NUEVO CONCEPTO DEL HOMBRE Y DEL ESTADO
El solo nombre de Maquiavelo nos dice ya bien hasta qué punto se afanó el Renacimiento por renovar su concepción del hombre y de su vivir social. Lo específicamente nuevo está en que el hombre no se valora ya según la medida de un orden sobrehumano, al que se subordina y sirve, sino que comienza a buscar en sí mismo la medida. Presentimos ya esto en los literatos, por ejemplo, en Petrarca y Boccaccio. Lo primordial para ellos es la inmediata experiencia de la vida. Presentan al hombre tal y como él mismo se vive y se ve, al margen de otras referencias metafísicas y religiosas. Desde ahí se desarrolla el individualismo tan característico del Renacimiento; en la vida personal, al constituirse en ideal de vida el uomo singolare; en lo estatal, al hacer ahora su aparición el principio de las nacionalidades. Consecuencia de ello es la preponderancia del poder sobre el derecho, del «obrar» sobre los «principios teóricos», de la voluntad sobre la razón. Todo esto va ganando progresivamente terreno, haciéndose cada vez más una cosa natural y evidente. Y en este clima surge, con Maquiavelo, una concepción del Estado y de la historia de incalculable trascendencia. Nietzsche se entusiasmará con este nuevo «estilo de vida» y, lo que es aún un índice de mayor influjo en la práctica, los políticos de los tiempos modernos verán en Maquiavelo un indicador político obligado cuyas orientaciones seguirán con harto celo.
Bibliografía
R. KÖNIG, Machiavelli. Zur Krisenanalyse einer Zeitenwende, Múnich-Viena, Hanser, 1979; F. MEINECKE, Die Idee der Staatsräson in der neueren Geschichte, Múnich-Berlín, Oldenbourg, 41976; P. MESNARD, L’essor de la philosophie politique au XVesiècle, París, Vrin, 31977.
Maquiavelo
Vida y obras. Niccolò Macchiavelli (1469-1527) fue secretario de la cancillería de Estado de Florencia. En este puesto tuvo excelente ocasión para conocer la política y los hombres. A más de ello estudió a los antiguos historiadores, particularmente a Tito Livio y a Polibio. Los célebres Discorsi son un comentario a la primera década de T. Livio (1531). La otra obra importante es Il Principe (1532). Está dedicada a Lorenzo de Medici y le exhorta en ella a libertar a Italia del yugo extranjero y a crear un poderoso Estado nacional. De qué manera se llega al poder y cómo éste, alcanzado, se conserva, es lo que quiere enseñar Il Principe. Y en verdad que sus lecciones han sido bien aprendidas por los estadistas posteriores.
Obras y bibliografía
Opere complete, 8 vols., ed. por S. Bertelli y F. Gaeta, Milán, Feltrinelli, 1960-1968; Opera omnia, 11 vols., ed. por S. Bertelli, Milán-Verona, G. Salerno, 1968-1982; Tutte le opere: storiche, politiche e letterarie, ed. por A. Capata, con un ensayo de N. Borsellino, Roma, Grandi Tascabili Economici Newton, 1998; Obras, trad. de J. A. G. Larraya, Barcelona, Vergara, 1961; El príncipe; Escritos políticos, trad. y notas de J. G. de Luaces, Madrid, Aguilar, 21951; El príncipe, trad. y notas de H. Puigdomènech, Madrid, Tecnos, 41998; (introd. y notas de M. M.ª de Artaza, trad. de F. Domènech Rey, Madrid, Akal, 2010); Epistolario: 1512-1527, introd., ed. y notas de S. Mastrangelo, México, FCE, 1990; Del arte de la guerra, trad. y notas de M. Carrera Díaz, Madrid, Tecnos, 21995; Epistolario privado: las cartas que nos desvelan el pensamiento y la personalidad de uno de los intelectuales más importantes del Renacimiento, ed. y trad. de J. M. Forte, Madrid, Esfera de los Libros, 2007; Discursos sobre la primera década de Tito Livio, trad., introd. y notas de A. Martínez Arancón, Madrid-Barcelona, Alianza-Emecé, 2000.
A. BUCK, Machiavelli, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1985; R. KING, Machiavelli: philosopher of power, Nueva York, Harper Collins, 2004; A. NORSA, Il principio della forza nel pensiero politico di Niccolò Macchiavelli, Milán, Hoepli, 1936; G. RITTER, Machtstaat und Utopie: vom Streit um die Dämonie der Macht seit Machiavelli und Morus, Múnich-Berlín, Oldenbourg, 1940; L. RUSSO, Macchiavelli, Bari, Laterza, 1965; M. SANTAELLALÓPEZ, Opinión pública e imagen política en Maquiavelo, Madrid, Alianza, 1990; Q. SKINNER, Machiavelli, Heidelberg, Junius, 32001; O. TOMMASINI, La vita e gli scritti di Nicolò Machiavelli, Roma, Loescher, 1883 (Bolonia, Il Mulino, 1994); L. STRAUSS, Meditación sobre Maquiavelo, trad. de C. Gutiérrez de Gambra, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1964; P. VILLARI, Maquiavelo: su vida y su tiempo, Barcelona, Grijalbo, 91975; M. VIROLI, Machiavelli, Oxford, Oxford University Press, 1998.
Ciencia política. Para Maquiavelo el núcleo de la sabiduría estatal está en un realismo político que pone por base del obrar político no lo que debe ser, sino lo que es, lo real y efectivo.
Realismo. No es, pues, un proyecto ideal de régimen político al estilo de Platón y de otros lo que nos ofrece Maquiavelo, sino más bien un esbozo realista de la vida social humana en sus fundamentales trazos eternamente repetidos. «Me ha parecido más conveniente buscar la efectiva verdad de las cosas, que no la imaginación de ellas. Muchos han imaginado principados o repúblicas que no se han visto jamás, ni se ha conocido ser verdaderos, porque hay tanta distancia de cómo se vive a cómo se debiera vivir que aquel que deja lo que se hace por lo que se debiera hacer, antes procura su ruina que su conservación. En efecto, el hombre que quiere en todo hacer profesión de bueno, ha de arruinarse entre tantos que no lo son» (Príncipe, 15).
Fortuna y «virtù». Dos factores determinan en efecto la marcha de la vida humana e histórica, la suerte y la virtud personal. No nos es dado a nosotros penetrar los misterios del fatum y por ello se nos aparecen, en realidad, como puros hechos casuales, como fortuna. Maquiavelo no deja pasar ocasión alguna de señalar el descomunal papel que juega la fortuna en las vicisitudes de la vida. Pero, no obstante eso, al hombre de Estado se le trasluce cierta regularidad típica de las situaciones históricas, y aquí puede entrar él en juego, y con su libertad y destreza ir a una con la fortuna en modelar los pasos de la suerte. Por esto el segundo factor, la fortaleza (virtù) del príncipe, se revelará en la penetración clarividente del mecanismo de las fuerzas que entran en juego y en la enérgica intervención por su parte.
Reglas fundamentales de la política. Los principios que a ello conducen son los siguientes. Primero: el príncipe debe percatarse de que los hombres son malos. «De los hombres en general puede decirse esto: que son ingratos, volubles, simuladores, rehuidores de peligros, ávidos de ganancia, y, mientras les haces bien, son todos tuyos […] pero cuando se te acerca (la necesidad), ellos se levantan contra ti. Y el príncipe que se ha fundado del todo en sus palabras y se encuentra privado de otros preparativos se arruina […] porque el amor es considerado círculo obligado, pero, por triste condición humana, se rompe en toda ocasión de propia utilidad; mientras el temor consiste en un miedo al castigo, miedo que no nos abandona nunca» (Príncipe, 17). De ahí se sigue el segundo principio: el príncipe debe, «si quiere mantenerse, aprender a saber no ser bueno, y usar de esto o no usarlo según la necesidad» (Príncipe, 15). Ha de ser más temido que amado, no ha de retroceder ante la crueldad, puede quebrantar la palabra y los tratados, cuando esto no trae más que utilidad. Debe aparentar mansedumbre, fidelidad, sinceridad y más que nada piedad; pero sólo aparentarlo. Poseer en realidad y practicar continuamente esas virtudes podría incluso tornarse perjudicial. Más bien «le es preciso tener un ánimo dispuesto a girar según los vientos y variaciones de la fortuna ordenen, y, como arriba dije, no apartarse del bien, mientras pueda; pero saber entrar en el mal, de necesitarlo» (Príncipe, 18). Pero no es esto aún bastante. Hay que recurrir aun a lo animal y bestial. El príncipe ha de aprender a ser a la par león y zorra (ibid.). Ningún índice mejor del cambio de los tiempos que esta posición literalmente brutal. Para la filosofía política de la Edad Media estos principios eran absurdos. Hasta el mismo Platón previno ya expresamente (Rep. 493) contra este aprender de los animales el modo como ha de conducirse el hombre; lo cual sólo los sofistas eran capaces de hacer. Y efectivamente no es poco lo que de ellos ha copiado Maquiavelo. Tercer principio: lo peor de todo son las soluciones medias, el vacilar entre el bien y el mal, el derecho y la fuerza. Lo vemos en Moisés y en Savonarola. El primero se deshizo de los que le envidiaban y de sus adversarios matándolos, el segundo se hundió por carecer de armas. Mirado desde este punto de vista político, el catolicismo, con sus ideales de paz, de mansedumbre, de sufrimiento y de humildad resulta poco práctico. Dios es un Dios de los fuertes. Tal fue la religión de los antiguos romanos. Sólo ella es deseable.
Maquiavelismo. La fórmula de Maquiavelo, evitar las soluciones medias, muestra bien a dónde apunta su intención, a darnos una mecánica del juego de fuerzas de las pasiones humanas.
Su principio. Contra una determinada fuerza el hombre debe oponer otra por lo menos igual, si se la quiere resistir; y para vencerla, hará falta poner en juego otra mayor. Con soluciones medias nada se consigue. Así resulta que un centenar de años antes de Galileo se había creado una nueva física bien original; la física de las relaciones sociales humanas. Esta física política era ya aquello que iba a ser después en otro terreno la consideración cuantitativo-mecanicista de la naturaleza. No se puede negar que con ello Maquiavelo puso pie en un nuevo continente y expresó un gran pensamiento.
Sus limitaciones. Pero la alusión hecha al carácter físico-mecanicista de esta filosofía estatal nos orientará para penetrar los falsos prejuicios y las limitaciones que contraen esta teoría. La creencia de Maquiavelo de que el hombre y el Estado no son más que un mecanismo de fuerzas, cuyos elementos en juego son las pasiones humanas, es falsa. Consiguientemente tampoco será lícito aplicar simplemente al hombre los mismos métodos que a los fenómenos físicos.
¿Técnica política? Schopenhauer no es el único que ha creído que Maquiavelo no pretendió dar más que una técnica política, sin ocuparse propiamente de problemas éticos; su intento habría sido tan sólo estudiar el modo de llevar a cabo algo, caso de querer hacerlo; el quererlo o no quererlo, tema moral, no habría sido discutido por él. Pero ni éste es el sentido de Il Principe, ni la posteridad lo ha entendido así. Maquiavelo recomienda, de hecho y en múltiples formas, medios inmorales y fines inmorales al obrar político práctico. No se trata en modo alguno de juicios puramente hipotéticos, como si no quisiera meterse en el terreno moral. Ocurre justamente todo lo contrario. La moral viene absorbida sin escrúpulos por la utilidad política. Con esta desorbitación de la utilidad política, constituida prácticamente en norma absoluta, Maquiavelo echa las bases de aquella escisión moderna entre la política y la moral que a tantas vilezas y horrores ha dado origen. Se ha caracterizado hartas veces este proceder como una contabilidad por partida doble, pero no por ello ha sido menos practicado. Y en realidad de verdad descansa sobre un sofisma muy elemental, a saber, el de tomar la parte por el todo. En pura teoría cabe evidentemente estudiar lo escuetamente político (técnica política); la ciencia realiza con frecuencia semejantes abstracciones. Pero el concreto obrar político, en la práctica —y de éste se ocupa Maquiavelo—, no puede prescindir de la moral sin deshumanizarse. O ¿acaso podrá el ladrón alegar ante el juez: sólo me ocupé del lado técnico, el problema jurídico no me interesa? Podríamos acumular fácilmente ejemplos de esta índole; se podría desarrollar una técnica de la propaganda (utilizando «hábilmente» mentiras, bulos y calumnias), una técnica de hacer dinero, una técnica del goce, del lujo y de otras cosas parecidas. Con ello acabaría por quedar todo al margen de la moral, incluso nuestra vida privada, único reducto en el que algunos todavía admiten su valor normativo. Pero la moral, o es una regla para todo el obrar humano, absolutamente y en todas sus formas, o no es nada. Maquiavelo, ciego para este valor, no pudo comprender la universal validez de la moral. Y en ello consiste un fundamental, y decimos nosotros, erróneo, presupuesto del maquiavelismo. La afirmación de que «al Estado y al pueblo se los ha de tratar de modo distinto que a la persona privada», sólo puede sostenerse en la suposición de que en el terreno político lo animal tiene que invadir y desplazar lo humano. Y esto ni siempre ocurrió, ni debe ser así, porque el hombre no puede abdicar de sí mismo.
¿Son todos los hombres malos? Y con esto tropezamos con el segundo presupuesto erróneo, la afirmación de Maquiavelo de que todos los hombres son malos; de lo cual se sigue todo lo demás. Nuestro mundo es imperfecto; pero no es tan imperfecto que nunca se hayan dado en él manos fuertes y limpias, o que nunca puedan darse. Si Maquiavelo topó con muchos hombres malos en su vida, no habría por qué elevar este hecho parcial a una afirmación general. A particulari ad universale non valet illatio, enseña la lógica. Pero el pensamiento moderno es pródigo en estos conatos de absolutizar puntos de vista parciales, de abstraerlos y de proyectarlos unilateralmente sobre todo el conjunto. Uno de estos conatos es el maquiavelismo. Pero lo mismo que los nexos cuantitativo-mecanicistas no son toda la naturaleza, tampoco la física y el mecanismo de las pasiones humanas es toda la política.
Parte de razón. Nuestra instintiva defensa contra las exageraciones del maquiavelismo no deberá, sin embargo, llevarnos a rechazar de plano cuanto en el pensamiento de Maquiavelo se contiene. Así como en Galileo la consideración cuantitativa de la naturaleza tocó puntos de verdad, y así como más tarde Karl Marx descubrirá repercusiones largo tiempo ocultas de las condiciones económicas materiales en el proceso histórico, también Maquiavelo ha puesto de manifiesto algo que es una realidad, y con lo que es preciso contar, a saber, la ley de gravitación de las debilidades y pasiones humanas. Conoció indudablemente a los hombres y mostró algo que podría llamarse la lógica de lo demasiado humano, aunque aun ahí exageró desmesuradamente. Las personas idealistas muchas veces no ven nada de este mundo turbio, y se hunden en la vida. Los hombres honrados son atropellados con frecuencia por los desaprensivos y brutales. Pero esto no es una necesidad; la verdad y la justicia pueden y aun deben hacerse lo bastante fuertes para defenderse suficientemente. Condición primera para esto es que los hijos de la luz estén avisados contra las mañas y la falta de escrúpulos de los hijos de este mundo. Esto lo puede proporcionar una lectura de Maquiavelo. Habrán de aprender de él en primer lugar aquellos que reprueban de corazón el maquiavelismo y no comparten sus presuposiciones básicas de que todos los hombres son malos, y de que el mal sólo puede ser combatido igualmente con el mal. De este modo se robustecería el bien en el mundo y se aseguraría contra los peligros que le acechan de parte de los pillos y los desalmados.
