Capítulo I

ImagenA atención de todos los parroquianos del Cuatro Ases estaba centrada en el joven que, aunque con el rostro pálido y demudado, osaba enfrentarse con el gigantesco Red. Todos, o casi todos los presentes tenían la seguridad de que la razón estaba de parte del joven vaquero, pero eso carecía de importancia en un pueblo bronco como Pricepel, donde los argumentos definitivos estaban encerrados en los tambores de los colts.

—Será más conveniente para ti pedir excusas por las palabras que acabas de decir —repetía en aquel momento Red, cuya mirada estaba fija en los ojos del vaquero, con amenazadora expresión—. Otros antes que tú se han sentido gallitos y ya sabes el resultado que han conseguido.

—No sé los motivos que ellos tendrían, pero yo he visto claramente que ése estaba haciendo trampas —repuso el vaquero, señalando a un atildado tahúr que, indolentemente, contemplaba la escena con una sonrisa bailoteando en sus finos y pálidos labios.

—Estoy por creer que has bebido más de la cuenta y que el whisky te hace ver visiones —contestó Red con sarcasmo—. Pero borracho o no, debes tener presente que aquí se juega limpio y que yo no puedo permitir que se insulte al personal de la casa. Ya estás retractándote de tus palabras, si no quieres que la cosa pase a mayores —terminó, al tiempo que acercaba ambas manos a los colts que pendían de sus caderas.

Por unos instantes ambos hombres quedaron inmóviles mirándose recto a los ojos. Un silencio absoluto había sustituido a la animación que momentos antes reinaba en el local y el joven vaquero, indeciso, miró a su alrededor como en demanda de ayuda. En muchos rostros de los que les contemplaban vio inequívocas muestras de simpatía, pero en ninguno, señales de estar alguien dispuesto a intervenir en su favor.

—Creo que he hablado suficientemente claro —oyó que decía la voz de Red como si viniera de muy lejos—. Retira tus palabras o disponte a mantenerlas con las amas en la mano. ¿Qué prefieres?

Bob no era ningún cobarde, pero la superioridad de Red, en lo que se refería al manejo de los colts, era cosa fuera de toda duda. Enfrentarse con él era lo mismo que un suicidio, así que no tuvo otro remedio que ceder.

—Está bien —musitó con voz apenas audible—. Tal vez me haya equivocado y sean mis nervios los que me han jugado una mala pasada.

—Pues para otra vez procura dominarlos, o de lo contrario no te daré ocasión de arrepentirte —dijo Red, con siniestra sonrisa. No queremos disputas en la casa y yo estoy aquí para mantener el orden. No voy a perder mi empleo porque a un imberbe como tú, se le ocurra armar camorra. Ya te estás yendo de aquí y durante diez o doce días no se te ocurra asomar las narices por la puerta, si no quieres que te las queme. Quizá durante ese tiempo, consiga olvidar que casi has logrado enfadarme.

Al terminar de hablar, Red volvió la espalda al joven vaquero y con despectiva sonrisa fue a sentarse con un grupo de amigos, junto a los cuales estaba cuando sobrevino el incidente, y que le recibieron en medio de fuertes risotadas. Los demás clientes del saloon, parecieron olvidar repentinamente lo ocurrido y Bob quedó en pie, inmóvil, con el rostro lívido por el coraje y la vergüenza. Finalmente, como si fuera un sonámbulo, se dirigió hacia la puerta y tras vacilar un instante salió al exterior y montando en un soberbio alazán, se alejó a todo galope.

Mientras tanto, la animación que anteriormente reinara en el Cuatro Ases volvía a adueñarse del ambiente. Acompañada por los acordes de un piano, una mujer escandalosamente rubia y pintarrajeada, intentaba vanamente que los ecos de su aguardentosa voz sobresaliesen entre el murmullo de las conversaciones, los puñetazos que algunos jugadores daban en las mesas y el chocar de vasos y botellas. Otras mujeres, tan llenas de maquillaje como ella y vestidas con provocativos trajes, iban de mesa en mesa obsequiando a los clientes con fingidas preferencias, cuya única finalidad era la de hacerles aumentar la consumición e incluso, cuando podían, animarles para que se sentaran en alguna mesa de juego, donde rápidamente perdían cuantos dólares Llevaban en los bolsillos.

En aquel momento las puertas se abrieron y un hombre de unos treinta años entró en el local con mesurado paso y quedó unos instantes inmóvil, observando cuanto sucedía a su alrededor. La acusada personalidad del recién llegado hizo que varios de los presentes repararan en él. Su estatura sobrepasaba holgadamente a los seis pies y sus anchos hombros denotaban una fortaleza de verdadero cíclope. Moreno de cutis y negrísimo pelo rizado, sus ojos tenían también la negrura del carbón, si bien en el fondo de sus pupilas parecían brillar unas chispitas de azuladas tonalidades metálicas. Los trazos de su rostro eran duros, quizá un poco toscos, como si un escultor hubiera intentado modelarlo, abandonando su obra antes de haberla terminado. Dos colts del cuarenta y cinco pendían de sus caderas y las fundas de los mismos iban sujetas a los muslos mediante dos finas correas, estando situados tan bajos, que las culatas quedaban casi a la misma altura que las palmas de sus manos.

