Capítulo 3
Las divisiones del Papa
Pese a su obvia insignificancia como potencia militar, el Vaticano jugó un papel destacado durante la Segunda Guerra Mundial. El dictador soviético, Josif Stalin, intentó restar importancia a su influencia, preguntando de forma retórica en una ocasión que «con cuántas divisiones contaba el Papa», pero la verdad es que la Iglesia católica dispuso durante el conflicto de una enorme capacidad de influencia en el desarrollo de éste.
Por un lado, gracias a sus acrisolados servicios secretos, el Vaticano pudo mantenerse puntualmente informado de todo lo que ocurría, tanto en las esferas oficiales como en las áreas en lucha y, por otro, las Iglesias locales gozaron de un potencial de acción que se extendía prácticamente por toda Europa.
Sin embargo, el aprovechamiento de esas capacidades por parte del papa Pío XII para salvaguardar los principios humanitarios ha sido puesto en tela de juicio por los historiadores. Especialmente controvertida fue la actitud del sumo pontífice en relación a la persecución y el exterminio de los judíos. Mientras el debate continúa, su solución queda a expensas de que algún día se desclasifiquen los documentos secretos relativos al polémico pontificado de Pío XII.
¿Colaboró la Iglesia católica con Hitler?
¿Colaboró la Iglesia católica con Hitler?
Para cualquier historiador, el gran objeto de deseo es el archivo secreto del Vaticano. A buen seguro, en él se encuentran documentos que trastocarían por completo las verdades históricas comúnmente aceptadas. En lo que hace referencia a la Segunda Guerra Mundial, no sería una excepción.
No obstante, las peticiones de los historiadores para bucear en los archivos vaticanos en busca de respuestas a las numerosas cuestiones polémicas de la contienda de 1939-1945 son sistemáticamente ignoradas. Por el momento, los investigadores deben conformarse con los documentos correspondientes al papado de Pío XI, que abarca desde el 6 de febrero de 1922 al 10 de febrero de 1939, y que fueron desclasificados en septiembre de 2006. Durante ese turbulento período se produjo el auge del fascismo, la génesis de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Civil española.
En total fueron 30 000 los documentos desclasificados pertenecientes a esos años cruciales. El papa Juan Pablo II había anunciado ya la apertura de esos archivos, pero se necesitó más de un año y medio para que un equipo de expertos hiciera posible el acceso a los documentos correspondientes a este período. En su primer día de apertura, medio centenar de investigadores acudieron en busca de revelaciones que arrojasen luz sobre esa etapa histórica.
En estos archivos se encuentran cartas y documentos para analizar por ejemplo el comportamiento de Pío XI durante la guerra española y su relación con el general Franco, así como durante el fascismo en Italia y las leyes raciales contra los judíos.
Uno de los acontecimientos más destacados del papado de Pío XI, un ferviente anticomunista, fue la firma del Tratado de Letrán (1929) con el régimen de Mussolini, acuerdo que puso fin a las diferencias de la Santa Sede con el Estado italiano y que supuso la creación del Estado del Vaticano. Pero, con ser ese período histórico muy interesante, la esperanza de los investigadores es hallar las claves para desentrañar una controvertida cuestión que ha hecho correr ríos de tinta: la relación entre la Iglesia católica y el régimen nazi y su actitud ante el exterminio de los judíos. Para ello son decisivos los documentos relativos a la figura del cardenal Eugenio Pacelli, el secretario de Estado y brazo derecho de Pío XI, y que le sucedería en la silla de san Pedro con el nombre de Pío XII.
A la espera del día en el que se abran los archivos pertenecientes al polémico pontificado de Pío XII, los historiadores han de conformarse con los del papado anterior. Pero el Vaticano, para contrarrestar las acusaciones de colaboración entre Pío XII y los regímenes nazi y fascista, decidió en 2005 abrir a los investigadores el fondo de la Oficina de informaciones vaticana para los prisioneros de guerra, que comprende documentos de 1939 a 1947 sobre 2.100 000 prisioneros de la Segunda Guerra Mundial. También se procedió a la apertura de los archivos de las nunciaturas de Múnich y de Berlín, pero en este caso solamente de los documentos fechados hasta 1939.
Hasta que se desclasifiquen los documentos pertenecientes al período de la Segunda Guerra Mundial, las relaciones de la Iglesia católica con el régimen nazi continuarán sujetas a una gran controversia. Como se ha apuntado, uno de los asuntos más espinosos es dilucidar si el Vaticano estaba al corriente del asesinato masivo de judíos en los campos de exterminio. Todo parece señalar en esa dirección, pues hay constancia de un buen número de testigos que acudieron a diferentes instancias reclamando una acción del Vaticano para poner fin a la matanza a gran escala que se estaba llevando a cabo.
Obviamente, los que dieron la voz de alarma de lo que estaba ocurriendo en el interior de esos campos fueron los escasos prisioneros que lograron escapar. Pero también hubo testimonios procedentes de la propia maquinaria de guerra nazi, como por ejemplo el doctor Kurt Gerstein. Este médico alemán entró en las Waffen SS en 1941 con el grado de teniente, y se le nombró «técnico para la higiene». Si al principio el doctor Gerstein pensaba que sus competencias servirían para purificar el agua para los soldados, pronto se dio cuenta de que sus trabajos con el gas venenoso Zyklon B estaban de hecho destinados a la exterminación de judíos y gitanos en los campos de Auschwitz, Belzec, Treblinka y Sobibor.
Desde que Kurt Gerstein tuvo conocimiento del genocidio que estaba en marcha, intentó prevenir al Vaticano reclamando ser recibido por el nuncio del Papa, pero todos sus esfuerzos fueron en vano. Logró sin embargo prevenir, entre otros, al encargado de asuntos suecos, el barón Von Otter, a la jerarquía de las diversas Iglesias protestantes alemanas opuestas al régimen nazi, a algunos miembros de la resistencia holandesa y al diplomático suizo Paul Hochstrasser. Teniendo en cuenta que el Estado Vaticano es seguramente el que dispone de una red mayor de informadores en todo el mundo, y su vasta experiencia en relaciones internacionales, acuñada a lo largo de muchos siglos, es impensable que no conociese las atrocidades que en esos momentos estaban cometiendo los nazis.
