DOCE

A la mañana siguiente, el Gulfstream despegó del aeródromo Farley.

—Nos será posible aterrizar en el Charles de Gaulle, pero el tiempo no es bueno —anunció el capitán Vernon por el sistema de megafonía interna—. En París llueve y hay niebla.

La comunicación se interrumpió y Blake preparó café para él y té para Dillon.

—Qué descaro tuvo ese cabrón al telefonear a Ferguson de ese modo.

—Le gusta atormentar a la gente.

—Bueno, pues a mí también me gustaría atormentarlo a él un rato. ¿Qué vamos a hacer, Sean?

—No tengo ni idea. ¿Tú que opinas?

—Francamente, no veo el modo de evitar un enfrentamiento cara a cara.

—Utilicemos la misma táctica que con Berger.

—Sí, algo así tendremos que hacer.

—Dime una cosa, Blake. ¿A qué extremos estás dispuesto a llegar para salvar a la hija del presidente? ¿Puedo volarle una oreja al tipo o pegarle un balazo en una rodilla?

Blake frunció el entrecejo.

—Por Dios, Sean, no digas disparates.

—Nuestro cometido es salvarle la vida a Mane de Brissac, ¿no? Ahora, dime, ¿hasta qué extremos puedo llegar? Tal vez Rocard esté hecho de un material más duro que Berger. ¿Y si nos dice que nos vayamos a la mierda? Lo que te quiero decir es que, si no te gustan mis métodos, sal de la habitación.

Blake alzó defensivamente una mano.

—No nos precipitemos y veamos cómo van saliendo las cosas, ¿vale? Además, Teddy está en Lansing, investigando lo del Regimiento Aerotransportado 801. Quizá él descubra algo.

En aquellos momentos Judas, que había madrugado, estaba sentado ante su escritorio, estudiando unos papeles al tiempo que se acariciaba con una mano el corto cabello. De pronto sonó el timbre de su teléfono especial.

—Sí —dijo, y quedó a la escucha. Momentos más tarde, asintió con la cabeza—. Gracias por la información. —Colgó al tiempo que mascullaba—: ¡Maldita sea! —Oprimió la tecla del intercomunicador—. Aaron, ven un momento.

Aaron no tardó en aparecer.

—¿Ocurre algo?

—No. Simplemente quería darte la noticia de que Berger ha muerto. Uno de mis agentes de Londres me lo acaba de comunicar. A Berger lo atropello un autobús en la calle High de Camden. Lo anunciaron en el informativo local de televisión.

—Una lástima —dijo Aaron.

—Sí, nos era muy útil.

—¿Te apetece que desayunemos juntos?

—Sí, aguarda un momento.

Aaron salió del estudio y Judas permaneció unos momentos inmóvil. Luego cogió su móvil especial y marcó el número de Rocard en París. Una voz metálica contestó en francés:

—Éste es el contestador de Michael Rocard. No estoy en casa. Me he ido a pasar tres días a Morlaix. Regresaré el miércoles.

Judas masculló unas maldiciones en hebreo y dejó un mensaje:

—Berger ha muerto en un accidente de tranco en Londres. Llámame en cuanto puedas.

Cortó la comunicación, se puso en pie y salió del estudio.

Blake y Dillon cruzaron la pista de aterrizaje y entraron en el edificio de llegadas del aeropuerto Charles de Gaulle.

Una joven que llevaba una chaqueta Burberrys se acercó a recibirlos con un gran sobre entre las manos.

—Señor Dillon, soy Angela Dawson, de la embajada. El brigadier Ferguson encargó esto —dijo entregándole el sobre—. También tengo un coche para ustedes. Síganme, por favor.

La joven, que parecía la eficiencia personificada, los condujo hasta la entrada principal y luego salió al estacionamiento, donde se detuvo frente a un Peugeot azul cuyas llaves entregó a Dillon.

—Buena suerte, caballeros —les deseó, y se alejó de prisa.

—¿Dónde demonios encontraría Ferguson a esa mujer? —comentó Blake.

—Sospecho que en Oxford —dijo Dillon, ya tras el volante—. Bueno, vamonos.

Por una vez, la predicción meteorológica había sido acertada. Llovía y había una densa niebla.

—Buen recibimiento —comentó Blake.

—Adoro París —dijo Dillon—. Da lo mismo que llueva, que nieve o que truene. Esta ciudad me encanta. Aquí tengo un pequeño escondite.