Bodino
Inmediatamente después de Maquiavelo hemos de mencionar al francés Jean Bodin (1530-1596), el clásico de la idea de soberanía; sus teorías vienen a ser una continuación de las concepciones del italiano. Bodino deduce del sentido y naturaleza del Estado que la fuerza estatal debe necesariamente ser la más fuerte y no depender de ningún otro poder igual ni superior. Esta facultad del poder estatal de dar a su voluntad un contenido por todos respectos legítimamente obligante y la imposibilidad de ser limitado legítimamente por un poder distinto contra la propia voluntad son consideradas por Bodino como una facultad absoluta, indivisible e inalienable. En ello consiste el ius maiestatis o la souveraineté. Es verdad que Bodino aún nos habla de que el poder estatal es responsable ante Dios y ante el derecho natural. Pero como nos habla aún más de que para el poder estatal no existe juez alguno sobre la tierra, se ha hecho sentir el influjo de su doctrina sobre la soberanía política, particularmente en los tiempos de la razón de Estado y de las dictaduras, hasta el punto de que los Estados y los jefes supremos, en fuerza de su soberanía, no se sintieron ya ligados a nada y aun consideraron el poder como el principio decisivo en todo el ámbito de la vida política y jurídica, tal como poco antes lo había enseñado Maquiavelo y como poco después lo enseñará Hobbes. Así Bodino vino a ser el tercero en el grupo de filósofos del poder político.
Obras y bibliografía
Œuvres philosophiques de Jean Bodin, texo establecido y trad. por P. Mesnard, París, PUF, 1951; Los seis libros de la República, 2 vols., trad. de G. de Añastro Isunza, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1992 (Madrid, Tecnos, 1992).
P. MESNARD, «État présent des études bodiniennes», en Filosofia (Turín) 11, 1960, págs. 687-696; id., Jean Bodin en la historia del pensamiento, trad. de P. Bravo Gala, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1962; N. TENTLER, «The meaning of prudence in Bodin», en Traditio 15, 1959, págs. 365-384; J.-F. SPITZ, Bodin et la souveraineté, París, PUF, 1998.
Santo Tomás Moro
Vida y obras. Afortunadamente, no fue la política maquiavélica la única filosofía política que conoció el Renacimiento. Frente a ella tenemos la figura de Tomás Moro (1478-1535), el noble lord canciller inglés que cayó víctima de la brutalidad de Enrique VIII. De fina formación humanística, discípulo y amigo de Erasmo de Rotterdam, experto jurisconsulto y avisado político, escribió en 1516 una novela política, Utopía (del griego oὐ tόpoj, ningún lugar), que de primera intención quería ser una crítica de las condiciones de su patria inglesa y de su tiempo. Tomás Moro se sirvió para ello de la ironía y de la caricatura, y desde este ángulo literario habrá que explicarse una serie de pensamientos que de otro modo parecerían grotescos. Pero por encima del ambiente nacional patrio que en ella se respira, la Utopía refleja una nueva conciencia política que se proyectará en lo que hoy denominamos tareas sociales y emancipadoras.
Obras y bibliografía
The Yale edition of the complete works, ed. por R. S. Sylvester y otros, New Haven-Londres, Yale University Press, 1963s; Utopía: la mejor forma de comunidad política y la nueva isla de Utopía, introd., trad. y notas de P. Rodríguez Santidrián, Madrid, Alianza, 1998.
P. ACKROYD, Tomás Moro, trad. de Á. Gimeno-Balonwu, Barcelona, Edhasa, 2003; W. E. CAMPBELL, Erasmus, Tyndale and More, Londres, Eyre & Spottiswoode, 1949; R. W. CHAMBERS, Tomás Moro, trad. de F. González Ríos, Buenos Aires-Barcelona, Juventud, 1946; J. C. DAVIS, Utopía y la sociedad ideal: estudio de la literatura utópica inglesa (1516-1700), México, FCE, 1985; R. W. GIBSON, St. Thomas More: A preliminary bibliography of his works and of Moreana to the year 1750, New Haven, Yale University Press, 1961; P. HUBER, Traditionsfestigkeit und Traditionskritik bei Th. Morus, Basilea, Helbing & Lichtenhahn, 1953; A. KENNY, Tomás Moro, trad. de Á. M. Rendón, México, FCE, 1987; T. NIPPERDEY, Reformation, Revolution, Utopie, Gotinga, Vandenhock & Ruprecht, 1975; A. VÁZQUEZ DE PRADA, Sir Tomás Moro: Lord canciller de Inglaterra, Madrid, Rialp, 31975; G. B. WEGEMER, Tomás Moro, trad. de M. Covián Fasce, Barcelona, Ariel, 2003.
Sociedad ideal. Un primero y gravísimo mal político es, según Tomás Moro, la acumulación de riquezas en manos de unos pocos ociosos, mientras otras clases sociales poco o nada poseen y tienen que trabajar sin descanso. Las violaciones de la propiedad son duramente castigadas. Mejor sería apartar la causa de ellas, la posesión desigual. Consiguientemente debería imperar la comunidad de bienes, para que impere una general igualdad. En vez de andar constantemente a nuevas conquistas, los reyes de Europa debieran mejor distribuir lo que hay con arreglo a justicia e igualdad; todos quedarían contentos y las guerras serían ya superfluas. Las bases de toda economía política deben ser la agricultura y la economía natural. No ha de haber dinero, sino sólo comercio de intercambio, para prevenir toda codicia. Tampoco deben ser los hombres esclavos del acrecimiento de riquezas, sino trabajar sólo seis horas al día. El resto del tiempo se destinará al cultivo del espíritu y de la ciencia. Los trabajos duros serán hechos por esclavos o por criminales. La pena de muerte queda abolida. No se hace la guerra, cosa bárbara y bestial, fuera del caso de defensa de las propias fronteras, o para auxiliar a amigos atacados, o para liberar a un pueblo de sus tiranos.
Religión ideal. En el terreno religioso debe imperar una absoluta libertad. Sólo quien niegue la inmortalidad del alma, el premio y castigo de la otra vida, la existencia de Dios y el gobierno de la providencia debe ser considerado como un ser inferior. Puede pensar lo que quiera para sus adentros, pero no podrá ser investido de cargos públicos.
Para el ejercicio de la religión habrá, a disposición de todos, grandes templos, con poca luz, pues la oscuridad ayuda a recoger mejor el espíritu para la meditación de las cosas eternas. No habrá imágenes de ningún dios, para no coartar la libertad espiritual. De ningún modo se impondrá mejor la religión a los hombres que con la fuerza de reclamo inherente a sus mismas verdades y valores. La manera mansa y modesta del convencimiento puramente racional es la única vía para la expansión de la religión. La crítica negativa y destructiva contra los que piensan de otra manera, el insulto desmedido y todo empleo de fuerza tienen que cesar. A los luchadores demasiado intolerantes en este terreno habrá que expatriarlos o hacerlos esclavos.
Idealismo y realidad en política. La Utopía de Tomás Moro acusa gran parecido con la República platónica, aun en puntos particulares, pero sobre todo en la concepción fundamental, en cuanto que efectivamente en el político inglés, lo mismo que en Platón, lo ideal es lo primero y lo decisivo. En Maquiavelo, por el contrario, todo el peso se cargaba sobre lo real y efectivo. Maquiavelo es empirista, y en ese sentido también más moderno. Pero Tomás Moro encarna no sólo el Humanismo, sino también el idealismo; es así un espíritu más dilatado, más occidental. Para él, logos e idea, herencia de Heráclito y de Platón, son más poderosos que el flujo de lo temporal y de lo fáctico. Por ello tuvo que morir (mártir de su fe y de la verdad). A Maquiavelo nada semejante le ocurrió.
Campanella
Tampoco le fue bien del todo al dominico italiano Tomás Campanella (1568-1639), igualmente idealista y reformador social. Su Civitas solis se orienta hacia Platón y describe, aún más radicalmente que él, una comunidad social extremadamente uniformizada, de la que está excluida toda individualidad. No hay morada propia, comidas propias, familia, ni propiedad, ni fe libre. Todo ha de regularse sin contradicción por el único y eterno orden ideal de los principios; pues sería ridículo ocuparse de una ordenada y conveniente cría de perros y caballos, y no de una ordenada y conveniente crianza y gobierno de los hombres. Por razón de este orden ideal Campanella se opone también a Maquiavelo y a su individualismo. El problema en estos casos es encontrar la vía segura para llegar a aquel único recto orden. ¿Quién nos garantiza que estamos en posesión de una visión del mundo sub specie aeterni, tal como aquí se supone? Campanella confía en la solución de un príncipe sacerdotal, algo así como un papa ideal. Y concretamente saca los materiales que llenan de contenido aquel orden ideal de su concepción cristiana y católica del mundo.
Un teólogo protestante alemán, Johann Andreae, en su obra Reipublicae Christianopolitanae descriptio (1619), asiente en principio a Campanella, pero echa mano de su cristianismo evangélico para dar a la obra un contenido. En 1947, la academia de Moscú hizo traducir al ruso la Ciudad del Sol de Campanella. Con sólo ponernos a pensar en las vías de realización de aquel único orden soñado vemos al punto las dificultades que encierra la puesta en vigor de semejante ideal. La suerte personal de Campanella nos muestra cómo en el terreno de los hechos las colisiones de las cosas son también inevitables y dolorosas. Su comunismo le acarreó 27 años de cárcel de parte del gobierno español de Nápoles y todavía otros tres años de encierro y de examen de parte de la Inquisición.
Obras y bibliografía
Tutte le opere, ed. por L. Firpo, Milán, Mondadori, 1954s; Theologica, a cura di R. Amerio, Milán 1936; Florencia, Vallecchi, 1949, 1951; Roma, Centro int. di studi umanistici, 1955s; Roma, Rinascimento 1984; La ciudad del Sol, trad. de A. Caballero, Buenos Aires, Aguilar, 1954 (Madrid, Aguilar, 1972; pról., trad. y notas de M. Á. Granada, Madrid, Tecnos, 2007).
F. AMABILE, Fra Tommaso Campanella, la sua congiura, i suoi processi e la sua pazzia, 3 vols., Nápoles, Morano, 1882; R. AMERIO, Il sistema teologico di Tommaso Campanella, Milán, Riccardo Ricciardi, 1972; G. BOCK, Thomas Campanella: politisches Interesse und philosophische Spekulation, Tubinga, Niemeyer, 1974; G. ERNST, Religione, ragione e natura: ricerca su Tommaso Campanella e il tardo Rinascimento, Milán, Angeli, 1991; L. FIRPO, Bibliografie degli scritti di T. Campanella, Pubblicazione promossa dalla R. Accademia delle scienze di Torino nel III centenario della morte di T. Campanella, Turín, Bona, 1940; id., «Campanella», en A. M. GHISALBERTI (ed.), Dizionario biografico degli italiani, vol. 17, Roma, Istituto della Enciclopedia Italiana, 1974, págs. 372-401; S. GAMBINO, Vita di Tommaso Campanella: dieci cavalli bianchi, Reggio Calabria, Città del sole, 2008; A. M. ISOLDI, T. Campanella. La crisi della coscienza, Milán, Bocca, 1953; E. MORENOCHUMILLAS, Tommaso Campanella: 1658-1639, Madrid, Ediciones del Orto, 1999; A. TRUYOL Y SERRA, Dante y Campanella: dos visiones de una sociedad mundial, Madrid, Tecnos, 1968.
Grocio
Adelantándonos un poco en el tiempo, mencionemos también aquí al holandés Hugo Grocio (Huig de Groot, 1583-1645), el clásico del moderno derecho natural e internacional; justifica su inserción en este contexto histórico el hecho de que, al igual que Tomás Moro y Campanella, también Grocio nos ofrece un correctivo de las ideologías despotistas del Renacimiento, y juntamente pone de manifiesto algo muy importante que estas últimas desconocieron, a saber, la esfera del derecho y su validez universal.
La obra principal de Grocio lleva por título De iure belli ac pacis (1625), pero se toma en ella el concepto de guerra de un modo tan amplio que cabe dentro de él toda la temática del derecho. Para Grocio hay, en efecto, cuatro clases de guerra: guerra de individuos contra individuos, de individuos contra el Estado, del Estado contra individuos y finalmente de Estados contra Estados. En esta división está comprendido todo aquello que en las pretensiones de los hombres puede llevar a un altercado y a un proceso jurídico. Así el libro segundo trata de la propiedad, del derecho de adquisición, del derecho hereditario y testamentario, del derecho matrimonial, del derecho corporativo, del derecho de dominio, del derecho contractual, de la promesa y juramento, del poder del Estado, del derecho de embajada, del derecho penal y otros parecidos. El libro tercero está dedicado al derecho de guerra en sentido más estricto, y se pregunta allí, por ejemplo, qué es lo que está permitido en la guerra en razón de las reglas generales emanadas del derecho natural; se habla de la astucia y del fraude en la guerra, del derecho a incautarse de los bienes de los súbditos para fines de guerra, de las represalias, de la declaración de guerra, del derecho a matar al enemigo y de otros derechos sobre el cuerpo y la vida; de la devastación y el pillaje, del derecho para con los prisioneros y vencidos, de la repatriación de prisioneros, de los tratados de paz, capitulación, armisticio, rehenes y prendas, etcétera. El primer libro aborda el problema de la guerra justa y lo resuelve afirmativamente para el caso en que esté en juego la conservación de la vida o la restauración del orden y del derecho, y con la condición de que se evite un empleo de fuerza contrario al concepto de comunidad humana. Por tanto justificaría la guerra uno cualquiera de estos motivos: defenderse de un ataque, recuperar lo arrebatado, un castigo merecido. No obstante, un castigo contra otros Estados sólo podría llevarse a cabo cuando aquéllos hubieran transgredido el derecho divino y natural. Grocio, que se inspira también en Bodino, quiere, como éste, que sea respetada la soberanía.
Fundamento de la idea de derecho. En los prolegómenos de su obra, Grocio trata de los fundamentos generales del derecho. Se ventila allí la cuestión de si se da en general algún derecho o si no será acaso el interés y utilidad lo que se esconde detrás de lo que llamamos derecho, de forma que en vez de derecho haya que apellidarlo más bien interés del más fuerte. Grocio rechaza de plano esta suposición. No es exacto decir que el interés y el provecho lo motivan absolutamente todo en el obrar humano.
Naturaleza y Dios. El hombre es social por naturaleza. De esta inclinación innata a la sociedad se deduce una serie de normas efectivas de conducta y sobre ellas descansa el derecho. La primera fuente de derecho es, por tanto, la naturaleza racional y social del hombre. Aunque no hubiera Dios, estarían en vigor estas normas de la naturaleza; y si lo hay, no puede Él abolirlas. La segunda fuente de derecho es la voluntad de Dios, en cuanto que Él, como hacedor de la naturaleza, sanciona con su precepto aquellas normas (De iure belli ac pacis, I, 1, 3, 10 y 12).