Las alertas llegaron también desde el interior de la propia Iglesia. En junio de 1942, el arzobispo de Friburgo informó a la Santa Sede de las masacres de judíos en los países del Este. El mismo año, el obispo de Osnabrück se expresó así al Papa: «La eliminación total de los judíos subsiste claramente, ¿qué puede suceder? Los obispos, ¿pueden lanzar desde su cátedra una protesta pública?». Se desconoce la respuesta papal.
El nuncio apostólico de Suiza, monseñor Bernardini, tuvo contacto con Gerhart Riegner, miembro del Congreso Judío Mundial, que había elaborado un censo de las persecuciones contra los judíos en toda Europa. También se desconoce si el Vaticano emprendió alguna iniciativa.
En 1942, un resistente católico polaco, Jan Karski, fue solicitado por judíos del ghetto de Varsovia para que trasladase al Vaticano la descripción de los detalles de lo que allí venía ocurriendo. Estos resistentes judíos pensaban que los otros judíos no se dejarían arrastrar a los campos de exterminio si estaban al corriente de lo que sucedía. Muchos pensaban que el destino de los trenes a los que subían eran centros de trabajo en el este. La Iglesia católica era bastante influyente para prevenir a todo el mundo de las atrocidades que se estaban cometiendo, lo que podía alentar la resistencia de los judíos.
El resistente polaco volvió y partió clandestinamente del gueto, en el que pudo ver las condiciones del trato dado a los judíos. Luego éste atravesó Europa para entrevistarse con el presidente polaco exiliado en Londres. Este último tuvo acceso al Papa para relatarle las barbaries perpetradas con los judíos en Polonia. La única acción que llevaría a cabo el pontífice sería una velada referencia en su discurso de Navidad de 1942, en el que expresó sus votos «por los que, por la simple cuestión de raza, son condenados». Para los que esperaban que Pío XII reaccionase decididamente a favor de que en esos momentos estaban sufriendo a manos de los nazis, supuso una enorme decepción.
Tras la ocupación de Italia por las tropas alemanas en septiembre de 1943, después de la deserción del Ejército italiano, el Papa se vio forzado a tomar decisiones. El 16 octubre 1943, 1259 judíos de Roma fueron deportados; Pío XII perdió una oportunidad única para posicionarse de manera inequívoca contra la persecución de que eran objeto los judíos, simplemente acudiendo a la estación para evitar la salida de los trenes que les iban a conducir a los campos de exterminio. Sin embargo, se limitó a mandar abrir las puertas de los conventos de Roma para salvar, al menos, algunas centenas de judíos, una actitud que sus partidarios califican de valiente mientras que sus detractores la consideran muy poco heroica.
Pero los testimonios procedentes del horror seguirían llegando al Vaticano. El 20 junio de 1944, el nuncio apostólico de Checoslovaquia recibió a Rudolf Vrba, un evadido de Auschwitz, quien le describió la situación en este campo y le explicó que una nueva línea de tren acababa de crearse para aumentar las capacidades de exterminio. El informe de esta reunión debe hallarse también en los archivos vaticanos.
Los historiadores católicos han reconocido que Pío XII nunca condenó públicamente la política antisemita de los nazis. Una de las excusas a esta actitud es que el Papa no contaba con recursos para combatir el afán exterminador del Tercer Reich. Pero los hechos demuestran que esa percepción es, como mínimo, discutible. El Vaticano habría podido excomulgar a los nazis y llamar a los católicos a que resistieran.
Esta arma, la excomunión, sólo fue empleada una vez, contra Léon Degrelle, jefe de los fascistas belgas y miembro de las SS, quien fue excomulgado por haber agredido a un sacerdote. Los otros jefes nazis católicos aceptaron esta sentencia sin atreverse a expresar sus quejas a la jerarquía católica, lo que prueba que el Papa tenía un margen de maniobra más grande de lo que él podía suponer.
Si el Papa hubiera excomulgado a los nazis en su conjunto, el Tercer Reich hubiera tenido más dificultades para controlar Europa, al tener a los católicos en su contra. En un país de mayoría católica como Francia, esa condena papal hubiera puesto en serios aprietos al colaboracionista régimen de Vichy y, probablemente, las deportaciones de judíos franceses se hubieran visto obstaculizadas. Sin embargo no se hizo nada; la única protesta pública de la Iglesia fue la que Pío XII dirigió al presidente húngaro, Miklós Horthy, contra los sufrimientos infligidos a los judíos, pero ésta se produjo a finales de 1944, cuando estaba claro que la Alemania nazi había perdido la guerra.
Otro ejemplo de que la Iglesia católica contaba con muchas más cartas en su mano de las que creía tener sería lo ocurrido con el programa de exterminio llevado a cabo contra los enfermos mentales en Alemania. Se trataba de la acción denominada «T4», por la que se acabó con la vida de entre 70 000 y 90 000 pacientes mediante inyección letal o inhalación de gas carbónico.
Éste era un programa organizado para asesinar en masa a los alemanes no judíos que padeciesen una enfermedad mental grave. Hitler entendía que el plan T4 era «razonable», puesto que se podía hacer un uso más eficaz de hospitales, médicos y personal sanitario en una situación de guerra a cambio de aniquilar a personas improductivas que sólo generaban gastos al Estado. Uno de los impulsores de este proyecto, el doctor Joseph Mayer, reconoció que el plan T4 era contrario a la doctrina de la Iglesia católica, pero comunicó a Hitler que no esperaba una oposición militante. En consecuencia, el plan T4 se puso en marcha en 1939.
