100

George Compston cogió la nota y le dio vueltas en las manos. Cruzó la embajada dándose golpecitos con ella en los dientes, buscando a Fizerly.

Lo encontró con los pies sobre la mesa, frotándose el bigote con aceite de oliva. Se sorprendió al ver a Compston.

—He recibido una nota —dijo Compston despreocupadamente.

Fizerly balanceó sus piernas hasta el suelo.

—¿Es guapa?

Compston abrió la nota, la leyó rápidamente y enrojeció.

—Me temo que esto ha de quedar entre yo y estas cuatro paredes, viejo —dijo con una voz quebrada.

Fizerly se encogió de hombros. Hacía un calor infernal.

Compston volvió a leer la nota. ¡Había despertado interés allí! Un turco entusiasta de Byron… ¿Qué más? Era de aquel eunuco, Yashim.

101

El sou naziry bajó deslizándose de su caballo y le pasó las riendas a un aprendiz. Se arrodilló sobre el borde del tanque y sumergió las manos en la fría agua: había sido un caluroso paseo a caballo, incluso bajo los árboles. Se quitó el polvo del camino de su rostro y cogote. Leke le ofreció una toalla.

—No veo nada malo en los niveles —dijo el sou naziry.

Hizo una bola con la toalla y se la arrojó a Leke. Las represas habían tenido exactamente la medida que él imaginaba. Habían sufrido una caída de quince centímetros. Normal para aquella época del año.

—A las viejas les gusta propagar esa clase de rumores —añadió—. Un sultán está a punto de morir, y piensan que el cielo les va a caer sobre sus cabezas.

La sombra era negra bajo los árboles. No había viento, pero los bosques exhalaban un refrescante frescor y el mensual paseo a caballo le había despertado el apetito al sou naziry. Sería agradable sentarse en la linde del bosque y comer.

Los guardabosques habían preparado el acostumbrado refrigerio. Se montó una tienda negra sobre la hierba, con alfombras y bandejas de plata, así como jarras de sorbete hecho de endrinas y naranjas amargas, tapadas con una gasa, con pesos atados a los bordes para mantenerlas tirantes. A un lado crepitaba el fuego bajo un trípode, donde el cocinero estaba preparando un bulgur pilaff; dos de los guardabosques estaban agachados junto al tandir. Mucho antes del alba habían empezado a hacer y cuidar el fuego, trayendo leña y troncos, reduciendo toda la madera a una pila de incandescentes brasas. El pozo que habían excavado era invisible, bajo una cubierta de barro cocido y palos.

El cocinero había seleccionado un cordero del rebaño el día anterior. Había desollado y destripado al animal, lo mechó con ajos antes de frotarlo con una mezcla de yogur y tomates, cebolla y ajo machacados, coriandro y comino. Al alba, cuando el fuego empezaba a bajar, ataron el cordero a una estaca y lo bajaron sobre el pozo, dejando que la carne se fuera hundiendo más y más a medida que avanzaba la mañana, hasta que estuvo cociéndose bajo tierra, sellada por una improvisada tapa.

Uno de los guardabosques levantó la mirada. Reconociendo al naziry, hizo un gesto a su compañero, y los dos hombres levantaron cuidadosamente la tapa. El naziry vio emerger del pozo el ligerísimo hilillo de humo. Apartando la tapa, el guardabosques se inclinó hacia delante y con un centelleo de su cuchillo le quitó al cordero uno de sus riñones, que le ofreció al naziry en la punta de la hoja. El naziry cogió el humeante bocado con los dedos y se lo comió con deleite, de pie junto al pozo, mirando hacia el resplandeciente fuego.

Los hombres, igual que los animales, tienen miedo al fuego, pensó el naziry. Pero el fuego mismo tenía miedo del naziry. El fuego tenía miedo del agua.

Uno de los guardabosques bostezó. Sostenía una rama verde, que agitaba suavemente sobre la carne asada para ahuyentar las moscas.

El naziry se instaló en la alfombra, cruzando las piernas debajo del cuerpo, y observó cómo los hombres sacaban el cordero del tandir. Más allá, la luz del sol brillaba sobre la superficie del acueducto; las ranas croaban entre los cañaverales; las golondrinas rozaban el agua y se alzaban gorjeando y piando en el aire. Un sirviente cogió una bandeja y la limpió cuidadosamente con un trapo. El cocinero asintió.

Éste dispuso unos bocados y un poco de arroz sobre la bandeja, luego tomó el largo cuchillo que colgaba de su cinto y empezó a cortar la carne.

Un jinete llegó por la pista y emergió de los árboles. Al ver la tienda y la humeante carne, tiró de las riendas e hizo una inclinación desde la silla.

El sou naziry levantó una mano a guisa de saludo.

—Que aproveche, effendi —dijo el extraño educadamente.

El naziry vaciló. Había algo familiar en el jinete; tenía la impresión de que ya se habían conocido, pero no podía recordar dónde.

—Gracias —dijo.

El extraño se deslizó de la silla. Sosteniendo las riendas en la mano, dijo:

—Perdóneme, naziry. No le reconocí en la sombra. Yo soy Yashim. Ayer asistí a la Valide, en la ceremonia de admisión.

El naziry ya había recordado quién era.

—Yashim, por supuesto. —Desvió su mirada hacia el cordero—. Acompáñenos, por favor.

Ahora fue Yashim el que vaciló.

—Es usted sumamente generoso, naziry, pero no tengo intención de entrometerme —dijo.

—Es carne —dijo el naziry, con un gesto hacia el cordero—. Y usted ha cabalgado mucho rato.

Hizo un gesto al syce para que se hiciera cargo del caballo de Yashim.

Éste tomó asiento, y otra bandeja de pilaf y cordero fue traída a la tienda. Los dos hombres comieron rápidamente, en silencio. Después llegaron rodajas de sandía rojo sangre, dulce y refrescante. Una o dos veces, Yashim observó que el naziry lo miraba con curiosidad por el rabillo del ojo.

Un criado trajo agua, y se lavaron las manos.

El café fue servido en una bandeja, con un tchibouk.

—Hace muchos años que no vengo por aquí —confesó finalmente Yashim—. Ése es el acueducto construido por Sinán, ¿no es verdad?

El naziry lanzó un gruñido.

—Es un acueducto, como otro cualquiera. Sinán lo reparó, bajo nuestra dirección.

«¡Bajo nuestra dirección!». Magnífica frase, pensó Yashim, porque la carrera de Sinán como arquitecto se había iniciado casi trescientos años antes.

—¿Existía ya entonces?

El naziry asintió.

—Era más pequeño, creo, en la época griega.

Yashim sonrió.

—No me había dado cuenta, naziry, de que el gremio tuviera tan larga memoria.

El naziry parecía sorprendido.

—¿Y cómo iba a ser de otro modo? —Echó una bocanada de humo de su pipa—. Griego o turco, un hombre necesita agua para vivir.

—Naturalmente.

—Para un pueblo, basta con construir un pozo. Pero ¿y para una ciudad? La gente tiene que lavarse, beber y guisar comida.

Yashim asintió con la cabeza.

—¿Y cómo hacen los hombres una ciudad? ¿Piensa usted que un sultán da una palmada con las manos, y ella aparece, como el palacio de un djinn? No, ni siquiera un sultán puede hacer esto. Agua. Agua para construir una ciudad. Y agua para defenderla, también.

—¿Defenderla?

—Por supuesto. Grandes murallas, bravos soldados, incluso un sultán juicioso al mando… Estas cosas pueden retrasar la caída de una ciudad. Pero el agua es lo que decide la batalla.

Yashim meditó sobre la observación del naziry.

—Estambul es vulnerable, entonces —dijo.

El naziry enarcó una ceja.

—No es tan vulnerable como podría usted suponer, Yashim. Ésa es nuestra responsabilidad. Pero, sin nosotros, la ciudad es polvo. No puede comer. No puede vivir. Y esto —añadió, apuntando con el cañón de su pipa hacia el resplandeciente acueducto— es la sangre de Estambul.

Yashim miró la reluciente agua. Los guardabosques y los hombres del naziry estaban en cuclillas en círculo, compartiendo el resto del arroz y la carne.

—Los hombres del gremio —empezó a decir Yashim— son todos albaneses, ¿no es verdad?

El naziry hizo un gesto de rechazo.

—Son unos hombres que se comprenden mutuamente, eso es todo. —Permaneció en silencio un momento—. Pero sí, todos tenemos un don. ¿Es porque procedemos de las montañas, que comprendemos la caída del agua y la medida de las distancias? No sé por qué es, pero Dios asigna a cada raza una tarea especial. Un búlgaro conoce su rebaño de ovejas. Un serbio siempre puede luchar. Un griego sabe hablar y un turco permanecer en silencio. Pero nosotros, los albaneses, sabemos leer el agua.

Y guardar secretos, pensó Yashim. Conservar recuerdos.

—Tiene usted gran experiencia —dijo.

El naziry se encogió de hombros.

—Incluso con un don, un hombre debe aprender. ¿Ve usted la sangre de un hombre, su hígado, sus pulmones? Pues un doctor ve a un hombre de esa manera, al cabo de muchos años de experiencia. Usted ve una ciudad; ve sus calles, sus colinas, sus casas, su gente. Pero no ve tan profundamente como nosotros podemos ver. Nosotros, que somos miembros de un gremio de doscientos miembros.

—¿Y qué ve usted, naziry?

—Otra ciudad, como un laberinto. En parte es más vieja que el recuerdo. —Dio una chupada, pensativo, a su pipa—. Un lugar peligroso para un hombre sin experiencia.

Yashim inclinó el cuerpo para aproximarse.

—Había un hombre llamado Xani…

—Es un laberinto… —repitió el naziry.

Levantó la mano, y el criado dio un paso adelante.

—Quisiera dormir —dijo el naziry—. Llévate estas cosas. —Se llevó la mano al pecho e inclinó muy ligeramente la cabeza hacia Yashim—. Como he dicho, es un lugar sumamente peligroso.

Se echó hacia atrás en la alfombra y cerró los ojos.

Yashim se sentó, observándolo durante varios minutos, sin moverse.

El naziry empezó a roncar.

102

El doctor Millingen bajó por las escaleras de su casa y subió a una silla de manos que lo aguardaba en la calle. Los porteadores se echaron al hombro la carga e iniciaron plácidamente su camino con paso largo a través de la multitud que fluía colina abajo, hacia el embarcadero de Pera.

El doctor Millingen colocó sus manos sobre el cierre de su maletín de cuero. Edimburgo, pensó, lo había preparado para muchas cosas, pero nada podría jamás reconciliarlo con una silla de manos. El sultán lo había ordenado, por supuesto, de manera que no tenía mucho sentido rehusar el aparente honor… Y, como modo de transporte, era muy adecuado para las empinadas y retorcidas calles de la moderna Pera, donde un caballo podía tener problemas para pasar entre la multitud, o resbalar en los adoquines bajando por la colina. Pero Millingen siempre se sentía ridículo y al descubierto, como una cereza sobre una tarta escarchada.

Respiró pesadamente y dio unos golpecitos a su maletín. Lo tenía todo en su cabeza. Lo que tenía que recordar era que todo eso no le importaba a nadie más que a él. Captó su propio reflejo en el amplio escaparate de cristal de la pastelería parisién, subido en su balanceante litera, y sonrió para sí. La cereza sobre el pastel, realmente.

Nadie en Estambul se fijaría en él.

103

Palieski mordió el pastelillo y se quitó una manchita de crème anglaise de la mejilla con el pulgar.

—Pera… en estos tiempos. No son las pastelerías lo que me molesta —murmuró—. Sólo la gente.

Yashim asintió y tomó un sorbo de su tisana, observando cómo desaparecía el doctor inglés, balanceándose, entre las multitudes de Pera.

Buscó en su chaqueta y sacó un sobre, que alisó en la pequeña mesa de mármol.

—La gente —repitió finalmente Yashim—. ¿Y cuándo, crees tú, que empezaron a cambiar?

No cabía el error con la librea de los porteadores. Incluso sin el borde dorado, los chalecos que llevaban eran demasiado nuevos y limpios para pertenecer a los porteadores corrientes de la ciudad. El doctor iba a Besiktas. Podía estar fuera durante horas.

Palieski levantó una ceja y se chupó la punta del pulgar.

—Durante centenares de años —dijo—, la gente de Estambul vivió en paz. Eso empezó a cambiar después del veintiuno —añadió pensativamente.

—Los disturbios contra los griegos.

—Disturbios. Matanzas. Lo que fuera, Yashim. Ahorcar al Patriarca…

—Echar a las viejas familias fanariotas.

Palieski frunció el ceño.

—Más que eso, Yashim. Miedo y desconfianza. Colgaron al Patriarca de la puerta de su propia iglesia; luego hicieron que los judíos cortaran su cuerpo. Dicen que los judíos lo dieron de comer a los perros. Lo dudo, francamente. Pero no es eso lo que importa. Los turcos tenían miedo. Se volvieron contra los griegos. Los griegos tuvieron miedo. Ahora odian a los judíos. Todo ha cambiado.

Yashim asintió.

—Luego está el tema de los jenízaros cinco años después —añadió Palieski—. El final de una tradición.

—No tardaron mucho en aparecer los nuevos hombres, ¿verdad? —Yashim se echó hacia delante—. Mavrogordato. ¿Llegó antes o después del asunto de los jenízaros?

Palieski cogió una servilleta.

—Antes, juraría. Estaba en Estambul el veinticuatro, a más tardar.

—¿Mavrogordato podría haber conocido a Meyer, entonces?

Palieski consideró la cuestión.

—Meyer estuvo en Missolonghi en 1826, pero Mavrogordato estaba aquí en Estambul, haciéndose rico y tratando de pasar inadvertido.

—Ummm. Cuando Lefèvre (Meyer) visitó a Mavrogordato el otro día, obtuvo un préstamo sin garantía. ¿Por qué no? Francés, arqueólogo, muy respetable. Pero fuera lo que fuese lo que Lefèvre le dijo al banquero, eso preocupó a madame. Despertó su curiosidad. Me llamó, ¿recuerdas?

—Dijiste que estaba confusa.

Yashim asintió.

—Mavrogordato nunca había visto a Meyer. Madame no había visto a Lefèvre. Ella tenía solamente la versión de su marido de su encuentro… y su descripción del hombre que había venido pidiendo dinero.

—¿Y?

Yashim desvió su mirada hacia la ventana.

—Ella empezó a sospechar.

Palieski había cogido su pastelillo, pero lo volvió a dejar.

—¿Sospechar? ¿Quieres decir… que Lefèvre era un farsante?

—Lefèvre dijo algo que hizo que Mavrogordato le diera el dinero. E hizo que madame se preguntara quién era Lefèvre realmente.

—Sigue.

—Se preguntó si podría ser el doctor Meyer.

—¿Madame Mavrogordato? ¿Sabía de Meyer?

—Mavrogordato, sabes, no estuvo en Missolonghi. —Yashim vació su taza—. Ella sí.

—¿Y conoció a Meyer?

La puerta de la calle se abrió con un cascabeleo de campanillas, y entró un hombre de brillantes patillas y bigote, portando un bastón negro, exactamente como en París.

—Más que eso —dijo Yashim—. Se casó con él.

Palieski soltó un gemido y enterró la cara entre sus manos.

Yashim miró a través del gran escaparate. Calle arriba, la puerta de la casa de Millingen se abrió y se volvió a cerrar, y un hombre con la librea de sirviente bajó a paso ligero por las escaleras con un cesto en la mano. La multitud era muy densa, y el criado levantó el cesto y lo colocó sobre su hombro.

—Compston me dijo que Meyer había seducido a una mujer griega en Missolonghi —explicó Yashim—. Y lord Byron le hizo casarse con ella.

Yashim siguió con la mirada el balanceante cesto entre la multitud: el hombre se dirigía al mercado.

Palieski movió negativamente la cabeza.

—Eso quizás sea cierto. Pero no significa que ella fuera la mujer que nosotros conocemos como madame Mavrogordato. —Frunció el entrecejo—. No podría ser ella… su hijo, Alexander, debe de tener al menos veinte años.

—Si es que es su hijo.

—No… Pero ¡espera! Yashim, tú mismo me lo dijiste: Alexander es la viva imagen de ella.

—Ella es su tía. Monsieur Mavrogordato es su hermano.

—¿Hermano?

Yashim tocó el sobre con un dedo, moviéndolo un poco sobre la mesa.