¿Qué clase de naturaleza? Naturalmente todo el problema gravita ahora sobre el concepto que tengamos de esta naturaleza humana. ¿Qué clase de naturaleza es ésta y cómo la conocemos? Grocio cree poder fijar lo que es el derecho natural por dos vías: a priori y a posteriori. A priori, porque los principios del derecho natural son de por sí manifiestos y evidentes, con sólo que dirijamos la atención a ellos de modo conveniente, algo así como lo son los datos de la percepción sensible externa. A posteriori, porque si pasamos revista a las opiniones de los filósofos, historiadores, poetas y oradores, nos permitirán deducir un consensus communis (I, 1, 12; Proleg. 39s). Y Grocio, efectivamente, se pone a la obra. A tenor de su programa, presenta primero una larga serie de proposiciones evidentes por sí mismas, con mucho menos sentido crítico en esto que santo Tomás de Aquino, quien no admitió sino un muy reducido número de principios de esta clase, para no decir nada de Escoto. Pero Grocio se explaya abundantemente sobre todo en la prueba a posteriori, en la que pone en juego toda su erudición. Autor por autor, recorre desde Hesíodo y Homero, pasando por la literatura antigua y cristiana, la artística, filosófica, teológica y jurídica, y por la Edad Media y la escolástica posterior española, hasta llegar a Bodino. Es un verdadero placer leer todo esto. La crítica filosófica, en cambio, es deficiente. Grocio escoge sus autores (Proleg. ibid.). Y ¿con qué criterio? Aquí está la dificultad. ¿No presupondrá ya, al elegirlos, lo que quiere probar? De hecho Grocio vive de la tradición cristiana en el campo de la filosofía del derecho, particularmente de Suárez y de Francisco de Vitoria. Por ejemplo, el concepto de derecho anteriormente citado debió emanar de Suárez, De leg. III, 1; y esto era una incongruencia en Grocio, pues, siendo él protestante, debía considerar que la naturaleza humana está radicalmente corrompida por el pecado original.
Derecho natural racionalista. Los representantes fieles de la antigua tradición habían recurrido, para fundamentar su noción del derecho, al habitus principiorum, mirado como una participación de la ley eterna. Con ello estaban en posesión de un legítimo acceso a la naturaleza ideal del hombre. Mas precisamente estos dos puntos de apoyo, el habitus principiorum y la lex aeterna, faltan en Grocio. Su concepto del derecho natural carece de base metafísica y está secularizado. Constituye sólo un ingenioso y erudito manejo de términos que quedan al aire y, no obstante, todavía se hacen oír, porque el recuerdo de la escolástica medieval y de la escolástica nueva no se ha extinguido. Éste es todo el contenido del derecho natural racionalista, que es supositicio e ilegítimo. La naturaleza humana racional y social de Grocio no es ya la naturaleza humana ideal de las rationes aeternae, sino una ficción humanística. No es de extrañar que un par de siglos más tarde, cuando nada se quiera ya saber de aquel patrimonio espiritual de los antiguos, la escuela del derecho histórico rechace, como falto de fundamento, el derecho natural racionalista. Se ha dicho con razón: «El llamado derecho natural de Hugo Grocio y sus seguidores no es más que una copia muerta de aquellos ideales que en apasionada lucha de espíritus crearon los escolásticos; lo que en los escolásticos es plenitud y vida, después del tiempo de Hugo Grocio no es más que un pálido remedo superficial» (Kohler).
Origen del poder estatal. Constituyó siempre un capítulo importante de la filosofía del Estado y del derecho el tema del origen del poder estatal y, en conexión con este problema, el otro no menos interesante del derecho a la resistencia. La situación que encontró Grocio en este terreno fue motivada por la teoría absolutista de Jacobo I de Inglaterra, según la cual todo el poder del Estado viene originariamente de Dios, quien lo confiere inmediatamente al príncipe. Así se comprende que la expresión «mi pueblo», estrictamente mirada, viniera a proclamar una pretensión de propiedad, algo así como la expresión «mi campo» o «mi sombrero». El pueblo no tiene consiguientemente ninguna intervención legítima en el origen del poder. A lo más se le concede que pueda designar la persona (designatio personae), sobre la que viene la inmediata vestidura del poder por parte de Dios.
Contra esta teoría habían hecho valer los jesuitas Roberto Bellarmino (1542-1621) y Francisco Suárez (1548-1617) la idea de la soberanía del pueblo. Según ellos, el príncipe no recibe su poder inmediatamente de Dios, sino del pueblo, porque el poder político es una propiedad (proprium) del Estado, y el Estado, como comunidad de hombres, no es el príncipe, sino el pueblo. Pero tampoco el pueblo tiene de por sí aquel poder, sino que lo tiene recibido, y recibido de Dios, que hizo a los hombres y a los Estados. Así, hablando con propiedad, no se dirá que el pueblo es el origen, sino el portador o «sujeto» del poder. Basta esta última precisión teórica para distinguir netamente esta soberanía moderada de la soberanía radical que ensalzará el posterior liberalismo francés e inglés, donde falta aquella referencia a Dios y donde el pueblo es la última instancia. Pero, aun sin estos radicalismos, la actitud frente al príncipe ha cambiado de signo, y el absolutismo ha caído por tierra. Ahora el pueblo confiere su derecho a la persona física o jurídica del príncipe, de forma que no lo es ya inmediatamente «por la gracia de Dios», sino por la gracia del pueblo; sólo mediatamente continúa aún siendo príncipe por la gracia de Dios, no de otra forma que el mismo pueblo. Al resolver este problema, Grocio se alinea otra vez con los escolásticos renacentistas; la suprema potestad del Estado reside de suyo en aquellos que constituyen el Estado, es decir en el pueblo; pero como el pueblo no puede prácticamente ejercer el poder, lo traspasa a una determinada persona física o jurídica, y ésta queda ahora constituida en sujeto del poder estatal y actúa en función de autoridad.
Derecho a la resistencia. Pero del círculo de los jesuitas había partido un movimiento aún más agudo contra el absolutismo. El español Juan de Mariana (1536-1624), en su obra De rege et regis institutione (1599), defendía el tiranicidio. Si un usurpador o un príncipe legítimo abusa de su poder para oprimir al pueblo, entonces el pueblo puede deshacerse de este tirano por la violencia. La forma de realizarlo debía ser propiamente que el pueblo en asamblea pública despojara al príncipe de los derechos a él conferidos y dictara contra él formal sentencia de muerte. Pero de no ser esto posible por razones extrínsecas, podría también un particular, bajo su propia responsabilidad matar al príncipe. No era esto tan exorbitante como en tiempos pasados dieron en decir los enemigos de los jesuitas. Recuérdense las palabras de Melanchthon: «¡Qué bien se dice en la tragedia: ningún sacrificio tan sabroso a la divinidad como la ofrenda de un tirano; pluguiera a Dios infundir este espíritu a un hombre fuerte!» (Corp. reform. 3, 1076). En este punto Grocio va por otros caminos. Está contra el derecho a la resistencia y polemiza expresamente, si bien callando el nombre, contra el alemán Juan Althaus (1557-1638), o Althusius, del círculo de los monarcómacos, para los cuales también el rey lo es por la gracia del pueblo, y puede ser depuesto y en caso de necesidad ser ajusticiado si abusa de su poder en daño del pueblo. Según Althaus, el pueblo ni siquiera puede traspasar su poder, que es inalienable; el príncipe es tan sólo un funcionario comisionado y queda siempre responsable ante el pueblo. Según el holandés la cosa es de otro modo. El pueblo tiene el derecho de elegirse su gobierno, el que le plazca. Puede además traspasar enteramente el poder, que originariamente le pertenece, a un príncipe. Una vez hecho esto, no puede ya asumir otra vez el poder, ni tendría tampoco el derecho de quitar la autoridad constituida por él mismo; pues se desposeyó ya de tal derecho. Está fuera de duda que no hay que obedecer a mandatos que van contra las leyes divinas o naturales y que se puede practicar una resistencia pasiva (I, 4, 1). En cuanto al ius resistendi (resistencia activa), ya sea de parte de personas privadas, ya también de parte de magistrados subalternos, Grocio apunta en el mismo cap. 4 las razones que le inclinan a la negativa. La razón fundamental es siempre que la resistencia activa va contra el sentido mismo del Estado, que dice tanto como orden (I, 4, 2). Tan sólo concede que la autoridad cesa en el momento en que el príncipe hostili animo in totius populi exitium feratur; porque una voluntad de regir no puede coexistir con una voluntad de destruir. Con todo, él cree que no es fácil que esto suceda, al menos mientras el príncipe esté en su sano juicio (I, 4, 11).
Obras y bibliografía
[J. ALTHUSIUS]: Politica methodice digesta, introd. de C. J. Friedrich, Cambridge, Harvard University Press, 1932, a partir de la 3.ª ed. de 1614 (reimpr. Aalen, Scientia, 1981); La política: metódicamente concebida e ilustrada con ejemplos sagrados y profanos, trad., introd. y notas crít. de P. Mariño, presentación de A. Truyol y Serra, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1990. [H. GROCIO]: Opera omnia theologica, 4 vols., Stuttgart-Bad Cannstatt, Frommann, 1972 (facsím. de la ed. Amsterdam, Blaeu Heredes, 1679); Hugonis Grotii De iure belli ac pacis libri tres, in quibus ius naturae et gentium, item iuris publici praecipua explicantur, ed. por B. J. A. de Kanter-van Hettinga Tromp, Leiden, Brill, 1939; Del derecho de presa; Del derecho de la guerra y de la paz: textos de las obras De Iure Praedae y De Iure Belli ac Pacis, trad., introd. y notas de P. Mariño Gómez, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1987.
H. BULL, B. KINGSBURY y A. ROBERTS (eds.), Hugo Grotius and international relations, Oxford, Clarendon Press, 1990; O. GIERKE, J. Althusius und die Entwicklung der naturrechtlichen Staatstheorien, Breslau, Markus, 1880 (reimpr. Aalen, Scientia, 1958); J. LLAMBÍAS DEACEVEDO, La filosofía del derecho de Hugo Grocio, Montevideo, Peña, 1935; CH. M. MCILWAIN, The political works of James I, Nueva York, Russell & Russell, 1965 (reimpr. de la ed. 1918); P. OTTENWÄLDER, Zur Naturrechtslehre des Hugo Grotius, Tubinga, Mohr, 1950; F. PUIG PEÑA, La influencia de Francisco de Vitoria en la obra de Hugo Grocio: los principios del derecho internacional a la luz de la España del siglo XVI, Madrid, Tipografía de Archivos, 1934; E. REIBSTEIN, J. Althusius als Fortsetzer der Schule von Salamanca: Untersuchungen zur Ideengeschichte des Rechtsstaates und zur altprotestantischen Naturrechtslehre, Karlsruhe, Müller, 1955; H. ROMMEN, Derecho natural: historia-doctrina, trad. de H. González Uribe, México, Ed. Jus, 1950; CH. A. STUMPF, The Grotian theology of international law: Hugo Grotius and the moral foundations of international relations, Berlín-Nueva York, de Gruyter, 2006; E. WOLF, Grotius, Pufendorf, Thomasius, Tubinga, Mohr, 1927.
INCERTIDUMBRE Y RIESGO
En el umbral del Renacimiento registramos un celebrado opúsculo, la Docta ignorantia de Nicolás de Cusa. En él se preludiaba un tema que se hace oír de nuevo en múltiples manifestaciones del espíritu del Renacimiento, aunque con modulaciones fundamentalmente distintas. En el Cusano no se encuentra una profesión de escepticismo, sino de humilde modestia ante los insondables fondos de la divina y eterna verdad. Se da para Nicolás de Cusa efectivamente una verdad; pero nosotros los hombres no somos capaces de captarla enteramente y sólo nos acercamos a ella con conatos siempre repetidos y siempre inadecuados. Hay en el fondo una actitud de piadosa religiosidad; es lo que san Pablo expresa con su conocer in speculo et in aenigmate. Esta actitud se seculariza en el Renacimiento. Ahora el mundo todo, no sólo para nosotros, es en sí mismo un enigma paradójico, lleno de misterios. Consiguientemente, la misión del hombre en el mundo se evapora, no le queda sino hundirse en el riesgo de una infinita metamorfosis, convertirse en una perpetua tensión. Y en ese sentido el hombre se hace también algo infinito. Es como si las creaciones de la voluntad hubieran de suplir lo que se le cierra al entendimiento. Pero a la tensión ansiosa del tiempo hacia una grandeza titánica la acompañan los ecos subterráneos de la duda, de sí y del mundo. Un psicoanalista habría diagnosticado al punto: otra vez el complejo de la inseguridad y de la supercompensación. El viraje de la Docta ignorantia al auténtico escepticismo se concreta en tres célebres pensadores: Montaigne, Charron y Sánchez.
Montaigne
Miguel de Montaigne (1533-1592) es uno de los más finos y brillantes escritores franceses. Sus Essais (1552-1588) le han valido fama mundial en el terreno literario y filosófico. Se han reeditado y traducido sin interrupción, y su influjo es bien notorio. Montaigne pinta en ellos, con notable penetración, al hombre con sus debilidades. Y en la crítica de estas debilidades le toca su turno también al saber humano. Montaigne opina que la mayor peste del hombre es creer que puede darse un verdadero saber. Todos los conatos de comprender a Dios con nuestro entendimiento limitado son fallidos. La ciencia de la naturaleza no pasa de ser bella poesía sofística. Los últimos fundamentos sobre los que descansa nuestro entendimiento son inseguros. La experiencia de los sentidos es engañosa. A ello se añade que los objetos de nuestro conocimiento se hallan, como el mundo entero, en perpetuo fluir, de manera que resbalan de nuestro saber conceptual. Puntualizando con exactitud habría que decir: «L’admiration est le fondement de toute philosophie; l’inquisition, le progrez: l’ignorance, le bout». De nuevo se pone en marcha toda la argumentación del escepticismo antiguo que llegará hasta Hume y, a través de él, se convertirá en uno de aquellos fermentos que llevarán a madurez el criticismo de la Edad Moderna. Montaigne se encuentra frente a un mundo extraño, dominado por poderes oscuros, que carece de transparencia, y uno de estos poderes es la muerte, que se mezcla en todas partes con la vida, hasta el punto de que quien quiere aprender a vivir, debe aprender a morir. Pero el escepticismo no lleva en Montaigne a una cansada e inactiva resignación, sino justamente a la acción. El saber no es lo último y decisivo, lo es el hecho moral. Con ayuda de la conciencia y de la revelación puede hallar el hombre en sí mismo un refugio en medio del desamparo de este mundano destierro, puede arrebatar siempre nuevas posibilidades y con ello modelar su vida; y no es el menor acicate para ello el tener a punto en todo momento el saber morir, mediante el cual se hace libre de toda esclavitud de este mundo: «Qui a apprins à mourir, il a dessapprins à servir […] le sçavoir mourir nous affranchit de toute subiection et contrainte» (cf. B. Groethuysen, Philosophische Anthropologie, Múnich, Oldenbourg, 1931, págs. 194s [reimpr. Múnich, Oldenbourg, 1969]). Montaigne representa en conjunto una actitud estoica. Al igual que los estoicos, coloca al hombre en el centro y lo hace regularse por su naturaleza y por la «razón universal», la recta ratio estoica, que esa misma naturaleza manifiesta. A través de esta conciencia moral, el hombre, que se hallaba sumido en una inseguridad general, recobra una existencia independiente y segura. Nos viene a la mente de modo irresistible la moderna filosofía de la existencia, para la que tampoco el existir descansa en el conocer teorético, sino en el asir las propias posibilidades, sobre todo la última y suprema de ellas, la posibilidad de la muerte.
