CAPÍTULO 7

Nikolai Belov era un hombre bastante bien parecido, de algo más de cincuenta años de edad, con el rostro ligeramente carnoso de una persona que se dedica a las cosas buenas de la vida con más intensidad de la conveniente para su salud; un buen marxista que vestía un abrigo y un traje oscuro cortados en Savile Row, en Londres. Su cabello plateado y su postura decadente le daban el aspecto de un actor maduro y distinguido, más que el de un coronel del KGB.

Su viaje a Lyon no habría podido considerarse en modo alguno como un negocio importante, pero aun así le fue posible llevar con él a su secretaria, Irana Vronsky. Dado que desde hacía varios años era también su amante, ello significaba que disfrutó de un par de días sumamente placenteros, aunque el placer se desvaneció rápidamente cuando regresó a la embajada soviética y descubrió la situación que le aguardaba.

Apenas había entrado en su despacho cuando apareció Irana.

—Ha llegado un comunicado urgente y personal del KGB de Moscú.

—¿Quién lo envía?

—El general Maslovsky.

La simple mención del nombre bastó para que se pusiera en pie al momento. Salió de su despacho, y la mujer le siguió hasta la oficina de cifra, donde la operadora localizó rápidamente la cinta en cuestión. Belov tecleó su código personal, la máquina se puso en funcionamiento, la operadora arrancó la hoja de la impresora y se la entregó. Belov la leyó y profirió un juramento en voz baja. En seguida, sujetó a Irana por el codo y la condujo hacia la puerta.

—Llama al teniente Shepilov y al capitán Turkin. Que dejen inmediatamente lo que estén haciendo.

Belov estaba sentado ante su escritorio, lleno de papeles, cuando se abrió la puerta e Irana Vronsky hizo pasar a Tanya, Natasha Rubenova, Shepilov y Turkin. Belov conocía bien a Tanya. Hacía ya varios años que su destino oficial en la embajada era el de agregado cultural. A causa de esta cobertura, había tenido que acompañarla a fiestas en más de una ocasión.

Se puso en pie.

—Me alegro de verla.

—Exijo saber qué está pasando aquí —comenzó ella apasionadamente—. Estos matones me han secuestrado en plena calle y…

—Estoy seguro de que el capitán Turkin se ha limitado a cumplir sus órdenes del modo que ha considerado conveniente. —Belov se volvió hacia Irana—. Ya puede hacer esa llamada a Moscú. —Luego, dirigiéndose otra vez a Tanya, prosiguió—: Cálmese, por favor, y tome asiento. —Ella permaneció de pie, en un gesto de rebeldía, y miró de soslayo a Shepilov y Turkin, que esperaban junto a la pared con sus manos enguantadas cruzadas sobre el pecho—. Por favor —repitió Belov.

Tanya se sentó y él le ofreció un cigarrillo. Su agitación era tal que lo aceptó, y Turkin se adelantó silenciosamente para darle fuego. Su encendedor no sólo era de Cartier, sino también de oro macizo. Aspiró una bocanada, y el humo se le pegó a la garganta haciéndola toser.

—Ahora, dígame que ha hecho esta mañana —le pidió Belov.

—He dado un paseo hasta el jardín de las Tullerías.

El cigarrillo era una ayuda que contribuía a calmarla. Había recobrado el dominio, y eso significaba que podía luchar.

—¿Y luego?

—He estado en el Louvre.

—¿Con quién ha hablado?

Era una pregunta directa, calculada para provocar una respuesta automática. Para su propia sorpresa, Tanya se encontró contestando tranquilamente:

—Iba sola. No me acompañaba nadie. ¿Acaso no ha quedado claro?

—Sí, ya lo sé —respondió él, pacientemente—. Pero ¿no ha hablado con nadie en el museo? ¿Nadie le ha dirigido la palabra?

Tanya esbozó una sonrisa.

