CAPÍTULO 4
Devlin llevaba una camisa de franela azul oscuro, con el cuello abierto, pantalones grises y unos zapatos italianos de piel marrón que tenían aspecto de ser muy caros. Era un hombre bajo, de alrededor de un metro sesenta y cinco de estatura, y a los sesenta y cuatro años su oscura cabellera ondulada apenas si mostraba un leve reflejo de plata. En la parte derecha de su frente se advertía una antigua cicatriz, una herida de bala, y en su pálido rostro destacaban unos ojos de un azul extraordinariamente vivido. Una ligera sonrisa irónica parecía alzar en todo momento la comisura de sus labios, como si hubiera descubierto que la vida era una broma pesada y que sólo merecía que se rieran de ella.
Su sonrisa de bienvenida fue encantadora y absolutamente sincera.
—Me alegro de verte, Harry.
Rodeó a Fox con un ligero abrazo.
—Y yo a ti, Liam.
Devlin contempló el automóvil y vio a Billy White sentado al volante.
—¿Ha venido alguien contigo?
—Solamente mi chófer.
Devlin pasó junto a él, recorrió el sendero y se inclinó a mirar por la ventanilla.
—Señor Devlin —saludó Billy, con un movimiento de cabeza.
—¿Tú chófer dices, Harry? El único lugar al que ese hombre te conducirá es al infierno y directamente.
—¿Has hablado con Ferguson?
—Sí, pero dejémoslo por ahora. Ven conmigo.
El interior de la vivienda era como retroceder a la época victoriana: un vestíbulo con paneles de caoba y empapelado de William Morris, con diversas escenas nocturnas de Atkinson Grimshaw, el pintor Victoriano, decorando las paredes. Fox las examinó con admiración mientras se quitaba el impermeable y se lo tendía a Devlin.
—Es extraño ver aquí estos cuadros, Liam. Grimshaw era un típico inglés de Yorkshire.
—No por culpa suya, Harry. Y pintaba como un ángel.
—Deben de costar uno o dos chelines —observó Fox, sabiendo perfectamente que incluso un Grimshaw de pequeño tamaño podía muy bien cotizarse en diez mil libras esterlinas en cualquier subasta.
—¿Tú crees? —respondió Devlin en son de broma.
Abrió uno de los batientes de una puerta de caoba de doble hoja y pasó a la sala de estar. Al igual que el vestíbulo, era de estilo Victoriano: papel verde estampado en oro, más Grimshaws en las paredes, muebles de caoba y un fuego que ardía alegremente en una chimenea que parecía una auténtica William Langley.
El hombre parado ante ella era un sacerdote con sotana, y se volvió para saludarlos. Tenía aproximadamente la misma estatura que Devlin y cabello de color gris metálico peinado hacia atrás sobre sus orejas. Era un hombre apuesto, sobre todo cuando sonreía, como en aquellos momentos; poseía un aire de entusiasmo, una energía que conquistó a Fox de inmediato. No era usual simpatizar con otro ser humano tan completa e instintivamente.
—Capitán Harry Fox, el padre Harry Cussane —les presentó Devlin.
Cussane le estrechó vigorosamente la mano.
—Es un gran placer conocerle, capitán Fox. Liam ha estado hablándome de usted después de recibir su llamada.
Devlin señaló el tablero de ajedrez dispuesto junto al sofá.
—Cualquier excusa era válida con tal de evadirme de eso. Estaba dándome una buena paliza.
—Una enorme exageración, como es habitual en Liam —respondió Cussane—. Pero ahora debo irme. Les dejo a los dos con sus asuntos.
Su voz era agradable y bastante profunda. Irlandesa, pero con un acento norteamericano bastante marcado.
—¿Oyes lo que está diciendo? —Devlin había sacado tres vasos y una botella de Bushmills del armarito del rincón—. Siéntate, Harry. Otro traguito antes de ir a la cama no te hará daño. —Se volvió hacia Fox—. Nunca he conocido a alguien tan inquieto como este Harry. Siempre está yéndose de los sitios.
—De acuerdo, Liam, me rindo. Pero sólo quince minutos; luego he de irme. Ya sabes que por las noches me gusta hacer una última visita al hospicio, y además está Danny Malone. No le queda ya mucha vida.
—Brindo por él —dijo Devlin—. A todos nos llega el momento.
—¿Ha dicho hospicio? —inquirió Fox.
—Aquí al lado hay un convento, el del Sagrado Corazón, dirigido por las Hermanitas de la Caridad. Hace unos años, fundaron un hospicio para pacientes terminales.