—Conseguí que Compston investigara un poco por mí. Desenterró el nombre de la esposa de Meyer, ¡y adivina qué!

—¿Era Mavrogordato?

—Christina Mavrogordato. Está viviendo con su hermano y el hijo de éste.

Palieski estaba sentado y se inclinó sobre su pastelillo. Al cabo de un momento levantó la cabeza.

—Pero ¿por qué?

—Creo que lo que ocurrió fue esto. Meyer escapó de Missolonghi… abandonándola. Ella sobrevivió a la matanza y se dirigió a Estambul, donde a su hermano las cosas ya le estaban yendo muy bien. Era viudo… Tenía un hijo, Alexander, que vivía en Quíos. Alexander necesitaba una madre.

—Pero igualmente podría haber declarado que ella era su hermana —objetó Palieski—. No había nada indecoroso en ello.

Yashim negó con la cabeza.

—Ella sabía cómo era Meyer. La había abandonado para salvar su propia piel, pero no había manera de saber si podría tratar de volver. Su hermano era un hombre muy rico. Y, legalmente, ella seguía siendo la esposa de Meyer.

—¿Tenía miedo de que él la reclamara… y acudiera a Mavrogordato en busca de dinero, por añadidura?

Yashim le indicó con un gesto que así era.

—Ha vivido con ese temor durante los últimos trece años. La Iglesia ortodoxa enseña que una mujer pertenece a su marido. Christina Mavrogordato era propiedad de Meyer. Y ella estaba harta de él. Meyer la había seducido. La había abandonado. Pero le gustaba el dinero.

Palieski posó sus dedos sobre la mesa.

—Un interesante detalle acerca de esta situación —dijo lentamente— es que demuestra que Lefèvre era no sólo un sinvergüenza, un cobarde, un renegado, un traidor y un perfecto mierda, sino también un bigamo. A menos… —Una mirada de cómico horror cruzó por su rostro—. ¿No pensarás que se hizo musulmán?

Yashim le lanzó una mirada de suave reproche.

—Es una broma, Yashim. Lo siento. —Cruzó los brazos—. De modo que madame Mavrogordato hizo matar a Lefèvre, entonces.

—Así lo pensé, alguna vez. —Yashim se puso de pie—. No tengo mucho tiempo, y hay algo que aún necesito averiguar.

—¿De quién?

—Del doctor Millingen… indirectamente. Me voy a su casa. ¿Quieres venir?

—Médicos a mí, no, Yashim.

—Pero él no va a estar allí.

Palieski entrecerró los ojos.

—No estoy seguro de que eso mejore las cosas. Sigo siendo embajador, sabes. Y estoy planeando disfrutar de ese pastelillo.

104

Yashim cruzó la calle, subió por las escaleras y dio unos elegantes golpecitos en la puerta del doctor Millingen con la aldaba. Al no responder nadie, se lanzó a la calle otra vez, entre la multitud. Veinte metros más abajo, entró en una panadería. Pasó por delante del mostrador haciendo un gesto con la cabeza al panadero, siguió por delante de las barras de pan, cruzó el horno, y salió de la tienda, por la parte trasera, a un pequeño patio rodeado por una pared baja. Yashim se izó por encima de ella y saltó con ligereza al otro lado, consiguiendo evitar por los pelos aplastar una mata de rábanos picantes que crecía en el pequeño huerto medicinal del doctor Millingen.

A partir de una puerta situada en la pared opuesta, un reguero de carbonilla conducía directamente a través del jardín a la puerta trasera. Yashim se acercó a la casa. Las ventanas de la planta baja estaban barradas, la puerta trasera cerrada con un mecanismo de fabricación americana, pero había una tolva de carbón al final de la casa, que sugería posibilidades. Yashim se puso a trabajar con el candado y al cabo de unos minutos vio que se abría con un clic. Levantó las puertas y bajó a la tolva.

Un poco de carbón suelto estaba amontonado contra un panel corredizo al pie de la tolva. Yashim levantó los pedazos más grandes dejándolos a un lado, hurgando con sus dedos para encontrar el borde inferior del panel. Lo deslizó hacia arriba, el carbón hacía ruido al caer.

Yashim hizo una pausa, escuchando, luego se metió con dificultad, con los pies por delante, por la abertura. Una vez al otro lado, se puso de pie quitándose el polvo de la capa mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad. Había unos escalones, y una puerta con aldaba, pero la puerta no ajustaba bien. En un momento Yashim deslizó su cuchillo entre la puerta y la jamba y salió furtivamente al pasillo.

El estudio de Millingen se encontraba justo al otro lado del vestíbulo. Yashim entró en él rápidamente, dejando la puerta abierta, y miró a su alrededor. El papel de la pared era a listas verdes y doradas, y de ella colgaban motivos deportivos. Por lo demás, había una chimenea inglesa con un ornamentado reloj sobre la repisa, una gran mesa de nogal rematada en cuero negro, así como una serie de estanterías en un hueco, llenas de libros: todo limpio, metódico y próspero.

Probó los cajones de la mesa. Papel de escribir, lacre, una caja de plumillas de acero. En un cajón inferior, algunos papeles. Yashim los hojeó rápidamente. Estaban escritos en inglés, en una letra ilegible. Cerró el cajón y se dirigió a las estanterías de libros.

Los estantes más bajos contenían una serie de cajas forradas de piel, que a primera vista parecían libros. Yashim se puso en cuclillas. En su mayor parte, las cajas contenían más papeles. Estados de cuentas, copias de las facturas del doctor, notas sobre pacientes escritas en inglés, y en la misma difícil caligrafía. Pero también contenían una serie de cartas, escritas en griego, entre Millingen y un tal doctor Stephanitzes en Atenas.

Yashim se disponía a levantar la caja hasta la mesa cuando un sonido, procedente del pasillo —unos pasos suaves, quizás, y un peculiar sonido susurrante—, lo dejó congelado. Iba a darse la vuelta cuando oyó el clic en la puerta y el sonido de una llave girando en la cerradura.

Saltó en busca del pomo. En el último momento decidió no sacudir el pomo, y, en vez de ello, dio unos golpecitos sobre el panel de madera. Si el criado había regresado, podría pensar que el doctor distraídamente se había dejado la puerta entreabierta. Pero no vino nadie. Yashim volvió a golpear, con mucha más fuerza.

No se oyeron sonidos de pasos retirándose; y sin duda tampoco se oyó abrirse o cerrarse la puerta de la casa. Aplicó el oído al panel. Por un momento, tuvo la impresión de que alguien se encontraba al otro lado de la puerta.

Miró a su alrededor en la habitación. En la ventana colgaban cortinas de muselina, tapando la calle, y estaba barrada como las ventanas de la parte trasera de la casa. Yashim miró hacia la vacía chimenea y suspiró. Todo lo que hacía a esa habitación de Pera sólida e inglesa la convertía también en una prisión perfecta.

Se agachó, con la débil esperanza de que pudiera ser capaz de recuperar la llave del ojo de la cerradura al otro lado. Pero la llave ya no estaba en la cerradura.

Quienquiera que había cerrado la puerta lo había hecho deliberadamente, sabiendo que Yashim estaba dentro.

Esa idea hizo fruncir el ceño a Yashim. Regresó y se puso de cuclillas junto a la estantería, lugar desde el que la mesa de Millingen casi lo ocultaba de la puerta. Para verlo, alguien tendría que asomarse por la puerta. Habría tenido que acercarse por el pasillo muy silenciosamente… Como si supiera ya que él estaba allí.

En cuyo caso, alguien debía de haberlo visto entrar. Millingen, no. Se había ido. Pero el criado… ¿podría haber vuelto sobre sus pasos mientras Yashim estaba pasando a través de la tolva de carbón?

Pero entonces… ¿Por qué esperar tanto para cerrar la puerta con llave?

Yashim se mordió el labio. Levantó la caja de papeles sobre la mesa.

Había venido a hacer un trabajo, y ahora, al parecer, le estaban proporcionando el tiempo para terminarlo.

105

Transcurrieron varias horas antes de que Yashim, sentado en la silla del doctor, oyera que regresaba Millingen.

El criado había vuelto mucho antes, andando ruidosamente por el pasaje hasta la parte trasera de la casa. Yashim había dejado que el sirviente pasara; quería ver a Millingen, a fin de cuentas. Cerró los ojos y se dispuso a inventar una imaginaria cena.

En los ojos de su mente había ya instalado las meze cuando oyó el sonido de una llave chirriando en la cerradura, y entró el doctor Millingen, sosteniendo su sombrero como si fuera una bandeja. Iba seguido del criado, que tenía un aspecto amenazador.

—¡Usted!

Yashim se deslizó de la silla e hizo una reverencia.

Millingen miró airadamente hacia la caja que estaba sobre la mesa.

—¡Esto es un ultraje! —exclamó—. Soy un médico. Mi práctica depende de la confidencialidad. Este estudio es donde guardo las notas de mis pacientes.

—Pero yo no tengo ningún interés en sus archivos, doctor Millingen —dijo Yashim.

—¡Supongo que debo creer en su palabra! La garantía de un simple ladrón. —El doctor Millingen rió con desprecio—. Quizás sea usted tan amable de explicar qué le interesa, antes de que lo entregue a los guardias.

—Por supuesto, perdóneme. Vine aquí a causa de su colección de monedas.

—¿Mis monedas? ¡Qué va, hombre!

Yashim extendió las manos en un gesto tranquilizador.

—Confieso que no tengo ningún interés particular por sus monedas. Pero me intriga su colección, doctor Millingen. Su método de adquisición. Malakian, por ejemplo… Usted lo describió como una excelente fuente.

Millingen dejó su sombrero sobre la mesa y cogió la caja.

—¿Qué pasa con eso?

—Malakian está aquí, en Estambul. Atenas podría ser un lugar mejor para buscar, especialmente si su especialidad son las monedas de los déspotas moreanos. Imagino que montones de esas monedas son descubiertas allí, enterradas en la tierra u ocultas en edificios antiguos, o lo que sea. ¿Es así?

—Puede —dijo Millingen, que dirigió su mirada hacia la etiqueta de la caja, dejando ésta lentamente encima de la mesa—. Sobre todo en mis sueños.

—Me preguntaba… Su amigo ateniense, el que le envía las monedas. Dijo usted que era un doctor. ¿Quizás estuvieron juntos en Missolonghi?

—No he hecho ningún secreto de mi presencia en Missolonghi. El doctor Stephanitzes era un colega.

—Naturalmente. Ahora escribe libros. Es un firme abogado de lo que los griegos llaman la Gran Idea, ¿no? Tenía curiosidad sobre su correspondencia.

—Bien, bien. No tenía conciencia de que ni siquiera en Turquía la curiosidad fuera una justificación para entrar en la casa de un hombre y registrar sus papeles. —La expresión del doctor Millingen se endureció—. Supongo que me dirá usted qué conclusiones ha sido capaz de sacar, ¿verdad?

—Muy pocas… Simplemente confirmé algunas ideas.

Que, por ejemplo, el tráfico entre usted y el doctor Stephanitzes no era sólo en un sentido. A cambio de sus monedas, él le facilitó el camino para incrementar su propia colección.

—Entiendo. Bueno, siga.

Yashim alargó la mano y abrió la tapa de la caja de papeles.

—Aquí, en su carta más reciente, el doctor Stephanitzes se refiere a un antiguo miembro del club de coleccionistas. Usted lo menciona apareciendo en Estambul con una oferta potencialmente devastadora. Stephanitzes lo recuerda abandonando el club sin pagar sus deudas.

—Eso es correcto —dijo Millingen—. El nuestro es un mundo muy pequeño.

—Sí, ¿verdad? —dijo Yashim afablemente—. El doctor Stephanitzes confiesa estar sumamente interesado en la oferta del antiguo miembro del club. Un tesoro bizantino tardío… No, perdone, el último tesoro bizantino tardío. Pero imagino que usted recuerda todo eso.

»Lo apremia a que inspeccione el tesoro personalmente —prosiguió Yashim—. Diría que su doctor Stephanitzes es un escéptico. No parece confiar mucho en el antiguo miembro. Pero si el tesoro demuestra ser auténtico, piensa que podría ser intercambiado por una importante colección de valiosas monedas griegas.

—¿Y qué pasa con eso, Yashim? —El doctor Millingen cogió una pipa del soporte que estaba sobre su mesa. Abrió un cajón y escarbó en él con los dedos en busca de tabaco—. Me da la impresión de que ha tenido usted una tarde aburrida aquí. A fin de cuentas, no es un coleccionista. ¿Qué sabría de nuestras curiosas pasiones? Quedaría sorprendido de las envidias y satisfacciones que experimentamos en nuestro pequeño mundo. De la intensidad de nuestros sentimientos. Incluso del nivel de nuestra mutua desconfianza.

Se sentó y fue introduciendo a golpecitos el tabaco en la cazoleta de la pipa.

—Malakian (gracias a sus buenos oficios) completó la serie para mí. Me sentí lleno de alegría durante un par de días. Pero ¿y ahora? Más bien deprimido. Creo que donaré la colección al Museo Británico.

Yashim ladeó la cabeza.

—Me gustaría que se explicara usted sobre el tesoro de Lefèvre —dijo.

El doctor Millingen se retrepó en su silla y dejó escapar una risita.

—Bueno, bueno —dijo chupando su pipa aún no encendida—. Lo ha adivinado usted, entonces. Vi al desafortunado doctor Lefèvre. Y, sí, discutimos sobre un tesoro. Por desgracia nunca pude inspeccionarlo, como mi amigo aconsejaba, así que no creo que jamás lleguemos a saber realmente lo que él ofrecía intercambiar. Pobre hombre. Estaba tocando muchas teclas.

—¿Otro comprador, quizás?

—Sí. Eso, también.

Yashim frunció el entrecejo.

—Pero usted y Stephanitzes, ustedes, podían superar a todos los compradores, ¿no es verdad? Si deseaban lo que él les ofrecía con bastante fuerza.

Millingen vaciló.

—Olvida usted, Yashim, que Lefèvre estaba solamente ofreciendo una idea. Una promesa, si quiere. ¿Por qué iba a confiar en él?

—Porque había sido su amigo.

—¿Lefèvre, mi amigo? No conocía a Lefèvre.

Yashim se encogió de hombros.

—Estrictamente hablando, no. Pero usted conoció a Meyer. El médico suizo de Missolonghi. Compartieron ustedes una causa.

Esperaba que Millingen pegara un brinco, pero el inglés se limitó a buscar una cerilla y frunció el ceño.

—¿Meyer? —Encendió la cerilla que flameó entre sus dedos—. Era un saboyano, de hecho.

—¿Un saboyano?

—Suizo francés. Suizo cuando conviene, y francés cuando no es así. —Hizo una pausa para encender su pipa—. Compartimos una causa, como usted ha dicho. Parecía una causa por la cual luchar, cuando uno era joven.

—¿Y ahora?

Millingen arrojó la cerilla a la chimenea y rodeó con la mano la cazoleta de su pipa.

—No sé si habrá usted oído hablar de lo que pasó en Missolonghi, Yashim. Los bombardeos diarios de la artillería. El peaje cotidiano de la enfermedad. Todo el mundo sabe que Byron fue a Missolonghi y murió, y la mitad de esa gente piensa que él estaba dirigiendo una carga de caballería en aquella época, acompañado de suliotas con pañuelos y fustanellas, blandiendo pistolas. Creen que fue glorioso porque era un poeta, y que su muerte fue gloriosa. Pero no fue así. Missolonghi era sólo una trampa, y Byron murió exactamente igual que murió la mayoría de ellos, de fiebre, o calambre, o disentería, o cólera. A veces la gente moría cuando una granada aterrizaba sobre ella en la calle, llovida del cielo. Bueno para un doctor, ¿eh? Muchos casos con los que romperse la cabeza. Muchas viudas y niños huérfanos que asistir y mandar a la tumba. Y eso, amigo mío, fue nuestra guerra revolucionaria.

Millingen sujetó la pipa entre los dientes y se puso de pie.

—Se lo dije ya el otro día. No me gustan los post mortem. Y le dije por qué, también. Atiendo a los vivos, no a los muertos. Mi trabajo es preservar la vida.

Yashim asintió. Lo que Millingen decía sonaba cierto. Y también sonaba como un discurso.

—Me estaba preguntando sobre Meyer.

Millingen frunció el entrecejo.