—¿Quiere decir si alguien ha tratado de ligar conmigo? No he tenido esa suerte. Considerando la fama que tiene, París puede resultar muy decepcionante. —Aplastó el cigarrillo—. Oiga, Nikolai, ¿qué ocurre? ¿No puede decírmelo?

Belov no tenía ningún motivo para no creerla. La noche anterior, en efecto, se ausentó sin justificación. De haber permanecido en París, habría recibido las órdenes de Maslovsky inmediatamente y no habría permitido que Tanya abandonara su suite del Ritz en toda la mañana. Desde luego, no sin ir acompañada.

Se abrió la puerta y volvió a entrar Irana.

—El general Maslovsky en la línea uno.

Belov descolgó el teléfono y Tanya trató de arrebatárselo.

—Déjeme hablar con él.

Belov lo apartó de su alcance.

—Belov al habla, general.

—¡Ah, Nikolai! ¿La tiene ahí con usted?

—Sí, general.

El hecho de que Belov prescindiera del «camarada» daba la medida de su amistad.

—¿Está protegida? ¿No ha hablado con nadie?

—Así es, general.

—¿Ese tal Devlin no ha tratado de establecer contacto con ella?

—Parece que no. Hemos buscado su ficha en el ordenador. Fotografías, todo. Si intenta acercarse, lo sabremos.

—Excelente. Páseme a Tanya.

Belov le tendió el teléfono y ella casi lo arrancó de sus manos.

—¿Papá?

Hacía muchos años que lo llamaba así, y la voz que respondió era tan cálida y amable como siempre:

—¿Estás bien?

—Intrigada —contestó ella—. Nadie quiere decirme qué está pasando.

—Basta con que sepas que, por razones que ahora no vienen al caso, te has visto implicada en un asunto que afecta a la seguridad del Estado. Un asunto muy grave. Debes volver a Moscú lo antes posible.

—¿Y mi gira?

De pronto, la voz del otro extremo de la línea se volvió fría, inexorable y distante.

—Cancelada. Esta noche actuarás en el conservatorio según lo previsto. De todos modos, el primer vuelo directo a Moscú sale mañana por la mañana. La prensa recibirá una explicación adecuada. La vieja lesión de la muñeca vuelve a darte problemas. Necesitas seguir en tratamiento. Creo que bastará con eso.

Durante toda su vida, o así se lo parecía, Tanya había seguido sus indicaciones y le había permitido que dirigiera su carrera, consciente de que a Maslovsky le movía un verdadero cariño, pero aquello era nuevo para ella.

Volvió a intentarlo.

—¡Pero papá…!

—Ya hemos hablado bastante. Harás lo que te digan y obedecerás en todo al coronel Belov. Dile que se ponga.

Ella entregó el teléfono a Belov sin decir nada, con mano temblorosa. Nunca le había hablado así. ¿Acaso ya no era su hija? ¿No era, entonces, más que otro ciudadano soviético al que podía dar las órdenes que le pluguiera?

—Aquí Belov, general. —Escuchó durante unos instantes y luego asintió—. No hay problema. Puede confiar en mí.

Colgó el teléfono y abrió una carpeta que tenía sobre el escritorio. La foto que sacó de ella para enseñársela era de Liam Devlin, quizá unos años más joven, pero inconfundible.

—Este hombre es irlandés. Se llama Liam Devlin, un profesor universitario de Dublín con la reputación de poseer cierto encanto irlandés. Sería un error tomarlo a la ligera. Ha formado parte del Ejército Republicano Irlandés durante toda su vida de adulto. En otra época, ocupó un importante cargo dirigente. También es un pistolero experto e implacable que ha matado muchas veces. De joven, actuaba como el verdugo oficial de su grupo.

Tanya respiró hondo.

—¿Y qué tiene que ver conmigo?

—Eso no debe preocuparla. Basta con que sepa que le gustaría mucho hablar con usted, y que nosotros no podemos en modo alguno permitirlo. ¿No es así, capitán?