 

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Calzaba la clásica bota tejana de flexible cuero sin teñir, pero salvo ese detalle, todo el resto de su indumentaria era de color gris. En su sombrero, reflejando el brillo de las lámparas de petróleo que alumbraban el local, podían verse dos cilindros metálicos cosidos en la raya de unión entre la copa y el ala. Mirando con atención se sabía enseguida que eran dos proyectiles, uno de ellos del cuarenta y cinco y otro de Winchester. Sin duda venía de muy lejos, pues sus ropas cubiertas de polvo atestiguaban una larga marcha, como así mismo lo hacía la tupida barba que poblaba su rostro, indicando que por lo menos en quince días no había tenido contacto con la navaja de afeitar de algún barbero.

Estando colocado de espaldas a la puerta, Red no pudo darse cuenta de la llegada del forastero, pero sus compañeros de mesa tardaron poco en avisarle y volviendo perezosamente la cabeza, contempló con atención al recién llegado, intentado calibrar su valía. Desde que llegara a Pricepel, hacía algo más de un año, nadie en el pueblo había podido enfrentársele sin tener que sentirlo después y su fama de invencible, apoyada en la rapidez para disparar los colts y en la demoledora fuerza de sus puños, hacía que se considerara así mismo como superior a todos los demás.

Reparó en la alta estatura, los anchos hombros y las estrechas caderas del forastero que acababa de entrar y una sonrisa distendió sus labios.

—No me gusta nada el aspecto de ese vaquero —dijo a sus compañeros, echándose hacia atrás el sombrero y dejando al descubierto su rojiza pelambrera—. Tiene cierto aire de perdonavidas, pero si intenta alterar el orden, tendré mucho placer en bajarle los humos.

—Si la ocasión se presenta, procura no distraerte, pues me hace el efecto de que es un tipo de cuidado —le recomendó uno de sus amigos—. Tampoco a mí me gusta y no me extrañaría cualquier cosa de él.

—Parece que viene por aquí, para ir al mostrador —dijo un tercero—. Ahora nos está mirando.

—¡Ojalá sea así! —repuso Red, sonriendo con malicia—. Si pasa por mi lado, vamos a divertirnos un poco a costa suya.

Al terminar de hablar, se recostó indolentemente en el respaldo de la silla y estirando ambas piernas puso los pies encima de la mesa, quedando inmóvil y como si estuviera entregado a lejanos pensamientos.

Entre tanto, el forastero, luego de buscar inútilmente un paso que le llevara hacia el mostrador del bar, decidió dar un rodeo por entre las mesas, a fin de conseguir su propósito y con lentitud fue acercándose a la mesa ocupada por Red y sus amigos, sin saber qué, aunque disimuladamente, tenía concentrada su atención en él.

Al pasar por el lado de la mesa, uno de los pies de Red resbaló de la misma y la espuela se hundió con fuerza en el entarimado del suelo a escasos centímetros de uno de los pies del forastero. Éste detuvo su marcha y las negras pupilas se clavaron escrutadoras en la rubicunda faz de Red.

—Poco ha faltado para que te hiciera daño, amigo —dijo el pelirrojo, poniendo nuevamente el pie encima de la mesa, con estudiada lentitud—. Cómo puedes ver, mis espuelas no son de arandela, sino de punta y hubiera lamentado que tu pie hubiese estado debajo. Lo hice sin querer —terminó, con una sonrisa maliciosa.

—No tiene importancia y es una cosa que puede ocurrirle a cualquiera —repuso el forastero, hablando con lentitud—. De todas formas, me permito aconsejarte que lleves otra clase de espuelas. Las que usas, no deben de resultar muy agradables para tu caballo y además puedes lastimar a los demás con ellas.

Sin aguardar la respuesta de Red, el forastero continuó su camino hacia el mostrador, pero apenas se hubo alejado unos pasos, oyó el murmullo de risas contenidas a sus espaldas. Nada denotó sin embargo que se hubiera percatado de ellas y al llegar a su festino, pidió un doble de whisky, que paladeó con fruición.

—Bienvenido al Cuatro Ases, forastero —oyó que decía a su lado una voz femenina—. No habrá inconveniente en que me invites ¿verdad?

—Si solamente se trata de tomar una copa, ya puedes pedirla, pero luego será mejor para ti que dirijas hacia otras personas los dardos de tus encantos —repuso el joven, dando media vuelta y quedando frente a una muchacha delgaducha y morena, que le miraba sonriendo provocativa—. Acabo de llegar de un viaje largo y no tengo ganas de nada que no sea dormir.

—¿Llamas dormir a eso? —preguntó la muchacha, señalando con la mirada al vaso de whisky que el joven tenía en la mano.

—En realidad, casi puede decirse que es el aperitivo del sueño —repuso el vaquero, sonriendo ante la salida de la chica—. ¿Es también whisky lo que te gusta beber?

—Cualquier cosa va bien, con tal de que la compañía sea agradable —contestó la joven—. Desde que has entrado me has sido simpático y más me lo eres ahora, luego de ver que no me tratas con la brusquedad con que lo hacen todos los hombres. ¿Cómo te llamas?