—Ya veo. ¿Qué pasa con él?

—Bueno, si a Byron no le gustaba, supongo que él no atendió al poeta… Como médico, quiero decir.

—No.

—De modo que tuvo suerte, en ese sentido. —La voz de Yashim reflejaba algo de desconcierto.

El rostro de Millingen se oscureció.

—¿Qué está usted diciendo?

—Nada. Pero, a fin de cuentas, el poeta murió. A pesar de… todo. De todo lo que usted pudo hacer.

—¡Por el amor de Dios! —soltó Millingen en inglés—. ¿Cree usted que matamos a Byron? ¡Estupideces! Aplicación de ventosas. Purgas. Sacamos pintas de sangre… Todo según el manual. ¡No creo que Meyer pudiera haber hecho algo mejor!

El tono de Millingen era de incredulidad; manchas de color habían aparecido en sus mejillas.

—No, perdóneme. —Yashim adelantó las manos en un gesto apaciguador—. Sólo quería decir (había oído) que Meyer se había perdido, cuando el resto de ustedes escapó. Usted se unió a la evasión, y funcionó. Los afortunados dos mil. Debe de haber sido una escena de espantosa confusión. Una multitud de personas aterrorizadas, abriéndose paso a tientas a través de las líneas turcas, en la oscuridad. Perdiendo el mutuo contacto. Imposibilitados de levantar la voz. Gente tomando por caminos diferentes en las colinas. ¿Es así como fue?

Los labios de Millingen estaban apretados.

—Algo parecido.

—Sin embargo, Meyer se quedó atrás. Intentando (y fracasando en su empeño) proteger a su esposa, quizás.

Millingen abrió y cerró los dedos. Estaba respirando con dificultad.

—Tenía una esposa en la que pensar, ¿no es así? —preguntó Yashim.

Millingen se frotó los ojos con el pulgar y el índice, y cuando los volvió a abrir, parecían enrojecidos y cansados.

—Quizás Missolonghi acabó tal como dice usted. Meyer no tomó parte en la evasión… Hasta ahí es cierto. Pero tampoco se quedó detrás.

Yashim parecía desconcertado.

—Pero entonces…

—Ya se había ido. —Millingen hizo tintinear los hierros del fuego con la punta de su bota—. La evasión era nuestra única esperanza, pero todo el mundo sabía cuán arriesgada era. Diez mil personas tratando de escapar a través de las líneas enemigas. Formando una manada, todos juntos, algunos de nosotros teníamos una oportunidad.

—Pero ¿y Meyer?

—No esperó a averiguarlo. Se largó la noche antes de la que nosotros habíamos planeado escapar. No sé si censurarlo mucho. Tenía muchas más posibilidades de escapar yendo solo. Pero no dijo una palabra a nadie… Y menos a su esposa.

—Ya veo. ¿La abandonó?

—Nos abandonó a todos. Podría decir, monsieur, que puso en peligro todo el plan. Si los egipcios lo hubieran capturado… Bueno, puede usted imaginárselo. Supongo que hizo lo que creía que tenía que hacer para salvar el cuello. Tuvimos un día inquietante por ello, cuando descubrimos que se había ido. No podíamos estar seguros de que los egipcios no supieran que íbamos a ir.

Se enderezó e hizo una aspiración.

—Pero Meyer no fue capturado por los egipcios.

—No —dijo Millingen lentamente—. No fue capturado.

Yashim se quedó muy quieto. Sus ojos recorrieron con lentitud la figura del hombre con levita que se inclinaba contra la chimenea, después las dos sillas, y luego la recargada alfombra que cubría el suelo de madera.

—¿Y Chronica Hellenica? ¿Aún está usted suscrito?

¿Chronica…? —El doctor Millingen frunció el entrecejo—. Nadie está suscrito a esa revista estos días. Cerró hace años.

Yashim alzó un tanto la cabeza.

—Me he estado preguntando si él le enseñó ese truco con la moneda. ¿Era así como el doctor Meyer pasaba las horas? ¿O estaba demasiado ocupado con la Hetira? ¿Fue constituida en Missolonghi, también?

La pregunta quedó en el aire.

—Pensé, al principio, que la Hetira era como un ejército secreto —continuó Yashim, cuando el doctor Millingen no replicó—. Asumiendo el control de los griegos en la ciudad… Sacándoles dinero, aterrorizándolos, castigándolos por cruzar la línea. Preparando, quizás, un levantamiento. Éstos son tiempos delicados. Pensé que los de la Hetira eran asesinos.

Millingen suspiró.

—Ya le conté una vez lo que era la Hetira. Un club de muchachos. Una sociedad culta. Chronica Hellenica, editada por Meyer, era la revista de nuestra sociedad. Nuestro objetivo ha sido siempre preservar la cultura griega. Recaudamos dinero para el mantenimiento de iglesias, aquí y en todo el Imperio otomano. Patrocinamos escuelas. No es nada tan siniestro.

—Entonces, ¿por qué el secreto?

—En parte como diversión. En parte porque, cuando fundamos la sociedad, nos considerábamos rebeldes. Y en parte por prudencia. Podría usted llamarlo una cuestión de tacto. No todo el mundo en el Imperio otomano acepta buenamente la idea de una unidad cultural griega. Pero quizás hemos llevado el secreto demasiado lejos.

Yashim parecía dubitativo.

—Pero el libro del doctor Stephanitzes es incendiario, ¿no?

—El doctor Stephanitzes tiene una mentalidad mística, Yashim. Y es una especie de erudito. Podría usted considerar ese libro como una declaración de intenciones, no lo sé. Para Stephanitzes, es simplemente un ejercicio de investigación de la leyenda de la restauración a lo largo de los siglos. Él es griego, por supuesto. Quiere demostrar que los griegos son diferentes. Realmente lo que le importa es que los griegos desarrollaron una resistencia cultural a la dominación otomana… De lo contrario, serían simplemente otomanos con ropas griegas. Y entonces, ¿qué nos queda? Sólo la política. Y la política, como estoy seguro de que le he dicho, es el vicio nacional griego.

Millingen hizo una pausa para volver a encender su pipa.

—Eso —dijo, mientras chupaba— es lo que Missolonghi nos enseñó. Y es por lo que fundamos la Hetira. Secreta, cultural… y esencialmente no política.

—Si eso es verdad —dijo Yashim con desaliento—, me ha hecho usted perder gran parte de mi tiempo.

Una voluta de humo brotó de la pipa del doctor Millingen, subiendo lentamente hacia el techo.

—Cuando vio usted a Lefèvre —dijo Yashim con parsimonia—, ¿mencionó él la posibilidad de otros compradores?

Millingen se encogió de hombros.

—Un hombre como Lefèvre —empezó—, si estuviera usted tratando de vender algo, ¿no trataría de crear una subasta?

—Pero nadie podía confiar en él.

—No. Pero no lo olvide, recibí instrucciones de comprar, nada más verlo. Queríamos que Lefèvre encontrara su… —Hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas—. Sus reliquias bizantinas. Pero otras personas podrían haber deseado… que no fueran halladas. Es solamente una idea.

Yashim se quedó en silencio durante un momento.

—¿Cree usted que los Mavrogordato lo hicieron asesinar? —preguntó finalmente.

—¿Por qué?… ¿Qué le hace pensar eso?

—Ya sabe usted la respuesta a eso, doctor. Madame Mavrogordato.

—Qué disparate —replicó Millingen, comenzando a incorporarse.

—Lefèvre estaba casado con madame Mavrogordato. En Missolonghi… Hasta que huyó.

—No sé de qué está usted hablando —dijo Millingen furiosamente—. ¡Petros! —Se levantó rápidamente y bramó hacia la puerta—. ¡Petros!

Se oyó un ruido de pies apresurados fuera. Para Yashim, sonaba como si alguien estuviera subiendo por unas escaleras… Y de nuevo, aquel curioso ruido susurrante que había oído antes. Pero entonces apareció Petros, con aspecto alarmado.

—Este caballero se marcha —dijo Millingen tajantemente—. Muéstrale la salida, Petros.

106

La mezquita de Solimán, la Suleymaniye, se alza en la tercera colina de Estambul, con vistas al Cuerno de Oro. Construida por Sinán, el maestro arquitecto, para su amo, Solimán el Magnífico, en 1557, refleja toda la piedad y grandeza de su época. Algunos de los primeros eruditos del islam trabajaron en su madrasa o consultaron su bien provista biblioteca. Sus cocinas alimentaban a más de mil bocas al día, por caridad; y su fuente central, en el Gran Patio, alegraba los corazones de los fieles y refrescaba las manos y caras de los compradores que salían del cercano Gran Bazar.

Cuando, en el transcurso de la mañana, los fuertes chorros de la fuente fueron menguando hasta convertirse en un débil goteo, surgió la irritación… y cierta ansiedad. Algunos de los fieles objetaron que el agua quizás no era muy fresca; los más supersticiosos se preguntaron si estaba a punto de estallar una crisis hasta entonces larvada, y pedían noticias de la salud del sultán.

A unos treinta y tantos metros bajo el suelo, en un ramal de la tubería principal que había construido el propio Sinán, el agua se estaba acumulando contra una poco común obstrucción, formada en un punto donde se encontraban dos tuberías de diferente calibre. La obstrucción al principio era meramente una enmarañada masa de lana y piedras sueltas, pero se convirtió en un problema más tarde, cuando se combinó con el cadáver a la deriva de un guardián del agua llamado Enver Xani. Éste obstruía el paso casi totalmente, y la lana y las piedras se atascaban aún más firmemente contra la estrecha boquilla del tubo más pequeño, el cual acabó perfectamente sellado.

El goteo de agua de la fuente de la Suleymaniye finalmente dejó de fluir; pero el sultán, según todos los informes, seguía vivo.

107

Yashim estaba sentado al sol, meciendo su taza de café. Pidió un poco de baklava. Las horas pasadas en el sombrío estudio de Millingen le habían mermado energías.

Un anciano griego, levemente encorvado, las manos cogidas detrás de su espalda, estaba bajando por un lado de la calle. Llevaba un fez rojo, una larga chaqueta y pantalones blancos. De vez en cuando se detenía para mirar en un escaparate, o estiraba el cuello para inspeccionar alguna nueva obra de construcción. En una ocasión se dio completamente la vuelta para seguir las balanceantes caderas de una bonita armenia que llevaba un cesto, y el cabello recogido en una trenza. Sus azules ojos brillaban bajo un par de tupidas cejas blancas. Cuando divisó a Yashim, volvió a detenerse, sonrió, y levantó aquellas cejas ligeramente, como si hubieran compartido juntos una broma, o una pena, antes de reanudar su solemne avance por la Grande Rue de Pera.

Un grupo de francos, guiados por un hombre de enorme barriga, que se secaba la frente continuamente con un pañuelo, paseaba a lo largo de la calle. Los hombres llevaban chaqueta negra y chaleco a rayas; las damas, sombreros, y volvían la cabeza de un lado a otro, como caballos con anteojeras. Yashim no podía oír lo que estaban diciendo, pero supuso que eran italianos, probablemente alojados en una de las casas de huéspedes que había más arriba en la calle. Su intérprete llevaba un matamoscas y lucía bigote. Yashim se preguntó si sería griego, pero decidió que no; más probablemente, un nativo de Pera de habla italiana, descendiente de los habitantes genoveses de la ciudad.

Le parecía a Yashim que antaño había sido capaz de mirar a los pies de una persona y decir quién era, y adónde pertenecía. En Fener o Sultanahmet, quizás, pero en Pera ya no. Las distinciones se borraban; las categorías ya no se mantenían. Aquella desgarbada figura con ropas francas… ¿Era rusa? ¿Belga, quizás? ¿O un otomano realmente…? ¿O un maestro de escuela bosnio, o un consignatario de buques moldavo rusificado?

La baklava era dura y pegajosa; estaba hecha, sospechó Yashim, con jarabe de azúcar, así como con miel.

¿Y dónde se situaba él, entre aquella gente cuyos orígenes eran tan nebulosos y confusos?

Años atrás, suponía Yashim, las distinciones habían sido sencillas. Nacías dentro de una fe, y vivías y morías en ella. A muy pocos se les concedía —Yashim entre ellos— cambiar su condición en la vida. Pero la gente ahora cambiaba de piel, como las serpientes. Lefèvre era Meyer. Estambul era Constantinopla. Un lascivo matón se convertía en un cura, y Millingen era de la Hetira… Una organización revolucionaria que al ser examinada más detenidamente resultaba ser un club de anticuarios. A veces la única prueba de su presencia era la capa exterior de su piel, mudada cuando se movían de una encarnación a otra. Quizás la antigua profecía era cierta: con la Columna de la Serpiente destruida, Estambul había sido invadida.

Pensó nuevamente en Lefèvre. Éste había hablado de su pasión por Estambul, de las capas de historia que se habían construido en las orillas de Bosforo, en el punto donde se encontraban Asia y Europa, y el mar Negro desembocaba en el Mediterráneo. Un hombre y una ciudad cuyas identidades habían sido rehechas. Constantinopla, o Estambul. Meyer, o Lefèvre.

Yashim suspiró, obligado, pese a sí mismo, a reconocer una afinidad con el muerto. Yashim el muchacho, esperando llegar a ser un hombre —el hombre en el que, al fin, no llegó a convertirse completamente—, era el recuerdo de una personalidad que se aferraba a él del mismo modo que las serpientes se enrollaban juntas en el Hipódromo. Las serpientes habían tenido sus tres cabezas y sus tres anillos, pero ocupaban el mismo espacio, en una sola columna.

Meyer. Lefèvre. ¿Podía ser que hubiera, quizás, un tercer aspecto en el hombre? Tenía una fugitiva visión de un espantoso cadáver, tan provisto de colmillos y tan terrible como la propia cabeza de una serpiente.

¿Qué era lo que Grigor había dicho? Que una ciudad no cambia porque le cambies el nombre. Una ciudad no es un nombre. Es una secuencia de vidas, gestos, recuerdos, todo entrelazado. Lefèvre descubría historias en sus escombros; para Yashim, estas historias se descubrían en las voces que uno oía en la calle, en el murmullo que rodeaba mezquitas y mercados, en un niño cansado que apoyaba su carga contra una sucia pared, un gato saltando para atrapar murciélagos en la oscuridad, la curva de la espalda de un remero en su bote.

Una ciudad sobrelleva todo aquello que también crece, añadiendo siempre nuevas identidades a la antigua. Para un parisino, Estambul era el Este. Para un indio, era el Oeste. ¿Y qué pasaba con los judíos, apiñados en Balat…? ¿Vivían en una ciudad judía? ¿Veía Preen una ciudad de artistas? ¿O la Valide, una ciudad de palacios y concubinas?

Un día, si los hombres como el doctor Stephanitzes se salían con la suya, Estambul podría volver a ser la capital de Grecia. Podrían demoler los minaretes, cambiar la media luna por la cruz, pero la ciudad musulmana de Solimán seguiría sobreviviendo, acurrucada en el substrato mismo del lugar, sumergida como las cisternas del Estambul bizantino.

Esta ciudad, reflexionó Yashim, era muy resistente. Una superviviente.

Como el propio Lefèvre.

108

—No creía que volviéramos a vernos —dijo Grigor—. Aún compartimos esta ciudad.

Grigor suspiró.

—En el espacio, Yashim, y en el tiempo. Pero ¿y aquí? —Se clavó el dedo pulgar en el pecho—. ¿O aquí? —Y colocó el dedo índice contra su sien.

Yashim movió la cabeza.

—Compartimos… Ciertas obligaciones, al menos.

—¿Hacia quién?

Yashim percibió la burla en la voz de Grigor.

—Hacia los muertos.

Grigor levantó una mano y deslizó los dedos por su barba.

—La experiencia me ha enseñado que deberíamos limitarnos a nuestras propias competencias. A nuestros límites. Hay fronteras en Constantinopla. Si las cruzamos, lo hacemos por nuestra cuenta y riesgo.

—Me dijiste hace unos días que a la iglesia le conciernen las cosas del espíritu —respondió Yashim cuidadosamente—. El César exige obediencia. Pero Dios quiere la Verdad, ¿no es así?

Grigor hizo un movimiento desdeñoso con la mano.

—No creo que Dios esté muy interesado en nuestra clase de verdad, Yashim. Es muy pequeña. Quién hizo qué a quién… Quién habló, quién guardó silencio, el año 1839. Dios es el Eterno.

