1

La voz era baja y áspera, y procedía de atrás, mientras el crepúsculo caía.

—Eh, Giorgos.

Era la hora de la plegaria de la noche, cuando uno ya no puede distinguir entre una hebra negra y una blanca. Giorgos sacó el cuchillo de cocina de su cinto y cortó el aire mientras se daba la vuelta. Por todo Estambul, los almuecines, subidos en sus minaretes, echaban hacia atrás la cabeza y empezaban a cantar.

Era un buen momento para descargar un golpe mortal contra un hombre en la calle.

Las ásperas ululaciones se extendían en sollozantes oleadas por el Cuerno de Oro, donde los remeros griegos estaban encendiendo sus luces de navegación en sus deslizantes esquifes. Las notas de la plegaria se extendían por el barrio europeo de Pera, con algunas luces que oscilaban contra el negro acantilado de la colina. Barrían el Bosforo hasta Uskudar, una mancha de color púrpura que se diluía en la negrura de las montañas: y desde allí, en el lado asiático, las mezquitas de la línea costera devolvían el eco.

Un pie alcanzó a Giorgos en la zona lumbar. Los brazos de éste se separaron y avanzó tambaleándose. Tropezó con un hombre que tenía una cara larga como si estuviera lamentando alguna cosa.

El sonido fue aumentando a medida que un almuecín tras otro iba recogiendo el grito, tejiendo entre los minaretes de la ciudad el tenue resplandor de un cántico que expresaba de un millar de maneras la flaqueza del hombre y la identidad de Dios.

Tras esto el cuchillo perdió su uso.

La llamada a la plegaria duró unos dos minutos y medio, pero para Giorgos se detuvo antes. El hombre de la triste expresión se agachó y recogió el cuchillo. Era muy afilado, pero su punta estaba rota. No era un cuchillo para luchar. Lo arrojó a las sombras.

Cuando el hombre se hubo ido, un perro amarillo asomó cautelosamente de un cercano portal. Un segundo perro avanzó furtivamente sobre su barriga y se acercó agachándose, gimiendo con esperanza. Su cola golpeaba el suelo. El primer perro soltó un grave gruñido y mostró los dientes.

2

Maximilien Lefèvre se inclinó sobre la barandilla y dejó caer su cigarro puro en la hirviente espuma que se formaba junto al casco del buque. La Punta del Serrallo iba apareciendo por la proa a babor, sus árboles aún se veían negros y macizos a las tempranas luces. Cuando el barco daba la vuelta a la Punta, revelando la Torre de Gálata en la colina de Pera, Lefèvre se sacó un pañuelo de la manga para secarse las manos; su piel estaba pegajosa por el aire salino.

Levantó la mirada hacia los muros del palacio del sultán y se dio palmaditas en el cogote con el pañuelo. Había una vieja columna en el Cuarto Patio del serrallo, rematada por un capitel corintio, que resultaba visible a veces desde el mar, entre los árboles. Era la reliquia que subsistía de una acrópolis que se había alzado allí muchos siglos atrás, cuando Bizancio no era más que una colonia de los griegos; antes de convertirse en una segunda Roma, antes de convertirse en el ombligo del mundo. La mayor parte de la gente ignoraba que la columna aún existía: a veces uno la veía, a veces no.

El barco viró, y Lefèvre soltó un gruñido de satisfacción.

Lentamente, la costa de Estambul del Cuerno de Oro apareció a la vista, una procesión de cúpulas y minaretes que surgían al frente, una a una, y luego modestamente se retiraban. Bajo las cúpulas, cayendo en cascada hacia el bullicioso muelle, los tejados de Estambul despedían resplandores rojos y anaranjados bajo las primeras luces del sol. Ése era el panorama que los visitantes siempre admiraban: Constantinopla, Estambul, la ciudad de patriarcas y sultanes, el concurrido caleidoscopio del espléndido Oriente, el orgullo de quince siglos.

La decepción se producía más tarde.

Lefèvre se encogió de hombros, encendió otro puro y dedicó su atención a la cubierta. Cuatro marineros, descalzos y ataviados sólo con sucias camisetas, se encontraban inclinados junto a la cadena del ancla, aguardando la señal de su capitán. Otros estaban izando las velas sobre sus cabezas. El timonel conducía con cuidado el barco a babor, acercándose a la orilla y a la contracorriente que los iría empujando hasta hacerlos detenerse. El capitán levantó la mano, la cadena se deslizó con el estruendo de un disparo de cañón, el ancla agarró y el barco fue retrocediendo lentamente por la acción de la cadena.

Se lanzó un bote y Lefèvre bajó en él junto con su baúl.

En el embarcadero de Pera, un joven marinero griego saltó a la orilla con un bastón para empujar a la multitud de vendedores. Con su otra mano hizo un gesto esperando una propina.

Lefèvre depositó una monedita en su mano y el joven escupió.

—Dineros de ciudad —dijo despreciativamente—. Dineros de ciudad muy malos, excelencia. —Mantenía su mano extendida.

Lefèvre parpadeó.

—Piastras de Malta —dijo con calma.

—¡Ajajá! —El griego bizqueó ante la moneda y su rostro se iluminó—. Mu…uy bien. —Redobló sus esfuerzos con los vendedores—. Todos éstos son unos ladrones. ¿Quiere que le encuentre un mozo? ¿Hotel? Muy limpio, excelencia.

—No, gracias.

Los hombres del embarcadero se quedaron en silencio. Algunos de ellos empezaron a dar la vuelta. Un hombre se estaba acercando a través de las tablas con unas babuchas verdes. Era de mediana estatura, con una cabeza de cabello blanco como la nieve. Sus ojos eran de un azul penetrante. Llevaba unos pantalones azules holgados y una camisa abierta de algodón, roja, descolorida.

—¿El doctor Lefèvre? Sígame, por favor. —Y, volviendo la cabeza, añadió—: Nos haremos cargo de su baúl.

Lefèvre se encogió de hombros: «A la prochaine».

Adio, m’sieur —replicó el marinero lentamente.

3

Aquella misma mañana, en el barrio de Fener, en Estambul, Yashim se despertó bajo un cálido rectángulo de luz solar y se incorporó, pasándose soñolientamente las manos por los rizos de su cabello. Al cabo de un momento, echó a un lado su manta korasiana y se deslizó del diván, metiendo sus pies automáticamente en un par de babuchas de cuero gris. Se vistió rápidamente y bajó a la planta, atravesó el bajo portal bizantino de la casa de la viuda y salió al callejón. Tras torcer por algunas calles, llegó a su café favorito, en la Kara Davut, donde el hombre que se encontraba en la cocina le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y puso una pequeña sartén de cobre al fuego.

Yashim se instaló en el diván que daba a la calle, bajo las salientes ventanas superiores. Deslizó los pies bajo su túnica. Y con ese gesto se volvió, en cierto sentido, invisible.

Ello se debía en parte a la forma en que Yashim seguía vistiendo. Habían transcurrido varios años desde que el sultán empezara a alentar a sus súbditos a que adoptaran la forma de vestir occidental: los resultados eran variados. Muchos habían cambiado su turbante por el fez rojo, y sus ropas holgadas por pantalones y la estambulina, una curiosa chaqueta como de frac de alto cuello, pero eran pocos los que llevaban botas con cordones. Algunos de los vecinos de Yashim en el diván parecían escarabajos negros de pies descalzos; todo codos y puntiagudas rodillas. Bajo una larga capa, entre rojo intenso y marrón, y una bata color azafrán, Yashim bien podía haber sido un pliegue en el tapiz que cubría el diván; sólo su turbante era deslumbrantemente blanco.

Pero la invisibilidad de Yashim era también una cualidad de aquel hombre… Si es que «hombre» era la palabra adecuada. Había una inmovilidad en él: una firmeza en la mirada de sus grises ojos, una especie de fluidez en sus movimientos, o una soltura de gesto, que parecía desviar la atención, más que llamarla. La gente lo veía… Pero no se fijaba en él; y esta ausencia de bordes ásperos, esta particular renuncia al desafío o a la amenaza constituía su talento esencial, y lo hacía, incluso en el Estambul del siglo XIX, único.

Yashim no desafiaba a los hombres con quienes se encontraba; ni a las mujeres. Con su amable rostro, ojos grises, oscuros rizos, apenas afectado, a los cuarenta, por el paso de los años, Yashim era alguien que escuchaba; un tranquilo interrogador. Y no era un hombre completo. Yashim era un eunuco.

Se tomó el café apoyado en un codo, y se comió la çörek; al acabar, se limpió las migajas del bigote.

Decidió fumarse una pipa, dejó una piastra de plata sobre la bandeja y salió a la calle hacia el Gran Bazar.

En la esquina se dio la vuelta y miró hacia atrás, justo a tiempo de ver cómo el dueño del café recogía la moneda y la mordía. Yashim lanzó un suspiro. La moneda falsa era como veneno en las tripas, algo irritante de lo que Estambul nunca podía liberarse. Sopesó la bolsa y oyó el seco crujido de su fortuna susurrando entre las puntas de sus dedos. El sultán se estaba muriendo, y había amargura en el aire.