—¿Trabaja usted ahí?
—Sí, como una especie de administrador además de sacerdote. Se supone que las monjas no son lo bastante mundanas como para llevar las cuentas. Un absurdo total. La hermana Anne-Marie, que está al frente, controla hasta el último penique. Además, como la parroquia de aquí es pequeña, el párroco no tiene a nadie que le ayude. Yo suelo echarle una mano.
—Aparte de eso dedica tres días por semana a dirigir la oficina de prensa del Secretariado Católico de Dublín —añadió Devlin—, y organiza en el club juvenil cinco representaciones de South Pacific de nivel más que aceptable, con un reparto compuesto por noventa y tres escolares de la localidad.
Cussane sonrió.
—¿Adivina quién era el director de escena? La próxima vez probaremos con West Side Story. Liam opina que es demasiado ambicioso, pero yo creo que más vale crecerse ante los desafíos que optar por la solución fácil.
Bebió un sorbo de Bushmills.
—Perdone la curiosidad, padre —comenzó Fox—, pero ¿es usted irlandés o norteamericano? No sabría decirlo.
—La mayor parte del tiempo, tampoco él lo sabe —comentó Devlin riéndose.
—Mi madre era una norteamericana de origen irlandés que regresó a Connacht en 1938, tras la muerte de sus padres, para buscar sus raíces. Pero sólo me encontró a mí.
—¿Y su padre?
—No llegué a conocerlo. Cussane es el apellido de mi madre. Era protestante, por cierto. Aún quedan unos cuantos en Connacht, descendientes de los verdugos de Cromwell. En esa parte del país, los Cussane suelen llamarse Patterson, por una seudotraducción de cassan, que en irlandés significa path, sendero.
—Todo lo cual significa que no está muy seguro de quién es —intervino Devlin.
—Únicamente en ocasiones. —Cussane sonrió—. Mi madre volvió a Estados Unidos en 1946, después de la guerra. Al año siguiente murió de gripe, y yo fui adoptado por su único pariente, un anciano tío abuelo que poseía una granja en la región triguera de Ontario. Era un buen hombre y un buen católico. Fue su influencia lo que me decidió a entrar en la Iglesia.
—Entra el diablo por la izquierda del escenario.
Devlin alzó su vaso. Fox quedó perplejo y Cussane le dio una explicación.
—El seminario que me aceptó fue el de Todos los Santos, en Vine Landing, cerca de Boston. Liam era profesor de inglés allí.
—Harry era mi cruz —prosiguió Devlin—. Una mente como una trampa de acero. Me ponía en evidencia ante la clase por mis citas erróneas de Eliot.
—Estuve en un par de parroquias de Boston y en otra de Nueva York —añadió Cussane—, pero siempre mantuve la esperanza de regresar a Irlanda. Finalmente, conseguí ser trasladado a Belfast en 1968, a una iglesia en Falls Road.
—Que no tardó en ser quemada por una turba protestante.
—Trataba de mantener la parroquia unida por medio de la escuela —explicó Cussane.
Fox miró a Devlin de soslayo.
—Mientras tanto, tú corrías por Belfast echando leña al fuego, ¿no?
—Dios te perdone lo que acabas de decir —replicó beatamente Devlin—, porque yo no puedo perdonártelo.
Cussane apuró su vaso.
—Bueno, ya es hora de que me vaya. He tenido mucho gusto en conocerle, Harry Fox.
Le tendió la mano. Fox la estrechó y, a continuación, Cussane se dirigió hacia la puerta-ventana y la abrió. Fox distinguió el convento que se recortaba sobre el cielo al otro lado del muro del jardín. Cussane cruzó el césped, abrió la verja y salió.
—Un hombre notable —observó Fox, mientras Devlin cerraba el ventanal.
—Notable es poco. —Devlin se volvió, sin lucir ya su habitual sonrisa—. Muy bien, Harry. Ferguson ha estado tan misterioso como de costumbre, de modo que vas a tener que explicarme tú de qué se trata esta vez.
En el hospicio reinaba el silencio. Era lo más distinto posible de la idea que suele tenerse de un hospital, y el arquitecto había diseñado la sala para enfermos de modo que cada ocupante de una cama pudiera elegir la intimidad o la compañía de otros pacientes. La hermana que se cuidaba del turno de noche estaba sentada ante su escritorio, sin otra luz que una lámpara de sobremesa. La hermana no oyó llegar a Cussane, pero de pronto lo vio ante ella, surgiendo de la oscuridad.