Charron
Pierre Charron (1541-1603) continúa en su obra De la sagesse (1601) el escepticismo de su amigo Montaigne. También para él es inseguro todo saber, sea el de la experiencia sensible, sea el del pensar intelectual. Y otra vez el hombre ocupa el punto central de la filosofía: «La vraye science et le vray estude de l’homme c’est l’homme». Pero en el hombre la voluntad es más que el intelecto. Y así llega también Charron a una primacía de la voluntad y del sentimiento moral frente a toda dogmática del saber; y tan lejos va en esto que para él «la virtud es antes que la religión». En la probidad moral (preud’hommie) consiste la verdadera sabiduría de la vida, la felicidad y el sosiego del espíritu, la «ataraxia». Percibimos de nuevo los ecos de la actitud y de la terminología estoicas con el rasgo ético fundamental de los escépticos antiguos (cf. supra, pág. 306). No es menos de notar que el primado de la voluntad frente al intelecto y de lo moral frente a lo religioso preludian la posición de Kant.
Sánchez
Francisco Sánchez (1552-1623), médico español, nacido en Tuy o en Braga, pero establecido desde su juventud en Francia, revela ya su escepticismo en el mismo título de su obra Tractatus de multum nobili et prima universali scientia, quod nihil scitur (1581). Es independiente de Montaigne y de Charron, y en su escepticismo concurren dos aspectos de interés. Por un lado su duda escéptica va de primera intención contra la filosofía escolástica tradicional, a la que objeta que no es verdadera ciencia, porque su método es avanzar desde las definiciones, a través de deducciones silogísticas, hasta sus conclusiones doctrinales; ahora bien, las definiciones son sólo explicaciones de palabras, y las deducciones silogísticas se basan en premisas mayores que no se prueban. Por otro lado Sánchez no quiere presentar su duda sino como punto de partida para una nueva fundamentación más segura de la ciencia. Sería, pues, una duda metódica algo al estilo de Descartes. En realidad aquella fundamentación más segura anunciada no se lleva a cabo, y en cambio, en el decurso de sus reflexiones, Sánchez somete a su skepsis tan sin discriminación y tan radicalmente todo saber, y repite los argumentos de los escépticos tan en general y sin limitaciones que se queda al fin en una simple negación de la asequibilidad de la verdad. El escepticismo de Montaigne, Charron y Sánchez nos revela algo del sentir íntimo de sí mismo que vive el hombre del Renacimiento; es, por tanto, de altísimo valor para caracterizar esta época. Pero es aún más. Constituye, como acertadamente ha dicho Dilthey, el fondo espiritual sobre el que se levantará el pensamiento de Descartes. Estamos ya en su horizonte; más aún, en el horizonte de la Ilustración francesa. Y si miramos todavía más adelante, vemos ya dibujarse en algunos de sus trazos el mundo de la razón práctica de Kant.
Obras y bibliografía
[P. CHARRON]: Toutes les oeuvres, 2 vols., ed. rev., corr. y ampl. (reimpr. de la ed. Jacques Villery, París, 1635), Ginebra, Slatkine Reprints, 1970; De la sabiduría, trad. de E. Tabernig, Buenos Aires, Losada, 1948. [M. DE> MONTAIGNE]: Oeuvres complètes, ed. por A. Thibaudet y M. Rat, París, Gallimard, 1962; Les essais, 3 vols., ed. por F. Strowski, Hildesheim, Olms, 1981 (vol. 4: Les sources des essais, por P. Villey); Michel de Montaigne. Ensayos completos, trad. por A. Montojo, Madrid, Cátedra, 2003. [F. SÁNCHEZ]: Tractatus philosophici, A. Leers, Rotterdam, s. a. (1649); Opera philosophica, Coimbra, Universidade de Coimbra, 1955 (separata de Revista da Universidade de Coimbra 18; ed. espec. 1957); Tratados filosóficos, pról. y notas por A. Moreira de Sá, trad. de B. de Vasconcelos y M. Pinto de Meneses, Lisboa, Instituto de Alta Cultura, Faculdade de Letras da Universidade, 1955; Obra filosófica, trad. de G. Manuppella y otros, Lisboa, Imprensa Nacional-Casa da Moeda, 1999.
M. ADAM, Études sur Pierre Charron, Pessac, Presses Universitaires de Bordeaux, 1991; CH. BELIN, L’oeuvre de Pierre Charron: 1541-1603: littérature et théologie de Montaigne à Port-Royal, París, Champion, 1995; P. BONNEFON, Montaigne et ses amis, 2 vols., París, Slatkine, 1898; P. BONNET, Bibliographie méthodique et analytique des ouvrages et documents relatifs à Montaigne (jusqu’à 1975), Ginebra, Slatkine, 1983; P. BURKE, Montaigne, Madrid, Alianza, 1985; M. BUTOR, Essais sur «Les essais», París, Gallimard, 1968; J. CASALS, La filosofia de Montaigne, Barcelona, Edicions 62, 1986; M. GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, Laberinto de Minos: Francisco Sánchez, o «Escéptico», un galego no Renacimiento, Sada, La Coruña, De Castro, 1991; M. LAZARD, Michel de Montaigne, París, Fayard, 1992; Montaigne: penseur et philosophe: 1588-1988: Actes du congrès de littérature française (20, 21 et 22 mars 1989 à Dakar), París, Champion, 1990; P. MOREAU, Montaigne. L’homme et l’oeuvre, París, Hatier-Boivin, 1958; id., «Doute et savoir chez Fr. Sánchez», en Portugiesische Forschungen der Görresgesellschaft 1, 1960, págs. 24-50; J. STAROBINSKI, Montaigne en mouvement, París, Gallimard, 1993; E. TORRE, Sobre lengua y literatura en el pensamiento científico español de la segunda mitad del siglo XVI: las aportaciones de G. Pereira, J. Huarte de San y F. Sánchez el Escéptico, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1984.
Miguel de Cervantes Saavedra
Miguel de Cervantes nació el 29 o el 30 de septiembre de 1547 en Alcalá de Henares. Pasó su niñez en Valladolid, Córdoba y Sevilla. No consta que realizara estudios eclesiásticos. En 1566 estudia en Madrid con el erasmista Juan López de Hoyos. En 1571 se encuentra en Italia como soldado y participa en la batalla de Lepanto; fue herido en el pecho y en la mano izquierda, de la que quedó inválido. De regreso a Nápoles en 1575, su galera fue apresada en Marsella (o Palamós). Cervantes, hecho prisionero, fue llevado a Argel, donde estuvo cautivo durante cinco años. La familia y los trinitarios lo rescataron en 1580. Volvió a Madrid en 1582. En 1584 contrajo matrimonio con Catalina de Salazar y Palacios (de 19 años), natural de Esquivias. Allí vivió hasta 1587. Luego reside en Sevilla como recaudador de tributos. La quiebra del banco en el que había depositado el dinero fue motivo de encarcelamiento durante unos meses en 1592. Luego vivió en Valladolid con su mujer, su hija y dos hermanas (las «cervantas»). En 1606 se estableció en Madrid. Vivió gracias a mecenas como el conde de Lemos y a la publicación de sus obras. Murió el 22 de abril de 1616.
Obras y bibliografía
Obras completas, 18 vols., ed. por R. Schevill y A. Bonilla, Madrid, s. n. (Imprenta de Bernardo Rodríguez), 1914-1941; Obras completas, 3 vols., ed. por F. Sevilla Arroyo y A. Rey Hazas, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1994; Don Quijote de la Mancha, 2 vols., ed. por F. Rico, Barcelona, Edición del Instituto de Cervantes, Crítica, 1998.
A. CASTRO, El pensamiento de Cervantes, Madrid, Hernando, 1925 (reed. Barcelona, Noguer, 1972); L. ASTRADA MARÍN, Vida ejemplar y heroica del soldado Miguel de Cervantes Saavedra, 7 vols., Madrid, Reus, 1948-1958; A. BLECUA, «Miguel de Cervantes Saavedra», en F. VOLPI, Enciclopedia de obras de filosofía, vol. 1, Barcelona, Herder, 2005, págs. 431-435; J. CANAVAGGIO, Cervantes, Madrid, Espasa-Calpe, 1997; J. A. MARAVALL, El humanismo de las armas en Don Quijote, pról. de R. Menéndez Pidal, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1948.
Cervantes no compone ningún tratado de filosofía, pero hace que los personajes expresen su concepción del mundo. El escritor es para él un inventor de mundos imaginarios. Defiende que la poesía se ha de servir de todas las otras ciencias. Su estilo literario está enmarcado en el manierismo. Sigue en gran medida la Poética y la Retórica de Aristóteles. De allí toma muchos aspectos relativos a la relación entre historia y poesía, a la estructura de la obra, al carácter y la ética de sus personajes, y a sus pasiones de acuerdo con la posición social. Conocía además la Física, los Tópicos y los tratados de Ética. En su narración usa la argumentación retórica por encima de la lógica. Entre los problemas filosóficos que trata Cervantes pueden mencionarse: la religión, la moral, la libertad, el amor y la justicia. En las referencias al amor usa materiales de León Hebreo y toma elementos del neoplatonismo. Para Cervantes, en el amor se muestra un orden natural, que, si se conculca, produce el desenlace trágico. Sin embargo, en el desarrollo de las pasiones a veces tiende al triunfo de lo individual (del propio impulso) y no precisamente de lo universal.
El ingenioso don Quijote de la Mancha plantea con gran viveza el conflicto entre lo ideal y lo real. En la obra la libertad del ser humano topa con la realidad social, la utopía se estrella contra el orden establecido. Sobre todo en la segunda parte de la obra abunda la pluralidad de perspectivas, típica del manierismo, e incluso aparece una historicidad de los personajes, pues éstos se van transformando de acuerdo con sus experiencias. Schelling, en su Filosofía del arte, atribuye a Cervantes el mérito de haber elaborado su propio mundo simbólico de acuerdo con el material de la época.
ESCOLÁSTICA NUEVA
Andaría bastante descaminado quien quisiera trazar el cuadro cultural del Renacimiento sin tomar en consideración más que las ideologías que divergen radicalmente de la anterior tradición cristiana y escolástica. La escolástica reina de hecho durante el imperio de Carlos V en la mayor parte de las universidades, sobre todo, naturalmente, en los centros de estudios superiores de las órdenes religiosas y en los destinados a la formación del clero. Y no sólo eso; pasado el furor nominalista, en un principio paralizador, la escolástica conoce una nueva etapa de florecimiento. Los focos de este movimiento renovador son España y Portugal con las universidades de Salamanca, Alcalá y Coimbra.
Con todo, las raíces de este resurgimiento hay que buscarlas más atrás, a saber, en la obra de dos tomistas italianos, los dominicos Tomás de Vio Cayetano (1468-1534), y Francisco de Silvestre de Ferrara (1468-1528). Ambos escribieron comentarios a santo Tomás, el primero comentó la Suma de teología y escribió una obra muy original sobre el problema de la analogía (De nominum analogia); y el segundo hizo un comentario a la Suma filosófica (ambas impresas junto con la edición leonina). Con ello Cayetano y Ferrara sacaron a la luz todo lo esencial del fondo doctrinal tomista y dieron nueva actualidad a la filosofía del Doctor Angélico. Juan de Santo Tomás (1589-1644) completará, más tarde, el ciclo de los grandes intérpretes de santo Tomás. Tanto en su Cursus philosophicus (Roma, 1638) como en su Cursus theologicus (Alcalá, 1637s) ofrece una exposición sistemática del pensamiento del Angélico. De esta forma se produjo la renovación de la escolástica bajo el signo de santo Tomás de Aquino. La tónica de los tiempos nuevos se aprecia ya externamente en una nueva forma de lenguaje y de estilo, evidentemente inspirada por los humanistas; así por ejemplo, en uno de los fundadores de la nueva escolástica española, Francisco de Vitoria (1492-1546), o en el hombre que llevó el nuevo movimiento de España a Alemania, Gregorio de Valencia (1549-1603), profesor en Dilinga y en Ingolstadt. La advertimos también en una nueva sensibilidad para lo sustancial de los problemas frente a aquel perderse en sutilezas del final de la escolástica medieval. Asimismo, en el despertar del sentido histórico, al que ya antes aludimos refiriéndonos a Cayetano (cf. supra, págs. 600s) y que conviene igualmente, como ha notado Grabmann, a Francisco de Vitoria, a Melchor Cano y a Francisco Suárez, y, más especialmente aún, a Silvestre Mauro, preocupado en su exégesis por dar ante todo el más genuino sentido de la filosofía aristotélica. Esta nueva tónica se acusa asimismo de modo notable en el nuevo interés, plenamente moderno, por los problemas filosófico-sociales, como la ética de la economía (Cayetano), la soberanía del pueblo, el derecho de resistencia, el derecho natural y el de gentes (Mariana, Vitoria y Suárez). Pero sobre todo la escolástica española del siglo XVI tiene el mérito de haber condensado el caudal positivo de la escolástica medieval y de haberlo transmitido a la Edad Moderna, brindando en ello el núcleo de una posible filosofía católica, capaz de dar respuesta a las preguntas del tiempo nuevo. Santo Tomás se había convertido en autor clásico al lado de Aristóteles. Pero en el curso de los tiempos, especialmente en las contiendas con nominalistas y escotistas, se había suscitado un mundo nuevo de problemas. En su discusión se llega ahora a una síntesis impresionante, que es la base filosófica de la nueva vida espiritual que comienza con la monarquía universal de los Habsburgo en el siglo XVI.
Bibliografía
K. ESCHWEILER, «Die Philosophie der spanischen Spätscholastik auf den deutschen Universitäten des 17. Jahrhunderts», en Spanische Forschung der Görresgesellschaft 1, 1928, págs. 251-326; C. GIACON, La seconda scolastica, 3 vols., Milán, Bocca, 1950; M. GRABMANN, Die Disputationes Metaphysicae des Franz Suárez in ihrer methodischen Eigenart und Fortwirkung, 1917, ahora en M. GRABMANN, Mittelalterliches Geistesleben, vol. I, Múnich, Hueber, 1926; J. HEGYI, Die Bedeutung des Seins bei den klassischen Kommentatoren des heiligen Thomas von Aquin: Capreolus, Sylvester von Ferrara, Cajetan, Múnich, Berchmanskolleg, 1959; L. HONNEFELDER, Scientia trascendens. Die formale Bestimmung der Seiendheit und Realität in der Metaphysik des Mittelalters und der Neuzeit (Duns Scotus-Suárez-Wolff-Kant-Peirce), Hamburgo, Meiner, 1990; L. MARTÍNEZGÓMEZ, Bibliografía filosófica española e hispanoamericana, 1940-1958, Barcelona, Juan Flors, 1961, págs. 81-110; F. RIVA, Analogia e univocità in Tommaso de Vio «Gaetano», Milán, Vita e Pensiero, 1995.
Figuras destacadas
La dirección de la nueva escolástica española del siglo XVI está en manos de los dominicos y los jesuitas.