En la calle de los Libreros, Yashim se detuvo ante una tiendecita que pertenecía a Goulandris, un individuo que trataba con libros viejos y curiosidades. A veces tenía las novelas francesas a las que Yashim casi siempre sucumbía.

Goulandris miró fijamente a su visitante con su único ojo bueno e hizo rechinar los dientes. Goulandris no era uno de esos atrevidos e insistentes griegos; su trabajo como librero era observar, no hablar. Uno de sus ojos estaba velado por las cataratas; pero el otro hacía el trabajo de ambos, tomando nota de cómo se movía el cliente, la rapidez con que seleccionaba cierto libro, la expresión de su cara cuando lo abría y empezaba a leer. Libros viejos, libros nuevos, libros griegos, libros turcos —y muy pocos de ésos—, libros en armenio y hebreo e incluso ahora, de vez en cuando, en francés. Dimitri Goulandris los almacenaba tal y como llegaban a él: desordenadamente. Los libros no le interesaban. Pero cómo valorar un libro… Eso ya era otra cuestión. De manera que, con su ojo bueno, observaba los signos.

Pero el eunuco… era bueno. Muy bueno. Goulandris veía a un caballero acomodado recién llegado a la mediana edad, su negro cabello ligeramente teñido de gris bajo un pequeño turbante, y que llevaba una blanda capa de color indeterminado. Goulandris creía que era capaz de descubrir todas las estratagemas que la gente usaba para despistar. La fingida indiferencia, el ejemplar añadido a última hora como si nada, y el impulso astutamente concebido y perfectamente dramatizado. Escuchaba lo que le decían. Observaba cómo sus manos se movían, y el parpadeo de sus ojos. Sólo el maldito eunuco seguía siendo un constante rompecabezas.

—¿Está usted buscando algún libro?

Yashim levantó la cabeza de la página que estaba leyendo y miró a su alrededor. Por un momento, quedó desconcertado; había estado muy lejos, con Benjamin Constant, un escritor francés cuya pequeña novela ponía al descubierto las agonías del amor no correspondido. Adaptando su mirada ahora, se encontró en el familiar chiribitil del Gran Bazar, las paredes cubiertas de libros desde el suelo hasta el techo, la débil lámpara y al propio Goulandris, el librero, con su sucio fez gris, las piernas cruzadas en su taburete, detrás de un mostrador franco. Yashim sonrió. No pensaba comprar ese libro, Adolphe. Lo cerró suavemente y lo devolvió a su lugar en la estantería.

Yashim se inclinó, llevándose una mano al pecho. Le gustaba ese lugar, esa pequeña cueva de libros. Uno nunca sabía lo que podía encontrar allí. Goulandris, sospechaba Yashim, tampoco tenía ni idea. Dudaba de que supiera hacer algo más que leer y escribir en griego.

Y hoy, amontonados al buen tuntún con los libros de texto francos sobre balística, los viejos rollos imperiales que mostraban una bella tugra del sultán, los impenetrables tratados religiosos griegos, el puñado de novelas francesas con las que Yashim tanto disfrutaba… Allí, por curioso que fuera, un tesoro captó su atención. No estaba ahí el mes pasado. Y quizás no estaría al mes siguiente.

Medio sonriendo para sí mismo, cuidadosamente, alargó la mano y volvió a coger el ejemplar de Adolphe. Vaciló un poco en su tercera elección, escogiendo —al azar— algo francés, en tanto que no dejaba de sentir la mirada de Goulandris firmemente clavada en sus movimientos. Como sin darle importancia, o al menos así lo esperaba, Yashim lo deslizó bajo la pila cuando situaba los libros sobre el mostrador.

Goulandris se chupó los labios. No regateó ni ofreció argumentos. Se limitó a sugerir precios. A Yashim le costó reprimir un estremecimiento de decepción cuando Goulandris solemnemente valoró el tercer libro sólo un poquito más de lo que estaba a su alcance. Quedándose sólo con dos, alargó una mano y cogió el Adolphe. El librero miró con sospecha primero al libro que Yashim tenía en la mano y luego al libro de la mesa.

El libro de la mesa era más grueso. Había más escritura en él. Pero el libro delgado estaba en la mano del eunuco.

—Doce piastras —gruñó Goulandris colocando un dedo regordete sobre el libro que tenía ante sí.

Yashim hurgó en su bolsa. Devolvió el Adolphe a la estantería y, con un gesto de la cabeza hacia el viejo del sucio fez, Yashim salió a la calle de los Libreros, agarrando el volumen I de L’Art de la Cuisine française au 19me Siècle, de Carême, bajo el brazo.

Al llegar al pie de la colina se dio la vuelta hacia el mercado.

Yashim vio al pescadero que contemplaba fríamente sus balanzas mientras pesaba una perca para una matriarca. Dos hombres regateaban por un puñado de zanahorias. El dinero falso alimentaba la sospecha, pensó Yashim. Y entonces volvió a sonreír, recordando a Giorgos en su puesto de verduras. Giorgos siempre tenía buenas ideas para la cena. Giorgos no tenía trato alguno con la sospecha. Giorgos era un viejo y obstinado griego y simplemente refunfuñaría y diría que el dinero era una mierda.

Miró hacia delante. Giorgos no estaba allí.

—Ya no va a venir, effendi —explicó un tendero armenio—. Alguna clase de accidente; al menos eso es lo que he oído.

—¿Accidente? —Yashim se acordó del vendedor de verduras, con sus grandes manos.

El tendero volvió la cabeza y escupió.

—Vinieron ayer, y dijeron que Giorgos ya no vendría más. Uno de los hermanos Constantinedes, para hacerse cargo de su puesto, dijeron.

Yashim frunció el ceño. Los hermanos Constantinedes llevaban idénticos bigotes finos y estaban siempre en movimiento detrás de sus pilas de verduras, como bailarines. Yashim siempre había sido fiel a Giorgos.

¡Effendi! ¿Qué podemos hacer por usted hoy? —Uno de los hermanos se inclinó hacia delante y empezó a arreglar un montón de berenjenas con rápidos movimientos de la muñeca—.¡Fasulye hoy, al precio del año pasado! ¡Sólo por un día!

Yashim empezó a reunir sus ingredientes, Constantinedes pesó dos okas de patatas y las echó en el cesto de Yashim, colocando de nuevo el platillo sobre las balanzas con un floreo.

—Cuatro piastras, veinte-veinte-veinte-ochenta y cinco las patatas (cinco, oh, cinco) ¿y nada más, effendi?

—¿Qué le ha pasado a Giorgos?

—Hay judías hoy… ¡A los precios de ayer!

—Dicen que os vais a hacer cargo de su puesto.

—A cinco, eh, a cinco, effendi.

—Una oka de calabacines, por favor.

El hombre recogió los calabacines en su platillo.

—He oído que tuvo un accidente. ¿Cómo pasó?

—Los calabacines.

Cuando Constantinedes inclinaba el platillo sobre el cesto de Yashim, éste lo agarró por el borde y suavemente volvió a alzar su nivel.

—Soy amigo suyo. Si tuvo un accidente, quizás pueda ayudar.

Constantinedes frunció los labios pensativamente.

—Puedo preguntar al cadí —dijo Yashim con calma, y dejó ir el platillo.

El cadí era el funcionario que regulaba el mercado. Los calabacines cayeron en el cesto.

—Quédate el cambio.

El hombre vaciló, luego recogió las dos monedas sin mirarlas y las dejó caer en la bolsita de lona que llevaba en la cintura.

—Cinco minutos —dijo quedamente.

4

Yashim removió el café y esperó con calma a que el poso se asentara. Constantinedes se llevó la taza a los labios.

—Todos tenemos que hacer una elección. No queremos problemas, ¿sabe?

—Sí. ¿Está bien Giorgos?

—Quizás. Yo no pregunto.

—Pero tú te quedarás con su puesto.

—Escuche. Esto pasó entre ellos y Giorgos. No nos meta a nosotros. Estoy hablando con usted porque era amigo suyo.

—¿Quiénes son ellos?

El hombre apartó su café y se puso de pie.

—Un poco de todo, y se acabó. —Se inclinó para coger algo del suelo y Yashim oyó que susurraba—: La Hetira. Yo lo dejaría, effendi.

Regresó a su tenderete, dejando a Yashim en su contemplación de los gruesos y brillantes posos de su taza de café, preguntándose dónde había oído aquel nombre anteriormente.

5

Estambul era una ciudad en la que todo el mundo, desde el sultán hasta el último mendigo, pertenecía a alguna parte… a un gremio, a un barrio, a una familia, a una iglesia o a una mezquita. Dónde vivían, el trabajo que hacían, cómo les pagaban, cómo se casaban, nacían o eran enterrados, los amigos que tenían, el lugar en que rendían culto a su Dios… Todas estas cosas les venían dadas, por así decirlo, mucho antes de que formaran una pelota con sus puñitos y respiraran su primera bocanada de aire en Estambul; un aire cargado de almuecines, del olor del mar, y del perfume de los cipreses, de las especias y de las alcantarillas.

