UNO
Jake Cazalet tenía veintiséis años cuando se produjo el incidente que tan profundo efecto tendría sobre el resto de su vida.
Su familia pertenecía a la élite más rancia y respetada de la sociedad de Boston. Su madre era inmensamente rica; su padre, un abogado de éxito y senador, lo cual significaba que la ley parecía ser el camino natural para el joven Jake. Iría a Harvard y disfrutaría de una vida de privilegios y, como estudiante universitario, le resultaría posible eludir el reclutamiento. Vietnam parecía muy lejos.
Y a Jake las cosas le fueron bien. Fue un estudiante destacado que consiguió excelentes calificaciones y pasó con enorme éxito a la Facultad de Derecho de Harvard. Todos le predecían un brillante futuro, pero cuando comenzaba a preparar su doctorado, algo extraño sucedió.
Las imágenes de Vietnam que veía todas las noches, la forma en que la televisión cubría aquella guerra brutal llevaba algún tiempo llenándolo de inquietud. A veces le parecían visiones del infierno, y un cambio radical se produjo en su interior al comparar su cómoda existencia con las condiciones de vida que parecían imperar en Vietnam. Irónicamente, él entendía bastante bien el vietnamita, pues había vivido en Vietnam cuando tenía trece años, ya que su padre estuvo un año destinado a la embajada norteamericana de aquel país asiático.
El incidente se produjo en la cafetería de la universidad. Los estudiantes guardaban cola para el almuerzo. Había muchas caras nuevas, entre ellas la de un muchacho de no más de veinte años, vestido como todo el mundo con camiseta blanca y vaqueros, y con libros debajo de un brazo. La diferencia radicaba en que en el lugar donde antes estuvo su brazo derecho, ahora sólo había un pequeño muñón. La mayoría de los muchachos hizo caso omiso de él pero un tipo, un fornido bravucón apellidado Kimberley, se volvió a mirarlo.
—Oye, ¿cómo te llamas?
—Teddy Grant.
—¿Eso lo perdiste en Vietnam?
—Pues sí.
—Te está bien empleado —dijo Kimberley dándole unos cachetes en la cara—. ¿A cuántos niños destripaste?
El dolor que reflejó el rostro de Grant impresionó a Cazalet, que apartó a Kimberley de Grant.
—Este hombre sirvió a su país. ¿Qué has hecho tú?
—¿Y tú, niño rico? —preguntó despectivamente Kimberley—. A ti tampoco te veo vestido de soldado. —Se volvió hacia Grant y volvió a darle unos cachetes—. En cuanto me veas aparecer, te apartas.
El único deporte que practicaba Jake Cazalet era el boxeo, y pertenecía al equipo universitario. Kimberley debía de pesar diez kilos más que él, pero eso no importaba. Impulsado por la indignación y la vergüenza, golpeó a Kimberley en el estómago, con lo que le hizo doblarse sobre sí mismo. El club de boxeo al que Jake acudía en Boston estaba dirigido por un viejo inglés llamado Wally Short.
—Si alguna vez te metes en una auténtica pelea, usa la cabeza —le había dicho Short—. No tienes más que darle a tu contrincante un golpe seco y fuerte en la frente con la cabeza.
Que fue exactamente lo que Cazalet hizo cuando Kimberley trató de echársele encima. El gran hombretón cayó sobre una mesa y rodó por el suelo. A continuación se produjo un gran alboroto, las chicas gritaron y los agentes de seguridad y los asistentes sanitarios no tardaron en hacer su aparición.
Cazalet se sintió bien, mucho mejor de lo que se había sentido en años. Cuando se volvió hacia Grant, éste le dijo:
—Has hecho el tonto. Ni siquiera me conoces.
—Sí, claro que te conozco —dijo Cazalet.
Más tarde, en el despacho del decano, Jake permaneció en pie frente al escritorio y escuchó el sermón.
—Me han contado lo ocurrido —dijo el decano—, y parece que Kimberley se pasó de la raya. Sin embargo, no puedo permitir la violencia en el campus. Debo suspenderte por un mes.
—Gracias, señor, pero voy a ponerle las cosas fáciles. Dejo la universidad.
El decano se quedó auténticamente atónito.
—¿Que dejas la universidad? Pero... ¿por qué? ¿Qué va a decir tu padre? Quiero decir, ¿qué piensas hacer?
—Voy a ir a la oficina de reclutamiento que hay en el centro y me alistaré en el Ejército.
El decano parecía desolado.
—Jake, piénsalo bien, te lo ruego.
—Adiós, señor —dijo Jake Cazalet, y salió del despacho.
Así que allí estaba, dieciocho meses más tarde, convertido en teniente de las fuerzas especiales, a las que había accedido a través del cuerpo de paracaidistas merced a sus conocimientos del vietnamita. Se encontraba a mitad de su segundo año de servicio. Lo habían condecorado y herido dos veces, y se sentía como si tuviera mil años.
El helicóptero de evacuación médica volaba sobre el delta a trescientos metros de altura. Cazalet había pedido que lo llevaran porque el aparato se dirigía a un campo fortificado situado en Katum, donde lo necesitaban para interrogar a un oficial de alta graduación del ejército regular vietnamita.
Cazalet medía algo menos de metro setenta, tenía el pelo rojizo, los ojos pardos y la nariz rota. Esto último era un recuerdo de sus días de pugilista. Pese al bronceado, la cicatriz que dejó en su mejilla izquierda una bayoneta era blanca. Diez años más tarde, aquella cicatriz se convertiría en su rasgo distintivo.
Sentado allí en la cabina del helicóptero, con uniforme de camuflaje, remangado y con la boina de las fuerzas especiales echada hacia adelante, su aspecto era el de aquello en lo que la guerra lo había convertido: un hombre enormemente peligroso. Harvey, el joven que hacía a un tiempo de asistente sanitario y de artillero aéreo, y Hedley, el negro jefe de la tripulación, miraban con ojos aprobadores a su pasajero.
—Según dicen, ha estado en todas partes —susurró Hedley—. Los paracaidistas, los Rangers aerotransportados y ahora las fuerzas especiales. Su viejo es senador.
