OCHO

El «Avró Lancaster» era el bombardero aliado de más prestigio y se contaba entre sus éxitos el hundimiento del acorazado de bolsillo alemán, Tirpitz. Hacía sólo tres semanas que los «Lancaster» del Escuadrón 617 habían llevado a cabo una de sus más osadas expediciones de guerra, al destruir los diques del Ruhr, lo que produjo la inundación del área industrial alemana más importante.

Poco después de las nueve de la noche, un «Lancaster», el S-Sugar, despegó de la pista principal del aeródromo de la RAF en Hovington, para incorporarse a la cola de una extensa formación de bombarderos, procedentes de distintas bases situadas en los Midlands y el este de Inglaterra.

Reunidos en los cielos del mar del Norte, constituían una fuerza de seiscientos aparatos, y ocupaban una superficie de cien millas náuticas de longitud. El objetivo eran los muelles de Génova, y deberían cruzar toda Francia y los Alpes, excepto el Fugar, el cual, en un punto determinado abandonaría el grueso de la expedición y alteraría el rumbo para dirigirse al norte de África.

Hacía un frío punzante en el interior del aparato y el miembros de la Orden no eran siquiera culpables de dar de comer a las palomas en el parque.

Tomó un cigarrillo de la lata depositada encima del muro del parapeto.

—¿Qué tal están las cosas en el pueblo?

—Mal —repuso Barbera—. Ese hombre de la Gestapo. Meyer y rusos... —meneó la cabeza.

—¿Y el otro? ¿Qué hay del coronel Koenig?

—Un buen hombre, en un uniforme que no le va —comentó Barbera—. Un santo loco, padre. Cree que todavía se pueden sostener guerras de acuerdo con las reglas, como si fuera un juego de la baraja.

—Ya veo —asintió el anciano—. ¿En qué puedo servirle?

—Tengo un mensaje para don Antonio.

El viejo sonrió al decir:

—Mi querido Vito, ¿quién sabe dónde se halla don Antonio?

Barbera se acercó a la jaula de las palomas y rascó un poco el alambre, arrullando a las avecillas del interior.

—Estoy seguro de que aquí habría uno o dos amigos capaces de encontrarlo; y no están demasiado lejos.

El padre Giovanni se sentó en la vieja mecedora colocada junto al parapeto bajo.

—Vito, si vuelve a tener noticias de sus amigos de Argelia, si todo ello tiene algo que ver con la Mafia y la invasión americana, le advierto que pierde el tiempo. El desagrado que don Antonio experimenta por lo alemán, va seguido por el profundo odio que le inspira todo lo norteamericano. No, en este caso él se queda en las montañas. No desea verse involucrado.

—Pero ahora todo es distinto, padre —le dijo Barbera—. Va a venir la nieta de don Antonio, María.

El anciano le miró, sumamente sorprendido.

—¿Quiere decir a la Cammarata? ¿Cómo es posible?

—He sabido, por la Radio, que Cárter regresa. Muy pronto.

El padre Giovanni apagó con enfado el cigarrillo.

—¡Qué loco! La última vez que vino le dije que no regresara. Va en busca de la muerte, ese hombre la busca. Pero hábleme más de la chica. ¿La trae Cárter consigo? Confían en que ella influirá en don Antonio como nadie haya podido hacerlo —se encogió de hombros al añadir—: No estoy seguro de que estén en lo cierto.

—Hay más, padre —declaró Barbera—. Mucho más: Luciano viene con ellos.

El anciano lo miró fijamente.

—¿Lucania? —musitó, empleando el nombre siciliano de Luciano—. ¿Salvatore Lucania viene? Pero, ¿no está en prisión? —En aquel momento se le hizo la luz y comprendió—. ¡Ah! Ahora comprendo la estrategia. Lucky Luciano y la nieta del gran hombre. Harry Cárter debe de creer que la partida es suya.

—Y usted, padre, ¿qué opina?

