C. EL HOMBRE
Después de considerar la actitud general de Platón frente a los problemas fundamentales de la epistemología y la ontología, abordaremos algunos aspectos más concretos de su doctrina, y primero de todo su concepción filosófica del hombre.
El hombre como alma
«Después se ha de prestar fe al legislador tanto en las demás cosas que enseña como en particular cuando afirma que el alma es algo totalmente diferente del cuerpo, y que en esta vida lo que constituye nuestro yo no es otra cosa que el alma y sólo el alma, y que el cuerpo no es sino una sombra o imagen que nos acompaña, y que bien se dice con razón ser los cuerpos de los muertos simulacros de los finados, mientras que el propio y verdadero ser de cada uno de nosotros, la llamada alma, se encamina hacia los otros dioses para dar cuenta de sí» (Leyes, 959a). También para Platón el hombre es un compuesto de alma y cuerpo, pero el problema está en determinar cómo entiende él la unión de esos dos elementos. El cuerpo es para el alma un vehículo y su relación con él no pasa de ser, por tanto, accidental. Consiguientemente, tampoco es equilibrado el papel y la importancia asignada a cada uno de los dos elementos; el alma es el auténtico hombre, el cuerpo es una mera sombra. Y en tercer lugar, tal unión no es precisamente una unión dichosa. El alma está confinada en el cuerpo como en una cárcel, el cuerpo significa una pesada carga para el alma. «Mientras andamos con este cuerpo y nuestra alma está conglutinada con este mal, jamás alcanzamos cumplidamente lo que anhelamos, y este objeto decimos que es la verdad. El cuerpo, en efecto, nos ocasiona mil molestias, por el necesario sustento, y luego si se juntan ciertas dolencias que nos impiden ir tras la caza del ser; nos congestiona el alma con pasiones amorosas, con deseos, temores, mil imágenes varias y con infinitas trivialidades, de suerte que puede decirse que no nos deja un momento de quieta reflexión. Pues ninguna otra cosa causa las guerras y las revoluciones y las reyertas sino el cuerpo y sus apetencias. Por la posesión de los bienes materiales, en efecto, se originan todas nuestras guerras, y esos bienes materiales nos vemos forzados a adquirirlos y a conquistarlos por razón del cuerpo, pagando tributo a sus exigencias» (Fedón, 66bc). Platón llega a repetir la expresión de los pitagóricos, que designaban al cuerpo como sepulcro del alma (sῶma - σῆμα). Así comprenderemos sus amonestaciones de no entrar en tratos con el cuerpo ni cuidar de él, sino sólo en lo estrictamente necesario, y de no dejarnos invadir por él y por lo que a él toca, sino más bien mantenernos puros y como a distancia de él, «hasta que el dios nos libere totalmente de él».
Todo el interés de Platón se centra en el alma, y su antropología filosófica es esencialmente psicología. Oigamos, pues, su respuesta a los trascendentales problemas del origen, la naturaleza y el destino del alma. Mucho habrá de ropaje mítico en su doctrina, pero no nos será difícil descubrir debajo de esa corteza poética el meollo filosófico.
Origen del alma
El origen del alma está en manos del demiurgo. Él es quien aporta «la semilla y el comienzo». El alma humana no es deducida del alma del mundo como una parte de ella, o como efluvio o brote suyo. Se emplean en su composición, es cierto, las mismas dos partes cuya «mezcla» constituye el alma del mundo, a saber, lo indivisible, eterno e invariable, por un lado, y lo divisible y lo variable, por otro, si bien no en la misma proporción; en todo caso, las almas de los hombres son hechas por el mismo demiurgo, autor del alma del mundo (Timeo, 41s). Por tanto, Platón no es emanantista ni panteísta. Cada alma es algo individual, cada una tiene su estrella, allí tiene ella su patria y hay tantas almas como estrellas; allí las ha uncido el demiurgo como a un carro y les ha infundido una mirada sobre la naturaleza del todo y con esto han quedado reveladas para ellas las inmutables leyes y destinos de las cosas. No hay que ver en esto una genialidad astrológica de Platón, sino una expresión de su íntima persuasión de que el alma, por su naturaleza, conoce a priori las eternas verdades y valores, y puede prescribir al mundo y a la vida sus caminos ideales. También es de opinión Platón que la contemplación del cielo estrellado llena el ánimo del hombre de una admiración siempre nueva y le infunde un deseo de normas supratemporales.
Tal es el alcance de la obra del demiurgo en el nacer del alma; si todo cuanto es ella viniera de la acción efectiva del dios, habría salido de sus manos como algo totalmente divino; y esto no cabe decirlo del alma humana. Así pues, luego de su formación inicial el demiurgo entregó el alma a los «dioses creados», es decir, a la Tierra y a los planetas, «a los instrumentos del tiempo», para que pusieran a las almas en la existencia, las envolvieran con un cuerpo, suministraran alimento y desarrollo a los hombres y las recogieran de nuevo cuando partieran de esta vida. De este modo se dio el primer nacimiento del alma en este mundo espacial y temporal. Porque seguirán todavía otros nacimientos, como en seguida veremos.
Naturaleza del alma
Alma y espíritu. Ante todo hemos de fijar qué se deduce ya de lo dicho para determinar la esencia del alma. El alma es para Platón, como se colige de su doctrina sobre la inmortalidad, una esencia invisible, inmaterial, espiritual y supraterrena; y esto tanto el alma del mundo como el alma humana. Esto es lo que entraña la doctrina de que el alma ha sido hecha por el demiurgo. Lo que él ha creado es un ser inmortal. Solamente cuando el alma ha sido entregada a los «instrumentos del tiempo» se une con el cuerpo, y entonces es cuando tienen su comienzo las percepciones sensibles. La inmortalidad del alma junto con su inmaterialidad constituyen el tema del Fedón; su patria supraterrena y su naturaleza, el tema del Fedro.
Alma y sensibilidad. Contra la inmaterialidad del alma parece estar el hecho de que también habla Platón de un alma sensible. En efecto, los «dioses creados —dice él— formaron alrededor del alma un cuerpo mortal, y le dieron por vehículo todo el cuerpo y también otra especie de alma, la mortal, que encierra en su seno terribles y necesarias pasiones, primero la concupiscencia del placer, máximo incentivo del mal, después las enfermedades y el dolor, que ahuyenta la dicha, luego la temeridad y el miedo, locos consejeros ambos, y la implacable ira, la esperanza fácil de engañar, y sobre todo esto, la sensación, sin la luz del logos, y la pasión del amor, que a todo se atreve; y así por una cierta necesidad configuraron el alma mortal» (Timeo, 69cd).
¿Unidad del alma? El hablar de otra alma, sensible y mortal, no quiere decir que en el hombre haya de hecho más de un alma, sino que expresa sin duda lo que bajo otra forma enseña Platón en la República sobre las tres partes del alma. La racional o espiritual (logistikόn), que se muestra en el pensar puro y contemplar suprasensible; la irascible (qumoeidέj) a la que pertenecen los afectos nobles como la ira, la ambición, el valor, la esperanza; y la concupiscible (ἐpiqumhtikόn), en la que tienen su asiento el instinto de la conservación y el apetito sexual, así como el placer, el desagrado y el apetito del descanso. No obstante distinguir en el Timeo y aun localizar estas partes del alma en la cabeza, en el pecho y en el vientre, respectivamente, Platón en realidad no admite nada más que una única alma en el hombre. Éste consta de alma y cuerpo, no de almas y cuerpo. Esta unidad del alma humana aparece con particular relieve en el Fedro, donde el alma humana se compara a «la potencia reunida en un esfuerzo único del tronco de caballos de un carro de carrera junto con su auriga» (246s). El auriga es el alma espiritual; los dos corceles son las otras dos partes del alma; el corcel noble, la irascible; el indolente y falso, la concupiscible. Pero si el alma se nos pinta compuesta y como resultante de aquellas tres fuerzas, parece peligrar su inmaterialidad, pues habrá que incluir en ella la parte sensible, material. Por otro lado es evidente que para Platón el alma es algo inmaterial. ¿Cómo conciliar esto? Sin duda de este modo. Para él la propia y verdadera alma es tan sólo la que él designa como alma espiritual. Esto se ve claro en el Fedón. El alma espiritual e inmortal de la que en aquel diálogo se trata está libre de todo elemento sensible. Cosa esta no posible en este mundo, es decir, mientras está en él, pero será tal después de la muerte. Y así comprenderemos que el hablar de las otras dos partes inferiores del alma obedece tan sólo al hecho tenido en cuenta por Platón de que nuestra alma espiritual está aquí unida al cuerpo. Los neoplatónicos discutirán largamente sobre si el alma sensible sobrevive o no sobrevive a la muerte del cuerpo. Jámblico responderá afirmativamente; Plotino, Porfirio y Proclo lo negarán. Platón se alineará con estos últimos, pues para él el término «alma sensible» viene tan sólo a dar expresión a la idea suya de que el alma espiritual no sólo tiene operaciones como puro espíritu, sino que también actúa sobre un mundo sensible al que tiene que dar su forma. Esto último es una «desgracia», podría decir él, porque su ideal sería poder atribuir al hombre exclusivamente lo espiritual, concebirlo como un puro espíritu asiento de la razón, del logos, pero tiene suficiente sentido de la realidad para ver que hemos de contar en este mundo con el elemento corpóreo y sus sensaciones y apetencias. Platón no es materialista ni sensista, pero tampoco hay que ponerle en línea con los puros espiritualistas y panlogistas. Ocupa un puesto medio de cierta ecuanimidad, bien que no se puede hablar de un perfecto equilibrio, ya que es patente su inclinación por el lado de lo espiritual; todo lo del sentido es para él algo oscuro, opaco, enigmático, sólo conjeturable por fe insegura, y en todo caso no puro ser. Pero lo que no ha podido Platón es suprimir esa indefinida zona, y de ahí su teoría de las «partes del alma» irascible y concupiscible.
Proyección histórica del problema. Con esta posición, Platón ha inaugurado en el campo de la psicología una problemática filosófica que durante siglos ha ocupado al pensamiento occidental. Por un lado, distinción entre sensibilidad y espíritu; aquélla atribuida también a los animales, y en el hombre incluida en el alma, y esta alma toda identificada con el espíritu; por otro, distinción de potencias anímicas superiores e inferiores dentro del hombre, tanto en el conocer como en el apetecer. Esta actitud de balanceo hace que unos se vean impulsados hacia el monismo, bien de signo materialista, hasta no ver en el espíritu más que una sublimación del sentido, bien de signo espiritualista, hasta no ver en la sensación sino un concepto borroso; y hace que otros se esfuercen por salvar el dualismo, cuyos extremos se anudan con un puente de unión, que será la teoría de la unión sustancial en unos, la interacción recíproca en otros, el ocasionalismo, el paralelismo, etcétera; todas estas aporías han tenido su origen histórico en la mirada sutil de Platón, que abrió un abismo de separación entre el sentido y el espíritu, por una parte, mientras por otra admitió una única alma en el hombre, y ésta la espiritual, que lleva en sí el verdadero ser del hombre total.
El alma, principio vital. Junto a esta significación, como sustancia espiritual, en Platón el alma es algo más, a saber, principio de movimiento y vida. La filosofía antigua distingue dos clases de movimiento: uno extrínseco, mecánico, recibido de fuera por impulso externo, otro espontáneo, emanado de la propia fuerza, interno, por sí mismo.
Vida como automovimiento. Este automovimiento se advertía dondequiera hubiese vida, no sólo en el hombre, sino también en los animales y aun en las plantas. Automovimiento o vida son atribuidos al alma. «El semoviente significa enteramente lo mismo que lo que designamos en general con el nombre de alma». «¿No admitiremos que existe la vida allí donde percibimos actividad del alma?» (Leyes, 895s; Fedro, 245). El alma, pues, es ahora principio vital, no ya sólo espíritu y conciencia. Junto a su función psicológica tiene también un papel cosmológico.
El alma, como principio del movimiento. El alma es el principio de explicación de la vida en el mundo, más aún, de todo movimiento en general; todo movimiento extrínseco habrá de reducirse en último término a un automovimiento. Éste es el primero, el originario y base de todos los demás. Lo psíquico queda así constituido en una ¢rcή ontológica: en la medida en que el ser es movimiento y vida, es también alma. De nuevo tenemos un «en el principio era…» y ahora hay que decir: En el principio era el alma.
Influjos. Nuevamente se proyecta con esta doctrina el pensamiento platónico a lo largo de los siglos. En Platón existen ambas concepciones del alma, una junto a otra, ciertamente no sintetizadas en una posición de equilibrio. La síntesis la hará Aristóteles. En éste el automovimiento se convertirá en principio fundamental de su metafísica, el primer motor inmóvil cuya esencia es la pura espiritualidad (nόhsij noήsewj). Y en el ámbito cósmico el alma será ἐntelέceia y, como tal, también principio de vida en todos los órdenes de lo orgánico, aun allí donde no luce el espíritu. Así pensará también la escolástica. En la Edad Moderna, desde Descartes, quedará eliminada la segunda significación; el alma será sólo conciencia. Pero con el advenimiento del vitalismo reaparece de nuevo aquella significación, y en la filosofía de la vida, particularmente en Ludwig Klages, se cargará el acento en ese aspecto, hasta el punto de que la primera significación del alma, como espíritu, se desvanecerá. El alma será cabalmente lo opuesto al espíritu, y el espíritu será justamente el adversario del alma. Para los antiguos, en cambio, no surgía aquí ninguna especial dificultad. El alma era a la par las dos cosas, espíritu y vida.
