DOS

Cuando Cárter remontaba la cima de la montaña, comenzó a llover. El agua caía con gran intensidad y los relámpagos iluminaban el cielo, detrás de los picos de la cordillera. Apoyó la bicicleta contra un árbol y extrajo del bolsillo los prismáticos. Al enfocarlos debidamente, distinguió las casas de Bellona a más de tres kilómetros de distancia. Siguió la carretera del valle hasta perderla entre los pinos. Lo que no advirtió fue signo alguno de vida. Ni siquiera un pastor.

Volvió a guardar los prismáticos en el estuche y regresó entre los árboles, hasta la otra vertiente, para contemplar la villa, en la profundidad a sus pies, tranquila a la luz del atardecer, aguardándolo.

Estaba cansado y, sin embargo, repleto de una exuberancia agresiva, al poder enfrentarse, por fin, con el final de las cosas. Empezó el descenso, entre los pinos, empujando la bicicleta delante suyo.

Penetró en la finca por una verja de la parte posterior del jardín y recorrió un sendero para dirigirse a la entrada principal. El jardín era de tipo morisco, con vegetación semitropical por todas partes. Las palmeras se balanceaban suavemente por encima de su cabeza, y el agua del fuerte chaparrón gorgoteaba en los viejos con— ductos y caía con energía por los desagües.

Llegó a la plaza delantera, apoyó la bicicleta en la fuente barroca y ascendió los peldaños que daban acceso a la casa. Había una luz encendida en el vestíbulo. Pulsó el timbre y esperó. Se oyó el rumor de unos pasos al aproximarse y la puerta se abrió.

El hombre debía de tener unos cuarenta años, y su frondoso bigote, así como el cabello, ya era grisáceo. Llevaba corbata de lazo negra y americana de alpaca, y al mirar a Cárter no ocultaba su total desaprobación.

—¿Qué quiere?

Cárter se quitó la gorra de tela y al hablar, su voz era áspera, rústica: puro siciliano.

—Tengo un mensaje para la condesa.

El criado le tendió la mano, diciendo:

—Démelo.

Cárter sacudió la cabeza, con una expresión de astucia campesina en el rostro.

—Mis órdenes son de entregárselo personalmente. Me espera. Dígale que Ciccio está aquí.

El criado se encogió de hombros:

—De acuerdo, pase. Veremos lo que ella tiene que decir.

Cárter penetró en el interior y se quedó en pie chorreando agua sobre las baldosas de cerámica de color negro y crema. El rostro ceñudo del criado denotaba el desagrado que aquello le producía, pero cruzó el vestíbulo y traspuso una puerta forrada de paño verde para acceder a la enorme cocina. Se detuvo justo junto a la puerta, sacó una «Walther» automática del bolsillo, comprobó su estado con rapidez y luego abrió un armarito junto a la vieja estufa de hierro para extraer un teléfono militar de campaña.

Accionó el mando y aguardó, silbando suavemente para sí, para decir luego, en alemán:

—Scháfer, en la villa. Cárter ha aparecido, al fin. No hay problema. Me ocuparé de él hasta que usted llegue.

Guardó de nuevo el teléfono en él armarito, regresó silbando suavemente y cruzó la puerta.

Cárter se estremeció, sintiendo frío, repentinamente. Por primera vez se dio cuenta de que la lluvia lo habla empapado por completo. Casi todo concluido, al fin, pero ¡Dios! ¡Qué cansado estaba!

Veía su rostro reflejado en el espejo del fondo del vestíbulo. Era un siciliano de edad madura, que necesitaba con urgencia un afeitado, con el cabello demasiado largo, de facciones marcadas y algo brutales. Llevaba puesto un traje de tweed remendado, las perneras recogidas con unas tiras de cuero, una escopeta, la tradicional lupara, de cañones recortados, que le pendía del hombro izquierdo.