Turkin no mostró ninguna expresión.

—En efecto, coronel.

—Por tanto —prosiguió Belov—, la camarada Rubenova y usted regresarán inmediatamente al Ritz, acompañadas por el teniente Shepilov y el capitán Turkin. No volverá a salir del hotel hasta el concierto de esta noche, y ellos la acompañarán también al conservatorio. Yo asistiré al concierto y a la recepción que ofreceremos luego. Acudirán el embajador y el propio presidente de la República, monsieur Mitterrand. Su presencia es el único motivo por el que no cancelamos el concierto. ¿Hay algo que no comprenda?

—No —replicó ella fríamente, con rostro pálido y contraído—. Lo entiendo todo demasiado bien.

—Perfectamente —asintió—. Ahora, vuelva al hotel y procure descansar.

Tanya se puso en pie y Turkin le abrió la puerta, con una leve sonrisa torcida en los labios. Ella pasó rozándole, seguida de la muy asustada Natasha Rubenova, y Shepilov y Turkin salieron detrás de ellas.

En Kilrea, hacía poco rato que Devlin había llegado a su casa. No tenía una criada fija; solamente una anciana señora que acudía un par de veces por semana para poner un poco de orden y lavar la ropa, pero él lo prefería así. Puso agua para el té sobre el fogón, regresó a la sala y preparó rápidamente el fuego. Estaba sosteniendo la cerilla cuando sonó un golpecito en el ventanal y se volvió para descubrir a McGuiness esperando fuera.

Devlin se apresuró a abrirle.

—Has sido rápido. Acabo de llegar.

—Eso me dijeron cuando aún no hacía cinco minutos que habías aterrizado. —McGuiness estaba colérico—. ¿Qué pasa, Liam? ¿Qué está ocurriendo?

—¿Qué quieres decir?

—Primero, Levin y Billy, y ahora han encontrado a Mike Murphy en el Liffey con dos balas en el cuerpo. Tiene que haber sido Cuchulain. Tú y yo lo sabemos, pero ¿cómo puede haberlo sabido él?

—No puedo contestar a esa pregunta. —Devlin sacó un par de vasos y la botella de Bushmills, y los llenó—. Bebe esto y tranquilízate.

McGuiness tomó un sorbo.

—Tiene que haber una filtración en Londres. Todo el mundo sabe que el servicio de inteligencia británico está plagado de espías soviéticos desde hace años.

—Estás exagerando, pero algo hay de verdad en lo que dices —admitió Devlin—. Como ya te he explicado, Ferguson cree que la filtración es cosa vuestra.

—Al diablo con Ferguson. Propongo que vayamos a por Cherny y lo hagamos cantar.

—Es posible —respondió Devlin—, pero antes querría ver qué dice Ferguson al respecto. Concédeme un día más.

—De acuerdo —aceptó McGuiness, no de muy buen grado—. Mantendré el contacto, Liam. Un estrecho contacto.

Y salió por donde había entrado.

Devlin se sirvió otro whisky y permaneció sentado, saboreándolo y pensando. Al cabo de un rato, cogió el teléfono. Iba a marcar un número, pero cambió de idea. Colgó el auricular, sacó de su escritorio la caja de plástico negro y la conectó. No observó respuesta positiva en el teléfono ni en ningún otro lugar de la habitación.

—O sea —murmuró en voz baja—, que se trata de Ferguson o de McGuiness. La cosa está entre ellos dos.

Marcó el número de Cavendish Square y contestaron inmediatamente.

—Fox al habla.

—Hola, Harry. ¿Está ahí Ferguson?

—Ahora no. ¿Cómo te fue en París?

—La chica es simpática. Me gustó. Bastante confusa. Solamente pude exponerle los hechos. Le entregué el material que trajo vuestro correo. Se lo quedó, pero yo no me sentiría demasiado optimista.