—¿Un apartamento?

—No, un barco en el Sena. Lo usé intermitentemente a lo largo de años y años, durante lo que Devlin llamaría mi época oscura.

Se metió por la avenida Víctor Hugo y al poco rato detuvo el coche junto al bordillo.

—Creo que es aquí.

Se apearon del Peugeot y subieron la escalinata que conducía a la entrada principal. Mientras examinaban las tarjetas colocadas junto a los botones de los pisos, la puerta se abrió y apareció una fornida mujer de mediana edad con gabardina, un pañuelo en la cabeza y una cesta de la compra. Al verlos, se detuvo.

—¿Qué desean, caballeros?

—Buscamos a monsieur Rocard —explicó Dillon.

—Pues no está. Se fue a pasar unos días a Morlaix. Creo que volverá mañana. —Bajó la escalinata, abrió el paraguas y se volvió de nuevo hacia los dos hombres—: Dijo que a lo mejor volvía a última hora de esta tarde, pero no estaba seguro.

—¿Dejó algunas señas? Tenemos que hablar con él acerca de un asunto legal.

—No, creo que ha ido a visitar a uno de sus novios —respondió sonriendo—. Tiene muchos, monsieur.

La mujer se alejó y Dillon la observó sonriendo.

—Echemos un vistazo —dijo oprimiendo un botón al azar; cuando le respondió una voz femenina, respondió—: C'est moi, chérie.

Sonó el zumbido característico, la puerta se abrió y los dos hombres entraron en el vestíbulo del edificio.

El apartamento de Rocard estaba en el tercer piso. El corredor se encontraba desierto. Dillon sacó la billetera, extrajo de ella una ganzúa y se puso manos a la obra.

—Hace mucho desde la última vez que tuve que utilizar una de ésas —dijo Blake.

—Es un don que nunca se pierde —dijo Dillon—. Siempre pensé que me resultaría útil si alguna vez me dedicaba a la delincuencia.

La cerradura cedió, Dillon abrió la puerta y entró seguido por Blake.

Era un apartamento agradable y de aspecto algo vetusto, con abundancia de antigüedades y de muebles dorados estilo imperio. Las alfombras eran piezas de coleccionista. De una pared colgaba lo que parecía ser un Degas auténtico y de otra, un Matisse. Había dos dormitorios, un cuarto de baño revestido de mármol y un estudio.

Dillon apretó un botón del contestador telefónico y se oyó el mensaje de salida de Rocard.

—Escuchemos los mensajes que le han dejado —dijo Blake.

Dillon oprimió la tecla adecuada y el aparato reprodujo varios mensajes, todos en francés. Al final sonó la voz de Judas.

—Hebreo —dijo Dillon—. Bingo. Lo oiremos de nuevo. —Escuchó atentamente y luego asintió con la cabeza y tradujo:

—Berger ha muerto en un accidente de tráfico en Londres. Llámame en cuanto puedas.

—¿Judas? —preguntó Blake.

—El mismo. —Dillon dirigió una mirada circular al estudio—. No merece la pena volver la casa del revés —comentó—. El tipo es listo, y no habrá dejado pruebas comprometedoras por el apartamento.

Blake cogió del escritorio un marco de plata con una foto. Se trataba de un antiguo retrato de grupo en blanco y negro. La mujer llevaba un vestido de chiffon, el hombre, traje negro y cuello duro. Había un muchacho de diez o doce años y una niña de cinco o seis. Era una imagen extraña, remota, como perteneciente a otra época.

—¿Su familia? —preguntó Blake.

—Probablemente, Rocard es el chiquillo de los pantalones cortos —respondió Dillon.

Blake volvió a dejar cuidadosamente la foto en su sitio.

—Y ahora, ¿qué?

—Más vale que hagamos un discreto mutis. Podemos volver más tarde, por si ha regresado. Por lo demás, no tenemos ninguna otra cosa que hacer. —Sonrió y añadió—: Lo cual, en París, significa que podemos almorzar como reyes.

Salieron del apartamento y, una vez Dillon hubo cerrado la puerta con la ganzúa, volvieron a la calle. Seguía lloviendo y se detuvieron en el portal mirando hacia el Bois de Boulogne.

—Vive en un buen sitio —comentó Dillon.

—Es un abogado de éxito.

—El hombre que lo tenía todo y que al final se encontró con que no tenía nada.