—Allan —respondió el vaquero—. ¿Eres siempre así de curiosa?

—Solamente con las personas que me interesan —contestó la muchacha—. Mi nombre es Lina. ¿Quieres que seamos buenos amigos?

—Por mi parte, no hay inconveniente —repuso Allan— aunque dudo de que mi amistad pueda reportarte ningún beneficio, pues solamente pienso estar aquí unos pocos días.

—La amistad no siempre se da ni se ofrece por interés —dijo Lina, con una nube de tristeza en la mirada—. Y ya que somos amigos, quiero hacerte una advertencia. Hace un rato he visto el percance que has tenido con Red. Ten mucho cuidado con él, pues es una mala persona y se cree el dueño absoluto de todo. Procura eludirle siempre que puedas y con ello saldrás ganando.

—Ya he podido darme cuenta de la clase dé individuo que es ese Red —repuso Allan, con dura sonrisa—. Te agradezco tu indicación y la tendré bien presente cuando llegue el momento preciso. Ahora me marcho. Tengo ganas de descansar y no es éste el lugar más apropiado para hacerlo.

Al apartarse del mostrador, luego de abonar su consumición y la de la muchacha, se dirigió con lentitud hacia la puerta siguiendo el mismo camino en el que se hallaba la mesa de Red y sus amigos. El gigante pelirrojo le vio avanzar en su dirección y guiñando un ojo a sus compinches, volvió a adoptar una postura similar a la que tenía la otra vez que Allan pasó por su lado. Éste fingió no darse cuenta de ello y continuó su avance como si hubiera olvidado el percance anterior, pero súbitamente, cuando llegó a la altura de Red, el pie de éste volvió a caer al suelo con más violencia incluso que la vez anterior.

Los amigos de Red no pudieron en esta ocasión contener sus risas y una serie de carcajadas celebraron la broma del matón, quien a su vez reía con todas sus ganas. Sin embargo, la alegría fue de bien corta duración y todos quedaron con el ánimo en suspenso, al ver que la silla en que estaba sentado Red salía volando por los aires, a consecuencia del fuerte puntapié que le dio el forastero, en tanto que el pelirrojo, falto de aquel apoyo que le era indispensable, caía aparatosamente al suelo en ridícula postura.

Por unos momentos su sorpresa fue tan grande que ni siquiera pensó en reaccionar y cuando quiso hacerlo e intentó ponerse en pie, un violento rodillazo le dio en pleno rostro, tirándole nuevamente al suelo de un golpe brutal. Instantáneamente sonaron dos detonaciones y con asombro de todos en general y de Red en particular, las dos espuelas del matón volaron por los aires con agudo tintineo.

Con la incredulidad plasmada en el semblante, Red se puso lentamente en pie pero apenas hubo terminado de hacerlo los dos colts de Allan comenzaron a vomitar plomo. El pelirrojo sintió el choque de los proyectiles contra las puntas de sus zapatos, e instintivamente comenzó a dar saltos, en su intento de evitar que alguno de los disparos le alcanzase.

Nueve tiros se sucedieron con matemática regularidad y finalizados éstos, Allan quedó contemplando a Red con una sonrisa de burla en los labios.

—Como verás —le dijo irónico— también los demás tenemos el sentido del humor e incluso a veces nos gusta gastar bromas. No iras a decirme que esta mía te ha disgustado. ¿Verdad? Y si así fuese y prefieres tomar la cosa en serio, te advierto que todavía queda una bala en el tambor de uno de mis colts. No es mucho, pero sí lo suficiente para partirte el corazón, si éste se interpone en su camino. ¿Se te han terminado las ganas de reír? Lo siento, pues no es cosa frecuente el ver hacerlo a un cerdo y el espectáculo resultaba divertido.

—Es muy fácil hablar así cuando se tienen todas las ventajas —contestó Red, con el rostro congestionado a impulsos de la ira que sentía—. Si estuviéramos en igualdad de condiciones, veríamos si tenías la lengua tan larga.

—Reconocerás conmigo, que hace unos momentos ninguno de los dos tenía ventajas sobre el otro y si ahora están de mi parte, es porque he sabido ganármelas. ¿No te parece? —preguntó Allan, sin abandonar la ironía de su acento.

—Has podido conseguirlas gracias a la sorpresa —masculló Red, mirando al forastero con expresión asesina—. De todas formas, si no te marchas del pueblo, te aseguro cobrarme el rodillazo que me has dado en la cara y luego, te juro que te meteré un par de onzas de plomo en el estómago, que te resultarán muy difíciles de digerir.

—Creo que no deberíamos dejar para otro día lo que podemos zanjar ahora mismo —repuso Allan, con divertida sonrisa—. Quítate el cinturón con las armas, pero ten mucho cuidado en no equivocar el movimiento. Estoy algo nervioso y este juguete se me podría disparar sin querer.

Adivinando a medias las intenciones del forastero, Red no tuvo más remedio que obedecer y su cinto y armas cayeron al suelo con sordo choque.