—Yo nunca he tenido muchas esperanzas —respondió Fox—. ¿Crees que podrás suavizar las cosas en Dublín?

—McGuiness ya ha venido a verme. Quiere secuestrar a Cherny y presionarle un poco al viejo estilo.

—Puede que sea la mejor solución.

—¡Dios mío, Harry! Belfast te dejó marcado. Pero quizá tengas razón. Le he pedido que esperase un día. Si quieres algo de mí, me encontrarás aquí. Otra cosa: también le di mi tarjeta a la chica. Me dijo que era un romántico fracasado, Harry. ¿Has oído alguna vez cosa igual?

—Haces una imitación convincente, pero a mí no me has engañado nunca.

Fox se echó a reír y colgó el auricular. Devlin siguió un rato sentado, con el ceño fruncido. De pronto, volvió a sonar una llamada en el ventanal. Lo abrió y entró Cussane.

—Harry —dijo Devlin—, el cielo te envía. Como te he dicho con frecuencia, tú preparas los mejores huevos revueltos del mundo.

—Los halagos no te servirán de nada. —Cussane se sirvió un vaso de whisky—. ¿Cómo te ha ido en París?

—¿París? —contestó Devlin—. Sólo estaba bromeando, Harry. He estado en Cork. Asuntos de la universidad relacionados con el festival cinematográfico. Tuve que quedarme a pasar la noche, y acabo de llegar. Estoy muerto de hambre.

—Muy bien —replicó Harry Cussane—. Prepara la mesa y yo me encargaré de los huevos.

—Eres un buen amigo, Harry —observó Devlin.

Cussane se detuvo ante la puerta.

—¿Y por qué no, Liam? Hace ya mucho que nos conocemos.

Le dirigió una sonrisa y entró en la cocina.

Tanya se había sumergido en un baño caliente, con la esperanza de que la ayudaría a relajarse. Sonó un golpecito en la puerta y entró Natasha.

—¿Café?

—Gracias.

Tanya se recostó en la bañera llena de agua cálida y espumosa y empezó a beber lentamente su café. Natasha acercó un pequeño taburete y tomó asiento.

—Has de ser muy cuidadosa, pequeña. ¿Me comprendes?

—Es curioso —comentó Tanya—. Nadie me había dicho nunca que me mostrara cuidadosa.

Entonces se le ocurrió pensar que siempre había vivido resguardada del frío; siempre, al menos, desde aquella pesadilla de Drumore que sólo recordaba en sueños. Maslovsky y su esposa habían sido unos buenos padres. Nunca le había faltado nada. En una sociedad marxista que, en los grandes días de Lenin y la Revolución, había tenido como objetivo entregar todo el poder al pueblo, el poder se había convertido rápidamente en prerrogativa de unos pocos.

La Rusia soviética se había transformado en una sociedad elitista donde toda la importancia radicaba en «quién» era uno, no en «qué» era. Y ella, para todos los fines prácticos, era la hija de Ivan Maslovsky. Por eso habitaba la mejor vivienda, asistió a las escuelas más selectas y su talento fue cuidadosamente cultivado. Cuando cruzaba Moscú hacia su casa de campo, iba en una limusina con chófer, que circulaba por el carril reservado a las más altas personalidades de la jerarquía. Las exquisiteces que adornaban su mesa y la ropa con que se vestía únicamente podían adquirirse en el GUM por medio de una tarjeta especial.

En realidad, nunca prestó atención a todo eso, como tampoco a los juicios de disidentes condenados al Gulag. Lo había ignorado todo, al igual que ignoró la realidad aún más cruda de Drumore, con su padre muerto en la calle y Maslovsky al frente de todo.

—¿Te encuentras bien? —inquirió Natasha.

—Naturalmente. Acércame la toalla. —Tanya la envolvió en tomo a su cuerpo—. ¿Te has fijado en el encendedor que ha usado Turkin para darme fuego?