—¿Hasta que apareció Judas?

—Algo por el estilo.

—Bueno, ¿qué hacemos?

—Iremos a ver si mi casa flotante sigue de una pieza —respondió Dillon con una sonrisa.

La barcaza de Dillon estaba amarrada en una pequeña ensenada del Quai St. Bernard. Amarradas al muro de piedra había embarcaciones de placer y motoras protegidas con toldos de lona de la lluvia y la niebla que llegaban desde el otro lado del Sena. Notre-Dame no estaba demasiado lejos. Había unos cuantos tiestos sin flores en la cubierta de popa. Dillon levantó uno de ellos y cogió una llave.

—¿Cuándo estuviste aquí por última vez?

—Hace como año o año y medio.

Bajó por una pequeña escalera, abrió la puerta y se quedó inmóvil en el umbral.

—Caray, qué olor a humedad. A este sitio no le vendrá nada mal airearse un poco.

No era lo que Blake esperaba, pues descubrió un camarote revestido de caoba, sofás cómodos, un televisor y un escritorio. Había otro camarote con un sofá cama, y también un cuarto de ducha y una pequeña cocina.

—Iré a por algo de beber.

Dillon se dirigió a la cocina y buscó en los gabinetes. Cuando regresó con una botella de vino tinto y dos copas, el norteamericano estaba mirando un viejo recorte de periódico.

—Encontré esto en el suelo. El primer ministro inglés. Está sacado del Times de Londres, pero no se ve bien la fecha.

—El bueno de John Major. Debió de caerse por detrás del escritorio cuando me deshice del resto del material. Febrero de 1991, el ataque con mortero a Downing Street.

—O sea que es cierto, tú fuiste el responsable de aquello. Estuviste a punto de salirte con la tuya, pedazo de cabrón.

—Sí, casi. Fue un trabajo precipitado, y no hubo tiempo de soldarles aletas de guía a los proyectiles de mortero, así que éstos no tuvieron la suficiente precisión. Sígueme.

Dillon había hablado con calma y naturalidad. Abrió la puerta que comunicaba con la cubierta de popa, donde había un toldo goteante, una pequeña mesa y dos sillones de mimbre. Dillon sirvió vino en las copas.

—Toma.

Blake se sentó y paladeó el vino.

—Excelente. Aunque supuestamente he dejado de fumar, no me vendría mal un cigarrillo.

—Desde luego.

Dillon le tendió uno, le dio fuego y luego encendió otro para él. Permaneció en pie junto a la barandilla, dando sorbos a su copa y mirando hacia Notre-Dame.

—¿Por qué, Sean? —preguntó de pronto Blake—. Me sé de memoria tu historial, pero sigo sin comprenderte. Todos esos atentados, todos esos trabajos para organizaciones como la OLP y el KGB. Sí, ya sé que tu padre murió bajo el fuego cruzado de un tiroteo callejero en Belfast y tú le echaste la culpa a los británicos y te uniste al IRA. ¿Qué edad tenías entonces? ¿Diecinueve años? Comprendo que te metieras en eso; pero después...

Dillon se volvió hacia Blake y se recostó en la barandilla.

—Recuerda vuestra guerra civil, y a tipos como Jesse y Frank James. Combatieron y mataron por la gloriosa causa, y eso era lo único que sabían hacer cuando la guerra terminó, así que en la posguerra se dedicaron a robar bancos y trenes.

—Y tú, cuando dejaste el IRA, te ofreciste como mercenario a cualquiera que estuviera dispuesto a pagar tu precio.

—Sí, algo así ocurrió.

—Pero cuando los serbios te derribaron en Bosnia, transportabas suministros médicos para los niños.

—Una buena acción en un mundo perverso, ¿no fue eso lo que escribió Shakespeare?

—Y Ferguson te salvó de ti mismo, te reclutó para la causa de la justicia.

—Qué majadería —comentó Dillon, y lanzó una carcajada—. Hago exactamente lo mismo que hacía, sólo que ahora lo hago para Ferguson.

Blake asintió «con la cabeza.

—Sí, de acuerdo; pero... ¿no hay en este mundo nada que te tomes en serio?

—Claro que sí. Salvar de Judas a Marie de Brissac y a Hannah, por ejemplo.

—¿Y nada más?

—Como ya he dicho otras veces, hay ocasiones en las que hacen falta ejecutores públicos, y resulta que ése es un trabajo en el que yo destaco.