—Eso está muy bien —continuó diciendo Allan—. Dales un golpecito con el pie, para que alguno de los presentes pueda cogerlos. Tú misma, Lina —añadió, al ver el rostro de la muchacha entre los que les rodeaban—. Coge esos revólveres del suelo y luego te entregaré los míos.

—No hagas eso, forastero —dijo uno de los asistentes, con apariencia de ranchero acomodado—. Bien se ve que no sabes de lo que es capaz Red con los puños. Para ti y para todos, sería mejor dejar las cosas como están.

—Le agradezco su buena intención —repuso Allan— pero no suelo volverme atrás de mis decisiones ni me gusta que nadie se mezcle en mis asuntos. Haz lo que te he dicho, Lina —prosiguió— y ven luego a por mis revólveres.

La muchacha, aunque de mala gana, hizo lo que Allan le ordenaba y apenas Red vio que ambos estaban desarmados, entreabrió sus gruesos labios en una sonrisa plena de malignidad.

—Está visto que le tienes poco aprecio a tu físico —dijo, al tiempo que avanzaba, esgrimiendo sus enormes puños como mazas—. Te voy a hacer tragar todas tus bravatas de hace unos momentos.

Por espacio de unos segundos, ambos contendientes estuvieron contemplándose, como si estudiaran la manera de atacar con mayores posibilidades de terminar rápidamente la lucha que aún no se había iniciado. Súbitamente, con el empuje de un toro salvaje, Red se abalanzó sobre Allan y su puño derecho salió disparado, buscando la barbilla de su rival. No logró traspasar la cerrada guardia y el golpe se perdió contra los cruzados antebrazos de Allan, quien, antes de que Red pudiera ponerse a la defensiva, contestó con un rápido directo que alcanzó al pelirrojo entre ambas cejas.

La contundencia del golpe fue tal, que Red se vio lanzado de espaldas y gracias a que chocó con el círculo de espectadores, no cayó cuan largo era. Un sordo zumbido llenaba su cabeza al tiempo que la vista se le nublaba, pero aquello fue de corla duración, pues una naturaleza de hierro como la suya no podía derrumbarse de un solo golpe. Sin embargo, en su cerebro penetró la idea de que había dado con un rival digno de él y aunque no perdió la fe en su victoria, comprendió que ésta no iba a ser cosa fácil de conseguir, a menos que pudiera alcanzar a su enemigo con un golpe contundente y definitivo.

Aumentando las precauciones a fin de no dejarse sorprender como la vez anterior, avanzó nuevamente hacia Allan que le esperaba a pie firme. Al llegar a conveniente distancia, amenazó con el puño derecho intentando engañar al joven y luego le golpeó rápidamente con el izquierdo. Con sorpresa para él, su puño cayó en el vacío y arrastrando por el empuje que pusiera en el golpe, se vio precipitado hacia delante dos o tres pasos. Creyó que iba a chocar contra el cuerpo de su antagonista, pero Allan se apartó de su camino y cuando Red se volvió para enfrentársele de nuevo, sintió como si el casco de un caballo le golpeara la barbilla, pillándosela de lado.

Sin poderlo evitar dio media vuelta y las rodillas se le doblaron. Tuvo que apoyar ambas manos en el suelo para no caer de bruces y quedó quieto, respirando trabajosamente, mientras medio inconsciente esperaba el golpe decisivo, que no se sentía capaz de resistir. Al ver que no sucedía así, ladeó levemente la cabeza y pudo ver a Allan que, en pie a unos tres metros de distancia, le contemplaba esperando que se levantara. La sonrisa de desprecio que vio en sus labios fue como un acicate para su perdida voluntad; loco de furor se puso en pie y aunque tambaleándose se lanzó nuevamente a la lucha, dispuesto a vencer en ella, aunque tuviera que recurrir a extremos y medios no permitidos en los cánones de una lucha leal.

Rápidamente se dirigió hacia Allan como si buscara el cuerpo a cuerpo y cuando el joven se preparaba para recibir su empuje, Red saltó en su dirección, llevando los pies ante él. Era una forma de pelear no admitida por nadie y a Allan le pilló tan de sorpresa que apenas si tuvo tiempo de hurtar el cuerpo. Hábilmente dirigido, el pie le golpeó en el bajo vientre y cuando se dobló a impulsos del dolor recibió un nuevo impacto en la frente que le hizo caer de espaldas.

De reojo pudo ver qué Red se levantaba y yendo a su lado intentaba pisarle el rostro con sus claveteadas botas, pero sacando fuerza de flaqueza le cogió el pie cuando ya estaba en el aire y retorciéndolo con violencia logró que su enemigo cayera también al suelo.

Poco tardó Red en levantarse, pero cuando lo hizo ya Allan le estaba esperando y se lanzó furiosamente contra el pelirrojo. Entonces, tanto él como los asistentes a la lucha, pudieron darse cuenta del cambio que había tenido lugar en Allan. Era como si durante todo aquel tiempo hubiera estado jugando con su rival y ahora que se empleaba a fondo, Red se vio impotente entre las manos de aquel forastero, cuya esgrima y capacidad de lucha no admitía comparación posible con la suya. Sistemáticamente los golpes comenzaron a caer sobre su rostro, sin que le fuera posible eludirlos. Desesperadamente usó de todas las artimañas y tretas, que le eran conocidas, pero parecía lo mismo que un niño debatiéndose entre las manos de un apocalíptico titán. Finalmente, cuando ya su naturaleza no podía aguantar más y estaba a punto de derrumbarse, un puñetazo dado con fuerza inaudita le alcanzó la barbilla. Sonó un chasquido escalofriante de huesos rotos y Red, ya inconsciente, salió despedido y cayó de espaldas sobre el suelo, quedando definitivamente inmóvil.