Los recién llegados —los extranjeros especialmente— a menudo se quejaban de que la vida en Estambul estaba muy compartimentada. Observaban la disposición como en harén de las casas, los lisos muros de las calles, cómo los comerciantes se amontonaban en una calle o una sección del bazar. Frecuentemente sentían claustrofobia. Los residentes de la parte más antigua de Estambul estaban acostumbrados a la confusa atmósfera, de calidez humana y a la vez de chismorreos, que los rodeaba desde la cuna y los seguía hasta la tumba. En aquella ciudad, eso Yashim lo sabía muy bien, incluso los muertos pertenecían a alguna parte.

Deslizó su pulgar por el borde de la mesa; se le ocurrió, y no por primera vez, que, de todo Estambul, él podía ser la excepción que confirmaba la regla. A veces se sentía más como un fantasma que como un hombre; su invisibilidad le dolía. Incluso los mendigos tenían un gremio que les prometía ocuparse de su entierro. Los eunucos corrientes del Imperio, que servían de carabinas, escoltas, guardianes… eran todos miembros de una familia. Muchos pertenecían a la mayor familia de todas, y vivían y morían al servicio del sultán. Yashim, por una temporada, había servido en el palacio del sultán; pero sus talentos eran demasiado grandes para que se sintiera cómodo retenido allí, entre las mujeres del harén y los secretos del sanctasanctórum del sultán. De manera que Yashim había elegido entre la libertad y la pertenencia; y un agradecido sultán le había otorgado esa libertad.

Con la libertad habían llegado responsabilidades que Yashim se esforzaba por cumplir. Pero también la soledad. Ni su condición, ni su profesión le daban el derecho a esperar ver su propio reflejo en otro par de ojos. Todo lo que tenía eran sus amigos.

Giorgos era un amigo. Pero ¿qué sabía realmente sobre Giorgos? Ni siquiera sabía dónde vivía. Ignoraba dónde había tenido el accidente. Pero estuviera donde estuviese, vivo o muerto, alguien en la ciudad lo sabía. Hasta los muertos pertenecen a alguna parte.

—¿Giorgos? Nunca le pregunté —dijo el dueño del tenderete de al lado, rascándose la cabeza—. ¿En Yildiz? ¿En Dolmabahçe? En algún lugar del Bosforo, estoy totalmente seguro. Siempre viene andando del muelle Eminonu.

Uno de los barqueros de Eminonu, que descansaba su atlético cuerpo sobre el erguido remo de un frágil esquife, reconoció a Giorgos por la descripción de Yashim. Lo llevaba al Bosforo la mayoría de las noches, dijo. Dos noches antes, un grupo de griegos habían aparecido por el muelle pidiendo que los llevara por el Cuerno hacia Eyüp; estuvieron discutiendo un rato porque él no quería renunciar a su tarifa regular. Recordó también que debía de haber sido después del crepúsculo, porque las farolas estaban encendidas y observó que los braseros ardían en la costa de Pera, donde los vendedores de mejillones estaban preparando sus cucuruchos de la noche.

Yashim le ofreció una propina, unas moneditas de plata que el barquero se guardó sin mirarlas, reprimiendo cortésmente un reflejo que era una segunda naturaleza para la mayor parte de comerciantes de la ciudad. Entonces Yashim volvió sobre sus pasos, hacia el mercado, preguntándose si tal vez se encontraba en una de aquellas estrechas calles donde Giorgos había sufrido su accidente.

El sonido del agua cayendo llamó su atención. A través de un portal, situado a más altura que el nivel de la calle, captó el vislumbre de un patio con trozos de una tela deslumbrante puesta a secar sobre un arbusto de romero. Vio el festoneado borde de una fuente. La puerta se balanceó y se cerró. Pero entonces Yashim supo dónde podía encontrar a Giorgos.

Casi diez años después de que el sultán le hubiera dicho a sus súbditos que vistieran todos de la misma manera, Giorgos se aferraba al tradicional gorro azul, sin ala, y babuchas negras que lo identificaban como griego. En una ocasión, cuando Yashim le preguntó si pensaba adoptar el fez, Giorgos le respondió irguiéndose con rigidez:

—¿Qué? ¿Crees que voy a vestir para sultanes y pachás toda mi vida? ¡Bah! Como estas flores de calabacín, ¡yo llevo lo que llevo porque soy lo que soy!

Yashim no le había vuelto a preguntar al respecto nunca más; y tampoco Giorgos había hecho ninguna observación sobre el turbante de Yashim. Se había convertido en una especie de signo secreto entre ellos, una fuente de silenciosa satisfacción y mutuo reconocimiento entre ellos, y entre todos los demás que daban de lado el fez, y seguían vistiendo como antes.

Aquella puerta que daba a la calle le había dado a Yashim una idea. Una iglesia se alzaba en la calle paralela con aquella por la que él estaba fatigosamente subiendo hacia el mercado. Un grupo de discretos edificios formaban un complejo alrededor de la iglesia, donde unas monjas vivían en dormitorios, comían en un refectorio y también dirigían un dispensario y un hospital de beneficencia para enfermos incurables. Si su amigo había sido encontrado en la calle después de su accidente, sería a esa puerta, sin la menor duda, adonde lo habrían traído, gracias a su gorro azul y sus negros zapatos.

Pero la puerta permaneció cerrada, a pesar de sus llamadas; y en la iglesia, cuando finalmente llegó a ella, tuvo que superar las sospechas de un joven sacerdote griego que sin duda había sido criado en un imperecedero odio por todo lo que Yashim podía representar. El turbante del conquistador, la ascendencia de la media luna en la ciudad santa de la Cristiandad ortodoxa, y el derecho a intervenir en sus asuntos. Pero cuando finalmente pasó más allá del retablo y a través de la puerta de la sacristía, se encontró con una vieja monja que asintió, y que dijo que, en efecto, habían dejado a un griego a su puerta justo dos noches antes.

—Está vivo, por la voluntad de Dios —dijo la monja—. Pero está muy grave.

El pabellón estaba bañado por una fría luz verde y olía a jabón de aceite de oliva. Había cuatro catres de madera y un amplio diván; todos los catres estaban ocupados. Yashim instintivamente se llevó la manga a la boca, pero la monja le tocó el brazo y le dijo que no se preocupara, que no había posibilidad de contagio alguno.

Los negros zapatos de Giorgos descansaban en el suelo, a los pies de su camastro. Giorgos tenía la mandíbula y media cara envuelta en vendajes, que continuaban por sus hombros y alrededor de su fornido pecho. Uno de sus brazos —el izquierdo— sobresalía rígidamente del catre, entablillado y vendado. Respiraba con dificultad. Lo que Yashim pudo ver de su rostro no era más que un hinchado cardenal, negro y morado, y varios oscuros coágulos allí donde la sangre se había secado alrededor de las heridas.

—Ha tomado un poco de sopa —susurró la monja—. Eso es bueno. Pero no podrá hablar durante muchos días.

Yashim difícilmente podía discutir con ella. Quienquiera que había atacado a su amigo había hecho un trabajo concienzudo. Su o sus identidades seguirían siendo un misterio, pensó, hasta que Giorgos se recuperara lo suficiente para hablar. La Hetira. ¿Qué significaba eso?

Mientras la monja lo acompañaba a través del pequeño patio, Yashim le contó lo que sabía sobre su amigo. Le dejó también una bolsita de monedas de plata y la dirección del café en Kara Davut donde podían localizarlo cuando Giorgos recobrara la conciencia.

Sólo después de que la puerta se hubo cerrado a sus espaldas, pensó Yashim en advertirla de la necesidad de guardar discreción, cuando no un absoluto secreto. Pero era demasiado tarde, y probablemente no importaba. Para Giorgos, a fin de cuentas, el daño ya estaba hecho.

6

Maximilien Lefèvre bajó ágilmente del esquife y anduvo por la estrecha calle guijarrosa, procurando evitar el canalón al aire libre que bajaba tortuosamente por la colina, en medio de la calle. De vez en cuando su recorrido aparecía bloqueado por una maraña de redes y nasas, dispuestas para ser reparadas; entonces saltaba sobre el canalón y continuaba por el otro lado, a veces agachándose para pasar por debajo de los salientes pisos superiores de las casas de madera, que se inclinaban en absurdos ángulos, como si el peso de las cuerdas de tender que había entre ellas las fueran arrastrando hacia abajo. Ancianas vestidas de negro de la cabeza a los pies se encontraban sentadas en sus escalones, sus regazos llenos de redes rotas. Las mujeres lo miraron con curiosidad cuando pasó.