—Pues vaya por Dios —dijo Harvey—. ¿Y qué se le regala al hombre que lo tiene todo? —Se volvió para arrojar su cigarrillo por la puerta y se irguió—. Oye, ¿qué pasa ahí abajo?
Hedley miró hacia fuera y empuñó la ametralladora pesada.
—En River City hay problemas, teniente.
Cazalet se colocó junto a él. Abajo había arrozales y campos de juncos que se extendían hasta perderse de vista. Una carreta bloqueaba la carretera que cruzaba el área y un destartalado autobús local se había detenido, incapaz de continuar.
Harvey miró por encima del hombro.
—Mire, señor, en el Ritz se está celebrando otra fiesta de pijamas.
Allí abajo había no menos de veinte soldados del Vietcong, con sus sombreros de paja cónicos y sus pijamas negros. Un hombre se bajó del autobús, sonó el característico estampido de un AK47 y el hombre se derrumbó. Aparecieron dos o tres mujeres y echaron a correr gritando. El fuego de fusilería las abatió.
Cazalet se acercó al piloto y se inclinó sobre él.
—Desciende. Saltaré, a ver qué puedo hacer.
—Estás loco —dijo el piloto.
—Tú haz lo que te digo. Bajas, me dejas en tierra y luego te largas de aquí y avisas a la caballería, como haría el bueno de John Wayne.
Se volvió, cogió un MI6 y una bolsa con cargadores y se los colgó del cuello. Se enganchó al cinturón media docena de granadas y metió varias bengalas de señales en los bolsillos de su guerrera de camuflaje. Descendían con rapidez y el Vietcong disparaba contra ellos. La ametralladora pesada de Hedley devolvía el fuego.
Hedley se volvió hacia Cazalet sonriendo.
—¿Qué te pasa? ¿Tienes ganas de morir o algo así?
—Algo así —dijo Cazalet.
En cuanto el helicóptero llegó a menos de dos metros del suelo, saltó a tierra. Se oyó una voz:
—Espérame.
Al volverse, Cazalet vio que Harvey lo seguía con el macuto médico colgado de un hombro.
—Estás loco —dijo Cazalet.
—Todos lo estamos —replicó Harvey.
Echaron a correr por el arrozal en dirección a la carretera. El helicóptero se elevó y dio media vuelta.
Se veían más cadáveres y el autobús estaba recibiendo un nutrido fuego de fusiles. Las ventanillas estaban hechas pedazos y se oían gritos en el interior del vehículo. Varias mujeres saltaron a tierra; dos de ellas echaron a correr en dirección a los juncos. En la carretera aparecieron tres hombres del Vietcong con los fusiles listos para disparar.
Cazalet alzó su MI6 y disparó varias ráfagas cortas que abatieron a dos de los hombres. Se produjo un breve silencio. Harvey se arrodilló junto a una de las mujeres y le buscó el pulso.
—Esta ya no lo cuenta —dijo volviéndose hacia Cazalet. De pronto, abrió mucho los ojos—: ¡A tu espalda!
En ese momento, una bala alcanzó a Harvey en el corazón haciéndolo caer de espaldas. Cazalet giró sobre sí mismo y disparó desde la cadera contra los dos del Vietcong que habían aparecido en la carretera, a su espalda. Alcanzó a uno y el otro fue a refugiarse entre los juncos. Después de eso reinó el silencio.
En el autobús quedaban cinco personas con vida, tres mujeres vietnamitas, un viejo que viajaba hacia la aldea más próxima y una bonita joven de cabello oscuro que parecía muy asustada. Llevaba pantalones y una camisa caqui que estaba manchada de sangre ajena.
Hacía unos momentos, la mujer había estado hablando en francés con el viejo, y ahora éste se volvió hacia ella. En aquel momento una única bala alcanzó el depósito del autobús. Comenzaron a brotar llamas.
—No podemos seguir aquí, debemos ocultarnos entre los juncos —dijo el viejo.
Repitió lo mismo en vietnamita a las otras dos mujeres y ellas le contestaron algo a gritos. Él se encogió de hombros y le dijo a la joven:
—Están asustadas. Venga conmigo.
La joven reaccionó instantáneamente a las palabras de urgencia del viejo. Saltó tras él por la portezuela, cayó en cuclillas y comenzó a moverse. Un proyectil alcanzó al viejo en la espalda y ella, tratando de salvar la vida, echó a correr cuesta abajo y fue a esconderse entre los juncos. Cazalet, que se encontraba oculto un poco más abajo, la vio.
Ella avanzaba trabajosamente por el agua y el barro apartando los juncos con los brazos. Llegó a una oscura charca y vio que más allá de ésta había dos hombres del Vietcong con los AK listos para disparar. Se encontraba a menos de quince metros de ellos y le fue posible distinguir las facciones de aquellos jóvenes rostros; eran poco más que chiquillos.
Alzaron las armas y la joven se dispuso a morir. En aquel momento sonó un terrible grito y Cazalet salió de entre los juncos disparando desde la cadera. Ambos soldados cayeron al agua acribillados.
Unas voces sonaron en las proximidades y Cazalet ordenó:
—No diga nada.
Volvió a meterse entre los juncos y ella lo siguió. Tras recorrer unos cientos de metros, Cazalet dijo:
—Aquí estaremos bien.
Se encontraban al borde de los arrozales, protegidos aún por los juncos. Un pequeño montículo se alzaba por encima del agua. Cazalet la obligó a acuclillarse junto a él.
—Está usted empapada en sangre. ¿Dónde la hirieron?
—La sangre no es mía. Traté de ayudar a la mujer que se sentaba junto a mí.
—Usted es francesa.
—Exacto. Me llamo Jacqueline de Brissac.
—Yo soy Jake Cazalet y me gustaría decir que es un placer conocerla —dijo él en francés.
—Excelente —dijo Jacqueline—. Usted no aprendió a hablar así en el colegio.
—No. A los dieciséis años pasé un año en París. Mi padre trabajaba en la embajada. —Sonrió—. Todos los idiomas que conozco los aprendí del mismo modo. Mi padre no dejaba de ir de un lado a otro.
La joven tenía el rostro manchado de barro y el cabello enmarañado; trató de alisárselo.
—Debo de estar hecha un adefesio —dijo con una sonrisa.