—¿Y eso es todo?

—Sí, amigo mío, eso es todo.

Dillon le dio la espalda a Blake y se quedó mirando el Sena.

En aquellos momentos, aunque seis horas más temprano, Teddy estaba subiendo al Learjet de las Fuerzas Aéreas en la base Andrews. Despegaron, ascendieron a diez mil metros y el comandante de la aeronave habló por el sistema de megafonía.

—Tardaremos poco más de una hora, señor Grant, y esperamos tener buen vuelo. Aterrizaremos en el Mitchell. El lugar se encuentra a unos cuarenta minutos en coche de Fort Lansing.

Teddy trató de concentrarse en la lectura del Washington Post, pero no lo consiguió, pues se sentía excesivamente agitado. Lo dominaba una extrañísima sensación. Estaba seguro de que había algo esperándolo en Fort Lansing, pero... ¿qué era? Fue al pequeño bar, se preparó una taza de café instantáneo y la bebió absorto en sus pensamientos.

Marie de Brissac estaba haciendo un dibujo a carboncillo de Hannah.

—Tienes buenos huesos, lo cual siempre es una ayuda —dijo—. ¿Dillon y tú erais amantes?

—¿No te parece que ésa es una pregunta muy indiscreta?

—Soy medio francesa, y los franceses son muy directos.

Sólo por si acaso, Hannah Bernstein tuvo buen cuidado de hablar de Dillon en tiempo pasado.

—No, claro que no. Era el hombre más exasperante que he conocido.

—Pero a ti te gustaba.

—Tenía cosas muy atractivas. Era ingenioso, encantador, inteligentísimo. Pero su gran fallo era que le costaba muy poco matar.

—Supongo que se metió en el IRA siendo muy joven.

Era una afirmación, no una pregunta, y Hannah replicó:

—Yo también pensé que era por eso, pero sólo al principio. No, él era así. Descubrió que aquel tipo de trabajo se le daba extraordinariamente bien, ¿comprendes?

Se abrió la puerta y entró David Braun con una bandeja.

—Café y pastas, señoras. El día es espléndido.

—Déjelo todo sobre la mesa y retírese —dijo Marie—. No hay razón para hacer ver que las cosas son más agradables de lo que en realidad son.

David reaccionó como si ella lo hubiera abofeteado y salió cabizbajo de la habitación.

—Le gustas de veras —comentó Hannah.

—Estos no son momentos para sentimentalismos.

Comenzó a sombrear el boceto y Hannah sirvió un par de tazas de café, dejó una junto a la mano de Marie, se dirigió con la suya a la ventana, que estaba abierta, y miró entre los barrotes.

—Vamos, Dillon —dijo en voz baja—. Dales una lección a estos cabrones.

La autorización presidencial que llevaba Teddy obró en el campo Mitchell los mismos efectos casi milagrosos que antes había obrado en la base Andrews. El oficial de guardia, el comandante Harding, no tardó ni un cuarto de hora en tener dispuesta para Teddy una limusina de las Fuerzas Aéreas.

—Bueno, Hilton, cuida bien del señor Grant —le dijo Harding al conductor.

—Cuente con ello, señor.

Salieron de la base y enfilaron una carretera que discurría entre verdes campos.

—Muy bonito —dijo Teddy.

—Desde luego, hay lugares mucho peores —respondió Hilton—. Mi último destino fue Kuwait. Regresé hace sólo dos meses.

—Ya me pareció que estaba usted muy bronceado —comentó Teddy.

—¿Estuvo usted en el Ejército, señor Grant? —preguntó Hilton tras una ligera vacilación.

—¿Lo dice por mi brazo? —Teddy se echó a reír—. No ponga esa cara. Fui sargento de infantería en Vietnam. Allí se quedó mi brazo.

—La vida es un asco —afirmó Hilton.

—Sí, eso ya se ha dicho antes. Ahora, hábleme de Fort Lansing.

—Durante lo de Vietnam por allí pasaron montones de regimientos, pero cuando la guerra terminó, la base quedó prácticamente abandonada. Durante el conflicto del Golfo se produjo una breve resurrección; actualmente el lugar es fundamentalmente un centro de instrucción para las tropas de infantería.

—Sólo me interesa el museo.

—Entonces, no tendrá problema. Está abierto al público —dijo al tiempo que entraba en una autopista—. Ocho kilómetros más adelante hay un restaurante y, después de eso, cincuenta kilómetros sin nada. ¿Desea que paremos para tomar café o algo?