—¿Cómo está Malone?
—Igual, padre. Muy poco dolor. La administración de analgésicos es muy equilibrada.
—¿Está lúcido?
—A ratos.
—Iré a verle.
La cama de Danny Malone, separada de las restantes por medio de armarios y estanterías para libros, se orientaba hacia una ventana que permitía ver el jardín y el firmamento nocturno. La lucecita que brillaba junto a la cama daba relieve a su rostro. No era viejo, pues no tenía más de cuarenta años, pero su cabello había encanecido prematuramente y su rostro era como una calavera cubierta de tensa piel. Estaba contorsionado por el dolor causado por un cáncer que lenta e inexorablemente lo arrastraba de esta vida a la otra.
Cuando Cussane tomó asiento, Malone abrió los ojos y le miró con expresión vacua, pero pronto lo reconoció.
—Padre, ya creía que no iba a venir hoy.
—Te lo había prometido, ¿verdad? He estado tomando una copa con Liam Devlin, eso es todo.
—¡Jesús, padre! Ha tenido suerte si la cosa sólo ha quedado en eso. Pero reconozco que Liam ha sido un gran hombre para la causa. No hay otra persona viva que haya hecho más que él por Irlanda.
—¿Y qué me dices de ti? —Cussane aproximó su silla a la cama—. Has sido el mayor luchador del movimiento, Danny.
—Pero ¿a cuántos he matado, padre? Eso es lo que me duele. ¿Y para qué? —le preguntó Malone—. Daniel O’Connell dijo una vez en un discurso que, aunque el ideal de libertad para Irlanda era justo, no valía ni una sola vida humana. Cuando era joven yo no estaba de acuerdo con él, pero ahora que me estoy muriendo creo que empiezo a comprenderle. —Su expresión se contrajo a causa del dolor, y se volvió hacia Cussane—. ¿Podemos hablar un poco más, padre? Me ayuda a aclarar mis ideas.
—Pero sólo un rato. Luego tienes que dormir. —Cussane sonrió—. Los sacerdotes son buenos oyentes, Danny.
Malone sonrió también, satisfecho.
—Cierto. ¿Por dónde íbamos? Estaba contándole cómo preparamos la campaña de explosiones en Londres y en los Midlands, en el 72.
—Me dijiste que los periódicos te apodaban el Zorro —dijo Cussane— porque parecías moverte entre Irlanda e Inglaterra con plena libertad. Todos tus amigos fueron detenidos, Danny, pero tú no. ¿Cómo fue eso?
—Fácil, padre. La mayor maldición de este país nuestro son los confidentes, y la segunda maldición es la ineficacia del IRA. La mayoría de la gente con ideales revolucionarios tiende a hablar demasiado y carece de sentido común. Por eso yo prefería acudir a los profesionales.
—¿Los profesionales?
—Los que usted llamaría delincuentes. Por ejemplo, durante los años setenta, el IRA no tuvo en Inglaterra una casa segura que no pasara tarde o temprano a figurar en las listas de la Sección Especial de Scotland Yard. Por eso atraparon a tantos.
—¿Y tú?
—Los delincuentes fugitivos o que necesitan un reposo cuando las cosas se ponen mal cuentan con sitios a los que ir, padre. Sitios caros, lo reconozco, pero seguros. Y a ellos acudía yo. Había uno en Escocia, al sur de Glasgow y cerca de Galloway, que era propiedad de los hermanos Mungo. Lo que podría denominarse un retiro rural. Aunque eran unos perfectos hijos de perra, comprenda.
De pronto, el dolor se hizo tan intenso que tuvo que esforzarse por respirar.
—Llamaré a la hermana —le dijo Cussane, alarmado.
Malone le sujetó por el borde de la sotana.
—No, no quiero que la llame. Basta de analgésicos, padre. Las hermanas tienen muy buena intención, pero ya basta. Sigamos hablando.
—Muy bien —respondió Cussane.
Malone volvió a apoyar la cabeza en la almohada, cerró los ojos por un instante y los abrió de nuevo.
—Como le decía, padre, aquellos hermanos Mungo, Hector y Angus, eran los mayores bastardos que he conocido.
Devlin recorría la habitación de un extremo a otro, sumamente inquieto.
—¿Puedes creerme? —quiso saber Fox.
—Tiene lógica y explica muchas cosas —admitió Devlin—. Digamos que, en principio, te creo.