Pero Mayer erró en su apreciación. Entonces estaba vigente el Concordato entre Alemania y la Santa Sede[30] —aunque era sistemáticamente vulnerado por Hitler—, por el que la Iglesia católica no podía inmiscuirse en la política del régimen, pero aun así la Iglesia se opuso de manera frontal a este plan de exterminio, mediante la publicación de cartas pastorales. El principal altavoz de la postura de la Iglesia sería monseñor Von Galen, quien, con una oratoria clara y contundente, denunció sin ambages las consecuencias criminales del nazismo, haciendo también una referencia clara al trágico destino del pueblo judío. Ante la extensión de las protestas desde los púlpitos, el 24 de agosto de 1941 Hitler decidió cancelar el plan T4. Los católicos habían ganado esa batalla, pero el Papa prefirió no emplear esa fuerza para denunciar los otros abusos que estaba cometiendo el Tercer Reich, una fuerza que se había demostrado sorprendentemente eficaz.
Según los historiadores católicos, el silencio del Papa se explicaría por la voluntad de no agravar la situación y proteger así a los católicos que vivían tanto en Alemania como en los países que se hallaban bajo dominio germano, pese a que, tal como se ha visto, Hitler rehuyó el combate contra la Iglesia católica cuando ésta se mostró contraria a sus designios. Posiblemente, la protección del patrimonio de la Iglesia católica también pudo tener su peso para adoptar esta actitud. El Papa había sido durante varios años el nuncio apostólico en Alemania, por lo que conocía a la perfección la situación de la Iglesia en ese país, además de conocer personalmente a muchos católicos alemanes. Según sus defensores, Pío XII tenía miedo de que, si excomulgaba a los nazis, los veintidós millones de católicos alemanes fueran perseguidos.
Otro aspecto importante a tener en cuenta es el hecho de que la Alemania nazi estaba combatiendo a la Unión Soviética. En esos momentos, el gran enemigo de la Iglesia católica era el comunismo, y Hitler era quien estaba luchando contra él. El silencio del Papa también hay que entenderlo desde ese punto de vista. Un dato que vendría a abonar esta circunstancia es que el Papa condenó públicamente la agresión de Finlandia por la Unión Soviética en 1939, una condena que no se daría con motivo de las agresiones militares del Eje a otros países. Es posible que el declarado antibolchevismo de los nazis les hubiera salvado de esa condena papal, pues es lógico que Pío XII no desease debilitar a quien estaba luchando contra el que era considerado desde hacía dos décadas el gran enemigo de la Iglesia católica.
Si el Vaticano nunca apoyó de manera oficial a los regímenes nazis y fascistas, lo que es innegable es que estos regímenes ejercían una cierta seducción en muchos clérigos y en el propio papa Pío XII. Por ejemplo, en agosto de 1936, los obispos alemanes publicaron una declaración en la que imploraban «la bendición del Cielo para la obra del Führer». Por otro lado, la prensa católica francesa mostró claramente su apoyo al régimen colaboracionista. Otro ejemplo lo constituye el régimen político de Eslovaquia, presidido por un sacerdote, Jozef Tiso, quien ejerció el poder gracias a la protección de los nazis. En contrapartida a este apoyo, el líder eslovaco entregaría un total de 60 000 judíos a los alemanes.
No obstante, los historiadores no se ponen de acuerdo sobre el papel jugado por Pío XII. Los favorables al pontífice han destacado que el New York Times, en su editorial de Navidad de 1941, elogió al Papa por «situarse plenamente contra el hitlerismo» y por «no dejar duda de que los objetivos de los nazis son irreconciliables con su propio concepto de la paz cristiana».
Varios historiadores judíos han documentado los esfuerzos del Vaticano en favor de los hebreos perseguidos, señalando que en septiembre de 1943 Pío XII llegó a ofrecer bienes del Vaticano como rescate de judíos apresados por los nazis. El Congreso Judío Mundial agradeció en 1945 la intervención del Papa, con un generoso donativo al Vaticano. En el mismo año, el gran rabino de Jerusalén, Isaac Herzog, envió a Pío XII una bendición especial «por sus esfuerzos para salvar vidas judías durante la ocupación nazi de Italia». Israel Zolli, gran rabino de Roma, quien pudo apreciar los esfuerzos del Papa por los judíos en la Ciudad Eterna, al terminar la guerra se hizo católico y tomó en el bautismo el nombre de pila del Papa, Eugenio, en señal de gratitud. Con posterioridad, Zolli escribiría un libro dejando constancia de numerosos testimonios sobre la actuación de Pío XII.
También a favor de Pío XII se pueden esgrimir las informaciones desveladas tras la apertura de los archivos de la Stasi, la policía política de Alemania oriental. Esos archivos, además de contener informes sobre la actitud del Vaticano durante la Guerra Fría, incluían documentación relativa al período de la Segunda Guerra Mundial. Según unos documentos que habían permanecido en esos archivos de la República Democrática de Alemania, a los que había tenido acceso el diario italiano La Repubblica en abril del 2007, la Santa Sede era contemplada por los nazis como uno de los mayores enemigos del Tercer Reich, concentrando ese carácter hostil en el Papa. Los servicios secretos germanos tenían en el Vaticano un objetivo de primer orden; habían establecido una tupida red capaz de interceptar correspondencia importante, como una carta del secretario de Estado, Luigi Maglione, en la que contaba que «el Papa se ha construido un refugio antiaéreo al que se puede acceder en ascensor».
Otro tema que irritaba profundamente a los dirigentes alemanes era la actitud de Pío XII a favor de la Polonia ocupada: «La Santa sede no se ha limitado a ayudar a los polacos prófugos en varios países, sino también a los que han quedado en la patria», se puede leer en uno de los informes del archivo de la Stasi, donde además se asegura que el Vaticano ayudaba a los judíos polacos.
El estudio de esos documentos ofrece la imagen de un Pío XII hábil y decidido. Según el padre Giovanni Sale, historiador de la revista Civiltá Cattolica, a finales de 1945 se inició una campaña anti-Pacelli cuyo origen estaba en Radio Moscú y en el diario Pravda, que crearon la «leyenda negra» sobre el pontífice. Los documentos encontrados en los archivos de la Stasi confirmarían esta idea, ya que tampoco para el gobierno comunista de Alemania oriental el Papa sería una persona grata.