—¿Qué importancia puede tener? Me ocuparé de que una de nuestras amiguitas —añadió, acariciando a una paloma— lleve la noticia a don Antonio. Él hará lo que le parezca oportuno. ¿Cuándo llegarán?

—En los próximos cinco días. Me informarán más ampliamente por Radio.

—Cuando conozca la fecha exacta, hágamelo saber. ¿Ha comentado esto con el Comité de Distrito?

—No —repuso Barbera.

En el curso del verano anterior se habían establecido los Comités de Distrito para coordinar las actividades de los distintos grupos que constituían el movimiento de resistencia.

El padre Giovanni dejó caer una mano en el hombro de Barbera.

—Y ahora, amigo mío, me acompañará usted a la mesa. Algo con que sustentarlo para el viaje de regreso a Bellona.

Harry Cárter aguardaba en la terraza de la villa de Dar el Ouad cuando Eisenhower penetraba en el patio, montado en su cabalgadura. El general desmontó, entregó las riendas a un mozo y ascendió la escalinata principal, correspondiendo al saludo de los centinelas. Al penetrar en el vestíbulo, Cusak se puso en pie detrás de la mesa.

—El coronel Cárter aguarda, general.

Eisenhower se volvió al regresar Cárter de la terraza. Lo miró fijamente por un momento y luego dijo:

—Pase, coronel —y le indicó el camino de su despacho.

Dejó la fusta en la mesa y comentó:

—He leído su informe, coronel. Ha estado usted muy ocupado.

—Ésa es una descripción muy atinada, general.

—¿Dónde se aloja?

—En una pequeña villa próxima al campo de aterrizaje de la Maison Blanche, señor.

—¿Cómoda?

—Adecuada, señor.

—Luciano y ese hombre, y la nieta de Luca. Es algo así como ver las espadas en alto. Siéntese.

Cárter hizo lo que se le indicaba.

—¿La invasión prosigue, señor?

—Sí, por supuesto. Ellos conocen nuestros preparativos, ya lo sabemos. Nos esperan un día u otro. Nuestro plan de diversión consiste en hacer creer que el ataque a Sicilia es sólo una simulación, que los auténticos objetivos son Cerdeña y Grecia.

—¿Cuándo, señor? —inquirió Cárter.

—Se trata de información reservada, sólo para usted. No lo hará extensivo a los demás, salvo en caso extremo, bajo circunstanciéis de naturaleza extraordinaria.

—Muy bien, señor.

—El nueve. —Eisenhower hojeó las páginas del dietario de sobremesa y sonrió—. Aquí dice: «Buen día para sentarse a recapitular sobre la propia vida.»

Cárter se quedó atónito.

—Sólo nos quedan cuatro días...

—Ya lo sé. Pero los hombres del tiempo nos han asegurado que para entonces se esperan tormentas. Los italianos no contarán en recibir ataque alguno bajo semejantes condiciones atmosféricas.

—En ese caso, si nos vamos, tendrá que ser mañana por la noche, a más tardar.

—¿Cuánto tiempo necesitan? —preguntó Eisenhower—. Lo único que se precisa es una entrevista con ese hombre, Luca. Si se decide a unirse a nosotros, el resto consiste en que su gente haga correr la voz. ¿No es eso?

—En teoría, señor.

—Teoría es todo lo que tenemos. —Eisenhower se levantó para dirigirse a la pared en la que figuraba el mapa de la Cammarata—. Aquí, en este punto que domina las dos carreteras principales que utilizaremos para llegar a Palermo. Se trata, principalmente, de tropas italianas con Artillería de todos los tipos, incluidos los «88», y usted ya sabe lo que pueden hacer a nuestros tanques. Incluso cuentan con algunos «Tigres», ahí arriba. Si deciden combatir, pueden hacernos frente durante muchas semanas. Si se rinden, las escasas unidades alemanas tendrán que retirarse dejando la ruta hacia Palermo expedita en favor de George Patton.