Aunque la derrota de Red era cosa evidente desde el momento en que la pelea alcanzó su punto culminante, varios de los presentes apenas si podían creer lo que estaban viendo y sus miradas se clavaban en el inconsciente cuerpo, como si esperaran que de un momento a otro se levantara para pulverizar a su contrincante. Finalmente comprendieron que la hegemonía de Red en el pueblo era cosa que pertenecía al pasado y todos se dirigieron a Allan sonriendo e intentado ser los primeros en estrechar su mano, al tiempo que frases más o menos cordiales brotaban de sus labios.

Allan, sin embargo, apenas si prestó atención a las adulaciones de los que tales manifestaciones le hacían. Estaba muy acostumbrado al espectáculo del ídolo caído y sabía que todas aquellas palabras irían dirigidas a Red, si hubiera sido él el vencedor de la pelea. Silenciosamente tomó el cinto con sus armas que Lina le ofrecía sonriendo y sin pronunciar una sola palabra se dirigió nuevamente hacia el mostrador, donde pidió otro whisky que le fue servido con presteza.

—Me alegra de veras lo sucedido —dijo a su lado la voz de la muchacha—. Ya era hora de que alguien diese su merecido a Red y estoy orgullosa de que hayas sido tú. Sin embargo —continuó, mirando recelosa a su alrededor, como si temiera que sus palabras pudieran ser oídas por alguien— ten mucho cuidado, pues seguramente que la cosa no quedará así. Son muchos los amigos que tiene y no me extrañaría que quisieran vengarse, aunque para ello tuvieran que recurrir a los medios más bajos, incluida la traición. No repitas a nadie mis palabras, porque si tal hicieras, las consecuencias serían catastróficas para mí, pero vive con los ojos bien abiertos. Lo mejor sería marcharte de Pricepel.

—Te agradezco de veras el interés que te tomas por mi persona —contestó Allan con una sonrisa indefinible en los labios— pero da la casualidad de que justamente ahora le estoy tomando gusto a este pueblo. Igual me da vivir aquí que en otro sitio cualquiera y por lo tanto, aunque solo sea para demostrar que no siento ningún temor, seguramente que me quedaré aquí unos cuantos días.

—Ya veo que no pierdes el tiempo, muchacho —dijo una voz varonil, a espaldas de los dos jóvenes—. Pronto has encontrado pareja y por cierto que Lina resulta encantadora.

Allan pudo darse cuenta de que la joven se estremecía como si algo la hubiera sobresaltado y dando media vuelta clavó la mirada en las pupilas del que había venido a interrumpir su diálogo con la muchacha. Este era un hombre de unos treinta y cinco años, más bien bajo, que vestía con una elegancia impropia de aquellos lugares. Con gesto que quería hacer elegante, su mano izquierda sostenía un cigarro puro que continuamente se llevaba a los labios y al hacerlo un grueso, brillante del tamaño de un garbanzo qué llevaba en el dedo anular, irisaba destellos de luz, de variados y mágicos colores.

Sin embargo, la nota más destacada de aquel hombre consistía en el color y expresión de sus ojos. Éstos eran tan sumamente claros, que Allan tuvo la seguridad de que contemplados a distancia debían de parecer completamente blancos. El muchacho sintió una especie de aprensión al ver fijas en él aquellas glaucas pupilas y sintió el mismo efecto que si estuviera contemplando los ojos de un reptil. —Acabo de llegar de las oficinas del sheriff —siguió diciendo— y por ello no he podido asistir a tu encuentro con Red. No obstante, mis hombres me han contado cómo han sucedido las cosas y quisiera hablar contigo.

—Cuando yo tenga ganas de hacerlo, ya te avisaré —repuso Allan hoscamente—. Mientras tanto, ahora estaba hablando con esta señorita y no deja de ser una falta de educación el venir a interrumpirnos.

Por unos momentos el recién llegado quedó con la mano que sostenía el puro quieta en el aire, al tiempo que su boca se abría con clara expresión de sorpresa, como si no acertara a creer lo que había oído. Luego sus labios se distendieron en una sonrisa y dirigiéndose a la muchacha dijo:

—Por lo visto, no has tenido tiempo de decirle a tu nuevo amigo quien soy yo, así que no voy a tener más remedio que hacerlo yo mismo. Mi nombre es Burke —prosiguió alargando la mano a Allan— y soy el dueño de este local y de algunos otros situados en los pueblos cercanos.

—Eso no te da derecho a meterte en los asuntos de los demás —repuso Allan, fingiendo no ver la mano que estaba tendida hacia él— y si me interesara saber algo referente a tu personalidad, ya te lo hubiera preguntado sin esperar a que me lo dijeras por propia iniciativa.