—Entonces, ¿qué podemos hacer nosotros?
—¿Qué podemos hacer nosotros? —Devlin le miró, encolerizado—. ¡Qué cinismo! Permite que te recuerde, Harry, que la última vez que trabajé para Ferguson el hijo de perra me engañó. Mintió descaradamente. Me utilizó.
—Eso fue entonces, y ahora es ahora.
—¿Y qué pretendes decirme con esa perla de sabiduría?
Sonó un ligero golpeteo en el ventanal. Devlin abrió un cajón de su escritorio, extrajo una anticuada pistola Mauser con un bulboso silenciador de las SS en el cañón y la montó. Tras un gesto de cabeza dirigido a Fox, Devlin descorrió las cortinas. Martin McGuiness les contempló desde el exterior, con Murphy a su lado.
—¡Dios mío! —gruñó Devlin.
Abrió el ventanal y McGuiness entró en la sala, esbozando una sonrisa.
—¡Dios bendiga a todos los presentes! —exclamó, burlón. Luego se dirigió a Murphy—: Vigila la ventana, Michael. —La cerró y se aproximó al fuego, extendiendo sus manos hacia el calor—. Cada vez hace más frío.
—¿Qué quieres ahora? —preguntó Devlin.
—¿Te ha explicado el capitán cómo están las cosas?
—Sí.
—¿Y qué piensas?
—Yo no pienso —replicó Devlin—, y menos cuando vosotros andáis de por medio.
—El propósito del terrorismo es aterrorizar, eso es lo que decía siempre Mick Collins —prosiguió McGuiness—. Lucho por mi país, Liam, con las armas que tengo a mano. Estamos en guerra. —Poco a poco, había ido montando en cólera—. ¡Y no tengo por qué disculparme de nada!
—Si me permite decir algo… —intervino Fox—. Aceptamos que Cuchulain existe. Entonces, ya no se trata de elegir bando. Equivale a aceptar que lo que él está haciendo ha prolongado innecesariamente los trágicos acontecimientos de los últimos trece años.
McGuiness se sirvió un vaso de whisky.
—No deja de tener razón. Cuando yo era O. C. Derry, en 1972, volé a Londres en compañía de Daithi O’Connell, Seamus Twomey, Ivor Bell y otros para negociar la paz con Willie Whitelaw.
—Y el tiroteo de Lenadoon puso fin a la tregua —añadió Fox. Se volvió hacia Devlin—. No creo que pueda considerarse una cuestión de elegir bando. Cuchulain ha trabajado deliberadamente para mantener los conflictos en auge. Yo diría que cualquier cosa que pudiera contribuir a detenerlos vale la pena.
—¿Lecciones de moralidad ahora?
Devlin alzó una mano y sonrió irónicamente.
—Muy bien, pues vayamos a lo concreto. A ese individuo, Levin, que vio personalmente a Cuchulain, o Kelly, o como diablos se llame, hace ya tantos años. Supongo que Ferguson estará mostrándole las fotos de todos los agentes conocidos del KGB.
—Y de todos los miembros conocidos del IRA, la UDA y el UVF. Todo lo imaginable —añadió Fox—, incluyendo los archivos de Dublín de la Sección Especial, porque intercambiamos información.
—Muy propio de esos bastardos —observó amargamente McGuiness—. Aun así, creo que nos quedan unos cuantos hombres que no son conocidos ni por la policía de Dublín ni por sus amigos de Londres.
—¿Y cómo podemos resolver eso? —quiso saber Fox.
—Traiga a Levin aquí. Devlin y él podrán ver lo que tenemos, pero nadie más. ¿De acuerdo?
Fox contempló a Devlin, que asintió en silencio.
—De acuerdo —dijo Fox—. Llamaré al general esta misma noche.
—Muy bien. —McGuiness se volvió hacia Devlin—. ¿Estás seguro de que no tienes el teléfono intervenido ni nada por el estilo? Pienso, sobre todo, en los bastardos de la Sección Especial.
Devlin abrió un cajón de su escritorio y extrajo una pequeña caja metálica de color negro. Al accionar su interruptor, se encendió una luz roja. Devlin se acercó al teléfono y sostuvo la caja sobre él. No se produjo ninguna reacción.
—¡Oh, las maravillas de la era electrónica! —exclamó, volviendo a guardar la caja.
—Muy bien —repitió McGuiness—. Los únicos que están al corriente de este asunto son Ferguson, usted, capitán, Liam, el jefe del Estado Mayor y yo mismo.