—¿El encendedor? No, no me he fijado.

—Un Cartier de oro macizo. ¿Qué dijo Orwell en aquel libro suyo? Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros.

—Por favor, querida. —Natasha estaba visiblemente agitada—. No debes decir cosas así.

—Tienes razón. —Tanya sonrió—. Estoy enfadada, eso es todo. Creo que intentaré dormir un rato. Debo estar descansada para el concierto de esta noche. —Pasaron a la habitación contigua y Tanya se metió en la cama, todavía envuelta en la toalla—. ¿Siguen ahí?

—Sí.

—Voy a dormir.

Natasha cerró las cortinas y salió del cuarto. Tanya se quedó inmóvil en la oscuridad, pensando en muchas cosas. Los sucesos de las últimas horas habían sido inquietantes por sí mismos, pero, curiosamente, lo más significativo era el modo en que la habían tratado. Tanya Voroninova, artista de renombre internacional, que había recibido la Medalla de la Cultura de manos del propio Brezhnev, sintió sobre ella todo el peso de la mano del Estado. Lo cierto era que durante toda su vida ella había sido alguien gracias a Maslovsky. Y aquel día se le había hecho entender que, en último término, sólo era otra cifra.

Ya era suficiente. Encendió la lámpara de cabecera, abrió su bolsa y sacó el paquete que Devlin le había entregado. El pasaporte británico era excelente; expedido, según indicaba la fecha, tres años antes. Había un visado para Estados Unidos, donde estuvo en dos ocasiones. También había entrado en Alemania, Italia, España y, una semana antes, en Francia. Un buen detalle. Su nombre era Joanna Frank, nacida en Londres, de profesión periodista. La foto, como Devlin le había dicho, mostraba un excelente parecido. No faltaban una o dos cartas personales con su dirección de Chelsea, en Londres, una tarjeta de crédito American Express ni un permiso de conducir británico. Habían pensado en todo.

Las rutas alternativas estaban claramente explicadas. El vuelo directo de París a Londres no era aceptable. Resultaba asombroso lo fría y calculadora que se había vuelto. Sólo tendría una mínima posibilidad de escabullirse, suponiendo que se le presentara la oportunidad, y sin duda la echarían de menos al momento. Lo primero que harían sería cubrir los aeropuertos.

Parecía obvio que lo mismo ocurriría en las terminales del ferry de Calais y Boulogne. Pero la gente de Londres había preparado una ruta que tal vez fuera pasada por alto. Un tren salía de París a Rennes, donde enlazaba con otro que llegaba hasta St. Malo, en la costa de Bretaña. Una vez allí, un servicio de hidroplano le permitiría llegar hasta Jersey, en las islas del Canal de la Mancha. Y desde Jersey partían varios aviones diarios con destino a Londres.

Se levantó silenciosamente, anduvo de puntillas hasta el cuarto de baño y cerró la puerta. Luego, descolgó el auricular del teléfono de pared y llamó a recepción, cuyo personal era sumamente eficaz. Sí, había un tren nocturno a Rennes, que salía de la Gare du Nord a las once. En Rennes tendría que esperar, pero podría llegar a St. Malo a la hora del desayuno, con tiempo de sobra para tomar el hidroplano.

Hizo correr el agua del retrete y regresó al dormitorio, bastante satisfecha consigo misma por no haber mencionado su nombre ni el número de su habitación. La consulta podía haber sido de cualquiera de los varios centenares de huéspedes.

—Están convirtiéndote en un animal de la selva, Tanya —se dijo en voz baja.

Sacó del armario la bolsa que solía utilizar para llevar sus cosas a los conciertos. No era mucho lo que podía ocultar en ella. Se notaría. Reflexionó un rato sobre esta cuestión y, finalmente, se decidió por un bar de botas de gamuza suave. Bien dobladas, encajaban perfectamente en el fondo de la bolsa. Después, descolgó de su percha un mono de algodón negro, lo plegó y lo puso encima de las botas. Finalmente, colocó la partitura del concierto y las partes orquestales que había estado estudiando.

