanto había vivido y presenciado y, al concluir, le interrogó a su vez sobre la razón por la que le había dejado solo en presencia de Samej, la serpiente.

Nietihw, con evidentes muestras de desaliento, se dejó caer sobre la arena. Hundió su rostro entre las rodillas y comenzó a sollozar. Pero no todo estaba perdido. Y Sinuhé, conmovido, se apresuró a consolarla. Al levantar su cabeza, el joven observó maravillado cómo las lágrimas de su amiga, en lugar de resbalar por las mejillas, eran capturadas por los abanicos de luz, deslizándose por ellos como la lluvia sobre el cristal. Y algunas de aquellas lágrimas pasaron de esta forma a los ojos y al rostro del propio Sinuhé, quien, perplejo, sintió cómo la zozobra y la tristeza de su amiga inundaban igualmente su corazón.

—Lo siento, Sinuhé —repuso la hija de la raza azul, haciendo un esfuerzo por recordar, Elm (la E) me había puesto sobre aviso de algo… Mejor dicho, de alguien.

Sinuhé asintió, trayendo a su memoria el lanzamiento de aquella letra por encima del acantilado.

—Luego, al pisar la playa, todo fue muy rápido y confuso… Sin proponérmelo, la «W» saltó de mi diadema y me vi arrastrada por ella hasta este mismo lugar. Tendida en la arena, casi como ahora, se hallaba esa u otra criatura muy parecida. Me incliné sobre ella y, cuando casi estaba convencida de que se hallaba muerta, sus brazos se dispararon hacia mí. A partir de ese momento, no puedo recordar…

—No lo sé de cierto —añadió Sinuhé—, pero es casi seguro que sólo buscaba tu corona…

La pareja guardó silencio. Y ambos, movidos por el mismo pensamiento, dirigieron sus miradas hacia el ser que había provocado aquella inesperada catástrofe. Sin embargo, como había intuido Sinuhé, no todo estaba perdido…

Al observar cómo Nietihw tomaba el frasco de arena entre sus manos, se decidió a formular el pensamiento que acababa de nacer en su mente y que, evidentemente, era compartido por su amiga:

—¿Crees que los ibos podrán…?

—Pronto lo averiguaremos —replicó la mujer, dirigiéndose con decisión hacia la criatura. Pero, al llegar hasta el pequeño ser, Sinuhé retuvo a su compañera.

—Un momento…

E inclinándose sobre el enjuto cuerpecillo descubrió con cierta alarma cómo la cabeza de la flecha, en lugar de perforar el pecho, había mordido con sus fauces la negra y rugosa piel, justamente en el punto donde la criatura presentaba aquel extraño emblema: un círculo rojo con otro más pequeño y negro en el centro.

—¡Dios!…

—¿Qué ocurre? —preguntó Nietihw intrigada. Sinuhé le mostró aquella especie de escudo y en tono solemne anunció.

—Ésta criatura lleva sobre su pecho la bandera de Lucifer… Debemos actuar con precaución.

Nietihw retrocedió asustada. Su compañero, con gran sigilo y meticulosidad, procedió a estudiar el cuerpo del presumible servidor del Maligno. Tal y como había sospechado, la estructura de aquel ser era casi idéntica a las de aquellos que él había visto en Sotillo: una enorme cabeza, provista de dos minúsculos ojos, tan negros como su piel y rodeados de aquella extraña y repulsiva callosidad y, en el lugar que debería ocupar la boca, una especie de orificio igualmente circular. Sinuhé no acertó a descubrir fosas nasales ni oídos. El resto del cuerpo —de un metro escaso de longitud— aparecía cubierto y protegido por una piel correosa. Los brazos, extremadamente largos y delgados, se proyectaban por debajo de las rodillas, terminando en unas manos casi infantiles, con cinco dedos iguales, pero sin pulgares. Los piececillos, en cambio, carecían de dedos.

Tampoco disponía de sexo. Sinuhé, consternado, no supo explicarse por qué aquella monstruosa criatura no ofrecía un cuerpo transparente como los que él había visto en las ocasiones precedentes. ¿Qué podía provocar aquella sustancial diferencia? Si el inquieto investigador hubiera podido conocer en aquellos momentos las tumultuosas circunstancias a través de las cuales llegaría a desvelar este nuevo misterio, lo más probable es que allí mismo hubiera rogado por el fulminante fin de su misión… Pero Sinuhé, absorto en aquella minuciosa exploración, no podía imaginar lo que les deparaba el destino. Al reparar de nuevo en las fauces de la flecha observó con preocupación cómo entre los colmillos de hielo, que aprisionaban y desgarraban parte del tórax, no aparecía sangre. Desconfiado, pegó su oído al pecho pero, tras una atenta escucha, no percibió sonido alguno. O aquel ser carecía de corazón o, cosa probable, se hallaba realmente muerto… Y algo más sereno se dispuso a arrancarle la saeta. Nietihw había vencido parte de su miedo y, arrodillándose junto a su amigo, preparó el frasco con los ibos.

Nada más cerrar su mano sobre el fuste de hielo de la flecha, la reducida cabeza de Samej cobró vida y sus fauces se abrieron, dejando libre su presa. Sinuhé soltó la saeta y ésta, trazando una curva sobre su cabeza, fue a introducirse en la aljaba. La pareja, expectante, aguardó. Pero la criatura siguió inmóvil, con los vidriosos ojos fijos en aquel cielo verde-esmeralda.

Y Sinuhé, armándose de valor, pasó su brazo izquierdo por debajo de la campanuda cabeza, despegándola de la arena. Cuando su mano rozó aquella piel rugosa como el esparto, un escalofrío le recorrió las vísceras. Procurando disimular, animó a su amiga para que abriera el recipiente y vertiese parte de la destellante arena sobre el tenebroso agujero que parecía servirle de boca…

Y Nietihw, con manos temblorosas, aproximó el frasco al rostro del monstruo.

Como medida de precaución, Sinuhé rogó a su compañera que se apartase. Sujetó los brazos de la criatura con gran firmeza y esperó.

Los finísimos y destellantes granos de arena que el cuervo blanco había denominado ibos, y que el investigador había empezado a identificar con porciones de tiempo, habían ido cayendo sobre la boca circular del ser. Y, al igual que sucediera con la hija de la raza azul, no tardaron en convertirse en aquel oro líquido. Pero ¿tendrían el mismo efecto revitalizador que en el caso de Nietihw? La respuesta no se hizo esperar…

Lo primero que llamó la atención de los jóvenes iuranchianos fue una potente luminosidad en el emblema situado en el centro del pecho. Por las numerosas dentelladas practicadas por la triple fila de dientes de Samej surgieron otros tantos hilos de luz, de un vivo escarlata. Una misteriosa actividad había empezado a producirse en el interior de la criatura. Curiosamente, la mordedura de la serpiente había dejado sobre la bandera de Lucifer una figura familiar: los tres anillos concéntricos que constituían, precisamente, el símbolo contrario: el de Micael. Cada uno de estos círculos se hallaba formado por veinticuatro pequeños orificios, provocados, como digo, por los colmillos de la flecha de hielo. En total —según contó Sinuhé—, los tres círculos sumaban 72 hendiduras, por las que escapaban otros tantos rayos luminosos. Fascinados por aquella triple corona escarlata que brotaba de su tórax, ni Sinuhé ni Nietihw advirtieron cómo los ojos de la criatura empezaban a parpadear… Y, poco a poco, la luminosidad rojiza fue perdiendo fuerza, hasta apagarse por completo. Y la criatura, levantando su enorme cráneo, clavó sus ojos en la mujer. Nietihw, pálida, no pudo separar su mirada de aquellos impenetrables círculos. Y durante algunos minutos, sus catorce colores fueron misteriosamente absorbidos por las negras y opacas paredes que formaban tales ojos. El rostro de Sinuhé había quedado a poco más de un palmo de aquella horrenda cabeza. Consciente del riesgo que podía suponer soltar los brazos de la criatura, continuó en la misma postura: de rodillas y a horcajadas sobre el frágil cuerpo. El ser debió percibir el progresivo miedo, de Sinuhé. Giró entonces su cabeza hacia él y el orificio que le servía de boca se abrió. Y ante la sorpresa de la pareja, exclamó con voz ronca y cavernosa:

—Os doy las gracias por haberme concedido un nuevo período de vida… No temáis. Aunque mi misión, como la de mis hermanos, los medianes primarios, consiste en aniquilaros, en mi memoria quedan restos de un sentimiento que, ahora, es más fuerte que la orden de Belzebú…

Sinuhé, desconcertado, interrogó a su amiga con la mirada. Y Nietihw, convencida de la sinceridad del median, hizo un geste de aprobación.

Sinuhé procedió a soltar a la criatura. Sin embargo, receloso, echó mano al instante de la flecha de hielo, apuntando con ella hacia el emblema de Lucifer.

El median se puso en pie y, moviendo su cabeza negativamente, reprochó la actitud amenazante del joven:

—Mi nombre es Vana y, como os he dicho, mis creadores (Van y Amadon) supieron dotarme desde un principio del sentimiento de gratitud. ¿Cómo puedo demostrarlo?

—Si es cierto lo que dices —intervino Nietihw—, dinos cómo llegar hasta Solonia, el guardián de Edén… Vana pareció dudar. Pero, finalmente, llevando su mano izquierda sobre los círculos rojo y negro de su pecho, habló así: —Otros 40 000 seres como yo, residentes en IURANCHA desde la llegada de los Cien de Caligastía, velan por la seguridad de los archivos que buscáis con tanto empeño… Voy a saldar mi deuda de gratitud hacia vosotros porque (estoy seguro) mi revelación no pone en peligro el sagrado secreto que envuelve tales archivos… A Solonla sólo puede llegarse a través de los hombres Pi.

—¿Los hombres Pi? —preguntó Sinuhé al tiempo que devolvía la saeta a su carcaj—, ¿quiénes son?

El median guardó silencio. Dio varios pasos en dirección a su interlocutor y, tomando entre sus dedos el collar de números que colgaba del cuello de Sinuhé, repuso—: ¿Y tú me lo preguntas?… Sólo los miembros de la Orden del Gran Número pueden llevar este distintivo… Sin embargo —pareció reflexionar Vana—, es evidente que ni tú ni la mujer sois hombres Pi.

Nietihw, cada vez más inquieta, no dejó terminar a la criatura:

—¿Y cómo podemos llegar hasta ellos?

El median se volvió entonces hacia el barco y, dirigiendo su brazo izquierdo hacia los restos, repuso:

—Dalamachia…

Antes de que pudiera proseguir, la superficie de la arena sobre la que se encontraban empezó a agitarse. Y Vana, Nietihw y Sinuhé descubrieron con horror cómo decenas de oscuros y nerviosos dedos aparecían entre sus pies…

—¡Las golem!… ¡Huid!… ¡Son las golem! La voz del median se quebró. Una veintena de aquellas sarmentosas manos había hecho presa en sus famélicas piernas, arrastrándole hacia el interior de la tierra.

—¡Huid!

Sinuhé esquivó de un salto las primeras garras que reptaban ya hacia él y tomando del brazo a su compañera, la arrastró en dirección al navío varado…

Nietihw, presa del pánico, obedeció a su amigo, corriendo con desesperación.

Sinuhé volvió el rostro y observó cómo la cabeza de Vana desaparecía, engullida entre remolinos de polvo esmeralda.

Cuando el median fue definitivamente tragado, un enjambre de aquellas huesudas garras, saltando y avanzando como un ejército de oscuras arañas, se precipitó tras la pareja. Jadeantes siguieron corriendo hacia el casco, pero el avance sobre la arena resultaba cada vez más lento y fatigoso. Y las manos, mucho más ágiles, fueron ganando terreno. Cuando apenas faltaban cincuenta metros para alcanzar el buque, una de las garras, más veloz que el resto, hizo presa en la túnica de Nietihw. Y la hija de la raza azul, al sentirla, se detuvo, paralizada por el miedo.

—¡No! —le gritó Sinuhé— ¡sigue!… ¡Sigue!

Los afilados dedos empezaron a tirar hacía el suelo, mientras el resto de las manos, adivinando la crítica situación de los humanos, frenó igualmente su atropellado avance, deslizándose ahora con movimientos lentos y calculados. Sinuhé, sin pensarlo, extrajo la flecha de hielo y, levantándola por encima de su cabeza, asestó un preciso golpe sobre la garra. Y las fauces de Samej, abiertas desde el instante mismo en que fuera retirada de la aljaba, se cerraron como un cepo mortal sobre las nervudas articulaciones de la cara posterior. Los dedos, heridos por la cabeza de la saeta, soltaron la túnica y Nietihw, ante los imperiosos gritos de su compañero, siguió huyendo hacia el barco.

El investigador, sin pérdida de tiempo, colocó la flecha en su arco y, apuntando hacia el hervidero de garras, disparó. Pero la saeta, con su presa entre los dientes, fue a caer en la arena, entre el arquero y el enfurecido enjambre. Al punto, ante los atónitos ojos del iuranchiano, entre continuos estertores, las puntas de aquellos cinco agonizantes dedos comenzaron a prolongarse, apareciendo en cada una de ellas sendas cabezas de serpiente. Y las nuevas cinco Samej cayeron a su vez sobre otras tantas garras. Y éstas, sufriendo idéntica metamorfosis, fueron a clavarse sobre el resto de las manos que, desconcertadas, empezaron a retroceder. Sinuhé, aprovechando la confusión, corrió tras los pasos de Nietihw. Ésta, desde lo alto de la cubierta del navío, tenía los ojos fijos en aquel cimbreante bosque de implacables serpientes que, poco a poco, había ido exterminando a las diabólicas y enigmáticas golem.

Sin respiración, su compañero alcanzó al fin el inclinado casco. Pero, antes de saltar junto a Nietihw, algo le llamó la atención. En aquella banda de babor, junto a la proa, podía leerse aún un desgastado nombre: DALAMACHIA.

Al verle aparecer sobre la carcomida cubierta, Nietihw, presa de un ataque de nervios, se arrojó en brazos de su amigo. Sinuhé, sin perder de vista la singular batalla que tenía lugar sobre la playa, acarició sus cabellos, procurando tranquilizarla. Sin embargo, cuando sus corazones latían aún vertiginosamente, otro suceso vino a conmocionarles: de improviso, aquella atmósfera verdosa que les envolvía se oscureció. Y todo quedó sumido en una luz violeta…

—¡Dios mío!… ¿Qué es esto?

Ante el desconcierto de la pareja, el sol negro corría ya muy próximo al horizonte, a punto prácticamente de ocultarse tras una de las cadenas montañosas.

—Debemos darnos prisa —reaccionó Sinuhé, intuyendo que aquellos cambios de coloración en la atmósfera debían guardar una estrecha relación con el movimiento del extraño sol—; es preciso que busquemos el camino hacia los hombres Pi… Nietihw asintió.

Aquélla brusca oscuridad violácea, sin embargo, había venido a complicar la ya angustiosa situación de nuestros amigos. La cubierta del buque apenas si era visible y la playa, por supuesto, sólo constituía una tenebrosa incógnita. ¿Qué había sucedido con Samej?

Sinuhé comprobó que la saeta no había regresado a su aljaba. Y un inquietante pensamiento comenzó a hostigarle: ¿habrían vencido las golem a su única aliada?