Dominicos. Entre las figuras más destacadas mencionemos al fundador de la escuela de Salamanca, Francisco de Vitoria (1480-1546), inspirado en Cayetano. Vitoria fue el fundador del derecho natural de la escolástica española. Abordó el problema colonial de América a partir del informe confeccionado por Las Casas. A través de sus escritos De civili potestate, De indis y De iure belli, influirá en las ideas de Hugo Grocio sobre el derecho natural y de gentes. En Relectio de potestate civili defiende que Dios ha dado poder civil a todos los pueblos y que, por tanto, también los Estados infieles son legítimos. Esta tesis dejaba abierta la posibilidad de que la conquista lesionara los derechos de los pueblos infieles. Vitoria contribuyó con ello a la secularización de la teoría política. Fueron discípulos suyos Domingo de Soto y Melchor Cano. Domingo de Soto (1495-1560) destacó en el campo de la filosofía de la naturaleza y en el de la filosofía del derecho. En la obra De iustitia et iure trata del bien común, expresado en la ley, como concepto básico del derecho. Afirma la validez universal del derecho internacional, pero sostiene a la vez que este derecho lo establecen los hombres y, por tanto, no proviene directamente de la naturaleza. Francisco Melchor Cano (1509-1560) participó en el Concilio de Trento en calidad de teólogo imperial. Su obra principal, De locis theologicis, aparecida póstumamente, se inspira en Aristóteles, Cicerón y Agrícola. Analiza los lugares que se toman en consideración en la argumentación teológica y establece un conjunto de reglas para determinar los lugares comunes en orden a la reconstrucción racional de la historia de la teología. La obra se utilizó durante mucho tiempo en la enseñanza e influyó por su metodología en las discusiones de la época.
Domingo Báñez (1528-1604) enseñó en la Universidad de Salamanca entre 1577 y 1599. Fue director espiritual de santa Teresa. Se puso al frente de la posición de los dominicos contra los jesuitas, especialmente contra Molina, en la cuestión de la relación entre la libertad y la gracia. Báñez expone su posición en Scholastica commentaria in primam partem angelici doctoris D. Thomae (1.ª ed. Salamanca, 1584). Defiende allí la primacía de la causalidad de la acción de Dios sobre la de la criatura, e igualmente que la voluntad está radicada en el entendimiento que juzga (en el arbitrium). Hay libertad cuando se da la indiferencia en el juicio práctico. En este caso no hay una conexión necesaria entre la voluntad y el fin al que ella tiende. Según Báñez, el entendimiento concurre con la voluntad en el ejercicio de la libertad. A su vez, en la acción libre concurren Dios y la criatura, pero ésta sólo concurre subordinadamente. Mediante la «premoción física» Dios determina a la criatura para que obre libremente. Una vez que la voluntad ha recibido el impulso divino para su acto concreto, no puede dejar de realizarlo de hecho, pero siempre está «en potencia» para resistir a la premoción. En esta obra, Báñez se convierte en un antecedente importante de las concepciones racionalistas de la voluntad (Leibniz, Spinoza).
Jesuitas. Destacaremos en primer lugar a Pedro de Fonseca (1528-1599). Entró en la Compañía de Jesús en 1584. Enseñó filosofía en el Colegio de las Artes en Coimbra (1557-1561). Sus manuales, conocidos con el nombre de «Conimbricenses», se usaron durante mucho tiempo. En su libro principal, Commentari in libros Metaphysicorum Aristotelis Stagiritae (1.ª ed. Roma, 1577-1585 [vols. 1 y 2], Évora, 1604 [vol. 3], Lyon, 1612 [vol. 4]), muestra aires modernos por su esmero en el análisis textual y en la traducción. Defiende un realismo moderado en el problema de la validez de los conceptos. Pero también está sometido a influjos nominalistas y escotistas, por ejemplo, en el conocimiento de la cosa singular mediante un concepto especial (no universal). Entiende el principio de individuación como una última nota diferenciadora de la cosa. Se apoya en la haecceitas de Duns Escoto. En la cuestión de la libertad es molinista, si bien se disputa si fue Fonseca o Molina el iniciador de la «ciencia media» (resumiremos este tema en Molina).
Luis de Molina (1535-1600) enseñó filosofía en Coimbra (1563-1567) y teología en Évora (1568-1583). Su obra más significativa es Liberi arbitrii cum gratiae donis, divina praescientia, providentia, praedestinatione et reprobatione concordia (1.ª ed. Lisboa, 1588). Molina desarrolla allí los conceptos de «ciencia media» y «concurso simultáneo». «Ciencia media» es aquella por la que Dios conoce lo que sucederá en un futuro bajo determinadas circunstancias, o sea, los «futuribles». El concepto de «concurso simultáneo», contrapuesto a la «premoción» de Báñez, indica que Dios no mueve previamente a la criatura, sino que, cuando ésta ha tomado una decisión, Dios le asiste con su gracia eficaz. Los molinistas acusaban a los bañecianos de que con la premoción física la voluntad es predeterminada extrínsecamente. Y los bañecianos objetan a los molinistas que en su posición la gracia se subordina a la voluntad humana.
Junto a los mencionados están los hombres del Colegio Romano de la Orden. El valenciano Benito Perera (1535-1610) fue pionero en la separación entre los trascendentales (filosofía primera) y la metafísica (teología natural) en su obra De communibus omnium rerum naturalium principiis et affectionibus (Roma, 1562). Perera (también Pererio; lat. Pererius) fue profesor en el Colegio Romano. Se remonta a él la tesis de que la esencia y la existencia no se distinguen realmente en las criaturas, así como la afirmación de que Dios mueve la voluntad de tal manera que ésta realice a la vez un movimiento propio de la criatura, es decir, la mueve de acuerdo con su naturaleza.
En el Colegio Romano descuellan sobre todo: el cardenal Francisco de Toledo (1532-1596), que, formado en Salamanca, lleva a Roma los métodos de aquella universidad; Gabriel Vázquez (ca. 1551-1604) y especialmente Silvestre Mauro (1619-1687), cuya paráfrasis latina de Aristóteles aún hoy rinde excelentes servicios, cuando se quiere desentrañar los pasajes doctrinales del Estagirita, tan difíciles por su desesperante concisión.
Francisco Suárez (1548-1617) es la figura más destacada de esta época y uno de los mayores pensadores de la historia de la filosofía. Con razón recibió la denominación de Doctor Eximius. A los trece años inició el estudio del derecho en la Universidad de Salamanca. En 1564 ingresó en la Compañía de Jesús y estudió filosofía y teología. Enseñó en los colegios jesuitas de Segovia, Valladolid y Ávila entre 1571 y 1580. De 1580 a 1585 enseña teología en el Colegio Romano. Allí entra en relación con el cardenal Belarmino. En España, a donde regresa por motivos de salud, ejerce la docencia en teología hasta 1593. Después de esa fecha se retira para atender a la edición de sus obras. No obstante, a instancias de Felipe II, en 1597 asume de nuevo el encargo de enseñar teología en Coimbra. En la Defensio fidei, de 1613, se puso de parte del papa contra el rey de Inglaterra. Dedicó los dos últimos años de su vida a la edición de sus obras. Merecen especial atención dos de ellas, las Disputationes Metaphysicae (1597) y el gran tratado de filosofía jurídica y política De legibus (1612).
Metafísica. Las Disputationes constituyen la más vasta sistematización de la metafísica que se ha escrito. Su estructuración en forma de cuestiones busca una articulación de los problemas metafísicos de acuerdo con un orden lógico. Se dividen en dos grandes partes. La primera trata del objeto de la metafísica, donde se estudian seis ensayos de solución y al fin Suárez define la metafísica como «scientia quae ens, in quantum ens seu in quantum a materia abstrahit secundum esse, contemplatur» (D. M. 1), esto es, «la ciencia que trata del ser en cuanto ser o en cuento abstrae de la materia según el existir»; del concepto de ser (D. M. 2); de las passiones entis, en general y en particular, a saber, el unum (individual, formal, y universalmente considerado; lo que da pie a Suárez para tocar aquí el tema del principio de individuación, el de los universales y el de las varias maneras de distinción), el verum, falsum y el bonum, malum (D. M. 3-11); de las causas en general (D. M. 12), y en particular de la causa material (D. M. 13-14), de la causa formal (D. M. 15-16); de la causa eficiente (D. M. 17-19), con especial atención a la acción creadora, conservadora y concurrente de la causa prima (D. M. 20-22), de la causa final (D. M. 23-24) y de la causa ejemplar (D. M. 25) y de otros aspectos complementarios de las causas (D. M. 26-27). En la segunda parte se establece, lo primero, la división del ser en ser infinito y ser finito (D. M. 28), y se considera luego el ser infinito o divino en su esencia y en sus propiedades (D. M. 29-30). Sigue la doctrina sobre el ser finito con los capítulos sobre la esencia y existencia (D. M. 31), sustancia y accidente (D. M. 32), donde se trata especialmente de la sustancia en cuanto tal (D. M. 33-36), y del accidente en cuanto tal, y luego de las nueve clases de accidente (D. M. 37-52). Como se ve, una teoría completa de las categorías, incluidos el espacio y el tiempo. La última Disputatio aborda el tema del ens rationis (D. M. 54).
Características. Si tras esta presentación esquemática del contenido queremos adentrarnos en las peculiares características de esta metafísica, habremos de subrayar los tres rasgos siguientes:
1.º Suárez es el primero que ofrece un desarrollo completo sistemático y cerrado de la metafísica. En Aristóteles mismo se diluía el conjunto en una serie de tratados inconexos y la escolástica hasta Suárez se ciñó siempre escrupulosamente al texto aristotélico, ya en forma de comentarios (Commentum), ya en forma de Quaestiones y Theses marginales al texto. Ahora Suárez se suelta, por primera vez, de los andadores aristotélicos y funda el nuevo género literario del Cursus philosophicus, presentación sistemática de toda la doctrina.
2.º Suárez transmite a la posteridad el concepto clásico de metafísica, tal como lo crearon (en cuanto a la cosa, si no en cuanto al nombre) Platón y Aristóteles. En esta metafísica el tema de Dios no se separa del tratado general del ser, sino que constituye su natural prolongación y coronación. No hay, pues, una ontología, que ilumina el ser asequible a nosotros, y un mundo trascendente, el mundo de Dios con sus eternas esencias e ideas, que naturalmente se nos pierden de vista, y aun por necesidad han de parecernos sin sentido desde el momento que aquella ontología separada, por un lado, pretende abarcar la totalidad del ser asequible al hombre y, por otro lado, se contenta con encerrarse en un análisis inmanente de este mundo de experiencia. Por esta vía la metafísica no puede por menos de hacerse problemática, perdido el contacto con el ser, cuyo estudio se ha confiado por entero a la ontología. Pero Suárez, que, al igual que Platón y Aristóteles, lanza el cable de sondeo hasta el mismo fondo en el análisis ontológico del ser, alumbra una región teológica, cuyo mundo de objetos, no obstante su reconocida trascendencia, no pende, sin embargo, en el aire como algo totalmente diverso e incognoscible. Suárez unifica el ser mediante el concepto de analogía, que es un medio entre la univocidad y la equivocidad. La unidad del ser se debe a una «analogía de atribución» (unidad de analogía). Todas las maneras de ser están referidas al ente como sustancia. Dios es objeto de la metafísica en cuanto ente supremo. El ser infinito de Dios implica la unidad de esencia y existencia. En el ente creado la esencia y la existencia están separadas. Suárez entiende esta separación como una diferencia de razón, en contraposición a los tomistas, que afirman una distinción real, y a los escotistas, que establecen una distinción formal entre esencia y existencia. En la demostración de la existencia de Dios, en lugar de partir del principio aristotélico y tomista del movimiento («todo lo que se mueve se mueve por otro»), da a ese principio la siguiente formulación: «Todo lo que llega a ser, llega a ser por otro». De ahí se deduce la existencia de algo que no está sometido al proceso de devenir.
Ahora hay metafísica de verdad, como una articulación de la doctrina del ser. Más tarde se borrará de las mentes esta concepción sistemática de la metafísica. Fue Ch. Wolff quien hizo usual la división de la filosofía en metafísica general (ontología) y metafísica especial (cosmología, psicología y teodicea) y, consumada tal separación de la doctrina metafísica sobre Dios, sobrevino un malentendido en metafísica, que hasta hoy hace sentir su influjo. Dicha división ha sido adoptada incluso por filósofos escolásticos, aunque no para aliviar su cometido. Hasta un pasado muy reciente, y gracias principalmente a J. Gredt, no se ha abierto camino de nuevo la idea de que la ciencia natural de Dios es una parte de la ciencia de los principios del ser, y pertenece por tanto a la ontología; en otras palabras, que la ontología es metafísica, y la metafísica, ontología. Ésta es netamente la concepción de Suárez, y por eso dedica un tratado aparte a la psicología racional (De anima), que a ejemplo de los antiguos engloba en la física; a la física igualmente pertenece en esta división clásica la cosmología; de forma que aun estos dos capítulos metafísicos se escriben a partir de la experiencia del ser a nosotros conocido.
3.º Suárez representa un sano eclecticismo, de criterio seguro, que toma de cualquier parte lo eternamente verdadero, y que está siempre abierto a cuanto le pueda enseñar algo nuevo. Conoce con rara erudición a los autores de la Antigüedad: Platón, Aristóteles; y a sus comentadores: Plotino, Plutarco, Proclo, Boecio; naturalmente la escolástica, tomistas, franciscanos y escotistas; los árabes, los nominalistas, los averroístas latinos y la filosofía renacentista de Ficino, Pico, Nifo y otros. Sus informes son siempre sustanciales y objetivos. Para la escolástica y sus opiniones muy bien puede utilizarse a Suárez como un compendioso y seguro resumen. De nuevo aparece aquí el sentido histórico ahora despertado, que quiere ante todo hacer luz sobre la situación de los problemas desde un punto de vista histórico-crítico, para llegar después, mediante una discusión imparcial de todos los aspectos objetivos en pro y en contra, a una justa solución. Es la mejor philosophia perennis. En lo sustancial Suárez va siempre del lado de santo Tomás, y no se deberían exagerar los puntos de desacuerdo con el tomismo, por ejemplo, en la distinción real de esencia y existencia, o en la afirmación suareciana (y no tomista) de que el objeto formal primero del entendimiento es el individuo concreto, y no el concepto universal de ente. Hasta qué punto Suárez representa un avance en la evolución de los conceptos, siempre sobre una línea de continuidad, es cosa todavía poco estudiada. Una investigación de este género habría de fijarse concretamente en la posición de Suárez frente a lo individual, frente a la causa eficiente y en el tema de la abstracción. Las Disputaciones metafísicas fueron leídas por Descartes, que las utilizó en Meditationes de prima philosophia. Además, esa obra influyó en Wolff y en Kant. Y la han tenido en muy alta estima Schopenhauer, Brentano y Heidegger.
Filosofía jurídica y política. No menos importante que la metafísica es la filosofía jurídica y política que ha delineado Suárez en su tratado De legibus (Tractatus de legibus ac Deo legislatore). En este terreno se revela aún más su carácter progresivo y renovador. Nada menos que Grocio caracteriza a Suárez como «teólogo y filósofo de una profundidad que apenas tiene igual». También aquí Suárez fija siempre la situación histórica del problema con alusiones constantes a las opiniones de autores de primera nota, Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca, Plutarco, san Agustín, santo Tomás, Domingo de Soto, Vicente de Beauvais, Gerson, Guillermo de París y otros. El tratado fue concebido como un comentario al De lege de Tomás de Aquino. Ofrece un tratado completo de los conceptos fundamentales del derecho.
La ley. Suárez toma la ley en un sentido más preciso de lo que antes se acostumbró. En sentido propio, sólo se dice de aquello que es una regula recta et honesta del específico obrar humano (I, 1, 6). Su definición es: «Lex est commune praeceptum, iustum ac stabile, sufficienter promulgatum» (I, 12, 4). Suárez critica a sus predecesores por haber tomado la ley en sentido demasiado amplio y haber comprendido debajo de ella incluso las leyes cósmicas y físicas; en compensación en él adquiere más relieve y detalle la problemática en torno a lo puramente positivo-jurídico. Lo humano e histórico es empujado cada vez más hacia el primer plano, y en ello se hacen ya visibles las señales de los tiempos nuevos. Suárez distingue entre ley positiva, nacida de un pacto, y ley natural, que surge de la participación en la ley divina. La ley natural aporta los principios universales para distinguir el bien y el mal. Distingue a su vez entre el derecho natural y el internacional (ius gentium). El derecho natural sale de la esencia del hombre, es innato en él; en cambio, el derecho de gentes nace de un pacto entre los hombres. Dentro del ius gentium distingue el derecho intragentes, que es el conjunto de leyes comunes a todos los pueblos, y el ius inter gentes, que es el derecho entre los Estados. Este derecho es positivo y modificable. Suárez es un precursor del derecho internacional.