Ortaköy era uno de la docena aproximada de pueblos griegos que se extendían a lo largo del Bosforo, entre Pera y las residencias de verano de los diplomáticos europeos. Allí estaban desde hacía ya dos mil años, y más aún… Cuando Agamenón reunió su flota, tal como cantó Homero. Los griegos del Bosforo habían tripulado los barcos que navegaron contra Jerjes, cuatro siglos antes de Cristo; habían transportado a Alejandro Magno a Asia cuando éste llevó a sus ilotas en sus legendarias campañas en Oriente. Un pachá otomano, recordó Lefèvre, explicó que Dios dio la tierra a los turcos… y a los griegos el mar. ¿Cómo podía haber sido de otro modo? Cuatrocientos años después de la conquista turca, los griegos seguían ganándose la vida con el mar. Habían navegado por esas aguas mientras los turcos aún andaban pastoreando sus rebaños por los desiertos de Asia.

La idea hizo fruncir el ceño a Lefèvre.

Los extranjeros raras veces visitaban los pueblos griegos, pese a la reputación de que allí se comía buen pescado; muy pronto Lefèvre se encontró con una comitiva de niños curiosos, que gritaban tras él y se empujaban mutuamente mientras sus abuelas observaban. Algunos de los niños más pequeños supusieron que Lefèvre era turco, y todos imaginaron que era rico, de manera que, cuando Lefèvre se detuvo y se dio la vuelta, se congregaron, medio curiosos y medio temerosos. Le vieron sacar una moneda del bolsillo y ofrecérsela con una sonrisa al niño más pequeño de todos. El pequeño vaciló, otro más atrevido se apoderó de la moneda, y estalló un pandemonio cuando toda la pandilla de niños se lanzó a perseguirlo calle abajo.

Lefèvre dobló la esquina para entrar en un callejón abandonado. Bandadas de diminutas moscas se alzaron de estancados charcos al aproximarse él. Las apartó como pudo de la cara y mantuvo la boca cerrada.

La puerta del café estaba abierta. Lefèvre se dirigió rápidamente a la parte de atrás y se sentó en una pequeña veranda que daba a los tejados en forma de canalón y al Bosforo. Al poco rato, otro hombre se unió a él.

Lefèvre se quedó mirando sus manos.

—No me gusta que nos encontremos aquí —dijo con calma, en griego.

El otro hombre se pasó la mano por el bigote.

—Éste es un buen lugar, signor. No es probable que nos molesten.

Lefèvre guardó silencio por unos momentos.

—Los griegos —gruñó— son unos ruidosos del carajo.

El hombre lanzó una risita.

—Pero usted, signore… usted es francés, ¿no?

Lefèvre levantó la cabeza y lanzó a su compañero una mirada de intenso desagrado.

—Hablemos —dijo.

7

En el palacio de Besiktas, con sus setenta y tres habitaciones y cuarenta y siete tramos de escaleras, la Sombra de Dios sobre la Tierra, el sultán Mahmut II, yacía agonizando de tuberculosis… y cirrosis hepática, producida por una vida de dedicación a la reforma de su imperio, según unas normas más occidentales, más modernas; y un mal champán acompañado de fuertes licores.

El sultán yacía recostado sobre las almohadas de un enorme lecho con dosel del que colgaban cortinas adornadas con borlas, contemplando a través de sus ojos inyectados en sangre el Bosforo bajo su ventana y las colinas de Asia, al otro lado de los estrechos. Tenía, lo sabía vagamente, un mundo bajo su mando. Las flotas del sultán otomano patrullaban el Mediterráneo y el mar Negro; se recitaban plegarias en su nombre en las mezquitas de Jerusalén, de La Meca y Medina; sus soldados hacían guardia en el Danubio junto a las Puertas de Hierro, y en las montañas del Líbano; y era el señor de Egipto. Tenía esposas, concubinas, tenía esclavos a su servicio, por no mencionar a los pachás, los almirantes, los seraskiers, voivodas y hospodares que gobernaban su extenso imperio con medrosa, o al menos respetuosa, obediencia a su voluntad.

En sus treinta años como sultán, Mahmut había presidido muchos cambios. Había destruido el poder de los jenízaros, el todopoderoso regimiento que se oponía a cualquier reforma. Había adoptado las botas de montar y las sillas francesas. Había ordenado a sus súbditos que dejaran de llevar turbante, si eran musulmanes, y babuchas azules, si eran judíos, y gorros azul celeste, si eran griegos. Había querido que todos los hombres recibieran el mismo tratamiento, y llevaran el fez rojo y la estambulina.

Los resultados habían sido dispares. Muchos de sus súbditos musulmanes lo denigraban ahora como el Sultán Infiel… Y en muchos de sus súbditos cristianos se habían despertado unas esperanzas no realistas. Aquellos griegos de Atenas se habían rebelado contra él. Al cabo de siete años de luchas, con la ayuda europea, habían creado su propio reino, independiente, en el Egeo. ¡El reino de Grecia!

El champán y el coñac habían aliviado parte de la ansiedad que el sultán experimentaba en sus esfuerzos por actualizar, y preservar, el imperio de sus antepasados.

Y ahora, a la edad de cincuenta y cuatro años, moría por su causa.

Su mano se movió lentamente hacia un cordel de seda cuyas borlas rozaban sus almohadas, y luego volvió a caer. Se estaba muriendo, y no sabía a quién podía llamar.

El sol trazaba lentamente su recorrido circular y ahora brillaba desde el oeste. Había algunas personas de las que se acordaba, no sólo de sus nombres, sino también de sus caras. Veía al viejo general Bayraktar, con sus furiosos mostachos, y el asombro en su cara cuando apareció repentinamente en el viejo palacio, hacía muchos años, y sacó a Mahmut del cesto de la ropa sucia para hacerlo sultán. Vio a su tío Selim muerto, en un caftán manchado con la sangre de la Casa de Osmán; y a su concubina favorita, Fátima, viva: gorda, alegre, la que le masajeaba los pies tal como a él le gustaba, y sin esperar nada a cambio. Recordó a otro general que había caído mortalmente, así como las caras de los hombres que había visto, entre la multitud: un sufí con una amable sonrisa, un estudiante presa de la lealtad, agarrando la Bandera del Profeta; un eunuco negro, de rodillas; un jenízaro que le apuntaba con sus dedos, como si fuera una pistola, y le guiñaba el ojo; las pálidas patillas de Calasso, el profesor de equitación piamontés, y los ojos hundidos de Abdul Mecid, su hijo, cuyo pecho era como la cintura de una muchacha; y la barba del Patriarca —¿cómo se llamaba?— que había recibido de sus manos la Cruz al Servicio y murió retorciéndose al extremo de una cuerda bajo el ardiente sol.

Había otra cara, también… Su mano se movió, sus dedos agarraron la borla.

Pero cuando el esclavo llegó, haciendo una reverencia, sin levantar la vista, el sultán Mahmut no podía recordar a quién deseaba ver.

—Un vaso… la medicina, ahí, eso es —dijo.

—El doctor Millingen… —empezó a decir el esclavo.

—… es mi médico. Pero yo soy el sultán. ¡Sirve!

8

—Tenga cuidado con estas escaleras, monsieur. Están muy gastadas… Alguna vez he resbalado ya en ellas.

—¡Pero sólo al bajarlas, excelencia! Estoy seguro de eso.

Stanislaw Palieski, embajador polaco ante la Sublime Puerta, frunció el entrecejo y prosiguió su subida por las escaleras del apartamento de Yashim. ¿Estaba el francés dando a entender que se encontraba bebido?

Se llevó una mano a la corbata, como si tocarla lo tranquilizara. Impecablemente almidonada y adecuadamente anudada, la corbata no era, Palieski era vagamente consciente de ello, de la última moda. Como su chaqueta, como sus botas, como su propia posición diplomática, pertenecía a otra época, antes de que Polonia hubiera sido borrada del mapa por las hostiles maniobras de Rusia, Austria y Prusia. Palieski había llegado a Estambul veinticinco años antes, como representante de un país desaparecido. En otros lugares, en otras capitales de Europa, el embajador polaco era sólo un recuerdo diplomático; pero los turcos, el viejo enemigo, lo habían recibido con cortesía.

Lo cual ocurría, pensó frunciendo el ceño, en los días anteriores a que Estambul se viera totalmente invadida por charlatanes, intrigantes y traficantes de todas las nacionalidades y ninguna. Antes de que cualquier francés recién llegado te cogiera por banda y se autoinvitara a cenar.

Pero también, antes de eso, había forjado una amistad con Yashim.

Cómo se habían hecho amigos, seguía siendo un tema de discusión, porque el recuerdo de Yashim del hecho difería del de Palieski; en él había más copas rotas y menos frases en francés. Pero desde entonces «Juntos —había declarado Palieski en una ocasión, lamentándose ante un culín de vodka— hacemos un hombre, entre tú y yo. Porque tú eres un hombre sin pelotas, y yo soy un hombre sin país». Era una declaración de amistad de Palieski.