El alma como metaxύ. Si el alma es vida y movimiento, queda convertida en un punto medio (metaxύ) entre la idea y el mundo sensible. El alma humana, en cuanto espíritu, es el lugar del conocimiento de las ideas. En cuanto alma sensible, en cambio, es al mismo tiempo el lugar donde fluyen los contenidos de la αἴσθησις, que por una parte tienen la función de despertar las ideas, y por otra han de ser leídos e interpretados a través de las mismas ideas. El alma es el puente de unión entre ambos mundos opuestos. Lo mismo ocurre al alma del mundo. También es ella el lugar de las ideas, de las ideas según las cuales ha sido hecho y estructurado el mundo. En cuanto tal, fue ella anterior al mundo. Pero en cuanto primer movimiento y causa de todo otro movimiento, y por ello unida naturalmente a los cuerpos, constituye a su vez un puente de unión entre el mundo de las ideas y el mundo sensible. En virtud de ella, las ideas presiden el mundo corpóreo y prestan a éste los rasgos de su estructura. Por medio del alma y sólo por ella es dado a la facultad sensible del hombre y al mundo sensible participar de las ideas; y esto justamente en cuanto que el alma es al mismo tiempo espíritu y movimiento. La doctrina de las partes del alma sólo pretende simbolizar esta transición de lo espiritual a lo sensible. Representa por ello una superación del dualismo, del cwrismόj. Esto se puede ver bien en el Timeo, donde expresamente se concibe el alma apetitiva como principio vital (77ab).
Sería digno de saber cómo pudo Platón reunir en el alma esos dos elementos, espíritu y movimiento. ¿Qué tienen de común?
Destino del alma
Encarnación. Una concepción típica del pensamiento platónico es la doctrina de la transmigración de las almas. Una vez salida de las manos del demiurgo, el alma es entregada a los «instrumentos del tiempo»; experimenta su primera encarnación en esta nuestra tierra. Este primer nacimiento es igual para todas las almas; ningún alma queda en este primer paso desfavorecida. Al final de esta primera vida el alma, junto con el cuerpo, se presenta ante el juez de los muertos para dar cuenta de su vida en este mundo. Según el resultado de este juicio pasa a formar parte del cortejo de los bienaventurados o es trasladada a lugares de castigo en regiones subterráneas. Mil años dura esta peregrinación, después de los cuales tiene lugar el segundo nacimiento.
Elección de la vida futura. Ahora cada alma se escoge la suerte de su vida futura. Desde las regiones del más allá las almas irrumpen en el prado de asfódelos para hacer la elección; solemnemente anuncia un heraldo: «¡Efímeras almas! Empieza un nuevo periodo mortal para todo vuestro mortal linaje. No será un demonio el que elija vuestra suerte, sino que vosotras elegiréis vuestro demonio. A la que le toque en suerte elegir primero escoja el género de vida del que ya no se mudará. La virtud no es patrimonio de nadie; según que cada uno la honre o la vilipendie, así recibirá de ella más o menos. La responsabilidad cae sobre el que elige, no sobre Dios» (Rep. 617d).
Justamente en la elección del género de vida está el máximo peligro para el hombre. Muchos se eligen un destino que les aparece radiante y hermoso como el de un gobierno tiránico, y luego vendrán con dolor a comprobar que a ese destino está vinculada la suerte de devorar a sus propios hijos. Entonces son los lamentos y los denuestos a la deidad. Y Dios no tiene la culpa; somos nosotros los que elegimos tal destino. La virtud no tiene dueño, es decir, cada cual tiene en sus manos el adquirirla. Si no lo hace, es porque prevalecieron «la sinrazón y la codicia». Y la decisión en la elección ha estado en sus manos, porque el alma en su vida anterior en este mundo se condujo y configuró su ser de tal manera que ahora ha elegido de un modo ajustado y como connatural a aquel proceder. La mayoría de las almas hacen su elección de conformidad con sus costumbres en su anterior existencia mundana (Rep. 620a). Por libre elección ocurre que un hombre en su segundo nacimiento reciba la naturaleza de mujer; en la vida anterior, en efecto, había dejado dominar a la sensibilidad sobre la razón y fue un afeminado. Áyax se decide por un león; es que antes había vivido como un animal de presa. Tersites se hace mono; es que ya antes el charlatán y bufón fue un mono. Lo que importa, pues, es que en nuestra vida en este mundo el auriga de nuestro carro, el espíritu y la razón, mantenga siempre firmes las riendas en la mano, domeñe todo lo irracional y afectivo, sentimientos, estados de ánimo, pasiones y deseos, y así nos conduzca recta y justamente por esta vida. «Así hemos de llegar al Hades armados con esta doctrina como con una coraza de diamante, para que también allí estemos penetrados de una igualdad de ánimo inconmovible contra el apetito de riqueza y otros apetitos siniestros parecidos, y no ocurra que, cayendo en apetencias de tiranía y otras malas acciones, cometamos daños insanables» (Rep. 619a).
Valoración de las existencias humanas. Según que en la anterior vida de acá el alma haya contemplado y se haya apropiado más o menos las eternas ideas y verdades, alcanzará en sus sucesivas encarnaciones un modo de vida más o menos alto. Platón traza una tabla de valores de las diversas formas de vida, que es en extremo interesante para darnos su personal valoración de los hombres (Fedro, 248cs). El alma que más se ha familiarizado con las ideas y verdades especulativas obtendrá el cuerpo de un filósofo o de un servidor de la belleza o de las musas y eros. La segunda entrará en el cuerpo de un rey fiel a las leyes. La tercera en el cuerpo de un buen hombre de Estado, de un padre de familia o de un comerciante. La cuarta en el de un gimnasta amante del esfuerzo, o en el de un digno representante del arte de la medicina. La quinta vendrá a la tierra para llevar la vida de un profeta o de un sacerdote. El sexto lugar se asigna al poeta. El séptimo a un artesano manual o a un labrador. El octavo a un sofista o a un adulador del pueblo. El noveno a un tirano. Después que el alma ha elegido su destino por nueve veces descontado el primer nacimiento, a vuelta de los 10 000 años, torna a su estrella de donde primero vino. Es sólo privilegio del filósofo reintegrarse a su patria estelar a los 3000 años, después de haber elegido por tres veces la misma vida. Y entonces comenzará de nuevo el mismo proceso de peregrinaciones. «El alma del hombre, cual el agua, baja del cielo, sube al cielo, y otra vez cae a la tierra, en un ciclo eterno».
Sentido de la teoría de la transmigración de las almas. Platón jamás ha dado una prueba estricta de su doctrina sobre la transmigración de las almas. En ello no hace sino presentar el antiguo mito animado de un alto ethos y pathos, envuelto en la más exquisita forma artística. ¿Era para él suficiente base la tradición pitagórica, de la que provenían estas concepciones escatológicas? ¿O dio en realidad menos importancia a las doctrinas transmigracionistas y las explotó sólo para realzar su conciencia de la libertad y de la responsabilidad? Efectivamente, libertad y responsabilidad son las dos ideas filosóficas centrales que contiene el mito. «Tú mismo eres el forjador de tu destino y de tu carácter», podría haberse escrito en la portada del mito de la transmigración de las almas. La concepción de Platón nos trae a la mente el concepto kantiano del carácter inteligible. Los modelos de vida que se eligen y en los que forzosamente uno permanece, no son otra cosa que la esencia y el carácter de cada hombre. Que el carácter significa una cierta necesidad para la conducta de cada hombre es cosa que Platón ha querido expresar con su idea de que cada cual ha de permanecer irrevocablemente en su propio camino de vida. Pero el carácter es, según él, elegido libremente. Mientras en Kant no vemos cómo en el carácter inteligible por él descrito podamos tener nosotros una parte personal, y la libertad que en aquel carácter se ha de afirmar resulta por ello en realidad una libertad ilusoria, en Platón, al contrario, queda perfectamente claro que somos nosotros mismos los que nos hacemos lo que cada uno quiere ser; no es el demonio particular el que nos elige a cada uno, sino que cada cual se elige su demonio, pues en nuestra mano está obrar de esta o de la otra manera. El primer nacimiento, en efecto, fue igual para todos y sin previa elección del modelo de vida. Aquí pudo cada cual adquirir el caudal de verdad y de virtud que quiso. Luego fueron condensándose las determinaciones y decisiones, que se concretaron poco a poco en un núcleo personal, con un peso cada vez más acentuado, en manera que cada uno es finalmente el que se cava y ahonda su propio modo de vida, pero en él sigue existiendo la libertad. No hay base ninguna en Platón para un determinismo ético. Platón es un representante señero de la libertad. Y por ello es también un destacado vocero del sentido de responsabilidad. Lo predica con tono de seriedad y con una elevación moral que nos recuerda, en ocasiones, a los grandes profetas de las religiones mundiales. Los mitos escatológicos del Gorgias (524s), del Fedón (107s) y de la República (614s) han de ponerse entre los más puros monumentos de la doctrina moral humana, y no pueden leerse sin que uno se sienta conmovido y ennoblecido.
Conducción de la vida
Si tales destinos de las almas están en juego, queda en claro que todo consiste en asegurar una recta conducta de la vida. Y es bien cierto que Platón no fue un puro teórico de la ética, descendió también a dar reglas prácticas de conducta moral.
La verdadera felicidad. Todos los hombres apetecen la felicidad. Pero, añade Platón, el caso es que buscan esa felicidad por caminos torcidos y desatinados. Unos la ponen en aquello que apetece al natural instinto y deseo, es decir, la ínfima parte del alma, a saber, en las riquezas, en la comodidad, en el placer y en la pasión. Pero con ello no alcanzarán jamás la verdadera felicidad. Tales hombres nunca están satisfechos; se consumen miserablemente en sus deseos, son esclavos de su pasión, y así se constituyen en carceleros de sí mismos. Otros piensan conseguir la felicidad por la ambición y el apetito de mando. En éstos domina la parte irascible del alma. Son algo mejores que los anteriormente mencionados. Pero lo que a fin de cuentas se consigue es tener un magnífico y honorable soldado, un buen deportista, y muchas veces tan sólo un emprendedor dinámico y eficaz. La verdadera felicidad está sólo allí donde la verdad y el auténtico valor son el término de la contemplación y de la acción. Soberbia y orgullo son malos consejeros, aunque son aún peores los deseos bajos. Tan sólo la fría razón garantiza el auténtico bien y felicidad, pues sólo ella sigue el camino de la verdad.
Nuestra primordial tarea. De ahí nuestra tarea. El camino hacia la felicidad pasa por las ideas eternas. Por eso la ignorancia es la enfermedad propia del alma. El saber y el contemplar la verdad constituyen, en cambio, su estado de óptima salud. Rastrear las ideas y los planes de Dios manifestados en la creación, conocer ese orden divino, eso es el alimento propio del alma, el que ella necesita. Mediante ese conocimiento ella misma se ordena. Más aún, se asemeja por esa vía a la riqueza interior del ser de Dios, cuya naturaleza se despliega en sus ideas y en su actividad creadora, y viene así a ser semejante a él. «Semejanza con Dios, en cuanto ello es posible, a saber, siendo santo y justo a base de inteligencia y sabiduría» (Teet. 176b), ése es el supremo fin del hombre. Protágoras había dicho que el hombre es la medida de todas las cosas. Platón afirma, por el contrario: «Dios es la medida de todas las cosas» (Leyes, 716c). La concepción moral de Platón se resume en un «ethos» del ser, de la verdad y de la rectitud. Placer y pasión son eliminados del campo ético, e igualmente la ambición y la soberbia. Éstas no son más que guías ciegos. El capricho subjetivo, con su insaciable codicia de tener más y más (plέon ἔχειν), ha de callar aquí. Se impone la consigna única que preside la vida del Estado: «Hacer cada uno lo suyo» (tὰ ἑαυτοῦ pr£ttein). Qué sea esto, debe cada cual saberlo; por ello el aprender y el saber son el alimento del alma.
El hombre armónico. ¿No será todo esto el tan censurado intelectualismo? Platón diría verbalmente: sí. Pero en la realidad no es un intelectualista. El hombre que ha hecho al eros objeto de dos de sus más importantes diálogos, el Banquete y el Fedro, y que en la República ha hecho de la valentía y del dominio de sí las virtudes fundamentales de la comunidad, tiene clara conciencia de que el hombre no se hace feliz por el puro saber. Platón se decide, y en favor de ello habla su más madura experiencia vital, por una armónica y equilibrada formación del hombre total. Una trabazón desencajada de las diversas fuerzas del alma y del cuerpo no es algo bello y además no es bueno para el conjunto humano. Un alma fuerte, excesivamente entregada a sus operaciones espirituales del estudio e investigación, o también arrebatada por la ambición y la pasión, puede precipitar un cuerpo débil en la enfermedad. Al contrario, un cuidado desmedido y unilateral del cuerpo puede arruinar alma y espíritu, pues ello lleva a la pereza mental, que es la peor enfermedad del hombre. Por eso el que aprende y estudia no ha de olvidar la gimnasia; el que se ocupa en menesteres corporales, no ha de cortar los vuelos al espíritu; si no, lejos estará de merecer el nombre de un hombre verdaderamente formado. Platón también está convencido de que la felicidad y la alegría son parte de las necesidades del hombre y que éste necesita una cierta porción de goce. En las Leyes y en el Filebo se ocupa de ello y se declara en favor de una «vida mezclada» de inteligencia y placer. Pero Platón tiene conciencia clara de que ningún elemento irracional, llámese sangre o raza, honra u orgullo, instinto o sentimiento, voluntad de dominio o atuendo espiritual de señor a lo Nietzsche, entusiasmo inconsciente u orgiástico, deberá jamás ser erigido en principio ético, es decir, en guía humana de nuestra vida. La razón siempre debe ocupar el puesto del auriga en el carro de nuestra alma. Ella ha de tener las riendas. Ella ha de imponer su superior dominio sobre todo, sobre el sentido del honor, sobre el placer y el gozo. Los cirenaicos habían postergado la dignidad moral con su hedonismo; los cínicos, con el rigorismo de su virtud, desconocieron la innata necesidad de felicidad que tiene el hombre. «Platón, el primero, nos ha enseñado que el hombre puede a la vez ser virtuoso y feliz» (ὡj ¢gaqόj te kaὶ eὐdaίmwn ἅμα gίgnetai ¢nήr), nos dice Aristóteles en la oración fúnebre en honra de su maestro.