—Sí, señor. Comprendo la situación.

—Lo que usted ignora es la información que hemos recibido de Roma después de nuestro último encuentro, y según la cual el castillo de naipes está a punto de desplomarse. Mussolini va a ser destituido próximamente. Bastará un empujón final para que el mariscal Badoglio tome el mando, lo que significa una paz negociada con Italia.

—Hay otro aspecto a considerar —comentó Cárter—. Antes de venir, telefoneé a la Maison Blanche, para disponer lo necesario para el descenso con el comandante Grant, pero me comunicó que ha recibido órdenes de suspender todas las operaciones. Al parecer, han perdido los cuatro últimos aparatos «Halifax» enviados a Sicilia.

—Sí, lo sé —repuso Eisenhower con calma—. Pero la autorización escrita de la que usted es portador lo capacita para revocar dicha orden.

—La cosa está en que, en opinión de Grant, el pronóstico está en contra de la posibilidad de que los «Halifax» alcancen su objetivo.

—¿Quiere usted decir que a él le parece imposible?

Cárter recordó las palabras exactas de Grant y las repitió:

—Digamos que no estima en mucho nuestras posibilidades de éxito.

—¿Dice usted que no es posible?

—No, señor. Quiero ser, simplemente, realista.

Eisenhower se levantó y se dirigió a la ventana. Cuando empezó a hablar, no apartaba la vista del jardín.

—Le voy a explicar algo que he aprendido acerca del mando, coronel, y es que ni siquiera Napoleón era mejor que el peor de sus soldados. Porque a pesar de lo muy perfectamente que pueda estar planeada una batalla, el éxito puede arruinarse frente a la conducta de media docena de hombres valientes que se niegan a entregar un puente al enemigo. Mi teoría personal es que todas las batallas son iguales. En el curso de la acción, aunque nunca llegue a saberse, un incidente aislado puede inclinar la balanza en favor de uno u otro de los contendientes.

—Sí, creo que yo mismo lo he experimentado también, general —repuso Cárter.

—Pase lo que pase —declaró Eisenhower volviéndose—, vamos a ir a Sicilia. Correremos el riesgo. Podemos conseguir la victoria con gran número de bajas, pero creo que ese hombre, Luca, puede ser ese factor capaz de inclinar el fiel de la balanza. La diferencia entre victoria y derrota.

—En ese caso, ¿vamos a ir, señor?

Ahora la sonrisa tenía un toque de tristeza.

—El mando goza, de siempre, del raro privilegio de tomar las decisiones difíciles. Y yo le digo que vaya y vea lo que ocurre —le tendió la mano, al añadir—: Y le deseo suerte.

Harvey Grant, sentado detrás de su mesa de despacho en la Maison Blanche, concluyó la lectura de las dos cartas de autorización del general Eisenhower y del presidente Roosevelt. Se las devolvió a Cárter.

—Un excelente modo de suicidarse. Tal como le dije, ni siquiera le doy un cincuenta por ciento de posibilidades de éxito. Otra cosa, no nos han ordenado retirarnos a causa, precisamente, de las bajas. Sé muy bien que la invasión es ya cosa de días. En cualquier bazar de Argelia se lo dirán, aparte que se trata de una colosal maniobra de engaño, frente al enemigo. En lugar de Sicilia, léase Cerdeña. Lo que el ojo no ve.

—No puedo comentar el hecho —empezaba a decir Cárter, pero de pronto, Grant golpeó con la mano el marco de la ventana.

—¡Cristo! Harry, creo que ya lo tengo. Lo que el ojo no ve. Corrección, lo que el ojo espera ver, lo ignora.

—No le sigo.

—Ya me entenderá. Vamos, se lo mostraré.

Descendieron los escalones de la entrada y se encaminaron hacia los hangares.

—¿Cuántos dice que serán?

—Cinco. Cuatro hombres y una mujer.