—Tenemos una larga memoria, sin embargo. Las ideas nos sobreviven.

—¿Qué estás diciendo? —gruñó Grigor.

—El tesoro bizantino. Las reliquias. Sé dónde están.

El archimandrita miró por la ventana.

—¿Tú, también?

—¿Me pagarías por ellas?

Grigor se quedó en silencio durante un rato.

—Lo que pagaría o no pagaría está fuera de discusión —dijo finalmente—. Le correspondería al Patriarca decidir.

—¿Qué decidió el Patriarca… la última vez?

—¿La última vez?

—Lefèvre.

—Ah, monsieur Lefèvre —repitió Grigor, colocando sus manos sobre la mesa—. ¿No responde eso a tu pregunta?

—¿Qué se supone que significa eso?

—Pienso —dijo Grigor, levantándose— que olvidaré que hayamos hablado alguna vez. ¿Sabes realmente dónde están las reliquias?

—No estoy seguro siquiera de que existan.

—Lo creas o no, me alegro de que hayas dicho eso, Yashim. Por los viejos tiempos.

109

Yashim regresó caminando lentamente a su apartamento, rumiando sobre las palabras de Grigor. Si éste creía que las reliquias existían… Pero eso no era lo que Grigor había dicho.

Giró en el mercado, para subir por la colina.

—¡Yashim!

Éste se inclinó en la pendiente.

—¡Yashim! Sé lo que te quitaron… ¡y no fueron las orejas! ¿Por qué estás sordo hoy?

Yashim levantó la cabeza y miró a su alrededor. Giorgos se encontraba de pie ante su puesto, las manos en las caderas.

—¡Vaya! ¿Comes en lokanta estos días? ¿Olvidas lo que es comida? Pequeño kebab. Pequeñas dolma. ¡Sabe a mierda!

Giorgos había tenido una notable recuperación, observó Yashim.

—¿Estás viendo un fantasma? —rugió Giorgos, golpeándose el pecho—. Sí, soy un hombre delgado ahora. Pero este puesto… ¡Es como las mujeres! Las mujeres están felices de volver a ver a Giorgos. Así que ella es… ¡ella es muuuuy gorda!

Yashim se acercó a grandes zancadas al tenderete.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, señalando las grandes pilas de berenjenas, los pepinos y tomates que rebosaban de las cestas, junto a una pirámide de limones.

—Eh —suspiró Giorgos, rascándose pensativamente un sobaco mientras revisaba su mercancía—. En su mayor parte es mierda, effendi. Mi huerto —añadió disculpándose, inclinando la cabeza hacia una cesta de pepinos muy grandes curvados como unas hoces delgadas de color verde—. Hoy lo doy todo por nada.

Yashim asintió. Durante la semana en que Giorgos había estado en el hospital las verduras de su parcela se habrían desmandado.

—Pero —y la voz de Giorgos se volvió ronca al emplear un acento de conspiración— encontré una cosa bonita.

Fue a mirar detrás de su tenderete y regresó llevando dos pequeñas berenjenas en la palma de su maciza mano, y una ristra de tomates en miniatura en la otra.

—¿Todo muy pequeño, ves? Sin regarlas.

Yashim asintió.

—Son tan bonitos que podría comérmelos crudos.

Giorgos lo miró con una expresión de preocupación en su cara.

—Si te los comes crudos —dijo, meneando las berenjenas en la mano— enfermarás del estómago. —Metió las verduras en las manos de Yashim—. Ningún lokanta, effendi. Lentamente, lentamente, vamos mejorando otra vez. Tú. Mi huerto. Y yo, también.

Yashim tomó el regalo. En su camino de vuelta colina arriba, pensó: «Giorgos dejó su huerto durante una semana, y ahora ha vuelto».

El sonido de los almuecines le pilló a media subida de la colina. El sol se estaba desvaneciendo al oeste, a sus espaldas; delante, la oscuridad ya había caído.

Al otro lado del Cuerno, recordó Yashim, el embajador francés estaría pronto redactando el informe.

Al llegar ante su puerta, en lo alto de la escalera, hizo una pausa y escuchó.

No se oía ningún sonido: ningún susurro de páginas pasadas, ningún suspiro. Ninguna Amélie.

Yashim empujó la puerta con cautela, suavemente, y atisbo en la penumbra. Todo se encontraba en su lugar.

Entró lentamente y buscó a tientas la lámpara. Cuando la hubo encendido, se sentó durante largo rato en el borde del diván, con únicamente su sombra como toda compañía.

Amélie se había ido, sin dejar nada detrás. Sólo una sensación de su ausencia.

Al cabo de un rato, Yashim fijó su atención en la estantería.

Algo más había cambiado, observó. El Gillius también había desaparecido.

110

Auguste Boyer, encargado de negocios del embajador, no había dormido bien. Al dejarse llevar por el sueño, había recordado con un inicio de vergüenza su escena en la ventana del patio, babeando sobre los adoquines. El embajador podía haberlo visto. Ya dormido, soñó con hombres sin rostro y perros salvajes.

La llegada de Yashim poco después de que Boyer se hubiera vestido, y antes de que hubiera tomado su bol de café, chocaba desdichadamente en la mente del attaché con el recuerdo del cadáver desangrado de Lefèvre.

—El embajador no puede ser molestado —dijo con vehemencia.

—¿Está dormido?

—Desde luego que no —replicó Boyer—. Está ya resolviendo varios asuntos, en discusión con el personal de la embajada.

Con el chef, pensó. Había un almuerzo programado. Con tal que, por supuesto, el embajador estuviera despierto. La tripa de Boyer empezó a hacer ruidos; sacó un pequeño pañuelo y tosió.

—¿Sabe usted por casualidad si el embajador ha completado su informe sobre la muerte del desgraciado monsieur Lefèvre?

Boyer miró al eunuco con cierto disgusto.

—No tengo ni idea —dijo.

Yashim seguía manteniendo una pequeña esperanza de conseguir una demora.

—¿Y el testimonio de madame Lefèvre? ¿Ha resultado útil?

Boyer lo miró con expresión vacía.

—¿Madame Lefèvre?

—Amélie Lefèvre. Su esposa —explicó Yashim—. Llegó aquí hace un par de días, por la tarde.

Auguste Boyer pensó en su bol de café, que se estaba enfriando.

—De monsieur Lefèvre —dijo incorporándose—, la embajada es consciente. Pero por lo que se refiere a madame… No, monsieur. Me temo que está usted completamente equivocado.

Yashim se balanceó lentamente sobre sus talones.

—Madame Lefèvre vino aquí a la embajada. Había estado en Samos, y necesitaba ayuda para volver a casa, a Francia.

Boyer captó el cambio de táctica de Yashim. El informe del embajador escapaba a su jurisdicción, pero esto era fácil.

—Está usted completamente equivocado. Esa madame Lefèvre, quienquiera que pueda ser, no ha sido vista en la embajada —dijo resueltamente, conectándose mentalmente con su café y un cruasán caliente—. Buenos días, monsieur.

Giró sobre sus talones y se marchó a grandes zancadas a través del vestíbulo, dejando a Yashim mirándolo fijamente, con una desconcertada arruga en su rostro.

O el diplomático estaba mintiendo… o Amélie se había ido a algún otro lugar. Había desaparecido en la gran ciudad tan repentinamente como había venido, llevándose su pequeña bolsa y con la cabeza llena de peligrosas nuevas ideas. Decidida, había dicho ella, a averiguar quién había matado a su marido.

La arruga de la frente de Yashim se hizo más profunda. Las ideas eran peligrosas, ciertamente; pero los hombres podían ser mortales.

111

Amélie Lefèvre se estremeció cuando la puerta se cerró de golpe a sus espaldas.

Posó su linterna sobre un estante bajo, levantó el cristal y encendió la mecha con una temblorosa mano. El aire estaba frío.

Sostuvo la linterna encima de su cabeza, recogiendo el borde de su falda con la mano libre, y empezó a descender lentamente por la espiral de depósitos de agua que conducían a la boca del túnel.

Al llegar al fondo se metió en la poco profunda agua.

Gotas de condensación en la linterna proyectaban motas de luz hasta el fondo del túnel, deslizándose por las bastas paredes de ladrillo para perderse repentinamente en las negras alas de su propia sombra en el techo.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó una bolita de cera blanca y un carrete de hilo de algodón negro. Ablandó la cera al calor de la linterna, y la utilizó para fijar un extremo del hilo a la abertura del túnel, más o menos un par de centímetros por encima del nivel del agua. Se enderezó y se remangó las faldas. Sosteniendo, sin apretarlo, el carrete de algodón entre sus dedos, entró en el túnel, soltando la hebra detrás de ella.

En la primera bifurcación se desvió a la derecha, sin vacilar, pero al cabo de unos cinco metros se detuvo a escuchar. El agua discurría suavemente en torno de sus pies. Instintivamente, miró hacia atrás. La acuciante oscuridad la pilló por sorpresa, y balanceó la linterna nerviosamente sobre su hombro. Una gota del techo aterrizó sobre la punta de su nariz, cosa que le hizo pegar un brinco hacia atrás.

«Cálmate —murmuró para sí, y siguió vadeando—. Concéntrate en el detalle». Ladrillos romanos. Una reparación posterior, con materiales más toscos; quizás los constructores se habían abierto camino a través del techo en alguna época remota. Los turcos parecían haber redescubierto el secreto del cemento romano, pensó. Las paredes estaban desnudas; nada podía crecer allí.

«Amélie Lefèvre. Arqueóloga. Como mi marido».

Empezó a contar sus pasos.

Contó un centenar, doscientos. A los quinientos, empezó a sentir el peso de la ciudad presionando sobre ella, cerrando lentamente la distante boca del túnel. Dejó de contar.

«Ésta es la Serpiente —se dijo a sí misma—. Ha permanecido firme durante mil años, una perdida proeza de la ingeniería bizantina.

»Estoy en buenas manos: obreros bizantinos, un erudito del Renacimiento… y Maximilien Lefèvre».

Lo había leído todo en el libro de Yashim; el libro que su marido había escondido en su apartamento. El libro que Max siempre había querido que ella encontrara.

El hilo se tensó del todo en su mano. Miró hacia abajo y sacó otro del bolsillo. Ató los extremos del hilo, dobló los dedos sobre el nuevo carrete y prosiguió su camino.

112

Una idea, un recuerdo, se agitaba en la mente de Yashim. Se apoyó contra la pared y cerró los ojos. Olvidándose de la gente que pasaba por la calle.

Amélie se había desvanecido en el tenue aire. La única pista de sus planes era el libro que se había llevado con ella. Gillius debía de haberle servido a Amélie —y quizás, antes de eso, a Lefèvre— para identificar la ubicación de las reliquias bizantinas.

Amélie creía en su existencia. Se encontraban, había dicho ella, en un espacio hueco bajo la primitiva iglesia de Santa Sofía. Una cripta.

El camino hacia la cripta discurría a través de una red de túneles que corrían bajo la ciudad. La mayor parte de ellos no era mayor que una madriguera de conejos, pero algunos eran lo bastante grandes para permitir el paso de un hombre. Uno, al menos, parecía discurrir desde el sifón de Balat hacia la iglesia de Santa Irene, en los terrenos del Palacio Topkapi, donde Yashim había visto su boca. Cerca de donde Gillius afirmaba haber bajado a los sótanos de la casa de un hombre y paseado por una cavernosa cisterna en la oscuridad. Un hipódromo hueco, tal como Delmonico había dicho: el At meydan, donde la Columna de la Serpiente se había alzado durante quinientos años.

Entre el Palacio Topkapi, la cisterna de Gillius y la Suleymaniye se levantaba un antiguo edificio más famoso que los otros. Santa Sofía, la Gran Iglesia de los bizantinos.

Yashim mantenía los ojos cerrados con fuerza.

La tubería debía de conducir al Hipódromo.

Gillius lo debía de haber descubierto trescientos años atrás; debía de haber supuesto dónde había que buscar las reliquias.

Y luego había abandonado la ciudad para marchar con los ejércitos otomanos hacia Persia. Como si alguien, o algo, lo hubiera ahuyentado. Igual que habían asustado a Lefèvre haciéndolo huir, tres siglos más tarde.

Los hombres no viven trescientos años, pero las ideas sí. Los recuerdos sí. Las tradiciones sí.

El mismo sou naziry lo había dejado claro.

Yashim se separó de repente de la pared y empezó a correr.

113

Amélie se quedó en la boca del túnel con la linterna levantada. Sus ojos brillaban.

Gillius había dicho la verdad.

Se encontraba de pie unos metros por encima de un vasto lago subterráneo. De su reluciente superficie sobresalían enormes columnas de pórfido y piedra que subían a partir de sus macizos plintos, centelleando bajo la luz de la lámpara hasta que se perdían en la oscuridad, sobre su cabeza.

Lentamente bajó por los escalones hasta llegar al nivel del agua.

Se estremeció involuntariamente en el silencioso bosque. Columnas hasta donde llegaba su vista, bellamente fabricadas, el orgullo de templos paganos procedentes de todo el Imperio romano. Los emperadores bizantinos las habían saqueado para ésta, la mayor cisterna jamás construida, perdida para el mundo y enterrada bajo el suelo.

Dio otro paso, y la helada agua se cerró en torno a sus tobillos. Buscó el siguiente escalón con los pies; el agua le llegó a las rodillas. No había más escalones. Dejó escapar un jadeo de alivio.

Depositó el carrete de hilo en el escalón detrás de ella. Rechinando los dientes, empezó a vadear a través de las negras aguas.

Las reliquias estaban ahí, lo sabía.

En alguna parte, entre las congeladas columnas de la antigüedad, encontraría el signo.

114

Una mano extendida, la otra siguiendo el hilo en el que él había depositado su fe, Yashim se escabulló hacia delante en la oscuridad.

En alguna parte, ante él, unida a él por el delgadísimo filamento de algodón, una mujer estaba avanzando hacia la muerte. Si era valiente o ignorante, Yashim no podía juzgarlo, pero el castigo sería el mismo.

Grigor había hablado de las fronteras de la ciudad. Entre fe y fe; entre un barrio y el siguiente; entre el presente y el pasado.

Pero los guardianes del agua patrullaban por otra frontera de la que pocas personas en Estambul eran conscientes. La frontera entre la luz y la oscuridad. Bajo las calles, y ocultas a la vista, las palpitantes arterias de Estambul.

El mundo muerto, frío, oscuro, que daba la vida a la ciudad.

Y los guardianes del agua estaban dispuestos a matar para preservar su único conocimiento de ese mundo.

El turbante de Yashim rozó el bajo techo, desconchando una nube de mortero. Amélie tenía una lámpara, Yashim estaba seguro de ello, y en cualquier momento vería la luz.

Volvió la cabeza. Por un momento se quedó confuso, desorientado. ¿Había vuelto sobre sus pasos… alejándose de la lámpara de la mujer? Porque allí estaba. Un pálido resplandor que iba y venía, pero por detrás de él.

Sacudió la cabeza. Sus ojos, en aquella oscuridad, le estaban jugando malas pasadas.

Siguió avanzando.

115

El sou naziry parpadeó. Se detuvo y tocó la bola de cera con el dedo.

La cera se separó fácilmente de la piedra. El sou naziry la cogió y sintió el tirón del hilo entre sus dedos.

Sacó la lengua y se humedeció los labios.

Había creído, hasta este momento, que el trabajo estaba hecho.

El sou naziry cogió su linterna y se aflojó la daga en el cinto. La daga tenía una empuñadura enjoyada y su hoja era curva.

El sou naziry cogió la hebra de hilo y entró en el túnel.

116

Amélie peleaba contra el peso de su falda mientras avanzaba por el agua, zigzagueando entre las grandes columnas, siguiendo sus fríos contornos con los dedos, buscando el signo que sabía que estaría allí.

Apenas a quinientos metros de distancia Yashim sintió un cambio en la atmósfera del túnel, notando que aumentaba la humedad a medida que se aproximaba a la cisterna ciegamente. Miró hacia atrás. No había ninguna duda de que alguien estaba bajando por el túnel detrás de él ahora. Sintió el debilísimo tirón del hilo en su mano, y vio la luz de la lámpara balanceándose a medida que se acercaba. Quienquiera que fuese se movía más deprisa a través del exiguo túnel de lo que él podía hacer. Alguien experto.