Inmortalidad
Las ideas sobre la inmortalidad del alma coronan la doctrina de Platón acerca del hombre. Las ha desarrollado especialmente en el Fedón. Añádase a ello el pasaje de Fedro, 245c, de la República, 608d, y de las Leyes, 895s. Los argumentos que presenta Platón son tres. En primer lugar la inmortalidad del alma se deduce de la presencia en ella de contenidos aprióricos de saber. Éstos no provienen de la experiencia de nuestra vida terrenal. Por consiguiente, han tenido que ser adquiridos anteriormente, y por ende ha tenido que vivir antes nuestra alma. Estrictamente tomado, este argumento prueba tan sólo una preexistencia del alma, no la inmortalidad. Pero la postexistencia se deriva de la otra reflexión complementaria de Platón, que el comenzar a ser y dejar de ser significan siempre un paso de un estado a otro de opuestas características. Al sueño sigue el despertar y la vigilia; a la vigilia, el sueño; de lo frío se pasa a lo caliente, de lo caliente de nuevo a lo frío; etcétera. Así puede considerarse la preexistencia del alma como un sueño, al que sigue un despertar, que de nuevo es reemplazado por el sueño, y así indefinidamente. Con ello tendríamos la inmortalidad. Además nuestra alma debe ser inmortal por ser una realidad simple. Sólo se corrompe lo que está compuesto de partes, al disolverse éstas, y esto sólo se da en los cuerpos. Que el alma sea de esta naturaleza, simple, se deduce de su afinidad con las ideas. Las ideas son algo «uniforme», permanecen siempre iguales a sí mismas, no conocen un fluir y desaparecer como los cuerpos; son simples. Y puesto que el alma es el lugar del conocimiento de las ideas, debemos admitir que ella está configurada al modo de las ideas, y por tanto que es simple. Finalmente se deduce la inmortalidad de la naturaleza del alma. Alma quiere decir, por su concepto, vida. Vida implica automovimiento. Pero el automovimiento es necesariamente imperecedero, inmortal. Si cesara, todos los movimientos extrínsecos cesarían también, pues éstos se apoyan en último término en aquel semoviente; todo movimiento se reduce en definitiva a lo psíquico. Pero tal cesación implicaría consigo el paro y cesación del firmamento entero y de todo el proceso mundano. Debemos por tanto admitir que lo anímico es algo inmortal.
Influjos
Las pruebas platónicas de la inmortalidad del alma dejan sin duda el flanco abierto a las objeciones. El último razonamiento es un género de argumentación que nos trae a la mente el argumento ontológico de la existencia de Dios. La primera y la segunda prueba tienen sólo un carácter de deducciones por analogía, no son estricta demostración. Sin embargo las reflexiones de Platón se han hecho imperecederas e inmortales. Los pensadores posteriores han vuelto invariablemente sobre ellas, para explotarlas, explicarlas y completarlas. En una u otra forma las encontramos constantemente, hasta nuestros días. Sobre todo ha dejado huella duradera la concepción de Platón de que el hombre es esencialmente alma y que su verdadera patria no está en este mundo, sino en un más allá. Este enfoque del platonismo no difiere en lo sustancial de la concepción cristiana. Cuando santo Tomás de Aquino define con términos aristotélicos la felicidad eterna como vita contemplativa (visio beatifica), en realidad sólo las palabras son de Aristóteles, pero no el espíritu. Pues Aristóteles busca la felicidad en este mundo. Mayor afinidad tiene con los mitos escatológicos de Platón, y particularmente con el del Fedón (ya sabemos que juegan en él influjos pitagóricos), cuando nos dice que sólo tras la muerte nos será dado contemplar la verdad plena, y sólo entonces será el alma enteramente dichosa, supuesta una vida justa y tras el correspondiente juicio favorable. La afirmación de san Agustín sobre las relaciones entre el platonismo y el cristianismo tiene su más plena verdad a la luz de lo dicho en cuanto al modo de concebir al hombre. En ese terreno tiene especial valor la frase: «Nadie se ha acercado tanto a nosotros como los platónicos» (De civ. Dei, VIII, 5).
Bibliografía
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D. EL ESTADO
Platón no sólo ha escrito sobre el hombre como individuo, sino también como ser social, y sus ideas sobre la sociedad y el Estado cuentan entre las más valiosas y más célebres concepciones de su filosofía, verdaderamente rica en ideas grandiosas. De nuevo apreciamos aquí cómo la filosofía, en la edad clásica, quiere siempre ser una guía práctica del hombre.
Origen del Estado
El Estado tiene un origen natural en sus mismos comienzos y en las líneas esenciales de su ulterior desenvolvimiento. No es el capricho lo que ha congregado a los hombres, sino que siguen en ello un instinto y una ley de la naturaleza. Platón no suscribiría ciertamente ninguna de las teorías del pacto social que pongan como fundamento histórico y jurídico del Estado la arbitraria voluntad de los hombres, y de la misma deriven sus particulares instituciones. Platón polemiza expresamente en las Leyes (889ds) contra la opinión de la sofística según la cual el hombre en este terreno puede disponer a su antojo, como si no hubiera normas superiores al hombre. Por ello puede llamarse a Platón padre de todas las doctrinas del derecho natural hasta Hugo Grocio. Si bien han podido más tarde encontrarse nuevos fundamentos de este derecho, y ya Aristóteles le daba otra base e interpretación, cierto es, no obstante, que Platón es el primero que ha enfrentado a la voluntad de poder de los dictadores y de las masas una instancia superior, a la que constantemente ha apelado la humanidad cuando ha sido víctima de sus propios excesos.
Las clases sociales
Los trabajadores. Así surgen «de la misma naturaleza» los diversos órdenes de la sociedad. Como el individuo solo no se basta a sí mismo para atender a las necesidades de la vida, no es «autárquico», se va naturalmente hacia una armónica y recíproca división del trabajo que beneficie a todos. Unos se ocupan de proporcionar los alimentos, otros se dan a la artesanía, otros se dedican al negocio y al comercio. Y de este modo surge la clase productora.
Los guerreros. Pero la comunidad de hombres así surgida corre el peligro de verse envuelta en enemistades internas y contiendas con los de fuera. Son, pues, necesarios los guardianes o guerreros, y así surge la fuerza armada. Los mejores de estos soldados tomarán naturalmente en sus manos la dirección del pueblo; darán ellos las ideas directivas y constituirán la clase rectora del Estado, los «reyes filósofos». Platón dedica su principal atención a esta más importante clase de la sociedad, la de los guerreros, de la que han de salir los gobernantes. Todo depende de ellos. Deberán, pues, ser educados y formados con el más exquisito cuidado, es decir, habrá que hacer de ellos hombres perfectamente formados, excelentes en alma y cuerpo.
Educación de la juventud. Con esta ocasión Platón desarrolla sus particulares teorías pedagógicas. Ya los cuentos que se ofrecen a los niños deben ser cuidadosamente seleccionados. Nada han de contener, por ejemplo, que sea indigno de los dioses. Aquellas enemistades, rencillas e intrigas entre los dioses que narra Homero, no deben llegar a los oídos de los niños. ¿Cómo podría educarse bien a un hombre si tiene delante representaciones y cuadros degradantes de aquello que es lo supremo? Nada ha de oír el niño que sepa a falta de valentía, de dominio propio y de veracidad. Si se les cuentan las riñas y denuestos que mutuamente se propinan Aquiles y Agamenón, los amoríos de Zeus y de Hera, las historias de adulterios entre Ares y Afrodita, o en general acciones de rebajado sentido moral, como espíritu altanero, tosquedad de alma, crueldad o impiedad contra los dioses; y finalmente si a tales hombres se les pinta aún como héroes; o si se canoniza el principio de que la injusticia trae muchos provechos y al contrario la honradez es desdichada; entonces no se hace más que empujar al ya de por sí ligero y fácilmente seducible ánimo de la juventud. Si se rodea habitualmente a la juventud de tales imágenes y ejemplos de bajo valor, ocurrirá con nuestros guardianes lo que con el ganado joven que se lleva constantemente a malos pastos. Día tras día engullen raciones dañadas de alimento y poco a poco se va formando dentro el mal que un buen día se declarará fuera con un gran quebranto.
Culto del arte. Por ello es menester someter a regla y orden el teatro, la música y el arte. Sólo debían exhibirse los hechos de hombres valientes, prudentes, piadosos y libres, pero en modo alguno curiosidades excitantes, emociones desmedidas, nada pasional, nada ridículo, nada afeminado y muelle, nada pueril, para no hablar de las maneras de vida propias de bestias. La suprema norma del arte no es el agrado subjetivo, el delirio y el ensueño, el sentimiento del placer que busca sólo el incentivo y su satisfacción, sino lo objetivamente bello, lo ónticamente recto y lo éticamente valioso. Si se deja al mero gusto y placer decidir sobre lo que es de verdad bello y lo que no lo es, caemos bajo la tiranía del «teatro plebeyo», y eso no es más que un libertinaje estético sin ley. «La locura de creer que todo el mundo es buen juez para todo y el sentido opuesto a toda ley han tenido su comienzo en la música» (Leyes, 701a).
Educación física. Una especial importancia se concede a la educación física. Los guardianes deben ser fuertes para la guerra. Por ello hay que endurecer y curtir a la juventud, educarla en la continencia en las cosas sexuales y en la moderación en el comer y beber. Debe cultivar el deporte, no para ganar récords, sino para hacerse con ello a la idea de que el cuerpo ha de someterse al señorío del espíritu. Una raza fuerte tampoco ha de gastar muchos cumplidos y melindrosear con el cuidado médico del cuerpo. Heridas y enfermedades contraídas en la lucha de la vida y en el campo de batalla se han de curar, sí, con todos los remedios posibles, pero curar un cuerpo enclenque y gastado por la indolencia y los excesos, curarlo con arreglo a los usos «de la moda», con emplastos y ungüentos, con vendajes y baños, envolturas y ventosas, con la dieta y régimen de vida complicado y molesto, ese eterno desasosiego y preocupación por la salud no es propiamente una vida, sino un prolongado morir, y es cosa indigna de un hombre de verdad.
Eugenesia. Para asegurar una raza sana y excelente Platón da también sus prescripciones eugenésicas. «Tan frecuentemente como sea posible los mejores hombres deben unirse con las mejores mujeres, y lo más raramente posible los defectuosos con las defectuosas. Los hijos de los primeros deben ser criados; los de los segundos no, para que se conserve el rebaño a su altura» (Rep. 459d). A los hijos contrahechos se los eliminará. Al incurable en cuanto al alma y malo por naturaleza, es decir, al totalmente echado a perder en lo moral, hay que matarlo.
Comunidad de mujeres y de bienes. El mismo fin persiguen las prescripciones de Platón tocantes a la comunidad de mujeres, hijos y bienes. Los guardianes han de vivir sin formar familia y sin poseer ninguna propiedad privada, para que se relegue todo lo personal, y se fomente así la unidad del Estado, y desligados de lo propio puedan emplearse totalmente en el servicio de los intereses comunes. La mujer está nivelada socialmente con el varón, las muchachas habrán de recibir juntamente con los muchachos la misma educación que ellos; la mujer tomará parte también en la guerra, si bien allí se le habrán de asignar las tareas más fáciles. Más tarde, en las Leyes, Platón, si bien afirma aún que lo escrito en la República representa el ideal, reconoce que ello es de hecho impracticable y concede la propiedad privada y la familia, aunque todavía allí delimita con excesiva minuciosidad las fronteras de la propiedad, previniendo toda posesión desmesurada, convencido de que la riqueza cría codicia, y la codicia es la fuente de todos los males del Estado. Para la justa apreciación de la «utopía» platónica no hay que pasar por alto que estas proposiciones no afectan a todo el Estado platónico, sino solamente a la clase de los guardianes. A la capa inferior de los agricultores o productores, Platón no les priva de propiedad y familia. En vez de «comunidad de bienes y de mujeres» en el Estado platónico, se debería más bien decir privación de matrimonio y de propiedad privada en la clase de los guardianes.
Los reyes filósofos. De entre los guerreros se escogen los mejor dotados, y entre los 20 y 30 años se los somete a un especial sistema de formación científica, alternada siempre con los correspondientes ejercicios de formación física. Los que sobresalen son introducidos en el tercer grado o clase de la sociedad, la de los «guardianes perfectos». Y ahora se revela con toda claridad la auténtica alma del Estado platónico. Estos guardianes perfectos deben ser en efecto filósofos perfectos, para que puedan poner como fundamento de todo el edificio estatal a la verdad y al ideal. Estudian todavía cinco años filosofía, matemática, astronomía, bellas artes, y especialmente dialéctica, para tomar íntimo conocimiento de todas las leyes, verdades y valores del mundo. Después se emplean durante 15 años en servir al Estado en altos cargos públicos; con ello se les da ocasión de conocer prácticamente el mundo y la vida. A los 50 años este grupo selecto se retira, pero vive entregado a la contemplación del bien en sí y presta el servicio superior de dar al Estado las grandes ideas según las cuales ha de regirse. «Pues no tendrán fin las calamidades de los pueblos mientras los filósofos no sean reyes o los reyes no se hagan filósofos».
Gobierno de los mejores. ¿Qué es la justicia?, era el tema de la República. La respuesta se perfila ahora con claridad: justicia es rectitud, es decir, todo en el Estado, hombres, leyes e instituciones, debe ser verdadero, debe responder al orden ideal. No lo que cada cual quiere, sino lo que cada cual debe, ésa ha de ser la norma, eso es lo que ha de acaecer. La fórmula de Platón lo resume: «Hacer cada uno lo suyo» (tὰ ἑαυτοῦ pr£ttein). Verdad, sabiduría y purísimo querer moral son las bases fundamentales de esta política. Por ello deben gobernar los mejores. El Estado ideado por Platón es en realidad una aristocracia.