—¿Una mujer? —exclamó Grant—. ¡Dios mío! Pero, a pesar de ello, creo que puede hacerse.

—¿Qué, exactamente?

—Esto.

Grant sacudió una mano y abrió marcha hacia el último hangar, en donde los «JU 88» pintados de negro, los cazas, dormitaban sombríos.

—¿De veras cree que puede funcionar? —preguntó Cárter.

—Un poco de pintura. Hemos de borrar esos redondeles de la RAF, reproduciendo, nuevamente, las marcas de la Luftwaffe. Aquí lo significativo es que esta criatura tiene un sistema de motores que le permite desarrollar gran velocidad. Eso significa alcanzar el objetivo y dejarles caer en menos de una hora, desde donde nos encontramos. Y para unos y otros cualquiera que nos vea, no somos más que un caza en misión de combate.

—Es posible que tengas razón —asintió Cárter.

—Ellos también utilizaban los aparatos con el mismo propósito, por eso tiene las adecuadas modificaciones, esa puerta especial que han acoplado para un rápido desalojo. Más que una coincidencia, Harry, los dioses nos sonríen.

—De acuerdo —dijo Cárter—. Digamos que sí, que funciona, pero, ¿y el regreso? En el mismo instante en que esta cosa sobrevuele la costa, tendrá encima a todos los cazas de la RAF.

—Eso no es problema. Como es natural, tendré que poner al corriente del asunto al mariscal Sloane, AOC, advirtiéndole de que salimos —explicó Grant—. No habrá dificultad alguna cuando vean las autorizaciones que trae. Dispondrá la pertinente recepción a mi llegada, cuando regrese.

—Estás destinado en tierra, Harvey, recuérdalo.

—En esta ocasión, no, querido amigo. —Grant palmoteó en el costado del «Junkers»—. No es que quiera decir que soy el único piloto del escuadrón capaz de hacer volar este aparto, pero soy el único que puede brindarle una oportunidad de éxito a la operación. Me llevaré a Joe Collinson conmigo. Es el navegante más veterano. Tiene las mismas horas de vuelo que yo y conoce perfectamente todo el equipo.

—De acuerdo, Harvey —concedió Cárter, vencida toda su resistencia y sin opción alguna.

—¿Cuándo salimos?

—Mañana por la noche, si le conviene.

—¿Será en la zona de lanzamiento de las afueras de Bellona que utilizamos la última vez?

—Sí.

—Si me acompañas al despacho, veremos el parte meteorológico, pero si no hay problemas, me atrevo a decir que puedes enviar un mensaje a tu gente en Bellona para que te esperen a eso de las once.

—Perfecto.

—Bien. Entonces es mejor que empecemos a movernos. Hay trabajo pendiente.

En Palermo, en su Cuartel General temporal del «Grand Hotel», el general Alfred Guzzoni, comandante del Sexto Ejército italiano, celebraba una sesión de trabajo con su equipo. Los reunidos eran, principalmente, oficiales italianos, aunque también se hallaban presentes un buen puñado de alemanes, entre los que se encontraban Meyer y Koenig,

Guzzoni era un militar de excepción, veterano de numerosas campañas y durante una hora estuvo explicando la situación estratégica en el Mediterráneo.

—De modo, caballeros, que no tardarán en llegar —decía—. Eso lo sabemos todos. Una acción de diversión en algún punto de la costa siciliana, y luego el ataque real, probablemente en Cerdeña. Una cosa parece cierta: no parece que vaya a producirse antes de una semana. ¿Alguna pregunta? El informe meteorológico indica la llegada de tormentas.

Se plantearon algunas y al cabo de un rato, Meyer levantó la mano.

—General, me gustaría comentar la cuestión de la actividad de los partisanos en las montañas.

—¿Respecto de qué, mayor? —preguntó Guzzoni.