La tesis de que el cuestionamiento de la actitud del Papa durante la guerra tiene su origen en una campaña alentada por la Unión Soviética supuestamente se confirmó en enero de 2007, cuando un exespía de la KGB denunció que el Kremlin y los servicios secretos soviéticos, la KGB, orquestaron una campaña en los años sesenta contra la Iglesia católica, en donde el principal objetivo era hacer que calase en la opinión pública la idea de que Pío XII simpatizaba con el régimen nazi.
En la revista norteamericana National Review Online, Ion Mihai Pacepa, exespía de la KGB de origen rumano, explicó que «en febrero de 1960, Nikita Khrushchev aprobó un plan secreto para destruir la autoridad moral del Vaticano en Europa occidental. Pío XII fue escogido como el principal objetivo de la KGB, su encarnación del mal, porque ya había dejado el mundo en 1958. “Los muertos no pueden defenderse” fue el lema de la KGB entonces». El nombre clave de esta campaña fue «Asiento 12».
Pacepa indicó en su artículo que la KGB basó sus difamaciones en que el entonces arzobispo Pacelli había servido como Nuncio Apostólico en Múnich y Berlín. Según el antiguo agente, «la KGB quería presentarlo como un antisemita que había alentado el holocausto de Hitler», y dijo que para lograrlo la KGB quería «modificar levemente» algunos documentos originales del Vaticano y para eso lo llamaron a él, cuando trabajaba en el servicio de inteligencia rumano.
Entre 1960 y 1962, el espía envió cientos de documentos a la KGB relacionados con Pío XII. Según explicó, ninguno incriminaba al Pontífice, pero de igual modo los enviaba para su posterior modificación. Esos documentos alterados fueron utilizados luego para producir una obra de teatro en la que se atacaba al Pontífice; se estrenó en la Alemania de 1963 bajo el título de El Vicario, una tragedia cristiana, y proponía que Pío XII apoyó a Hitler, alentándole a seguir adelante con el holocausto judío. A su vez, el director de la obra argumentaba falsamente que tenía 40 páginas de información que sustentaban lo que la obra mostraba. Un año después fue estrenada en Nueva York y traducida posteriormente a veinte idiomas, convirtiéndose luego en referencia obligada para una oleada de libros y artículos en donde se acusaba a Pío XII de connivencia con el nazismo.
«Hoy en día, mucha gente que nunca escuchó nada de El Vicario está sinceramente convencida de que Pío XII fue un hombre frío y despiadado que odiaba a los judíos y que ayudó a Hitler a eliminarlos», explicó entonces Pacepa y añadió que «como jefe de la KGB, Yuri Andropov, el incomparable maestro del engaño soviético, solía decirme que las personas están más dispuestas a creer la maldad que en la santidad». Pacepa también destacó que la verdad se conociese en un momento en el que el proceso de canonización de Pío XII estaba en marcha. «Los testigos de todo el mundo prueban que Pío XII era enemigo y no amigo de Hitler», sentenció el antiguo espía del KGB.
Fue precisamente a consecuencia de ese proceso de beatificación del papa Pacelli que salieron a luz otros documentos que vendrían a abonar la tesis de que el pontífice, pese a la imagen de una cierta connivencia con el nazismo, en realidad era enemigo del Tercer Reich y trabajaba en la sombra a favor de los perseguidos por ese régimen. En enero de 2005, el diario italiano Avvenire se hizo eco de unos documentos recogidos durante el proceso de beatificación. Se trataba del testimonio del general de la Waffen SS, Karl Friedrich Otto Wolff, que aparece en una declaración escrita en 1972 en Múnich. Según su trascendental testimonio, Wolff afirmó haber recibido «de Hitler en persona la orden de secuestrar al papa Pío XII». El general alemán afirmó entonces que Hitler planeó el rapto del Pontífice porque era «antinazi y amigo de los hebreos» y con el objetivo más amplio de «cancelar el cristianismo y sustituirlo con la nueva religión nazi».
El plan del secuestro fue meditado por el Führer «durante años», estudiado en todos sus detalles y solicitado insistentemente desde 1944, llegando a dar una suerte de ultimátum a Wolff para que lo pusiese en práctica. En mayo de ese año, el general alemán se reunió en audiencia con Pío XII y le confió las intenciones de Hitler. Wolff le pidió estar en guardia porque, aunque él no iba a cumplir la orden, «la situación era confusa y estaba llena de peligros».
Como prueba de su buena fe, el Papa pidió al general Wolff la liberación de dos líderes de la resistencia condenados a muerte. El general aceptó la petición el 3 de junio.
Según el periódico, las SS se habrían encargado de secuestrar al Papa, mientras el Kunsberg-Kommando, la organización nazi especializada en la catalogación de los documentos, se habría hecho cargo de los valiosísimos archivos vaticanos. En virtud del plan elaborado por Hitler, el Pontífice debía ser conducido al castillo de Lichtenstein, en Württemberg[31].
Según este diario, ya desde 1941 se temían en el Vaticano eventuales intervenciones nazis contra el Papa. En aquel año, algunos importantes documentos sobre las relaciones con el Tercer Reich fueron microfilmados y enviados al delegado apostólico en Washington, Amleto Cicognani. Además, Pío XII había mandado esconder sus cartas personales, mientras otros documentos de la secretaría de Estado fueron puestos a salvo en escondites de los archivos secretos para que no cayeran en manos de los nazis.
Pero a pesar de estos testimonios favorables sobre la actitud del Papa, son mayoría los historiadores que consideran que le faltó valor para denunciar el régimen criminal nazi y que estuvo en su mano haber hecho mucho más para salvar vidas humanas. La prueba más clara de ello es que Pío XII nunca proclamó una condena formal del nazismo, teniendo la oportunidad.