—Buena idea. Pero sólo estaremos un momento. Tengo prisa en llegar a Fort Lansing.

Teddy se retrepó en su asiento y trató de concentrarse de nuevo en la lectura del Post.

En París, Michael Rocard estacionó el coche lo más cerca de su apartamento que le fue posible, caminó hasta el portal, subió rápidamente la escalera con la bolsa de viaje y abrió la puerta de su apartamento.

A pesar de su edad, tenía muy pocas canas y representaba diez años menos de los que tenía, aunque a este respecto el excelente traje que llevaba constituía una gran ayuda.

Escuchó todos los mensajes del contestador telefónico y se quedó helado cuando oyó el mensaje en hebreo de Judas. Berger muerto. Fue al aparador y se sirvió un coñac. Lo que ni siquiera Judas sabía era que Rocard y Berger habían sido amantes ocasionales. En realidad, Rocard había llegado a sentir auténtico afecto hacia Berger. Abrió uno de los cajones de su escritorio, sacó el móvil especial y marcó un número. Judas respondió casi inmediatamente.

—Soy Rocard.

—Eres un estúpido —dijo Judas—. Largarte a Morlaix como un perro en celo en unos momentos como éstos.

—¿Y qué quieres que te diga?

—El caso es que Berger ha muerto en Londres, atropellado por un autobús londinense. ¿Cómo es esa frase? Todo el mundo tiene derecho a sus quince minutos de fama, ¿no? Bueno, pues Berger sólo consiguió quince segundos. Fue lo que tardaron en anunciar su muerte por la televisión local.

La crueldad del comentario resultó devastadora para Rocard, pero lo que vino a continuación fue peor.

—Necesitarás un nuevo novio para tus excursiones a Londres.

¿Habría algo que aquel cabrón ignorase?

—¿Qué quieres que haga? —murmuró Rocard.

—Nada. Si me haces falta, te llamaré. Tres días, Rocard, sólo faltan tres días.

La comunicación se interrumpió y Rocard se quedó inmóvil, pensando en Paul Berger con lágrimas en los ojos.

A Teddy le impresionó el museo de Fort Lansing. Las instalaciones eran modernas y estaban provistas de aire acondicionado. El suelo era de baldosas, y en las paredes había grandes murales que reproducían estrellas de batalla. Pasó de largo la zona de recepción y avanzó por el corredor principal hasta llegar a una puerta en la que un letrero anunciaba: «Administración». Llamó y al entrar se encontró con una mujer negra muy atractiva sentada tras un escritorio situado junto a la ventana. Ella alzó la vista.

—¿Qué desea?

—Buscaba a la administradora. Mary Kelly.

—Soy yo —respondió con una sonrisa—. ¿Es usted el señor Grant, de la Universidad de Columbia?

—Pues... sí y no. Soy el señor Grant, pero no pertenezco al Departamento de Historia de Columbia—le explicó Teddy, que abrió la billetera, sacó una tarjeta de visita y la dejó frente a ella.

Mary Kelly examinó la tarjeta y su sorpresa fue evidente.

—¿De qué se trata, señor Grant?

—Si quiere verla, traigo una autorización presidencial.

La sacó de un sobre, la desplegó y se la entregó a Mary Kelly. Esta la leyó en voz alta:

—«Mi secretario, el señor Edward Grant, debe realizar un trabajo de enorme importancia para la Casa Blanca. El presidente de Estados Unidos agradecerá profundamente que se le den todas las facilidades posibles.»

La mujer alzó la vista.

—Oh, Dios mío...

Teddy le quitó la autorización de entre los dedos, la dobló de nuevo y la volvió a meter en el sobre.

—En realidad, no debería habérselo dicho, pero me he arriesgado a hacerlo porque no hay tiempo que perder. En estos momentos no me es posible explicarle de qué se trata. Tal vez más adelante.

Ella sonrió insegura.

—¿Qué puedo hacer por usted?

—Aquí tienen los historiales de los distintos regimientos aerotransportados que pasaron por esta base durante la guerra del Vietnam, ¿no?

—En efecto.

—Uno de esos regimientos fue el 801. Me gustaría echarle un vistazo a la relación de oficiales que sirvieron en él desde, pongamos, 1967 hasta 1970.

—¿Qué nombre busca?