Ni la hija de la raza azul ni su compañero estaban dispuestos a esperar el resultado de aquel sangriento encuentro entre la cabeza de la serpiente y las manos amputadas. Y Sinuhé, recordando la última indicación de Vana, el median rebelde, sugirió a Nietihw que descendieran cuanto antes a las profundidades de la embarcación. Quizá allí, en alguna parte del viejo casco, encontrasen el camino hacia los enigmáticos hombres Pi.

La mujer, movida por un irrefrenable deseo de alejarse de las golem, accedió al momento. Los haces multicolores de sus ojos iluminaron la cubierta, descubriendo hacía popa la que parecía la única entrada. Los arcos iris de la mujer exploraron fugazmente la oscura cámara y, tras lanzar una última ojeada a la playa, Sinuhé introdujo su arco de hielo por el escotillón, comprobando con gran contrariedad que la distancia hasta el fondo de la bodega era superior a los cinco metros. ¿Cómo podían salvar semejante altura? Ra había desaparecido y, para colmo, la diadema cósmica de Nietihw había sido robada y enterrada por una de aquellas golem… La mujer comprendió el problema y, señalando el collar de números que portaba su amigo, le sugirió que lo utilizase.

—Pero, si apenas alcanza medio metro de longitud… —esgrimió Sinuhé, descartando la idea.

Nietihw sonrió y tomando el collar entre sus manos le pidió que recordase a qué letra hebrea se hallaba ligado el número pi.

—A samej —contestó aquél, sin saber adónde quería ir a parar.

—¿Y cuál es su valor numérico? —insistió la hija de la raza azul.

—Sesenta… ¡Claro! —descubrió al fin el miembro de la Orden de la Sabiduría—. ¡Sesenta!

Y haciéndose con la cadena de números flotantes invocó la letra y su número sagrado:

—¡Samej!… ¡Sesenta!

Al momento, a los quince primeros dígitos del número pi se encadenaron otros cuarenta y cinco, hasta formar una secuencia de sesenta.

Y sin dudarlo, Sinuhé arrojó por el escotillón la mágica cuerda de números. Y Nietihw, con gran decisión, fue la primera en descender por la improvisada escala.

El investigador dudó. ¿Clavaba el primer número —el 3— en el marco de madera del escotillón y se deslizaba así hasta la bodega, o recogía la cuerda y salvaba la distancia de un salto? Si se inclinaba por la primera solución, lo más probable es que no pudiera recuperar su collar, ahora convertido en un largo cabo… Y en una de sus típicas reacciones, arrolló nerviosamente la cadena en torno a su cintura, lanzándose al vacío.

Al verlo caer, Nietihw profirió un grito, ocultando el rostro entre sus manos. Y al cerrar sus ojos, la oscuridad en el fondo del barco fue total.

Sinuhé, en su celo por conservar la mágica cuerda, no había calculado bien la distancia. En realidad eran siete los metros que debía salvar. Y, cuando estaba a punto de estrellarse, algo vino a frenar la caída.

La hija de la raza azul retiró sus manos y los haces de colores volvieron a iluminar el lugar. El cuerpo del inconsciente reportero se balanceaba como una pluma a poco más de metro y medio del suelo. Nietihw acudió en su ayuda, descubriendo entonces por qué su amigo había quedado providencialmente suspendido en el aire: Samej, la saeta de hielo, aparecía cimbreante a su espalda, con sus fauces clavadas en el cinturón de números.

Lentamente, la flecha fue descendiendo, hasta que los pies de Sinuhé tocaron el fondo de la bodega. Una vez a salvo, la cabeza de la serpiente soltó su presa, reincorporándose al vacío carcaj. Repuestos del susto, ambos se dedicaron a una exhaustiva exploración del lugar. Los ojos de Nietihw, única fuente de iluminación, recorrieron la estancia, comprobando con sorpresa que se hallaban en una reducida y vacía estancia… de forma piramidal. Curiosamente, el vértice donde confluían los cuatro inclinadísimos tabiques lo constituía el escotillón por el que acababan de bajar.

A los pocos minutos, sorpresa y desilusión eran los sentimientos dominantes en los corazones de nuestros aventureros. Sorpresa porque, según pudieron verificar, aquellas cuatro caras de la pirámide no estaban construidas a base de madera, como la cubierta y el exterior del casco. Los supuestos mamparos se hallaban formados por veintitrés hileras de piedras cada uno. Y cada hilera, a su vez, integrada por graníticos bloques rectangulares…

Desilusión porque, por más que palparon y revisaron, allí no había puerta o conducto algunos.

—¿Qué es esto…? ¿Habremos equivocado el camino? —manifestó Sinuhé, dirigiendo una impaciente mirada a la violácea claridad que se recortaba desde el escotillón.

Pero su compañera, semiarrodillada frente a uno de los muros, no parecía atender los comentarios de su amigo. Sus dos abanicos multicolores se hallaban concentrados en una misteriosa pintura en la que apenas habían reparado hasta ese momento.

Sinuhé, cada vez más inquieto, seguía hablando solo, tentando con frenesí aquellas hileras de frías piedras, trazadas y ajustadas de forma impecable. Y, de pronto, sin saber por qué, tuvo el presentimiento de que habían caído en una trampa…

Sin embargo, optó por silenciar aquella súbita sensación. E, intrigado por el silencio de su compañera, terminó por unirse a ella. Ante sus ojos, ocupando buena parte de uno de los muros, aparecía, no una pintura, sino un delicado relieve, tallado sobre la apretada red de bloques rectangulares. Los catorce colores que emanaban de Nietihw fueron paseándose de arriba abajo y de izquierda a derecha, mostrando al miembro de la Escuela de la Sabiduría una conocida muestra del milenario arte egipcio: un círculo —símbolo del dios Ra—, del que partían nueve largos rayos luminosos cuyos extremos eran rematados por sendas manos humanas. Tras unos minutos de atenta observación, Sinuhé pidió a la hija de la raza azul que concentrase toda su luz en aquellas manos. Nietihw obedeció, descubriendo, a su vez, que, en cada una de las palmas, aparecía labrada una pequeña letra hebrea… D… A… L… A… M… A… CH… I… A… La voz del investigador, leyendo y traduciendo cada uno de estos caracteres, se propagó por el estrecho y puntiagudo recinto con un eco solemne.

—Dalamachia —repitió Sinuhé, sumido en profundas cavilaciones. Pero el insólito criptograma no concluía ahí. Nietihw bajó los ojos, iluminando al pie del ideograma una serie de jeroglíficos. Y el sóror, adiestrado por la Logia secreta en la lectura e interpretación de la triple escritura de Egipto (la jeroglífica, la hierática y la demótica), no tardaría en comprobar que aquellos grafismos correspondían a esta última: la de los muy iniciados… Nietihw dejó que su compañero ultimara la traducción de la referida leyenda. Y, al fin, con una exclamación de triunfo, procedió a leer en voz alta:

—Si, Nietihw… Ahora comprendo. Escucha: ¡Oh Ra!… La lengua sagrada ilumina el número de tu ojo: llave de Dalamachia. La mujer, sin comprender el significado de aquellas palabras, le rogó que se explicase con claridad.

—Alguien (no sé quién) ha escrito en este muro la clave para entrar en Dalamachia…

—Pero —le interrumpió la hija de la raza azul— ¿qué es Dalamachia?

Sinuhé se encogió de hombros.

—Eso no lo sé… Sin embargo, tal y como nos indicó Vana, ese nombre debe guardar alguna relación con los hombres Pi… Y la única forma de averiguarlo es poner en práctica lo que esconde este relieve.

—¿Y qué debemos hacer?

—Observa —señaló el joven— que la lengua sagrada en cuestión sólo puede ser la hebraica: la que forma la palabra Dalamachia.

—Sigo sin comprender…

—Observa igualmente —continuó Sinuhé con un creciente entusiasmo— que cada una de estas letras hebreas tiene un valor numérico… Pues bien, si sumamos todos y cada uno de esos valores, ¿qué número crees que se obtiene?

Ésta vez fue Nietihw la que se encogió de hombros.

—¡El seis! —estalló Sinuhé.

—Otra vez el seis… —murmuró la mujer con un cierto aire de preocupación.

—Sí. Fíjate… No hay duda…

Y Sinuhé, arrodillándose frente a las nueve manos, entonó la primera letra —la D—, como si de un mantra se tratase: —¡Daleth!… el cuatro…

El eco se propagó por la pequeña pirámide y, de pronto, en el centro del disco o círculo superior se destacó un intenso punto rojo.

—¡Dios mío!… ¡Sinuhé: mira!

Estupefacta, la pareja permaneció unos segundos con la vista fija en el redondel de piedra. ¿De dónde procedía aquella luz rojiza?

Sinuhé, comprendiendo que el canto de cada una de aquellas letras provocaba la activación de algún resorte o mecanismo secreto en el círculo, se apresuró a entonar la segunda:

—¡Aleph!…, el uno.

Un nuevo eco se confundió con los restos del primero y, tal y como había supuesto, un segundo punto rojo apareció en el símbolo solar.

—¡Lamed!…, el treinta. Como un milagro, al pronunciar la L, una tercera ascua escarlata brilló en el gran círculo.

—¡Aleph!…, el uno.

—¡Mem!…, el cuarenta.

—¡Aleph!…, el uno.

—¡Cheth!…, el ocho.

Al cantar la CH, un séptimo punto —también rojizo— se abrió en el disco y Nietihw, que seguía iluminando la parte superior del relieve con sus arcos iris, susurró al tiempo que se aferraba, temerosa, al brazo del exultante Sinuhé: —¡No sigas!

Pero, haciendo caso omiso de las cautas palabras de la mujer, entonó la penúltima letra:

—¡Yod!…, el diez.

En el centro del círculo, los ocho puntos formaban ya la figura de un «6» de un vivísimo escarlata. Y Sinuhé, al verlo, repitió victorioso la leyenda que acompañaba el ideograma: —Sólo la lengua sagrada ilumina el número de tu ojo: llave de Dalamachia.

Pero, antes de que el investigador llegara a cantar la última A, una corriente de aire helado procedente del escotillón los indujo a mirar hacia lo alto…

Los haces multicolores de los ojos de Nietihw iluminaron entonces una figura cuadrangular. Se hallaba suspendida a corta distancia sobre la boca —también cuadrada— por la que habían penetrado en el interior del barco. Y la pareja, intuyendo nuevos y graves acontecimientos, se apresuró a situarse en la vertical del referido escotillón. En esos precisos momentos, mientras observaban cómo aquella especie de losa se precipitaba hacia el truncado vértice de la pirámide, Sinuhé experimentó nuevamente la angustiosa sensación de que habían caído en una trampa. El chasquido de la pieza, encajando y cerrando el escotillón, fue la trágica confirmación.

—¡Oh, no!… ¡Estamos atrapados!

Nietihw, temblorosa, se aferró de nuevo a Sinuhé, implorándole que hiciera algo. Pero el miedo del investigador era tan intenso como el de su compañera y, a pesar del viento helado que había precedido al cierre del recinto, su rostro empezó a sudar copiosamente.

Fueron necesarios algunos e interminables minutos para que, al fin, sobreponiéndose, se decidiera a actuar. Aparentando calma, rogó a su amiga que iluminara de nuevo uno de los oblicuos muros de la pirámide. Nietihw accedió entre sollozos. Y ante el desconcierto de la hija de la raza azul, se dedicó a contar las sucesivas hileras de piedras que armaban el muro. Concluido el recuento, se dirigió a la pared contigua, repitiendo la operación con un mutismo irritante.

Al terminar, su rostro se iluminó. Nietihw supo entonces que su enigmático amigo había descubierto algo. Pero, dominando su incertidumbre, prefirió guardar silencio y esperar. Sinuhé contó igualmente las hileras de piedras del tercer y cuarto muros y, una vez satisfecha su curiosidad, dio una palmada, exclamando con un hilo de esperanza:

—¡Nietihw, creo que estoy en lo cierto…! —La mujer le miró anhelante.

—Cada una de estas paredes —añadió el sóror— consta de veintitrés hiladas o filas de bloques de piedras. Y las cuatro, como puedes observar, rematan la cúspide de una pirámide… ¿No te dice nada todo esto? Nietihw reflexionó:

—¿La cúspide de una pirámide? ¿Veintitrés hiladas de piedra?… Sinuhé no llegó a captar el gesto de impotencia en el rostro de su amiga. Absorto en sus meditaciones había vuelto sobre uno de los muros, procediendo a medir la altura de vanos de aquellos sillares.

—¡Exacto! —comentó para sí—. ¡Once décimas de paso!… Ahora sólo resta una última comprobación.

Y ante los atónitos ojos de Nietihw empezó a caminar —de norte a sur y de este a oeste— sobre la cuadrada plataforma que formaba el piso de la pirámide.

—No hay duda. Cada lado de este cuadrado —repuso—, suma algo más de veintiún pasos: la famosa unidad lineal del antiguo Egipto. Es decir, teniendo en cuenta que cada uno de estos pasos egipcios equivale a 0,5432 metros…, sí, poco más o menos la mitad… Eso significa unos once metros.

Nietihw, consumida por la impaciencia y aterrorizada ante la idea de aquel enterramiento en vida, estalló:

—¡No entiendo nada, Sinuhé! ¿Qué es lo que te propones? ¿Cómo vamos a escapar de esta trampa?

—No pierdas los nervios… Si no me equivoco, nos encontramos en la parte superior de la Gran Pirámide de Keops… La mujer, temiendo que aquella serie de infaustos sucesos hubiera podido trastornar la mente de su compañero, tomó sus manos entre las suyas e iluminando el rostro de Sinuhé con sus arcos iris, le interrogó sin poder ocultar su preocupación: —¿Estás bien?

Sinuhé comprendió y, esbozando una media sonrisa, replicó:

—Todo lo bien que puede permitirme esta locura. Y saliendo al paso de las lógicas dudas de Nietihw, le detalló cuanto había averiguado:

—Tú sabes que en la actualidad… Es decir —rectificó—, en esa actualidad a la que pertenecíamos antes de saltar a este extraño mundo, la famosa Gran Pirámide del rey Keops se halla o se hallaba truncada.

La hija de la raza azul asintió. Ella, como Sinuhé, sabía que la cima de dicha pirámide fue mutilada siglos atrás; muy probablemente en el siglo IX, en tiempos del califa Al-Mamum, que fue quien ordenó el desgraciado desmantelamiento de los bloques de piedra del revestimiento de la citada construcción.

—Pues bien, según todos los egiptólogos, en un principio, la Gran Pirámide estaba compuesta por 226 hiladas de bloques. En esa actualidad o tiempo o mundo de los que procedemos, la referida tumba de Keops sólo presenta 203 hiladas. Faltan, por tanto, 23…

Sinuhé señaló entonces los cuatro muros que les encarcelaban, sentenciando:

—Casualmente, este remate piramidal tiene las mismas hiladas y dimensiones que la cúspide arrebatada a la Gran Pirámide: veintiún pasos y pico en su base o, sí lo prefieres, once metros y medio y algo más de trece pasos de altura.

—¿No puede tratarse de un error o de una casualidad?

Sinuhé volvió a sonreír. Él, como miembro de la Logia secreta de la Sabiduría, había sido adiestrado en la llamada Mística de los Números, practicada de forma sistemática por los egipcios y, muy especialmente, por los constructores de pirámides.