Yashim vaciló. Más tarde o más temprano, el hombre lo alcanzaría… Si no podía encontrar algún pasaje lateral donde pudiera esconderse. Pero en la oscuridad sus posibilidades de hallar alguno eran escasas. ¿Y qué pasaría, si lo conseguía? ¿Qué pasaría, si salvaba la piel… y el hombre proseguía hasta descubrir a Amélie?

Soltó el hilo de sus dedos. Sin él, podía moverse más deprisa, confiando en la suerte de que el túnel no volviera a bifurcarse, o de que, cuando lo hiciera, pudiera recuperar el hilo y averiguar qué rama había tomado la francesa.

Sus dedos iban rozando las paredes. Durante algunos metros sintió el áspero ladrillo dentado bajo sus yemas, y entonces, bastante repentinamente en el lado izquierdo, su mano se encontró palpando el fino aire. Cautelosamente recorrió la abertura con los dedos. Deslizó un pie, luego otro, en la brecha. Había un escalón hacia arriba.

Yashim no perdió más tiempo. Se metió en la abertura y subió varios escalones, luego se aplastó contra la pared, y aguardó.

Notó que la oscuridad se iba disolviendo.

Oyó el chapoteo de los pies del hombre a medida que éste avanzaba por la poca profunda corriente.

Entonces la luz se volvió cegadora, y Yashim no pudo ver nada en absoluto, sólo la luz y el centelleo de ésta cuando se reflejaba en la curvada superficie de la hoja de acero.

Y en algún lugar, a centenares de metros de distancia, en un apestoso túnel secundario que llevaba ahora casi un día entero bloqueado, un delgado hilillo de agua empezó a filtrarse a través de la hinchada masa de carne y hueso, piedras y lana empapada.

117

Yashim se echó hacia atrás apoyándose contra los escalones y lanzó una patada a la linterna. La lámpara estalló al estrellarse contra el techo del túnel, y la luz se esfumó, pero él y el sou naziry se habían reconocido. Cuando Yashim cayó al suelo, giró y golpeó con su puño.

Golpeó contra algo, no podía decir qué, y dio la vuelta en redondo. Se quitó la capa de los hombros y la sostuvo como una pantalla en el túnel.

Sintió el tirón en los dedos cuando el cuchillo del naziry cortó la tela; entonces bajó ambas manos con tanta fuerza como pudo, tratando de agarrar al hombre por sus muñecas y sujetarlas contra el suelo.

Pero el naziry fue rápido. Sus muñecas ya no estaban allí. Yashim cayó de lado sobre sus rodillas, en los escalones, y sintió la presión de un pie del naziry contra la rasgada capa.

Saltó sobre una pierna en busca de los escalones nuevamente, mientras golpeaba con la otra en la oscuridad. Tocó algo, pero sin fuerza. Cuando trataba de retirarla, el naziry hizo presa en ella. Yashim soltó una patada con su pierna libre, pero su fuerza se vino abajo cuando un dolor abrasador le atravesó la pantorrilla.

Se dobló hacia delante, sus extendidas manos parando el segundo golpe dirigido a su cuerpo. Yashim sintió que la hoja le cortaba la articulación de su dedo pulgar. Trató de agarrar algo en la oscuridad y encontró una muñeca. Por un segundo mantuvo la presa; levantó la pierna derecha y la descargó todo lo violentamente que pudo contra el lugar donde debía de estar el brazo que sostenía el cuchillo del naziry, alcanzándolo en el costado de la cabeza.

La muñeca se deslizó violentamente de su presa. Yashim trepó hacia atrás por los escalones, y escuchó, manteniendo una pierna levantada. En la otra podía sentir la sangre brotando por una herida en su pantorrilla.

No oía nada. Ninguna respiración, ningún chapoteo. Nada más que un sonido como de un suave chasquido que parecía venir de muy lejos. Un sonido que no significaba nada para él, que no podía ayudarlo a vencer.

Y luego el silencio.

Una débil brisa le golpeó su rostro.

Yashim soltó una patada con toda su fuerza, en la oscuridad.

Se dio cuenta de que el naziry había estado más cerca de lo que pensaba cuando lo alcanzó en el hombro, antes de que sus rodillas se desplegaran. Acompañó el golpe de un poderoso empujón y tuvo la satisfacción de oír que el naziry caía hacia atrás con un gruñido.

Lo cual fue la última cosa que Yashim pudo oír antes de que el túnel estallara con un rugido que pareció llenar la oscuridad, rebotando de pared en pared como un disparo de cañón. Un viento salpicado de espuma se abalanzó sobre él, tirando de sus piernas. Algo golpeó contra sus pies. Oyó un chirrido como de metal.

Luego, nada. Sólo un retumbar, muy lejano, y un suave borboteo en el túnel, abajo.

Yashim se quedó absolutamente inmóvil. El hecho había sido tan repentino que no podía comprenderlo.

Pero, a doscientos metros de distancia, Amélie quedó aterrorizada cuando un enorme chorro de agua brotó de la boca del túnel, estallando contra la columna más cercana en una explosión de espuma y residuos, con un ruido como el de un trueno.

Los escombros golpearon la superficie a su alrededor, y luego el agua se detuvo. Algo que podía haber sido una figura humana se deslizó de la columna, se estrelló contra el plinto y cayó con un chapoteo en el oscuro lago.

Cuando Amélie levantó la mano para quitarse un poco de barro de la mejilla, observó algo muy pálido y tentaculado balanceándose a su lado en el agua. Bajó la lámpara para ver mejor.

Inmóvil en los duros escalones, Yashim oyó su grito.

118

Vio a Amélie primero, bañada en el halo de luz de la lámpara que ella había dejado a su lado. La mujer tenía una mano alzada junto a su boca.

—¡Amélie! C’est moi! ¡Yashim! —gritó.

Amélie retrocedió hacia un plinto. Su falda se extendía a su alrededor como una hoja de nenúfar.

Yashim empezó a bajar por los escalones. Apenas notó el agua hasta que tropezó con el naziry, que estaba flotando boca arriba.

Pasó al lado del cuerpo.

Amélie estaba llorando cuando él se aproximó, llevándose las manos a la cara, sin tratar de detener las lágrimas.

Yashim la tomó silenciosamente en sus brazos. La mujer parecía estar temblando contra él. La apretó con fuerza, frenando las convulsiones que la atenazaban.

Muy lentamente, sosteniéndola contra su pecho, se dio la vuelta. La cabeza de la mujer se movió como si estuviera mirando fijamente alguna cosa; luego, se relajó y cayó contra el hombro de Yashim. Éste miró hacia abajo, a través de su cabello, hacia el borde de su falda en el agua. A la pálida luz, pudo distinguir una mano humana.

Se estremeció y apretó con fuerza la mano de la muchacha. Cómo había ocurrido, no lo sabía con exactitud, pero Enver Xani, muerto desde hacía tiempo, le había salvado la vida por segunda vez.

Amélie se fue calmando gradualmente. Primero, dejó de temblar; luego, levantó la cabeza.

—Estuvimos muy cerca —dijo ella, y se separó.

—¿Cerca? ¿El uno del otro? —preguntó Yashim estúpidamente.

Era consciente de un dolor palpitante en su pierna, y cuando levantó su mano a la luz vio que estaba negra de la sangre que manaba.

—De las reliquias —dijo Amélie.

Sus ojos brillaban bajo la luz de la lámpara.

Yashim se sentía mareado. Se abrió camino a través del agua y encontró los escalones. Se quitó el turbante y empezó a rasgarlo en tiras, vendándose con ellas la pierna. Amélie vadeó hasta él ayudándolo a atarse el vendaje y también a envolverse la mano.

—Yo… yo no quería que vinieras.

—No. —Yashim se sentía terriblemente cansado—. De no ser por ti, no lo habría hecho.

Las manos de la mujer temblaban. Yashim vio que trataba de atar el nudo con unos dedos que estaban rígidos por el frío.

—He encontrado las reliquias —dijo ella.

Él sabía que no era verdad. Todavía no.

—Este hombre venía a matarte —dijo él.

Vio que ella se enderezaba, una vez terminado el vendaje. Adelantó una mano y apartó un mechón de pelo de la frente de la mujer.

—Aún puedes ayudar —dijo ella.

Y se apartó, vadeando, con la lámpara en la mano. Cansadamente, Yashim se esforzó por ponerse de pie.

—¡Te habría matado! —Su grito sonó muy débil, allí, en aquel misterioso bosque oscuro—. Tal como mató a los otros. Tal como mató a tu marido.

Ella no se detuvo; se limitó a volver la cabeza y decir:

—Estoy haciendo esto por Max. Es lo que él hubiera querido.

Yashim se estremeció de frío.

—Fuiste a casa de Millingen, ¿verdad? —gritó Yashim—. Tú me encerraste.

Amélie no respondió. Sus faldas la seguían, como un séquito.

—Mira —dijo ella finalmente.

Levantó la lámpara, y su brillo cayó sobre el plinto, que soportaba una columna cuyo término se perdía en la oscuridad que se cernía sobre sus cabezas. La juntura quedaba oculta por una capa de cobre verdoso moteada de humedad, y sobre el plinto mismo, parcialmente sumergida en la negra agua, Yashim reconoció una cabeza esculpida.

Aun cuando estaba en posición invertida, con la frente hundida bajo el agua, Yashim se quedó paralizado. Majestuosos en su simetría clásica, aparecían aquellos grandes y ciegos ojos, las ensanchadas ventanillas de la nariz, los gruesos y redondeados labios… Pero demoníaca, también, era la expresión de agonía y de mando. Era la cara de una mujer. Su cabello era espeso y enmarañado.

Yashim se acercó, olvidándose del frío, mientras la lámpara temblaba en la mano de Amélie y proyectaba sombras que danzaban y corrían a través de profundas incisiones en la piedra. Entonces se echó para atrás con un jadeo. Por un momento le había parecido que las hebras de aquellos enmarañados mechones se enrollaban y retorcían como seres vivientes.

—La Medusa —murmuró con un estremecimiento.

—¿No lo ves? —Repentinamente, Amélie dejó escapar una risa temblorosa—. Max suponía… ¡Los mitos! La Medusa convierte a los hombres en piedra. Su mirada te clava. Confiere una especie de inmortalidad.

—El emperador —dijo Yashim tartamudeando—. Convertido en piedra.

Las serpientes volvieron a levantarse cuando Amélie dio la vuelta hacia él.

—¡Sí! El emperador muere, y el emperador despertará. Algo oculto reaparecerá algún día y estremecerá al mundo. —Dejó la lámpara sobre el plinto—. El emperador era sólo un pobre, valiente diablo que no pudo hacer nada para detener a los turcos. Pero en el mito… ¡Es una idea! El instrumento de Dios sobre la tierra. La idea del poder sagrado.

Deslizó sus manos sobre el esculpido mármol.

—Se trata de suspender el tiempo. Congelarlo.

Puso sus manos sobre la cima del plinto y empezó a agitar el agua con los pies.

—Están aquí. Lo sé. Las reliquias están aquí.

—Yo no lo creo así, Amélie.

Ella no respondió, pero se movió lentamente alrededor del plinto, tanteando el suelo bajo sus pies.

—¡Hace demasiado frío! Yashim, por el amor de Dios, ayúdame.

Yashim no se movió.

—Podemos hacer esto por Max. Debemos hacerlo, ¿no lo puedes ver? Después de esto no habrá otra oportunidad.

Yashim pensó que la mujer iba a retorcerse las manos. En vez de eso, vadeó a través del agua y le rodeó el cuello con sus manos.

Ella lo atrajo hacia sí y lo besó con sus fríos labios.

—No por Max, Yashim. Hazlo por mí.

Yashim sintió que el muslo de la mujer le presionaba el suyo. Amélie volvió a besarlo.

Luego ella se separó lentamente y se hundió en el agua. Sus faldas flotaban abriéndose en abanico a su alrededor como el festoneado borde de una fuente.

Ella las recogió hacia sí; luego, sumergió sus manos en el agua, palpando alrededor de la base del plinto.

Yashim cerró los ojos. Por un momento vio a Maximilien Lefèvre de rodillas, en el apartamento de Yashim, volcando el contenido de su maleta en el suelo.

Se acercó al plinto y empezó a rodear su base, deslizando sus helados pies por el suelo del lago subterráneo. Se encontraron en el otro lado, en la sombra, y cuando Yashim la levantó, ella surgió del agua empapada y temblando.

Ça suffit —dijo él. Ya basta—. Tenemos que pensar cómo salir de aquí.

Los dientes de Amélie estaban ahora castañeteando demasiado fuerte para que ella pudiera hablar. Trató de separarse, pero Yashim la sujetó por la cintura y notó que estaba temblando. Él cogió la lámpara.

A medio camino a través del lago, Amélie se desmayó en sus brazos.

La cabeza le cayó hacia atrás, descargando todo el peso de su cuerpo sobre el brazo de Yashim. Su otro brazo subió rápidamente para mantener el equilibrio, y la lámpara se le escapó de la mano. Por un momento resplandeció, formando un arco encima de la hundida cisterna, proyectando su luz a través de la sala de columnas, y de las negras aguas, antes de ir a estrellarse sonoramente contra el plinto y desvanecerse.

Yashim observó la trayectoria.

Se quedó quieto durante un momento en la oscuridad.

Y un sonido que no había oído durante lo que parecía un larguísimo tiempo rompió el impenetrable silencio de la cisterna.

Era débil y tembloroso, pero era, a fin de cuentas, suyo.

La risa de Yashim.

119

No había más remedio, pensó Yashim mientras deslizaba sus manos alrededor de la boca del túnel.

Se dio la vuelta y buscó a tientas los brazos de Amélie. Puso las manos bajo los sobacos de la mujer y empezó a arrastrarla hacia atrás. El ángulo era difícil, la espalda le dolía y protestaba. Cada pocos metros se detenía para recuperar el aliento, mientras el sudor le corría por la cara. Para empeorar las cosas, el corte de su mano derecha había empezado a sangrar otra vez, allí donde el vendaje había caído.

No tenía la menor idea de qué hacer a continuación. Aunque consiguiera arrastrar a Amélie cien o quinientos metros a lo largo del túnel, sus posibilidades de encontrar el camino de salida eran escasas. El hilo de Amélie había desaparecido… Probablemente el naziry lo había ido recogiendo mientras avanzaba.

Rechinó los dientes y arrastró su carga unos pocos metros más. Se sentía mareado y aturdido, debilitado por el frío y la pérdida de sangre. Alargó una mano para apoyarse y casi se cayó de costado.

Sintió un escalón bajo los dedos. Probablemente, pensó, los escalones donde el naziry lo había encontrado. Parecían haber transcurrido siglos.

Se preguntó si podía dejar a Amélie allí, sobre los escalones, mientras buscaba la salida a tientas. Pero, si lo conseguía, ¿qué pasaría entonces? ¿Cómo regresaría? ¿Qué ayuda podía esperar encontrar allí? Difícilmente podía confiar en que los guardianes vinieran en su socorro. Y, mientras tanto, Amélie podría despertarse y encontrarse sola, en la oscuridad, enterrada viva.

La arrastró hasta el escalón inferior y apoyó suavemente su cabeza sobre la piedra. Pasando por encima de ella con exagerado cuidado, empezó a subir por los escalones.

La escalera daba varios giros en ángulo recto antes de que Yashim se encontrara en lo que parecía un estrecho corredor, en el cual podía permanecer de pie. Las paredes eran rectas, y las recorrió con los dedos hasta descubrir una nueva serie de escalones en el otro extremo. La entrada a esos escalones estaba festoneada con telas que se desmenuzaban al tacto y se pegaban a sus dedos.

El segundo tramo de escalones era en espiral, y no dejaba de girar y girar hasta que Yashim se sintió desorientado. Varias veces resbaló y cayó; subir por las escaleras le provocaba dolor en la pierna. Su caída final se produjo cuando se estrelló contra una pared, y empezó a sangrar por la nariz. La pared bloqueaba la escalera. Yashim deslizó sus manos por ella y por las paredes que lo rodeaban, inseguro de lo que estaba buscando, pero nada dispuesto a admitir que todo el esfuerzo había sido inútil. Pero así era. Si alguna vez había habido una entrada a esos túneles a partir de este lugar, hacía tiempo que había sido tapiada. Si la cisterna de Amélie era la misma que Gillius había visto, debía de hallarse bajo el Hipódromo; excepto por el espacio abierto, muchas cosas habían cambiado en aquel distrito desde los tiempos antiguos. El palacio de Ibrahim. La Mezquita Azul de Ahmed I. Los preciosos baños que Sinán había construido para Hürrem, la esposa rusa de Solimán, muy cerca de la entrada del Palacio Topkapi y Santa Sofía. Edificios monumentales.

Apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos con fuerza. Se sentía mareado y aturdido. Todo lo que tocaba parecía como si estuviera cayéndose, resbalando, moviéndose. Se preguntó cuánto tiempo había estado lejos de Amélie; quizás ahora ella estaba ya despierta, avanzando a ciegas y llorando en la oscuridad…

Levantó la cabeza y se dio la vuelta, con los ojos cerrados, buscando a tientas la pared exterior de la escalera, donde los escalones eran más anchos. Apoyó la espalda contra la curva de la pared y empezó a descender. Una guirnalda de telarañas se enredó en su cabello, tan viejas y polvorientas que colgaban en hebras como el desgreñado cabello de un derviche. Sacudió la cabeza para quitárselas.

Por unos momentos, se quedó mirando hacia atrás fijamente, incapaz de creer lo que estaba viendo. Comprendiendo que era capaz de ver algo.

Levantó la mirada hacia lo alto. En la cima, donde la pared cruzaba la escalera, se había abierto una delgada barra vertical de luz en el ángulo de las dos paredes.

Yashim bajó tan rápido como pudo por la escalera en espiral. Amélie estaba todavía yaciendo donde la había dejado. Su respiración era superficial y el tacto de su piel era como el del hielo. La cogió en sus brazos y la colocó en posición vertical; luego la abofeteó.

Al cabo, la mujer empezó a gemir.

La arrastró hasta ponerla de pie, sosteniendo el brazo de Amélie alrededor de sus hombros, su otra mano rodeándola por la cintura, y empezó a llevarla medio arrastrando, medio cargando con ella, escaleras arriba. El movimiento pareció reanimarla. Yashim sintió que Amélie tropezaba en los últimos escalones, y cuando entraron en el corredor, ya fue capaz de conducirla andando, sujetándola firmemente por el brazo y murmurando palabras de aliento.

—Casi hemos llegado, unos pasos más. Hay una salida; pronto verás la luz.

Se colocó detrás de ella cuando llegaron a la escalera en espiral, y la ayudó a encaramarse por ésta. Los movimientos de la mujer eran lentos y pesados, y Yashim se acordó de lo difícil que había sido para él moverse cuando salió arrastrándose del pozo de Xani, cuando cada músculo le pesaba una tonelada y todo lo que quería era quedarse dormido. A veces Amélie parecía perder el equilibrio, y él tenía que apuntalarse y cogerla cuando ella se deslizaba hacia atrás, cayéndole encima. Pero al final Yashim vio que la oscuridad empezaba a disolverse.

Ella permaneció callada mientras él aplicaba su hombro contra la pared. Un ruidito como de gruñido poco a poco se fue transformando en un sonido más grave cuando la piedra empezó a moverse y la barra de luz se fue ensanchando, centímetro a centímetro.

Antes de que alcanzara una anchura de quince centímetros, Yashim hizo una pausa y aplicó el ojo a la grieta.

Estaba mirando a través de una extensión de agrietado y pulido mármol hacia una enorme ventana de barrotes, situada a unos quince metros de distancia. La luz le hirió en los ojos. Levantando la mirada, vio un techo abovedado. Algo en las proporciones del edificio y la polvorienta negrura de sus muros le recordaba un lugar, pero por el momento no pudo imaginar dónde estaba.

Volvió a empujar. La pared, descubrió, estaba montada sobre un eje, de manera que un extremo se balanceaba hacia fuera y el otro lo hacia el interior. Pronto fue capaz de introducirse por la grieta y utilizar espalda y piernas para hacer girar la piedra, y fue entonces cuando comprendió de golpe lo que pasaba.

Habían hallado un camino para entrar en Santa Sofía.

No en la planta baja, y en ningún lugar próximo al antiguo altar mayor. La escalera en espiral había sido construida dentro de una de las vastas columnas que soportaban la gran cúpula, y ellos emergieron mucho más arriba, en la abandonada galería que se extendía bajo las cúpulas menores del mayor edificio del mundo antiguo.

120

Faisal al-Mehmed deslizó sus ojos a lo largo de las estanterías bajas que lo rodeaban en su caseta delante de la Gran Mezquita y meneó negativamente la cabeza. ¡Tantos zapatos! Con un tiempo como aquél, todo el mundo quería entrar en la Mezquita; nadie quería salir. Pero tan pronto como la lluvia cesara, se lanzarían sobre él, exigiendo recuperar su calzado, provocando confusión.

Faisal al-Mehmed aborrecía la confusión, sobre todo en un recinto sagrado.

Un movimiento de la multitud le hizo mirar a su alrededor. Un hombre y una mujer, que no recordaba haber visto antes, estaban emergiendo por la puerta, saliendo a la lluvia torrencial, y ya, observó, estaban empapados hasta los huesos. La mujer apenas podía caminar: el hombre la rodeaba con un brazo, y con el otro le sostenía la mano.

Faisal se mesó la barba y asintió con la cabeza. Tantas personas llegaban a esta mezquita sin un pensamiento piadoso… Simplemente, incluso, para resguardarse de la lluvia. ¿Dónde estaba la piedad, en utilizar una mezquita como refugio? La verdadera piedad ignoraba la lluvia.

Faisal sonrió enviando mentalmente una bendición a la pareja, porque en su corazón comprendió que poseían entusiasmo.

121

Cuando Yashim se despertó, era tarde. Las nubes de tormenta se habían disipado, como si jamás hubieran existido, y un cálido sol de la tarde estaba ya trazando un dibujo de sombras oblicuas a través de la habitación.

Se puso de pie lentamente, sintiéndose ligero y hambriento. Había una rebanada de pan que nada tenía ya de tierno; rompió un trocito y lo masticó, y luego con disgusto lo soltó y removió el fuego. Sopló las brasas y alimentó su brillo dejando caer trocitos de carboncillo con los dedos, escuchando su seco crujido, sintiendo su inconsistente peso, preguntándose, mientras observaba el brillo que se extendía, cómo algo tan liviano podía generar tanto calor. Colocó su mano plana por encima de la estufa y agradeció el ardiente calor en su palma.

Miró en el cesto de las verduras. En un plato de loza, bajo una tapa en forma de cúpula, aparecía una lonja de queso blanco desmenuzable, beyaz peynir.

Peló un par de cebollas y las cortó toscamente, luego les echó sal. Cogió dos tomates, los cortó y picó los trozos, junto con unos pimientos, ajo y un puñadito de perejil marchito. Trituró el queso con un tenedor.

Partió la rebanada de pan duro longitudinalmente y restregó la miga con un diente de ajo y con el tomate cortado. Roció los tozos con aceite y los dejó en una esquina, sobre el calor.

Metió las cebollas en un cuenco de agua para quitarles la sal, y las puso en un bol junto con los pimientos, los tomates y el perejil. Una gota de aceite cayó en las brasas con sonido silbante. Esparció el queso desmigajado por la ensalada y un gran pellizco de kirmizi biber, que había comprado después de que le revolvieran el apartamento… Generalmente lo hacía él mismo, con un gran puñado de guindillas machacadas en un mortero y rehogadas en una sartén, sobre las brasas.

Vertió un generoso chorro de aceite de oliva sobre la ensalada, añadió sal y machacó unos granos de pimienta en el mortero. Clinc-clinc-clinc.

Removió la ensalada con una cuchara.

Sacó el pan tostado del fuego y lo puso sobre una fuente. Se lavó las manos y la boca.

Comió con las piernas cruzadas sobre el sofá, el sol bañando su mano izquierda, pensando en las oscuras madrigueras que había bajo la ciudad, la enorme cisterna como un templo, y la vacilante luz que le había perseguido a través de sus sueños. La luz que él había visto en los ojos de Amélie.

«Estoy haciendo esto por Max», había dicho ella. Cumpliendo sus deseos. Siguiendo sus instrucciones como si aún estuviera vivo; como si, al igual que el propio Bizancio, él tuviera el poder de dirigir y controlar las acciones de la gente en el mundo de los vivos.

Yashim cogió con la cuchara un poco de la ensalada, con una rebanada de pan tostado. «Estoy haciendo esto por Max».

Por Max. Por el hombre cuyo cadáver, brutalmente mutilado, él y el doctor Millingen habían examinado unos días antes. Un cuerpo sin rostro, pero con buenos dientes.

122

—Es usted.

El doctor Millingen hizo subir la mecha; una cálida y suave luz se esparció por la habitación.

Yashim dejó en el suelo una bolsa delante de él.

—¿Y madame Lefèvre? —preguntó.

—Muy débil, después de tanto sufrir. Pero es una luchadora. Estoy seguro de que usted ya lo sabe.

El médico se inclinó hacia delante y cogió una moneda que dejó lentamente sobre el escritorio.

—¿Una superviviente? Sí, como su marido. Nuestro viejo amigo Meyer —dijo Yashim.

El doctor Millingen frunció el ceño y miró hacia la puerta.

—Ya he arreglado las cosas para que madame Lefèvre sea repatriada —dijo, sosteniendo la moneda bajo la luz—. Sale mañana, para Francia.

—¿En un barco francés?

—El Ulysse. Está atracado en Tophane, en el muelle. —Se echó hacia atrás, llevándose con él la moneda—. Mi hombre la acompañará a bordo. Se acabaron los accidentes, Yashim.

—¿Accidentes? —dijo Yashim fríamente—. No fue idea mía enviarla a las cisternas, doctor Millingen.

La moneda empezó a correr por los dedos del doctor Millingen.

—Supongo que ya sabrá usted que no encontró nada —dijo Yashim.

—Eso fue lo que me dijo.

Yashim avanzó un paso y extendió las manos.

—Las pistas encajaban. Usted habría conseguido sus reliquias, si hubieran estado allí. Pero no estaban. Y yo no creo que existan —añadió, moviendo la cabeza negativamente—. Lefèvre vendía humo.

El doctor Millingen miró a Yashim pensativamente.

—Estoy de acuerdo con usted —dijo al cabo—. Y, no obstante, como dice, las pistas encajaban.

—El problema con las pistas es que puede usted hacer que señalen hacia donde más le guste. Algunas viejas leyendas, un libro raro. Lefèvre no tenía más que elegir un tema, et voilá. Una historia que él sabía vender.

Millingen frunció el entrecejo.

—Pero ya se lo dije. No iba a conseguir nada de nosotros hasta que las reliquias fueran halladas.

Yashim sonrió.

—Por el contrario. De usted consiguió todo lo que necesitaba. Autenticidad, doctor Millingen. Creo que se llama «ascendencia». Su interés sólo hacía subir el precio… para otros.

—Pero madame Lefèvre… Ella se creyó la historia, también.

—¿De veras? —Yashim se acordó de Amélie bajo la luz de la lámpara, hundiéndose hasta las rodillas en las oscuras aguas—. Creo, doctor Millingen, que la única persona que puede haber creído en toda esta charada es usted. Fue usted quien en una ocasión me dijo que un coleccionista es un hombre débil. ¿Recuerda? Usted con esta moneda de Malakian que yo le traje (la moneda que le faltaba en su colección), ansioso por poseerla, casi a cualquier precio. Quizás no podía estar seguro de Lefèvre. ¿Por qué tendría que confiar en él? En lo más recóndito de su pensamiento usted esperaba que él pudiera tener razón.

El doctor apretó los labios, sin hacer ningún esfuerzo por negarlo.

—De manera que convenció a madame Lefèvre de que encontrara la pista. —Yashim cruzó sus manos sobre el pecho—. Ignoro si eso quería decir que era usted débil. Pero lo convertía en alguien poco escrupuloso.

—Siga —gruñó Millingen.

—Podía haberle ofrecido dinero por las reliquias. Ella necesita dinero, estoy seguro. —Yashim se acordó de Amélie en el agua, vadeando mientras se alejaba de él, girando su adorable cabeza para decir que estaba haciendo aquello por Max. Por un hombre muerto—. Pero pienso que le ofreció usted algo más. Algo que a ella le importaba incluso más que el dinero.

Los dedos que daban vueltas a la moneda se detuvieron.

—Me pregunto qué va a decirme, Yashim. Estoy muy interesado en saberlo.

—Yo no creo que la propia Amélie creyera jamás realmente en las reliquias. Y tampoco creo que usted lo creyera. Pero usted quería estar seguro, doctor Millingen, ¿verdad? De manera que concibió un trato, arriesgando una vida por otra. Ése es su oficio, no. La vida.

Millingen no se movió, Yashim bajó la cabeza y dijo:

—Le prometió a Maximilien Lefèvre.

123

Millingen dejó la moneda sobre la mesa con un sonoro ruido metálico.

Sus ojos se encontraron.

—Lefèvre está muerto —dijo Millingen.

Estaba observando a Yashim ahora, tratando de medir el efecto de sus palabras.

Yashim asintió lentamente.

—No sería la primera vez, ¿verdad? Lefèvre muerto.

—No sé qué quiere usted decir.

—Vamos, doctor Millingen. —Yashim frunció el ceño con impaciencia—. Es una cuestión de identidad, eso es todo. Él mismo me dijo eso.

—Él le dijo… ¿qué? —El tono de Millingen era desdeñoso.

—Bizancio. Constantinopla. Estambul. Todo son nombres reales. Todo, lugares reales. Lefèvre estaba fascinado por ellos, también; tres identidades, entrelazadas en una sola… Exactamente como las serpientes de la columna, en el Hipódromo. Son todas el mismo lugar, por supuesto. Del mismo modo que Meyer y Lefèvre son el mismo hombre…

Millingen hizo un gesto de impaciencia.

—No me dedico a la metafísica. Soy médico… Y reconozco a un hombre muerto cuando lo veo.

—Aquel cuerpo, en la embajada, estaba sin duda muerto. Pero no era exactamente quien pensábamos. No era Lefèvre. —Ladeó la cabeza—. ¿Quién era, doctor Millingen? Tengo mucha curiosidad. ¿Era un cadáver que usted proporcionó para la ocasión? ¿O sólo un desgraciado peón, en el lugar erróneo, en el momento inadecuado?

Millingen empezó a dar golpecitos con su dedo contra la moneda.

—Bueno, ésa no es la cuestión más importante ahora —dijo Yashim apaciblemente—. Estaba usted encantado de dejar que el mundo creyera que Lefèvre estaba muerto. —Levantó la mirada y sonrió—. Pensó que los Mavrogordato estarían satisfechos, supongo. ¿Es eso lo que él esperaba, también?

Millingen, frunciendo el ceño, desvió la mirada hacia una esquina de su mesa, pero no abrió la boca.

—Pero él no podía contar con su ayuda, ¿verdad? Al menos, después de Missolonghi. De manera que aceptó el trato. Su vida por las reliquias. La última, el tesoro perdido de Bizancio, hecho desaparecer por un cura en el altar cuando los otomanos invadieron la Gran Iglesia. Un cáliz y un platillo… si es que siguen existiendo. Y el coleccionista que hay en usted no podía rechazar la oferta.

El doctor Millingen apoyó el codo en la mesa y se protegió los ojos de la luz.

—Algunas personas piensan —dijo lentamente, y había un temblor en su voz— que se trataba del Santo Grial.

Yashim lo miró en silencio.

—Usted ha mantenido oculto a Lefèvre —dijo finalmente—. En el puerto, quizás.

Millingen se encogió lentamente de hombros.

Yashim frunció el ceño.

—Él escondió el libro en mi apartamento. No hay mucha confianza entre ustedes dos, ¿verdad?

Millingen emitió una especie de ladrido de desprecio.

—Sólo un estúpido confiaría en un hombre como Meyer —dijo.

—Amélie lo hizo.

Incluso mientras hablaba, Yashim recordó las tres serpientes. Las tres ciudades. Meyer. Lefèvre. Y un hombre muerto.

Pero Lefèvre no estaba muerto. Seguía vivo. Poseía una identidad que no se había manifestado. Una piel que no había mudado.

—Ustedes dos necesitaban a alguien para llevar a cabo el plan.

—Ésa fue su idea —dijo Millingen, pasándose las palmas por el lado de la cara—. Él no confiaba en mí. Y yo no podía dejarlo ir. Dejó el libro con usted y envió a buscar a su mujer.