Ya estaba todo preparado. Se acercó a la ventana y contempló el exterior. Había empezado a llover de nuevo y se estremeció, sintiéndose repentinamente muy sola. Recordó a Devlin y la fuerza que emanaba de él. Por un instante pensó telefonearle, pero rechazó la idea. No podía llamar desde allí. En cuanto empezaran a hacer comprobaciones, localizarían la llamada en cuestión de minutos. Volvió a la cama y apagó la luz. ¡Si al menos consiguiera dormir una o dos horas! El rostro apareció en su conciencia: la pálida tez de Cuchulain y sus ojos oscuros le impedían dormir.

Para el concierto se puso un vestido largo de terciopelo negro. Era de Balmain, con una chaqueta a juego, muy llamativo. Las perlas en torno a su cuello y los pendientes eran una especie de talismán de la suerte; un regalo de los Maslovsky antes de la final del premio Chaikovsky, su mayor triunfo.

Natasha entró en el cuarto y se detuvo a su lado, ante el tocador.

—¿Preparada? No queda mucho tiempo. —Posó sus manos sobre los hombros de Tanya—. Estás encantadora.

—Gracias. Ya he preparado mis cosas.

Natasha tomó la bolsa.

—¿Llevas una toalla? Siempre te la olvidas.

Abrió la cremallera antes de que Tanya pudiera impedírselo, y se quedó paralizada. Miró a la joven con ojos muy abiertos.

—Por favor —dijo Tanya suavemente—. Si es que alguna vez he significado algo para ti.

La mujer de más edad respiró hondo, pasó al cuarto de baño y regresó con una toalla. La dobló, la metió en la bolsa y cerró la cremallera.

—Ya está —anunció—. Todo dispuesto.

—¿Todavía llueve?

—Sí.

—Entonces, no llevaré la capa de terciopelo. Creo que me pondré la trinchera.

Natasha fue a buscarla al armario y la colocó sobre sus hombros. Tanya sintió que sus manos se ponían rígidas por un instante.

—Es hora de irnos.

Tanya cogió la bolsa, abrió la puerta y pasó a la habitación contigua, donde esperaban Shepilov y Turkin. Ambos vestían de esmoquin, como requería la recepción que iba a celebrarse tras el concierto.

—Si me permite la observación, está usted espléndida, camarada —dijo Turkin—. Un orgullo para nuestro país.

—Ahórreme sus cumplidos, capitán —respondió ella fríamente—. Si quiere ser de utilidad, lléveme la bolsa.

Se la entregó y emprendió la marcha.

La sala de conciertos del conservatorio estaba llena a rebosar. Cuando Tanya salió al escenario, la orquesta se puso en pie para recibirla y sonó una ovación atronadora. El público, siguiendo el ejemplo del presidente Mitterrand, también se había levantado.

La joven tomó asiento y se apagaron todos los ruidos. Reinaba un absoluto silencio cuando el director alzó la batuta, y entonces la batuta descendió y, mientras la orquesta empezaba a tocar, las manos de Tanya Voroninova se movieron sobre el teclado.

Tanya estaba llena de alegría, casi en éxtasis, y tocó como nunca antes había tocado, con una nueva y vibrante energía, como si por fin estuviera liberando algo que había permanecido encerrado en su interior durante años. La orquesta respondió tratando de emularla, de modo que al final, en la espectacular conclusión del excepcional concierto de Rachmaninov, orquesta y piano se fusionaron en una unidad que dio lugar a una experiencia que los presentes no olvidarían jamás.