Derecho natural. Suárez hace referencia constante al derecho natural y a la ley eterna, y desde esas bases construye, enteramente dentro del espíritu escolástico, una teoría del derecho (lib. II). Es ese derecho natural, como lo es ya desde san Agustín, la piedra de toque de toda humana ley; lo que lo contradice no puede ser justo. Es interesante notar que Suárez se representa primariamente el derecho natural no tanto como un conjunto de determinadas prescripciones o contenidos definidos y conclusos, sino más bien como una función viviente del espíritu humano. La ley natural es, en efecto, dice él, una «vis quaedam» (II, 5, 9), o un «actuale iudicium mentis» o el «lumen naturale intellectus expeditum de se ad dictandum de agendis» (II, 5-14), o aquella ley naturalmente existente en nosotros en virtud de la cual somos capaces de distinguir entre el bien y el mal (I, 3, 10). En ese sentido la ley natural, como ya lo enseñó de modo exactamente igual santo Tomás, está plantada en el corazón del hombre y significa una participación de la ley eterna; lo mismo que aquél, Suárez cita las palabras del salmo: «Signatum est super nos lumen vultus tui, Domine». Suárez deduce de aquí tres factores esenciales en el derecho natural: a) este derecho, si no en sí mismo, al menos para nosotros los hombres, es algo que siempre se ha de fundamentar; es más una tarea que una posesión (carácter funcional: vis; actuale iudicium); b) es una ley efectiva, algo preceptivo (dictamen de); y c) tiene caracteres ideales a priori (participación de la ley eterna). Es decir, que está perfectamente convencido de que la naturaleza humana, empíricamente tomada, por sí sola, no puede ser en manera alguna la base de una deducción del derecho, porque, aun antes de la caída original, son propios de la naturaleza humana apetitos e inclinaciones que no pueden subsistir ante la faz de la justicia (I, 1, 1 y 4; cf. II, 5, 4s). No es preterido el otro aspecto del derecho natural como conjunto de normas ideales de valor fijo y eterno (aparte del aspecto funcional apuntado). Se pone de relieve dicho aspecto cuando Suárez trata de delimitar el concepto de derecho natural frente a la conciencia moral subjetiva. Los Padres lo identificaron con ella sin razón. Sin embargo, son cosas bien distintas; la conciencia es la aplicación práctica de reglas generales a un caso concreto; el derecho natural es la regla misma; la conciencia puede fácilmente errar, el derecho natural siempre es verdadero; la conciencia mira al pasado; la ley en cambio mira al futuro (II, 5, 15).
Derecho de gentes, derecho internacional. Para la vieja tradición el derecho de gentes estaba ya implicado en el derecho natural; se trataba del primero en los mismos pasajes en que se trataba del segundo. Para Suárez, en cambio, las esferas de ambos derechos no coinciden enteramente. Muchas veces, en efecto, llega una cosa a tener forma de ley simplemente en virtud de una costumbre que se corrobora paulatinamente, dando en ello la pauta, o bien una real necesidad, o bien un tácito convenio. Además el derecho natural es inmutable; no así el derecho de gentes. Y finalmente el derecho de gentes puede ocasionalmente referirse también a objetos no implicados inmediatamente en la naturaleza humana. La cabida y comprensión que desde estos supuestos se abre para lo arbitrario en el derecho fue cosa ya tocada por santo Tomás (cf. supra, págs. 524s), pero en Suárez se concede un más ancho campo a lo histórico.
Soberanía del pueblo. Pero donde principalmente se trasluce la moderna valoración de lo específicamente humano es en la teoría de la soberanía del pueblo, que Suárez, igual que Belarmino, suscribe al tratar de los fundamentos del derecho positivo y del origen del Estado. ¿Pueden mandar unos hombres a otros?, se pregunta Suárez abordando de frente el problema (III, 1, 1), no sin apoyarse en Agustín, De civ. Dei, XIX, 15. Y responde que, si bien el hombre no ha sido creado ni nace sujeto a la potestad del humano príncipe, sí nace capaz de esa sujeción a él, natus est subiicibilis ei (III, 1, 11). Radica ello en su condición y naturaleza social. Y esta situación originaria de los hombres se sostiene en su más estricto sentido. Está enteramente descartado para Suárez el que un hombre, de suyo, tenga poder sobre otro, sea quien sea, sin excluir a Adán, en quien se podría acaso pensar, y del que algunos derivan un patriarcado heredado luego por sus sucesores; «porque todos los hombres nacen libres por naturaleza, de forma que ninguno tiene poder político ni dominio sobre otro», («quia ex natura rei omnes homines nascuntur liberi, et ideo nullus habet iurisdictionem politicam in alium, sicut nec dominium», III, 2, 3). El dominio y la subordinación no surgen sino con la sociedad en cuanto tal. Pero con ella nacen necesariamente, de acuerdo con el concepto mismo de sociedad: «per modum proprietatis resultantis ex tali corpore mystico iam constituto in tali esse» (II, 3, 6). Y esto no es consecuencia del pecado, como alguien ha pensado, pues también antes del pecado tenía que haber orden, si había de darse la sociedad; aun entre los ángeles se da orden y principado. Estaría sólo en relación de dependencia con el pecado la fuerza que es necesario emplear cuando alguno no se quiere conducir por motivos racionales (III, 1, 12). Así se representa Suárez, siguiendo a Aristóteles, el modo como se llegó a la formación de la sociedad. Los particulares se reúnen entre sí por una libre decisión para ayudarse mutuamente y para formar una comunidad política.
Último fundamento del poder político. Por tanto, también en Suárez el Estado, genéticamente considerado, es posterior a los particulares. Pero no es esto una teoría del contrato a lo Hobbes, puesto que los particulares no crean ni deciden por sí lo que toca a derechos y obligaciones de la sociedad como tal. Esto es cosa decidida «ex natura rei [es decir, de la sociedad], ita ut non sit in hominum potestate ita congregari et impedire hanc potestatem» (III 2, 4). Aristóteles había dicho a este respecto que el Estado, metafísicamente considerado, era anterior a los particulares. Por ello afirma expresamente también Suárez que el origen del poder jurídico y político «non est in singulis, nec totaliter, nec partialiter» (III, 3, 1 y 6). Se trata en estos poderes de algo que es anterior a los hombres. A los hombres sólo les es dado llevar a realización aquel orden, pero no fundarlo originariamente en su contextura y validez metafísica. A ellos toca tan sólo determinar la entrada en juego del orden, pero no constituir el orden mismo. El pueblo es sólo sujeto, no origen del poder. La soberanía del pueblo de Suárez no es, por tanto, una soberanía absoluta, sino sólo relativa. En el plano de los hombres no hay nada superior a ella; en este sentido es auténtica soberanía. Pero en el plano de un orden metafísico es relativa. El último fundamento y origen del poder político es también Dios, que respecto del derecho humano es, como si dijéramos, la forma, mientras el pueblo con su colectividad, presta sólo la materia (III, 3, 2). Con esto le quedan aún bastantes derechos a la comunidad soberana. Está enteramente en manos del pueblo la forma que quiera tener de gobierno. Puede transferir totalmente su poder a un particular (monarquía), y puede reservarse el derecho de ser consultado por el gobierno cuando le parezca (democracia).
Derecho a la resistencia. Una vez constituida la autoridad, las leyes de ella emanadas tienen fuerza de derecho. Esto, empero, con algunas excepciones en el caso del llamado mal gobernante. La mera maldad personal del gobernante, que no afecte a su función legisladora, nada quita tampoco al derecho positivo; pero cuando en las leyes dictadas hay una injusticia y maldad y, sobre todo, una lesión de la ley moral eterna, entonces los súbditos pueden y deben no obedecer, sólo en lo que atañe a dichas leyes injustas. Si el príncipe llegó al poder por usurpación, no hay consiguientemente obligación de obedecerle, puesto que no es príncipe, sino tirano sin verdadera potestad (III, 10, 7). Las leyes de suyo justas pierden su fuerza de obligar cuando significan una carga demasiado pesada para los súbditos y fueron promulgadas sin consultar al pueblo; también cuando caen en desuso porque la mayor parte del pueblo no las guarda (III, 19).
En el pensamiento jurídico de Suárez habla un espíritu nuevo más abierto a la libertad. Esto es evidente. La teoría de la soberanía del pueblo es ya sententia communis, como expresamente consigna Suárez (III, 2, 3), pero su derecho natural y su soberanía popular no están aún inspiradas en modo alguno en el individualismo de Hobbes. Suárez admite en el Estado un sentido de totalidad (habla frecuentemente incluso de una unidad mística o moral del cuerpo social), descubre la prioridad de cierta lógica eterna de las cosas mismas y coloca al hombre, el derecho y el Estado dentro del complejo armónico y total de un orden metafísico. Pero concede siempre sus derechos a la libertad humana. Más aún, esta libertad ordenada es más libertad que aquella de que hablarán después Hobbes y Rousseau, porque no es una libertad sin freno, esclava del instinto individual. Es libertad que no se volverá contra sí misma para devorar sus propios hijos, como hará la libertad absoluta del individuo. La libertad y la soberanía popular de Suárez es la libertad y la soberanía de la justicia. Desgraciadamente, la Edad Moderna tendrá poca comprensión para esta libertad, y bien lo expiará; «sic enim iussisti, Domine, ut sit sibi ipsi sua poena omnis inordinatus animus» (san Agustín). Hobbes leyó el De legibus de Suárez, que le ha deparado a su autor un puesto indiscutible entre los clásicos de la filosofía del derecho y del Estado.
Juan de Mariana (1535-1624) se hizo famoso por su defensa del tiranicidio. Enseñó teología en el Colegio Romano y en el Collège Clermont de París (desde 1569). A partir de 1574 vivió en Toledo hasta su muerte. Estuvo en prisión durante un año por un proceso de la Inquisición en el que se le acusaba de agravio al rey. La sentencia fue absolutoria. En De rege et regis institutione, Mariana defendió que la monarquía, el mejor ordenamiento político, debe su poder a la comunidad de los ciudadanos. Defiende esta tesis describiendo un proceso histórico en el que primero los hombres trabajan conjuntamente sin necesidad de ningún poder político. Con el desarrollo de las ciencias se produce una división de trabajo y surge la lucha del fuerte contra el débil. Así comienza un estado de guerra. Para acabar con ese estado los hombres se unen en una comunidad política y encargan a los más capacitados la administración de la justicia. La monarquía es el mejor ordenamiento político, siempre que actúe fundada en las leyes, es decir, no sea absoluta. El rey ha de estar sometido a la constitución. Si el rey no guarda las leyes fundamentales, puede ser depuesto por el pueblo; e incluso se le puede dar muerte cuando se ha convertido en un tirano según la voz del pueblo y la apreciación de los hombres sabios. La sentencia de muerte puede ser ejecutada por una persona privada. Cuando Enrique IV de Francia fue asesinado las miradas se volvieron hacia el escrito de Mariana. Cromwell lo citó en el juicio contra Carlos I.
Obras y bibliografía
[BELARMINO]: Opera omnia, 7 vols., Colonia, Wolter, 1617-1620; Opera omnia, 7 vols., Venecia, Zane, 1721-1728; Opera omnia, 8 vols., Nápoles, Giuliano, 1856-1862; Opera omnia, ed. por J. Fèvre, 12 vols., París, Vivès, 1870-1874 (reimpr. Frankfurt, Minerva, 1965); Opera oratoria postuma, 11 vols., ed. por S. Tromp, Roma, Pontificia Università Gregoriana, 1942-1969; Scritti politici, ed. por C. Giacon, Bolonia, Zanichelli, 1950. [D. BÁÑEZ]: Comentarios inéditos a la Prima secundae de Santo Tomás, 3 vols. ed. por el CSIC (vol. I: De fine ultimo, de actibus humanis, Madrid, 1942; vol. II: De vitiis et peccatis, Madrid, 1944; vol. III: De gratia Dei et de vera et legitima concordia liberi arbitrii cum auxiliis gratiae, Madrid, 1948) y preparados por V. Beltrán de Heredia, O. P. Otros textos de D. Báñez sobre las disputas de auxiliis pueden consultarse en V. BELTRÁN DE HEREDIA, Domingo Báñez y las controversias sobre la gracia. Textos y documentos, Madrid, CSIC, 1968. [J. DEMARIANA]: Del rey y de la institución real, 2 vols., Madrid, Publicaciones Españolas, 1961; La dignidad real y la educación del príncipe, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1981. [JUAN DE SANTO TOMÁS]: Cursus Philosophicus thomisticus secundum exactam, veram, genuinam Aristotelis et Doctoris Angelici mentem, última ed. en 3 vols. por B. Reiser, Turín, Marietti, 21948; Compendio de lógica, México, UNAM, 1985; Cuestiones de lógica, México, UNAM, 1987; De los signos y sus conceptos, México, UNAM, 1989; Teoría aristotélica de la ciencia, México, UNAM, 1993; Lógica de los predicables, México, UNAM, 1991; Sobre a naturaleza de la lógica, México, UNAM, 1994; El libro de los predicamentos, México, UNAM, 1995; Verdad trascendental y verdad formal, Pamplona, EUNSA, 2002. [MOLINA]: Liberi arbitrii cum gratiae donis… concordia, ed. por J. Rabeneck, Madrid, Sapientia, 1953; F. STEGMüLLER, Geschichte des Molinismus, vol. I (Neue Molinaschriften), Münster, Aschendorff, 1932. [F. SUÁREZ]: Opera omnia, ed. nova, 28 vols., ed. por M. André y C. Berton, París, Vivès, 1856-1878; Disputaciones metafísicas sobre el concepto del ente, trad. de X. Zubiri, Madrid, Revista de Occidente, 1935; Tratado de las leyes y de Dios legislador, 6 vols., ed. por J. R. Eguillor Muniozguren, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1967-1968. [F. VITORIA]: Obras de Francisco de Vitoria. Relecciones teológicas, ed. por T. Urdanoz, Madrid, BAC, 1960; Comentarios a la Secunda Secundae de Santo Tomás, ed. por V. Beltrán de Heredia, Salamanca, 1952; Comentario al tratado de la ley, ed. por V. Beltrán de Heredia, Madrid, 1952; Relecciones teológicas del Mtro. Fray Francisco de Vitoria, 3 vols., ed. crít. y trad. de A. Getino, Madrid, 1932-1935; ed. crít, trad., introduc. y notas de T. Urdanoz, Madrid, BAC, 1960.