—No ignoras —replicó— que la mística del número (auténtica religión para los egipcios) les exigía que toda cantidad, cualquiera que fuera su naturaleza, debía reflejar el simbolismo de la Justedad. A su vez, esta Justa Medida era el símbolo de la virtud humana. Y una de las más importantes manifestaciones de esa Justedad lo constituían los llamados triángulos rectángulos sagrados. Los egipcios los utilizaron en todas sus construcciones importantes y la Gran Pirámide no fue una excepción. En mis estudios sobre esta Maravilla pude constatar cómo, a partir de la hilada 203 (sobre la que nos encontramos en este instante) únicamente la 226 equivalía cuantitativamente al diámetro potencial de una circunferencia de 709,9999 de longitud, cuya fracción infinitesimal hace que su lectura virtual sea de 710 enteros, convirtiéndose, con su diámetro de 226 enteros, en la más perfecta circunferencia, símbolo, como te digo, de esa Justa Medida…, y testimonio evidente del conocimiento que tenían sus constructores de la razón existente entre el diámetro y su circunferencia.

Por otra parte, una de esas medidas que acabo de verificar (siete metros y pico de altura) equivale a la vigésima parte del volumen de la Pirámide, de 270 pasos o 146, 6 metros de altura…

Sinuhé advirtió que Nietihw apenas si podía seguir —y mucho menos comprender— las explicaciones matemáticas que estaba recibiendo. Y resumiendo su descubrimiento, concluyó: —Quiero decirte que sólo la Gran Pirámide de Keops reúne o reunía las medidas concretas a que estoy refiriéndome. En consecuencia, y no me preguntes cómo ni por qué, estamos prisioneros en lo más alto de la misma. Nietihw no tuvo tiempo de formular la siguiente y más importante cuestión: ¿cómo escapar de aquel angustioso encierro? Las mediciones de Sinuhé habían interrumpido las sucesivas invocaciones de las letras sagradas y esto, a la vista de lo que empezaba a brotar en el cabalístico relieve, podía precipitar los acontecimientos…

Ocho de las nueve manos humanas que remataban los rayos luminosos que nacían del disco o símbolo solar habían empezado a cobrar vida. Nietihw se percató de ello y, desconcertada, señaló el relieve, al tiempo que lo iluminaba con sus haces multicolores. Y la pareja, muda y paralizada por la sorpresa, observó cómo aquellos dedos de piedra se contraían y articulaban, pujando por desprenderse del muro. Sólo la última mano —la que presentaba en su palma la A que completaba la palabra Dalamachia— seguía manteniendo su primitivo y pétreo aspecto.

Y, de pronto, la primera de las manos se cerró violentamente, aplastando en su interior la letra D. La hija de la raza azul enfocó sus arcos iris sobre dicha garra, comprobando con espanto cómo las afiladas falanges se teñían de negro. Al momento, con un crujido siniestro, la garra se quebró a la altura de la muñeca, cayendo sobre el enlosado.

—¡Las golem!

Nietihw y Sinuhé retrocedieron hasta el centro de la pirámide, mientras el resto de las convulsivas y serpenteantes manos iban cerrándose, pulverizando cada una de las letras alojadas en sus respectivas palmas. Y una tras otra, al igual que la primera, fueron desprendiéndose del relieve, cayendo sobre el piso y avanzando lenta y amenazadoramente hacia los iuranchianos.

—¡Sinuhé!, ¿qué podemos hacer?

El primer impulso del hombre fue echar mano de su flecha de hielo. Pero, antes de utilizar a Samej, entonó la última de las letras sagradas:

—¡Aleph!…, el uno.

El eco del nuevo mantra rebotó enloquecido en los muros de la cúspide de lo que Sinuhé suponía la Gran Pirámide de Keops. Y, al momento, apareció un noveno y postrero punto escarlata, configurando un definitivo 6 en el centro del disco del ahora mutilado altorrelieve.

A partir de esos instantes, todo se precipitó. Las golem, como si intuyeran que sus presas podían escapar nuevamente, arquearon los oscuros dedos, dispuestas, al parecer, a saltar como felinos sobre la pareja. Pero, como digo, los acontecimientos iban a atropellarse unos a otros…

Los nueve pequeños círculos que emitían la luz rojiza abandonaron de pronto su forma de 6 y, adoptando una posición horizontal, se convirtieron en un almendrado ojo.

—¡Mira, Nietihw! —exclamó Sinuhé, convencido de que aquél tenía que ser el ojo a que hacía referencia la misteriosa inscripción. Y el ojo comenzó a parpadear desde el centro del círculo de piedra. Y a cada parpadeo, del ojo de Ra fueron expulsados millones de copos blancos y luminosos, idénticos a los ibos que habían visto ascender desde la arena del calvero. En segundos, todo, incluidos los muros y el pavimento de la pirámide, fue cubierto por las torrenciales emisiones de corpúsculos. Y antes de que las garras, igualmente bañadas por los ibos, llegaran a reaccionar, éstos cristalizaron, convirtiéndose en innumerables y minúsculos espejos triangulares.

Sólo los cuerpos de Sinuhé y Nietihw se vieron libres de dicha transformación.

Las golem —desconcertadas— contuvieron el inminente ataque. Aquélla constelación de espejos había empezado a reflejar las nevadas y relucientes figuras de los humanos en miles de puntos opuestos, incluidas las abruptas superficies de las garras. Y los catorce colores que partían de los ojos de Nietihw, reflejados ahora en el mosaico de espejos que constituía cada una de las 1 185 piedras rectangulares que formaban las cuatro paredes, así como en las losas del pavimento y en las igualmente espejeantes manos, llenaron el recinto con más de cien mil bandas multicolores que se entrecruzaban y reflejaban de nuevo, formando una diabólica tela de araña. Sin embargo, tras los primeros momentos de confusión, vanas de las golem saltaron hacia el centro de la pirámide. Y sus curvadas uñas hicieron blanco en los rostros de Nietihw y de Sinuhé…

Las garras, al comprobar que su ataque había sido certero, se ensañaron con los cuerpos de la pareja. Vanas de las golem estrangularon los cuellos de los iuranchianos, mientras otras, sedientas de sangre, disparaban sus dedos sobre los ojos, clavándolos como garfios.

Al perforar los globos oculares, los arcos iris se extinguieron y, con ellos, el laberinto multicolor que llenaba la pirámide. Sólo los millones de copos blancos que cubrían las hieráticas figuras de Sinuhé y de la hija de la raza azul siguieron destellando en la oscuridad. Casi simultáneamente, los inmóviles cuerpos de nuestros aventureros empezaron a desmoronarse. Como si, en efecto, se tratase de estatuas de arena, aquellas esfinges se vinieron abajo, arrastrando a las golem en su desintegración.

Coléricas, las garras fueron emergiendo de entre los luminosos montones de ibos en que habían quedado reducidos Nietihw y su compañero. Pero, para cuando las amputadas y espejeantes manos lograron desembarazarse de los refulgentes gránulos, otro increíble suceso estaba a punto de consumarse: cegadas por aquel instinto asesino, las golem no habían reparado en el disco de piedra y en su enigmático y parpadeante ojo… Éste, separándose del muro, sobrevoló el lugar, deteniéndose sobre las garras. Su parpadeo se hizo entonces más y más rápido y los millones de ibos fueron absorbidos hacia lo alto, penetrando como un torbellino por la pupila escarlata. Y el ojo de Ra multiplicó su fulgor, hasta convertirse en una esfera rojiza y palpitante. Las golem se replegaron hacia uno de los ángulos de la pirámide y, de pronto, la pequeña nube esférica comenzó a gotear, salpicando de rojo el gran espejo que cubría el enlosado. Dos de aquellas gotas aumentaron de tamaño y el resto, impulsado por un oculto poder, se distribuyó a su alrededor, formando un sanguinolento entramado que comenzó a hincharse sobre el pulido pavimento.

Lo que había sido el ojo de Ra terminó por disolverse y, cuando la última gota escarlata se precipitó sobre la monstruosa forma que seguía creciendo sobre el suelo de la pirámide, la totalidad de los espejos se agrietaron. Y con un bramido, aquella figura se despegó hacia lo alto, iluminando la cámara con dos enormes y circulares ojos inyectados en sangre: ¡era Samej, la serpiente! Su corpulento cuerpo continuó emergiendo entre las losas, mientras su cabeza giraba y se balanceaba en el aire, en busca de algo… Al fin, el ofidio descubrió a las golem. Arqueó el vientre y, abriendo sus fauces, exhaló un espeso chorro de humo verde que cubrió a las garras.

Concluida su misión, el cuerpo de Samej retrocedió, hundiéndose y desapareciendo por el mismo orificio por el que había brotado. Cuando sus inmensos ojos circulares se perdieron definitivamente bajo las losas, éstas se cerraron tras la serpiente y las tinieblas reinaron de nuevo en la pirámide. Pero ¿qué había ocurrido con las golem? Y, sobre todo, ¿qué había sido de Sinuhé y de la hija de la raza azul?

Cuando Sinuhé volvió en si, sus ojos resultaron lastimados por los intensos abanicos luminosos que manaban de Nietihw. La hija de la raza azul, arrodillada, sostenía entre sus manos la cabeza de su amigo.

—¡Oh, Dios mío! —suspiró aliviada—. ¡Al fin!

El miembro de la Escuela de la Sabiduría apartó la vista de su compañera, tratando de recordar. Pero, por más que bregó con su memoria, apenas si acudieron a su cerebro algunos recuerdos tan brumosos como inconexos. Veía, sí, aquella lluvia de copos blancos que terminaría por cubrirles y los miles de espejos en el interior de la pirámide. A partir de esos instantes, todo se difuminaba.

Interrogó a Nietihw, pero ésta negó con la cabeza. ¿Qué les había sucedido? ¿Dónde estaban?

Con movimientos inseguros, ayudado por su amiga, se puso en pie. Los arcos iris proyectados por aquélla recorrieron el lugar y ambos comprendieron que se hallaban en una cámara de forma cúbica, de unos dos metros de lado y construida a base de sólidos bloques de granito. En una de las caras se abría un túnel, con una boca estrecha y rectangular. En cuclillas se asomaron al mismo, pero sólo distinguieron un largo y negro corredor descendente de un metro escaso de altura por ochenta centímetros de anchura.

La pareja, movida por un mismo sentimiento de recelo, prefirió evitar, de momento, la idea de aventurarse por aquel tenebroso lugar. Sinuhé palpó las rugosas paredes de la angosta sala en la que habían aparecido. Por más vueltas que le dio al asunto, no supo cómo ni por qué habían llegado hasta allí. Nietihw fue iluminando puntualmente cada una de las áreas y ángulos solicitados por su compañero y, finalmente, el sóror de la Gran Logia guardó silencio, cayendo en una de sus acostumbradas y herméticas reflexiones. Para él, aquel inexplicable cambio de escenario tenía que ser obra de Ra. Pero no era éste el pensamiento que le atormentaba. Si sus cálculos no estaban equivocados, aquella cámara y el túnel que partía de la misma tenían que guardar una estrecha relación con el interior de la Gran Pirámide de Keops. Y aunque intentó disimularlo, un estremecimiento le sacudió de pies a cabeza.

—¿Qué te ocurre? —le interrogó Nietihw. Pero Sinuhé, al menos de momento, no estaba dispuesto a inquietar a su amiga con lo que sólo eran elucubraciones. Él había estudiado la estructura interna de la Gran Pirámide y sabía de la diabólica red de pasadizos, cámaras y pozos trazada por sus constructores, y lo difícil que podía resultar evadirse de los mismos. Otros muchos antes que ellos, especialmente saqueadores de tesoros, lo habían intentado y la mayoría, al no hallar la salida, había enloquecido y muerto en dicho laberinto. Pero, naturalmente, podía estar equivocado…

—Nada, no me sucede nada —repuso, haciendo un esfuerzo—. Quizá sea el frío…

Efectivamente, por la boca del túnel se percibía una sutil corriente de aire fresco. Y el investigador, señalando dicha entrada, animó a Nietihw a proseguir la búsqueda de los hombres Pi. En realidad no tenían otra alternativa. Aquélla cámara, con sus desnudos e inmensos bloques de piedra, empezaba a resultar angustiosa y asfixiante.

Y la pareja se dispuso a penetrar en aquel inquietante y tenebroso pasadizo. Antes, a requerimiento de Sinuhé, llevaron a cabo un inventario de cuanto conservaban. Inexplicablemente, el arco de hielo, la aljaba y la solitaria saeta habían desaparecido. Por el contrario, la cadena con los sesenta primeros dígitos del número pi seguía arrollada a la cintura de Sinuhé.

En cuanto a Nietihw, su único bagaje era el pequeño frasco de cristal con los ibos.

Y Sinuhé, presintiendo graves e inminentes dificultades, volvió a echar de menos a su desaparecido amigo: el disco…

La suerte —una vez más— estaba echada. Y tomando a Nietihw de la mano, se adentraron en el silencioso y negro corredor…

Lo angosto del túnel les obligó a caminar encorvados, con las barbillas pegadas a sus rodillas. Sinuhé, rozando con su cuerpo la pared izquierda, se situó ligeramente en cabeza, mientras Nietihw, asida a su mano derecha, procuraba iluminar el resbaladizo y cada vez más inclinado corredor. Sin embargo, los haces multicolores que brotaban de sus ojos no terminaban de localizar el fondo del pasadizo. Y un creciente temor fue apoderándose de ellos. ¿Qué les aguardaba al final de aquel oscuro túnel?

Durante los primeros metros, sólo el rítmico arrastrar de los pies sobre el tosco piso y sus respiraciones, cada vez más fatigosas, rompieron el espeso silencio, tan impenetrable como los muros entre los que se deslizaban.

Sinuhé, ante la progresiva inclinación del pasadizo —en aquel punto debía oscilar alrededor de los veinticinco grados—, detuvo su marcha. Convenía adoptar precauciones y así se lo comunicó a Nietihw. Ésta, buscando una mayor estabilidad, dejó libre la mano derecha de su compañero. Y presionando ambos muros laterales con sus respectivas palmas, trató de frenar así la inercia impuesta por la pendiente.

De pronto, algo llamó la atención del investigador. Sus ojos habían quedado fijos en el techo del pasadizo. La hija de la raza azul concentró su mirada hacia aquel punto y los catorce colores iluminaron tres series de jeroglíficos, toscamente pintados en rojo.

Tras una breve observación, el sóror comprobó que se trataba de unas marcas, probablemente hechas por los picapedreros que habían trabajado en la construcción, y que —en una escritura oval y típicamente egipcia— reproducía los siguientes nombres: Kufu-Knem Kufu-Knem.

—¡Dios mío! La exclamación de Sinuhé, cargada de negros presagios, sólo sirvió para inquietar aún más a su compañera. Y Nietihw, en su afán por descubrir la razón de aquel lamento, dejó atrás a su amigo, caminando precipitadamente hacia la zona sobre la que se distinguían las cartelas. Sinuhé no tuvo tiempo de detenerla. Y antes de que pudiera evitarlo, los pies de la mujer resbalaron y la hija de la raza azul se precipitó de bruces hacia el fondo del túnel.

—¡Sinuhé…, auxilio!

El grito se propagó como un cañonazo por el estrecho corredor, helando la sangre de su amigo, que no tardó en perderla de vista.

Durante algunos segundos, el eco del alarido se mezcló con el continuo y cada vez más apagado roce del cuerpo de Nietihw sobre la resbaladiza pendiente. Después, tras unos instantes interminables, volvió a escuchar un segundo grito. Ésta vez, más agudo y terrorífico. Y, súbitamente, la voz de su amiga se quebró. Y el silencio lo llenó todo.