Jake Cazalet se enamoró instantánea y gloriosamente de ella. ¿Cómo lo llamaban los franceses? ¿El trueno? Era exactamente como le habían contado. Igualito a como lo describían los poetas.
—¿Vamos a morir? —preguntó la joven, escuchando las voces que sonaban próximas.
—No. El helicóptero de evacuación médica en el que yo me dirigía a Katum ha ido a avisar a la caballería. Si no nos dejamos ver, tal vez vivamos para contarlo.
—Qué cosa tan extraña. Acabo de estar en Katum.
—Dios bendito, ¿y qué hacía allí? Ésa es la zona de guerra.
Tras un momento de silencio, ella respondió:
—Buscaba a mi marido.
Cazalet sintió un enorme vacío en el estómago y tragó saliva.
—¿Su marido?
—Sí. El capitán Jean de Brissac, de la legión extranjera francesa. Hace tres meses se encontraba en la zona de Katum con un grupo de veinte investigadores de las Naciones Unidas.
Qué sensación tan extraña. Pena, simpatía... ¿No sería también alivio?
—Creo que algo de eso oí —dijo lentamente—. ¿No resultaron todos...?
—Sí —murmuró ella—. Fueron víctimas de un ataque. El Vietcong utilizó granadas de mano. Los cadáveres quedaron irreconocibles, pero encontré la guerrera de mi esposo manchada de sangre y sus documentos. No cabe duda de que era él.
—Entonces, ¿qué hace usted aquí?
—Digamos que vine en peregrinación. Además, tenía que estar segura.
—Me sorprende que le permitieran venir. Ella, con una leve sonrisa, respondió:
—Bueno, mi familia tiene mucha influencia política. Mi esposo era el conde de Brissac. Pertenecía a una vieja familia de militares. Con muchos contactos en Washington. Con muchos contactos en todas partes.
—O sea que es usted condesa.
—Me temo que sí.
Él sonrió.
—Bueno, si a usted no le importa, a mí tampoco.
Ella iba a decir algo, pero en aquel momento sonaron en las cercanías las voces de varios del Vietcong hablando entre ellos. Cazalet gritó algo en vietnamita. Alarmada, Jacqueline quiso saber:
—¿Por qué ha hecho usted eso?
—Nos están buscando entre los juncos. Les he dicho que por aquí no había ni rastro de nosotros.
—Muy listo.
—No me dé las gracias a mí. Déselas a mi padre por el año que pasó en la embajada de Saigón.
—¿Allí también estuvo? —preguntó ella incapaz de contener una sonrisa.
—Sí, allí también.
Jacqueline movió la cabeza.
—Es usted un hombre sorprendente, teniente Cazalet. —Hizo una pausa—. Supongo que si salimos de aquí con vida, estaré en deuda con usted. ¿Querrá cenar conmigo?
Con una sonrisa, Jake replicó:
—Será un placer, condesa.
Se oyó un lejano rumor de rotores y no tardaron en ser visibles varios helicópteros de combate Huey Cobra. Cazalet sacó del bolsillo dos bengalas, una roja y otra verde, y las disparó hacia el cielo. Las voces de los del Vietcong comenzaron a alejarse. Cazalet cogió de la mano a su compañera.
—La caballería llega en el último momento, como en las películas. Ya está usted a salvo.
La mano de Jacqueline se cerró en torno a la de Cazalet y ambos corrieron por el arrozal en dirección al lugar en que se había posado uno de los helicópteros.
El Excelsior de Saigón era un hotel que databa de la época colonial francesa y su restaurante, situado en el primer piso, una delicia. Un refugio en el que resultaba posible olvidarse de la guerra. Manteles blancos, servilletas de hilo, cubertería de plata, velas en las mesas. Cazalet aguardaba en el bar. Vestía uniforme tropical, en el que los galones de las medallas ponían una nota de color. El joven sentía un nerviosismo que llevaba años sin experimentar. En su vida había habido mujeres, pero nunca una que lo impresionara hasta el extremo de plantearse la posibilidad de una relación duradera.
Cuando Jacqueline entró en el bar, a Cazalet le dio un vuelco el corazón. La joven vestía un sencillo conjunto blanco bordado con cuentas. Llevaba el pelo recogido con un lazo de terciopelo y apenas se había puesto maquillaje. Lucía un par de pulseras y un anillo de brillantes junto a la alianza. Todo en ella era sobriedad y elegancia. El maitre vietnamita se dirigió presuroso hacia ella y en un francés correcto la saludó:
—Es un gran placer, condesa —dijo besándole la mano—. El teniente Cazalet la aguarda en el bar. ¿Desean sentarse ya?
Jacqueline sonrió y saludó con la mano a Jake, quien se aproximó.
—Sí, creo que sí. Tomaremos una botella de Dom Pérignon. Tenemos algo que celebrar.
—¿Puedo preguntarle qué, condesa?
—Sí. Celebramos seguir vivos.
El vietnamita se echó a reír y los condujo hasta una mesa situada en un rincón de la galería exterior. Una vez los dos se hubieron sentado, les dijo:
—Ahora les traen el champán.
—¿Le importa que fume? —le preguntó Jacqueline a Cazalet.
—No, si yo también puedo hacerlo —respondió, y se inclinó sobre la mesa para darle fuego a su compañera al tiempo que le decía—: Está usted fantástica.
Ella se quedó unos momentos muy seria y luego volvió a sonreír.
—Y usted muy atractivo. Hábleme de usted. ¿Es militar de carrera?
—No. Me presenté voluntario para un período de servicio de dos años.
—O sea que está usted aquí por gusto. ¿Cómo fue eso?
—Creo que se debió a la vergüenza. Me libré del reclutamiento porque estaba en la universidad. Luego pasé a la Facultad de Derecho de Harvard. —Se encogió de hombros—. Ocurrieron ciertas cosas que me impulsaron a alistarme.
Llegó un camarero con el champán y los menús. Ella se echó hacia atrás en su silla.
—¿Qué cosas fueron ésas?
El le explicó el incidente de la cafetería y las consecuencias que tuvo.
—Así que aquí estoy.
—¿Y el muchacho manco?