Gobierno del mejor. Si al frente del Estado hay uno solo, el mejor entre los mejores, posibilidad que no excluye Platón, entonces tenemos una monarquía. Este hombre sería omnipotente, no precisamente porque tiene más fuerza que ninguno, sino porque por su sabiduría y su querer moral se ha constituido en abogado de la justicia. No es él personalmente el que habla y decide, sino la justicia por medio de él. No es un dictador, un hombre del «hoc volo, sic iubeo, sit pro ratione voluntas»; es el intérprete del bien en sí, y su querer va únicamente guiado por la inteligencia y la razón. Por ello su autoridad no necesita de limitaciones, pues están ya implicadas en su rectitud. Por ello, cuando él o el «Consejo nocturno» (Leyes 909a, 949c, 961a-d) interviene y administra la vida entera del Estado: economía, justicia, ciencia, arte, religión y hasta matrimonio y familia, y en la imposición de su juicio llega hasta a condenar a muerte al que empedernidamente se opone a la dogmática del Estado; esto Platón lo estima tan poco lesivo para la libertad individual como la coerción que ejerce un maestro sobre su discípulo para impedir que cuente mal. En el Político Platón apunta la idea de que tal régimen personal de monarquía tiene sus ventajas comparado con una legalidad o imperio impersonal de la ley automática o técnicamente aplicada por los hombres de Estado. Es más flexible y móvil y más capaz de acomodación. Las leyes son siempre algo fijo e inmóvil; la vida, en cambio, siempre es nueva y cambia continuamente. El monarca, una vez en posesión de los rectos principios políticos, podrá siempre decidir al punto lo justo, cualquiera que sea la nueva situación que se presente. Veremos lo que tiene que decir a esto Aristóteles.
Formas de gobierno
Platón enumera también como formas de gobierno las siguientes: timocracia, oligarquía, democracia y tiranía.
En la timocracia no mandan los espiritual y moralmente mejores, sino los ambiciosos; hombres que se tienen por capaces y excelentes, porque son buenos deportistas, cazadores y soldados. Son más inclinados a la rápida decisión y a la acción que a la madura reflexión; más hechos para la guerra que para la paz; de talento práctico, hábiles e ingeniosos, carentes en cambio de finura espiritual y sentimientos delicados. Les atrae también la ganancia de dinero, defienden por ello la propiedad privada y se enriquecen ocultamente. Esos hombres están más atentos a su medro personal que al bien de la comunidad. En el poder estatal ven ellos más el poder que el Estado; y ese poder es el suyo.
La oligarquía significa literalmente gobierno de pocos, en realidad es el dominio de los adinerados y la postergación de los faltos de recursos aunque sean bien dotados. Si en la timocracia el afán de dinero era una llaga apostemada, más o menos disimulada, aquí la codicia se convierte claramente en principio de gobierno. Allí regía aún la parte irascible del alma, aquí impera la inferior de todas, la centrada en la pura concupiscencia de los ínfimos bienes. El Estado no es ya administrado según lo pide la naturaleza de las cosas y la rectitud, sino que se encuentra en manos de unos pocos logreros y explotadores. No figuran a la cabeza del Estado hombres especializados, de competencia, sino políticos que aparentan saberlo todo y en realidad no saben nada. Tenemos el primado de la política convertida en una caza de puestos bien retribuidos, que obstaculiza el trabajo, destruye la interna unidad y condena el Estado a la impotencia, porque ya no es el pueblo el representado en el Estado, sino una banda de explotadores.
La democracia representa para Platón un descenso aún mayor del ideal político. Aquí impera la plena libertad de acción; «así se dice al menos», como nota algo sarcásticamente Platón. Omnímoda libertad, especialmente en el hablar. Pero frente a ella nos quedamos ya sin autoridad que la sujete y limite; ningún derecho inviolable; todos son iguales, cada cual es libre de expresar sus deseos cualesquiera que sean, como le plazca, como en la plaza del mercado. «Forma ideal, en apariencia, de vida política, abigarrada, sin trabas coercitivas, sin nadie que mande, y que dispensa una cierta igualdad tanto a lo que es desigual como a lo que es igual» (Rep. 558c). La perversión característica del demócrata está, según Platón, en que «no reconoce orden ni fuerza alguna de deber moral, sino que vive al día según su gusto y su humor, y a esto llama él vida amable, libre y feliz» (Rep. 561d). «La gran masa no tiene los ojos del alma claros para contemplar la divina verdad» (Sofista, 254a). Se descubre aquí al aristócrata de nacimiento. Platón tenía muy turbias experiencias personales de la democracia de su tiempo. La sofística había trastornado todos los valores de la verdad y del derecho. Al libertinaje se había denominado libertad, a la insolencia, grandeza de alma, a la desvergüenza, hombría, al desenfreno, magnanimidad. Pero, nos preguntamos nosotros, ¿es que habrá de ser ello siempre así? ¿Y habremos de resignarnos a creer que efectivamente los unos poseen con absoluta seguridad la verdad, y los otros con absoluta seguridad están excluidos de ella?
Platón ve la más extrema degradación de las formas políticas, no obstante, en la tiranía. No es el opuesto de la democracia, sino su consecuencia. La democracia vive en el desbordamiento de la libertad. Las mujeres no hacen caso ya de sus maridos, y hasta los animales parecen contagiados del hálito de libertad que impregna el ambiente; son más osados y sueltos, pues «como la señora, así su perrillo». El mismo caballo y el asno sienten conciencia de su libertad, lo muestran en su andar por las calles, sin ceder el paso a las personas, todo a tono con el principio de la igualdad. Pero justamente éste es el camino por donde la libertad se destruye a sí misma. «La exageración y el forzar la marcha de las cosas suele traer como consecuencia y como reacción el cambio en sus contrarios; tal en el estado de la atmósfera, en el crecimiento de las plantas y de los cuerpos y no menos también en las constituciones de los pueblos» (Rep. 564a). El pueblo necesita un líder para dirimir sus disensiones internas. Y como tiene por costumbre «encumbrar siempre a uno con preferencia sobre los otros y a ése mima y hace omnipotente» (Rep. 565c), puede llegar el caso de que tal dirigente del pueblo, engreído aún más por los cantos de sirena de los «temibles magos y hacedores de tiranos», una vez en posesión y disfrute del poder, se haga como león que ha lamido la sangre. Cae en la embriaguez del poder y en la ilusión de grandeza. «Aquel cuyo espíritu perturbado sale de sus carriles, se le asienta en la cabeza y se propone ser bastante fuerte, para dominar no sólo a los hombres, sino también a los dioses» (Rep. 573c). El tirano comenzará por lo pronto a vender favores y amistad, y a hacer toda clase de promesas, por ejemplo, perdón de deudas y reparto de tierras; después verá la manera de deshacerse de sus enemigos; maquinará guerras para que el pueblo constantemente tenga necesidad de un jefe y no le quede tiempo para pensar en alzarse contra el régimen; pondrá principalmente sus ojos escrutadores en los hombres valientes, magnánimos, inteligentes y favorecidos de la fortuna, y de todos los tales procurará «purificar» al Estado; se rodeará cada vez más exclusivamente de sus criaturas; aumentará y reforzará hasta el infinito su escolta personal y se distanciará con ello más y más del pueblo; acabará por quitar a éste las armas para que se le entregue indefenso a él y a sus paniaguados, y así «vendrá finalmente el pueblo a comprender qué clase de monstruo él mismo se ha creado y alimentado». Entonces se ve claramente lo que significa la tiranía: esclavitud entre esclavos. Porque allí no sólo el pueblo es esclavo, lo son también sus déspotas y gobernantes subalternos; éstos son esclavos del tirano. Y el mismo tirano no es más que un esclavo, esclavo de sus propios deseos y pasiones. Para el filósofo, penetrado de una visión de la humanidad fundada en la razón y en la verdad, en la libertad y en el querer moral, tiene naturalmente que aparecer una tal forma de gobierno como la más grande de las abominaciones.
¿Estado de fuerza o Estado de derecho?
¿Pero el Estado de Platón no resultará igualmente un Estado asentado sobre la fuerza? Las minuciosas disposiciones tocantes a la educación de los guerreros, la rigurosa intervención en la vida toda, en la vida privada de la familia y en el orden público, en la economía, en la ciencia, en el arte, en la religión y el absoluto poder atribuido a los reyes filósofos parecen orientarse en esta dirección. Ciertamente, Platón quiere a su Estado tan fuerte como pueda ser, en lo interior y lo exterior. Pero distingue cuidadosamente entre poder y poder.
Poder del más fuerte. Hay un poder puramente físico y externo, que tiene como sede y expresión los naturales apetitos, la cupiditas naturalis, como dirá más tarde atinadamente Hobbes. Tal poder no reconoce más que el egoísmo individual o colectivo, el poder del más fuerte. En realidad no es más que ausencia de ley. Las leyes y decretos que de él emanan son tan sólo asuntos del partido, no asuntos del Estado y «a tal orden jurídico, determinado por aquellas disposiciones, con razón le negamos el derecho a llamarse ley o derecho» (Leyes, 715b). Platón rechaza un Estado de este estilo, asentado sobre la fuerza, cual el moderno Estado de Maquiavelo. Nadie debe prestarse a una tal dirección y gobierno, y en caso de necesidad, habría que dejarse desterrar o emigrar uno voluntariamente «antes que doblegarse a tal yugo de esclavitud bajo los miserables detentadores del poder y someterse a tal orden de cosas, que está todo hecho para hundir al hombre moralmente» (Leyes, 770).
Poder del derecho. Pero se da también un poder fundado en el derecho y la verdad. Este poder es el que quiere Platón ver implantado. Su Estado es un Estado de derecho, y un poder que encarne la justicia aparece ante él sin ningún reproche. Ya de la limitación territorial de la polis platónica —debe comprender exactamente 5040 familias— se está viendo que no se trata precisamente de un Estado de ambiciones de conquista y poderío mundial. Más bien la característica y lo que da el tono al Estado platónico es, no la voluntad de poseer más ni en el interior ni en el exterior, sino la consigna general de hacer «cada uno lo suyo», lo que a cada uno prescribe en su particular puesto un orden ideal y objetivo que vale para todo hombre, y que cierra el camino a toda política de poder individualista. Por ello no existe para Platón el problema «individuo y sociedad», «autoridad y libertad» en el interior, ni tampoco existen los problemas de la política económica, del nacionalismo o del imperialismo hacia afuera. El orden ideal, eterno, es a la par necesidad y libertad.
Fundamento del Estado. Si para todo Estado ha valido el principio: iustitia fundamentum regnorum, de un modo particular lo vale en el Estado platónico. Por ello Platón ve la raíz de la ruina de un reino, no en la «cobardía» ni en la falta de experiencia militar de los gobernantes y de los súbditos, sino en el «abandono de las normas morales que trasciende a todos los aspectos de la vida social» (Leyes, 688c). Ningún Estado «regido, no por un dios, sino por un mortal, se verá jamás libre de males […]. Por ello debemos hacer que lo que hay en nosotros de inmortal rija nuestra vida pública y privada; y esto lo conseguiremos tomando por ley lo que hay en nosotros participado de la razón» (Leyes, 713e).
«Utopía». ¿Pero llegaremos nosotros a conocer entera y perfectamente ese orden ideal? Y una vez conocido, ¿serían capaces los hombres de ajustarse entera y perfectamente a él? Porque ésta es la necesaria presuposición para la aplicabilidad práctica de las prescripciones platónicas. El hombre instintivamente duda de ello; de ahí que tradicionalmente se ha mirado el plan del Estado platónico como una «utopía». Es, sí, una utopía, pero lo es como todo ideal es una utopía; jamás será comprendido y realizado en toda su pureza; no obstante, podrá lanzar sus destellos de luz en este mundo del error como un hito y como una indefinida tarea que lograr, hacia la que todo tenderá y de la que todo vivirá, todo lo que lleva en sí un soplo de buena voluntad.
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E. EL MUNDO
El mundo visible
La obra esencial para reconstruir la cosmología platónica es el Timeo. Apenas si habrá otro escrito que haya dejado más honda huella en la imagen del mundo del pensamiento occidental. Fue muy leído hasta en la Edad Media en la traducción latina de Cicerón y en la de Calcidio, junto con el comentario de éste. En él beben principalmente la cosmografía y la enciclopedia medieval, por ejemplo, la de Guillermo de Conques o la de Honorio de Autun. El mismo Galileo encontrará en él decisivas sugestiones para el esbozo matemático de su sistema cosmológico. Y más que nada se mueve en la línea del Timeo la consideración teleológica de la naturaleza hasta nuestros días, que, al igual que en Platón, desemboca en una física trascendente.
Platón ha tomado incontables elementos del mito, aquí lo mismo que antes en su psicología. En parte porque en el mundo espacial y temporal no se puede dar según él una estricta ciencia; en parte también porque la imagen y el símbolo dejan muchas veces vislumbrar lo que no alcanza a expresar el puro concepto.
Platón contrapone claramente nuestro mundo físico a su mundo de las ideas. Lo designa como mundo visible (tόpoj ὁratόj) en oposición al mundo de las ideas, sólo asequible a la mente; y como mundo del devenir, que está entre el ser y el no ser, sin verdadera y propia realidad, siempre cambiante, y encierra por tanto en sí lo múltiple, lo divisible, lo indefinible, lo carente de límite y medida, lo grande y lo pequeño. Pero ante todo el mundo físico está en el espacio y en el tiempo; es sólo imagen de la idea, y ello precisamente como copia y trasunto de esa misma idea. Platón afirma que participa de la idea (mέqexij), y sólo en gracia de ello puede arrogarse algo así como un ser aparente. Como una cera informe que recibe su forma y figura sólo por la impresión de la idea, o como una nodriza que recibe al niño y lo amamanta, cuyo propio padre es la idea. Así como la percepción sensible existe y es legible sólo en y por la idea, así también el mundo visible del sentido es sólo en gracia de la idea.