A tientas y con el corazón encogido, Sinuhé se lanzó pasadizo abajo. Pero, como le sucediera a Nietihw, a los tres o cuatro pasos perdió el equilibrio, rodando por el tobogán. Finalmente, tras una inacabable serie de golpes contra los muros, fue a dar con sus maltrechos huesos en un rellano, también de piedra. Aturdido, se incorporó como pudo pero, al descubrir lo que se levantaba frente a él, a punto estuvo de caer desmayado.

Aquél túnel descendente le había conducido hasta una segunda cámara, notablemente más espaciosa que la primera. En uno de sus muros —el situado frente a la boca del pasadizo que acababa de abandonar—, el cuerpo de Nietihw, de espaldas a Sinuhé, aparecía firmemente abrazado por un ser que, en un primer momento, el aterrado investigador asoció con un esqueleto.

—¡Jesucristo!

Fue aproximándose cautelosamente. Los arcos iris de su inmóvil compañera, fijos sobre el muro, proporcionaban al recinto una mediocre claridad. Aquélla aparente contradicción le confundió aun más. Nietihw, en pie y con el cuerpo pegado a la pared, permanecía en la más absoluta inmovilidad, firmemente sujeta por la espalda por aquellos larguiruchos brazos. Si está desmayada —reflexionó—, ¿cómo es posible que sus ojos sigan manando luz? La respuesta llegaría cuando Sinuhé, en actitud defensiva, se situó frente al costado derecho de su desventurada amiga.

—¡Dios de los cielos!…

Los haces multicolores le revelaron entonces la verdadera naturaleza del ser que él había confundido con un esqueleto: la hija de la raza azul se hallaba atrapada por unos brazos momificados…, que salían de la piedra. Aquéllas correosas extremidades superiores y un cráneo —igualmente momificado, que brotaba también del muro por encima de Nietihw— constituían la repulsiva criatura que atenazaba a su compañera.

—¿Cómo es posible? —musitó, al tiempo que golpeaba la piedra con su puño—. ¡Esto es puro granito…!

Su primera y lógica impresión fue que los restos de aquella momia habían sido sepultados en el interior del enorme y sólido muro. Pero ¿cómo?

Una vez seguro de la macabra naturaleza de aquellos acartonados brazos, semicubiertos de polvorientas tiras de tela, toda su atención se centró en Nietihw. Efectivamente, respiraba. Las palmas de sus manos se hallaban pegadas a la pared, como tratando de rechazar aquel siniestro abrazo. Su cabeza, incomprensiblemente recta y echada hacia atrás, apuntaba hacia el cráneo que sobresalía por encima suyo. Sus ojos, abiertos al máximo, reflejaban un espanto que hizo temer a Sinuhé por su vida. En realidad era aquel pánico insuperable —más que el abrazo de hierro— lo que la mantenía paralizada. Sinuhé, guiado por el instinto, hizo presa en uno de los brazos, tirando con todas sus fuerzas. Pero el cepo no cedió un sólo milímetro. Volvió a intentarlo desde otro ángulo, pero resultó igualmente inútil. Aquél amasijo de tendones y músculos presentaba la misma consistencia que el granito al que se hallaba unido. Y el miembro de la Escuela de la Sabiduría, sofocado, se dejó caer contra el muro, luchando por hallar una solución. Si no lograba liberar a Nietihw, ni ella ni él tendrían la menor oportunidad de salir con vida de aquel negro subterráneo.

Luchando contra la desesperación, se despegó de la pared, iniciando un meticuloso examen del recinto. Pero los fríos y desnudos muros no le aclararon gran cosa. Se trataba —eso parecía evidente— de una de las múltiples cámaras o antecámaras existentes en la Gran Pirámide. La inoportuna inscripción descubierta en el techo del pasadizo descendente, con el nombre de Kufú —verdadera identidad del rey Keops—, le había convencido de que se encontraban en el interior de dicha pirámide. Y conociendo, como conocía, la inclinación de sus constructores a tender todo tipo de trampas que confundieran y malograran a los posibles intrusos o violadores de tumbas, llegó al convencimiento de que su compañera había sido víctima de la fatalidad y, por supuesto, de uno de aquellos ardides. Quizá estas reflexiones y la dramática realidad de la hija de la raza azul, prisionera de aquel monstruo nacido de un bloque de granito, hubieran terminado por arruinar los ánimos de cualquiera. Pero Sinuhé sabía también que casi todas las trampas de la Gran Pirámide disponían de sendos y secretos dispositivos, capaces de anular sus mortales efectos, siempre y cuando fueran descubiertos a tiempo… Y ésta —Sinuhé lo intuía, no tenía por qué ser una excepción. Pero ¿dónde se escondía ese posible resorte secreto que permitiese la liberación de Nietihw?

Desalentado, el sóror regresó al muro contra el que continuaba su amiga. Repasó la piedra rectangular de la que emergían la cabeza y los brazos de la momia, pendiente del menor resquicio o señal, Fue estéril. Aquélla mole de granito, sólidamente encajada, no ofrecía la menor pista…

Desmoralizado, se dejó caer sobre el piso, reclinando la espalda en el fatídico bloque. A su derecha, el cuerpo de Nietihw seguía estático y de puntillas. Y fue aquel detalle, en el que no había reparado hasta entonces, el que le conduciría a otro descubrimiento decisivo. Con la vista fija en los pies de su amiga, percibió de pronto cómo el extremo inferior de la túnica de la hija de la raza azul oscilaba levemente. La casi imperceptible oscilación de la tela le hizo reaccionar.

—¿Cómo no me he dado cuenta antes?

Maldiciendo su mala estrella, buscó la franja del muro que aparecía enfrentada a aquella zona de la túnica de Nietihw. Situó las palmas de sus manos a dos o tres centímetros de la roca y, en efecto, detectó una finísima corriente de aire. Alborozado siguió la trayectoria de la invisible fisura, comprobando que se extendía a una cuarta del suelo y a todo lo ancho del muro. Si no estaba equivocado, allí podía hallarse la clave.

Retrocedió un par de pasos, situándose frente a Nietihw. Observó la pared y, tras una breve meditación, tuvo el convencimiento de que se encontraba ante una posible puerta basculante, muy típica del ingenio egipcio. De ser así —siguió cavilando—, quizá la rotación de la losa provoque la apertura de los brazos… Pero ¿cómo hacerlo?

El único dispositivo capaz de mover esta losa de granito —se dijo— sólo puede encontrarse al otro lado del muro… A no ser que… Una feliz idea acababa de aparecer en su cerebro. En sus años de estudio y preparación en el seno de la Logia de la Sabiduría había tenido ocasión de comprobar cómo algunas de estas puertas secretas podían ser abiertas merced a un mecanismo oculto en algunas de las momias que hacían las veces de genios-guardianes. Dicho dispositivo tenía además un carácter de amuleto para la momia en cuestión. Algunos de estos resortes-amuletos, en forma de placas linguales, habían sido vistos por él en momias del Royal Scottish Museum de Edimburgo, del Gulbenkian de Durham, en Inglaterra, y del Rijksmuseum van Oudheden de Leiden. ¿Qué perdía con probar?

Decidido, se dirigió al cráneo que brotaba de la roca. Pero la cabeza se hallaba a más de dos metros del suelo, y Sinuhé, con su mediana estatura, se vio ante la irritante circunstancia de rozar tan sólo el puntiagudo mentón del cadáver. Sólo cabía una solución. Sin pensarlo saltó sobre los brazos que aprisionaban a Nietihw, encarándose así con la calavera.

La boca, tal y como suponía, se hallaba entreabierta, dejando al descubierto una amarillenta fila de dientes. Sobre el labio inferior, a la altura de los incisivos y caninos, descubrió una pequeña lámina, de forma rectangular y arqueada, que se perdía en el interior.

Sinuhé atrapó el extremo de la lengüeta y, con el corazón acelerado, tiró de ella.

Los efectos del tirón fueron más rápidos y bruscos de lo que podía imaginar el voluntarioso Sinuhé. La lámina metálica —posiblemente de oro— cedió cosa de diez centímetros y, acto seguido, movidos por un mecanismo oculto, los brazos de la momia se abrieron de golpe. Sinuhé, que se había instalado en cuclillas sobre los resistentes antebrazos, no tuvo tiempo de saltar. Su propio impulso al tirar del resorte-amuleto y la automática apertura de dichos brazos provocaron una nueva caída del investigador, que fue a estrellarse contra el duro enlosado.

Desde el suelo asistió a un no menos fulminante giro de la pared de piedra. Ésta basculó sobre un artificio oculto en el centro del granítico rectángulo —presumiblemente a lo largo del eje menor—, haciendo que la parte inferior del muro se elevase en dirección al recién liberado cuerpo de Nietihw. La roca, imparable, empujó a la hija de la raza azul, desplazándola y derribándola muy cerca de Sinuhé. Y la mujer quedó tendida en el suelo, inmóvil y con sus haces multicolores iluminando el techo de la cámara.

Y antes de que nuestro hombre pudiera reaccionar, la puerta secreta completó el vuelco previsto por aquel oculto mecanismo, cerrándose de nuevo.

Sinuhé, satisfecho ante la liberación de su amiga, no prestó mayor atención al hecho de que la hoja de piedra hubiera vuelto a encajarse, cerrándoles nuevamente el paso. Arrodillado junto a Nietihw, procuró devolverla a la realidad. Tras zarandearla, se vio obligado a propinarle dos sonoras bofetadas. Al fin, sus ojos parpadearon y la extrema palidez de su rostro fue extinguiéndose.

—¡Nietihw!

Algo más repuesta, la mujer se incorporó; paseó la mirada a su alrededor y, al descubrir a su compañero, se arrojó en sus brazos, víctima de un ataque de nervios.

—¡Tranquilízate!… Lo peor ha pasado… Sinuhé evitó toda referencia a su caída por el túnel y al posterior y trágico encuentro con los brazos de la momia. Tras secar las lágrimas de la mujer, le suplicó que contuviese su miedo.

—Ahora —concluyó—, lo importante es salir de este maldito lugar… Por primera vez desde que recuperase el dominio de sí misma, la hija de la raza azul desvió su mirada hacia el muro contra el que había permanecido atrapada y, tras una breve pausa, preguntó: —¿Dónde estamos?

Sinuhé le recordó los jeroglíficos en pintura roja descubiertos en el techo del pasadizo descendente, haciéndole ver que, si sus cálculos no fallaban, se encontraban en uno de los toboganes que cruzaban quizá el macizo central de la Gran Pirámide de Kufú o Keops y que, de acuerdo con sus conocimientos, podía conducirlos, bien a la cámara del Rey o de la Reina, o a lo más profundo de la pirámide: a la tenebrosa cámara subterránea. Sinuhé, sin embargo, no hizo mención de los múltiples peligros que, como en el caso del abrazo mortal de la momia, podía reservarles el paso por aquellos corredores…

—Y ésta —finalizó el sóror, señalando las paredes que los rodeaban— tiene que ser una de las cámaras trampa que, a su vez, nos separa del camino que puede llevarnos hasta los hombres Pi…

—¡Los hombres Pi…! —comentó la mujer con escepticismo—. ¿De verdad crees que llegaremos a ellos?

—Estoy seguro —fingió Sinuhé—. No olvides que aún llevo la cadena…

Pero las palabras del investigador se vieron interrumpidas. En mitad de la penumbra, algo había empezado a brillar…

Giraron los rostros hacia la losa de granito que acababa de bascular sobre sí misma. En el centro había empezado a destellar un pequeño objeto…

La mujer hizo ademán de aproximarse, pero su compañero, desconfiando de aquella súbita aparición, la retuvo a su lado. Nietihw bañó entonces la totalidad del muro con sus arcos iris y ambos, maravillados, observaron cómo sobre la rugosa superficie de la piedra, y por encima del brillante objeto, iba apareciendo una serie de jeroglíficos.

Al incidir sobre la minúscula y fulgurante pieza, los abanicos luminosos que partían de Nietihw sufrieron una instantánea refracción, propagándose en todas direcciones. Y aquel objeto se presentó ante los iuranchianos en toda su belleza. Nietihw, olvidando la prudencial actitud de su compañero, dio un paso hacia el muro, examinando de cerca la joya. Porque de eso se trataba. Ante la pareja, alojada en un nicho de unos diez centímetros de lado, había surgido una prodigiosa gema, formada por doce perfectas y transparentes caras. Del corazón del diamante partía una cegadora luz blanca que irradiaba hacia cada uno de los pentágonos regulares que delimitaban el valioso dodecaedro.

Sinuhé imitó a su compañera, comprobando cómo la piedra preciosa flotaba ingrávida en el hueco practicado en la roca. Y tras una atenta observación, levantó la vista, tratando de descifrar aquel nuevo ideograma.

En voz alta, el miembro de la Logia fue traduciendo los caracteres.

Extranjero: estás ante la primera puerta…

Sinuhé dudó. Algunos de los símbolos, a pesar de su reciente y misteriosa aparición sobre la losa, se hallaban deteriorados, como si hubieran sido trazados cientos o miles de años atrás. Nietihw concentró toda su luz sobre los jeroglíficos y ambos descubrieron entonces la razón de aquellas imperfecciones: de la misma forma que los habían visto dibujarse sobre la piedra, así habían empezado también a autoeliminarse. No había, pues, tiempo que perder. Y Sinuhé recorrió la leyenda a toda velocidad:

—… que conduce a Dalamachia… EBEN es mi nombre. Apenas si había concluido aquella única y precipitada lectura cuando las tres hileras de jeroglíficos se borraron. Y ante la pareja sólo quedó el deslumbrante tesoro… La hija de la raza azul repitió las palabras que acababa de pronunciar su amigo y, volviéndose hacia él, preguntó su significado.

Extranjero: estás ante la primera puerta que conduce a Dalamachia —memorizó Sinuhé en actitud reflexiva—. EBEN es mi nombre.

—¿Y bien? —insistió Nietihw.

Pero el investigador sólo acertó a encogerse de hombros.

—A no ser…

—¡Habla, por Dios! —le recriminó Nietihw.

—A no ser que ese nombre (Eberr) tenga relación con la piedra preciosa que menciona el Zóhar o Libro del Esplendor, uno de los más antiguos e intrincados textos cabalísticos de los judíos… El Zóhar sitúa al comienzo de los tiempos una gema de incalculable valor, alrededor de la cual la historia humana fue sumando sus sucesivas intuiciones del Infinito. Al explicar la creación del mundo, el texto dice que el Creador, desde su trono majestuoso, arrojó una piedra preciosa al abismo. Uno de los extremos de este prisma maravilloso fue a hundirse en la oscuridad y el otro emergió del caos. La Tradición llama a este diamante Eben Hashetiaj, y aseguran los kabalistas que sobre dicha base se estableció el mundo. La citada piedra (Eben) se perdió y todas las leyendas afirman que quien la posea dominará el mundo…

Por un momento, conforme desarrollaba su exposición, la hija de la raza azul creyó descubrir en los ojos de su amigo un destello que le llenó de inquietud. Sinuhé, con la vista clavada en el diamante, parecía sumido en insólitas reflexiones. Finalmente, extendiendo sus manos hacia la gema, musitó con una voz desconocida:

—… Sí, aquel que lo posea dominará el mundo.

—Y atrapando la piedra la retiró del nicho. Nietihw, desconcertada, no supo qué decir.