Sea cual sea la realidad de los hechos, esta polémica relación entre la Iglesia católica y el régimen nazi ha supuesto una presión enorme para el Vaticano. Sin embargo, decisiones como las beatificaciones del cardenal Schuster —amigo de Mussolini— en mayo de 1996 y del arzobispo Stepinac, entonces jefe de la Iglesia católica de Croacia —bajo un régimen colaborador de los nazis—, no han servido precisamente para clarificar el papel de la Iglesia católica en aquella etapa.
Con el objetivo de aliviarse de esta presión, el Vaticano decidió en octubre 1999 la creación de una comisión internacional de historiadores judíos y católicos «con el fin de acabar con las polémicas sobre el papel del Vaticano durante la guerra». Esta comisión entregó su informe en octubre de 2000; en él, los miembros de la comisión explicaron que los trabajos históricos de la Iglesia sobre este tema eran incompletos y reclamaron la apertura de los archivos del Vaticano del período 1939-1945. El Vaticano rechazó esta petición, lo que provocó la dimisión de los miembros judíos de esta comisión. Ésta quedaría definitivamente disuelta en julio de 2001.
Es significativo también que, un mes después de la entrega del informe de la comisión, el Vaticano se opusiera a las acciones judiciales emprendidas para conocer la procedencia de unas cantidades importantes de oro —por valor de varios millones de dólares— que permanecen en su banco, y que parecen tener su origen en el expolio a las víctimas del nazismo, aduciendo su calidad de Estado independiente.
Esta actitud obstruccionista contrasta con las posiciones comprensivas respecto a la magnitud del Holocausto expresadas por el papa Juan Pablo II en su carta apostólica del 26 de julio de 1939, en la que, con ocasión del cercano cincuenta aniversario del estallido de la Segunda Guerra Mundial, se expresó en los siguientes términos:
«Debe hacerse una mención especial de los prisioneros de guerra que, aislados, ofendidos y humillados, pagaron también, después de las asperezas de los combates, otro pesado tributo. Hay que recordar, por fin, que la creación de Gobiernos impuestos por los invasores en los Estados de la Europa central y oriental estuvo acompañada por medidas represivas y también por una multitud de ejecuciones para someter a las poblaciones reacias.
»Pero de todas estas medidas antihumanas, una de ellas constituye para siempre una vergüenza para la Humanidad: la barbarie planificada que se ensañó contra el pueblo judío. Objeto de la “solución final”, imaginada por una ideología aberrante, los judíos fueron sometidos a privaciones y brutalidades indescriptibles. Perseguidos primero con medidas vejatorias o discriminatorias, más tarde acabaron millones en campos de exterminio.
»Los judíos de Polonia, más que otros, vivieron este calvario: las imágenes del cerco del gueto de Varsovia, como lo que se supo sobre los campos de Auschwitz, de Majdanek o de Treblinka, superan en horror lo que humanamente se pueda imaginar (…).
»Deseo repetir aquí con fuerza que la hostilidad o el odio hacia el judaísmo están en total contradicción con la visión cristiana de la dignidad de la persona humana».
Como se ha comprobado, estas encomiables palabras no llegarían a plasmarse en hechos concretos. De todos modos, la Iglesia ha dado alguna muestra de transparencia sobre el período de la Segunda Guerra Mundial. Por ejemplo, en el año 2000, la Iglesia reconoció haber participado en el uso de empleo forzoso en la era nazi, lo que le llevó a aceptar el pago de 1,5 millones de euros en compensaciones a trabajadores extranjeros. En abril de 2008 la Iglesia publicó un informe relativo a este asunto, titulado «Trabajo Forzoso y la Iglesia Católica 1939-1945». Según ese documento, la Iglesia católica alemana explotó a casi 6000 trabajadores forzosos en la época de Hitler. Estos trabajadores desarrollaron su labor sobre todo en hospitales, hogares y jardines monásticos. No obstante, el número de empleados forzosos para la Iglesia fue una fracción mínima del total de trece millones de víctimas que se cree tuvieron que trabajar para los nazis, además de que está comprobado que sus condiciones no fueron tan malas como en otras organizaciones.
En las más de setecientas páginas de ese documento oficial se relata la suerte de los 1075 prisioneros de guerra y 4829 civiles que fueron obligados a trabajar para los nazis en casi 800 instituciones católicas para reforzar el esfuerzo bélico. La Iglesia protestante, que tiene en Alemania una dimensión aproximada a la de la católica, también admitió que recurrió a trabajadores forzosos aportados por el régimen.
Pero aunque pueda parecer que la Iglesia católica colaboró con el régimen nazi, es un hecho también que el temido cuerpo de las SS expropió más de 300 monasterios e instituciones católicas entre 1940 y 1942 y que miles de católicos fueron enviados a campos de concentración. Por lo tanto, la estrategia de la Iglesia católica alemana bajo el Tercer Reich fue en sí mismo contradictoria; uno de los autores del informe, Karl-Joseph Hummel, la definió con el término «antagonismo cooperativo».
Ese concepto serviría también para definir la estrategia seguida por el Vaticano durante la contienda. Esa cooperación desde el antagonismo inspiró muchas de las actuaciones del papado, una actitud que a la luz de los acontecimientos se presenta hoy como difícilmente defendible. De todos modos, no hay que olvidar que la Iglesia católica es una institución que permanece incólume desde hace veinte siglos, lo que demuestra que su estrategia global de supervivencia no ha sido desacertada.
Lo que desconocemos es hasta qué punto ese antagonismo con el régimen nacionalsocialista fue real, y hasta dónde llegó la colaboración. Como se ha indicado, los archivos relativos al controvertido pontificado de Pío XII no han sido todavía desclasificados. El Vaticano tiene la potestad de mantenerlos en secreto durante cien años, en función de su relevancia, por lo que no es descartable que aún no hayan nacido los afortunados historiadores que podrán acceder a los documentos que podrán despejar las brumas que rodean a la actitud de la Iglesia católica durante la Segunda Guerra Mundial.