—¿Teddy Grant? Está bien. Siguiendo sus estudios en la Facultad de Derecho. Lo vi la última vez que estuve en casa de permiso. Ahora, durante las vacaciones, Teddy trabaja para mi padre. Teddy es un chico listo, muy listo.
—¿Su padre es diplomático?
—Más o menos. Es un brillante abogado que en tiempos trabajó para el Departamento de Estado. Ahora es senador. Ella alzó las cejas.
—¿Y qué opinó de que se alistara?
—Encajó bien el golpe. Me pidió que volviera de una pieza y empezara de nuevo. Durante mi último permiso, él estaba haciendo campaña. La verdad es que no le viene nada mal tener a un hijo en el Ejército.
—Y un hijo que, además, es un héroe.
—Yo no he dicho eso.
—Sus medallas lo dicen por usted. Pero nos estamos olvidando del champán —dijo alzando su copa—. ¿Por qué brindamos?
—Como usted ha dicho, por haber salvado la vida.
—Entonces, por la vida.
—Y por la búsqueda de la felicidad —dijo brindando. Y después añadió—: ¿Cuándo piensa regresar?
—¿A París? —Jacqueline negó con la cabeza—. No tengo prisa. La verdad es que no sé qué voy a hacer ahora.
—¿Ahora que ya se ha librado de los fantasmas?
—Sí, supongo que eso es lo que he hecho. ¿Qué tal si pedimos la cena?
Jake Cazalet se sentía inmensamente feliz, tanto que más tarde ni siquiera recordaría lo que había cenado. Una pequeña orquesta comenzó a tocar y ellos se dirigieron a la pista y se pusieron a bailar. Jake jamás olvidaría lo ligera que sintió a Jacqueline entre sus brazos y lo embriagador que le resultó su perfume.
Y lo mucho que hablaron. Él no recordaba haber tenido una conversación como aquélla en toda su vida. Jacqueline quería enterarse de todo. Pidieron una segunda botella de champán y tomaron helado y café.
Jake le ofreció a su compañera otro cigarrillo y se retrepó en su silla.
—No deberíamos estar aquí. Deberíamos estar allí arriba, entre el fango.
Una sombra cruzó por el rostro de Jacqueline.
—¿Como Jean?
—Lo lamento —se disculpó Jake poniendo una mano sobre la mano de Jacqueline.
—No, la que lo lamenta soy yo —dijo ella sonriendo—. Le dije que ya me había librado de mis fantasmas y luego... Escuche, me gustaría dar una vuelta en uno de esos coches de caballos. ¿Querrá acompañarme?
—Temía que no me lo pidiera —respondió él echando hacia atrás su silla.
Las calles de Saigón eran tan ruidosas como de costumbre, y estaban atestadas de coches, motos y ciclistas. Había gente por doquier y muchachas en el exterior de los bares esperando clientes.
—Me pregunto qué hará esta gente cuando nosotros nos marchemos —comentó Cazalet.
—Cuando nosotros, los franceses, nos retiramos, supieron arreglárselas. La vida siempre sigue, de un modo u otro.
—No se olvide usted de eso —dijo él, y le estrechó la mano.
Jacqueline no se resistió, correspondió al apretón y miró hacia la calle.
—Me encantan las ciudades —dijo—, todas las ciudades. Sobre todo de noche. Por ejemplo, en París, por la noche, parece que cualquier cosa podría suceder a la vuelta de la siguiente esquina.
—Pero, generalmente, no sucede nada.
—Usted no es un verdadero romántico.
—Pues déme clases de romanticismo.
Entre las sombras, ella volvió el rostro hacia él y Jake la besó con gran suavidad pasándole un brazo por los hombros.
—Eres un hombre encantador, Jake Cazalet —dijo, y reposó la cabeza en su hombro.
En el Excelsior, Jacqueline recogió su llave de recepción y, sin decir nada, se la entregó a Jake y comenzó a subir por la amplia escalinata alfombrada. Se detuvo a esperarlo junto a la puerta de su suite. Cazalet abrió la puerta y, después de cederle el paso a su compañera, entró tras ella.
Jacqueline se dirigió al balcón y se asomó a la barandilla, que daba sobre la bulliciosa calle. Cazalet le rodeó la cintura con los brazos.
—¿Estás segura?
—Sí, claro que sí —respondió ella—. Como decíamos antes, la vida es para vivirla. Aguarda aquí unos momentos y luego pasa al dormitorio.
Cazalet estaba recostado en las almohadas fumando un cigarrillo. Había sido la experiencia más maravillosa de toda su vida, y Jacqueline dormía pacíficamente a su lado. Miró su reloj y lanzó un suspiro. Eran las cuatro, y a las ocho tenía que estar en la base para recibir instrucciones.
Se levantó de la cama sigilosamente y comenzó a vestirse.
—¿Ya te marchas, Jake? —le preguntó ella en un susurro.
—Estoy de servicio. Tengo una reunión importante. ¿Almorzamos juntos?
—Me encantará.
Se inclinó y la besó en la frente.
—Hasta luego, amor mío —dijo, y salió de la suite.
Se trataba de una reunión de Estado Mayor y Cazalet no podía dejar de asistir a ella. Su superior, el coronel Arch Prosser, se acercó a Jake mientras éste tomaba café.
—El general Arlington quiere hablar contigo —le dijo—. Una vez más, te has cubierto de gloria.
El general, un menudo y enérgico hombre de pelo blanco, le estrechó la mano.
—Me siento muy orgulloso de usted, teniente Cazalet, y su regimiento también. Lo que hizo el otro día fue auténticamente heroico. Y le interesará saber que no soy el único que piensa así. He recibido autorización para ascenderlo a capitán. —Alzó una mano y prosiguió—: Sí, ya sé que es usted muy joven, pero eso no importa. También he recomendado que se le conceda la cruz de Servicios Distinguidos.
—Me siento abrumado, señor.
—No tiene por qué. Se lo merece. Hace tres semanas, en una recepción de la Casa Blanca, tuve el placer de conocer a su padre. Estaba en plena forma.
—Me alegra saberlo, general.
—Me dijo que se sentía muy orgulloso de usted, y no le faltan motivos. Un joven de su clase podría haberse librado de Vietnam y, sin embargo, usted dejó Harvard y se alistó voluntario. Su patria se siente orgullosa de usted.