—¿Por qué no podemos apoderarnos de ella? —repuso el investigador, saliendo al paso de las inquietudes que flotaban en el ánimo de su compañera—. Después de todo, ¿quién está arriesgando su vida en esta loca misión…? La hija de la raza azul no respondió. Se limitó a bajar los ojos, mientras su amigo acariciaba el fulgurante tesoro. Fueron momentos de gran tensión. Desarmada ante la inesperada codicia de su compañero, no acertó a reaccionar. Pero, de improviso, de la misma forma que se había hecho con la gema, Sinuhé volvió a depositarla en el hueco del muro. Nietihw buscó ansiosa la mirada de su amigo y, al cruzarse con ella, comprobó aliviada cómo aquel vehemente deseo de posesión se había extinguido tan rápidamente como había llegado.

Nietihw no hizo comentario alguno. Sin embargo, al contemplar el diamante, ingrávido de nuevo en la hornacina, supo que aquella oportuna rectificación de Sinuhé significaba una difícil victoria. La fina intuición de la hija de la raza azul no se equivocaba…

Apenas la joya fue devuelta a la oquedad, la luz del diamante menguó, hasta quedar reducida a un remoto destello interno. Y ante la sorpresa de nuestros protagonistas, sus doce caras pentagonales se abrieron, transformándose en otros tantos pétalos de cristal. En el fondo de aquella rosa flotante seguía viva la chispa luminosa que había constituido el corazón de la gema.

Nietihw y Sinuhé se miraron perplejos. Y el miembro de la Orden de la Sabiduría, llevado por aquel impenitente afán de curiosearlo todo, pegó su nariz a la delicada y cristalina flor. A los pocos segundos, volviéndose hacia su expectante amiga, comentó sin poder disimular su desconcierto:

—¡No puede ser!… ¡Fíjate, Nietihw!

Y apuntando con el dedo índice, fue contando la totalidad de las aristas que sumaban los doce pétalos pentagonales.

—… ¡Sesenta!… ¡Suman sesenta: el valor numérico de Samej!

La hija de la raza azul no pudo reprimir un escalofrío al escuchar el nombre de la serpiente. Pero, dominándose, señaló a su vez el cinturón de números que portaba Sinuhé, añadiendo algo en lo que no había caído su meticuloso compañero:

—O el valor del número pi, si consideramos tan sólo sus cinco primeros dígitos: 3,1416…

Sinuhé, no muy conforme con esta observación, movió la cabeza negativamente. Pero su amiga, convencida de que aquélla era una clara pista en la búsqueda de los hombres Pi, situó ambas manos bajo la ingrávida y transparente rosa y, con suma delicadeza, la retiró del nicho. Al momento, al contacto con la piel, los doce pétalos se abrieron al máximo y la minúscula y blanca luz de su interior fue aumentando en volumen e intensidad, hasta llenar por completo el cuenco que formaban las manos de Nietihw.

Lo ocurrido a continuación fue tan rápido como un relámpago: las paredes, el techo y pavimento de la cámara se estremecieron, como sacudidos por un violento seísmo. Instintivamente, Nietihw protegió la rosa contra su pecho, mientras su compañero caía derribado por la fuerte sacudida. La vibración cesó al instante. Y la pareja, sin aliento, asistió al desmoronamiento de la laja de granito en cuyo interior había aparecido el valioso diamante. Mientras el resto de los muros no parecía haber sufrido daño alguno, la puerta secreta que Sinuhé había hecho bascular sobre sí misma quedó reducida a un montón de polvo. Y ante los iuranchianos surgió un segundo y oscuro pasadizo.

En tanto Sinuhé recapacitaba sobre aquel extraño temblor, negándose a admitir el origen telúrico del mismo, su compañera retiró la rosa de su pecho y, abriendo las manos, contempló maravillada cómo de la masa luminosa se desprendían, uno a uno, los doce pétalos pentagonales. Incapaces de articular palabra, Nietihw y Sinuhé observaron cómo cada una de aquellas perfectas láminas geométricas revoloteaba en el aire, yendo a fundirse unas con otras hasta formar una hermosa y gigantesca mariposa de cristal, de alas transparentes y articuladas. Boquiabierta, la pareja vio entonces cómo el enorme insecto batía sus alas, perdiéndose en las tinieblas del corredor que acababa de abrirse ante ellos. Pero un súbito grito de la hija de la raza azul estremeció de nuevo a Sinuhé…

Nietihw, con sus arcos iris iluminando sus propias manos, había quedado paralizada. La masa brillante que sostenía entre las palmas y de la que habían escapado los doce pétalos de cristal, acababa de perder su luminosidad. En su lugar había aparecido un reducido cerebro, de un tamaño similar a un puño, e igualmente transparente.

Nietihw, atemorizada, no había podido evitar aquel alarido. Su compañero se precipitó sobre ella, contemplando igualmente atónito la pequeña masa cerebral —aparentemente de un ser humano— que palpitaba entre los dedos de la hija de la raza azul. Bajo la corteza se distinguía un núcleo rojizo y brillante como un rubí.

—¡Dios mío, Sinuhé! —exclamó la mujer sin saber qué hacer—. ¿Qué es esto…?

Su compañero, tan desconcertado como ella, no supo responder.

—No sé qué sentido tiene todo esto —repuso el investigador, rompiendo así el silencio—, pero debemos continuar. Y señalando el fondo del oscuro pasadizo, animó a su amiga a reanudar la marcha.

Aquél nuevo túnel, también descendente, aunque de menor inclinación, resultó mucho más cómodo que el anterior. La pareja, apoyada por los permanentes haces multicolores, pudo penetrar en él sin necesidad de agacharse. Los muros laterales —ahora de caliza blanca— alcanzaban casi los dos metros de altura. Y Nietihw, con el pequeño cerebro entre sus manos, se sintió reconfortada cuando notó el brazo de su amigo sobre sus hombros.

En la mente del investigador seguía candente el recuerdo del supuesto terremoto. Había algo extraño, muy extraño, en aquel temblor. Algo que no conseguía desentrañar y que, al mismo tiempo, fustigaba su corazón…

¿Por qué no habían escuchado el trueno que siempre acompaña a estos movimientos sísmicos? ¿Por qué la agitación de las paredes de la cámara había coincidido con la apertura de los doce pétalos de cristal, en el instante en que Nietihw tuvo la iniciativa de tomar la rosa entre sus manos? Durante algunos minutos, los tensos ánimos de Sinuhé se vieron relativamente relajados por aquellos pensamientos. En el fondo, deseaba olvidar que avanzaba por aquel tenebroso corredor, al encuentro de lo desconocido… Por otra parte, el descubrimiento del nuevo pasadizo le había hecho dudar sobre el punto hacia el que se dirigían. Él recordaba que la entrada a la pirámide de Keops, situada en la cara norte, presentaba un tobogán descendente de 53 pasos. Llegados a ese punto, el túnel debería haberse dividido en dos: un ramal que ascendía en dirección al centro de la tumba —donde se hallaban las cámaras del Rey y de la Reina— y otro que discurría hacia el subsuelo: hacia la tétrica cámara subterránea… De este pasadizo, en cambio, no tenía noticia alguna—. Pero, además —se dijo a sí mismo—, ¿qué garantías tenemos de que nuestro ingreso en la Gran Pirámide se ha producido por la entrada principal? Como venía siendo casi habitual desde que se viera envuelto en aquella aventura, sus meditaciones fueron interrumpidas bruscamente: Nietihw había enfocado lo que parecía el final del túnel…

—¡Mira!

La voz de la mujer —casi un susurro— se propagó como un dardo entre las tinieblas. Frente a ellos, tenuemente iluminada por los catorce colores de Nietihw, se levantaba una mole oscura y brillante en la que espejeaban dos ojos.

Asustada, la mujer parpadeó. Pero la intermitente oscuridad sólo contribuyó a realzar más la viveza de aquella mirada. Tras unos instantes de tensa espera, Sinuhé decidió avanzar. Y, lentamente, en un silencio asfixiante, cubrió los metros que le separaban de aquel nuevo misterio. Algo más atrás, por consejo de su amigo, la hija de la raza azul aguardó expectante. Al levantar la vista, percibió que la informe masa negra que les cerraba el paso era en realidad una imponente escultura. La examinó con calma, comprobando que estaban ante una esfinge, espléndidamente tallada en un bloque de basalto negro. A diferencia de la famosa Esfinge de Gizeh, ésta no presentaba un aspecto totalmente humano. La voluminosa cabeza —que ocupaba la casi totalidad del túnel— lucía un curvado pico de halcón y por entre sus labios se destacaba una larga y afilada lengua bífida, característica de las serpientes. En cuanto a los ojos, rasgados como los de una pantera, habían sido magistralmente coloreados. Una envoltura de bronce, que hacía las veces de párpados, cubría el globo, formado, a su vez, por un fragmento de cuarzo blanco veteado de rosa. En el centro, representando las pupilas, Sinuhé observó sendos trozos de cristal de roca. Y bajo los mismos, un clavo brillante determinaba cada uno de los puntos visuales, provocando a la luz de los ojos de Nietihw una radiación preñada de vida… El cuerpo que sostenía aquella titánica cabeza —mitad hombre, mitad animal— correspondía al de un león sedente, con dos poderosas zarpas.

Sinuhé reclamó la presencia de su amiga y ambos volcaron toda su atención en las tres columnas de jeroglíficos talladas en el torso de la majestuosa esfinge.

—¡Oh, Ra! —fue traduciendo el miembro de la Escuela de la Sabiduría—. Tú has dado las garras al león… Tú has regalado al pájaro con el vuelo… Tú has puesto la ponzoña en la boca de la cobra… Pero ¿qué arma has reservado para el extranjero que ha llegado hasta tu segunda puerta? Sinuhé repasó los símbolos.

—¿Garras al león? ¿Vuelo al pájaro? ¿Veneno a la serpiente?… ¿Qué clave encierra esta inscripción?

Nietihw había desviado la vista hacia el pequeño y cristalino cerebro que conservaba entre sus manos. Conforme se había ido aproximando a la esfinge, el núcleo granate se había manifestado más y más brillante, hasta el punto de impregnar los hemisferios con su tonalidad rubí. Y ahora, al pie de la escultura, la masa cerebral había iniciado una acelerada serie de palpitaciones.

La hija de la raza azul advirtió a su compañero de tan intrigante suceso.

—Algo parece claro —manifestó Sinuhé, volviendo a los símbolos labrados en el pecho del león—. Éste cerebro tiene que guardar alguna relación con la esfinge. Pero ¿cuál?

—El secreto —terció Nietihw— debe esconderse en esa última frase: ¿qué arma reservas para el extranjero que ha llegado a tu segunda puerta?

—¿Segunda puerta? —le interrumpió Sinuhé—. ¿Qué segunda puerta? ¿Dónde está?

Su compañera no supo contestar. Y ambos, en pie ante la esfinge, cayeron en un dilatado silencio.

Incapaz de resolver el enigma, el investigador abandonó pronto sus reflexiones, entregándose a una inspección rigurosa y pormenorizada de cada una de las partes de la escultura. Deslizó sus dedos sobre las frías zarpas del león, con la esperanza de descubrir quizá algún nuevo resorte secreto. Pero todas las pesquisas resultaron inútiles. Por último, trepó a lo alto de la gigantesca cabeza.

Nietihw, sin poder precisar por qué, seguía obcecada con la última parte del jeroglífico. Su intuición la llevaba, incluso, más allá: La clave —se repetía mentalmente— tiene que estar en la palabra arma…

E inesperadamente, un trivial comentario de Sinuhé, que seguía encaramado en lo alto de la esfinge, vino a despejar la incógnita—: Aquí sólo hay un pequeño pozo —anunció, señalando una escondida oquedad practicada en la base misma de la cabeza.

—¿Un pozo? —inquirió la mujer en un tono que a Sinuhé se le antojó exagerado.

—Sí, pero no veo qué importancia…

—¿Qué dimensiones tiene? —preguntó Nietihw con brusquedad.

Sinuhé empezó a comprender que en la mente de su amiga aleteaba alguna idea y, sumiso, palpó el orificio, deduciendo que en aquella cavidad apenas si habría entrado una mano cerrada. Y así se lo transmitió a Nietihw.

—¡Un puño! —clamó la hija de la raza azul con aire triunfante—. ¿Es que no lo entiendes?

En el rostro de Sinuhé, esmaltado por los haces de colores de los ojos de su amiga, se dibujó un rictus de desconcierto.

—Recuerda el cráneo de piedra de la Esfinge de Gizeh. ¿No dispone también de un pozo…, y en el mismo lugar? El investigador asintió.

—Y ahora dime: si las armas del león, del pájaro y de la cobra son sus garras, vuelo y veneno, respectivamente, ¿cuál será la del hombre?

Ambos dirigieron sus miradas hacia el palpitante cerebro.

—Sí —sentenció Nietihw, alzando sus manos en dirección a la frente de la esfinge—, ¡la razón!

El investigador descendió junto a su sagaz compañera y, sin pérdida de tiempo, la ayudó a llegar hasta el lugar que él acababa de abandonar. Una vez allí, Nietihw, extremando sus cuidados, procedió a depositar el refulgente cerebro escarlata en el reducido orificio. El acoplamiento fue matemático. Y la hija de la raza azul, sonriente, contempló entusiasmada cómo la enigmática masa aceleraba sus pulsaciones. Pero, súbitamente, como si la implantación de aquel cerebro hubiera disparado un oculto mecanismo, los párpados de cobre de la esfinge se cerraron. Y una nueva vibración hizo oscilar el pasadizo…

—¡Nietihw!… ¡Cuidado!

Sinuhé no pudo tender siquiera su mano para ayudar a su compañera. Los muros y techo oscilaron violentamente —como sacudidos por una remota y ciclópea onda sísmica— y la boca de la esfinge, ante el espanto del investigador, se abrió de par en par.

—¡Jesucristo!

Aturdido ante el inmenso boquete, Sinuhé, en un movimiento reflejo, apenas si tuvo tiempo de protegerse el rostro con los brazos. De las fauces de la esfinge —que hubieran permitido el paso de varios hombres a un tiempo— brotaron unas lenguas de fuego…, ¡blanco! Y a borbotones, como un río flamígero, se precipitaron sobre el túnel, arrollando a su paso a Sinuhé. Éste, envuelto por el singular torrente, braceó desesperadamente, percibiendo con no poca sorpresa que las llamaradas, lejos de abrasarle, se comportaban como una corriente de agua, mojando, incluso, sus ropas.

Medio asfixiado buscó la superficie. Al emerger entre aquellas aguas de fuego observó cómo la impetuosa fuerza de las mismas le había arrastrado casi hasta el fondo del pasadizo, perdiendo de vista a Nietihw. Y sorteando las crestas espumosas de las llamaradas que seguían inundando el corredor, nadó con todas sus fuerzas en dirección a la boca de la esfinge. A la luz que irradiaba el silencioso y nacarado caudal —coronado, como digo, por sucesivas lenguas de un fuego frío y húmedo—, el enloquecido investigador se percató de otro factor que le impulsó a bracear con mayor desesperación: el nivel del oleaje de fuego seguía subiendo inexorablemente, amenazando con inundar el túnel por completo.

—¡Sinuhé!… ¡Aquí!