La reacción del público fue distinta de todo lo que ella había conocido hasta entonces. Se levantó para saludar, con la orquesta a su espalda, mientras todo el mundo aplaudía. Alguien lanzó una flor al escenario, y pronto siguieron otras cuando las mujeres deshicieron sus ramilletes.

Tanya abandonó el escenario, y Natasha, que la esperaba con lágrimas corriéndole por las mejillas, la rodeó con sus brazos.

—¡Has estado maravillosa, babushka!. ¡Mejor que nunca!

Tanya le estrechó con fuerza.

—Ya lo sé. Es mi noche, Natasha. Si fuera necesario, esta noche podría enfrentarme al mundo entero y salir vencedora.

En seguida, se volvió y regresó al escenario para saludar a un público que se negaba a dejar de aplaudir.

François Mitterrand, presidente de la República de Francia, asió sus dos manos y las besó con fervor.

—Mis respetos, mademoiselle. Una interpretación extraordinaria.

—Es usted demasiado amable, monsieur le Président —respondió ella en su propio idioma.

Los camareros comenzaron a servir el champaña y la multitud se congregó, entre destellos de flashes, mientras el presidente ofrecía un brindis por la artista y la presentaba luego al ministro de Cultura y a otras personalidades. Tanya advirtió la presencia de Shepilov y Turkin junto a la puerta, hablando con Nikolai Belov. Éste, sumamente elegante con su esmoquin de terciopelo y su camisa con pechera de volantes, alzó su copa hacia ella y se aproximó. Tanya consultó su reloj. Pasaban unos minutos de las diez. Si quería marcharse, tenía que ser de inmediato.

Belov tomó su mano derecha y la besó.

—Ha estado genial. Debería enfadarse más a menudo.

—Es una forma de verlo. —Tomó otra copa de champaña de la bandeja que portaba un camarero—. Parece que han venido todas las personalidades del cuerpo diplomático. Debe de sentirse satisfecho. Es todo un triunfo.

—Sí, desde luego, pero lo cierto es que los rusos siempre hemos tenido un sentimiento musical del que otros pueblos carecen.

Ella miró a su alrededor.

—¿Dónde está Natasha?

—Allí, con la prensa. ¿Quiere que vaya a buscarla?

—No hace falta. Tengo que ir un momento al tocador, pero puedo arreglarme perfectamente yo sola.

—Naturalmente. —Hizo un ademán de cabeza dirigido a Turkin, que se acercó a ellos—. Acompañe a la camarada Voroninova al tocador, Turkin. Espere a que salga y acompáñela de nuevo hasta aquí. —Se volvió hacia Tanya, sonriente—. No queremos que sufra ningún daño entre todo este gentío.

La multitud le abrió paso, sonriéndole y alzando sus copas hacia ella, y Turkin la siguió por el angosto corredor hasta que llegaron a la puerta del tocador.

Ella la abrió.

—Supongo que podré entrar yo sola. ¿O no?

Turkin sonrió burlonamente.

—Si insiste, camarada.

Sacó un cigarrillo y estaba encendiéndolo cuando Tanya cerró la puerta. No corrió el pestillo; sencillamente, se desprendió de los zapatos, se quitó la chaqueta y desabrochó la cremallera de su precioso traje, dejándolo caer al suelo. Sacó el mono de la bolsa en un instante, se lo puso en cuestión de segundos y se calzó las botas de gamuza. A continuación, recogió el bolso y la trinchera, se introdujo en el retrete y cerró la puerta a sus espaldas.

Ya había examinado antes la ventana. Era lo bastante grande como para salir por ella, y daba a un patio en la planta baja del conservatorio. Se encaramó sobre el asiento y saltó por la ventana. Estaba lloviendo con fuerza. Se enfundó en la trinchera, recogió la bolsa y corrió hacia la verja. Estaba asegurada con un cerrojo por el interior, y pudo abrirla fácilmente. Al cabo de un instante, avanzaba a paso vivo por la rué de Madrid en busca de un taxi.