Pero no por mucho tiempo. Muy pronto estaría en El Cairo, en el «Shepherd's Hotel», con baños calientes, sábanas limpias, comidas de siete platos y champaña helado. «Dom Perignon» del 35. Después de todo, seguía disponiendo de una fuente de aprovisionamiento infalible.

La puerta de paño verde se abrió en el espejo que tenía a su espalda y apareció el criado. Cárter se volvió.

—¿Me recibe la condesa?

—Lo baria, si estuviera aquí. Nos la llevamos hace tres días —levantó la mano derecha que sostenía la «Walther» y ahora se expresaba en inglés—. El arma, mayor Cárter. Al suelo, con cuidado, y vuélvase para poner las manos en la pared.

Resultaba extraño, pero ahora que había sucedido, que había llegado el momento que siempre temió, Cárter experimentaba una especie de alivio. Ni siquiera intentó desempeñar el papel de Ciccio, sino que dejó la lupara según le indicaban y se volvió de cara a la pared.

—¿Alemán? —preguntó.

—Eso me parece —una mano le registró con destreza—. Schafer. Geheimefeldpolizei Empezaba a pensar que no iba a venir.

Se retiró hacia atrás y Cárter se volvió para mirarle.

—¿Y la condesa?

—La Gestapo la tiene. A usted le aguardan en Bellona desde hace tres días. Acabo de telefonear desde la cocina; dentro de veinte minutos estarán aquí.

—Ya entiendo —repuso Cárter—. ¿Qué hacemos ahora?

—Esperaremos —Schafer lo acompañó hasta el comedor.

Cárter hizo una pausa, mirando hacia el fuego del hogar y vio el vapor que se desprendía de sus ropas mojadas. Detrás suyo, Schafer estaba sentado a un extremo de la larga mesa del comedor. Sacó un paquete de cigarrillos y lo empujó por encima de la mesa. Cárter tomó uno con gusto y al encenderlo, le temblaban las manos ligeramente.

Schafer dijo:

—Hay brandy en ese armarito. Me parece que le vendría bien un trago.

Cárter rodeó la mesa y se sirvió. El brandy era de destilación local, áspero e hiriente. Le abrasaba la garganta al beber y tosió, asfixiado. Se sirvió otro trago y se volvió hacia Schafer.

—¿Y usted?

—¿Por qué no?

Cárter sacó otra copa y se acercó a la mesa.

—Ya dirá basta —dijo y comenzó a servir.

Schafer le apuntaba todavía con la «Walther». Llevándose la copa a los labios, dijo:

—Lo siento, mayor. A mí tampoco me gustan esos canallas de la Gestapo, pero es mi trabajo.

—Cada uno tiene el suyo —comentó Cárter.

Describió un arco con el frasco estrellándolo sobre el cráneo del alemán, al tiempo que le sujetaba por la muñeca de la mano que sostenía el arma, intentando desesperadamente arrebatársela.

Sacudió otro golpe con el frasco y docenas de fragmentos volaron, salpicando de brandy el rostro y la cabeza de Schafer, mezclado con sangre. Increíblemente, la mano izquierda de Schafer descargó con fuerza un puñetazo en la parte ¡alta de su mejilla derecha, desgarrando la carne • hasta el hueso, antes de asirle por el cuello.

Cayeron encima de la mesa y rodaron hasta el borde para caer al suelo, y Cárter era consciente de un golpe tras otro y el arma que se disparaba entre los dos. De un modo u otro, se encontró apoyado en una rodilla, retorciéndole al otro la muñeca una y otra vez hasta que se rompió el hueso y la «Walther» saltó por los aires, para caer en el hogar.

El alemán gritó, la cabeza echada hacia atrás y Cárter le golpeó en el cuello con los nudillos tendidos. Schafer rodó hasta quedar boca arriba y quieto y Cárter se volvió para correr hacia el vestíbulo. Recogió la escopeta que se colgó al hombro y se dirigió hacia la puerta principal.