El general, tras afirmar vigorosamente con la cabeza, se alejó. Cazalet se volvió hacia el coronel Prosser.
—¿Puedo irme ya?
—No veo por qué no, capitán —respondió Prosser sonriendo—. Pero no salgas de la base sin pasar antes por el Departamento de Intendencia para que te pongan los galones de tu nueva graduación.
Jake estacionó su Jeep frente al Excelsior, entró en el hotel y, nervioso como un cadete, subió corriendo la escalera. Llamó a la puerta de la suite y Jacqueline le abrió. La joven, que tenía el rostro bañado en lágrimas, le rodeó el cuello con los brazos.
—Oh, Jake, gracias a Dios que has llegado. Me disponía a irme. No sabía si volvería a verte.
—¿Te vas? Pero... ¿por qué? ¿Qué ha sucedido?
—Han encontrado a Jean. ¡No está muerto, Jake! ¡Una patrulla lo encontró en la selva malherido! Esta mañana lo trajeron en helicóptero. Está en el hospital militar Mitchell. ¿Querrás llevarme?
Aunque la habitación giraba en torno a él, Jake respondió en tono mesurado:
—Sí, claro que sí. Tengo mi Jeep en la calle. ¿Necesitas algo más?
—No, Jake, sólo que me lleves.
Jacqueline ya estaba alejándose de él, como un barco con rumbo a otras aguas. A unas aguas que ya no eran las de Jake.
En el hospital, Jake miró a través del cristal de la puerta de la habitación privada y vio al hombre. Al capitán, conde Jean de Brissac, que yacía en la cama con un gran vendaje en la cabeza. Junto a él estaban Jacqueline y un médico. Ambos salieron juntos.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Jake.
—Tiene una rozadura de bala en la cabeza —respondió el médico—, y cuando lo encontraron estaba medio muerto de inanición, pero se recuperará. Son ustedes muy afortunados.
El médico se alejó y Jacqueline de Brissac sonrió entre las lágrimas.
—Sí que lo somos, ¿verdad? —La voz se le quebró—: Dios mío... ¿qué voy a hacer?
Él se sentía increíblemente calmado y sabía que Jacqueline necesitaba de su fortaleza. A la joven las lágrimas le corrían por el rostro, por lo que sacó el pañuelo y se las limpió con gentileza.
—Naturalmente, debes quedarte con tu marido.
Ella permaneció unos momentos inmóvil frente a él, mirándolo. Luego se volvió hacia la puerta de la habitación privada y la abrió. Cazalet fue por el corredor hasta el vestíbulo de entrada. En lo alto de la escalinata principal se detuvo a encender un cigarrillo.
—¿Sabes una cosa, Jake? Estoy orgullosísimo de ti —se dijo suavemente.
Y luego echó a andar a paso vivo en dirección a su coche, tratando de contener las lágrimas que pugnaban por brotarle de los ojos.
Cuando terminó su período de servicio, regresó a Harvard y concluyó su doctorado. Después se incorporó al bufete legal de su padre, pero la política lo atraía irremisiblemente. Primero fue miembro del Congreso y luego, a los treinta y cinco años, se casó con Alice Beadle, una mujer agradable y decente por la que él sentía un gran afecto. El padre de Jake había insistido en la boda, pues consideraba que había llegado el momento de que Jake tuviera descendencia. Pero la pareja no tuvo hijos. Alice, cuya salud nunca había sido buena, contrajo una leucemia que se prolongó durante años.
A lo largo de los años, Jake siguió con interés la carrera militar de Jean de Brissac, el cual llegó a ser general de división del ejército francés. Jacqueline era un recuerdo tan lejano que lo sucedido entre ellos le parecía un sueño. Después, De Brissac murió de un ataque al corazón. El New York Times publicó un obituario acompañado por una foto del general con Jacqueline. Al leer la esquela, Cazalet descubrió que la pareja sólo había tenido una hija, Marie. Le dio vueltas a la posibilidad de escribir una carta, pero al fin consideró preferible no hacerlo. Sería absurdo. Jacqueline no necesitaba turbadores ecos del pasado.
No, era mejor dejarla en paz...
Una vez elegido senador, todos lo consideraron un político de gran futuro y tuvo que hacer viajes al extranjero por asuntos gubernamentales. Normalmente, iba solo, pues Alice no estaba para ajetreos. Así que, cuando realizó un viaje oficial a París en 1989 volvió a encontrarse solo, salvo por la compañía de un abogado manco llamado Teddy Grant. Entre otras invitaciones recibió una para el baile presidencial. Cazalet estaba sentado al escritorio de su estudio en la suite del Ritz cuando Teddy la dejó delante de él.
—No puedes negarte. Es una función de asistencia obligada, como las de la Casa Blanca o las del palacio de Buckingham, sólo que ésta se celebra en el palacio del Elíseo.
—No tengo la más mínima intención de negarme —respondió Cazalet—. Y fíjate que pone «senador Jacob Cazalet y acompañante». Por esta noche, el acompañante serás tú, Teddy, así que ya te estás buscando una corbata negra.
—No creas que me importa ir contigo —dijo Teddy—. Champán, fresas y mujeres atractivas. Al menos para ti.
—Francesas atractivas, Teddy. Pero recuerda que yo ya no estoy para esas cosas. Ahora, lárgate de una vez.
El baile estuvo a la altura de lo esperado. Se celebró en un inmenso salón, en uno de cuyos extremos tocaba una orquesta. Parecía haber acudido todo el mundo: hombres atractivos, mujeres bellas, uniformes por doquier, dignatarios eclesiásticos con vestiduras talares púrpura o escarlata. Teddy fue en busca de más champán y Cazalet se quedó a solas junto a la pista de baile.
—¿Jake? —preguntó una voz.
Se volvió y se la encontró frente a él. La mujer lucía una pequeña tiara de diamantes y vestía un traje de noche de seda negra.
—Dios mío, eres tú, Jacqueline...
El corazón le dio un vuelco cuando la tomó por las manos. Seguía siendo tan hermosa que el tiempo parecía haberse detenido para ella.