—No sé el nombre.

—Entonces, ¿qué sabe?

—Que era judío.

—Bueno, eso no nos va a servir de gran cosa. Durante la guerra hubo un montón de judíos en el Ejército. El reclutamiento afectó a todo el mundo, señor Grant.

—Ya sabía que no iba a ser fácil dar con él. ¿Podrá usted ayudarme?

Mary Kelly lanzó un suspiro.

—Claro que sí —dijo—. Sígame, por favor.

La sección de archivos se encontraba en el sótano y estaba desierta. Sólo se oía el tenue rumor del aire acondicionado. Mary Kelly se puso a examinar los registros microfilmados y fue anotando algunos nombres en un block que tenía a su derecha. Al fin, se retrepó en su asiento y dijo:

—Bueno ya está. Entre 1967 y 1970, ambos años inclusive, en el 801 hubo veintitrés oficiales de religión judía.

Teddy leyó todos los nombres de la lista, pero ninguno le resultó conocido. Negó con la cabeza.

—Nada. Debí suponerlo.

—¿Y no tiene más información? —preguntó la mujer contrariada.

—Sí, que el hombre que busco sirvió en 1973 en el ejército israelí, durante la guerra del Yom Kippur.

—¿Y por qué no lo dijo antes? Ese detalle aparecerá en el historial de seguimiento. El Pentágono exige que quede constancia de los militares norteamericanos que hayan servido en ejércitos extranjeros.

—¿Puede usted consultar ese historial? —preguntó Teddy.

—Con toda facilidad. Aquí disponemos de un pequeño sistema informático interno. No está conectado a ninguna red y sólo sirve para facilitarnos la labor de archivo. Por aquí.

Ella fue a sentarse frente a un ordenador y estuvo un rato pulsando el teclado.

—Sí, aquí está —anunció al fin—. Sólo uno de los oficiales que sirvieron en el 801 sirvió luego en el ejército israelí.

El capitán Daniel Levy. Nacido en 1945 en Nueva York. Abandonó el Ejército en 1970.

—¡Bingo! —exclamó Teddy casi extático—. Ése tiene que ser.

—Un héroe —dijo ella—. Dos Estrellas de Plata. Padre, Samuel; madre, Rachel. Se cita a ambos como los parientes más próximos, pero de eso hace mucho tiempo. El padre era un abogado neoyorquino con domicilio en Park Avenue. Viviendo en un sitio así, debía de ser bastante rico.

—¿Eso es todo? —preguntó Teddy—. ¿No hay nada más?

—Nada que a usted le sirva —respondió; luego frunció el ceño ligeramente y preguntó—: Se trata de algo de gran importancia, ¿verdad?

—Podría salvarle la vida a una persona.

Tendió la mano y estrechó la de la mujer.

—Le prometo que en cuanto me sea posible volveré y le contaré la historia completa, pero por ahora debo regresar a Washington. Si me acompaña a la salida, se lo agradeceré.

A cierta distancia de la limusina, Teddy llamó al presidente por su móvil y le contó lo que había descubierto.

—Desde luego, la cosa parece prometedora, Teddy, pero... ¿A qué nos conduce?

—Podemos investigar sus antecedentes familiares. Quiero decir que si el padre era abogado y vivía en Park Avenue, debió de ser un personaje importante. Utilizo el tiempo pasado porque o ya ha muerto o es un anciano.

—Acabo de acordarme de alguien —dijo Cazalet—. Archie Hood. Lleva un montón de años siendo el decano de los abogados de Nueva York.

—Pero... ¿aún vive? —preguntó Teddy.

—Sí, claro que sí. Tiene ochenta y un años. Lo vi hace tres meses, mientras tú estabas de vacaciones, en una fiesta benéfica que se celebró en Nueva York. Deja esto de mi cuenta, Teddy, y regresa aquí cuanto antes.

Teddy se dirigió a la limusina, cuya portezuela le abrió Hilton.

—Muy bien, sargento, al campo Mitchell lo más de prisa que pueda. Me urge regresar a Washington.

A eso de las cuatro de la tarde, Rocard se puso la gabardina y bajó la escalera. La portera estaba limpiando el espejo del vestíbulo e interrumpió su trabajo al verlo aparecer.

—Ah, monsieur Rocard, ya regresó.

—Sí, eso parece.

—Dos caballeros vinieron a verlo esta mañana. Dijeron que era por un asunto legal.