Todo era como un sueño. Como si se moviera al ralentí, sin fuerzas, de modo que incluso abrir la puerta parecía un esfuerzo tremendo. Se apoyó contra la balaustrada del porche y se dio cuenta de que tenía la chaqueta empapada de sangre, no de Schafer, sino suya. Cuando introdujo la mano debajo de la camisa, tropezó con los labios de la herida, como si fuera un corte de carne, en el lugar donde la bala había entrado y salido por su costado.

No había tiempo, no ahora, que se oía ya el rumor de los vehículos al acercarse por la carretera, muy aprisa. A trompicones descendió como pudo, recogió la bicicleta y se internó por el sendero en busca de la verja trasera.

Alcanzó el abrigo de los pinos, debajo de la villa, y se volvió a tiempo de ver un camión con dos kubelwagens que hacían su aparición por la carretera. Cárter no aguardó a ver qué sucedería, sino que se internó entre los árboles hasta alcanzar la senda de leñador que recorría el bosque, hasta Bellona. Quizá tuviera suerte y hubiera luz suficiente, todavía. Pasó una pierna por encima del asiento de cuero, roto, de la bicicleta y pedaleó.

No había gran cosa que recordar de aquel paseo. Los árboles a cada lado, profundos en la profundidad de la tarde, el rumor intenso de la lluvia. Era como estar completamente borracho, cuando sólo afloran • a la superficie imágenes ocasionales.

Abrió los ojos para encontrarse echado boca arriba en una zanja, cerca del pueblo, la bicicleta a su lado.

La herida de bala le dolía intensamente, peor de lo que hubiera creído posible. No había rastro de la escopeta y se forzó en ponerse de pie y a caminar dando tumbos en la oscuridad.

El olor a humo de madera quemada impregnaba el aire húmedo y un perro ladró en la distancia, pero no percibía ninguna otra señal de vida, salvo alguna luz que se filtraba por varías ventanas. Y, sin embargo, detrás de las contraventanas cerradas, había gente aguardándolo, vigilantes.

Cruzó con esfuerzo la plaza y se detuvo en la fuente, para poner la cabeza debajo del chorro del agua fría que manaba de la boca y las fosas nasales de una dríade de bronce. Luego continuó por delante de la iglesia y se internó por una callejuela lateral. Había una entrada de un patio y algunas casas, con valla de madera, con una lámpara azul. El letrero pintado en la pared, con unas historiadas letras negras, decía: Vito Barbera — Enterrador.

Junto a la verja principal había una pequeña puerta falsa. Cárter se apoyó contra ella y dio un tirón a la cadena de la campanilla. Hubo un silencio y se apoyó en la reja, mientras contemplaba la lluvia sobre el farol. Se oyó un rumor de pasos y la verja se abrió.

—¿Qué hay? —preguntó Barbera.

—Soy yo, Vito.

—¡Harry! ¿Eres tú? —exclamó Barbera, ahora con ese inglés tan característico del Bronx—. ¡Gracias a Dios! Pensé que te habían agarrado.

Abrió la puerta falsa y Cárter entró.

—Por un pelo, Vito, como en Waterloo —dijo y perdió el conocimiento.

Cárter se despertó lentamente hasta darse cuenta de que contemplaba, fijamente, el yeso cuarteado del techo. Hacía mucho frío y notó a su alrededor un fuerte olor a medicamentos que pronto reconoció como formaldehído. Estaba echado en una de las mesas de trabajo de la funeraria, en la sala destinada al embalsamado, con la cabeza apoyada en un taco de madera y el estómago y el pecho expertamente vendados.

Volvió la cabeza para mirar a Barbera, el cual llevaba puesto un largo delantal de goma, para trabajar en el cadáver de un viejo que yacía en la mesa contigua. Cárter se levantó.

Con expresión de afecto, Barbera dijo:

—Yo no haría eso. Te alcanzó dos veces. El de la derecha te traspasó de un lado a otro, pero el segundo está en algún sitio del pulmón izquierdo. Necesitas un cirujano de primerísima clase.