Ahora Lefèvre se le adelantaba para entrar en la habitación y alargaba la mano.

Enchanté, monsieur —dijo—. ¡Es muy amable por su parte al recibirnos! Algo huele bien.

No era costumbre de Yashim estrechar manos, pero tomó la de Lefèvre y la apretó cortésmente. Palieski abría la boca para hablar, cuando el francés añadió:

—No estaba en absoluto preparado para una invitación tan generosa.

Era un hombre bajito, de hombros encorvados, de constitución delicada, con una incipiente barba blanca de unos días y una voz que era blanda y sibilante, casi ceceante.

—Pero estoy encantado, monsieur…

—Lefèvre —se adelantó Palieski—. El doctor Lefèvre es arqueólogo, Yashim. Es francés. Estaba seguro de que no te importaría.

—Pues no, claro que no. Es un honor.

Los ojos de Yashim se iluminaron. ¡Un francés a cenar! Eso sí que era un desafío.

Palieski dejó su maletín sobre la mesa y lo abrió con un sonido metálico.

—Champán —anunció, sacando dos botellas verdes—. Procede de un belga del barrio de Pera. Me asegura que pertenece a un envío originalmente destinado a la mesa del sultán Mahmut, de manera que probablemente será una porquería.

—Estoy seguro de que será excelente —dijo Lefèvre a Yashim con una sonrisa afectada.

El embajador lo miró fríamente.

—Yo más bien pienso que la enfermedad del sultán habla por sí misma, Lefèvre. Derrota a los mejores doctores.

—Ah, sí. El inglés, el doctor Millingen. —Las manos de Lefèvre revolotearon hacia su cabeza—. Al cual consulté recientemente. Por un dolor de cabeza.

—¿Le curó?

Lefèvre enarcó las cejas.

—Uno vive con la esperanza —dijo tristemente.

Palieski asintió.

—Millingen no es demasiado malo como médico. Aunque mató a Byron, por supuesto.

—¿Byron? —preguntó Yashim.

—Lord Byron, Yash. Un famoso poeta inglés.

Metió la mano en su bolsa.

—Si el champán no es bueno, tengo esto —añadió, sacando una botella más pequeña y pálida que Yashim reconoció inmediatamente—. Byron era un entusiasta de la independencia griega —prosiguió—. Nunca vivió para llegar a disparar un arma, por lo que yo sé. Murió tratando de organizar a los rebeldes griegos en el veinticuatro, en el sitio de Missolonghi. Pilló unas fiebres. Millingen era su médico.

Bebieron el champán en las copas de tulipa de Yashim.

—Burbujea —dijo Lefèvre.

—No por mucho rato —añadió Yashim, observando atentamente la copa—. Doctor Lefèvre, le doy la bienvenida a Estambul.

—La ciudad ordenada por la Naturaleza para ser la capital del mundo. —Lefèvre fijó sus oscuros ojos en Yashim—. Me atrae como si fuera una sirena. No puedo resistir su encanto. —Vació la copa y la posó silenciosamente en la palma de su otra mano—. Je suis archéologue.

Yashim trajo una bandeja en la que había dispuesto una selección de meze… la piel crujiente de una caballa liberada de su carne, y luego rellena de nueces y especias; uskumru dolmasi: algunos pequeños böreks rellenos de queso y eneldo; conchas de mejillón cubriendo una preparación de piñones; karniyarik, pequeñas berenjenas rellenas de cordero especiado; y un platito de kabak cicegi dolmasi, o flores de calabacín rellenas. Todos eran dolma… Es decir, su exterior no daba ninguna pista en cuanto a los tesoros que contenían; y todo ello hecho según recetas perfeccionadas en las cocinas del sultán.

Palieski estaba rumiando sobre su champán. Lefèvre cogió una flor de calabacín y se la metió en la boca.

—¿Cómo lo diría? —comentó Lefèvre—. Para mí, esta ciudad es como una mujer. Por la mañana es Bizancio. Sabrán ustedes, estoy seguro de ello, qué fue Bizancio, ¿no? No fue nada, un pueblo griego. Por eso Bizancio es joven, carente de arte, muy simple. ¿Sabe ella quién es? ¿Que se alza entre Asia y Europa? Difícilmente. Alejandro vino y se fue. Y Bizancio no recuerda nada.

Su mano se cernió sobre la bandeja.

—Hubo un hombre que apreció su belleza, no obstante. El señor de Jerusalén y Roma.

Palieski enterró su rostro en la copa.

—Constantino, el césar, se enamoró. ¿Qué año… el 375 después de Cristo? Bizancio es suya… Encaja con él. Y la eleva hasta la púrpura imperial, le da su nombre… Constantinopla, la ciudad de Constantino. El nuevo corazón del Imperio romano. Nada es demasiado bueno para ella. Constantino saquea el mundo antiguo como un hombre que colma de joyas a su amante. Le trae los cuatro caballos de bronce de Lisipo, que se alzan actualmente sobre la Piazza San Marco de Venecia. Le trae la Columna de la Serpiente de Delfos. Le trae el tributo del mundo conocido, desde las Columnas de Hércules hasta los desiertos de Arabia.

—Y a su madre también. No lo olvide —añadió Palieski.

Lefèvre se volvió hacia el embajador.

—Santa Helena, desde luego. Llegó a la ciudad y desenterró un fragmento de la Vera Cruz.

—Deberían hacerla santa patrona de los arqueólogos, Lefèvre.

El francés parpadeó.

—Todas las sagradas reliquias de la fe cristiana fueron traídas a esta ciudad —añadió—. Reliquias de los primeros santos. Los clavos que fijaron a Jesús en la cruz. La copa y el platillo que Jesús utilizó en la Última Cena. El sanctasanctórum, caballeros.

Levantó la mano, los dedos extendidos.

—Dos siglos más tarde, el emperador Justiniano construye la madre de todas las iglesias, Santa Sofía, la octava maravilla del mundo. Bizancio ha recorrido un largo camino desde su época de jovencita pescadora. —Hizo una pausa—. ¿Qué se puede añadir? Los siglos de riqueza, monsieur. La perfección del arte bizantino.

Ceremonia, derramamiento de sangre, el emperador como regente del Altísimo.

Palieski asintió.

—Hasta que llegaron los cruzados.

Lefèvre cerró los ojos y asintió.

—Ah, ah. En 1204, sí, la vergüenza de Europa. Yo lo llamaría una violación, monsieur, la violación de la ciudad por los brutales soldados de la Europa occidental. Su diadema arrojada al polvo. Es doloroso para nosotros hablar de esa época.

Seleccionó un manjar exquisito de la bandeja.

—Y, sin embargo, es una mujer. Se recupera. Es una sombra de sí misma, pero aún tiene encanto. De manera que busca un nuevo protector. Los turcos la conquistan en 1453. Y se convierte, permítanme decirlo, en la puta de Mehmet.

Ahora le llegó el turno a Yashim de parpadear.

—Los turcos… la adoran. Y por tanto, igual que una mujer, se vuelve hermosa otra vez. ¿No es así?

Lefèvre contempló pensativamente el silencio.

—Pero ¿quizás mi pequeña analogía les disgusta? Alors, puede cambiarse. —Extendió sus manos, como si fuera un prestidigitador—. Estambul es también una serpiente, que muda su piel.

—Y usted va recogiendo esas pieles desechadas.

—Trato de aprender de ellas, excelencia.

Palieski estaba estudiando la bandeja, frunciendo claramente el entrecejo.

—Buen meze, Yashim —dijo.

—Todo dolma… —empezó a decir Yashim; quería explicar la teoría subyacente en su selección, pero Lefèvre se le acercó un poco y le dio un golpecito a Palieski en la rodilla.

—He viajado, excelencia, y puedo decir que toda la comida callejera es buena en el Levante, desde Albania al Cáucaso.

Palieski levantó la mirada. Más tarde, le diría a Yashim que la visión de su cara en aquel momento le había producido el primer placer de la noche.

Lefèvre se lamió los dedos y se los secó con una servilleta.

—La singular contribución de los turcos (creo que esto es correcto) a la dégustation de la Europa civilizada (me perdonará, monsieur, sólo estoy citando) es el jugo aromático de la judía árabe, en resumen, el café. —Y soltó una carcajada.

—No debería usted creerse todo lo que lee en los libros —dijo Palieski, lanzando otra mirada a su amigo.

—Pues lo hago. Me creo todo lo que leo. —Lefèvre se humedeció los labios con la punta de la lengua—. Un hábito profesional, quizás. Cartas. Diarios. Recuerdos de viajeros. Elijo mis lecturas cuidadosamente. La información trivial puede a veces resultar muy útil, ¿no cree usted, monsieur?

Yashim asintió lentamente.

—Sin duda. Pero por cada migaja de información útil tiene uno que desechar cientos.

—Ah, sí, tal vez tenga usted razón. —Se inclinó hacia delante, juntando sus pulgares—. ¿Ha oído usted alguna vez hablar de Troya?