—Una cuestión de cooperación, general —dijo Meyer—. No espero nada de esos malditos campesinos, pero como tengo la experiencia de lo que únicamente puedo calificar como total falta de asistencia por parte de las unidades del Ejército italiano...

Se levantó un murmullo de enojo por parte de los oficiales italianos presentes y fue Koenig quien liquidó la situación al ponerse en pie y decir:

—Excuse al mayor Meyer, general. Quizá no está al corriente de que los cadáveres de los italianos llegan hasta las puertas de Moscú y en considerable número, en Stalingrado. En muchas ocasiones he tenido la suerte de contar con ellos a mi lado.

Un cierto número de oficiales italianos próximos a él prorrumpieron en un aplauso espontáneo. Meyer le miró con calma, tomó su cartera y salió.

Guzzoni sé aproximó a él con la mano extendida, y le dijo:

—Me parece que se ha ganado usted un enemigo, señor.

—En tal caso no me quedará más remedio que soportarlo, señor.

Guzzoni le pasó un brazo por encima de los hombros y le comentó:

—Tuve el placer de conocer a su padre en Berlín, el mes pasado, con motivo de la conferencia de la OKW. Venga a comer conmigo y le explicaré cómo está.

La villa utilizada por el grupo de Cárter estaba situada a cinco kilómetros de la Maison Blanche, siguiendo la línea de la costa. No era gran cosa, porque estaba en mal estado de conservación, muy necesitada de una mano de pintura, pero el lugar era de gran belleza. Unas dunas de arena separaban el profuso jardín del mar. Más allá, la playa de blancas arenas se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

Cárter los había reunido a todos en la sala de estar de la villa para ofrecerles una amplia información general y darles instrucciones. De la pared pendía un mapa de Sicilia y encima de la mesa descansaban varios sobres grandes.

La mayor parte de lo que les dijo era una repetición de lo ya explicado. Al finalizar inquirió:

—¿Alguna pregunta?

—¿Cuándo se producirá la invasión, coronel? —preguntó Detweiler.

—No tiene por qué saberlo, todavía —repuso Cárter—. Cuando hay que efectuar una penetración, me parece una sana política conocer el mínimo de datos, respecto a fechas, hechos, identidades y simpatizantes. Cuanto menos se sabe, menos se corre el riesgo de desvelar, sometido a presión. Como es natural, hay documentación a punto para cada uno de ustedes.

—Pero, ¿qué sucederá si algo va mal en el descenso?

Si quedamos separados de los demás, ¿cómo nos reunimos de nuevo?

—Aquí, en la parte superior del valle. Es el monasterio franciscano de la Corona de Espinas. Ese será nuestro cuartel general. ¿Alguna pregunta más?

Se hizo el silencio.

Luciano encontró a María sentada en una cavidad de las dunas. Se dejó caer a su lado y encendió un cigarrillo.

—Cárter está de vuelta. Quiere vernos a todos dentro de quince minutos.

—¿La cosa marcha? —preguntó ella.

—Al parecer —ella se volvió para mirar el mar, cogiéndose las rodillas.

—¿Qué pretende ver? ¿Sicilia? —preguntó él.

—Hace tanto tiempo...

—Y su abuelo. También hace mucho tiempo.

—Sí. Quizá demasiado para los dos. ¿Lo ha pensado?

—Sí. Pero me parece que al profesor no se le ha ocurrido.

—El omnipotente Luciano —dijo ella, meneando la cabeza—. ¿Es que no hay nada imposible para usted?

—Algunas cosas. Incluso el diablo tiene días bajos —le alargó la mano para ayudarla a ponerse en pie, diciendo—: Vamos, es hora de comer.

Caminaron uno junto a otro y desaparecieron detrás de las dunas de arena. En una zona próxima, cubierta de hierba alta, se oyó un rumor de rastreo y luego Detweiler se puso en pie. Se sacudió la arena de la ropa, por un momento, con una mirada extrañamente deslumbrada y luego les siguió los pasos.