—Muchísimas gracias —repuso Cárter—. La verdad es que me siento mucho mejor.

En un carrito junto a Barbera descansaban los útiles de embalsamar, dispuestos encima de un lienzo blanco: fórceps, escalpelos, agujas quirúrgicas, tubos arteriales y un jarro de cristal con una considerable cantidad de líquido.

El rostro del cadáver tenía impresa esa mirada de ligera sorpresa que muchas personas reflejan a la hora de la muerte, con la mandíbula caída, la boca entreabierta, como incapaces de creer que tal cosa pueda suceder, realmente. Barbera tomó una larga aguja curva y la pasó desde la parte posterior del labio inferior, a través de la fosa nasal para bajarla de nuevo de tal suerte que, al estirar el hilo, la mandíbula ascendiera.

—Del mismo modo levantas a un hombre de entre los muertos —declaró Cárter, apartándose de la mesa—. Siempre supe que eras un elemento de muchos recursos.

Barbera sonrió, aquel hombre menudo, de mirada intensa y unos cincuenta años, y cuya barba gris acero no casaba bien con el marcado acento de Bronx.

—¡Harry, condenado inglés! Quiero decir, ¿cuándo vas a aprender? Los días del Imperio han concluido, ¿Que es lo que querías hacer? ¿Ganar tolo la guerra?

—Algo parecido.

La puerta se abrió y entró una muchacha joven. Dieciséis o diecisiete a lo sumo. Menuda, de cabello oscuro con un cuerpo lleno que reventaba por las costuras del viejo vestido de algodón. Tenía boca ancha, ojos castaños y un rostro de mucho carácter que daba la impresión de haber visto lo peor de la vida, demasiado pronto.

Llevaba una bandeja con una vieja cafetera de cobre azúcar moreno y vasos. También una botella de coñac «Courvoísier».

Barbera continuó con el trabajo.

—Rosa, te presento al mayor Cárter. Mí sobrina, que llegó de Palermo, después de su última visita.

—Rosa —dijo Cárter.

Ella sirvió café y le alargó el vaso sin decir palabra.

Barbera comentó:

—Buena chica. Ahora regresa junto a 1a verja y vigila la plaza. Cualquier cosa, cualquier cosa que sea, me lo dices.

Salió la chica y Cárter se sirvió un brandy, sorbiéndolo lentamente, porque el dolor que sentía en el pulmón era tan intenso que apenas podía respirar.

—No sabía que tuvieras una sobrina. ¿Qué edad tiene?

—¡Oh! Ciento cincuenta o dieciséis. Elige. Su padre esa el menor de mis hermanos. Murió a los treinta y siete años de accidente de coche, en Nápoles. Perdí de vista a su mujer. Murió de consunción en Palermo, hace tres años.

—¿ Y Rosa?

—Supe de ella hace tres meses, a través de amigos de la Mafia, en Palermo. Ha sido una ramera de la calle desde los trece. Pensé que ya era hora de que volviera a cata.

—¿Te parece esto una casa después de haber vivido en la Décima Avenida?

—¡Sí! Seguro que sí, no lamento nada. Hay algo en Rosa que no puedo comprender. Nueva York sigue siendo para ella la tierra prometida, en cambio para mí, es un sitio para olvidar.

Aplicaba crema al rostro del cadáver, con un toque de carmín en las mejillas.

—¿Qué hay de la condesa? —preguntó Cárter.

—La Gestapo te la llevó a Palermo

—Mala cosa para ti si la hacen hablar.

—No es posible —repuso Barbera, meneando la cabeza-Una amiga en la prisión de mujeres le pasó ayer por la tarde una cápsula de cianuro.

Cárter respiró profundamente, para ver serenarse.

—Yo esperaba que ella me transmitiera noticias de Luca.

Barbera hizo otra pausa y lo miró un tamo sorprendido.

—Pierdes el tiempo. Nadie sabe nada de Luca porque así lo quiere él.