Por segunda vez, Burke quedó tan sorprendido que no supo qué actitud tomar, pero en esta ocasión, a más de la extrañeza, en sus pupilas brillaba una chispa amenazadora. Unos instantes pareció como si fuera a contestar con violencia, pero haciendo un esfuerzo dominó sus nervios y clavó su fría mirada en Lina.

—Pareces olvidar cuáles son tus obligaciones mientras hayan clientes en el saloon —dijo con voz de timbres metálicos—. En las mesas hay varias personas que están deseando tu compañía.

El ceño de Allan se frunció y estuvo en un tris de golpear al fatuo individuo que parecía querer imponerle su presencia, pero Lina se dio cuenta de sus intenciones y puso su fina y delicada mano en el antebrazo del joven.

—No tiene importancia —le dijo, al tiempo que sonreía forzadamente—. El señor Burke tiene razón en lo que acaba de decir y no quiero que te busques complicaciones por mi culpa. ¿Por qué no has de hablar con él, mientras yo voy a atender a los clientes? Tal vez un rato de charla pueda resultar interesante para los dos.

Allan tranquilizó a la muchacha con una sonrisa, al tiempo que cariñosamente palmeaba la mano que se apoyaba en él y luego, cuando la joven se apartó de su lado, se acodó nuevamente en el mostrador y pareció ignorar la presencia del dueño del saloon.

—Ahora que estamos solos, lo mejor será que olvidemos nuestra pequeña rencilla de hace unos momentos —dijo Burke, con forzada sonrisa—. El instinto de las mujeres suele ser más certero que la inteligencia de los hombres y en esta ocasión no se ha engañado, al decir que unas palabras pueden ser convenientes para ambos.

—Celebraría que fuera así —contestó Allan, con cierta indiferencia— pero no veo que pueda haber de interesante entre nosotros. De todas formas, por hablar se pierde bien poco, así que desembucha de una vez lo que tengas que decirme.

Burke estuvo durante unos instantes contemplando la punta encendida de su cigarro y luego de soplarla suavemente, clavó en el rostro de Allan sus incoloras pupilas.

—Por lo que he oído decir de ti —comenzó a hablar con lentitud— sabes mover los puños de una manera harto eficiente. ¿Qué tal andas en el manejo de las armas?

—Lo suficiente listo como para poder confiar mi vida a ellas —contestó Allan, sin vacilar.

—Eso es cosa de la que muchos alardean —repuso Burke, mirándole con aquella su repulsiva fijeza— pero luego son bien pocos los que pueden mantener con hechos las afirmaciones.

—Nadie mejor para comprobarlo que tú mismo —dijo Allan, frunciendo el entrecejo—. No me gusta que se dude de mi palabra y si quieres puedo hacerte una demostración ahora mismo, aunque luego no quedes en condiciones de sacar provecho a la certeza adquirida.

—No he dudado ni un momento de lo que has dicho —contestó Burke, apresuradamente—. Solo quiero que sepas, que los mejores revólveres de la cuenca trabajan para mí. ¿Te ves capaz de competir con ellos, sin temor de hacer el ridículo?

—Hasta el presente he conseguido que nadie pueda burlarse de mí —dijo Allan, con sarcasmo— y los revólveres que he encontrado en mi camino no estaban precisamente manejados por novatos.

—En tal caso, creo que no nos será difícil llegar a un acuerdo —dijo Burke—. ¿En qué trabajas ahora y cuánto ganas?

—La verdad que te diga —contestó Allan, interesado— hace ya tiempo que no trabajo en nada. Tenía unos cuantos dólares guardados y estoy viajando con un fin determinado.

—¿Puede saberse cuál es ese fin? —preguntó Burke.

—Por mi parte no tengo inconveniente en decírtelo —respondió el joven—, pero acto seguido tendría que matarte. ¿Sigues teniendo curiosidad por saberlo?

—No, a un precio tan elevado —contestó Burke, con forzada sonrisa—. En realidad nada me importa quién seas ni de dónde vienes. Me basta con que reúnas las condiciones de que hemos hablado.

—De esa forma, tal vez lleguemos a entendernos —dijo Allan, dulcificando algo el acento de su voz—. ¿Qué es lo que quieres de mí?

—¿Te gustaría ganar cincuenta dólares diarios? —preguntó Burke sin andarse con rodeos.

—¿Mil quinientos dólares mensuales? —interrogó Allan, luego de lanzar un silbido de admiración—. ¿Es que quieres dedicarme al atraco de bancos o al asalto de diligencias? No querrás hacerme creer que una cantidad así puede ganarse honradamente.

—Todo depende del concepto que tengas de la honradez —contestó Burke, frunciendo los labios en extraña mueca—. Robar, lo que se llama robar, no tendrás que hacerlo, si eso es lo que quieres decir.

—Pues en ese caso —dijo Allan— mil quinientos dólares son mil quinientas buenas razones para que el asunto me interese. Desembucha de una vez y dime qué es lo que tengo que hacer.