—Ya sé que ahora eres senador —dijo Jacqueline—. He seguido tu carrera con gran interés. Aseguran que llegarás a presidente.
—Sí, y los burros vuelan —dijo y, tras una vacilación, añadió—: Lamento lo de la muerte de tu marido el año pasado.
—Sí, pero al menos fue rápida. Supongo que no se puede pedir más.
Teddy Grant apareció con una bandeja en la que había dos copas de champán. Cazalet le presentó a Jacqueline:
—Teddy, la condesa de Brissac... una antigua amiga.
—¿No será usted el Teddy Grant de la cafetería de Harvard? —preguntó ella con una sonrisa—. Estoy realmente encantada de conocerlo, señor Grant.
—Me temo que no sé de qué va esto —dijo Teddy.
—No te preocupes, Teddy. Ve a buscar otra copa de champán y luego te explico.
Teddy se fue desconcertado y Cazalet y Jacqueline se sentaron a la mesa más próxima.
—¿Tu esposa no te acompaña? —le preguntó ella.
—Alice lleva años luchando con la leucemia.
—Oh, cómo lo lamento.
—Es una mujer valerosa, pero la enfermedad domina su vida. Por eso no hemos tenido hijos. ¿Sabes...? Resulta irónico. Mi padre, que también murió el año pasado, me aconsejó que me casara con Alice porque consideraba que yo debía tener familia. La gente desconfía de los políticos que no la tienen.
—¿No estás enamorado de ella?
—Bueno, siento un gran afecto hacia Alice, pero... ¿amor? —Negó la cabeza—. No, eso sólo lo he sentido en una ocasión.
Ella lo tocó en el brazo.
—Lo lamento, Jake.
—Y yo también. Los dos salimos perdiendo, Alice, tú y yo. A veces pienso que yo, al no tener descendencia, fui el que salió peor parado.
—Pero sí la tuviste, Jake —dijo ella con voz suave.
El tiempo pareció detenerse para Cazalet.
—¿Qué quieres decir? —preguntó al fin.
—Mira hacia esa puerta que da a la terraza —dijo Jacqueline.
La muchacha tenía el pelo largo y vestía un sencillo vestido blanco. Por un sobrecogedor momento, a Jake la joven le pareció idéntica a su madre.
—Espero que no sea una broma —murmuró Cazalet.
—No, Jake. Sería una broma demasiado cruel. Fue concebida aquella noche en Saigón, y nació en París en 1970. Se llama Marie y está a mitad de su primer año en Oxford.
Jake no lograba apartar la vista de la muchacha.
—¿Lo sabía el general?
—El suponía que Marie era suya, o eso pensé yo hasta el final, cuando los médicos le dijeron lo mal que estaba su corazón.
—¿Y...?
—Parece que mientras se encontraba en el hospital de Vietnam, después de que lo encontraron perdido en la selva, alguien le envió una carta. En ella le decían que me habían visto con un oficial norteamericano, y que éste no había salido de mi suite hasta pasadas las cuatro de la mañana.
—¿Pero quién...?
—Un miembro del Estado Mayor, supongo. ¡Qué cosa tan mezquina! A veces me avergüenza pertenecer a la raza humana. Mi querido Jean debió de saberlo desde el principio, pues, antes de morir, firmó una declaración según las estipulaciones del código napoleónico, declarando oficialmente que él era el padre de Marie. Lo hizo para proteger la posición de Marie y su derecho al título nobiliario.
—¿Y ella no sabe nada?
—No. Y no quiero que se entere, ni tú tampoco debes quererlo, Jake. Tú eres un buen hombre, un hombre honorable; pero también eres político. El gran público norteamericano no ve con buenos ojos a los políticos que tienen hijas naturales.
—¡Pero las cosas no ocurrieron así! ¡Maldita sea, creíamos que tu marido había muerto!
—Jake, escucha. Todo el mundo dice que puedes llegar a presidente, pero no con un escándalo así pendiendo sobre tu cabeza. ¿Y qué me dices de Marie? ¿No te parece preferible dejarla con el recuerdo de su padre, el general? No, si no le decimos nada a Marie, sólo habrá dos personas en el mundo que estén al corriente del secreto, tú y yo. ¿De acuerdo?
Jake miró a la encantadora muchacha y se volvió de nuevo hacia Jacqueline.
—Sí —dijo—. Sí, tienes razón.
Ella le tomó la mano.
—Lo sé. Ahora... ¿quieres que te la presente?
—¡Dios mío, pues claro!
—Tiene tus ojos, Jake, y tu sonrisa. Ya verás —le dijo mientras lo conducía hacia ella.
Marie de Brissac se separó del joven y atractivo oficial con el que había estado hablando y, con una sonrisa, dijo:
—Mamá, ya te lo he dicho antes pero... con ese vestido estás fantástica.
Jacqueline la besó en ambas mejillas.
—Gracias, chérie.
—Este es el teniente Maurice Guyon —dijo Marie presentando a su acompañante—, de la legión extranjera francesa. Acaba de regresar de la campaña de Chad.
Guyon, muy castrense, muy correcto, se cuadró y besó la mano de Jacqueline.
—Un placer, condesa.
—Y ahora permítanme que les presente al senador Jacob Cazalet, de Washington. Somos buenos amigos.
—Encantado de conocerlo, senador —dijo Guyon con gran entusiasmo—. El año pasado leí un artículo sobre usted en el París Soir. Sus hazañas en Vietnam fueron admirables, señor. Una carrera muy notable.
—Muchas gracias, teniente —dijo Jake Cazalet—. Esas palabras, viniendo de alguien como usted, son sumamente halagadoras. —Se volvió y le cogió una mano a su hija—: ¿Me permite decirle que, lo mismo que su madre, está usted maravillosa?
La joven había estado sonriendo, pero de pronto la sonrisa dio paso a una expresión de desconcierto.
—Senador... ¿está seguro de que no nos hemos visto antes?
—Totalmente —respondió Jake sonriendo—. ¿Cómo iba a haber olvidado a alguien como usted? —Le besó la mano—. Ahora, si me disculpa, quisiera bailar con su madre.
Mientras evolucionaban por la pista, Cazalet le dijo a Jacqueline:
—Todo lo que me has dicho, todo, es cierto. Es una muchacha maravillosa.