Yashim se inclinó hacia delante y apoyó las palmas en el borde de la mesa de Millingen.

—¿Cuál fue su trato, doctor Millingen? ¿Por qué Amélie vuelve a casa sola? —Yashim sintió debilidad en sus piernas—. ¿Porque ha fracasado?

Millingen asintió suavemente.

—Me temo, Yashim, que el doctor Lefèvre ha muerto, a fin de cuentas. —Su voz sonaba desgarrada y envejecida.

Yashim enrojeció de una ira repentina.

—Yo no lo creo así, doctor Millingen. Esta vez no puede huir de lo que es. Madame Lefèvre tiene algo más que vender.

Se arrodilló en el suelo y desató la bolsa.

Millingen se estiró hacia delante. Yashim sacó algo envuelto en una tela, y lo dejó en el otro extremo de la mesa. Tenía unos sesenta centímetros de largo, y parecía pesado.

Yashim posó una mano encima del objeto.

—Espero que me comprenda, doctor Millingen. Madame Lefèvre arriesgó su vida. No creo que deba marcharse sola.

Los ojos de Millingen eran como barrenas.

Yashim desenvolvió la tela de golpe.

Millingen dio un salto hacia atrás, como si le hubieran picado. Levantó la mirada hasta fijarla en la cara de Yashim, y luego otra vez hacia los ojos hundidos y la fría expresión de aquel rostro.

—La Serpiente de Delfos —dijo—. Yo no… ¿dónde encontró esto?

—No puedo decir dónde —repuso Yashim—. Pero le diré por qué. Madame Mavrogordato jamás intentó matar a Lefèvre.

—Pero ¡eso no es verdad! Su gente simplemente dio con el hombre equivocado, como usted dijo, y…

—No, doctor Millingen —replicó Yashim suavemente—. Ése es su error. Madame Mavrogordato jamás descubrió quién era, exactamente, Lefèvre. Sospechaba, pero no estaba segura.

Millingen frunció las cejas.

—Entonces, ¿quién estaba tratando de matarlo?

—Digamos sólo que él pisó la cola de una serpiente —dijo Yashim—, y ésta le mordió.

Yashim dirigió su mirada hacia la cabeza de la serpiente.

—Le voy a entregar esto a cambio de dos pasajes para el Ulysse. —Y parpadeó—. El doctor Lefèvre vuelve a Francia, con su mujer.

124

Yashim tardó menos de diez minutos en llegar al teatro, pero era consciente, cuando llegó, de que había ido más lejos de lo que pensaba. Una multitud se había reunido en la calle delante del local… La misma multitud, observó con diversión, que acudía a presenciar las reyertas callejeras, los incendios de las casas o las ejecuciones públicas. Los habituales griegos que estiraban el cuello para ver mejor, y los habituales turcos con fez que se situaban de pie con aspecto grave y las manos en los costados; holgazanes extranjeros de altos sombreros negros, que deslizaban sus dedos esperanzadamente en bolsillos ajenos, intercambiando miradas con estudiantes de madrasas de aspecto atareado y ataviados con turbante, que habían venido a protestar y se habían sentido intimidados por la naturaleza y variedad de aquella multitud. Gran parte del movimiento de la muchedumbre lo proporcionaban las tripulaciones de los barcos extranjeros, que parecían izarse hacia la puerta principal mediante invisibles cables. Y un grupo de marineros que Yashim reconoció por sus curiosos gorros sin alas, bordados en oro con la palabra «Ulysse».

Yashim se abrió camino lenta y discretamente hacia delante siguiendo su estela, hasta llegar a la puerta misma donde se estaban vendiendo las entradas en una atmósfera de obsceno desacuerdo. Un viejo de corta estatura, prematuramente arrugado, que portaba un pequeño turbante, examinaba con cuidado las monedas que la gente le entregaba, con la ayuda de Mina, a la cual Yashim reconoció, inclinada sobre el viejo, juzgando volublemente la calidad de las monedas mediante su interés en las caras de los hombres que las arrojaban. Parecía que se hubieran agotado las localidades.

Yashim encontró a Preen entre bastidores, con perlas de sudor en su frente, gesticulando con las manos y hablando muy deprisa con un gordo hombrecillo que llevaba el mayor turbante que Yashim había visto en su vida. Preen divisó a Yashim y lo paró con un gesto, sin dejar de hablar ansiosamente con el gordito, cuyos ojos parecían estar cerrados.

Al final, el gordo asintió solemnemente, todo su turbante balanceándose arriba y abajo como un pecio abandonado en el mar, y se retiró.

—¡Un caos! —murmuró Preen—. ¡Un pandemonio! —De repente sonrió—. Siempre es una buena señal, Yashim. ¿Dónde has estado?

Yashim murmuró una respuesta, luego retrocedió un paso para dejar que una mujer de ropas europeas con un mono sobre su hombro se dirigiera a Preen con una voz baja, urgente. Preen le ofreció alguna enérgica seguridad, luego se dio la vuelta para enfrentarse con una delegación de músicos, que se quejaban de que no tenían espacio para actuar. Llegó Mina, sofocada y con aspecto triunfante, y le susurró algo a Preen en el oído. Ésta asintió con expresión ausente. Mina hizo un gesto de saludo a Yashim.

Éste tomó asiento en una mesa de café para contemplar la representación. Que constituyó un gran éxito, pese a su vulgaridad y pesadez. La ventrílocua y su mono; un encantador de serpientes; una extravagante y bonita muchacha vestida como una odalisca, que cantaba y bailaba y, más tarde, reapareció para ser serrada por la mitad por un mago ruso; todo salpicado con varios cuadros vivientes interesantes: un hogar franco, un lobo cazado en los Cárpatos, y una cita romántica en un jardín persa, en cuya escena la dama parecía estar representada por una pequeña babucha enjoyada. Mientras tanto, al auditorio le servían café, té, sorbete y pipas unas danzarinas con pantalones, y todo el mundo hablaba incesantemente, entre aplauso y aplauso.

A mitad del segundo acto, Preen se deslizó con gracia en el asiento al lado de Yashim. Apoyó un codo sobre la mesa de café y habló cubriéndose con la mano.

—Qué pequeño es el mundo —dijo—. Tu amigo Alexander Mavrogordato acaba de llegar.

Yashim reprimió el impulso de darse la vuelta.

—¿Solo?

—Está con un hombre. Un franco. Más viejo, bajo. Que fuma un pequeño cigarro.

Yashim dejó escapar lentamente el aire a través de los dientes. En el escenario, una soñolienta cobra se estaba alzando lentamente de una cesta mientras un indio tocaba una pequeña flauta. La serpiente giraba la cabeza para seguir la música. El indio bailaba gravemente alrededor del cesto. Yashim se dio la vuelta en su silla, y vio a Alexander Mavrogordato y Maximilien Lefèvre, Meyer, mirando la representación sin hablar.

Los ojos de Lefèvre se deslizaron hacia él.

La cabeza de la cobra estaba ya más alta que el borde del cesto, balanceando su grueso y ondulante cuerpo. Detrás de su cabeza, el capuchón se aplastaba y ensanchaba.

Lefèvre y Yashim se miraron. Sin sonreír, el francés asintió con la cabeza e hizo un ligero gesto de saludo con el cigarro.

Yashim movió negativamente la cabeza. Luego parpadeó y dedicó su atención nuevamente al escenario.

El encantador y la serpiente estaban ahora moviéndose al unísono; cuando el indio se balanceaba hacia atrás, la cobra se inclinaba hacia él, sacando y metiendo su pequeña lengua. El indio avanzó lentamente la mano, con la palma hacia abajo, hasta que las puntas de sus dedos estuvieron justo debajo de la garganta de la cobra. Muy despacito y siguiendo las suaves notas de la flauta, la cobra posó su cabeza sobre los dedos del hombre.

Yashim observó con desagrado cómo la mano del hombre se iba oscureciendo lentamente. La cobra avanzaba ondulando sobre la muñeca del encantador, la caperuza encima de su mano, saliendo con lentitud del cesto y subiendo por el brazo extendido, deslizándose hacia arriba hasta el hombro del encantador. El indio continuó tocando la flauta con una mano, manteniendo el brazo inmóvil hasta que la serpiente entera se hubo extendido a lo largo de su brazo. El hombre se dio la vuelta y se enfrentó a la multitud. Se oyó un jadeo cuando la cabeza de la serpiente apareció sobre la cabeza del encantador y se levantó, ensanchando su caperuza como una corona pagana.

El hombre y su serpiente dieron una vueltecita por el escenario, inclinándose; luego el hombre alargó la mano y cogió a la serpiente por la cabeza, la metió otra vez en el cesto y cerró la tapa. El auditorio estalló en aplausos.

—Vamos, Yashim —dijo Preen, dándole con el codo—. Es sólo una serpiente. Parece como si hubieras visto un fantasma.

125

La campana del buque repicó, y un pelotón de marineros elegantemente vestidos se pusieron firmes en la cubierta de proa, al parecer no afectados por sus correrías en Pera la noche anterior. Un eructo de negro hollín salió vomitando de la chimenea y derivó hacia los enrollados obenques y palos del mástil mayor, desvaneciéndose lentamente en el cielo azul.

Un gordo cochero hizo detenerse un elegante barouche lacado en negro sobre los adoquines. Sostuvo las riendas firmemente con la mano y volvió la cabeza para mirar el Ulysse. Nadie salió del carruaje.

Al pie de la pasarela un marinero uniformado intercambiaba miradas con otros dos hombres, en camiseta, que esperaban sobre cubierta.

Amélie Lefèvre alargó la mano.

—Adiós, embajador.

Palieski le tomó la mano y se inclinó hacia ella.

—Adiós, madame. —Hizo un gesto a Lefèvre—. Doctor.

Ahora ella estaba mirando a Yashim. Había una extraña, casi apagada expresión en los ojos de la mujer. El sol iluminaba su cabello, encendiendo bucles. No le ofreció la mano; en vez de eso se la puso sobre el pecho.

—El sultán Yashim —dijo—. Y el poeta. No lo olvidaré.

Yashim sonrió con tristeza.

—Tal vez.

Lefèvre, observó Yashim, estaba mirando nerviosamente alrededor del muelle. La pasarela crujió cuando el Ulysse cabeceó levemente en la corriente.

—Recordaré su valor —dijo Yashim.

—Mi valor —repitió Amélie sin inflexión en su voz—. Pero yo creía en las reliquias, sabe. Pensaba que el mito era real.

El doctor Lefèvre la cogió del codo. Ladeó la cabeza para captar la mirada del Yashim; luego levantó su cigarro, y le apuntó con él. «¡Pah!», hizo un sonido explosivo suave con los labios y sonrió de torcido. Parecía como una broma privada.

Yashim retrocedió un paso y frunció el entrecejo.

Palieski enarcó las cejas y miró a Yashim.

El marinero uniformado avanzó un brazo protector para acompañar a la pareja por la pasarela.

Faites attention, monsieur dame —murmuró.

A mitad del camino de la pasarela, Amélie aún no había mirado hacia atrás. Lefèvre se encontraba ligeramente por delante de ella, su mano sobre el codo de la mujer, girándose un poco, cuando todo sucedió.

Quizás fue el movimiento del barco. Quizás las babuchas…

Las babuchas que Yashim había comprado para ella, con sus extremos puntiagudos. Amélie tropezó. Se cayó de costado, estirando los brazos, agarrándose a su marido en busca de apoyo.

Pero entonces era ya demasiado tarde. Con un repentino grito de alarma, el doctor Lefèvre agitó los brazos al aire, y de repente desapareció.

Yashim saltó hacia delante. Por un segundo, lo vio todo congelado, como un cuadro en el teatro: Amélie, de rodillas sobre la pasarela, mirando hacia abajo; el oficial en el muelle dándose la vuelta, casi en cuclillas, con horror; los dos marineros de la cubierta inclinándose sobre la barandilla, sus cabezas juntas.

Entonces se oyó el sollozo de Amélie, y al punto el oficial llegó a su lado. Uno de los marineros estaba gritando algo por encima del hombro y el otro dejaba caer una cuerda por el estrecho espacio que había entre el barco y el muelle.

Yashim miró hacia abajo. Palieski estaba junto a su hombro, y Yashim lo oyó murmurar:

—No me lo acabo de creer.

Levantó la cabeza. El oficial estaba ayudando a Amélie a ponerse de pie, empujándola suavemente por la pasarela, hacia arriba. Un grupo de marineros, con palancas en la mano, estaba esperando bajar.

—¡Por favor, madame! Por favor, ¡venga por aquí!

Los marineros bajaron en tropel por la pasarela. Apoyaron sus musculosos brazos contra las paredes de madera del barco, plantaron sus pies en el muelle, y empezaron a empujar.

—¡Aflojad los cables de popa! ¡Dadnos espacio!

Sonaron gritos, más órdenes, y aparecieron más marineros. Un hombre empezó a deslizarse por una cuerda con los pies descalzos.

Amélie, colgando del brazo del oficial, sobrepasó la barandilla del barco y volvió la cabeza. Yashim sintió que su mirada resbalaba sobre él para ir a fijarse en algo más allá, e iba a darse la vuelta para mirar, cuando Amélie hizo un pequeño y curioso gesto con la cabeza. Se encontraba de pie contra el sol; parpadeó, deslumbrada; por un momento había dado la impresión de que sonreía. Cuando Yashim volvió a ver con claridad, el oficial estaba persuadiéndola de que entrara en el buque, y en unos segundos ella desapareció de la vista.

Yashim oyó un brusco crujido a sus espaldas, y se dio la vuelta viendo que el barouche había partido. Le pareció que reconocía un rostro en la ventanilla, el rostro de una mujer de espesas y oscuras cejas. Pero fue sólo una fugaz ojeada, y no podía estar seguro.

Palieski lo cogió por el codo.

—¿Cómo ha ocurrido? —preguntó, horrorizado.

Yashim empezó a caminar lentamente siguiendo al carruaje. Al cabo de unos momentos levantó la cabeza y habló al aire.

—Madame Lefèvre pensaba que el mito era real —dijo. Luego asintió tristemente con la cabeza y se volvió hacia su amigo—. Hasta que descubrió que la realidad era un mito.

Palieski miró inquisitivamente al rostro de Yashim.

—No fue un accidente, ¿verdad? Ella lo empujó.

Yashim se mordió el labio.

—Digamos que madame Lefèvre era una mujer muy decidida.

Y empezó a caminar otra vez, colina arriba, a través de las polvorientas calles de Pera.

126

—Pensé que había sido usted —dijo Yashim—. Al principio.

Oyó el tictac de los relojes, el susurro de las sedas de madame Mavrogordato, el sonido metálico de su cuchara contra la salsera cuando ella la soltó muy lentamente.

—Debería haber sido yo —declaró ella—. La venganza es un plato…

—Que se sirve mejor frío, sí. He oído esa frase. Pero tampoco creo en ella.

Madame Mavrogordato entrecerró los ojos y miró a Yashim.

—Cuando oí que había muerto… Que lo habían matado en la calle. No me lo creí. No era así como había de sucederle… a él. Tenía más vidas que un gato.

«Más pieles que una serpiente», pensó Yashim.

Madame Mavrogordato se echó hacia delante.

—Pero dijeron que el cadáver era él. ¿Por qué?

Yashim juntó los dedos.

—Llevaba encima la maleta de Lefèvre. Los perros lo habían atacado… Quedaba muy poco de su rostro. Excepto que tenía unos dientes perfectos. Me hice preguntas al respecto. Lefèvre hablaba con un leve ceceo. Más tarde, me enteré de que había perdido un par de dientes en una reyerta… En Missolonghi.

Una expresión que Yashim no logró entender pasó por la divina cara.

—Entonces, ¿qué pasó? ¿Quién era?

Yashim se encogió de hombros.

—Un hombre que Millingen mandó a buscar a Lefèvre al barco. Millingen quería que Lefèvre estuviera a salvo, de manera que lo confinó en una casa, en algún lugar junto a los muelles.

Vaciló, preguntándose si debía decir lo que sospechaba: que su supuesto hijo, el impaciente Alexander, había sido su carcelero.

—Se supone que alguna otra persona llevó la maleta de Lefèvre a la casa del doctor —dijo finalmente.

Un criado. No tuvo suerte. Los asesinos le siguieron la pista. Pero dieron con el hombre que no era.

Madame Mavrogordato asintió.

—¿Y Millingen? ¿Por qué quería tener escondido a Lefèvre?