—Si no tienes mala memoria —comenzó a decir Burke, sonriendo con suficiencia— recordarás que antes te he dicho que tengo varios saloons establecidos por los pueblos cercanos. Personalmente me es imposible atender al mantenimiento del orden en todos ellos, y aunque pudiera, tampoco lo haría, pues yo soy esencialmente pacífico y las peleas son algo que va contra mi modo de ser y me atacan los nervios. No tengo más remedio que encargar a otros de ese menester y comprenderás que tienen que ser personas que sepan hacerse respetar. Justamente en el saloon que tengo en Blastov, hay una vacante de encargado que tú podrías ir a ocupar.

—¿Y cuál sería, concretamente, mi labor? —preguntó Allan, aunque ya se suponía la respuesta.

—Sencillamente evitar que hayan peleas —repuso Burke— y si alguna vez se suscitaran, ponerte siempre de parte de la casa, tenga o no tenga razón. No voy a ocultarte que en cada uno de mis saloons tengo a un par de tahúres que hacen verdaderas maravillas con las cartas en la mano y tú debes salvaguardarlos en todo momento. Cualquier cuestión que se suscite deberás resolverla por los medios que creas más convenientes y aunque yo no te digo que uses las armas, tampoco te aconsejo que dejes de hacerlo en caso necesario. En resumen, debes de hacerte respetar por todos los vecinos del pueblo y sus alrededores y procurar en lo posible que, al menos en apariencia, la razón esté de nuestra parte. Creo que ya me habrás comprendido. ¿Verdad?

—Llamo a las cosas por su nombre —contestó Allan, con una sonrisa indefinible— debo de ser la piedra con que tropiecen todos aquellos que no quieran dejarse robar impunemente.

—La palabra robar no es la más apropiada en este caso —repuso Burke con presteza— puesto que yo no obligo a nadie a entrar en el saloon y mucho menos a que se sienten en las mesas de juego. Tengo la seguridad de que todos me harían trampas si pudiesen y no hago más que pagarles con la misma moneda. Ahora dime si te interesa o no el empleo que te ofrezco.

Allan hizo un rápido cálculo mental de su situación. No le hacía ninguna gracia pasar a ser empleado en uno de aquellos garitos pero los escasos dólares que constituían su patrimonio se iban agotando rápidamente y él necesitaba de algún dinero, para poder proseguir en busca del objetivo que le había llevado a aquella región tan apartada de su propio pueblo. Además, si aceptaba el trato, no tenía por qué ser para tiempo indefinido y dos meses le bastarían para reunir tres mil dólares.

—Creo que el asunto es el más apropiado para mí, por lo menos de momento —contestó, luego de un corto silencio—. Tú dirás cuando debo partir hacia Blastov, para hacerme cargo del garito que tienes allí.

—Hay una cosa que deseo no eches en olvido —dijo Burke, con aire de suficiencia—. En lo sucesivo y mientras trabajes a mis órdenes, debes suprimir el tuteo cuando hables conmigo. No es que personalmente me importe gran cosa, pero los demás empleados míos podrían sentirse con iguales derechos y ello traería consigo un resquebrajamiento de la disciplina que no estoy dispuesto a tolerar.

—Por mil quinientos dólares mensuales, soy capaz de llamarle excelencia si ése es su deseo —contestó Allan con una inclinación de cabeza, sonriendo burlón—. Y ahora que ya estamos de acuerdo. ¿Qué le parece un whisky para celebrarlo? Podríamos invitar a la muchacha.

—Quiero advertirte que te abstengas de rondar a esa chica —le cortó Burke, con acento un tanto molesto—. Lina es cosa mía y no me gustaría que uniéramos que disgustarnos por ella.

—Nunca he permitido que una mujer se interponga en el camino de mi conveniencia —repuso Allan sin abandonar su sonrisa—. Tengo la seguridad de que en lo sucesivo parecerá como si esa muchacha no existiera para mí. Será mejor que bebamos nosotros solos, a menos que le moleste hacerlo con uno de sus subordinados —terminó con cierta mordacidad.

—No sólo no me molesta, sino que incluso suelo hacerlo con mucha frecuencia —dijo Burke, que pareció no advertir la ironía con que Allan se había expresado— y para que veas que os distingo de los demás clientes, vamos a beber un whisky cómo es posible que no lo hayas probado nunca.

Al terminar de hablar hizo una señal al encargado del mostrador y éste se apresuró a poner ante ellos dos vasos y una botella de marca desconocida para Allan.

—Verdaderamente que es un whisky excepcional —dijo el joven, luego de paladear con fruición la porción de licor que Burke le había servido—. ¿De dónde diablos ha podido sacarlo?

—Lo tengo reservado solamente para los buenos amigos —contestó Burke, visiblemente halagado— pero no digo a nadie dónde lo consigo, ni permito que se beba de él como no sea en mi compañía. ¿Qué estás haciendo, yendo de un lado para otro? —Preguntó a Lina, que en aquel momento pasaba por cerca de ellos—. Acércate y bebe un vaso con nosotros. Este muchacho ya es amigo nuestro. A propósito —preguntó—. ¿Cómo te llamas? Hemos hablado mucho, pero no se me ha ocurrido preguntarte tu nombre. Te advierto —siguió diciendo con volubilidad— que si quieres esconder el verdadero, puedes hacerlo. Cualquiera es bueno, para que pueda llamarte por él.