—¿Mafia, también?

—Sí, amigo mío, Mafia. Y vale la pena que lo recuerdes. ¿Qué planes tienes?

—Tenía que ir a Agrigento esta noche. Debo embarcarme en un barco atunero que parte de Porto Stefano a medianoche.

—¿Para que te recoja un submarino?

—Eso es.

Barbera arrugó la frente, pensativo.

—No lo veo posible, Harry. Esta noche, no. Las carreteras deben de estar infestadas por Krauts. Quizá, mañana. Tengo que llevar a este mozo a Agrigento, de todos modos —añadió, indicando el cadáver.

Antes de que Cárter pudiera responder, la puerta se abrió de par en par y Rosa miró hada adentro.

—Están en la plaza. Muchos alemanes.

Barbera se aproximó a la ventana y apartó un poco la cortina. Cárter se las arreglo para acercarse también. Se habían congregado varios vehículos, Kubelwagens y transportes de tropas, y dos carros blindados. Los soldados se habían agrupado en semicírculo y un oficial situado detrás, les dirigía la palabra desde un coche abierto.

—Son tropas de la SS. ¿De dónde demonios habrán salido? —se preguntó Cárter.

—De la península. El mes pasado. Especialmente seleccionados por Kesselring para limpiar las montañas de partisanos. El que habla es su comandante, mayor Koenig. Es bueno. Lo llaman el Cazador de la Cammarata.

Mientras miraban, los elementos de la SS comenzaron a dispersarse para iniciar la inspección del pueblo. Koenig se sentó en su kubelswagen, que se puso en marcha, seguido de otro vehículo igual.

Barbera corrió de nuevo la cortina y comentó.

—Parece que viene hacia aquí —se volvió hacia Cárter—. ¿Dejaste algún cadáver arriba, en la villa, por casualidad?

—Probablemente —Cárter le cogió de la manga—. Se vengará en el pueblo, si no me atrapa a mí.

Barbera sonrió tristemente.

—No es ése su estilo. Se trata, definitivamente, de un hombre de honor. Lo que hace muy difícil clavarle un cuchillo por la espalda. Ahora quédate aquí con Rosa, en silencio.

Tomó una lámpara y salió fuera, dejándolos a oscuras.

Cuando cruzaba el patio ya estaban golpeando la verja. Descorrió el cerrojo y las rejas se abrieron para dar paso al primero de los kubelwagen, Koenig sentado junto al conductor. Descendió, aproximándose.

—¡Ah! Signor Barbera. Le traigo un cliente —dijo, expresándose en un italiano muy aceptable.

Los dos kubelwagens se internaron en el patio de la casa. Barbera vio que en uno de ellos iba un cadáver sujeto con correas a una camilla y cubierto con una manta.

Dos miembros de la SS se apresuraron a levantarlo y Barbera dijo:

—Si quiere seguirme, mayor...

Cruzó el patio y los precedió por un corto pasillo.

Cuando abrió la puerta al final, les llegó un olor peculiar.

La habitación en la que penetraron estaba en silencio, con una única lámpara de aceite en el centro, por toda iluminación. Era la típica sala de velatorio siciliana. Había por lo menos una docena de ataúdes, abiertos todos ellos, cada uno conteniendo un cadáver de dedos entrelazados que sujetaban un cordón conectado a una antigua campana de bronce colocada encima de la puerta.

Koenig entró detrás de él. Su gorro de campaña era un recuerdo de los viejos tiempos, una afectación, con la insignia de plata reluciente a la luz de la lámpara. La cinta roja y negra de la Cruz de Caballero pendía de su cuello, bien visible. Llevaba un tabardo largo de piel que había hecho ya un largo servicio y botas de salto de paracaidista. Encendió un cigarrillo, deteniéndose junto a la parte interior de la puerta y tocó la campana con un dedo, lo que produjo un impresionante eco.

—¿Ha sonado alguna vez?