Yashim se revolvió un poco en su silla y suspiró.

—El doctor Millingen se enteró de que la vida de Lefèvre estaba amenazada. También él creía en el axioma de la venganza.

—¿De manera que pensó que yo había ordenado su muerte?

—Ellos fueron amigos, una vez. Y Millingen, desde luego, estaba interesado en las reliquias. Esperaba que Lefèvre le dijera lo que sabía, a cambio de salvarle la vida. El Ca d’Oro es uno de sus barcos, ¿no, madame?

Madame Mavrogordato asintió brevemente.

—Cuando el hombre de Millingen fue asesinado —prosiguió Yashim— e identificado como Lefèvre, Millingen decidió no decir nada al respecto. Al principio, supongo, pensó que le había engañado a usted. Pero más tarde, cuando murió otra persona, se dio cuenta de lo mismo que yo había supuesto… Es decir, que no era usted en absoluto.

Madame Mavrogordato esbozó una pequeña sonrisa.

—Pero cuando eso ocurrió, cuando eso realmente ocurrió, fue una mujer. Hacía falta una mujer. Max Meyer no era un hombre que cualquiera pudiera matar.

—Cuatro hombres murieron primero, por causa suya.

Madame Mavrogordato echó la cabeza hacia atrás.

—¿Cuatro hombres? ¿Cree usted… que sólo fueron cuatro?

Volvió la cabeza para clavar su mirada en Yashim, con sus oscuros ojos, y él le devolvió la mirada con un estremecimiento de comprensión.

—Puede usted creer lo que le guste —casi escupió la mujer—. Millingen… ¡Vaya caballero inglés! Vaya escándalo, piensa el hombre, el doctor Meyer escapando así. Y abandonando a su esposa. ¡Vergonzoso comportamiento! No creo que Millingen lo recomendara en su club londinense.

Estaba casi temblando. Yashim no podía decir si era de ira o de desprecio.

—Pero yo conocía a ese hombre. Debería usted haber oído lo que me decía. Las promesas que hacía, la inocencia que destrozó con sus manos desnudas como arrancando un velo que me tapaba los ojos. Me mostró desnuda ante el mundo, luego escupió sobre mí y se alejó. —Bajó la voz y dos lágrimas corrieron por sus mejillas—. El hombre que era capaz de traicionarme así… Podía traicionar a cualquiera. Los turcos lo capturaron, estoy segura de ello. Y les vendió Missolonghi a cambio de su propia vida miserable. Nos vendió a todos, Yashim. Y usted habla de cuatro hombres muertos. ¡Cuatro hombres!

Se levantó y se dirigió a la ventana, secándose las mejillas con las manos.

—Me alegro de que ella lo matara. Estoy muy, muy agradecida.

Alargó una mano para tocar las cortinas. Yashim oyó un golpe en la puerta del apartamento.

La mano de madame Mavrogordato hizo una bola con la cortina.

—Debe de haberlo odiado mucho —dijo.

El golpe volvió a sonar, con más fuerza. La mujer de la ventana volvió la cabeza.

—¡Entre!

El criado entró en el apartamento e hizo una reverencia. Lanzó una mirada a Yashim.

Hanum —dijo con voz titubeante—, el sultán ha muerto.

Madame apartó la cara.

—Cierra los postigos de delante, Dimitri.

—Sí, hanum.

—El mozo del establo pondrá crespones en el carruaje. También en las bridas de los caballos. Pregunta al cocinero si habrá bastante comida para mañana, antes de que cierren los mercados. Monsieur Mavrogordato comerá en casa. Eso es todo.

—Me ocuparé de ello, hanum.

Cuando el sirviente se hubo ido, ninguno de los dos habló durante varios minutos.

—El sultán ha muerto —dijo madame Mavrogordato al final—. Larga vida al sultán.

Yashim se miró las manos. Captaba la ironía en el tono de la mujer, pero estaba pensando en alguna otra persona…

Se puso de pie. Madame Mavrogordato había cerrado los ojos y por entre sus dientes apretados dejó escapar un ahogado gemido.

127

Al otro lado del Cuerno de Oro, en una desvencijada mansión próxima a la Grande Rue, un hombre se encontraba de pie ante una ventana abierta.

—Y eso es todo —dijo finalmente, pero tan bajito que la mujer de la habitación sólo pudo imaginar que había hablado.

Dejó la bandeja cuidadosamente sobre la mesa.

Por las ventanas oía a los lejanos almuecines llamando a la oración por el muerto.

Palieski se dio la vuelta. La botella de la bandeja era vieja y chata. Muchos años atrás, un noble polaco la había pedido, junto con algunas docenas más, a una de las mejores casas de coñac de Francia, para guardar en las bodegas de su hacienda. Aquel hombre era el padre de Palieski. «Es un buen Martell —había dicho—. En caso de duda, deshazte de los cuadros, pero conserva el coñac».

Palieski sacó una navaja de bolsillo y quitó el capuchón de cera que rodeaba el cuello de la botella. La descorchó y sirvió un poco en cada copa.

Con suavidad cogió ambas copas por el pie.

Marta enrojeció.

—Señor… yo no puedo… yo…

Palieski movió negativamente la cabeza.

—Es en recuerdo suyo —dijo—. Gobernó este imperio desde que yo conozco Estambul. Toda tu vida, Marta.

Levantó el vaso a la luz.

—¡Por Mahmut!

—Por Mahmut —repitió Marta, sonriendo.

128

El ruido lo sobresaltó, aun antes de ver a la multitud. Un murmullo de voces como el mar. Los alabarderos se pusieron firmes en la puerta, y, en el Primer Patio del serrallo, donde sólo unos días antes había andado en medio de un absoluto silencio, Yashim se encontró empujado y rodeado por todas partes.

El sultán Mahmut había muerto. En las caras que lo rodeaban, Yashim veía expresiones de angustia y desesperación. Descubría temor en los ojos de un hombre, y esperanza en el siguiente. Oía el murmullo de los sutras, y risas, y el grito de un vendedor de mazorcas pregonando su mercancía. Un distinguido pachá caminaba en medio de un torbellino de capa y cuero, con su montura, un caballo tordo, haciendo corvetas, llevado de las riendas por un mozo de establo. Un hombre mayor, con la cabeza descubierta, yacía en el suelo, boca abajo, con los miembros extendidos, como si hubiera caído del cielo. Una falange de niños pequeños permanecía en silencio apoyada contra la pared. Un perro de un blanco amarillento se levantó de la sombra de un plátano y se alejó rígidamente, como si estuviera disgustado por ver interrumpido su sueño, mientras un hombre tocado con un fez, y poseedor de una enorme barriga, lloraba abiertamente sobre el hombro de otro hombre, que vestía como un sirviente. Muchas personas —musulmanes, armenios— pasaban las cuentas de su rosario y observaban.

El sultán había muerto en Besiktas, como una joya metida en una caja; pero aquí, a Topkapi, al antiguo palacio de los sultanes, a la grande y vieja corte de las personas del imperio, el pueblo venía con sus esperanzas y sus lamentaciones.

Yashim avanzó a través de la multitud hacia la segunda puerta. Los alabarderos no lo reconocieron al principio, y levantaron las picas, pero el clavero lo descubrió y le hizo una señal con la cabeza para que pasara. Anduvieron ambos en silencio hasta la puertecita que daba al harén, con tantas cosas, y tan pocas, que decir.

Encontró a Hyacinth sollozando en una pequeña habitación del corredor.

—¿Quién está con la Valide, entonces? —quiso saber Yashim.

Hyacinth levantó sus ojos bordeados de rojo hacia los suyos.

—¡Oh, Yashim! ¡Estamos todos muy tristes!

—Ya lo veo —dijo Yashim.

Encontró a la mujer sola, y completamente vestida, sentada en el borde de un diván, con las manos en el regazo.

—Esperaba que serías tú, Yashim. Veo que tú, también, contienes el llanto.

Yashim no dijo nada.

—He despedido a los demás. No soporto ver sus caras desencajadas, sus narices moqueando. Pura comedia. No tienen ni idea de lo que va a pasarme a mí, de manera que lo sienten por ellos mismos. Su corazón es pequeño y duro.

Yashim reprimió una sonrisa.

—El Primer Patio está lleno de gente, Valide. Me recuerda los viejos tiempos.

—¿Sí?

La Valide levantó la cabeza como para escuchar. Sus pendientes de plata tintinearon suavemente.

—Es algo extraño, Yashim —dijo, con una sorprendente vocecita—. Día tras día, no hago nada excepto envejecer… Sin embargo descubro que, nada menos que hoy, no tengo nada que hacer. No puedo hacer otra cosa que estar sentada.

Yashim se frotó la barbilla pensativamente. Luego se arrodilló al lado de la Valide.

—Tengo una idea —dijo.

129

La multitud congregada en el Primer Patio era más densa que antes, y solamente un sufí, con las manos levantadas y un ojo fijo en la segunda puerta, vio a las dos figuras que salían del sagrado patio interior. Quizás si el sufí se hubiera detenido a pensar, podría haber imaginado la identidad de la mujer con velo que caminaba lentamente, con un bastón, sostenida por su poco distinguido compañero; pero el sufí había vaciado deliberadamente su mente de todo pensamiento para concentrarse mejor en los noventa y nueve nombres de Dios.

Yashim sintió que la Valide apretaba con más fuerza su brazo a medida que avanzaban hacia la multitud, y lo consideró una buena señal. Era imposible que pudieran hablar por encima de los gritos y murmullos de los dolientes que atestaban aquel vasto espacio, pero observó que la cabeza de la Valide iba de un lado para otro mientras observaba las caras de los hombres que la rodeaban, y de vez en cuando se detenía, para ver mejor. De esta manera, la Valide delataba su particular interés en los niños, el maíz hervido, las tradicionales ululaciones de las mujeres árabes, y la más bien flacucha montura de un jinete albanés de largas piernas, que iba ataviado con unos pantalones franceses.

Yashim se preguntó, mientras caminaba lentamente, si debería llegar tan lejos como la verja de Topkapi. A diario tenía una fantasía en la cual acompañaba a la Valide a través de la puerta y hasta la plaza; pasando junto a la fuente, cogían un carruaje y se marchaban traqueteando por las calles hasta el muelle de Eminönü, donde él metía a la francesa en un barco francés y la mandaba a disfrutar de la vida en París. Era una fantasía que a veces se había permitido por su cuenta, pero que le sobresaltaba ahora, como si hubiera cometido un acto de traición. Empezó a preguntarse dónde, realmente, debía conducir a la Valide. Ésta no mostraba signo alguno de desear volver, aunque su peso sobre el brazo de Yashim iba aumentando y estaba evidentemente empezando a cansarse.

Yashim comenzó a dirigir a la Valide hacia las grandes puertas de la vieja iglesia de Santa Irene, situada al otro extremo del Gran Patio. Cuando entraron a la sombra del pórtico, ella le dio un golpecito en el brazo, como si aprobara su decisión. Yashim probó con la puertecita y —para sorpresa suya— ésta se abrió.

Entraron en el recinto, y cuando la puerta se cerró con un sonido metálico a sus espaldas, el ruido de la multitud fue bruscamente silenciado, dando paso a un silencio etéreo, el silencio, pensó Yashim, de todo lugar sagrado. ¿No había dicho Lefèvre que Santa Irene nunca había sido secularizada, que nunca había sido convertida en mezquita?

Las viejas armas brillaban en las paredes.

Encontró un banco de piedra bajo una ventana, y la Valide se instaló en él con un gesto de agradecimiento. Se levantó el velo.

—Gracias, Yashim —dijo sonriendo—. Siempre he querido hacer eso. Tal como el sultán hacía… Moverse entre el pueblo, disfrazado.

—El propio Salim conoció a un panadero tan sabio que al día siguiente lo elevó a la dignidad de gran visir —dijo Yashim.

Alors, Yashim. No estoy segura de haber visto a nadie excepcional —repuso ella cerrando los ojos.

Yashim la observó con atención, cruzando los brazos y apoyándose contra una columna. Se preguntó si no estaría dormida.

—Mi hijo me dijo algo interesante, Yashim, poco antes de morir —dijo la Valide con calma. Yashim pegó un brinco—. Era un secreto, pasado a través de generaciones, de un sultán a otro, y me lo dijo a mí porque su propio hijo no vendría a escucharlo. ¿Sabes por qué?

—No, Valide.

—Porque el muchacho tenía miedo. Pero ¿por qué un chico habría de tener miedo de la muerte?

Yashim no tenía respuesta a eso. La Valide lo miró fijamente.

—El príncipe heredero, Yashim. Ya no es ningún muchacho, quizás.

—Abdul Macid es nuestro sultán ahora —dijo Yashim.

—Sí —dijo ella, e hizo una pausa—. En fin, tú le gustas.

Yashim bajó los ojos.

—Apenas me conoce.

—Vamos, vamos. Un chico habla con su abuela. Me parece que descubrirás que te conoce mejor de lo que piensas.

Yashim parpadeó, pero la Valide no esperó a que su observación calara.

—En la época de la Conquista —continuó ella—, cuando los turcos tomaron Estambul, un cura estaba diciendo misa en la Gran Iglesia. Utilizaba las reliquias más santas de la iglesia bizantina, la copa y el platillo usados en la Última Cena, pero cuando los turcos irrumpieron en el templo, desapareció.

—Ya había oído esa leyenda —admitió Yashim.

—¿Leyenda, Yashim? —La Valide lo miró—. Es lo que el sultán me dijo antes de morir.

Yashim abatió la cabeza.

—Mehmet el Conquistador —continuó la Valide— había tomado la ciudad a los griegos. Pero posteriormente necesitó su apoyo, por supuesto. El patriarca griego accedió a tratar al sultán como su jefe supremo. Pero, por lo que se refiere a las reliquias, ninguno de los dos pudo aceptar que el otro las poseyera. ¿Comprendes?

—Llegaron a un compromiso, ¿no? Acerca de una tercera parte que protegería las reliquias para siempre, más allá del control de la Iglesia o de los sultanes otomanos.

—Muy bien, Yashim. Quería descargarme de ese secreto porque… Eh bien, yo no soy una iglesia o una estirpe de sultanes. Alguien tiene que contárselo al príncipe heredero si yo no puedo hacerlo. —Abrió los ojos y miró maliciosamente a Yashim—. Pero imagino que tú ya sabes quién fue elegido, ¿no?

—Sí, Valide. Y ellos no tuvieron que mirar muy lejos. Por lo que yo sé, la copa y el platillo estaban ya ocultos en las cisternas, en algún lugar bajo la Gran Iglesia. Estaban bajo la custodia de los guardianes del agua.

Bravo! El gremio de los guardianes del agua, en efecto. Eran siempre albaneses. Ya sabes lo que eso significa. Algunos católicos, algunos ortodoxos. Y algunos, con el tiempo, fueron musulmanes, también. Pero la primera religión de los albaneses, como ellos dicen, es Albania. Se llaman a sí mismos Hijos del Águila.

—Y ése ha sido su secreto —murmuró Yashim.

Cruzó el ábside hasta un armario de madera que colgaba de la pared. Estaba hecho toscamente, su puerta cerrada con un pestillo de madera. Dentro encontró una copa de cobre de aspecto abollado y un plato de madera, que se había roto y habían reparado con grapas de hierro. Los había vistos antes. Agua y sal, copa y plato.

—Pasé una semana con algunas personas que pensaban que sabían exactamente dónde estaban las reliquias —dijo, dándose la vuelta hacia ella—. Lo dedujeron a partir de libros antiguos.

La Valide aspiró por la nariz.

—Cuando volvamos a los apartamentos, creo que te pediré que me leas un poco. Monsieur Stendhal. —Se apoyó en su bastón y se puso de pie—. Hace frío aquí.

Yashim la tomó del brazo y salieron lentamente de la vieja iglesia. A la sombra del pórtico, la Valide levantó las manos para ajustarse el velo.

—Tus amigos… Supongo que se quedaron muy decepcionados, non?

Yashim bajó la cabeza.

—¿Decepcionados? Quizás se pueda decir eso. Uno de ellos, de hecho, acabó muerto.

—Bien, bien, Yashim. Estoy segura de que querrás hablar de ello. La vida te enseña que uno no puede creer todo lo que lee en los libros, n’est ce pas?

Dejó caer su velo, y salieron juntos de la sombra al sol, apoyándose mutuamente, muy juntitos, como viejos amigos.