Yashim asintió.

—El sultán Mehmet en una ocasión reivindicó su ascendencia troyana —dijo—. Presentó la caída de Constantinopla como una venganza contra los griegos.

—Cuán interesante. —El francés se pellizcó el labio inferior—. Yo iba a sugerir que un día descubriremos las ruinas de la ciudad que Agamenón saqueó.

—¿Cree usted que existió realmente?

Lefèvre rió suavemente.

—Más que eso. Creo que se la encontrará exactamente allí donde la leyenda siempre la ha situado. Apenas a un centenar de kilómetros de donde estamos nosotros… en la Tróada.

—¿Va a excavar usted mismo?

—Lo haría, si pudiera conseguir permiso aquí. Pero para eso (y para cualquier otra cosa) uno necesita dinero.

Sonrió agradablemente y extendió las manos.

Una ligera brisa agitó las cortinas, y una de las anillas tintineó en la barra.

—Por supuesto —continuó Lefèvre— a veces estas cosas pueden venir por sí solas, si uno lee cuidadosamente y aprende dónde mirar.

Tomó un sorbo de champán. Palieski se puso de pie y abrió la segunda botella con un ruido sordo.

—Me temo que quizás nos encuentren ustedes muy descuidados con el pasado —dijo Yashim—. No siempre nos preocupamos de las cosas como deberíamos.

—Sí y no, monsieur. No me quejo. La despreocupación de esa clase puede ser un don del cielo para un arqueólogo. Uno no tiene más que ir a su Atmeydan (el antiguo Hipódromo de los bizantinos) para ver que todos sus monumentos permanecen intactos. Con la excepción de la Columna de la Serpiente, por supuesto. La columna ha perdido sus cabezas, lo cual no es culpa de los turcos.

Palieski cogió su copa y la vació.

—Nadie lo recuerda ya, diría —prosiguió Lefèvre—. Pero las cabezas de bronce fueron arrancadas de la columna hace poco más de un siglo. ¡Piensen ustedes en lo que sus ojos habrán contemplado, en los siglos transcurridos desde que se alzaron al lado del Oráculo de Delfos! —Medio se volvió hacia Palieski—. Eso fue vandalismo extranjero, excelencia.

—¡Qué vergüenza! —murmuró Palieski.

—Sí.

Lefèvre frunció el ceño e inclinándose señaló a Palieski.

—¡Sabe usted, recuerdo una historia que fue perpetrada por unos compatriotas suyos! Unos jóvenes bravucones del cuerpo diplomático, hace un siglo. Estoy seguro de que tengo razón. Sin embargo, tal como digo, uno nunca sabe lo que le puede caer en el regazo inesperadamente. A veces caen cosas de lo más provechosas para todos. —Hizo una pausa—. Creo que bastante a menudo resulta rentable creer en lo que se lee.

En el silencio que siguió a este comentario, Yashim sacó su plato principal, un suculento estofado agridulce de cordero y ciruelas pasas, seguido de un mantecoso arroz pilaf. Lefèvre se frotó las manos y lo declaró excelente. Lo había visto —y olido— cociéndose en el brasero. Bebieron de la segunda botella mientras el francés esbozaba sus planes para dejar Estambul y darse una vuelta por los monasterios griegos del este.

—Trabzon, Erzurum. Hombres estupendos, hombres ignorantes —les dijo, sacudiendo la cabeza.

—Debo decir, excelencia, que ésta ha sido una noche deliciosa. Dicen que un visitante echa de menos la buena compañía estos días en Estambul, pero yo no veo ningún signo de ello. Ningún signo en absoluto.

Se marchó poco después, cuando todo el champán se hubo terminado, insistiendo en que podía irse solo a casa. Yashim lo acompañó al callejón, lo condujo hasta la Kara Davut y le buscó una silla de manos.

—Uno de estos días… —le gritó Lefèvre con un gesto de la mano: y entonces los porteadores levantaron la silla sobre sus hombros y salieron trotando, de manera que Yashim no pudo captar el final de su despedida.

Se dio la vuelta y regresó por el callejón, reflexionando sobre la conversación de la cena. Por un momento tuvo la impresión de que algo se había movido en la parte superior del callejón, donde ardía una pequeña vela votiva en un nicho; pero cuando dobló la esquina, el callejón estaba oscuro, y oyó solamente el sonido de sus propios pasos. En una ocasión, antes de llegar a su puerta, volvió la cabeza involuntariamente y miró hacia atrás.

Palieski abrió la puerta bruscamente cuando Yashim llegó a lo alto de las escaleras. Llevaba cogida la botella de vodka por el cuello.

—No era la primera vez que mencionaba esas cabezas de serpiente, Yashim. Lo hizo en cuanto nos conocimos. —Palieski parecía impresionado por una idea—. Sabes, si vuelve a pedirme que nos veamos, le diré que no. Claro que no voy a dejar que se pierda de vista —añadió paradójicamente, descorchando la botella.

Mucho tiempo atrás, en un momento en que se dejó llevar, Palieski había conducido a Yashim hasta un vasto armario que se alzaba en lo alto de las escaleras de la embajada polaca. Girando la llave en la cerradura, había abierto las puertas para revelar dos de las tres cabezas de bronce que antaño habían adornado la Columna de la Serpiente en el Atmeydan. Las estuvieron contemplando, con los ojos desorbitados por el horror, durante unos minutos, antes de que Palieski cerrara bruscamente la puerta y dijera:

«Ahí está. Me ha estado corroyendo durante años. Pero ahora tú lo sabes, y me alegro».

—Ni siquiera Lefèvre miraría en ese armario en busca de las cabezas de la serpiente, amigo mío.

Palieski dio una sacudida a la botella con tanta fuerza que unas salpicaduras de vodka cayeron sobre su muñeca.

—¡Por el amor de Dios, Yash! —Miró frenéticamente hacia la puerta—. Ese francés podría reaparecer en cualquier momento. —Se lamió la muñeca—. «Provechosas para todos», narices. Él las huele, y no tengo ni idea de cómo. —Se sirvió dos tragos y echó la cabeza hacia atrás—. Ah, estoy mejor. Esto te limpia por dentro, sabes. Me imagino que ese hombre es una especie de ladrón, Yashim. Sabe demasiado. Lamento haberlo traído. Sencillamente no sabía cómo librarme de él.

—Mi viejo y querido amigo, no hace falta que lo volvamos a ver jamás.

—Bebo por eso —dijo Palieski.

Y bebió.

9

—No es usted lo que yo había esperado —dijo madame Mavrogordato.

No era un reproche. Era la simple exposición de un hecho.

Estaba sentada, erguida y rígida, en una tallada silla de madera, su cabello, negro como el azabache, recogido y sujeto con agujas. Tenía el rostro de un dios capadocio, con rectas cejas negras y cincelados labios. Yashim parpadeó, y se balanceó un poco sobre sus pies. Madame Mavrogordato tampoco era lo que él había esperado.

Sopesándolo bien, eso era bueno; pero hoy el equilibrio era delicado. Las sienes de Yashim latían con fuerza. Sintió sequedad en la boca. Palieski probablemente tenía razón, y el sultán se estaba muriendo realmente a causa de aquel champán. Deseó haber ignorado la nota e ido al hammam primero… al menos habría tomado un poco de sopa. Sopa de callos, la mejor. Palieski, que había bajado cautelosamente por las escaleras de su apartamento a media noche, seguiría confortablemente dormido en su cama.

La nota le había sido entregada muy temprano. Mientras que los hombres consultaban a Yashim sobre temas monetarios, y a veces sobre la muerte, las mujeres lo llamaban más raramente. Las damas, por lo general, estaban más preocupadas por sus maridos, sus criados… o por ambas cosas. Y a veces no querían nada más que satisfacer su curiosidad sobre Yashim. Él estaba vinculado al palacio; vivía en la ciudad; de manera que ellas inventaban pequeños problemas y lo llamaban para que les alegrara el día. En circunstancias normales, incluso las mujeres cristianas se lo hubieran pensado dos veces antes de llamar a un hombre a sus habitaciones; pero Yashim estaba más allá de toda sospecha. Lo llamaban, cortésmente, lala, o «guardián». En una ciudad de un millón de personas, sólo un puñado de hombres merecían ese título, y la mayor parte de ellos trabajaba en las dependencias de las mujeres en los palacios del sultán.

Madame Mavrogordato no lo llamaba lala. Nunca querría tener problemas con el servicio.

La mansión Mavrogordato se alzaba solitaria detrás de unos altos muros ennegrecidos por el fuego, en el barrio de Fener, a mitad del camino del Cuerno de Oro. Yashim vivía en Fener también, pero eso difícilmente los convertía en vecinos: el hogar de Yashim era un pequeño apartamento encima de un callejón. Durante los disturbios griegos, dieciocho años antes, el distrito había sido asolado por un incendio; más allá de los ennegrecidos muros, la mansión era enteramente nueva. Y nuevos eran, también, los Mavrogordato.