Bellarmino e la contrariforma: Atti del simposio internazionale di studi, Sora 15-18 ottobre 1986, ed. por Romeo de Maio y otros, Sora, Centro di studi sorani «Vincenzo Patriarca», 1990; V. BELTRÁN DE HEREDIA, «Actuación del maestro Domingo Báñez en la Universidad de Salamanca», en La Ciencia Tomista 25, 1922, págs. 64-78 y págs. 208-240; 26, 1922, págs. 63-73 y págs. 199-223; 27, 1923, págs. 40-51 y págs. 361-374; 28, 1923, págs. 36-47; «Báñez y Felipe II», en La Ciencia Tomista 35, 1927, págs. 1-29; «El Maestro Fray Domingo Báñez y la Inquisición española», en La Ciencia Tomista 37, 1928. págs. 289-309; 38, 1928, págs. 35-58 y págs. 171-186; «Valor doctrinal de las lecturas del padre Báñez», en La Ciencia Tomista 39, 1929, págs. 60-81; «Vindicando la memoria del Maestro Fray Domingo Báñez», en La Ciencia Tomista 40, 1929, págs. 312-322; 43, 1931, págs. 193-199; «El Maestro Domingo Báñez», en La Ciencia Tomista 47, 1933, págs. 26-39 y págs. 162-179 (artículos aparecidos posteriormente en Miscelánea Beltrán de Heredia, Salamanca, Ope, 1972); M. BEUCHOT, Semiótica, filosofía del lenguaje y argumentación en Juan de Santo Tomás, Universidad de Navarra, Pamplona 1999; S. CASTELLOTECUBELLS, Die Anthropologie des Suárez, Friburgo, Alber, 21982; E. FORMENT, «El ser en Domingo Báñez», en Espíritu 34, 1985, págs. 25-48; id., «El problema de la concordia entre predeterminación y libertad», en C. GONZÁLEZ-AYESTA (ed.), El alma humana: esencia y destino. IV centenario de Domingo Báñez (1528-1604), Pamplona, EUNSA, 2006, págs. 143-170; J. A. GARCÍACUADRADO, Domingo Báñez (1528-1604): introducción a su obra filosófica y teológica, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1999; E. GEMMEKE, Die Metaphysik des sittlich Guten bei Franz Suárez, Friburgo, Herder, 1965; E. GÓMEZ ARBOLEYA, Francisco Suárez (1548-1617), Granada, Universidad de Granada, 1946; M. GRABMANN, Die Disputationes metaphysicae des Franz Suarez in ihrer methodischen Eigenart und Fortwirkung (1917), ahora M. GRABMANN, Mittelalterliches Geistesleben, vol. 1, Múnich, Hueber, 1926; R. HERNÁNDEZ, «Francisco de Vitoria», en Filosofía iberoamericana en la época del encuentro, Madrid, Trotta, CSIC-Quinto Centenario, 1992, págs. 223-241; W. HOERES, «Bewusstsein und Erkenntnisbild bei Suárez», en Scholastik 36, 1961, págs. 192-216; L. HONNEFELDER, Scientia transcendens. Die formale Bestimmung der Seiendheit und Realität in der Metaphysik des Mittelalters und der Neuzeit (Duns Scotus – Suárez – Wolff – Kant – Peirce), Hamburgo, Meiner, 1990; P. JIMÉNEZ GUIJARRO, Mariana: 1535-1624, Madrid, Ediciones del Orto, 1997; C. LARRAÍNZAR, Una introducción a Francisco Suárez, Pamplona, Ediciones Universidad de Navarra, 1989; A. M. MARTINS, Lógica e ontologia em Pedro da Fonseca, Lisboa, Fundaçao Colouste Gulbenkian, 1994; P. MÚGICA, Bibliografía suareciana, Granada, Universidad de Granada, 1948; M. OCAÑAGARCÍA, Molina (1535-1600), Madrid, Ediciones del Orto, 1995; id., Molinismo y libertad, Córdoba, Obra Social y Cultural Casajur, 2000; I. QUILES, Francisco Suárez: su metafísica, Buenos Aires, Depalma, 1989; S. RÁBADEROMEO, Francisco Suárez 1548-1617, Madrid, Ediciones del Orto, 1997; I. F. SORIANO GAMAZO, El problema de la libertad en Leibniz y los antecedentes escolásticos españoles del siglo XVI, tesis, Madrid, Universidad de Madrid, 1962; F. STEGMüLLER, «Zur Literargeschichte der Philosophie und Theologie an der Universitäten Évora und Coimbra im XVI. Jahrhundert», en Spanische Forschungen der Goerresgesellschaft 1. Reihe, vol. 3, 1931, págs. 385-438 (trad. port., Filosofia e teologia nas universidades de Coimbra e Évora no século XVI, Coimbra, 1959); id., Geschichte des Molinismus, Münster, Aschendorff, 1935; J. DEVRIES, «Die Erkenntnislehre des F. Suárez und der Nominalismus», en Scholastik 20-24, 1949, págs. 321-344; W. WEBER, Wirtschaftsethik am Vorabend des Liberalismus. Höhepunkt und Abschluss der scholastischen Wirtschaftsbetrachtung durch L. Molina, Münster, Westfalen, 1959.
La escolástica española y la filosofía del sigloXVII
En fuerza de múltiples prejuicios, una especie de predestinación de nuestra historia de la filosofía y, más en particular, cosa digna de mencionarse aquí, por una temprana Ilustración (Brucker) que no comprendió la escolástica católica ni la ortodoxia protestante de los siglos XVI y XVII; por la mentalidad mecanicista que se proclamó molde único e ideal de toda ciencia; por el neokantismo que no escatimó las subestimaciones de los demás; por todos estos factores y prejuicios, no fue considerada en general de modo adecuado la significación de conjunto y la estela de influjos de la filosofía española del periodo barroco. Absorbió la atención harto exclusivamente lo nuevo y revolucionario que trajeron los llamados nuevos grandes sistemáticos del siglo XVII, y bien debiera haber suscitado reservas el hecho de que aquellos sistemas quedaban como colgados en el aire, desligados de su inmediato pasado. Sin embargo, el siglo de estrechez que caracterizó este modo de enfoque, hizo que todo cuanto pertenecía al pasado se mirara como quantité négligeable, cuando, en realidad, fue muy considerable el significado histórico de esta filosofía del periodo barroco.
En la escuela. Ante todo en el seno de la escuela; estaba «extendida por toda Europa y dominaba por todas partes en la enseñanza de las aulas; puede casi decirse que fue ella el último troquel de formación verdaderamente común de los pueblos europeos, que luego, bajo el influjo de las llamadas nuevas filosofías, se desintegró también. Esta significación es especialmente verdadera y notable en Alemania. Pues en ella el movimiento revolucionario nuevo o moderno no llegó a ejercer gran influjo sino muy a finales de siglo. Hasta entonces el dominio de la filosofía escolástica puede decirse que fue indiscutido. Ella imprimió su sello a toda época y dejó también sentir su eficacia en el tiempo subsiguiente de modo más acusado que en el Occidente europeo» (M. Wundt). El hecho de que las Disputationes Metaphysicae de Suárez tuvieran sólo en Alemania no menos de cinco ediciones de 1600 a 1630 nos da perfecta idea de la impregnación escolástica de la época. Igualmente los comentarios de Fonseca a Aristóteles se editan varias veces entre 1599 y 1629, y asimismo sus Instituciones dialecticae, que, publicadas en 1564, tienen ya reimpresiones en Alemania desde 1567.
Entre católicos. A partir de entonces aparecen multitud de tratados sistemáticos o sumas de filosofía (Cursus philosophicus, Philosophia universa, Summa philosophiae), más especialmente de metafísica, cortados por el patrón de Suárez. Así, por ejemplo, los de los jesuitas Cosme Alamannus († 1634), Pedro Hurtado de Mendoza († 1651), Francisco de Oviedo († 1651), Rodrigo de Arriaga († 1667) entre otros; los de los dominicos Juan de Santo Tomás († 1644), Antonio Goudin († 1695), Diego Ortiz († 1640), Nicolás Arnu († 1692), etcétera; los de los benedictinos Agustín Reding († 1692), Sáenz de Aguirre († 1699), Ludwig Babenstuber († 1726), Alfonso Wenzl († 1743), etcétera; los del carmelita descalzo Felipe de la Santísima Trinidad († 1671), y de otros autores, como Rafael Aversa († 1657), Manuel Maignan († 1676), Juan B. du Hamel († 1706). Focos principales de irradiación de esta filosofía fueron los colegios de jesuitas del sur de Alemania: Ingolstadt, Eichstätt, Ratisbona, Bamberga y Wurzburgo.
Entre protestantes. Pero existe también en Alemania una filosofía escolástica protestante muy extendida, igualmente tributaria de Aristóteles y derivada del nuevo aristotelismo, probablemente inspirado desde Italia, ya en la segunda mitad del siglo XVI. Aristotelismo que es más comprensivo que el de Melanchthon, y por lo que atañe a la elaboración de una metafísica sistemática, se adelanta quizás al católico, pues es anterior a Suárez, al menos, el Compendium metaphysicae de Cornelio Martini, profesor en Helmstedt, al que siguen después obras similares varias veces reeditadas del mismo Martini, de Jacobo Martini, profesor de Wittenberg, y de otros. Pero también en este campo se hacen cada vez más ostensibles las irradiaciones de la renaciente escolástica española. Clemente Timpler, por ejemplo, en su Metaphysicae systema methodicum, publicado en 1604, cita ya repetidas veces a Suárez, si bien por la mayor parte en tono polémico. Aun cuando admitamos que en el mundo protestante alemán, tanto entre luteranos como entre reformados, se produjo un primer resurgimiento de la metafísica en forma independiente, «no pudo por menos de ejercer poderoso influjo en dicha metafísica protestante, entonces incipiente, obra tan destacada como la de los jesuitas españoles, que ofrecía una metafísica católica en la plenitud de su desarrollo» (M. Wundt). No es difícil demostrar esto en casos particulares. Así, por ejemplo, el filósofo protestante Joaquín Jungius, profesor en la Universidad de Rostock después de 1606, bajo la dirección del teólogo protestante Johannes Skelerus, se adentra en la filosofía escolástica tomando por guía las Disputationes de Suárez. En Jena, se aprovecha de ellas Valentin Veltheim († 1700), y en Estrasburgo, Joaquín Zentgrav. Hasta se llegó a echar en cara a este último el considerar a santo Tomás en moral como capitán, en metafísica a Suárez como papa, y a Vázquez, Sánchez, Molina, Valencia y los conimbricenses como hombres dignos de inmortalidad. Pero ya el filósofo protestante Heerebord en Leiden († 1659) había celebrado a Suárez como omnium metaphysicorurn papa atque princeps, y había afirmado que todas las metafísicas sistemáticas coetáneas estaban influidas por Suárez. Una prueba de ello nos la da nada menos que Spinoza. Éste utilizó como manuales de filosofía los del citado Heerebord y los de Burgersdijk; ahora bien, ambos no hacen sino reproducir la escolástica de santo Tomás y de Suárez. Y cuando el mismo Spinoza se pone a redactar un librito escolar de introducción a la filosofía, deja estampados en él los conceptos fundamentales de la metafísica en el lenguaje didáctico de entonces, es decir, en lenguaje escolástico; de manera que no habrá que maravillarse si reaparecen conceptos y axiomas no menos escolásticos en sus obras posteriores. No exagera ciertamente el biógrafo de Jungius, Guhrauer, cuando afirma: «los tratados del jesuita Suárez se instalan en las universidades protestantes con la aceptación y nombre de que gozó antes Melanchthon, y esta situación perdura hasta el tiempo en que Leibniz estudiaba filosofía en la universidad de su ciudad natal».
La gran filosofía alemana. El nombre de Leibniz viene ahora a esclarecer de modo muy particular la idea que nos hemos formado del influjo de la renaciente escolástica española en la filosofía escolar del siglo XVII. Nos hace penetrar en la conexión que existe entre la misma gran filosofía alemana y el pensamiento del Medievo. Leibniz, que inaugura la filosofía alemana independiente, conoce y utiliza en gran escala la moderna ciencia de la naturaleza, pero no deja por ello de subordinarla a la más alta ciencia filosófica, reduciendo los conceptos físicos mecanicistas en boga a sus verdaderos y últimos fundamentos, y demostrando que tienen su necesario complemento en la metafísica escolástica. El marco y aparato para este complemento se lo proporcionaron a Leibniz las nociones metafísicas de la filosofía aristotélico-escolástica, que aprendió en los cursos de metafísica de los centros escolares alemanes. Ch. Wolff vació después en moldes estables la filosofía de la Aufklärung, siempre dentro del espíritu de Leibniz. Con ello contribuyó por su parte a que no se rompiera el hilo de conexión con la tradición medieval; es de notar que Wolff conoció bien, a través de Domingo de Flandes, el comentario de santo Tomás a la Metafísica de Aristóteles. Y de la filosofía de la Aufklärung surge a su vez Kant, que «estuvo ligado con aquella tradición, y por tanto con la vieja filosofía escolástica, más estrechamente de lo que han querido reconocer los neokantianos; y Kant sienta las bases de toda la evolución ulterior hasta Hegel» (M. Wundt). Por ello no debemos subestimar el valor de la filosofía escolástica alemana del siglo XVII. Significa nada menos que el puente de unión entre la filosofía de Kant y el idealismo alemán, por una parte, y la del Medievo, por otra. Especial mérito de dicha filosofía es que no se extinguiera el recuerdo de una metafísica al estilo de Platón y Aristóteles, que pudiera ser superado mediante ello el pensamiento mecanicista y el hombre pudiera volver a encontrarse a sí mismo, a encontrarse con el autoconocimiento del espíritu y de sus valores específicos, hasta el descubrimiento de los últimos fundamentos del ser y el fundamento de todos los fundamentos, Dios.
Ya tuvimos ocasión de señalar, al hablar del cardenal de Cusa, otra raíz de la metafísica de Kant y del idealismo alemán, que llega hasta la Edad Media (cf. supra, págs. 588s). Su vigor vital se muestra de nuevo pujante a través de Leibniz, y este enraizamiento es de tanto mayor interés cuanto que el cardenal de Cusa penetró con ayuda y certera mirada los auténticos fondos del pensamiento medieval y pudo, como pocos, descubrir y legarnos su mejor sustancia. En todo caso queda siempre firme el hecho de que es dado encontrar lo antiguo en lo nuevo y lo nuevo en lo antiguo, a condición tan sólo de ser hombre de buena voluntad y dejar a un lado los prejuicios, para ver objetivamente lo que los hechos nos dan. Y esto sería importante, no sólo para la comprensión de la filosofía medieval y de la filosofía moderna, sino aun para la recíproca comprensión de las confesiones cristianas, así como también de los pueblos germánicos y románicos de Occidente.
Descartes. Pero la filosofía española del periodo barroco es también una premisa histórica del «padre de la filosofía moderna». Descartes fue discípulo de los jesuitas en el colegio de La Flèche, del cual dijo: «Este honor tengo que dispensar a mis maestros, declarando que no hay lugar en el mundo donde, a mi juicio, mejor sea enseñada la filosofía que en La Flèche». Cuando, por caso excepcional, quiere conscientemente recurrir al lenguaje técnico de los filósofos, Descartes dirá concretamente, hablando de Suárez: «Es justamente el primer autor que vino a mis manos». Es cierto que Descartes se distanció de la escolástica, y que tuvo plena conciencia de la nueva ruta por él emprendida. Pero quien viniere de la escolástica se sentirá asombrado al ver hasta qué punto la vieja construcción sistemática está aún operante en su forma, en su lenguaje, en sus conceptos mismos y en sus planteamientos problemáticos. No había pasado en vano por la escuela de los jesuitas. Si por una parte admitimos que el escepticismo francés nos da el horizonte en el que se alzará Descartes con su duda absoluta, fuerza es también convenir en que el patrimonio doctrinal de la escuela donde se formó constituye, por otra parte, el terreno espiritual del que se nutrirá. Por ello creernos que este capítulo sobre la escolástica nueva nos acerca más a él que aquel fondo de skepsis señalado por Dilthey. La duda de Descartes no pasó, en efecto, de ser una duda metódica. Su primordial preocupación fue más bien apuntalar filosóficamente la existencia de Dios y la inmortalidad del alma y, con ello, edificar un sistema cerrado de toda la filosofía. Justamente fueron éstas las aspiraciones de la metafísica clásica que Suárez legara a la Edad Moderna.