El apoyo a los fascistas croatas
El apoyo a los fascistas croatas
Cuando el 6 de abril de 1941 Hitler ordenó la invasión de Yugoslavia, los fascistas croatas declararon la independencia de su país. El día 12, Hitler expuso su plan basado en un estatus «ario» para la nueva Croacia independiente, que estaría regida por Ante Pavelic. Los hombres de Pavelic, los ustachis, habían sido contrarios a la formación de Yugoslavia desde el final de la Primera Guerra Mundial, y ahora podían disfrutar por fin de una Croacia libre de su atadura con los serbios.
El papa Pío XII veía desde hacía años a los croatas como la vanguardia de la Iglesia católica en los Balcanes, por lo que se sintió satisfecho de la situación. Sin embargo, los fascistas croatas no cumplirían precisamente con los preceptos católicos; entre 1941 y 1945, los ustachis pusieron en práctica una auténtica estrategia del terror, basada en el asesinato sistemático de serbios ortodoxos. Pero no se limitarían a intentar acabar con sus enemigos históricos, sino que también se conjuraron para eliminar a todos aquellos considerados enemigos del régimen, como los gitanos, los judíos y los comunistas. La idea de Ante Pavelic era la de crear una Croacia católica pura mediante deportaciones y asesinatos masivos.
El 25 de abril de 1941 se decretó la prohibición de publicar textos en cirílico. Un mes después se aprobarían unas leyes antisemitas similares a las que regían en Alemania después de la Leyes de Nuremberg promulgadas en 1935. A finales de mayo, los primeros judíos de la capital, Zagreb, ya sufrían la deportación rumbo a los campos de exterminio.
Sobre la personalidad de Pavelic se ha escrito mucho, mezclándose la leyenda con la realidad. Por ejemplo, El conocido escritor y periodista italiano Curzio Malaparte (1898-1957) —pseudónimo de Kurt Erick Suckert, de padre alemán y madre italiana—, que en esos momentos era corresponsal de guerra del Corriere della Sera, relataría en una de sus obras una significativa y escalofriante anécdota sucedida durante una reunión con el líder croata:
«Mientras Pavelic seguía hablando, yo observaba una cesta de mimbre colocada sobre su mesa de despacho. Me pareció que estaba llena de marisco. Parecían ostras; pero sólo el bicho, sacado de su concha (…). Casertano —ministro plenipotenciario de Italia en Zagreb— me miró y me guiñó un ojo:
»—¡Se podría hacer una buena sopa de marisco!, ¿verdad?
»—Son ostras de Dalmacia, ¿no? —pregunté a Pavelic.
»Mostrándome los moluscos, que formaban una masa gelatinosa, me dijo con una afable sonrisa:
»—Es un regalo de mis fieles ustachis: ¡Veinte kilos de ojos humanos!»[32].
Las torturas y asesinatos de este grupo ultranacionalista serían tan terribles que incluso algunos miembros de las unidades alemanas que les daban apoyo llegaron a enviar informes a Berlín escandalizados por los excesos de los hombres de Pavelic.
Desde los comienzos del régimen fascista croata, Pío XII le mostró su apoyo público. Para él, los ustachi eran «la gran avanzadilla de la cristiandad». El pontífice premiaba así la lealtad demostrada por los croatas al papado durante trece siglos, sostenida en unas condiciones durísimas, teniendo por vecinos a los serbios, que habían tratado siempre de arrebatarles partes de su territorio para convertirlas en ortodoxas.
Pero el Papa tuvo que plantearse que su apoyo a los ustachis no podía ser tan incondicional cuando comenzaron a llegarle noticias de los abusos que se estaban produciendo. Los informadores del Vaticano en tierras croatas alertaron de masacres de población y civil y sacerdotes ortodoxos. Sin embargo, la Secretaría de Estado vaticana no tomó ninguna medida y se limitó a pedir a sus agentes en la zona que evitasen cualquier roce con las autoridades.
A partir del verano, el grado de brutalidad en la Croacia independiente aumentaría aún más. A indicación de Pavelic, quien se hacía llamar Poglavnik (el equivalente en croata de la palabra Führer), el Ministerio de Justicia croata reunió a los obispos para informarles de que era necesario tomar medidas drásticas para erradicar la presencia de ortodoxos, por lo que lanzó la consigna de que sólo les podía esperar la deportación y el exterminio. El mensaje caló de inmediato en los ustachis, que se lanzaron sin freno a una orgía de sangre y destrucción.
Los agentes del Vaticano continuaron documentando las masacres. En uno de estos informes se aseguraba que una banda de ustachis había detenido a 250 habitantes de un poblado, se les había obligado a cavar una zanja y, después de atarles las manos con alambre, se les había enterrado vivos.
En otro informe se relataba el caso de la detención de un sacerdote ortodoxo y su hijo de nueve años. Según el agente del Vaticano, el clérigo fue obligado a contemplar cómo despedazaban a su vástago con un hacha y después fue torturado, arrancándole la barba, reventándole los ojos y despellejándole vivo.
A pesar de estos datos concluyentes sobre el abyecto carácter del régimen fascista croata, Pío XII no dudó en mantener un encuentro secreto con Ante Pavelic mientras éste visitaba Italia para firmar un pacto con Mussolini. La reunión discurrió por cauces amistosos y el pontífice permitió que el dictador croata besase su anillo en señal de sumisión a la voluntad papal. No hubo ningún gesto de reprobación y Pavelic regresó a Croacia dispuesto a continuar por la senda sangrienta que había transitado.
Pío XII no disimuló en ningún momento su simpatía por los ultranacionalistas croatas. En julio de 1941 recibió al jefe de la policía de Zagreb, que tras la guerra sería acusado de crímenes contra la humanidad. En febrero de 1942, el pontífice recibió en audiencia a un pequeño grupo de las Juventudes Ustachis; con ellos se mostró disgustado, pero no por sus ignominiosas acciones, sino porque «a pesar de todo, nadie quería reconocer al único y verdadero enemigo de Europa: no se ha iniciado una auténtica cruzada militar común contra el bolchevismo[33]».