—Mi nombre no figura entre los papeles de ningún sheriff, si es eso lo que insinúa —contestó el joven—. Me llamo Allan Lee y no tengo por qué ocultarlo.

—¿Y dices que ya sois amigos? —preguntó Lina, interesada.

—No solamente amigos, sino que desde hace unos momentos, Allan es el encargado del saloon de Blastov —contestó Burke, con acento satisfecho—. Estoy seguro de que reúne todas las condiciones necesarias, para saberse imponer en ese pueblo. El ambiente allí, es un hueso demasiado duro de roer para Jack y Stan.

Aquellas palabras hicieron comprender a Allan que su labor no iba a desligarse precisamente sobre un sendero de rosas, pero fingió no haberlo observado y se limitó a preguntar:

—¿Quiénes son esos Jack y Stan? ¿Acaso dos encargados que están allí interinamente?

—Son los dos tahúres que tengo destinados en Blastov —contestó Burke, queriendo quitar importancia a la cosa—. Al encargado que había le salieron mal los cálculos la semana pasada y un individuo llamado Darle, pudo sacar el revólver antes que él. No me fío mucho de la eficiencia de esos dos tahúres, y aunque ellos afirman que se bastan para hacerse respetar, no estoy yo de acuerdo con ellos y por eso tengo que enviarte allí.

—Tendré que darte la enhorabuena —dijo Lina dirigiéndose a Allan—. En poco rato has conseguido más que otros en varios días.

—Todo ha sido cuestión de un poco de suerte —contestó Allan, a quien no se le escapó una nube de tristeza que empañaba las negras pupilas de la muchacha—. Y a propósito —continuó, mirando a Burke—. ¿Cómo es que el encargado de este saloon, no ha intervenido durante mi pelea con Red?

—¿Quién te dice que no haya intervenido? —preguntó Burke, luego de una breve carcajada que sonó desagradablemente en los oídos de Allan—. Sí que lo ha hecho, y más de lo que hubiera querido. El encargado de este saloon es precisamente él.

—Pues no puede decirse que en esta ocasión haya cumplido muy bien su cometido —hizo observar Allan, al tiempo que sonreía levemente—. Y le advierto que ha tenido buena suerte. Hubiéramos podido usar los colts y el resultado hubiese sido menos favorable para él.

—Pareces muy seguro de lo que estás diciendo —objetó Burke, con una sonrisa de ironía—. Te advierto que Red no es manco. Lleva dos revólveres en las caderas y sabe muy bien cómo han de usarse.

—Lo mismo decían de sus puños ¿no? —dijo Allan, maliciosamente—. Y sin embargo, ya ha visto el resultado. Hablando de otra cosa. ¿Sabe que hay un tipo que no me gusta nada y que no nos quita ojo de encima? Me refiero a aquel individuo más bien pequeño, que lleva un sombrero negro.

—Tendrás que acostumbrarte a su presencia, pues es el encargado de velar por mi seguridad personal. Se llama Rice y es el mejor pistolero que jamás ha pisado estas tierras —afirmó Burke, categórico—. No es fácil que tengas ocasión de hablar con él. Casi nunca le permito que lo haga con mis hombres, pues no quiero que tenga amistad con ellos. Siempre resulta desagradable tener que suprimir a un amigo y nadie sabe cómo pueden venir las cosas.

—Ya veo que ha prevenido todas las eventualidades —dijo Allan, con cierto sarcasmo, dándose cuenta de la velada amenaza que encerraban las palabras de Burke—. Sin embargo —añadió, por el mero placer de devolverle la pelota— si yo quisiera matar a un hombre, ningún pistolero podría evitarlo.

—Bien se ve que no conoces a Rice —comentó Burke, con una sonrisa de superioridad.

—Convengamos en que tampoco, ni él ni usted, me conocen a mí —repuso Allan, con leve sonrisa—. Nadie sabe de lo que es capaz cada cual, hasta que la ocasión se presenta. Espero y deseo que entre nosotros no suceda nunca.

—Lo sentiría por ti, muchacho —dijo Burke, con seguridad.

—Eso mismo estaba pensando —contestó Allan, con la mirada fija en las extrañas pupilas de Burke—. No es divertido enviar coronas de flores a los conocidos. Y ahora —prosiguió, como si sus palabras hubieran sido dichas sin intención alguna— con su permiso y el de Lina me voy a acostar. Hoy ha sido un día de mucho ajetreo y ya estoy deseando descansar. Mañana sin falta, pasaré por aquí antes de la hora de comer.

—¡Qué hombre más extraño! —musitó Lina, sin darse cuenta de que hablaba en alta voz.

—Muy extraño, en efecto —contestó Burke, cuya mirada no se apartó de Allan hasta que éste salió por la puerta—. Tanto, que no me extrañaría que… ¡Bueno! ¡Ya veremos! Me hace el efecto de que es un arma de dos filos. Todo consistirá en saberlo manejar y en último extremo…

No terminó la frase, pero sus ojos se dirigieron hacia Rice, con significativa expresión.

 

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