Formación del mundo
El mito. El mundo surge de la bondad de Dios. «Él era el bien pleno, pero lo que es bueno no tiene nunca envidia de nada. Totalmente libre de tal pasión, quiso que todo se le pareciera en cuanto fuera posible. Sería lo más recto e indicado prestar asentimiento a esta opinión que nos legaron hombres prudentes sobre el origen del devenir y de todo este conjunto mundano» (Timeo, 29e). Pero el demiurgo no es creador que saque de la nada, coloque en el ser todo cuanto es. Encuentra más bien ya ante sí algo, la materia, y su obra consiste propiamente en «sacar el reino de lo visible, que no estaba, cuando lo tomó él, en estado de reposo como cosa hecha, sino en movimiento sin orden ni medida; en sacarlo de aquel desorden y llevarlo a un estado de orden, convencido de que este estado era mejor que aquel primitivo en que se encontraba la materia» (ibid.). Lo primero que forma el demiurgo es el alma del mundo. Es sustancia no sensible, invisible, pensante y viviente. Invisible y suprasensible, si bien está «mezclada» de la realidad eternamente invariable por un lado, y de la divisible y variable, por otro. Lo mismo que el alma humana, está ella también envuelta por un cuerpo, la materia del cosmos. A este cosmos lo anima ella, y mediante su providencia y su fuerza viva se forma todo: los dioses creados, los hombres, animales, plantas y toda la materia inerte. El todo está constituido en estratos superpuestos; sobre la materia muerta está el reino de las plantas, encima el reino de los animales, luego el de los hombres, y más arriba aún el de los «dioses creados», es decir, los planetas (con nuestra Tierra) y las estrellas. A medida que nos elevamos, más alma encontramos; cuanto más descendemos, menos se manifiesta el noῦj. Y así resulta el sistema total «una criatura viviente animada y penetrada de noῦj que ha llegado a ser tal por la providencia y el plan de Dios» (Timeo, 30b). Y como este universo «existe solo y para sí, perfecto en su ser y en su manifestación, visible y abarcando en sí toda la plenitud de lo visible, como un organismo viviente, en el que tienen su ser los demás organismos mortales e inmortales, y como imagen sensible del Dios invisible, sólo asequible a la mente, es él mismo a su vez un dios sensible, en extremo grande y bueno, bello y perfecto». Tal es la solemne afirmación que cierra el Timeo.
Sentido del mito. Aristóteles, al recoger textualmente esta descripción del origen del mundo, afirma que Platón sostiene un comienzo del mundo en el tiempo; es, para Platón, sólo eterno en el sentido de que no tendrá fin (De caelo, A, 10; 280a 28). Pero ya Jenócrates, el segundo director de la Academia, después de la muerte de Platón, fue de la opinión de que Platón con su exposición persiguió tan sólo un fin didáctico, a la manera de un matemático que hace deducir sucesivamente una figura geométrica, para mejor darse a entender, aunque en realidad tanto el mundo como la figura son intemporales. En este sentido han interpretado la mayoría de los platónicos el Timeo.
Necesidad de un principio del mundo. Lo que Platón quiso enseñar con su teoría del origen del mundo es, por tanto, algo distinto. Y lo primero es el pensamiento de que el mundo no salió de sí mismo ni en sí mismo se sustenta, sino que depende de un principio del mundo, el que, por su parte, es por sí mismo. Aun en la hipótesis del mundo eterno, y eternas también tanto el alma del mundo como la materia, todavía subsistiría una dependencia de estos elementos respecto de un último fundamento, como se verá claro en Aristóteles. El Timeo no significa aquí más que un concreto e intuitivo paralelo de la ascendente marcha dialéctica hasta el ¢nupόqeton y la idea del bien en sí, descrita en la República.
El espíritu viviente. La segunda gran idea que Platón ha querido expresar con su mito es la explotación y ahondamiento del concepto de teología. La teoría de las ideas nos ha puesto ya ante un mundo ordenado y con un sentido finalista. El demiurgo lleva a cabo la creación del mundo teniendo ante la vista las ideas eternas. Pero en Platón toda idea, ya lo hemos visto, es al mismo tiempo un término y un fin; y el reino de las ideas, en su pleno significado, no es otra cosa que un elevarse hacia lo alto y hasta lo sumo, y consiguientemente un mirarlo todo desde el ángulo metafísico de una derivación de algo y de una fundamentación en algo superior (cf. supra, pág. 136). Y el Timeo, con su teoría del alma del mundo, que con su providencia y presciencia (prόnoia) lo ha ordenado todo y ha hecho de todo un «cosmos», nos asegura que esta plenitud espiritual del mundo no significa simplemente un orden puramente lógico, tal como puede mostrarse en una tabla de logaritmos, sino que implica un ser vivo (Timeo, 30b 5-c 1). El mismo mecanicismo tiene sentido y orden. El libro de Leucipo llevaba el título Πerὶ noῦ y debía defender la idea de que todo acontecer es una regularidad penetrada de sentido (p£nta ἐk lόgou kaὶ ὑπ' ¢n£gkhj, frag. 2). Pero ¿son posibles tales nexos de sentido sin un espíritu que los ilumine? ¿Es posible pensar un orden sin que haya sido previamente ordenado? El puro mecanicismo de Demócrito y Leucipo así debió admitirlo. Platón, el padre de la teoría de las ideas y, con ello, de los «principios válidos aun para Dios», piensa en cambio que, al menos en lo tocante al ser del mundo, el orden que encierra presupone necesariamente un ser ordenador, que no se agote en una pura objetividad de razones abstractas, sino que se concrete en un espíritu subjetivo y vivo. Si el alma del mundo coincide o no con la divinidad es cosa que se ha discutido. Sea de ello lo que sea, queda firme la concepción de Platón de que el noῦj embebido y dominante en el todo presupone un principio viviente, del que aquel noῦj fluye. «Imposible que se dé el noῦj donde no hay alma» (Timeo, 30b 3).
«En el principio era el alma». La tercera gran idea encerrada en el mito es la prioridad del alma sobre el cuerpo. Ya hemos dejado en claro (págs. 146s) que el alma viviente es al mismo tiempo fuente de espíritu, fuente de fuerza y causalidad. El alma del mundo no solamente es la última causa del movimiento, sino que toda verdadera causalidad es siempre algo anímico. La filosofía moderna no ve generalmente en la causalidad más que algo mecánico y material. Platón ilumina toda causalidad por medio de la analogía con el vivir anímico, familiar a la experiencia de todo hombre. Ni en su psicología ni en su cosmología deduce jamás lo anímico de lo corpóreo, sino al revés, lo anímico es anterior y la base de explicación de todo movimiento aun corpóreo y aun de todo ser corpóreo. Las Leyes cargan particularmente en ello el acento, y lo afirman frente a los presocráticos, que recurrieron siempre a una ¢rcή material. «Se cree al alma posterior, cuando en realidad es ella lo primero, lo que existía antes de todo cuerpo, y de ella partió todo principio de cambio y mutación en los mismos cuerpos» (892a). «Así pues, el temperamento, el carácter, los deseos, los razonamientos y opiniones verdaderas, los proyectos de acción y los recuerdos han existido antes que la longitud, la anchura, la profundidad y la fuerza de los cuerpos, como el alma es antes que el cuerpo» (Leyes, 896d).
La materia
Materia eterna. La consecuencia natural de esta teoría sería propiamente un panpsiquismo, a la manera como lo defenderá más tarde, por ejemplo, Leibniz en su monadología. Pero Platón, a pesar de lo original y genial que nos resulte su filosofía, no se inclina fácilmente por los extremismos. Junto al mundo de las ideas reserva un lugar para el mundo sensible; al lado del saber verdadero admite también la opinión, y su Estado ideal no excluye otras formas menos perfectas de organización social. De la misma manera, en el Timeo, al lado del espíritu y del alma reconoce también otra realidad. El demiurgo, en efecto, no es propiamente creador omnipotente. Encuentra ya ante sí una materia eterna. Con ella ha de operar, y consiguientemente verá limitada su acción y su querer por ella. El demiurgo quiso hacerlo todo bueno y nada malo, «en la medida de lo posible» (Timeo, 30a 3). El no serle todo posible tiene su razón en el material que trabaja. Por ello se dan junto a las obras de su actividad creadora y libre también las obras de la «necesidad». En este concepto se comprende todo lo que depende de la materia como tal. Platón no atribuye a la materia una auténtica causalidad. Tan sólo le compete a la materia una «concausalidad» (sunaίtion); y, como tal, es además una causalidad ciega, errante (planwmέnh aἰtίa), que obra mecánicamente, como diríamos hoy. La auténtica causa de todo el devenir es el alma y sólo el alma. Con todo, la materia está ahí también y esto trae sus consecuencias. El demiurgo no puede fabricar el mejor mundo posible. Recuérdese la afirmación del Teeteto según la cual el mal «necesariamente ha de acompañar a esta naturaleza finita y a este mundo terreno». Forzado por la necesidad de las cosas, Platón se resigna a aceptarlo como un hecho ineludible.
¿Idealización de la materia? Difícilmente encaja en su sistema la materia como pieza de positiva eficacia orgánica. Por ello Platón intentará, con un gran esfuerzo mental, deducir la misma materia more geometrico, es decir, de un modo ideal; aborda, por decirlo así, una idealización de la materia. La vía para conseguirlo es relacionar cada uno de los cuatro elementos materiales de Empédocles, agua, fuego, aire y tierra, con otros tantos esquemas geométricos, cuatro poliedros regulares, señalando a éstos como origen de aquellos elementos. La tierra, el elemento más pesado y estable, se compondrá de hexaedros; el fuego, el más ligero y sutil, de tetraedros, el cuerpo geométrico que presenta menos caras y más afiladas aristas; por análogas razones el aire constará de octaedros, y el agua de icosaedros. Los poliedros elementales, a su vez, constan de triángulos elementales, ordenados del modo que para la formación de cada uno de los elementos resulta más conveniente. Y los triángulos elementales se componen y derivan por su parte de planos, y éstos de líneas, y éstas finalmente de puntos. Pero los puntos pueden numerarse y se derivan en último término del uno. Con la teoría de los triángulos elementales Platón parece haber querido responder expresa y concretamente a la doctrina atomista de Demócrito. Igualmente toca con ello el problema de la ¢rcή de los presocráticos.
Espacio y tiempo
El resultado es una nueva ¢rcή : el espacio. Pues es el punto en que ha desembocado finalmente la teoría de los triángulos elementales como origen matemático de la materia; y ciertamente es el espacio matemático el que aquí es considerado como materia.
«Res extensa». Como más tarde en Descartes, también aquí lo corpóreo aparece ya reducido a pura extensión, res extensa, como si entre el cuerpo físico y el cuerpo matemático no hubiera ninguna diferencia. El racionalismo se ha esforzado constantemente a lo largo de la historia por absorber en el concepto la realidad entera del mundo. Con todo, Platón ciertamente tuvo conciencia de lo problemático de esta deducción racionalista. Siempre será para él un «concepto inauténtico» aquel con que nos posesionamos mentalmente de lo material espacial; siempre quedará el espacio y la materia como algo «oscuro», «enigmático» y apenas «creíble». Debería ser imposible el que el espacio exista. «Sólo soñando pensamos e imaginamos que todo ser necesariamente tiene que existir en la forma de espacio» (Timeo, 52b). Tampoco aparece el tiempo como una realidad absolutamente necesaria. Se da tiempo sólo allí donde hay devenir corpóreo. Comienza con este mundo de los cuerpos. Platón advierte que existe un modo de ser en el que no tiene sentido alguno el preguntar por un «dónde» y un «cuándo». Y este ser es el que Platón considera más importante. Pero reconoce, no obstante, que con este mundo de seres ideales no hemos agotado la realidad; que tenemos también espacio y materia, si bien este mundo del devenir no posee una verdadera realidad.
La aporía. ¿Será exacto que no le compete a la materia ningún género de causalidad? Si se dan diferencias necesarias en las cosas que sólo pueden provenir de la peculiar condición de la materia, ¿habrá que considerar todavía como totalmente ineficaz e inoperante aquello que produce resultados necesarios? Y si es preciso asignar a la materia algún género de actividad y eficacia, ¿será posible negarle toda condición de auténtica realidad? Se repite aquí en lo cosmológico el problema epistemológico de las relaciones entre el pensamiento conceptual y la sensación. También allí Platón se empeñaba en cargar el acento excesiva y absorbentemente sobre el pensamiento. Y también allí hubimos de preguntarnos: si sin la actuación del sentido no tiene lugar la rememoración de la idea, ni la rememoración en general, ni la rememoración de tal determinada forma correspondiente a lo percibido en la sensación, ¿se puede decir en serio que el sentido no contribuye en nada al contenido del saber intelectual? Por tanto debemos ahora preguntarnos: ¿habrá que situar realmente el mundo sensible entre el ser y el no ser? También aquí Platón ha abierto, un tanto precipitadamente, el abismo invadeable de su dualismo sistemático, que luego trata de eliminar desvalorizando toda pretensión de realidad en uno de los dos términos. Platón tuvo conciencia de las dificultades y aporías que ello suponía, y una muestra de ello es que la materia y el espacio han sido constantemente designados por él como algo enigmático, oscuro y apenas creíble.
Bibliografía
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F. DIOS
Existencia de Dios
Al leer las animadas palabras que el anciano Platón dirige en las Leyes (887cs) a un mancebo que pone en duda lo más grande que hay, la existencia de Dios, tiene uno la impresión de que para Platón la religión es cuestión de corazón. Sin embargo, es bien cierto que para él Dios no es objeto de la pura fe, como imagina por ejemplo la moderna filosofía. Un tal pensamiento es totalmente ajeno al hombre antiguo. El hecho de la existencia de Dios es para él más bien objeto del conocimiento y del saber. Platón no ha emprendido una demostración formal de la existencia de Dios; pero hay en él dos grupos de razonamientos que constituyen un claro camino hacia Dios, y que en la filosofía posterior han sido estructurados como formales pruebas de su existencia. Podemos llamar al primero vía física y al otro vía dialéctica.