—Y el profesor Cherny —añadió Fox.
McGuiness asintió.
—Es cierto. Tendremos que hacer algo respecto a él. —Se volvió hacia Devlin—. ¿Lo conoces?
—Lo he visto en alguna fiesta de la universidad. Hemos intercambiado frases de cortesía, nada más. Es un hombre bastante apreciado. Viudo. Su esposa falleció antes de que él se pasara a Occidente. Como es natural, cabe la posibilidad de que no tenga nada que ver con todo esto.
—Y los cerdos pueden volar —replicó McGuiness secamente—. El hecho de que eligiera Irlanda para desertar es demasiada casualidad para mí. Apostaría una libra contra un penique a que conoce a nuestro hombre; así pues, ¿por qué no le echamos el guante y le hacemos cantar?
—Hay hombres que no cantan —objetó Fox.
—Tiene razón —le apoyo Devlin—. Vale más que actuemos con cautela, por lo menos al principio.
—De acuerdo —asintió McGuiness—. Pero me ocuparé de que lo tengan vigilado las veinticuatro horas del día. Lo pondré en manos de Michael Murphy. No podrá ir al cuarto de baño sin que nosotros lo sepamos.
Devlin volvió la vista hacia Fox.
—¿Estás de acuerdo?
—Sí —respondió Fox.
—Bien. —McGuiness empezó a abrocharse el impermeable—. En ese caso, puedo irme. Le dejo a Billy para que lo cuide, capitán. —Abrió la puerta-ventana—. Cúbrete las espaldas, Liam.
Y desapareció en la noche.
Cuando Fox le telefoneó, Ferguson estaba en la cama, recostado sobre las almohadas y cubierto por una masa de documentos, preparándose para una reunión del Comité de Defensa que iba a celebrarse al día siguiente. Escuchó con paciencia todo lo que Fox tenía que decirle.
—Hasta aquí, nada que objetar, Harry. Al menos, según lo veo yo. Levin se ha pasado el día entero repasando todo lo que tenemos en los archivos de la Dirección. No ha encontrado nada.
—Ha pasado mucho tiempo, señor. Cuchulain puede haber cambiado, y no sólo por la edad. Quizá se haya dejado crecer la barba, por ejemplo.
—Ésa es una idea negativa, Harry. Mandaré a Levin a Dublín en el primer vuelo de mañana, pero Devlin tendrá que cuidar de él. Usted me hace falta aquí.
—¿Algún motivo en particular, señor?
—Principalmente, a causa del Vaticano. Cada vez parece más probable que el Papa cancele su visita. Sin embargo, ha invitado a los cardenales de Argentina y Gran Bretaña a conferenciar con él.
—O sea que, después de todo, es posible que venga.
—Tal vez. No obstante, desde nuestro punto de vista, lo más importante es que la guerra sigue, y se dice que los argentinos están tratando de adquirir ese condenado misil Exocet en el mercado negro europeo. Le necesito, Harry. Regrese en el primer vuelo. Por cierto, ha ocurrido algo interesante. ¿Se acuerda de Tanya Voroninova?
—Desde luego, señor.
—Acaba de llegar a París para dar una serie de conciertos. Resulta fascinante que haya aparecido en este preciso momento.
—¿No es lo que Jung denominaría sincronicidad, señor?
—¿Cómo dice? ¿De qué diablos está hablando?
—De Cari Jung, señor. Un célebre psicólogo. Propuso el término de «sincronicidad» para designar series de acontecimientos relacionados en el tiempo, que parecen sugerir la existencia de causas más profundas.
—El hecho de que esté usted en Irlanda no es excusa para que se comporte como si se le hubiera reblandecido el cerebro, Harry —replicó Ferguson con enojo.
Colgó el teléfono, permaneció un tiempo reflexionando y, en seguida, se levantó, se puso la bata y salió. Llamó a la puerta de la habitación de los invitados y pasó a su interior. Levin estaba sentado en la cama, vestido con uno de los pijamas de Ferguson, y leía un libro.
Ferguson se sentó en el borde de la cama.
—Imaginaba que estaría usted cansado, después de revisar tantas fotografías.
Levin sonrió.
—Cuando llegue a mi edad, general, verá que el sueño huye y los recuerdos se agolpan. Uno se pregunta qué ha ocurrido realmente en todo ese tiempo.
Ferguson trató de animarlo.
—¿Acaso no nos ocurre a todos, querido amigo? Sea como fuere, ¿qué le parecería un viajecito a Dublín en el avión de la mañana?