—Siendo hija de quien es, ya puede.
Cazalet la miró con enorme ternura.
—¿Sabes, Jacqueline...? Creo que nunca he dejado de amarte. Si pudiera...
—Chss... —dijo ella, poniéndole un dedo en los labios—. Ya lo sé, Jake, ya lo sé. Pero debemos darnos por satisfechos con lo que tenemos. —Sonrió y añadió—: Y ahora, a mover los pies, senador...
No la volvió a ver. Pasaron los años, su esposa murió al fin a causa de la leucemia que llevaba años atormentándola y Cazalet sólo supo lo que había sido de Jacqueline gracias a un encuentro fortuito con el embajador francés durante una fiesta en Washington, tres años después de la guerra del Golfo. Teddy y Cazalet se tropezaron con él en el jardín de la Casa Blanca.
—Creo que no está de más felicitarlo, senador —comentó el embajador—. Tengo entendido que la candidatura presidencial está a su alcance y no tiene más que pedirla.
—Eso resulta un poco prematuro —dijo Jake—. El senador Freeman puede decidir presentarse.
—No le haga caso, señor embajador, la cosa está hecha —dijo Teddy.
—Y si usted lo dice, tendré que creerlo. —El embajador se volvió hacia Cazalet—: A fin de cuentas, como todo el mundo sabe, Teddy es su éminence grise.
—Sí, supongo que sí —dijo Jake sonriendo. Luego, sin saber por qué, quizá por la música, siguió—: Escuche, embajador, hay una amiga a la que llevo años sin ver. La condesa de Brissac. ¿La conoce?
Una extraña expresión apareció en el rostro del embajador. Luego comentó:
—Mon Dieu, me olvidaba. Usted le salvó la vida en Vietnam.
—Qué demonios, yo también lo había olvidado —dijo Teddy—. Eso fue lo que te valió la cruz de Servicios Distinguidos.
—¿No han permanecido ustedes en contacto? —preguntó el embajador.
—La verdad es que no.
—La hija estaba prometida con un capitán apellidado Guyon, un excelente muchacho. Conozco a su familia. Lamentablemente, lo mataron en el Golfo.
—Cómo lo lamento. ¿Y la condesa?
—Tiene cáncer, amigo mío. Según me dijeron, se encuentra al borde de la muerte. Una verdadera lástima.
—Tengo que salir de aquí cuanto antes —le dijo Cazalet a Teddy caminando a paso vivo por un corredor de la Casa Blanca—. Llama a nuestra embajada en París, y averigua cuál es el actual estado de la condesa de Brissac, y luego telefonea al aeropuerto y diles que preparen el Gulfstream para volar a París.
La muerte de su madre, que se produjo un par de años atrás, le había convertido en un hombre muy acaudalado. A causa de su interés por la política, él se limitó a colocar el dinero en un fondo anónimo de inversiones y dejó que fueran otros quienes se ocupasen de sus finanzas. Sin embargo, la fortuna le concedió muchos privilegios, y el reactor privado Gulfstream era uno de ellos.
Teddy se puso a hablar por su teléfono móvil y, cuando ya estaban llegando a la limusina, anunció:
—Han quedado en que me llamarán.
Se acomodaron en la parte posterior del coche y Teddy corrió la partición de cristal que los separaba del chofer.
—¿Problemas, Jake? ¿Algo que yo deba saber?
Cazalet hizo algo que no solía hacer durante el día: abrió el mueble bar y sacó un vaso.
—Sírveme un whisky, Teddy.
—¿Te encuentras bien, Jake? —preguntó Teddy inquieto.
—Estupendamente. La única mujer a la que he amado está muriéndose de cáncer y mi hija se encuentra sola, así que dame un whisky.
Teddy Grant sirvió la bebida con ojos muy abiertos.
—¿Tu hija, Jake?
Cazalet tomó el vaso y lo vació de un trago.
—Esto es lo que necesitaba —dijo, y procedió a contárselo todo a Teddy.
Al final, el apresurado vuelo trasatlántico resultó inútil, pues Jacqueline de Brissac había muerto hacía dos semanas. Se perdieron el funeral por cinco días. Cazalet parecía moverse a cámara lenta y fue Teddy el que se ocupó de todo.
—Recibió sepultura en el panteón de la familia De Brissac, que se encuentra en un cementerio de Valence —dijo apartándose del teléfono de la suite que ambos compartían en el Ritz.
—Gracias, Teddy. Iremos a visitar la tumba.
Cazalet parecía haber envejecido diez años cuando se acomodó en el asiento de la limusina. Teddy Grant se preocupaba más por él que por ninguna otra persona en el mundo, más incluso que por su compañero de toda la vida, que era profesor de física en Yale.
Cazalet era el hermano que Teddy nunca tuvo, el hombre que se interesó por su carrera desde el incidente en la cafetería de Harvard, el que le consiguió un empleo en el bufete legal de la familia. Cuando Jake le propuso convertirse en su ayudante personal, Teddy aceptó inmediatamente.
Una vez, durante una reunión de un comité del Senado, Teddy permaneció junto a Cazalet aconsejándolo y asesorándolo. Más tarde, uno de los oficiales de enlace con la Casa Blanca más antiguos abordó a Cazalet furioso.
—Escuche, senador, me parece muy mal que ese pequeño chupapollas asista a las reuniones de trabajo. Yo nunca solicité que hubiera maricones en el comité.
La habitación quedó en silencio. Jake Cazalet dijo:
—Teddy Grant se graduó magna cum laude en la Facultad de Derecho de Harvard —dijo Jake—. En Vietnam lo condecoraron con la estrella de bronce al Valor en Combate y con la cruz vietnamita al Valor. También dio un brazo por su patria. —Y, con una expresión terrible añadió—: Pero, sobre todo, es amigo mío, y sus gustos sexuales son asunto única y exclusivamente suyo.
—Escuche... —comenzó el otro.
—No, el que tiene que escuchar es usted. No pienso seguir en el comité. Vamonos, Teddy.
Al final, cuando el presidente se enteró de lo ocurrido, fue el oficial de enlace con la Casa Blanca y no Jake Cazalet el que abandonó el comité. Teddy nunca olvidó el incidente.