La vía física hacia Dios. Coincide con el razonamiento de que se servía Platón para demostrar la inmortalidad del alma. Brevemente se expone en el Fedro, 245cs, y más ampliamente se desarrolla en las Leyes, 891bs. El punto de partida es el hecho del movimiento. Es indiscutible. Todo movimiento o es automovimiento, si se origina desde dentro, o movimiento extrínseco, si es provocado desde fuera. Todo movimiento extrínseco ha de reducirse en última instancia a automovimiento. El automovimiento es respecto del movimiento extrínseco algo anterior, lógica y ontológicamente. Por consiguiente, el hecho del movimiento en el mundo presupone necesariamente una o más fuentes de automovimiento. Pero a todo lo que se mueve a sí mismo se llama tradicionalmente alma. Por tanto el alma es respecto del cuerpo lo anterior y primero, y fue error de los presocráticos no haber comprendido esto. Con su actitud dieron armas al ateísmo. Pero las almas, como lo da la experiencia, o son buenas o malas. De un alma buena emanan movimientos ordenados y, al contrario, de un alma mala, movimientos desordenados. Ahora bien, todo nos está diciendo que los grandes y generales movimientos de la naturaleza, particularmente los de los cuerpos celestes, están rigurosa y regularmente ordenados. Los movimientos desordenados son en la naturaleza más bien una excepción, y su significación es a todas luces limitada. Por consiguiente, hemos de admitir que las almas rectoras de las que provienen los grandes movimientos cósmicos son buenas y ordenadas, y que el alma más alta de todas, aquella que ha de suponerse como el vértice de confluencia de todos los movimientos, origen del más universal y más firme de todos los movimientos, ha de ser por necesidad la más perfecta y la mejor. Puesto que nos es patente, no obstante, la existencia de desorden en el mundo, hay que admitir que son muchas las almas o al menos más de una, para poder explicar los desórdenes. Pero lo esencial y lo importante es que alcanzamos con nuestro conocimiento la existencia de una perfectísima alma. Frente a ella no tienen peso ni importancia las ocasionales excepciones.
El razonamiento de Platón no lleva, estrictamente hablando, a un puro monoteísmo; ni siquiera a un creador, sino sólo a un artífice del mundo, acaso tan sólo a un dios inmanente, es decir, al alma del mundo, si bien no se impone de un modo absoluto y necesario esta interpretación, ya que el alma del mundo existe antes del cosmos, y lo psíquico es antes que lo largo, ancho y profundo, lo que permitiría deducir una trascendencia de Dios. Sea de ello lo que sea, cierto es que con estos razonamientos Platón ha echado los cimientos para el argumento aristotélico tomado del movimiento universal. No se podrán valorar históricamente las pruebas del libro séptimo y octavo de la Física de Aristóteles sin tener presente lo que Platón, en su periodo de vejez, escribió ya sobre este tema.
La vía dialéctica hacia Dios no es sino la ascensión de hipótesis en hipótesis hasta el ¢nupόqeton (sin hipótesis o soporte), el último fundamento del ser, el cual está ya propiamente más allá del ser, sobrepujándolo todo en poder y en valor. Ya nos es conocido este modo de ascensión (cf. supra, pág. 134). Constituye la anticipación histórica y doctrinal de la posterior prueba de la causalidad y la contingencia para llegar a la existencia de Dios. Un paralelo de esta subida dialéctica hacia Dios, que se realiza con el pensamiento discursivo, lo tenemos en el camino a Dios a través de lo bello, que recorremos llevados por el «eros». Lo ha desarrollado Platón en el Banquete, donde la sacerdotisa de Mantinea, Diotina, enseña a Sócrates a amar aquel arte que encumbra al hombre hasta un supremo y altísimo amor que no deja ya ningún anhelo insatisfecho, sino que es plenamente suficiente (ἱkanόn), un absoluto en el que el alma halla su total descanso. Es aquel estado del que oiremos después decir a san Agustín: «Inquieto está nuestro corazón, Señor, hasta que descanse en ti». La vía dialéctica lleva a un Dios trascendente en el sentido del monoteísmo. Platón se ha acomodado, es verdad, al lenguaje de la religión popular y ha hablado a veces de muchos dioses; podemos asegurar, con todo, que él personalmente era monoteísta. Allí donde habla enteramente en serio y donde nos da lo más íntimo de su convicción habla invariablemente de Dios y no de dioses.
Naturaleza de Dios
Si se le hubiera preguntado a Platón sobre la naturaleza y la esencia de Dios, seguramente que, al igual que a la pregunta sobre la esencia de lo bueno, hubiera respondido: es tan alto y tan excelso ese objeto que no es posible tocarlo directamente. De hecho podemos recoger ideas y razonamientos ocasionales, vertidos acá y allá, que nos darán una aproximación, al menos indirectamente, del verdadero sentir de Platón en este punto. Si tenemos delante el proceso dialéctico de ascensión a la divinidad, aparecerá claro que la esencia de Dios se ha de buscar, para Platón, en la «aseidad» y en la absoluta valiosidad. Dios es el ser y Dios es el bien. Si se sigue el camino de la prueba física hasta el fin, Dios aparecerá como la pura actualidad. Dios es vida y Dios es acción. Pero podemos decir que Platón no ha llegado a un Dios personal.
Justificación de Dios
Deísmo antiguo. Platón se hace ya cargo del problema de la teodicea, el problema de la justificación de Dios ante el desorden, lo irracional y lo malo que se da en este mundo. Después de probar la existencia de Dios contra el ateísmo, se vuelve contra aquellos escépticos que aun creyendo que hay un Dios, impresionados por lo que parece excluir toda teleología, han venido a pensar que Dios ha hecho el mundo, pero después de hecho no se ocupa más de él (Leyes, 899d-900b; 908bc). Es la manera de pensar que en la moderna filosofía se ha denominado deísmo. Anteriormente hemos escuchado una inicial respuesta a este problema de la teodicea (cf. supra, págs. 116s).
Mirada al conjunto. Ahora nos previene Platón de que en tales objeciones y dudas contra la providencia y bondad de Dios se esconde siempre un vicio dialéctico fundamental. A saber, se juzga las cosas y sus relaciones desde un punto de vista muy limitado que sólo tiene en cuenta, la mayoría de las veces, el sujeto y su situación particular; y con ello se pierde la visión total del conjunto. Si se atiende a este conjunto, muchas cosas se verán de otra manera y variarán los criterios de valoración. Finalmente habrá que tener presente que la vida en este mundo no es la única existencia del hombre. Ésta tendrá su prolongación tras la muerte, y si queremos dar un juicio definitivo sobre la justicia de Dios, habremos de poner en el platillo lo que allí tiene lugar. Tan sólo las almas más pequeñas limitan su visión a los aspectos parciales de las cosas. Las almas mejores nada desestiman, todo lo consideran, aun el más allá, y nada se les escapa de lo que puede ser de importancia para el hombre. «Aunque seas tan bajo e insignificante que te escurras hasta las profundidades de la tierra, o aunque te pongas alas para volar y elevarte hasta el alto cielo, no has de escapar al castigo debido, que los dioses harán caer sobre ti, ya sea abajo en el Hades, ya sea en otro lugar más horrible» (Leyes, 905a). Es una idea que encontramos en todos los pensadores cristianos, cuando recurren a la otra vida para completar la tesis de la providencia y la justificación del obrar de Dios, y que vuelve también en Kant al fundar el postulado de la inmortalidad del alma.
Dios y el hombre
La omnipotencia buena. Asemejarse a Dios. ¿Cuáles son las relaciones del hombre con Dios? En sus obras del periodo de vejez, cuando el anciano Platón pisaba ya el umbral de la eternidad, la significación de Dios alcanza su punto culminante. Nosotros, los hombres, se dice allí, somos una creación admirable salida de las manos de Dios; torneados acaso para ser meros juguetes de Dios, o creados, quizá, con una intención más seria; en todo caso somos propiedad de Dios, somos sus esclavos y como marionetas en sus manos. Sólo Él tiene los hilos y dirige nuestra vida. «Las cosas humanas no son por ello dignas de tomarse muy en serio» (Leyes, 803b). Pero al hombre justo y moralmente bueno siempre lo amará Dios. Es su amigo. Por eso el hombre debe procurar huir de este mundo. «Y la fuga de este mundo consiste cabalmente en asemejarse a Dios, en cuanto esto es posible» (Teet. 176a).
Oración. Junto a este conato de propia perfección mediante el asemejarse a Dios hay otra forma de unión con Dios que es la oración. Platón la recomienda particularmente en las circunstancias importantes y solemnes, por ejemplo al contraer matrimonio o antes de acometer una gran empresa. Pero no hemos de pedir lo que no es nada, por ejemplo, el oro y la plata o algo que para el que pide no significa un verdadero bien. No se ha de pensar que Dios muda de parecer movido por las plegarias o sacrificios, como se puede persuadir o sobornar a un hombre. Dios es inmutable. El que se imagina que a fuerza de plegarias y sacrificios puede mover a la divinidad a concederle algo injusto es peor aún que el deísta o el ateo. El auténtico sentido de la oración no ha de ser pedir cuanto se nos antoja, como hacen los niños, sino que hemos de hacer objeto de nuestras súplicas el ajustar nuestra vida a inteligencia y razón. Es el genuino platonismo. La plegaria que cierra las páginas del Fedro refleja bien el carácter elevado y los nobles sentimientos de este filósofo, que es justo poner junto a los grandes espíritus religiosos de la humanidad: «¡Oh Pan amado y demás dioses de este lugar! Dadme ser bueno y hermoso en mi interior. Y lo que tenga de bienes exteriores esté de acuerdo con mi ser. Parézcame rico el sabio. De riquezas materiales séame dado poseer cuanto cumple a un hombre prudente y sobrio».
Teología natural
Religión y moral. El empeño de Platón por asentar firmemente la existencia de Dios contra el ateísmo, la providencia divina contra el deísmo, y la justicia y santidad divinas contra una concepción de la religión más mágica que ética está sostenido ciertamente por consideraciones de carácter moral y pedagógico. Aquellos errores corrompen el alma y el carácter. Pero ha de convenirse en que Dios e inmortalidad no son en Platón meros postulados, hechos aceptados sólo para llenar ciertas exigencias prácticas, es decir, morales del hombre.
Fe y ciencia. Su teología es ante todo verdad teorética, verdad que se presenta y se justifica primariamente ante el entendimiento y no ante la voluntad y el corazón. Con sus reflexiones sobre la existencia, naturaleza, providencia, justicia y santidad de Dios, tal como se exponen en las Leyes, Platón se ha hecho el fundador de la teología natural, que tan importante misión desempañará en el desarrollo del pensamiento occidental. Al decir teología natural se nos va hoy el pensamiento a la oposición entre teología natural y teología sobrenatural o religión revelada. Pero no es éste su sentido originario. La expresión «teología natural» retrocede, en efecto, según puede deducirse de san Agustín, hasta Varrón, contemporáneo de Cicerón, quien, a su vez, la tomó seguramente de Panecio. Ambos distinguen tres «maneras de hablar de Dios»: una poética, otra civil y otra natural o filosófica. La teología poética coincide con la mitología. Tiene tan sólo un significado estético. La teología civil no es otra cosa que el culto público y oficial del Estado; toca a la guarda de las fiestas y ceremonias que el calendario prescribe. Nada tiene que ver esta teología con lo verdadero y lo falso; procede sólo por motivos políticos y administrativos, como dijo lacónicamente, muy a lo romano, Mucio Escévola, pontífice romano. La teología natural, en cambio, ni se ocupa del agrado estético ni de los usos civiles; va más allá de todo eso, a saber, a la investigación filosófica de la verdad sobre Dios. Lo que de la divinidad puede el hombre saber y probar, apoyado en la experiencia y en la reflexión sobre la naturaleza y el mundo, eso es lo que constituye la teología natural. Ésta busca una efectiva verdad con el auxilio de una auténtica ciencia. «Sobre esta teología han dejado muchos libros escritos los filósofos», dirá ya san Agustín, citando a Varrón (De civ. Dei, VI, 5). El primero de la larga serie es Platón. Él fue el primero que empleó la palabra «teología» (qeologίa ; Rep. 379a), y es manifiestamente el creador de este concepto (W. Jaeger).
Bibliografía
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Para el concepto de «teología natural», cf. especialmente W. JAEGER, La teología de los primeros filósofos griegos, trad. de J. Gaos, México, FCE, 1952 (reimpr. 1993).
G. LA ACADEMIA ANTIGUA
Suele comprenderse en la denominación de «Academia antigua» a los personajes que enseñaron en la Academia en el periodo inmediato a la muerte de Platón. Los directores de la Academia en este tiempo son: Espeusipo, sobrino de Platón (347-338), Jenócrates (338-314), Polemón (314-269) y Crates (269-264). Uno de los más destacados hombres de ciencia de la Academia antigua, perteneciente aún al siglo IV, es Heráclides Póntico, del que ya antes se hizo mención (pág. 56). Tanto él como las otras dos figuras relevantes, el matemático Filipo de Opunte y el botánico Diocles, hacen sospechar que el interés por las ciencias particulares fue también grande en la Academia antigua.
Pero en el fondo la escuela fue derivando cada vez más hacia la forma externa de un círculo pitagórico. Las aficiones a lo pitagórico se hicieron sentir también de un modo acusado en el terreno científico y filosófico, aún más que en el último periodo de Platón. Así se explica que uno de los temas más acuciantes sea ahora el problema de la relación entre el número y la idea. Platón había distinguido números ideales y números matemáticos. Espeusipo no creía más que en números matemáticos. Jenócrates identificó los números ideales con los matemáticos. Otro problema capital fue la relación entre el conocimiento sensible y el intelectual; en esto se llegó a suprimir el dualismo platónico. Un tercer problema lo constituyó la teoría del placer. También aquí se suavizó la rigidez dogmática y se incluyó a los bienes materiales entre los factores de la felicidad, con lo que la Academia mostró una mayor amplitud de miras que la ética de cínicos y estoicos. Eudoxo de Cnido (ca. 408-355) vuelve incluso a introducir el placer como principio ético. Hacia el final de este periodo de desarrollo hacen su aparición en la Academia tendencias y corrientes ajenas al genuino platonismo: actitudes en parte místicas, en parte extra o precientíficas. Son iniciadas por Jenócrates; la Academia abre sus puertas a las especulaciones orientales; la naturaleza se demoniza; la teoría de los números se torna una pura fantasía; el número 1 es el primer dios, es masculino, espíritu, padre y rey del cielo; el número 2 es femenino, es la madre de los dioses, es alma y guía del mundo infraceleste. Los estratos platónicos del conocimiento adquieren una burda y material localización; el objeto del saber científico está más allá del cielo; el del conocimiento sensible más acá; y el de la opinión es el cielo mismo. Hasta la fase de la «Academia media» no se volverá a ser sobrio.