—¿Para ver al capitán Fox?
—No; él regresará aquí. Un amigo mío, el profesor Liam Devlin, del Trinity College, se ocupará de usted. Seguramente le enseñará algunas fotografías más, cortesía de nuestros amigos del IRA. A mí jamás me permitirían verlas, por razones evidentes.
El anciano ruso meneó la cabeza.
—Dígame, general, ¿la guerra para terminar con todas las guerras acabó en 1945 o estoy muy equivocado?
—Usted y mucha otra gente, amigo mío. —Ferguson se puso en pie y se dirigió hacia la puerta—. Yo en su lugar trataría de dormir un poco. Tendrá que levantarse a las seis para viajar en el vuelo matinal desde Heathrow. Le diré a Kim que le sirva el desayuno en la cama.
Cerró la puerta. Levin permaneció un tiempo inmóvil, con expresión apesadumbrada. Luego suspiró, cerró el libro, apagó la luz y se dispuso a dormir.
En Kilrea Cottage, Fox colgó el auricular y luego se volvió hacia Devlin.
—Todo arreglado. Vendrá en el primer avión de la mañana. Lamentablemente, mi vuelo sale un poco antes. Se presentará en el mostrador de información de la sala principal. Puede esperarlo allí.
—No hará falta —contestó Devlin—. Ese cuidador suyo, el joven White, le llevará a usted al aeropuerto, de modo que puede recoger a Levin y traerlo aquí directamente. Vale más que lo hagamos así. Puede que llame McGuiness para indicarme adónde debo llevarlo.
—De acuerdo —aceptó Fox—. Será mejor que me ponga en marcha.
—Buen muchacho.
Devlin le entregó su impermeable y lo acompañó hasta el coche, donde Billy White esperaba pacientemente.
—De vuelta al Westbourne, Billy —le indicó Fox.
Devlin se inclinó hacia la ventanilla.
—Inscríbete en el hotel para pasar la noche, hijo, y por la mañana haz exactamente lo que te diga el capitán. Si le fallas en lo más mínimo, te cortaré las pelotas, y seguramente Martin McGuiness pisoteará lo que quede de ti.
Billy White sonrió plácidamente.
—Dicen que en un día bueno puedo disparar casi tan bien como usted, señor Devlin.
—Vamos, no te quedes aquí parado.
El coche se puso en movimiento. Devlin contempló su marcha y luego regresó al interior de la casa. Los arbustos se agitaron ligeramente y sonó una pisada, apenas un levísimo rumor, cuando alguien oculto se alejó.
El material de escucha electrónica que el KGB había proporcionado a Cuchulain era el más avanzado que existía, desarrollado originalmente por una firma japonesa cuyos diseños, a consecuencia de un acto de espionaje industrial, habían llegado a Moscú cuatro años antes. El micrófono direccional enfocado sobre Kilrea Cottage podía captar cualquier palabra pronunciada en la casa desde una distancia de varios centenares de metros. Su dispositivo secundario de ultrafrecuencias era capaz de captar aún la más débil conversación telefónica. Y a todo ello se unía un aparato grabador sumamente perfeccionado.
Este equipo estaba situado en un pequeño ático, oculto tras los depósitos de agua que quedaban inmediatamente debajo del tejado de la casa. Cuchulain había espiado así a Liam Devlin durante largo tiempo, aunque hacía mucho que no averiguaba nada de interés. Se quedó sentado en el ático fumando un cigarrillo y haciendo pasar deprisa la cinta por los espacios en blanco y los fragmentos sin importancia, escuchando atentamente la conversación telefónica con Ferguson.
A continuación, siguió sentado, meditando acerca de lo que acababa de oír. Luego, volvió a dejar la cinta preparada, bajó las escaleras y salió. Se dirigió a la cabina telefónica situada al final de la calle del pueblo, cerca del pub, y marcó un número de Dublín. La llamada fue atendida casi inmediatamente. Se oían voces, una repentina carcajada, suave música de Mozart.
—Cherny al aparato.
—Soy yo. ¿No estás solo?
Cherny se rió ligeramente.
—Una cena con algunos amigos de la facultad.
—Debemos vemos.
—De acuerdo —asintió Cherny—. En el sitio y la hora de costumbre, mañana por la tarde.
Cuchulain colgó el auricular, salió de la cabina y regresó por la calle del pueblo, silbando suavemente una vieja canción popular de Connemara que encerraba toda la desesperación y toda la tristeza de la vida.