—Bueno, si es importante, ya volverán. Me voy a cenar en uno de los bâteaux mouches.

Salió del edificio y caminó hacia su coche. En aquellos momentos Dillon detuvo el Peugeot al otro lado de la calle, junto al bordillo.

Blake sacó la foto que Max Hernu le había enviado por fax a Ferguson.

—Es él, Sean.

Rocard ya había montado en su coche y éste se estaba poniendo en movimiento.

—Veamos adonde va —dijo Dillon, y comenzó a seguirlo.

Rocard estacionó en el Quai de Montebello, frente a la Île de la Cité, no muy lejos del lugar en que estaba amarrada la barcaza de Dillon. En el muelle había fondeadas varias embarcaciones de placer que tenían echados los toldos de las cubiertas de proa y popa como protección contra el mal tiempo. Rocard corrió bajo la lluvia y subió a uno de los barcos por la pasarela de acceso.

—¿Qué son? —preguntó Blake mientras Dillon estacionaba a un lado del adoquinado muelle.

—Bâeaux mouches —explicó Dillon—. Restaurantes flotantes. Puedes navegar río arriba, ver el panorama y comer al mismo tiempo. O, simplemente, puedes paladear una botella de vino.

—Parece que se disponen a soltar amarras —dijo Blake—. Apresurémonos.

Los dos marineros que se disponían a retirar la pasarela les permitieron subir a bordo. Dillon y Blake se dirigieron al salón principal, en el que se encontraba el bar y uno de los comedores.

—Apenas hay gente —dijo Blake.

—Con esta lluvia, es lógico.

En la barra, Rocard estaba pidiendo una copa de vino. Cuando se la sirvieron, la cogió y fue con ella hasta una escalera y se encaminó a la cubierta superior.

—¿Qué hay ahí arriba? —preguntó Blake.

—Otro comedor, pero está casi a la intemperie. Un lugar ideal para cuando hace buen tiempo. Será mejor que nos tomemos una copa y veamos qué trama Rocard.

Se acercaron a la barra y Dillon pidió dos copas de champán.

—¿Van ustedes a cenar, caballeros? —preguntó el camarero.

—No estamos seguros —dijo Dillon en excelente francés—. Ya le avisaré.

Cruzaron el salón y subieron por la escalera. Como Dillon había dicho, arriba había otro comedor cuyos costados estaban abiertos y la lluvia entraba a raudales por ellos. Los marineros habían apilado las sillas en el centro. La lluvia arreciaba y del río se estaba levantando niebla.

Naturalmente, había más barcos, barcazas amarradas unas a otras en filas de tres. Otro barco restaurante pasó en dirección opuesta.

—Esto está muy bien —dijo Blake.

Dillon asintió con la cabeza.

—París es una ciudad magnífica, espléndida.

—Bueno, ¿y dónde está nuestro hombre?

—Miremos en la cubierta de popa.

Se llegaba a ella cruzando una puerta de cristales y en el exterior había tres o cuatro mesas bajo un toldo. Rocard estaba sentado a una de ellas, con la copa de vino ante sí.

—Hagámoslo de una vez —dijo Blake.

Dillon asintió con la cabeza, abrió la puerta y caminó hasta la mesa del francés.

—Una noche muy mojada, monsieur Rocard —dijo.

Rocard alzó la vista.

—Creo que no lo conozco, monsieur...

—Dillon. Sean Dillon, el que, supuestamente, está muerto en Washington. Pero eso fue anteayer, y ya sabe lo que sucede al tercer día.

—¡Dios mío! —exclamó Rocard.

—Mi compañero, por cierto, es un caballero llamado Blake Johnson, y se encuentra aquí por encargo del presidente de Estados Unidos, el cual se siente razonablemente inquieto y está ansioso de recibir noticias de su hija.

—No sé de qué me habla —repuso Rocard tratando de ponerse en pie.

Dillon lo hizo sentarse de nuevo de un empujón y sacó la Walther.

—Como ve, mi pistola lleva silenciador, así que, si quiero, puedo matarlo sin que nadie se entere y luego echarlo por la borda.

—¿Qué quieren? —preguntó Rocard que parecía descompuesto.

—Pues charlar de todo un poco: de Judas Macabeo, del pobre Paul Berger y, sobre todo, de Marie de Brissac. Ahora, díganos dónde está la muchacha.

—Les juro por Dios que no lo sé.