Bibliografía
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Estudios: K. VONFRITZ, «Die Ideenlehre des Eudoxos von Knidos und ihr Verhältnis zur platonischen Ideenlehre», en Philologus 82, 1927, págs. 1-26; J.-L. GARDIES, L’héritage épistémologique d’Eudoxe de Cnide: un essai de reconstitution, París, Vrin, 1988; W. K. C. GUTHRIE, Historia de la filosofía griega, vol. V: Platón. Segunda época y la Academia, Madrid, Gredos, 1984; H. KARPP, Untersuchungen zur Philosophie des Eudoxos von Knidos, Wurzburgo-Aumühle, Triltsch, 1933; H. J. KRÄMER, Die Philosophie der Antike, vol. 3: Die hellenistische Philosophie, Basilea, Schwabe, 1983, págs. 1-174; P. MERLAN, From platonism to neoplatonism, La Haya, Nijhoff, 31968; L. TARAN(ed.), Speusippus of Athens: a critical study with a collection of the related texts and commentary, Leiden, Brill, 1981.
ARISTÓTELES
LA IDEA EN EL MUNDO
Vida
Aristóteles no es ateniense de origen, sino natural de Estagira, en la costa tracia, donde nació en el 384. Su padre era médico de cabecera del rey macedónico Amintas, y Aristóteles mismo tendrá vinculada la suerte externa de su vida a la órbita macedónica y ello le perderá. A los 18 años entra a formar parte de la Academia y en ella permanece por espacio de veinte años hasta la muerte de Platón. En vida profesó alta estima a su maestro. En la elegía que le dedicó a su muerte, habla de la amistad que unió a ambos y afirma que Platón fue un hombre de tal grandeza que sólo podrá elogiarle quien sea digno de él. Ninguna merma de esta estima y amistosa veneración supone el distanciamiento doctrinal que luego se operó en el espíritu de Aristóteles. «Siendo los dos amigos míos (Platón y la verdad) —dice él en la Ética a Nicómaco— es un piadoso deber mío poner por delante a la verdad» (1096a 16). Se saca con todo la impresión, al leerlo, de que la crítica hecha a Platón no siempre discurrió sine ira et studio; muchas veces es rebuscada, no siempre profunda y a menudo peca de estrechez de miras.
A la muerte de Platón (348) Aristóteles marcha a Assos, en el Asia Menor, en las cercanías de la antigua Troya, se pone bajo la protección de Hermias, rey de Atarne, y, en unión con otros compañeros de la Academia, funda allí una especie de sucursal de la escuela platónica. Aristóteles permanece sólo tres años en Assos. Hermias es apresado por los persas y Aristóteles tiene que huir. Permanece algunos años en Mitilene, donde encuentra a Teofrasto, su futuro sucesor; en el 342 va a la corte del rey Filipo de Macedonia y se encarga de la educación de su hijo Alejandro, niño entonces de 13 años. Al ocupar éste el trono, vuelve a Atenas y funda allí su propia escuela, el Liceo, en el 335, en el sagrado paraje de Apolo Licio. Al igual que la Academia aquel grupo estudioso presenta el aspecto de un qίasoj, especie de comunidad religiosa dedicada al culto y honra de las musas. Más tarde se llamó a los hombres de aquella escuela los «peripatéticos», y en época aún posterior se dio como explicación y significado de este nombre el hecho de que tenían sus explicaciones doctrinales paseando. Aparte de que esta costumbre era muy general desde Sócrates, es lo más probable que —como en las otras denominaciones de las escuelas filosóficas griegas: Academia, Liceo, Estoa, Cepos (jardín de los epicúreos)— también este nombre provenga de alguna circunstancia de lugar, que pudo muy bien ser la galería o paseo (perίpatoj) que se encontraba a pocos pasos del Liceo.
Aristóteles había publicado ya numerosos escritos en su juventud, pero durante su actividad en el Liceo no es ya un simple escritor, sino todo un maestro y un organizador científico. Aristóteles funda aquí un círculo de investigación científica de gran estilo. Bajo su dirección los miembros de aquella comunidad compulsaban y elaboraban materiales de la más varia índole cultural: filosofía, historia de la filosofía, ciencias naturales, medicina, historia general, archivos antiguos, política y filología. Sólo así se explican los vastos conocimientos que Aristóteles presupone y utiliza en sus escritos. No duró más de 12 años esta fecunda actividad. A la muerte de Alejandro (323) subió al poder en Atenas el partido antimacedónico y Aristóteles prefirió huir a tiempo antes de que se entablara contra él el consabido proceso de ¢sέbeia (impiedad), «para que los atenienses no pecaran por segunda vez contra la filosofía», como decía él apropiándose del papel de Sócrates. Se estableció en casa de su madre, en Calcis de Eubea. Allí murió en octubre del 322, a la edad de 62 años.
Poseemos su testamento. Es todo un símbolo del hombre y de su filosofía. Al tanto de la vida concreta y de sus mínimos detalles, no se pierde en ellos, sino que vive su vida, marcada con el sello de su espíritu culto y de su corazón noble. De manera conmovedora dispone él, el filósofo solitario y exilado, de su casa, mira por sus dos hijos, Pitias y Nicómaco, así como por la madre de este último, y dedica un recuerdo amistoso a sus esclavos, a los más de los cuales pone en libertad; a los que le han proporcionado servicios personales les permite quedar en la casa hasta llegar a la edad conveniente y entonces todos quedarán manumitidos. Desfilan en el documento el recuerdo de la casa paterna, el recuerdo de su madre y hermano, a quienes había perdido muy pronto y el recuerdo de su primera esposa, Pitias, también fallecida. Donde él sea enterrado deberán también ser llevados los huesos de aquélla, «como ella misma lo había deseado». La última disposición provee que Nicanor, su hermano adoptivo, que había servido como oficial en el cuartel general de Alejandro, cumpla el voto que Aristóteles había hecho por él; después del regreso feliz a la patria debería ofrecer en Estagira sendas estatuas de cuatro varas de alto a Zeus salvador y a Atenea salvadora.
Obras
De lo escrito por Aristóteles, mucho se ha perdido, y de lo llegado hasta nosotros, no todo está en buen orden. Atendiendo al modo de publicación se distinguen los escritos que Aristóteles dedicó a la publicidad, los llamados escritos «exotéricos» (ἐxwterikoὶ lόgoi, ἐkdedomέnoi lόgoi) y los no destinados a la publicidad, escritos «acroamáticos» (¢kroamatikoὶ lόgoi, ὑπομνήματα), también dichos «esotéricos» o didácticos (pragmateίai). Los primeros estaban destinados al gran público, eran obras literarias, artísticas, en su mayor parte diálogos del periodo juvenil. De ellos nos han sido conservados sólo fragmentos. Los segundos eran apuntes de clase más o menos rápidos, redactados algunos en Assos y la mayor parte en el Liceo. No fueron publicados hasta el 50 al 60 a. C. por Andrónico de Rodas, tras largo periodo de abandono y olvido. Desde que fueron de nuevo descubiertos, la Antigüedad no cesó de explotar principalmente estos escritos más científicos y escolares, relegando a segundo término los demás del periodo juvenil. Con ello ocurrió que se perdió de vista la evolución doctrinal de Aristóteles y se acostumbró a citar sus obras indistintamente como si hubieran sido escritas todas desde un mismo e idéntico punto de vista. Gracias a las investigaciones de Werner Jaeger, que aprovechó los fragmentos de las obras juveniles, conocemos mejor su progreso doctrinal interno y podemos entender sus escritos, incluso las pragmateίai o disciplinas, según su desarrollo cronológico. A la luz de estas investigaciones distinguiremos tres periodos en la producción aristotélica: Academia, transición y Liceo.
Academia. En su primer periodo, en la Academia de Platón (367-347), Aristóteles piensa aún totalmente en el modo platónico. Por ejemplo, en el diálogo Eudemo enseña la preexistencia y la inmortalidad del alma con ideas parecidas a las desenvueltas por Platón en el Fedón, sigue la teoría de las ideas, su conocimiento anterior y su ¢n£mnhsij (recuerdo) actual, y ve en la existencia incorpórea, del alma sola, el auténtico y esencial ser del hombre. Cuerpo y alma son considerados todavía desde un ángulo netamente dualista como sustancias separadas. El Protréptico tiene el sentido de llamada y exhortación a una manera de vida puramente filosófica, ordenada a las eternas ideas, de un modo similar a la consigna del Estado platónico. «En el cielo hay un tipo ejemplar en el que todo hombre de buena voluntad podrá mirar y fundar su propio ser». Fue muy leído en la Antigüedad; Jámblico lo utilizó para su propio Protréptico, Cicerón para su Hortensius, y a través de este último escrito su influjo llega a Agustín (cf. infra, pág. 359). Otros escritos cuya composición cae dentro de este periodo son los diálogos: Sobre la justicia, Político, Sofista, Simposion, Sobre el bien, Sobre las ideas, Sobre la oración.
Transición. La fase de transición se refleja en los escritos de Assos, Lesbos y la corte macedónica. El diálogo Sobre la filosofía es característico como escrito de transición. Su segundo libro desarrolla una crítica de la teoría platónica de las ideas. En el tercer libro presenta ya Aristóteles las ideas fundamentales de su propia concepción y se preludia ya quizá el concepto central de su propia metafísica, la noción del motor inmóvil (así lo cree W. Jaeger, H. von Arnim lo discute); pero abunda aún en consideraciones y maneras de ver del último Platón, tal como se nos muestra, por ejemplo, en el escrito Epínomis. De este tiempo datan aquellos primeros fragmentos de los escritos didácticos de Aristóteles que Jaeger considera como primitiva metafísica, primitiva ética, primitiva política y primitiva física. Son: Met. A, B, K, 1-8, L a excepción del cap. 8, M 9 y 10, lo mismo que N ; Ética a Eudemo, A, B, G, H ; Política, B, G, H, Q ; Física, A, B ; Πerὶ οὐρανοῦ ; Πerὶ genέsewj kaὶ fqor©j.
Liceo. En el tiempo del Liceo tienen su puesto los «escritos didácticos», con la excepción de las partes más antiguas antes mencionadas incorporadas a la actual redacción. Cómo haya que distinguir unas partes de otras es cosa muy debatida. Nosotros distinguimos:
- Escritos lógicos: Kathgorίai (Categoriae. Praedicamenta); Πerὶ ἡρμένειας (De interpretatione); 'Analutikὰ prόtera y 'Analutikὰ ὓstera (Analytica priora y Analytica posteriora); Topik£ (Topica); Πerὶ sofistikῶn ἐlέgcwn (De sophisticis elenchis). Después se reunieron todos estos escritos con el nombre de ὄργανον, instrumento, porque se miraba a la lógica como un instrumento para el recto procedimiento en la ciencia.
- Escritos metafísicos: Fusikὴ ¢krόasij (Physica auscultatio), filosofía natural metafísicamente conducida, en 8 libros; Tὰ metὰ tὰ fusik£ (Metaphysica), doctrina general de Aristóteles sobre el ser en cuanto tal, sus propiedades y causas primeras, en 14 libros, cuyo título es de origen posterior, pero no tiene el mero sentido bibliotecario de que estos libros venían, en la compilación de Andrónico de Rodas, detrás de los 8 libros de la Física, sino que encierra también la indicación metódica y real de que, en un recto orden de conocimiento, han de ser leídos «después» (met£) de los escritos físicos, si bien su objeto es algo que, por naturaleza (tῇ fύsei), es lo primero, por lo que esta ciencia se denominaría «filosofía primera».
- Escritos de filosofía de la naturaleza: Πerὶ οὐρανοῦ (De caelo); Πerὶ genέsewj kaὶ fqor©j (De generatione et corruptione); Πerὶ meteώrwn (Meteorologia), una especie de geografía física; Πerὶ tὰ ζῷα ἱστορίαι (Historia animalium), zoología sistemática en 10 libros; Πerὶ ᾧων morίwn (De partibus animalium); Πerὶ θῷων poreίaj (De incessu animalium); Πerὶ ζῷων kinήsewj (De motu animalium); Πerὶ zÛwn genέsewj (De generatione animalium); Πerὶ ψυχῆς (De anima), en 3 libros; además una serie de escritos menores llamados Parva naturalia, cuyos títulos son: De sensu et sensibilibus; De memoria et reminiscentia; De somno et vigilia; De insomniis; De adivinatione per somnum; De longitudine et brevitate vitae; De vita et morte; De respiratione.
- Escritos éticos y políticos: 'Hqikὰ Nikom£ceia (Ethica ad Nicomachum), ética sistemática en 10 libros, publicada por el hijo de Aristóteles, que le ha dado el nombre; Πolitik£ (Politica), 8 libros con las ideas sociológicas, políticas y jurídicas de Aristóteles; Πoliteίa 'Aqhnaίwn (Constitución de Atenas), la única conservada de las 158 constituciones políticas que hizo compilar Aristóteles; este escrito no fue descubierto sino hasta 1891. La 'Hqikὰ Eὐdήmeia (Ethica Eudemeia) y la 'Hqikὰ meg£la (Magna moralia) pueden ser, la primera, la primitiva ética aristotélica, y la segunda, escritos postaristotélicos.
- Escritos filológicos: Tέcnh ῥητορική (Ars rhetorica); Πerὶ ποιητικῆς (De poetica).