En el cementerio llovía y en el aire flotaba una ligera neblina. Había una pequeña ventanilla de atención al público atendida por un funcionario, donde Teddy preguntó por la ubicación de la tumba. Regresó con un pedazo de papel y una única rosa envuelta en celofán. Montó en el coche y le dijo al conductor:
—Suba por el camino y al final tuerza a la izquierda. Allí nos apearemos.
No le dijo nada a Cazalet, que parecía cansado y tenso. El cementerio era viejo y estaba atestado de lápidas y panteones góticos. Cuando se apearon, Teddy desplegó un paraguas negro:
—Por aquí.
Siguieron un angosto sendero y Teddy volvió a consultar el papel.
—Aquí es, senador —dijo en tono extrañamente formal.
El recargado panteón estaba coronado por un ángel de la muerte. Una arcada conducía a un pequeño porche al que se abría una puerta de roble con bandas de hierro y una placa con el apellido De Brissac.
—Me gustaría quedarme solo, Teddy —dijo Cazalet.
—Desde luego.
Teddy le entregó la rosa y volvió a meterse en la limusina.
Jake entró en el porche y se detuvo frente a la puerta. Había una tablilla con los nombres de los miembros de la familia que allí reposaban, pero el del general aparecía en una tablilla aparte. El nombre Jacqueline de Brissac, recién escrito con letras de oro, figuraba bajo el de su marido.
Jake sacó la rosa de su envoltorio, la besó y la colocó en uno de los floreros. Luego se sentó en un banco de piedra y lloró como nunca en su vida había llorado.
Un poco más tarde —a Cazalet le resultó imposible saber cuánto tiempo había pasado—, sonaron pasos sobre la gravilla y él alzó la cabeza. Ante él vio a Marie de Brissac, con una chaqueta Burberrys y un pañuelo cubriéndole la cabeza. Llevaba una rosa como la de Jake, y Teddy Grant permanecía junto a ella, protegiéndola con el paraguas.
—Disculpa, senador. Esto ha sido idea mía. Pensé que ella debía saberlo.
—No te preocupes, has hecho bien, Teddy —dijo Cazalet profundamente emocionado; el corazón le latía con fuerza.
Teddy regresó a la limusina y Marie y Jake se miraron.
—No te enfades con él —dijo la muchacha—. Yo... Bueno, yo ya estaba enterada. Mi madre me lo dijo cuando cayó enferma, a los dos años de que tú y yo nos conocimos en el baile. Dijo que ya era hora de que yo lo supiera.
Marie colocó su rosa en otro de los floreros.
—Aquí tienes, mamá —dijo con voz suave—. Una rosa de cada una de las personas que más te quisieron en el mundo. —Se volvió hacia Jake y sonrió—. Bueno, aquí estamos, papá.
Cazalet se echó de nuevo a llorar y ella lo abrazó.
Más tarde, se sentaron en el banco y se cogieron de la mano.
—Quiero arreglar las cosas —dijo Jake—. Debes permitirme que te reconozca.
—No —replicó ella—. Mamá se mostró muy firme en eso, y yo opino como ella. Eres un gran senador y, como presidente de Estados Unidos, podrás hacer grandes cosas. No podemos permitir que nada eche a perder eso. Una hija ilegítima es lo último que necesitas. Tus rivales políticos te despedazarían.
—Que se vayan a la mierda.
Ella se echó a reír.
—Bonito lenguaje para un futuro presidente. No, lo que digo es lo mejor. Sólo tú y yo lo sabremos. La tapadera perfecta.
—Y Teddy.
—Ah, sí, es encantador. Un hombre magnífico y un gran amigo tuyo. Mi madre me habló de él. No debes sentirte molesto porque hablara conmigo.
—No estoy molesto.
—Acérquese, Teddy —le llamó Marie.
Teddy Grant se apeó de la limusina y fue junto a ellos.
—Lo lamento, Jake.
—Hiciste bien, Teddy, y te lo agradezco; pero ella no quiere que el asunto se haga público. Dile que comete un error.
—No, mucho me temo que tiene razón. Podrías echar a perder tu carrera. La oposición convertiría esto en algo muy sucio. La política es así.
A Jake le sangraba el corazón, pero en el fondo sabía que ellos estaban en lo cierto.
—Muy bien —dijo Cazalet volviéndose hacia Marie—. Pero debemos vernos regularmente y con frecuencia.
Ella sonrió y miró a Teddy con las cejas alzadas.
—Lo lamento, Jake, pero habría habladurías —dijo Teddy—. La prensa se te echaría encima. Creerían que tenías una nueva novia.
Cazalet dejó caer los hombros y Marie le tocó suavemente el rostro.
—Quizá podamos vernos de cuando en cuando, en algún evento público. Ya sabes...
—Dios mío, esto es dolorosísimo —dijo Jake.
—Tú eres mi padre y yo te quiero. Y mi cariño no se debe a que fueras el joven y glorioso héroe de guerra que le salvó la vida a mi madre en una remota ciénaga vietnamita. Lo que admiro es la decencia y la entereza de un hombre que supo ocuparse de su esposa hasta el final de su larga enfermedad. Te quiero, Jake Cazalet, por lo que eres, y me alegro enormemente de ser tu hija.
Abrazó con más fuerza a su padre y miró a Teddy, que tenía lágrimas en los ojos.
—Cuídelo, Teddy. Ahora me voy.
Marie salió a la lluvia y echó a andar con paso rápido.
—Dios mío, Teddy, ¿qué voy a hacer? —dijo Jake Cazalet con voz quebrada.
—Tienes que conseguir que se sienta orgullosa de ti, senador. Llegarás a ser el mejor presidente que ha tenido nuestro país. Ahora vamonos.
Mientras caminaban hacia la limusina, Cazalet comentó:
—Kennedy tenía razón. El que crea que en la vida hay justicia es que ha sido muy mal informado.
—Desde luego, senador, la vida es una mierda, pero es lo único que tenemos —dijo Teddy mientras se acomodaban en la limusina—. Ah, por cierto, acaban de llamarme al móvil. El senador Freeman ha decidido no presentarse. La candidatura es tuya. Allá vamos.