Hasta el final de la contienda serían asesinados en Croacia cerca de medio millón de serbios ortodoxos, 27 000 gitanos y unos 30 000 judíos de los 45 000 de los que constaba la comunidad hebrea.
Después de la guerra, los investigadores hallaron en los archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores de Italia las pruebas de que el Vaticano estuvo desde el primer momento al corriente de lo que sucedía en Croacia. Allí se encontraban informes descodificados de los agentes del servicio de espionaje papal que informaban a Roma del exterminio de pueblos enteros cuyo único crimen era ser mayoritariamente de religión ortodoxa.
La cuestión para la que no se encuentra respuesta es cómo fue posible que el papa Pío XII no hiciera nada para tratar de impedir esas matanzas. Posiblemente, el pontífice colocó en una balanza los aspectos negativos y los positivos para el catolicismo y creyó que apoyar el régimen de Pavelic, pese a su brutalidad, suponía dar un espaldarazo decisivo a la creación de un potente bastión católico en la convulsa zona de los Balcanes.
El Plan Tisserant
El Plan Tisserant
Cuando Hitler lanzó la Operación Barbarroja contra la Unión Soviética, el 22 de junio de 1941, el papa Pío XII vio ante sí la gran oportunidad de penetrar en el interior de quien él consideraba el gran enemigo del catolicismo. La entrada de la Wehrmacht en territorio soviético podía así facilitar la evangelización de un país en el que la religión había quedado arrinconada desde la Revolución de 1917. Y el pontífice no estaba dispuesto a dejar pasar esa ocasión.
Así pues, Pío XII llamó al cardenal Eugène Tisserant y al principal responsable de los agentes del Vaticano en el exterior, Robert Leiber, y les ordenó que pusieran en práctica un plan para enviar a territorio soviético misioneros católicos, con el fin de ir ganando para el catolicismo las zonas que iban siendo liberadas por las tropas germanas. El cardenal Tisserant se puso manos a la obra y, junto a Leiber, diseñó esa operación, que sería conocida como el «Plan Tisserant[34]».
Eugène Tisserant había nacido en la ciudad francesa de Nancy en 1884. Era especialista en lenguas orientales —ejerció como profesor de asirio— y fue conservador de los manuscritos orientales en la Biblioteca Vaticana. Obispo de Ostia, fue nombrado cardenal en 1936. Hombre de la máxima confianza de Pío XII, sería el encargado de llevar a cabo las misiones más delicadas.
La expansión del catolicismo en la Unión Soviética al compás de las tropas hitlerianas era una de esas misiones que requería de una especial discreción y eficacia. Una vez que el plan estuvo diseñado, Robert Leiber quedó fuera de la fase de ejecución; el enlace con los agentes vaticanos, que eran los que a la postre debían poner en práctica la operación, sería Nicolás Estorzi, conocido como Il Messagero (El Mensajero).
Estorzi era uno de los mejores espías con que contaba el Vaticano. Tenía un conocimiento exhaustivo de todo lo que ocurría en el interior del Tercer Reich, incluidas las mejoras armamentísticas o los planes de guerra, y luego se había encargado de trasladarlas puntualmente al papado, por lo que se había ganado algunos enemigos en Alemania. Il Messagero había demostrado ser un agente extraordinariamente eficaz y con escasos reparos morales, si creemos las versiones que aseguran que estuvo detrás de la desaparición de algunas personas que resultaban incómodas para los intereses del Vaticano.
Por lo tanto, el tándem Tisserant-Estorzi sería el encargado de acometer esa ambiciosa penetración católica en la Unión Soviética. La base del plan era la de reclutar capellanes, ayudados por sacerdotes españoles e italianos, para acompañar a las unidades que luchaban en el frente ruso. Estorzi se encargó de reclutar a los sacerdotes que llevarían a cabo el plan; para ello se dedicó a entrevistar uno por uno a los candidatos. Los encuentros se desarrollaron en varios lugares de Italia, Bélgica y Moravia.
Evidentemente, no hubo ningún tipo de convocatoria pública para cubrir esas plazas, sino que los capellanes que acudieron a esos centros de reclutamiento eran agentes que trabajaban para el Vaticano en sus países y que estaban deseosos de participar en esa misión para expandir la influencia de la Iglesia católica. Pero cuando las noticias de esta operación llegaron a oídos alemanes, las autoridades nazis la contemplaron con recelo, pues suponía la entrada en liza de un participante que no estaba sometido a su control.
El 2 de julio de 1941, el jefe de la Oficina Central de Seguridad del Reich, Reinhard Heydrich, pasaría a ocuparse personalmente de frenar los planes del Vaticano. Él se encargó de que circulase entre las altas jerarquías nazis un documento titulado «Nuevas tácticas en la labor del Vaticano en Rusia», en el que se revelaba el plan para infiltrar sacerdotes católicos en las zonas que iban siendo controladas por el Ejército alemán.
En el informe de Heydrich se podía leer:
«Es necesario impedir que el catolicismo se convierta en el principal beneficiario de la guerra en la nueva situación que se está creando en el área rusa conquistada con sangre alemana. Los agentes del Papa se están aprovechando de esta situación y hay que acabar con ello[35]».
La reacción de los nazis para neutralizar el Plan Tisserant continuó el 6 de septiembre, cuando se emitió una orden que exigía a los comandantes de las unidades informar al alto mando del ejército sobre cualquier «signo de la activación de las operaciones del Vaticano y sus servicios de Inteligencia en Rusia».