No son auténticos: Categ. 10-15 (Postpraedicamenta) es considerado frecuentemente espurio, pero podría ser genuino; el libro 4 de los Meteorológicos: De mundo (de influjo estoico; compuesto entre el 50 a. C. y el 100 d. C.); el libro 10 de la Historia animalium y acaso también el libro 7, libro 8, caps. 21-30, y el libro 9. Tampoco son auténticos: a) dentro del Corpus Aristotelicum: Sobre el espíritu (De spiritu), 1.ª impr. Venecia, 1495, Opera, vol. 1; Sobre los colores (De coloribus), 1.ª impr. Venecia, 1562, Opera, vol. 1; Sobre las percepciones del oído (De audibilibus), 1.ª impr. Venecia, 1562; Fisiognómica (Pysiognomica), 1.ª impr. Venecia, 1497, Opera, vol. 1; Sobre las plantas (De planctis), 1.ª ed. Venecia, 1497, Opera, vol. 1; Audibles admirables, Maravillas (De mirabilibus auscultationibus, Mirabilia), 1.ª impr. Venecia, 1495, Opera, vol. 2; Mecánica (Problemata mechanica), 1.ª impr. Venecia, 1552, Opera, vol. 4; Sobre la indivisibilidad de las líneas (De lineis insecabilibus), 1.ª impr. Venecia, 1496, Opera, vol. 2; Sitios y nombres de los vientos (Ventorum situs et cognomina), 1.ª impr. París, 1629, Opera, vol. 2; Sobre Meliso, Jenófanes y Gorgias (De Melissu, Xenophane, Gorgia), 1.ª impr. Venecia, 1497, Opera, vol. 2; Sobre virtudes y vicios (De virtutibus et vitiis), 1.ª impr. Colonia, 1543, Opera, vol. 2; Economía (Oeconomica), 1.ª impr. Estrasburgo, 1469, Opera vol. 2; Retórica para Alejandro (Rethorica ad Alexandrum), 1.ª impr., Leipzig, 1503, Opera, vol. 2. A los escritos mencionados han de añadirse: Sobre los sonidos; Sobre la respiración; Sobre la juventud y la vejez; Metafísica a y Física H son escritos de discípulos. b) Fuera del Corpus Aristotelicum: Libro sobre las [primeras] causas (Liber de causis), en ciertos manuscritos también Liber Aristotelis de expositione bonitatis purae, 1.ª impr. Venecia, 1482 (lat.), Padua, 1493, 1.ª ed. 1882, de O. Bardenhewer; Sentencias de Aristóteles (Auctorites Aristotelis), escr. hacia 1300, 1.ª impr. Colonia, 1487, Amberes, 1487; Libro de los seis principios (Liber sex principiorum), escr. hacia 1150-1175(?), 1.ª impr. Nápoles, 1473, selección fragmentaria que podría provenir de un comentario al escrito de las Categorías de Aristóteles. Además: Libro de la manzana; Problemas no publicados; El secreto de los secretos; Libro de las piedras; Teología de Aristóteles.
Ediciones de obras completas: Aristotelis Opera. Edidit Academia Regia Borussica (ed. Bekker, ed. canónica), 5 vols., [*] con trad. latina, escolios y el Index de H. Bonitz, Berlín, 1831-1870 (segunda ed. rev., con añadidos, escolios e índices a cargo de O. Gigon, 5 vols., Berlín, de Gruyter, 1960-1963); Opera (ed. denominada Aldina), ed. por A. Manuzio, 5 vols., Venecia, 1495-1498 (gr.); Aristotle, Works with an English translation, por diversos ed. en The Classical Library (Londres, 1947s); The works of Aristotle into English (trad. de Oxford), ed. por W. D. Ross, 12 vols., Oxford, Clarendon Press, 1908-1952; y la estándar ingl. The complete Works of Aristotle. The revised Oxford translation, ed. por J. Barnes, Princeton (NJ), Princeton University Press, 1984; Philosophische Schriften, 6 vols., trad. de E. Rolfes, Hamburgo, Meiner, 1995; las trad. de O. GIGON (Zúrich, Artemis-Verlag, 1950s), de P. GOHLKE (Paderborn, Schöningh, 1948s) y las de E. GRUMACH y H. FLASHAR (eds.), Aristoteles. Werke in deutscher Übersetzung, 19 vols., Berlín, Akademie Verlag, 1965s (con extensos y por lo general buenos comentarios).
Traducciones castellanas: Obras filosóficas de Aristóteles, 10 vols., trad. de P. de Azcárate, colección «Biblioteca filosófica», Madrid, Medina y Navarro, 1874-1875 (vols. 1 y 2: Moral; vol. 3: Política; vols. 4 y 5: Psicología; vols. 6, 7, 8 y 9: Lógica; vol. 10: Metafísica); diversas obras de Aristóteles en «Biblioteca clásica Gredos», por diferentes traductores y editores, Madrid, Gredos; Obras, trad., estudio prelim. y notas de F. de P. Samaranch, Madrid, Aguilar, 1964, 21973.
Comentarios: Los antiguos en los Commentaria in Aristotelem graeca, 23 vols., Berlín, Academia Litterarum Regiae Borussicae, Berolini, Typis et Impensis Georgii Reimeri, 1882-1909 (reimpr. Stuttgart-Bad Cannstatt, Frommann-Holzboog, 1990). Se añade a ellos el Supplementum Aristotelicum, 3 vols., 1882-1903. De los modernos, son especialmente valiosos los de A. SCHWEGLER, Die Metaphysik des Aristoteles, 4 vols., texto, trad. y coment., Tubinga, L. F. Fuchs, 1846-1848 (reimpr. Frankfurt, Minerva, 1968) y H. BONITZ, Index aristotelicus, Berlín, Reimer, 1870 (reimpr. Berlín, de Gruyter, 1961 y Graz, Akademische Druck, 1955) a la Metafísica, y los grandes coment. ingl. de Grant, Stewart, Burnet, Joachim a la Ética, de W. L. Newman a la Política, de W. D. Ross a la Metafísica, Física, Analíticos y Parva naturalia, y de Joachim al De generatione et corruptione. Los dos primeros vols. de la trad. preparada por E. Grumach (Ethica Nichomachea y Magna moralia) contienen igualmente un valioso y profundo comentario (F. Dirlmeier).
Teorías sobre la cronología
Desde el libro de Jaeger sobre la evolución doctrinal de Aristóteles la investigación se halla en un movimiento intenso y muchas veces contradictorio. El pensamiento central de W. Jaeger es que Aristóteles, platónico aún en el periodo joven, se desenvuelve cada vez a más distancia de su maestro, si bien mantiene siempre esenciales concepciones platónicas. En el plano filosófico, lo suprasensible del mundo de las ideas platónicas pierde cada vez más significación, mientras aumenta el interés por el mundo de acá y por la investigación empírica. En este mundo espacio-temporal Aristóteles se habría encontrado finalmente a sí mismo. Según esto, todo lo que en los escritos cae más cerca de Platón respondería a un periodo primero, y correspondería a una época posterior lo que acusa más la ausencia de ese influjo. a) Son, pues, enteramente platónicos los diálogos del primer periodo, cuando Aristóteles pertenece aún a la Academia. b) Pero también platoniza en el periodo de transición, aun cuando se advierten los nuevos derroteros. Tienen aquí su puesto la llamada física primitiva (Phys. A, B ; De caelo; De generatione et corruptione), la metafísica primitiva (Met. A, B, K 1-8, L, excepto el cap. 8, M 9 y 10, N), la ética primitiva (Eth. Eud. A, B, G, H), y la política primitiva (Pol. B, G, H, Q). c) Todos los demás escritos pertenecen a la época del Liceo. Ahora la metafísica no es ya la doctrina del mundo suprasensible, sino de la sustancia particular (sustancia primera) captable sensiblemente, como lo muestran Met. Z, H, Q. Y la psicología, ética y política se ocupan también ahora de la descripción de la realidad concreta y de sus datos positivos. H. von Arnim ve la evolución aristotélica de un modo esencialmente distinto. Los libros K, L, y N de la Metafísica serían primitivos; los restantes pertenecerían al tiempo del Liceo, también el A y el B, que estarían, por tanto, ahora emparejados (en el tiempo) con el Z, H y Q, que son para Jaeger posteriores. Los Magna moralia, y no la Eth. Eud., serían la ética primitiva, mientras que la Eth. Eud. pertenecería a la segunda estancia en Atenas. W. D. Ross piensa de modo parecido a Jaeger: a) Periodo de la Academia. Diálogos de impronta platónica. b) Periodo de Assos, Lesbos y Macedonia. Aquellas partes de los escritos conservados que aún platonizan considerablemente, según Ross, la Phys., De caelo, De gen. et corr., 1. III De anima, Eth. Eud., las partes más antiguas de la Metafísica y de la Política, acaso también las partes más antiguas de la Hist. animalium. Las partes más antiguas de la Metafísica serían A, D, K 1-8, L, N ; las de la Política H y Q). c) El periodo del Liceo llevaría finalmente a la terminación de las obras comenzadas en el periodo intermedio, sobre todo de la Metafísica, y además la Eth. Nic., Política y Retórica, colección de Constituciones políticas, los Meteorológicos y las obras psicológicas y biológicas. Ross ve también la línea general en un movimiento que va «del mundo del más allá a un interés cada vez más intenso por los hechos concretos de la naturaleza y de la historia, en la persuasión de que la forma y el sentido del mundo no están separados de la materia, sino que hay que encontrarlos alojados en ella». Por lo demás, Ross ve una evolución parecida en el mismo Platón, sólo que al revés, en el sentido de que en éste, a medida que se distancia de Sócrates, se hace más fuerte la trascendencia de la idea, es decir, el estado de total separación en que se encuentra lo «suprasensible». De ahí un natural movimiento de retorno, en Aristóteles, de lo trascendente a lo sensible. El concepto de lo suprasensible ha sufrido en este proceso una dislocación. Metafísica no significa, en efecto, una separación total, sino sólo en ciertos aspectos y con sentido enteramente especial. Sin embargo, ese falso concepto ha cundido demasiado, inficionando aún hoy la historia de la evolución de la ideas. Gohlke tiene también su teoría propia. a) Al principio, hasta los 40 años, es su periodo platónico. Después Aristóteles entra de pronto en una fase evolutiva, abriéndose caminos enteramente propios, que tienen, no obstante, su preparación anterior. b) Tras la retirada de Atenas a Assos se aplica a la formación de su ideario ético y político; nace la primera concepción de los Magna moralia, y surgen también los libros lógico-metafísicos más antiguos, entre ellos las Categorías y los Tópicos 3-6. Filosóficamente se mantiene aún sobre el terreno de la teoría de las ideas. c) Después de la vuelta a Atenas se manifiesta en seguida, dentro de su propia escuela, la tendencia hacia la sustancia singular y concreta del mundo sensible. Un nuevo concepto de potencia (dύnamij) hace comprensible la aparición de la teoría de la potencia y el acto, y desde ella Aristóteles reelabora el antiguo concepto de eἶdoj. Pero el giro más llamativo está en que la ciencia de la sustancia, entendiendo por tal el ser concreto, se va a configurar como una teología. Al revés de lo que quiere Jaeger, el Aristóteles ahora empírico se interesa de nuevo por los principios del ser y se hace un teólogo, incluso un teólogo monoteísta (Met. L y De mundo, que Gohlke, contra toda la crítica filosófica, tiene por genuino). Cronología de la Metafísica, según Gohlke: 4 estratos; 1) Metafísica más antigua (A 1-9, B, G, D, Z en la elaboración más antigua, e I). 2) Metafísica media (A 1-7 y 10, B-E, Z en la elaboración antigua, I, M desde 1086a 21, N). 3) El así llamado «esbozo» (K, L). 4) La forma de una elaboración iniciada de nuevo, la cual puede reconocerse por los añadidos a la metafísica media, especialmente en Z, así como en los pasajes enteramente nuevos (a, H, M hasta 1086a 21). Cronología de la Física: A, E, Z-Q en una primera elaboración, sin el motor inmóvil; B-D ; finalmente nueva redacción de Q y reagrupación de todo el conjunto. M. Wundt, que asiente ampliamente a Gohlke, sitúa igualmente en el comienzo de los años de maestro en el Liceo la persuasión de que la cosa concreta del mundo sensible posee el ser en su sentido originario; así ya en las Categorías, que son de fecha muy temprana dentro de este periodo. Estando así las cosas, surgió después en Aristóteles la preocupación de si no habría que introducir una nueva clase de esencia, a saber, la suprasensible. Puede con ello distenderse la filosofía de Aristóteles (con toda claridad, por ejemplo, en el concepto de metafísica y en la concepción de la oὐsίa) entre los dos polos del singular concreto y del universal. Al primero responde la cuestión de la materia, de los principios (¢rcaί) y del movimiento, que fueron tema de los jonios; al segundo los problemas del ser en cuanto tal, de la forma y eἶdoj universal, tema de la filosofía itálica y platónica. El estrato platónico, perceptible, v. g. en Phys. B y Met. G, E y L, es más reciente, porque aparece allí por primera vez el par conceptual dύnamij-ἐnέrgeia que, como habría demostrado Gohlke, Aristóteles no lo encontró hasta más tarde. El estrato jónico, perceptible v. g. en Phys. A y Met. A 1-2 o D, sería anterior. De la contraposición de los dos órdenes de ideas se originarían las aporías de la metafísica. Aristóteles se aplicó a resolverlas mediante la teoría de potencia y acto. Esta teoría habría sido la primera concepción estrictamente propia, y desde ella habría que enfocar la polémica con Platón. Los libros que no contienen dicha teoría serían siempre más antiguos. Por la composición más reciente de Met. E y L aboga el hecho de que allí se utiliza el concepto de motor inmóvil, del que ya Hans von Arnim ha demostrado que Aristóteles lo había descubierto más tarde. Podría entenderse, en sentido jónico, como causa primera, y, en sentido platónico, como el ser que es por sí mismo. Enteramente al comienzo estaría el Met. Z, que presupone la idea fundamental de que sustancia es propiamente la sustancia primera, y que ella es el buscado objeto de la metafísica. Una sustancia singular constituiría también la clave de bóveda de la metafísica, a saber, la sustancia divina. Se distinguiría de la sustancia singular corriente como lo incondicionado de lo condicionado. El sentido de toda metafísica sería este levantarse desde la sustancia sensible y condicionada a la sustancia incondicionada del primer motor. Según J. Zürcher, todo lo que queda de auténtico en el Corpus aristotelicum sería filosofía platónica. Pero esa autenticidad no alcanza más allá del veinticinco por ciento del total. El resto sería añadido de Teofrasto, que habría elaborado durante treinta años el fondo de apuntes de su maestro, deformándolo sustancialmente.
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