Cuán absolutamente nuevos resultaba difícil decirlo. Algunas viejas familias griegas de Fener habían proporcionado durante siglos al Estado otomano dragomanes, gobernadores, sacerdotes y banqueros; pero muchos se habían vinculado al movimiento de independencia griego, y, después de los disturbios, esta supuesta aristocracia fanariota casi había desaparecido. Los Mavrogordato pertenecían a un círculo de familias opulentas que realizaban la misma clase de negocio que había llevado a cabo la aristocracia fanariota, e incluso su nombre parecía bastante familiar. Pero no era exactamente el mismo nombre y tampoco la misma gente.

Yashim hizo una reverencia. Los negros ojos de madame Mavrogordato parpadearon en dirección a un enorme reloj del abuelo alemán, que se alzaba contra la pared del oscuro apartamento.

—Llega usted tarde —dijo ella.

Yashim miró al reloj. Más allá de ése, otro reloj descansaba sobre una taraceada mesilla. Detrás de madame Mavrogordato, un reloj americano colgaba de la pared, con un pequeño panel de cristal a través del cual se podía ver el péndulo reflejando rítmicamente la suave luz de la gran sala, completamente cerrada por postigos. Entre las ventanas, aparecía otro gran reloj del abuelo. Sus manecillas indicaban algo más de las diez.

—¿Por qué no lleva usted el fez?

—No soy un empleado del gobierno, hanum. Tengo casi cuarenta años y creo que soy lo bastante viejo para elegir lo que considero confortable. De la misma manera que elijo para quién trabajo —añadió fríamente.

—¿Qué significa eso?

—Vivo modestamente, hanum. Me gusta más estar ocupado que ocioso, pero puedo estar ocioso.

Madame Mavrogordato cogió una campanilla de plata que tenía junto a su codo y la agitó. Apareció silenciosamente un sirviente en la puerta.

—Café. —La mujer miró a Yashim durante un momento—. No permito que se fume en estas habitaciones.

Hizo un gesto señalando una rígida silla francesa. El criado regresó con el café, en medio de un silencio acompasado sólo por el tictac de los cuatro relojes de madame Mavrogordato. Yashim tomó un sorbo. Era un buen café.

—Quizás le sorprenda saber que yo también he vivido modestamente en mi vida —empezó a decir madame Mavrogordato. Cogió un collar de cuentas de su regazo y empezó a pasarlas a través de sus esbeltos y blancos dedos—. Confío en que eso ya sólo sea cosa del pasado. El señor Mavrogordato y yo hemos trabajado duro y… hemos tenido a veces la buena fortuna de la que otros han carecido. Estoy completamente segura de que comprenderá usted lo que quiero decir… Como cuando digo que no permitiré que nada ponga en riesgo esa buena fortuna.

Las cuentas se deslizaban por sus dedos una a una.

—Tal vez haya usted oído decir que monsieur Mavrogordato es búlgaro —prosiguió—. Eso no es cierto. Procede de una familia eclesiástica, que residía antiguamente en Varna. Yo estoy emparentada con la familia Mavrogordato por sangre, y monsieur Mavrogordato, por su matrimonio conmigo. Muy pronto, reconocí su talento para las finanzas. Maneja bien las cifras. Disfruta con ellas. Pero no es un hombre osado.

Miró a Yashim directamente a los ojos. Yashim asintió. Monsieur Mavrogordato, evidentemente, era búlgaro. A Yashim no le importaba. Abandonado a sí mismo, supuso, monsieur Mavrogordato podría estar todavía llevando las cuentas de la iglesia en algún viyalet de provincias. En vez de eso, se había convertido en un próspero comerciante en la capital del Imperio otomano, guiado por la mujer cuyos pequeños derechos sobre el legado Mavrogordato habían proporcionado la necesaria influencia. Una mujer cuya audacia no podía ponerse en duda.

—Mi marido es un hombre moderado, de hábitos completamente regulares. En mí recae la tarea de mantener un hogar que sea tranquilo, ordenado y apropiado. Cualquier cosa que perturbe a monsieur Mavrogordato en su trabajo también nos perturba aquí.

Madame Mavrogordato, observó Yashim, no había tocado el café.

—Sé muy poco de negocios —dijo Yashim.

—No es necesario que tenga que saber. Lo que se requiere es cierta… inteligencia. Y discreción.

Hizo una pausa. Yashim no dijo nada.

—¿Y bien?

—Espero, hanum, ser discreto.

Los labios de la mujer se apretaron.

—Yashim, mi marido recibió anoche la visita de un francés. Éste le pidió un pequeño préstamo. En el transcurso de la discusión, el hombre hizo algunos ofrecimientos que fueron en cierto sentido inquietantes para mi marido. Más tarde, yo pude detectar su agitación.

Yashim parpadeó.

—¿Ofrecimientos, hanum?

—Sí, ofrecimientos. Promesas. Me resulta difícil decirlo.

—¿Cree usted que su marido estaba siendo extorsionado?

El rostro de madame Mavrogordato permaneció impasible, pero retorció la ristra de cuentas en sus manos con tanta fuerza que Yashim pensó que quizás iba a romperlas.

—No lo creo así. Mi marido no tiene nada que temer. Creo que el francés le estaba proponiendo venderle algo.

—Lo cree usted… pero ¿no está segura?

—Mi marido no me oculta nada, pero le resultó difícil recordar exactamente lo que el hombre dijo. Si es que, realmente, dijo algo. Fue más una cuestión de… del tono. Como si estuviera insinuando algo.

—Maximilien Lefèvre —dijo Yashim.

Madame Mavrogordato lo miró atentamente.

—Así es. ¿Qué más sabe usted?

Yashim extendió sus manos ampliamente.

—Muy poco. Lefèvre es arqueólogo.

—Muy bien, yo (es decir, mi marido y yo) querríamos que encontrara usted algo más. Si es posible, me gustaría que animara usted a monsieur Lefèvre a llevar a cabo su… investigación, en algún otro lugar. Me molesta esta agitación de mi marido.

Yashim compuso una mueca con el labio inferior.

—Puedo tratar de averiguar algo sobre Lefèvre. Pero debería hablar con su marido.

Los ojos de Madame Mavrogordato eran negros como el hierro.

—Es suficiente con que hable usted conmigo.

Cogió la campanilla, y la sacudió. Apareció un sirviente, y Yashim se levantó para irse.

—Una cosa —añadió, cuando llegaba a la puerta—. ¿Le concedió su marido ese préstamo?

Madame Mavrogordato apretó los labios y lo miró airadamente.

—Eso… —empezó a decir; y con esa vacilación Yashim comprendió que la mujer era mucho más joven de lo que originalmente había pensado; aún no tendría los cuarenta— no lo pregunté.

10

Cuando Yashim seguía al criado por el vestíbulo, se abrió una puerta y un joven salió por ella.

—Un momento —dijo el joven—. Vete, Dimitri. Yo acompañaré al amigo.

El muchacho en cuestión tendría algo más de veinte años. Tenía una espesa pelambrera negra y era de fuerte constitución, con anchos hombros y una gran mandíbula que no había perdido sus mofletes de mocoso. Iba ataviado con una bien cortada estambulina, almidonado cuello de camisa con una corbata de seda, negros pantalones de tubo y un par de finos escarpines de cuero negro. Era casi tan guapo como su madre —el parecido era notable—, pero sus ojos, que eran más pequeños, más duros, contrastaban con su sensual boca, cosa que a Yashim le gustó más bien poco.

—Buenos días —dijo cortésmente.

El joven frunció el ceño, y miró fijamente a Yashim.

—Le vi llegar. Estaba usted hablando con madre.

Yashim levantó una ceja y no respondió.

—¿Hablaban de mí? —preguntó bruscamente el joven.

—No lo sé. ¿Quién es usted?

—Mi nombre es Alexander Mavrogordato —añadió en actitud desafiante, como si medio hubiera esperado que Yashim lo negara.

Yashim se quedó un momento pensativo.

—No. No, no hablábamos de usted en absoluto. ¿Deberíamos?

El joven Mavrogordato le lanzó una mirada de sospecha.

—¿Se está usted haciendo el listillo?

—Así lo espero, monsieur Mavrogordato. Pero ahora, si me perdona usted…

El joven alargó la mano y agarró a Yashim por la manga.

—¿Por qué está usted aquí, entonces?

Yashim bajó lentamente la mirada a la mano que sujetaba su manga y frunció el ceño. Se produjo una pausa. Mavrogordato soltó su presa. Yashim se alisó la manga con la mano.

—Quizás podría usted discutirlo con su madre. Por favor, no vuelva a detenerme.

Pasó por el lado del joven. Cuando lo hacía sintió su respiración sobre su cara; apestaba como una taberna.