De pronto, entre las encabritadas llamaradas que rompían como las olas contra el cuerpo de nuestro hombre, se destacó la voz de Nietihw. Y Sinuhé, llenando sus pulmones de aire, se sumergió en el torrente, buceando en dirección a las fauces de la escultura. De esta forma, su avance fue más rápido. Pero, al borde del desfallecimiento, se vio obligado a buscar la superficie. Tras dar una fuerte patada contra el suelo del pasadizo nadó raudo hacia lo alto.

—¡Aquí!… ¡Aquí!

Al emerger entre el agitado y fantástico fluido, los ojos del joven reconocieron la mano de su amiga, extendida hacia él y a poco más de medio metro de donde se hallaba. La hija de la raza azul, encaramada en lo alto del cráneo de basalto, pugnaba por rescatar a su compañero.

Por un momento, Sinuhé temió por la vida de Nietihw: las aguas cubrían ya los ojos de la esfinge y no tardarían en sepultarla.

—¡Vamos! —gritó la mujer con rabia—. ¡Agárrate de una vez! —Dominado por el instinto de conservación, se catapultó hacia aquella mano, aferrándose a ella con todas sus fuerzas. Durante segundos, la mujer resistió el tirón, firmemente sujeta por su mano izquierda a la base de la cabeza de piedra. Pero, inesperadamente, el flujo de la corriente cambió y el investigador se vio absorbido hacia las sumergidas fauces.

—¡Dios mío!… ¡Nietihw!

Un súbito remolino se formó en tomo a Sinuhé y éste, al sentirse arrastrado, terminó por soltar la mano de su amiga. Y los abanicos luminosos que brotaban de los espantados ojos de Nietihw alumbraron a su compañero en el crítico momento en que el torbellino lo devoraba, desapareciendo entre la ardiente espuma blanca.

—¡Sinuhé…, no!

Nietihw no lo dudó. Y en una reacción que ni ella misma llegaría a explicarse jamás, saltó tras su compañero, siendo igualmente atrapada por aquel embudo infernal.

La fuerte corriente la arrastró hacia las abiertas fauces de la esfinge. Y durante segundos, el cuerpo de Nietihw se vio gobernado por aquel río espeso y turbulento, chocando sin cesar contra las paredes de lo que parecía la continuación del corredor por el que habían tenido acceso a la monumental escultura de basalto negro.

Con los pulmones a punto de estallar, la hija de la raza azul se sintió finalmente impelida hacia el fondo del túnel. Allí, la marea blanca cambió de color y las lenguas de fuego se diluyeron, transformándose en un humo verdoso. Pero Nietihw no tuvo tiempo de comprenden la fuerza del torrente había terminado por vomitarla fuera del pasadizo. Y, de pronto, envuelta en aquella bruma esmeralda, se encontró tendida sobre un reluciente piso dorado. Aturdida y con las ropas empapadas, levantó la vista y, entre jirones de aquel gas verdoso, descubrió a Sinuhé, de pie frente a ella. El miembro de la Escuela de la Sabiduría se abalanzó hacia su compañera y, sin mediar palabra, la tomó por los brazos, arrastrándola sin consideración hacia el centro del recinto donde habían aparecido.

Nietihw, sin entender el extraño comportamiento de Sinuhé, intentó zafarse. Pero éste, con rostro grave, le señaló el punto donde la había tomado.

La hija de la raza azul volvió la cabeza y un grito escapó de su garganta. Sobre las láminas de oro que cubrían el aposento zigzagueaba pesadamente una vieja conocida: Samej, la serpiente. Sus fauces, abiertas y mostrando las amenazadoras filas de dientes, exhalaban aquel familiar chorro de humo verdoso. El mismo que Nietihw había visto al final del túnel por el que había sido arrastrada.

La mujer, pálida, buscó refugio entre los brazos de su amigo.

—¿Cómo es posible?… Entonces, ¿los pasadizos y ese río de fuego?…

Sinuhé confirmó los balbuceantes pensamientos de su amiga:

—No cabe otra explicación, Nietihw. Durante todo este tiempo hemos permanecido en el interior de Samej… El ofidio se irguió entonces sobre los primeros tramos de su vientre y, como deseando confirmar la deducción de Sinuhé, hizo desaparecer su aliento esmeralda, lanzando desde lo más profundo de su tráquea un penacho de aquellas llamaradas blancas y húmedas que habían inundado el segundo corredor. Y entre las oscilantes lenguas que brotaron de Samej, la pareja vio aparecer por último la delicada figura de la mariposa de cristal…

Al momento, las blancas y afiladas llamas de agua desaparecieron. Y la serpiente cerró sus fauces, iniciando una de sus temibles aproximaciones hacia los indefensos iuranchianos…

Nietihw fue la última en percatarse de la repentina pérdida de sus arcos iris. Al ser expulsada, al igual que Sinuhé, de las entrañas de la gran serpiente, sus ojos habían recobrado la normalidad. Afortunadamente, el lugar donde se encontraban aparecía iluminado por una intensa y dorada claridad que arrancaba del profuso chapeado que recubría la totalidad de la estancia, incluidos techo y pavimento. En circunstancias menos dramáticas, es posible que hubiesen quedado sobrecogidos y cautivados por aquel derroche de oro. Pero en el centro de la refulgente y desnuda sala cuadrangular seguía reptando Samej…

Sinuhé ayudó a su compañera a incorporarse y, con una rapidísima inspección ocular, buscó un posible refugio.

Desolado, descubrió que las paredes que les cercaban no ofrecían defensa ni escape algunos. En el centro de cada uno de los cuatro muros —como una remota posibilidad—, creyó distinguir sendas puertas, formadas igualmente por láminas doradas de más de dos metros de altura. Para colmo de males, ni la hija de la raza azul ni su amigo disponían en esta ocasión de arma alguna. Sólo la cadena de números continuaba arrollada a la cintura de Sinuhé. Sin embargo, acosados por la cada vez más próxima presencia de la serpiente, ninguno de los dos reparó en su existencia.

La pareja retrocedió e, instintivamente, corrió hacia una de aquellas puertas. Y Samej, con sus enormes ojos circulares teñidos de rojo, contrajo los anillos centrales de su cuerpo, lanzándose en pos de nuestros amigos.

—¡Sinuhé! —clamó la mujer desconcertada—. ¡No es posible…! A pesar del frenético ritmo con que trataban de alcanzar la puerta, ésta y la totalidad del muro de oro se alejaban de la pareja a la misma velocidad con que corrían. A los pocos segundos se detuvieron, agotados y perplejos por el inexplicable distanciamiento de la pared. Sinuhé, con el rostro sudoroso, contempló el muro, ahora inmóvil como ellos y a poco más de diez metros de distancia. Era inútil razonar. Y girando sobre sus talones se dispuso a hacer frente a Samej. Pero antes, en un Postrer intento por salvar a Nietihw, le indicó otra de las misteriosas puertas —la situada en ese momento a la izquierda de la pareja—, ordenándole que corriese hacia ella. La mujer titubeó. Pero, con un gesto autoritario, la obligó a cumplir su decisión. Y la hija de la raza azul emprendió una nueva y desesperada carrera. Sin embargo, tal y como sospechaba el investigador, también aquella segunda pared dorada empezó a alejarse de su amiga, haciendo inútil su huida. Sinuhé comprobó entonces que, de las cuatro paredes que formaban el recinto, sólo la que intentaba alcanzar su amiga se desplazaba a gran velocidad, convirtiendo el habitáculo en una interminable sala rectangular.

La serpiente, sorprendida por aquella inesperada separación de sus víctimas, contuvo momentáneamente su avance. Parecía dudar. Levantó su cabeza hasta casi tocar el techo y, tras contemplar la temblorosa figura del hombre, la desdeñó, volviendo el acorazado cráneo hacia aquel frágil cuerpo que se alejaba hacia ninguna parte…

El cuello de Samej se balanceó. Sus fauces volvieron a abrirse y la triple hilera de cuchillas destelló durante unos segundos, reflejando el oro de los muros. Y el reptil se arrastró tras los pasos de la hija de la raza azul.

Desesperado, Sinuhé saltó sobre el lomo de Samej y, gateando sobre las pétreas placas que lo cubrían, intentó llegar hasta la cabeza. Trepó por el ancho cuello pero, en una de las violentas oscilaciones de la serpiente, salió proyectado contra el piso. El ofidio se revolvió entonces hacia el malparado iuranchiano y levantando la cola se dispuso a aplastarlo. Sinuhé, con la mirada fija en los sanguinolentos ojos del monstruo, creyó llegado su fin…

Por suerte o por desgracia para el miembro de la Logia secreta, sus aventuras no iban a concluir ahí, bajo el peso del ciclópeo cuerpo de Samej…

Cuando ya se consideraba perdido, una silueta olvidada cruzó vertiginosa por encima de la oscilante cola del reptil. Era la transparente mariposa de diamante. Y rauda como un rayo se precipitó sobre el extremo de Samej, clavando una de sus alas entre las placas. La serpiente, herida, se estremeció y una violenta sacudida se propagó por todo su cuerpo. Cuando la onda alcanzó el punto donde se hallaba incrustada la oportuna mariposa, ésta saltó por los aires, despedida como un guiñapo. Y al momento, por la brecha abierta en la cola brotaron aquellas llamaradas blancas y húmedas entre las que había buceado Sinuhé.

Aterrorizado, el investigador se hizo a un lado. Ésta vez, sus reflejos evitaron que el cuerpo de Samej le arrollara. El animal, entre convulsiones, dirigió su cabeza a la zona herida, arrojando sobre la misma un espeso chorro de humo verde. Pero nuestro hombre, animado por el ataque de la mariposa, aprovechó aquellos momentos de confusión y recogió del suelo a su valerosa amiga. Las alas seguían rígidas y afiladas como hachas.

Entretanto, Samej había logrado cerrar su herida y, con las fauces semiocultas por continuas columnas de humo, se dirigió hacia Sinuhé, acorralándolo contra su propia cola. El reptil echó atrás el cráneo y, tensando los anillos, se dispuso para el ataque final.

Consciente del peligro que se cernía sobre él, tomó la mariposa por una de sus alas y levantándola por encima de su cabeza, la arrojó contra el ofidio. En décimas de segundo, la doble hacha, girando sobre sí misma como una hélice mortal, cruzó los metros que la separaban de Samej, hundiéndose en su cuello, bajo la gran mandíbula.

Y el investigador, sin detenerse a comprobar el resultado de aquel lance, se alejó de la serpiente en dirección a Nietihw.

A escasos metros, la pareja, exhausta, pudo comprobar cómo Samej perdía el equilibrio y, entre estertores, su cabeza chocaba violentamente contra las láminas de oro del pavimento. Una de las alas de la mariposa había penetrado limpiamente en el cuello, abriendo una nueva y aparatosa herida por la que había empezado a fluir, a borbotones, un reguero de aquella agua de fuego.

Samej intentó cubrir la brecha con sus volutas de gas. Pero, al clavarse justo bajo sus fauces, los continuos y violentos movimientos de la cabeza sólo conseguían hundir más profundamente el ala de diamante. Dos terroríficos coletazos anunciaron el inminente fin del monstruo. Y Samej, agonizante, giró su cráneo en dirección a la pareja. Sus ojos, entonces, fueron perdiendo aquel tinte escarlata, ganando en un azul intenso.

Y de pronto, sin que Sinuhé pudiera evitarlo, la hija de la raza azul, compadecida ante el trágico final de su enemigo, se precipitó sobre sus fauces entreabiertas.

—¡No!… ¡Nietihw!

La advertencia no fue atendida por la impetuosa mujer quien, rodilla en tierra y desafiando los afilados dientes, había empezado a vaciar el frasco de los ibos en la boca de Samej. Cuando Sinuhé consiguió rescatar el brazo de su amiga del interior del reptil, más de la mitad de los luminosos gránulos se había perdido en la garganta del monstruo.

—¿Por qué?…, ¿por qué lo has hecho?

Nietihw no respondió. Pero Sinuhé, mientras la alejaba del ofidio, supo leer en su mirada una mezcla de piedad y reconocimiento hacia aquel misterioso ser que, a su manera, había contribuido —y no poco— al desarrollo de la misión. Y ante el creciente temor del investigador, los efectos de la arena mágica no tardaron en presentarse…

De las fauces de la serpiente brotó una bocanada de humo esmeralda, más densa y abundante que las anteriores. Sinuhé, temiendo una vuelta a la vida de Samej, se echó atrás, protegiendo a Nietihw. Pero, en contra de lo que esperaba, el cuerpo del reptil no experimentó movimiento alguno. Las nevadas lenguas de fuego seguían fluyendo por la brecha, cada vez más abundantes y veloces. Si aquel torrente lechoso y en permanente caracoleo constituía la sangre de Samej, no cabía duda de que el animal se estaba desangrando aceleradamente. Éste pensamiento no tranquilizó al investigador. Si el oleaje de fuego continuaba manando a este ritmo, la estancia podría verse anegada en cuestión de minutos. Y en ese caso, ¿qué hacer? ¿Por dónde escapar?

El agua de fuego cubría ya los pies de los iuranchianos cuando, inesperadamente, el extremo superior de la gran columna de humo verde se convulsionó. Y un sin fin de pequeñas volutas, girando y bullendo sin cesar, dieron forma a una familiar cabeza…

La pareja, al reconocer aquella temblorosa y humeante figura, retrocedió. Pero la blanca marca, que continuaba ascendiendo, empezó a entorpecer su marcha. Además, ¿hacia dónde dirigirse?

Nietihw y su compañero, avanzando penosamente, separando las llamaradas con las manos, optaron por la puerta más cercana. Ésta vez, el muro no se alejó. Y nuestros protagonistas, sin atreverse a mirar hacia atrás, toparon al fin con las doradas planchas que cubrían aquella parte de la estancia. Al volverse, el espectáculo les dejó sin habla. Las lenguas de fuego cubrían casi por completo el inerte cuerpo de Samej y por las semianegadas fauces del reptil seguía brotando aquella columna de humo esmeralda. Pero el aliento de la serpiente se había transformado en una segunda y espectral Samej…

Nietihw, considerándose responsable de este inesperado y poco deseado final, rompió a llorar.

Y la cimbreante serpiente de humo, trazando un amplio arco en el aire, fue aproximándose a la aterrorizada pareja.

La hija de la raza azul, con las espumosas crestas del río de fuego rozando ya su cintura, ocultó el rostro con ambas manos, sollozando desconsoladamente. Pero, ante la sorpresa de ambos, la vaporosa cabeza de Samej se detuvo a corta distancia.

Y allí se mantuvo, impasible, vigilante, con sus circulares y opacos ojos verdosos clavados en Nietihw. Ésta, confusa al no producirse lo que imaginaba un nuevo ataque, fue descubriendo sus arrasados ojos. En ese instante, la boca de humo de aquel fantasma se abrió, apareciendo, uno tras otro, los doce cristalinos pétalos que poco antes habían dado vida a la providencial mariposa de diamante.

E, ingrávidos, permanecieron en el aire, girando lenta y pausadamente sobre sí mismos, como esperando una decisión de la atónita hija de la taza azul.

Sinuhé, sin saber qué hacer, extendió sus manos, en ademán de recibir las brillantes piezas. Pero éstas no descendieron. Y, al fin, Nietihw, comprendiendo, imitó a su amigo.

Y uno tras otro, los pétalos pentagonales fueron posándose sobre sus palmas.

Cuando el último cristal tomó contacto con la piel de Nietihw, las piezas se iluminaron y, alineándose, se convirtieron en una reluciente llave.