—A menudo —repuso Barbera—. Los miembros se comportan de manera extraña cuando van adquiriendo la rigidez propia de la muerte. Si lo que el mayor quiere preguntar es si alguna vez alguien ha vuelto a la vida, le responderé que también. Una muchacha de doce años y en otra ocasión un hombre de cuarenta. Ambos volvieron a la vida después de haber sido declarados difuntos. Ésa es, después de todo, la finalidad de estos lugares.

—Me parece que a ustedes, los sicilianos, les preocupa demasiado la muerte —dijo Koenig.

—No hasta el extremo de que nos agrade la idea de ser enterrados vivos.

Desde la sala de preparación, a través de una rendija de la puerta, Cárter contemplaba la escena apoyado en Rosa, combatiendo el dolor que sentía. Les vio colocar la camilla en una mesa y descubrir a Schafer, el sargento de la Feldpolizei. Tenía el rostro manchado de sangre, los ojos abiertos. Barbera se los cerró con la pericia que da la práctica.

—El sargento Schafer fue un buen hombre —dijo Koenig—. No es necesario que diga que sería funesto para cualquiera el que se descubriera que cobijaba a quien hizo esto.

—¿Qué quiere usted que haga con él, mayor? —preguntó Barbera.

—límpielo y envíelo al cuartel general de la Gekeiméféldpotízei, en Agrigento.

Barbera cubrió a Schafer con la manta y dijo:

—Tengo un compromiso previo para mañana. La familia de la condesa de Bellona desea que yo recoja su cuerpo de la prisión de mujeres de Palermo. Es un asunto de delicadeza.

—Muy comprensible —comentó Koenig.

—En tales circunstancias, pensaba llevar otro cadáver a Agrigento esta noche. Vea, aquí está.

Se acercó a la puerta de la sala de preparación, la abrió y les precedió, levantando la lámpara para que Koenig pudiera ver el cadáver del viejo. En la penumbra del fondo, Cárter se apretaba contra Rosa, que lo sostenía con sus brazos.

—Puedo llevarme al sargento Scháfer al mismo tiempo —dijo Barbera—. Claro que necesitaré un pase, mayor. Las carreteras deben de estar muy activas esta noche.

Siguió a Koenig hasta afuera y Cárter aguardó en la oscuridad, con un dolor vivo e insoportable en el pulmón. Dios, se decía, quizá. me estoy muriendo. Se asía desesperadamente a la chica, como si ella fuera la vida misma, consciente de la suavidad de su carne, los pechos duros contra su cuerpo.

Dejaba escapar un quejido, intentando dominar el dolor y ella le cubrió la boca con la suya para ahogar el sonido, trabajando furiosamente con la lengua. A pesar de la agonía que sufría, su carne reaccionó bajo la acción de sus prácticas manos.

Al cabo de un rato abrió ella la puerta con cautela y le acompañó hasta afuera. Cárter se recostó en una mesa, mientras percibía el rumor de los vehículos al alejarse del patio.

—¿Qué es lo que tratas de hacer? ¿Curarme o matarme? —murmuró, sordamente.

Ella le enjugó el sudor de la frente con una de las toallas de! Barbera.

—Nosotros solemos decir que existe la gran muerte y la pequeña muerte. Ésta puede repetirse muchas veces. ¿Cuál prefiere?

El se quedó mirando aquella carita joven y tan vieja, pero antes de que pudiera responder, regresó Barbera, con un papel en la mano.

—Firmado por el propio mayor Koenig. Válido para cualquier carretera de aquí a Agrigento. Con suerte, es posible que llegues al submarino, después de todo.

—¿Cómo?

—Yo no utilizo ningún coche funerario que no disponga de un compartimento secreto. Es muy útil. Claro que tendrás que ir completamente plano, con dos cadáveres en sus respectivos ataúdes, encima. Te garantizo, eso sí, que no notarás olor alguno. —Hizo una mueca—. Tú a mi lado, y vivirás para siempre.