Epílogo
A lo largo de estas páginas hemos podido comprobar que, tal como se apuntaba en la introducción, la historia de la Segunda Guerra Mundial se va escribiendo día a día. Conforme se van conociendo hechos que hasta el momento habían permanecido ocultos, nuestra visión de este conflicto va variando. Gracias a la aparición de esos documentos, se va ampliando el conocimiento de este período histórico y vamos obteniendo respuestas pero, a la vez, van surgiendo nuevas preguntas.
Algunas de las cuestiones que el lector se planteará son: ¿Qué otras historias encierran los millones de documentos que aún hoy permanecen clasificados? ¿Qué verdades históricas comúnmente aceptadas quedarán dinamitadas? ¿Qué revelaciones sorprendentes nos proporcionarán los próximos años?
Es imposible contestar, hoy por hoy, a esas preguntas, pero sí se pueden establecer algunas reflexiones.
La primera es admirarse ante el logro que supone haber mantenido ocultas estas historias durante décadas, sin que se produjesen, en la mayoría de casos, fugas de información. Ni siquiera aquellos que las protagonizaron o que participaron de algún modo, sumando en ocasiones decenas o incluso centenares de personas, revelaron nada. Hoy día es impensable que pudiera darse algo similar, pero entonces sí que fue posible. Sin duda, ese fenómeno, por su magnitud y eficacia, requeriría un estudio particular.
Igualmente, es asombroso el hecho de que se considere todavía hoy, ya entrado el siglo XXI, que algunas de esas informaciones puedan resultar peligrosas si salen a la luz. La honorabilidad de los gobiernos y los personajes de aquella época es salvaguardada por los gobernantes actuales, impidiendo la desclasificación de los documentos que pueden poner ese honor en entredicho. ¿Qué consecuencias podría tener el conocimiento de esos hechos? Ésa es una incógnita que tardará tiempo en despejarse.
Otra reflexión interesante sería la relativa a la importancia de la gestión de la información en tiempo de guerra. Como hemos visto, las potencias en liza, especialmente los Aliados, advirtieron de inmediato que la información era un frente más, al que había que dedicarle todos los recursos necesarios. Y, del mismo modo que si se tratase de una batalla, había que luchar con todos los medios disponibles, lo que incluía, por ejemplo, sacrificar la verdad en aras de la derrota del enemigo. Durante la guerra, esa posición era lógica, pero tras la contienda dejaba de tener razón de ser. Aun así, los documentos que contradecían las verdades establecidas por los vencedores quedaron ocultos durante décadas, y muchos de ellos permanecen aún en los archivos.
Este razonamiento nos llevaría por cauces cada vez más inquietantes, pues no hay por qué pensar que los gobiernos hayan renunciado a esa exitosa estrategia de la ocultación seguida tras la Segunda Guerra Mundial, pero este aspecto ya abandonaría el terreno de la historiografía para entrar de lleno en el ámbito de la especulación.
Sin embargo, nada indica que no siga vigente, con total actualidad, la célebre y clarividente afirmación de Winston Churchill: «La verdad, a veces, es tan valiosa que debe ir acompañada por un guardaespaldas de mentiras».