Satisfecha, la segunda Samej se deslizó ondulante sobre la superficie del río de fuego y, ante la sorpresa de la pareja, fue hundiéndose en la agitada masa de llamas blancas, hasta desaparecer.

Nietihw manipuló la llave con curiosidad, observando que los dientes estaban formados por letras, igualmente transparentes y, como el resto del inesperado presente de Samej, de una dureza diamantina. Incapaz de descifrarlas, se apresuró a depositarla en las manos de su no menos desconcertado amigo. Sinuhé, de momento, no prestó atención a la llave. Sus ojos estaban fijos en el punto por el que habían visto sumergirse a la serpiente de humo. Súbitamente, aquellas lenguas de fuego húmedo habían empezado a girar, provocando un remolino que amenazaba con propagarse por la blanca laguna en que había quedado convertida la cámara dorada. Y temiendo que la fuerza de aquellas aguas pudiera arrastrarlos hacia el ojo del torbellino, tomó a su compañera, pegando sus espaldas contra la puerta del muro.

La hija de la raza azul, obedeciendo a su instinto, pidió a Sinuhé que utilizase la llave.

—¿La llave? —exclamó aquél sin comprender—, ¿cómo?

—¡Sus dientes forman una palabra!… ¡Ahí debe estar la clave! —le gritó la mujer, que había empezado a sentir cómo la corriente tiraba de ambos hacia el centro de la cada vez más encrespada superficie del agua de fuego.

Y Sinuhé, batallando por mantenerse junto al muro, levantó la llave por encima de las llameantes ondas, descubriendo, en efecto, que los dientes componían la palabra hebrea HESED. Desgraciadamente, ni Sinuhé ni Nietihw disponían de tiempo para reflexionar sobre el nuevo enigma. El remolino giraba cada vez con mayor ímpetu y el investigador, sin perder un segundo, aprisionó la llave entre sus dientes, procediendo a soltar la cadena de números que conservaba alrededor de su cintura. Anudó uno de sus extremos al ojo de la llave y, tras gritar a su amiga que se aferrase a su cuello, levantó la llave, lanzándola al aire. Pero el violento y espumeante torbellino blanco había hecho presa en ellos. Y Sinuhé, con su compañera firmemente sujeta a su espalda, se vio succionado hacia el centro de la laguna.

De pronto, entre los enloquecidos y cada vez más rápidos giros del remolino, Sinuhé, que seguía desesperadamente agarrado a la cadena de sesenta números, sintió un fortísimo tirón. Pero sus brazos, casi descoyuntados, resistieron aquel embate. La llave, tal y como esperaba el miembro de la Escuela de la Sabiduría, había ido a incrustarse en algún lugar de la cámara. Palmo a palmo, cubierto en ocasiones por las embravecidas lenguas de fuego, inició una lenta aproximación hacia el desconocido pero providencial punto en el que suponía se había clavado o enganchado la no menos mágica llave… Con las manos ensangrentadas, Sinuhé, al filo del desfallecimiento, pudo al fin separarse del ojo del torbellino. Y tras descansar unos minutos sobre la tensa superficie de las aguas, prosiguió su avance, aferrado siempre a la cadena del número pi.

Cuando la extenuada pareja se hallaba ya a escasos metros del muro, el nivel de la laguna descendió bruscamente. Y sin que supieran cómo, las blancas llamaradas empezaron a desaparecer por el ojo del remolino, como si una misteriosa mano hubiese abierto un orificio en el suelo de la cámara. Sinuhé y su compañera no tardaron en hacer pie. Pero, agotados, permanecieron tendidos y sujetos a la cadena. Cuando las últimas lenguas se escurrieron y la sala presentó su primitivo brillo dorado, Nietihw rasgó parte de su túnica, vendando amorosamente las manos de su amigo.

—¡Ánimo! —le susurró, luchando por convencerle y convencerse de que lo peor había pasado—. ¡Salgamos de aquí! Sin embargo, en lo más profundo de su ser, la hija de la raza azul sabía que las pruebas a que estaban siendo sometidos no habían finalizado.

El joven se incorporó y, sacudiendo sus ropas, siguió el curso de la cadena. A los pocos pasos advirtió que los negros y brillantes números, mágicamente cohesionados entre sí, conducían hasta una de las puertas. Concretamente, a una cerradura ubicada a media altura y en la que, en efecto, se había introducido la llave de diamante.

Sin comentarios, procedió a soltar los números que había anudado al extremo de la referida llave, recogiendo seguidamente la cadena. Pero esta vez, en lugar de arrollarla a su cintura, la situó en torno a su cuello. Y con evidente curiosidad se dedicó a inspeccionar los paneles de oro que adornaban o protegían el misterioso acceso. Nietihw, a su lado, le recordó la palabra que daba forma a los dientes, preguntándole su significado. Y el investigador, distraídamente, le respondió que HESED era un vocablo hebreo que quería decir clemencia. Y ensimismado en la búsqueda de alguna inscripción o señal que pudieran arrojar un rayo de luz sobre aquel nuevo enigma, no se percató del imprudente alejamiento de su compañera.

La mujer, confiando en la sagacidad de Sinuhé, olvidó momentáneamente la puerta. Desde que viera desaparecer las blancas llamaradas, sentía una irrefrenable curiosidad. ¿Cómo y por dónde se habían escurrido aquellas aguas de fuego? Silenciosamente, sin que su amigo lo advirtiera, caminó hacia el centro de la cámara dorada…

Pero, cuando apenas le separaban unos pasos del oscuro círculo que adivinaba ya sobre el pavimento, un súbito presentimiento estuvo a punto de hacerle volver. Aquélla curiosidad, no obstante, fue más fuerte y prosiguió hasta el borde de un agujero de algo más de un metro de diámetro, perfectamente delimitado por las láminas de oro. Al asomarse, descubrió un pozo, sumido en una total oscuridad.

—¡Nietihw, creo que tengo la solución…! Las palabras de Sinuhé, que acababa de girar la cabeza en busca de su compañera, quedaron bloqueadas en su garganta. Impotente, contempló cómo la hija de la raza azul era arrebatada por una sombra.

De un salto, se separó de la puerta, lanzándose en pos de su amiga. Pero, para cuando quiso llegar a la abertura, aquélla había desaparecido.

No alcanzó siquiera a mirar en el interior del pozo. Antes de que pudiera hacerlo, catapultada desde lo más profundo, se elevó una plancha igualmente dorada que lo cerró herméticamente. Todos sus forcejeos fueron inútiles. Golpeó y pateó sobre la lámina. Invocó a su perdido amigo Ra, suplicó y, finalmente, cayendo de rodillas sobre el pavimento. Lloró amargamente. Era la segunda vez que perdía a Nietihw, y la sola idea de que hubiera sido capturada por las golem o por los medianes rebeldes le sumió en el abatimiento. ¿Qué podía hacer por su compañera? ¿Cómo y hacia dónde debía buscarla? Se encontraba solo y perdido en el interior de lo que suponía la Gran Pirámide de Keops y, además, sin armas ni ayuda alguna…

En uno de sus bruscos cambios de estado de ánimo, Sinuhé secó sus lágrimas y, con paso decidido, con el corazón encendido por la rabia, se lanzó hacia la puerta en la que sobresalía la llave de diamante. Colérico y maldiciendo la hora en que había aceptado aquella absurda misión, hizo girar la llave con ambas manos. Un chasquido escapó de la cerradura y, al instante, los paneles de oro de la puerta se agrietaron. Y por las mil fisuras escaparon unas minúsculas llamaradas azules, que se propagaron velozmente, consumiendo las cuarteadas láminas doradas.

El investigador, temiendo que el fuego celeste pudiera alcanzarle, dio un paso atrás. Las voraces lenguas, apenas de una pulgada de longitud, se extinguieron sin embargo tan rápidamente como habían surgido.

Al volatilizarse el chapeado, la puerta quedó convertida en un inmenso espejo rectangular. Ésa, al menos, fue la primera impresión de Sinuhé. Allí, frente a él, se recortaba su propia imagen. Pero, al observarse a sí mismo con mayor detenimiento, quedó perplejo: el Sinuhé que reflejaba aquel supuesto espejo no lucía al cuello la cadena de números. El resto, en cambio, era su vivo retrato. ¿Cómo puede ser?, se preguntó alarmado, al tiempo que llevaba su mano derecha al collar, en un tímido y casi mecánico gesto por autoconvencerse de que estaba soñando o de que sufría una alucinación. Pero la cadena, efectivamente, continuaba sobre su pecho…

Un escalofrío fue el preludio de otro suceso no menos fantástico. Desconcertado, vio cómo la imagen que permanecía frente a él no repetía el movimiento que acababa de efectuar. Por lógica, si en verdad se hallaba ante un espejo, el brazo de dicha imagen —su brazo— debería haberse elevado también en dirección al collar.

Aturdido, comenzó a gesticular. Sin embargo, el otro no se movió. Y siguió mirándole impasible, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, mientras Sinuhé, con un creciente sentimiento de ridículo, terminaba por bajar las manos. La cólera inicial había dejado paso a una mezcla de admiración y temor. Algo especialmente singular estaba a punto de producirse. Y Sinuhé, intuyéndolo, experimentó aquel vicio y familiar cosquilleo en sus entrañas, previo siempre al inicio de alguna aventura.

No satisfecho, sin embargo, avanzó hacia la superficie del espejo, tocándola con las temblorosas yemas de sus dedos. La sensación recibida fue inequívoca: aquello era una fría y compacta lámina, quién sabe si de metal bruñido o de cristal azogado.

Cada vez más desasosegado, retrocedió de nuevo, interrogando a la imagen:

—¿Quién eres?

Y el rostro del otro Sinuhé cambió su impenetrabilidad por una acogedora sonrisa. Y el verdadero investigador —¿o no se trataba del verdadero?— vio cómo los labios de la imagen se abrían y una conocida voz —la suya— resonaba desde el fondo del espejo.

—Soy Ra, tu otro YO.

—¿Mi qué…?

La sonrisa se hizo más acusada y, en tono benevolente, repitió lo que el Sinuhé de este lado del espejo ya había escuchado con toda nitidez:

—Tu otro YO, Sinuhé…

Y antes de que nuestro perplejo amigo tuviera oportunidad de ordenar sus ideas, añadió:

—Sabes que en cada mortal conviven dos personalidades. Una (tú en este caso), primitiva y agresiva. Feroz. Enraizada en el animal que todos los humanos evolucionarios llevan dentro. Otra (yo), nacida directamente del Padre Universal y que constituye su chispa prepersonal en cada ser. Yo, Ra, represento el Amor, la Belleza y la Sabiduría.

—¿Y qué deseas de mí? —tartamudeó el investigador.

—La clemencia de tu compañera, la hija de la raza azul, para con Samej os ha permitido llegar hasta la tercera puerta. A partir de ahora seré yo quien prosiga la gran búsqueda. A este lado de Duart (el umbral de Dalamachia), la cólera, la ambición y la mentira no tienen acceso.

Irritado por aquellas (sus propias palabras) y con el cerebro al límite de la resistencia, el Sinuhé de este lado levantó sus puños en actitud amenazante. Pero, antes de que llegara a golpear el espejo, los brazos de Ra salieron de la bruñida superficie, arrebatándole el collar de números. Y Sinuhé, al filo del histerismo, vio cómo su otro YO introducía la cadena en el interior del espejo, depositándola, a su vez, en torno a su cuello.

Y levantando la mano derecha en señal de saludo, sonrió de nuevo. Acto seguido, el espejo, y con él toda la sala dorada, quedaron envueltos en densas tinieblas.

Al verla, tuvo la sensación —casi la seguridad— de que aquella antorcha había sido depositada allí justamente para él. La retiró del aro de metal que la sostenía oblicua al muro e, intrigado, paseó la amarillenta llama a su alrededor. ¿Dónde estaba? ¿Qué había ocurrido? Sus recuerdos y vivencias se hallaban intactos en su memoria: los túneles descendentes, el pequeño cerebro de cristal, la esfinge, aquel río de fuego húmedo, la sala dorada y la dramática experiencia con la serpiente, la desaparición de Nietihw e, incluso, la aparición de su otro YO en el espejo… Pero, a partir de aquel oscurecimiento, el archivo de su memoria se negaba a funcionar. Por más que se esforzó no fue capaz de rememorar cómo había llegado hasta allí. Examinó el lugar, comprobando que se encontraba en lo alto de un tramo de escalones, toscamente excavados en la roca. A su espalda le cerraba el paso un murallón igualmente rocoso de más de dos metros de altura por algo más de metro y medio de anchura. Tentó las paredes laterales, llegando a la conclusión de que eran tan macizas como el muro que se levantaba tras él. A partir de aquel reducido rellano donde se hallaba se iniciaba el citado tramo de escaleras y, seguidamente, a la tibia y crepitante luz de la tea, Sinuhé divisó un oscuro corredor. Era obvio que la única salida posible sólo podía buscarla en aquella dirección. ¿Es que la sala dorada se hallaba al otro lado del murallón? En ese supuesto, ¿cómo había atravesado semejante bloque de piedra?

Convencido de que sus dudas no se verían satisfechas por el camino de la lógica y del raciocinio, optó por prescindir de tales disquisiciones. Ahora lo único importante era averiguar dónde estaba y, sobre todo, cómo dar con el paradero de su amiga. Descendió los dieciséis escalones y, una vez en la boca del nuevo pasadizo, se detuvo unos instantes, asombrado de su propia serenidad. Al pensar en la hija de la raza azul no lo había hecho, como en de esperar, con angustia o cólera. Es más: su pulso no parecía alterado ante lo tenebroso del lugar ni ante los posibles peligros que quizá le aguardasen. No es que el fantasma del miedo hubiese desaparecido de su corazón, pero, inexplicablemente, su ánimo rebosaba paz. Era como si supiera que parte de aquella batalla había sido ganada y que los archivos secretos de IURANCHA se hallaban casi al alcance de la mano…

Pero la inquietante soledad de aquel corredor no tardaría en devolverle a la realidad. El pasadizo, muy holgado, presentaba unos muros —incluidos techo y pavimento— tan toscamente trabajados como los que acababa de abandonar. Se trataba de un túnel rectangular, horadado en una caliza muy consistente, cuyas paredes, evidentemente, habían sido labradas a golpe de piqueta. Mientras avanzaba por él, la ausencia de los graníticos sillares que delineaban los pasadizos por los que se habían deslizado anteriormente le condujo a una nueva duda: ¿Es que se hallaba fuera de la Gran Pirámide? O, por el contrario, ¿había penetrado en la plataforma rocosa sobre la que se sustentaba la Primera Maravilla del mundo? Sinuhé —el nuevo, quizá el auténtico Sinuhé— necesitaría algún tiempo para despejar esta incógnita…

Pendiente de cualquier señal o inscripción, prosiguió su lento avance. Y al poco, cuando apenas si había dado una veintena de pasos, la luz de la antorcha iluminó el final del túnel. Cautelosamente adelantó la tea, descubriendo que el pasadizo terminaba en una sala igualmente rectangular, de unos ocho por cuatro metros. Durante algunos minutos, inmóvil en el umbral de la cámara, no se atrevió casi a respirar. El amarillento chisporroteo del hacha fue empujando las tinieblas y, súbitamente, sobre la pared situada a la derecha de Sinuhé, surgieron unas oscilantes y deformes sombras. A pesar de su crecido valor, un escalofrío volvió a intimidarle y a punto estuvo de dejar caer la maza de madera que le servía de antorcha. Retrocedió un par de pasos, pegándose de espaldas a los últimos metros del muro derecho del corredor. Y la oscuridad volvió a llenar la silenciosa estancia. ¿Qué eran aquellas sombras que había visto oscilar sobre la pared? Los escalofríos se propagaron ahora en cadena y todos los vellos de su cuerpo se erizaron.