Los agentes del Vaticano ya estaban en el frente. Viajaban disfrazados de comerciantes y con crucifijos plegados en el interior de plumas de escribir, o incluso haciéndose pasar por mozos de cuadra en la retaguardia alemana. Cuando consideraban que se encontraban en una zona adecuada para ser convertida al catolicismo, se separaban de las filas alemanas y seguían por su cuenta y riesgo. La suerte que corrían estos sacerdotes era desigual. Unos encontraban un buen recibimiento por parte de la población civil, que veía en la aparición de los religiosos la avanzadilla de aquellos que supuestamente les iban a librar de la opresión y el hambre provocados por la dictadura de Stalin. Pero, en otros casos, simplemente eran ejecutados por partisanos comunistas, o detenidos y enviados a campos de trabajo en Siberia.
Pese a que no existe ninguna cifra oficial, pues la documentación sobre esta operación se halla clasificada como secreto en los archivos vaticanos, se calcula que unos doscientos agentes de los que participaron en el Plan Tisserant pudieron haber muerto a manos de los soviéticos. Se desconoce el grado de éxito que alcanzaron los agentes vaticanos durante su avance por tierras rusas, pero es de suponer que éste no sería muy alto.
Tras la derrota alemana en Stalingrado, en febrero de 1943, el avance continuado de las tropas de Hitler pasaría a convertirse en una cadena de retrocesos. La invasión de la Unión Soviética había fracasado y, por tanto, el Plan Tisserant dejaba de tener sentido. El sueño de Pío XII de una Rusia convertida al catolicismo se desvanecía.
Pablo VI, agente al servicio de Estados Unidos
Pablo VI, agente al servicio de Estados Unidos
Los servicios de Inteligencia norteamericanos contaron durante la Segunda Guerra Mundial con un destacado agente en el Vaticano. Se trataba de monseñor Giovanni Montini (1897-1978), el futuro papa Pablo VI.
Montini había sido ordenado sacerdote en 1920 y tres años después se fue destinado a la nunciatura en Varsovia, iniciando una fructífera carrera en la diplomacia vaticana. En 1937, el papa Pío XI lo nombró sustituto de la Secretaría de Estado, pero cuando el Papa siguiente, Pío XII, se reservó la titularidad de ese dicasterio, Montini pasó en la práctica a desempeñar la máxima autoridad. En esos momentos, la figura de Montini no era conocida, pero su nombre alcanzaría renombre universal al alcanzar el pontificado en 1963 con el nombre de Pablo VI, sustituyendo a Juan XXIII.
Al parecer, el futuro sumo pontífice facilitó la fuga de criminales nazis, cumpliendo con los deseos de los estadounidenses y con la necesaria aquiescencia de Pío XII, con quien colaboraba estrechamente. De manera paradójica, los servicios secretos norteamericanos buscaban proteger a algunos agentes nazis, pues deseaban aprovechar su experiencia en su lucha contra los soviéticos. A nadie se le escapaba la posibilidad de que finalmente estallara un conflicto entre los Aliados occidentales y la Unión Soviética, por lo que los norteamericanos deseaban contar con una red de agentes que conociera a la perfección al enemigo.
Pero esos elementos no podían ser empleados nuevamente por las administraciones estatales de Europa, debido a su llamativo pasado criminal, por lo que se decidió facilitarles la huida a países seguros, como Argentina, para poder ser reclamados si las circunstancias lo hacían necesario. Y aquí era donde el Vaticano podía ofrecer su singular eficacia en este tipo de operaciones que deben mantenerse alejadas de la atención pública.
En diciembre de 2005, un antiguo espía norteamericano, William Gowen, que operó en Roma después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, declaró ante el tribunal federal de San Francisco que el Vaticano facilitó la huida de los nazis. Concretamente, Gowen señaló a Pablo VI como coordinador de una red ligada al otorgamiento de salvoconductos a criminales de guerra croatas y con el robo de propiedades a víctimas judías, serbias, rusas, ucranianas y rumanas en Yugoslavia[36].
La actuación del futuro Papa fue determinante en la fuga a Argentina del líder de los ultranacionalistas croatas, Ante Pavelic, quien ya hemos visto que contaba con las indisimuladas simpatías de Pío XII. Según la declaración de Gowen ante el tribunal de San Francisco, «el reverendo Krunoslav Draganovic habría estado cooperando con la red ustachi. Draganovic tenía un puesto en el Vaticano como visitador apostólico de los croatas, lo que significa que reportaba directamente a monseñor Giovanni Battista Montini (Pablo VI)».
Al finalizar la guerra, Pavelic huyó a Austria, donde recibió ayuda de la Inteligencia británica. Con la protección de Londres, Pavelic pudo transportar en diez camiones todas las joyas y obras de arte robadas a la zona de Austria ocupada por Gran Bretaña. Al parecer, los británicos lo hicieron porque tenían la intención de usar a Pavelic como espía en la Yugoslavia socialista.
Seguidamente, con la ayuda del Vaticano, trasladaron los tesoros a Roma, donde fueron puestos en las manos de Krunoslav Draganovic. El religioso también se ocupó de esconder a Pavelic y a varios de sus asistentes en instituciones vaticanas o en casas seguras en Roma.
Según un documento secreto escrito por Gowen en julio de 1947 que fue presentado ante el tribunal, el espía recibió la orden de «dejar las manos libres» a Pavelic. Fue una orden de la embajada norteamericana porque Pavelic, vía Draganovic, estaba recibiendo protección del Vaticano. De allí el croata huyó a Argentina.
Gowen estuvo trabajando como agente especial de Inteligencia en la embajada norteamericana en Roma, en una unidad secreta conocida como Operación Círculo. El antiguo espía aseguró también ante el tribunal que «un hombre clave en el Colegio Pontificio Croata era Draganovic. Y esta institución proporcionaba pasaportes falsos a criminales de guerra, entre ellos Pavelic».
Por tanto, pese a que las pruebas no son concluyentes, todo hace pensar que, efectivamente, el futuro papa Pablo VI pudo estar implicado en esa red de huida de criminales nazis de Europa, impulsada por los servicios secretos norteamericanos[37]. Con toda seguridad, los archivos vaticanos deben albergar la respuesta definitiva.