Bibliografía
Cf. GRABMANN, ESCHWEILER, WUNDT.Además, Die Entfaltung der Wissenschaft. Zum Gedenken an J. Jungius (1587-1657), Hamburgo, Augustin, 1957; K. WERNER, Franz Suárez und die Scholastik der letzten Jahrhunderte, Ratisbona, Manz, 1881, nueva ed. 1889 (reimpr. Nueva York, Franklin, 1962); M. WUNDT, Die deutsche Schulmetaphysik des 17. Jhs., Tubinga, Mohr, 1939 (reimpr. Hildesheim, Olms, 1992).
Pedro Calderón de la Barca
Pedro Calderón de la Barca es un exponente claro del Barroco español y representa puntos de vista paralelos a los de Descartes. Nació el 17 de enero de 1600 en Madrid y murió el 25 de mayo de 1681 en la misma ciudad. Su padre ocupaba un cargo en la Corte. Calderón estudió en el Colegio Imperial de los jesuitas y luego en las universidades de Alcalá y Salamanca. Iniciada ya su actividad como dramaturgo, participó en la guerra de Cataluña (1640). En 1651 se ordenó sacerdote. En 1663 es nombrado capellán de honor del rey. En su teatro está influido por Lope de Vega. Muchos dramas tienen una fuerte base en la mitología, y sus autos sacramentales contienen alegorías muy elaboradas de temas religiosos.
Obras y bibliografía
Primera parte de comedias de Don Pedro Calderón de la Barca, Madrid, Mario de Quiñones, 1936; Teatro completo, 3 vols., Madrid, Aguilar, 1966; La vida es sueño, ed. por M. de Riquer, Barcelona, Juventud, 1961 (ed. por E. Rull, Madrid, Alhambra, 1980; ed. por F. Rico y G. Serés, Barcelona, Círculo de Lectores, 1990).
I. ARELLANO, Calderón y su escuela dramática, Madrid, Laberinto, 2001; E. FRUTOS, La filosofía de Calderón en sus autos sacramentales, Zaragoza, CSIC, 1981; M. MENÉNDEZ Y PELAYO, Calderón y su teatro, Madrid, CSIC, 1941; F. PEDRAZA, Calderón. Vida y teatro, Madrid, Alianza, 2000; A. REGALADO GARCÍA, Calderón: los orígenes de la modernidad en la España del siglo XVII, Barcelona, Destino, 1995; D. SUILLER, Calderón et le grand théâtre du monde, París, PUF, 1992; A. VALBUENAPRAT, Perspectiva crítica de los dramas de Calderón, Madrid, Rialp, 1965.
Calderón constituye un caso extraordinario de filosofía estética, pues no sólo representa dramáticamente los problemas filosóficos, sino que además estos mismos se convierten en fuente de poesía. Podemos tomar como ejemplo señalado La vida es sueño (1631). El argumento está articulado en torno al problema del destino y la libertad. Basilio, rey de Polonia, antes de nacer su hijo averigua mediante un horóscopo que éste matará a su madre y se sublevará contra su padre. Al nacer el niño muere la madre. Para prevenir mayores catástrofes dispone que su hijo, de nombre Segismundo, sea escondido en una torre solitaria, mientras hace correr la voz de que ha muerto. Basilio cree en los condicionamientos y a la vez en la libertad. Por eso quiere dar ocasión a que Segismundo muestre su propio comportamiento. Lo lleva a palacio dormido. Segismundo despierta en un lujoso lecho rodeado de criados. A la vez Clotaldo, el vigilante que Basilio le ha asignado en la torre, le cuenta toda la verdad. Segismundo reacciona con violencia y censura el comportamiento de Basilio y Clotaldo. Actúa despóticamente con los demás, arroja por la ventana a un criado que le reprocha su comportamiento, e intenta violar a una muchacha. Con ello queda demostrada para Basilio la verdad del horóscopo. Segismundo es devuelto a la torre, dormido de nuevo. Al despertar no sabe si ha soñado que era príncipe o si, más bien, sueña ahora que es un prisionero. Pero se produce una rebelión militar y los soldados liberan a Segismundo, que, convertido en jefe, vence a Basilio. Puesto que se dan todas las apariencias de que el destino sigue cumpliéndose, Basilio se arrodilla a los pies de Segismundo rogándole que pise su cabeza. Pero en este momento Segismundo hace levantar a su padre y se arrodilla ante él. Segismundo es aclamado rey por haberse vencido a sí mismo. Con ello queda demostrado que el destino no destruye la libertad.
Además de este problema se plantean en la obra otros temas como el fin del matrimonio, las decisiones tiránicas de un rey legítimo, la tensión entre razón y pasión, la vida como sueño y el despertar más allá de la muerte, el referéndum para desheredar a Segismundo y la adhesión final del pueblo a él. Calderón usa además muchos simbolismos. En el primer monólogo pasa por el ave, el bruto y el pez hasta llegar al fuego (los cuatro elementos). Rosaura cayendo del monte es símbolo del pecado original. Pero a su vez tiene el poder civilizador de la belleza. Para Calderón la armonía no es un don de la naturaleza, sino que ha de conquistarse por la educación. Lo cual significa que la naturaleza nace a través del hombre. La vida es sueño contiene las palabras «ya otra vez vi aquesto mesmo tan clara y distintamente» (verso 2350) antes de aparecer el Discurso del método de Descartes (1637). En cualquier caso elabora el tema barroco de la inconsistencia de la realidad del mundo. «Con poco espanto lo admiro, con mucha duda lo creo, porque quizás estás soñando, aunque ves que estás despierto» (verso 1225 y la escena XIX en general). E incluso podría decirse que Calderón se anticipó a Kant en la primacía de la razón práctica sobre la teórica, pues la realidad no adquiere solidez en el mundo, sino, en todo caso, como recompensa moral «cuando despertemos». Frases como «todos los que viven sueñan» o «este rústico desierto, donde miserable vivo, siendo un esqueleto vivo, siendo un animado muerto», y tantas otras, podrían interpretarse en sentido pesimista e incluso nihilista. En cualquier caso, la realidad terrestre en el mundo calderoniano sólo se reviste de sentido como alegoría de un mundo superior.
Calderón ha interesado vivamente a literatos y filósofos alemanes, en concreto a Schelling, que lo cita en su Filosofía del arte como encarnación poética de las narraciones cristianas; a Schopenhauer, que, parafraseando La vida es sueño, habla del sueño largo de la vida (El mundo como voluntad y representación, libro primero, V) y, dentro del siglo XX, a Walter Benjamin, que lo utiliza concretamente en el escrito El origen del drama barroco alemán (1928).
Baltasar Gracián
Baltasar Gracián y Morales nació el 8 de enero de 1601 en Belmonte de Calatayud y murió el 6 de diciembre de 1658 en Tarazona. En 1619 entró en la Compañía de Jesús. Enseñó gramática, filosofía y teología en Calatayud, Lérida y Gandía. Estuvo desterrado en Graus (Huesca) y Tarazona por publicar sin permiso del General de la Compañía de Jesús. Su producción es valiosa en el campo literario, en el filosófico y en el moral. Influyó en la literatura cortesana de Alemania y en el moralismo francés. Es considerado maestro del conceptismo literario y del cultismo.
Obras y bibliografía
Obras completas, ed. por A. del Hoyo, Madrid, Aguilar, 1960; Obras completas, 2 vols., ed. por E. Blanco, Madrid, Turner, 1993. Obras principales: El héroe, 1537; El político, 1640; El discreto, 1646; Oráculo manual y arte de prudencia, 1647; Arte de ingenio, tratado de la agudeza, 1642; Agudeza y arte de ingenio, 1648; El comulgatorio, 1655; El criticón, 3 partes, 1651-1657.
M. BATLLORI, Gracián y el Barroco, Roma, Edizioni di Storia e Letteratura, 1958; A. EGIDOy M.a del C. MARÍNPINA (eds.), Baltasar Gracián: estado de la cuestión y nuevas perspectivas, Zaragoza, Instituto de Fernando el Católico, 2001; C. GUARDIOLAALCOVER, Baltasar Gracián: recuento de una vida, Zaragoza, Librería General, 1980; E. HIDALGO-SERNA, El pensamiento ingenioso de Baltasar Gracián: el concepto y su función lógica, Barcelona, Anthropos, 1993; id., «Baltasar Gracián y Morales», en F. VOLPI, Enciclopedia de obras de filosofía, vol. 1, Barcelona, Herder, 2005, págs. 850-853; H. JANSEN, Die Grundbegriffe des Baltasar Gracián, Ginebra, Droz, 1958; L. JIMÉNEZ MORENO, Baltasar Gracián, 1601-1658, Madrid, Ediciones del Orto, 2001; W. KRAUSS, La doctrina de la vida según Baltasar Gracián, Madrid, Rialp, 1962.
Puede hallarse una síntesis del pensamiento de Gracián en El criticón (1.ª ed. Zaragoza, 1651), que es una novela filosófica donde los personajes Andronio (el hombre vulgar) y Critilo (el hombre crítico) recorren 38 jornadas de un viaje en el que buscan a la añorada «Felisinda», la felicidad. En realidad ambos personajes corresponden a la juventud y a la vejez de una misma persona. Los dos son una encarnación de la vida del hombre en la sociedad. Andronio, que representa al hombre en su estado de naturaleza, es conducido por Critilo, que es más experto en la vida y tiene mayor capacidad de juicio. Para Gracián, el hombre tiene que recorrer la naturaleza, el arte y la moral para el desarrollo de su persona en la vida social. En el camino de maduración y conocimiento de sí mismo, el ingenio y el lenguaje nos conducen a percibir semejanzas y relaciones, a desarrollar un concepto metafórico de los objetos particulares. Anteriormente (1642) Gracián había escrito Agudeza y arte de ingenio, donde estudia la dimensión estética y filosófica del lenguaje ingenioso. Analiza la agudeza, las metáforas y los conceptos ingeniosos en textos retóricos del pasado y en la poesía coetánea. A la vez estudia las facultades y formas de pensamiento, así como el estilo. En lo relativo a la agudeza el autor distingue tres clases: agudeza de concepto (en el pensamiento filosófico); agudeza verbal (en el ámbito de la estética literaria) y la agudeza de acción (en el campo de la filosofía moral). Ocupa una posición central en Gracián el concepto metafórico, que es una actividad del entendimiento por la que este muestra la correspondencia entre los objetos. También se deben a Gracián gran número de aforismos, recogidos en Oráculo manual y arte de prudencia. El autor se propone transmitir una formación que permita desarrollarse en la sociedad. En forma muy concisa formula su moral y método, cifrado en la agudeza de acción, que debe aplicarse para abrirse paso en el mundo. El conocimiento ingenioso es el mejor medio para la acción prudente en el mundo y para el perfeccionamiento del hombre. Gracián tuvo un lector atento en Schopenhauer, que lo cita con marcada complacencia.
Sor Juana Inés de la Cruz
Sor Juana Inés de la Cruz (Juana de Asbaje y Ramírez de Santillana) es también un exponente del pensamiento barroco y de la temática del sueño. Nació el 12 de noviembre de 1648 (1651) en San Miguel de Neplantla, junto a México, y murió el 17 de abril de 1695 en Ciudad de México. Era hija de madre analfabeta, pero mostró una inteligencia extraordinaria al aprender a leer. Fue llamada a la corte del Virreinato por su belleza y su capacidad poética. A los 16 años ingresa en el convento y se entrega a la poesía y al saber en general. Crea un foco cultural de tertulias de literatos y nobles. Su poesía está influida por Góngora. Compuso comedias, autos sacramentales y otros géneros. Al final renunció a las letras y murió de peste después de cuidar a sus hermanas de religión. En su época no era bien vista la dedicación de la mujer a tareas intelectuales. Ella replicaba que el camino hacia la fe pasa a través del conocimiento de las ciencias humanas, reivindicando el derecho de la mujer al estudio.
Obras y bibliografía
Obras completas, 4 vols., ed. por A. Méndez Plancarte, México, FCE, 1951-1957; Obra selecta, ed., selec., introd. y notas de L. Sainz de Medrano, Barcelona, Planeta, 21991. Obras principales: Inundación castálida, 1682; Segundo volumen de las obras, 1692; Primero sueño, 1692; Fama y obras póstumas, 1700, con la biografía de P. Diego Calleja.
E. ABREUGÓMEZ, Sor Juana Inés de la Cruz, México, Imprenta de la Secretaría de Asuntos Exteriores, 1934; M. CABALLERo, «Sor Juana Inés de la Cruz», en F. VOLPI, Enciclopedia de obras de filosofía, vol. 2, Barcelona, Herder, 2005, págs. 1111-1113; TONIAJ.LEÓN, Sor Juana Inés de la Cruz’s «Primero sueño»: a lyric expression of seventeenth century scientific thought, Ann Arbor, UMI, 1990; O. PAZ, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, México, FCE, 1982 (Barcelona, Seix Barral, 1998); A. PÉREZ-AMADORADAM, La ascendente estrella. Bibliografía de los estudios dedicados a Sor Juana Inés de la Cruz en el siglo XX, Madrid, Iberoamericana, 2007; D. PUCCINI, Una mujer en soledad. Sor Juana Inés de la Cruz, un excepción en la cultura y la literatura barroca, Madrid, Anaya-Mario Muchnick, 1996; J. RAMÓNRESINA, «La originalidad de Sor Juana», en Anales de literatura hispano-americana 15, 1986, págs. 41-56; G. SABAT DERIVES, «Sor Juana y su “Sueño”: antecedentes científicos en la poesía española del Siglo de Oro», en Cuadernos Hispanoamericanos 310, abril 1976, págs. 1-19; id., Estudios de literatura hispanoamericana. Sor Juana Inés de la Cruz y otros poetas barrocos de la Colonia, Barcelona, PPU, 1992; id., Bibliografía y otras cuestiones sorjuanistas, Salta (Argentina), Biblioteca de textos universitarios, 1995.
En Primero sueño, Sor Juana Inés de la Cruz examina los diversos sentidos del sueño: dormir, ensoñación, visiones, deseos no realizados. Seguramente influyó en la obra el Sueño de Escipión. El escrito se organiza en tres partes: la noche y el sueño del universo; el sueño intelectual del hombre; el triunfo del día. Hay en el escrito huellas de Ptolomeo, de Aristóteles, del neoplatonismo y de la literatura hermética del Renacimiento en temas como los cuatro elementos, la noche, el cosmos y las esferas celestes. La obra contiene un resumen del saber de su época. El revestimiento de estética barroca (metáforas, hipérbaton, etcétera) está a servicio del conocimiento. El sueño es para Inés de la Cruz un estado en el que el alma se libera de la materia y se entrega a un mundo de imágenes y fantasías en la búsqueda de conocimiento. Es una alegoría del acto de conocer. El original poema de Inés de la Cruz tuvo gran difusión al principio y, después de un periodo de olvido, volvió a despertar el interés por él en la tercera década del siglo XX, cuando la «Generación del 27» (F. García Lorca, R. Alberti, J. Guillén, P. Salinas) conmemoró el centenario de la muerte de Góngora.