Con el rostro vuelto hacia la semi-iluminada puerta de acceso a la cámara, esperó lo peor. Aquéllas sombras —se dijo a sí mismo— tienen que pertenecer a algo o a alguien. En el segundo caso, si se trata de seres vivos, al ser delatado por la luz de la tea, quizá su ataque sea inmediato…

Y sumido en un silencio de muerte, esperó ver asomar en el umbral, en cualquier momento, las siluetas de Dios sabe qué monstruosas criaturas…

Los segundos transcurrieron densos e interminables. Pero, ante la extrañeza de Sinuhé, nada ni nadie hizo acto de presencia en el umbral de la cámara. Y arrastrando la espalda por el muro, volvió a asomarse.

La boca del túnel se abría justamente en la mitad de la cámara y, en consecuencia, la pared en cuestión quedaba a unos cuatro metros del tembloroso miembro de la Escuela de la Sabiduría. La tea iluminó la estancia por segunda vez y, en efecto, distinguió las temidas sombras. Sus ojos se habituaron pronto a la penumbra reinante, distinguiendo la causa de dichas sombras. Ante él se levantaban dos figuras humanas, cubiertas en parte por unas brillantes superficies doradas que, al reflejar la luz de la antorcha, parecían tener un halo propio. Al comprender de qué se trataba, respiró aliviado y, poco a poco, midiendo cada paso, fue aproximándose a ellas. Pegadas al muro —una frente a otra—, como centinelas, se erguían dos estatuas negras, a tamaño natural, con faldellines, pectorales, brazaletes en muñecas y bíceps y sandalias de oro. Cada una portaba un mazo en la mano derecha mientras, con la izquierda, sujetaban sendos báculos, igualmente dorados. Las cabezas se tocaban con pañoletas típicamente egipcias, perfectamente ajustadas hasta las cejas y chapadas en oro. Al acercar la antorcha a los rostros surgieron inconfundibles las facciones de Mut, el buitre guardián del antiguo Egipto. Sinuhé presintió que se hallaba en la antesala de una tumba. Pero ¿de quién? Él sabía que los arqueólogos no habían encontrado momia alguna en el interior de la pirámide de Keops. Al menos, en las cámaras y pasadizos descubiertos hasta hoy…

Y una intensa emoción fue apoderándose de todo su ser. ¿Qué nueva sorpresa le reservaba el destino? ¿Qué se escondía al otro lado de aquel muro? Porque, obviamente, aquellos centinelas con cabeza de buitre habían sido dispuestos en aquel lugar como genios o dioses protectores… Se imponía un inmediato y minucioso reconocimiento del paño de roca situado entre ambos centinelas de madera, y el investigador, sin poder contener su ansiedad, acercó el hacha a la pared. En el primer examen vislumbró ya una posible confirmación de sus sospechas: aquella zona central del muro presentaba una superficie distinta a la tosca caliza del resto de la cámara.

—Parece yeso… —comentó a media voz.

Y elevando la amarillenta flama descubrió que, en efecto, se hallaba ante una puerta tapiada, enyesada y ¡sellada! Con una creciente excitación aproximó el rostro y la antorcha al pequeño sello oval, perfectamente impreso en arcilla, distinguiendo en la parte superior al clásico perro acostado y, a sus pies, los nueve cautivos enemigos de Egipto.

—¡No es posible! —exclamó con una notable confusión. Volvió a inspeccionar el sello y, convencido de lo que tenía ante sus ojos, se dejó caer frente al muro, escoltado a ambos lados por las hieráticas figuras de Mut y sus amenazadoras sombras. Aquél, si su memoria no le traicionaba, era el sello de la Necrópolis Real, ubicada en el llamado Valle de los Reyes. ¿Cómo podía ser entonces que se encontrase en el interior de la Gran Pirámide? ¿O es que, como venía sospechando, aquélla no era la tumba del rey Keops?

Sentado en mitad de la penumbra, dedicó un tiempo a reflexionar. Pronto desistió. En aquel lugar —fuera o no la Gran Pirámide— había ocurrido sucesos demasiado extraños y fantásticos como para intentar enjuiciar la presencia de aquel sello real con un mínimo de rigor científico. Supongo que lo más práctico —concluyó— será dejarse llevar por los acontecimientos…

Para empezar, lo primero y más importante era cruzar aquella puerta tapiada. Pero ¿cómo lograrlo? No disponía de herramientas adecuadas y, aunque así hubiera sido, la demolición del muro le habría llevado demasiado tiempo. Tenía que haber otro sistema…

Repasó cuidadosamente cada una de las estatuas, con la remota esperanza de hallar algún resorte secreto. Después de múltiples e infructuosos intentos abandonó su propósito, centrando su atención en la cámara. Caminó arriba y abajo. Palpó e inspeccionó las paredes y el suelo y, finalmente, al borde de la rendición, regresó hasta la irritante puerta. Aunque luchaba por espantarlo, un sentimiento de angustia empezaba a invadirle. ¿Y si realmente se hallaba enterrado en vida? Iluminó la capa de yeso, recorriéndola desde el dintel hasta el pavimento. Fue en una segunda inspección de la puerta cuando, de pronto, en el extremo inferior izquierdo de la misma, descubrió un nuevo sello, más pequeño que el anterior. Nervioso, depositó la antorcha sobre el piso y, tumbándose frente al círculo de arcilla, trató de descifrarlo. Con el corazón agitado, fue traduciendo los pequeños y delicados jeroglíficos:

Aquí… en DUART, MUT vela el sueño… del Señor del Oeste, hermano y yerno del…

La lectura se vio interrumpida. Como mecidas por una corriente de aire, las llamas de la tea oscilaron. Sinuhé, asustado, volvió la cabeza hacia las tinieblas que pesaban sobre la cámara. Sin embargo, todo parecía tranquilo. Y atribuyendo aquella oscilación a alguno de sus nerviosos movimientos, prosiguió la lectura del sello real.

… hermano y yerno del último depositario del Gran Tesoro del Reino en Medio del Mar… Su primera daga señala hacia Dalamachia…

—¡Dalamachia! —exclamó sin disimular su sorpresa y alegría.

Aquél endiablado nombre, convertido ahora en el objetivo básico en la búsqueda de los hombres Pi, estimuló sus ánimos, atacando la traducción con renovados bríos.

… La segunda, hacia el traidor: Horemheb.

Cerró los Ojos y comprobó si había sido capaz de memorizar el jeroglífico.

Aquí en DUART, MUT vela el sueño del Señor del Oeste, hermano y yerno del último depositario del Gran Tesoro del Reino en Medio del Mar. Su primera daga señala hacia Dalamachia. La segunda, hacia el traidor: Horemheb. Y abriendo los ojos, releyó el criptograma.

—¡Exacto! —se dijo, felicitándose por su excelente memoria. Tomó nuevamente la antorcha y, sentándose a un par de metros de la puerta tapiada, se dispuso a desmenuzar cuanto había leído en el escondido sello de la Necrópolis Real. Pero su corazón se vio alterado por segunda vez: las amarillentas llamas del hacha que mantenía con ambas manos fueron sacudidas por otra ráfaga. Ésta vez, incluso, el soplo llegó frío y claro hasta su rostro.

Su primer impulso fue ponerse en pie. Aquéllas oscilaciones de la antorcha no podían ser accidentales. En la cámara, a excepción de la entrada al túnel, no había abertura o resquicio algunos. Al menos, él no los había detectado. Y en el supuesto de que todo se debiera a una corriente de aire nacida o provocada desde el corredor, ¿por qué las llamas se habían doblegado justamente hacia su rostro, como empujadas desde la pared tapiada? Lo normal, tratándose de una corriente y dado que la boca del pasadizo se hallaba a la derecha y por detrás de Sinuhé, es que aquélla hubiera impulsado la flama en cualquier dirección menos en la que acababa de tomar. Éstas deducciones se atropellaron mientras sus ojos, fijos en la resinosa punta del hacha, veían cómo las llamas, en segundos, recuperaban la Verticalidad y, con ello, la normalidad. Pero sus vellos seguían erizados. La sensación de que alguien había lanzado un poderoso soplo contra la antorcha era incuestionable. Y el miedo le mantuvo anclado sobre el rugoso suelo de la cámara. ¿Qué podía hacer? Si algo o alguien se hallaba allí, invisible en mitad de la penumbra, sólo cabía esperar. Pero, esperar… ¿qué?

Sin atreverse a mover un músculo lanzó sendas miradas a las negras estatuas. Ninguna de las dos —pensó en un afán por serenarse— ha podido girar sus cabezas de madera y soplar… Aquélla, obviamente, era una conclusión lógica. Si las tallas se encontraban encaradas, difícilmente podían ser las responsables de la agitación de la tea. ¿O sí? Sinuhé recorrió después los báculos y mazas de oro, pero no observó nada sospechoso. Las segundas, formadas por sendos mangos cilíndricos, rematados por unas esferas magistralmente labradas, eran los únicos objetos —dada su posición, a la altura del nacimiento de los muslos de las estatuas— que coincidían con el nivel de la antorcha. Pero rechazó la idea de que dichas mazas hubieran sido las causantes de tales agitaciones. Los minutos fueron discurriendo en absoluta calma y, progresivamente, el espíritu de Sinuhé recuperó también su habitual y frío ritmo. Aquélla tregua le devolvió el interés por la inscripción descubierta en el ángulo inferior izquierdo del tabique que tenía frente a él. Y convencido de que los crípticos jeroglíficos ocultaban una información decisiva para el buen fin de su accidentada búsqueda, se enfrascó en las hipotéticas interpretaciones de los mismos.

Lo primero que le llamó la atención fue la palabra Duart. Su otro YO, al hablarle desde el espejo, había hecho mención de ella: …A este lado de Duart (el umbral de Dalamachia), la cólera, la ambición, y la mentira —recordaba Sinuhé— no tienen acceso. Parecía claro, por tanto, que la expresión aquí, en Duart debía significar que aquella cámara en la que él se hallaba —o quizá lo que se ocultaba al otro lado de la puerta tapiada— era precisamente el umbral de la ansiada Dalamachia. Por otra parte —siguió meditando—, el monosílabo Duart, en el lenguaje del antiguo Egipto, quería expresar el más allá. ¿Cómo podían conjugarse entonces ambos conceptos? ¿Es que Dalamachia era considerado el más allá?

El galimatías se hizo más intrincado al analizar las siguientes palabras. Quizá la menos complicada fue Mut. El miembro de la Escuela de la Sabiduría asoció en seguida el término a las estatuas que montaban guardia junto a la puerta sellada. Aquéllos rostros con forma de buitre correspondían precisamente a la figura de Mut, una de las aves carroñeras más abundantes en Egipto (la gyps fulvus) y que, desde la más remota antigüedad, había cumplido el papel de guardián. Estaba claro, en consecuencia, que las mencionadas tallas de madera negra, con Ojos y pico de buitre, velaban o guardaban el sueño del Señor del Oeste, hermano y yerno del último depositario del Gran Tesoro del Reino en Medio del Mar. Fue en estas frases donde, como digo, tropezó con mayores dificultades. La expresión Señor del Oeste sólo podía hacer referencia —siempre según las creencias del antiguo Egipto— a un rey que, al morir, recuperaba así su calidad de dios; es decir, de Señor del Oeste.

Los pensamientos de Sinuhé retrocedieron hasta su vieja teoría sobre el rey Keops. Pero, evidentemente, había otro dato que echaba por tierra esta posibilidad. Se trataba de la palabra Horemheb. Éste famoso general había vivido en tiempos de los no menos famosos faraones Amenofis IV (el singular rey hereje, también conocido por Ajnaton o Akhenaton), Tutankhamon y Ay. El Señor del Oeste, a que hacía alusión el jeroglífico tenía que ser, indefectiblemente, alguno de estos tres reyes. El calificativo de traidor, además, venía a coincidir con la inmensa mayoría de las hipótesis de los egiptólogos, que no dudan en considerar a Horemheb como un usurpador del trono de Egipto. Tal y como había estudiado Sinuhé, el citado general, tras la muerte del rey y Padre Divino Ay, último faraón de la XVIII dinastía, se había hecho con el poder absoluto de Egipto, fundando la XIX dinastía.

Pero ¿a qué faraón podía referirse la inscripción? ¿Qué gran rey dormía el sueño de la muerte al otro lado de aquella pared? Después de no pocas vueltas en su cerebro, el miembro de la Escuela de la Sabiduría llegó a una conclusión provisional: de los tres monarcas citados, sólo uno podía ser hermano y yerno, a un mismo tiempo, de aquel desconocido depositario del Gran Tesoro del Reino en Medio del Mar. Por el momento no quiso aventurarse a bucear en la naturaleza de tan intrigante tesoro… Era menester ir por partes. Y Sinuhé, desempolvando sus estudios sobre Egiptología, estimó que aquel Señor del Oeste podía ser Tutankhamon, hijo, como su antecesor en el trono —Akhenaton—, de Amenofis III y, consecuentemente, hermano del hereje. Además, Tutankhamon, el rey adolescente, siguiendo las complicadas costumbres de su época, había contraído matrimonio con la princesa Anjsenamon, una de las seis hijas de su hermano Akhenaton, casado a su vez con la bellísima Nefertiti. Ay, por su parte, quedaba descartado como protagonista de semejante parentesco. Únicamente el faraón Tutankhamon, según estos cálculos, se hallaba doblemente vinculado —como hermano y yerno— al fascinante rebelde de la teología egipcia: Akhenaton.

¿Quería decir esto que el rey enterrado al otro lado del muro era Tutankhamon?

Parte del enigma parecía despejado: el rey Akhenaton tenía que ser el depositario del Gran Tesoro. Pero ¿de qué tesoro? Y, sobre todo, ¿qué clase de relación existía entre ese Gran Tesoro y Tutankhamon?

Las nuevas incógnitas encendieron aún más los excitados ánimos del investigador. Había que encontrar el medio de atravesar aquella maldita puerta tapiada…

En cuanto al Reino en Medio del Mar, Sinuhé desistió. Por más que repasó la historia del viejo Egipto no supo o no pudo vislumbrar a qué podía referirse.

De lo que no cabía duda era de que, al otro lado, en alguna parte, dos puñales o dagas pertenecientes al rey muerto señalaban, una a Dalamachia y la otra, a Horemheb, el traidor. ¿Significaba todo esto que la misteriosa Dalamachia estaba ya al alcance de su mano? ¿Y qué pensar de Horemheb? ¿Escondía aquella advertencia nuevos peligros?

Repasó la inscripción por enésima vez, pero, desgraciadamente, aquella información sólo parecía referirse a lo que, presumiblemente, podría encontrar más allá del tabique que le cerraba el paso. En cuanto a la forma de cruzarlo, ni un solo indicio…

En el fondo, su situación era más penosa que antes de descubrir el segundo sello real: intuía que estaba muy cerca de algo fascinante y decisivo y, sin embargo, no veía el modo de pasar al otro lado.

¡Debo encontrarlo!