11

Sosteniendo la lámpara en una mano, Goulandris inspeccionaba las estanterías que se alineaban en su chiribitil del Gran Bazar. De vez en cuando alargaba la mano para alinear los libros con un golpecito y llenar los huecos. Satisfecho, regresó a su taburete, dejó la lámpara sobre la mesa y sopló la llama.

Una sombra cruzó la mesa. Goulandris levantó la mirada, sin entusiasmo.

—La tienda está cerrada —dijo. Movió la cabeza para ver mejor, pero la figura de la puerta permanecía recortándose contra la luz—. Vuelva usted mañana.

Giró nuevamente la cabeza, esperando identificar al hombre de la puerta. Si volvía al día siguiente, eso demostraría que estaba ansioso. Goulandris quería poder reconocerlo.

—Había un libro —dijo el hombre lentamente.

El librero lanzó un suspiro. Abrió el cajón y dejó caer el pequeño libro de contabilidad en él. Cerró el cajón con ambas manos.

—Hay muchos libros —dijo quejumbrosamente—. Mañana.

Las sombras se hicieron más intensas. Goulandris tuvo la impresión de que el hombre había avanzado un paso, entrando en la habitación. Pero para él, con un solo ojo, siempre era difícil decirlo.

Pero sí, la voz parecía más cercana.

—No muchos libros. Sólo uno. Un libro latino. Estoy seguro de que puede usted recordarlo.

Goulandris tragó saliva. Se inclinó, apartándose un poco de la mesa, dejando que sus manos se movieran un poco hacia una pequeña campanilla que se encontraba en una estantería baja detrás de su taburete.

—Ahora no —dijo—, me voy a casa.

El hombre estaba cerca de la mesa.

—Por favor, señor Goulandris, no toque esa campanilla.

Goulandris se reprimió. Empezó a levantarse de su taburete, apoyando ambas manos sobre la mesa.

Pero el desconocido, al parecer, no quería que Goulandris volviera a ponerse de pie.

12

Aram Malakian sacó un manojo de llaves con sus largos y finos dedos, y encajó una de ellas en la cerradura.

—Paciencia, paciencia —murmuró con una sonrisa.

La cerradura cedió y las puertas de metal de su tienda giraron hacia atrás.

—Entre, amigo mío. Tiene usted que mirar y tocar… tengo algunos tesoros nuevos que me gustaría mostrarle. No le pido que los compre (hoy no hablaremos de eso); pero contémplelos y admire qué artesanía existía en el pasado. Siéntese, por favor. Tomaremos juntos el té, effendi.

Aram chasqueó los dedos y un muchachito acudió corriendo a tomar el pedido.

—No, no. Por favor, no miremos ahí… Esto es para personas que no saben nada en absoluto. ¡Bendito sea el ignorante! Tengo algunas piezas que son interesantes.

Sacó una bolsita de tela y dejó caer varias monedas sobre la mesita baja.

—El médico inglés, el doctor Millingen, es un gran coleccionista de monedas. Pienso que deseará tener éstas.

Yashim suspiró.

—Increíble. Todos los coleccionistas pasan por su tienda, ¿no?

El viejo armenio meneó la cabeza, sin decir ni sí ni no.

—Lefèvre, por ejemplo. Un francés.

—Monsieur Lefèvre. Lo conozco, sí. Es un arqueólogo de gran erudición.

—¿Qué clase de cosas le interesan?

Malakian cogió una semilla de girasol y la partió entre sus dientes.

—Obras bizantinas. Vajillas de plata, mosaicos, joyería. Viejos iconos. Manuscritos incunables e iluminados.

—¿Incunables?

—Los primeros libros impresos. Esas cosas son, por supuesto, muy raras… a menos que uno sepa dónde mirar. Ése es el primer paso.

Yashim esperó a que continuara.

—¿Y luego?

Effendi, ¿qué quiere que le diga? No soy un cazador. Me siento y espero, y si el tesoro viene a mí de vez en cuando, me siento satisfecho. En tanto que Lefèvre… él es un arqueólogo.

—Cava en yacimientos, sí.

—Creo que cava, en efecto, pero no siempre con una pala. —Malakian se tiró del lóbulo de la oreja—. Tengo un primo, effendi. Es un monje, de Erzurum. Un francés visitó su monasterio hace unos años, para estudiar… El monasterio tiene una famosa biblioteca. Muchos, y muy raros libros… Y muchos viejos curas ignorantes. El francés mostró al bibliotecario algunos libros que estaban muy deteriorados. Agradecido por la ayuda de los monjes en su trabajo, se ofreció a hacer que restauraran esos libros.

—¿En Estambul?

Malakian giró su cabeza en todas direcciones, como una tortuga vieja.

—¡El té! ¿Dónde está ese té? En Estambul, sí. Pero más tarde escribió al bibliotecario, explicando que el mejor encuadernador para el trabajo estaba en Francia… en Dijon. Eso fue hace casi tres años.

Yashim arqueó las cejas. Malakian levantó la mano.

—En realidad, los libros regresaron. Este año, creo. Fue mucho tiempo… pero estaban bien encuadernados, y el bibliotecario quedó encantado. Pero, lamento decirlo, su placer duró poco. Faltaban algunas de las páginas originales ilustradas. El encuadernador de Dijon… ¿se mostró descuidado, o quizás no era honrado? Es difícil decirlo. Lefèvre ha dejado de responder a las cartas. ¿Ve usted?

—No creo que éste sea un caso aislado —prosiguió—. Lefèvre parece ser un hombre listo, bien informado. Sabe apreciar las cosas de calidad… mejor que los pobres monjes a los que engatusa. Pero ha tenido suerte, también.

—¿Suerte? ¿Quiere usted decir que a veces encuentra lo que quiere por casualidad? Seguramente todos los anticuarios tienen esa experiencia.

—No, effendi. No es esa suerte a lo que me refiero. —Miró tristemente a Yashim—. Hace tres días, vendí una moneda falsa a un dragomán de la embajada rusa. Saqué un buen precio por ella.

Asintió pensativamente.

—Sí, se ha escandalizado usted. Lo veo. Quizás, está usted pensando, «no le voy a comprar nada más a Aram Malakian». Así que, ¿qué se ha perdido?

—Mi confianza, tal vez.

Malakian sonrió y asintió.

—Pero sabe usted, effendi, los dos sabíamos que esa moneda era una falsificación. Pero como estaba hecha en la misma época que la moneda auténtica, se trataba de un artículo de coleccionista. Ahora… —hizo chasquear sus afilados dedos— su confianza se ha restablecido, espero.

Antes de que Yashim pudiera responder, el muchachito del té reapareció, lanzándose contra las plegadas puertas.

—¡La vigilancia de noche! —jadeó—. En el Bazar de los Libros. Dicen que hay sangre por todas partes. ¡Voy a ver!

Malakian se volvió lentamente.

—¿Sangre?

El muchacho salió con precipitación, su vacía bandeja balanceándose frenéticamente a punto de caer de sus dedos.

—Tonterías —murmuró Malakian. Parecía ansioso. Empezó a recoger las monedas en la bolsita de tela, y Yashim observó que sus manos estaban temblando—. Yo estaba hablando de confianza. Unas pocas palabras y… ¡puf!. La confianza se ha ido. —Dejó caer la bolsa en un cajón y lo cerró.

Yashim asintió lentamente.

—A veces pienso que Lefèvre debe de haber olvidado que esos ignorantes monjes, aislados del mundo, tienen todavía poderosos amigos y protectores. Nosotros, los armenios, somos un pueblo pequeño y preferimos no hacernos enemigos. Pero ¿y los griegos? Me sorprende que Lefèvre haya regresado a Estambul. Creo que quizás tienta demasiado la suerte.

Malakian hizo una pausa y paseó su mirada por su cubículo.

—Lo siento, effendi, pero uno nunca es demasiado cuidadoso. El chico habla de muerte, y sangre. Podría ser la obra de ladrones, para asustarnos. Dejamos nuestras tiendas para ir a mirar y…, ¡paf!, entran en ellas. ¿Entiende usted?

Yashim se había puesto de pie.

—Quédese aquí —dijo—. Iré a ver.

13

El mercado estaba alborotado. Malakian no era el único comerciante que guardaba apresuradamente sus mercancías y bajaba las persianas mientras los compradores salían atropelladamente en dirección a las puertas del recinto. Siguiendo los pasos del muchachito del té, Yashim había esperado encontrarse cada vez con más barullo a medida que se aproximaba al Bazar de los Libros; en vez de ello, la atmósfera se volvió más tensa y helada, y en el mismo callejón apenas se podía percibir algún sonido.

Una multitud de hombres silenciosos bloqueaba su visión.

—Palacio —murmuró.

Los hombres se echaron a un lado automáticamente, dedicándole apenas una ojeada. Se adelantó, con una mano levantada, y recibió un saludo de un hombre pálido que llevaba el uniforme rojo que lo identificaba como guardia del mercado.

—Palacio —repitió Yashim—. ¿Un hombre muerto?

—Así es, effendi. —El guardia tragó saliva—. Aún estamos tratando de encontrar al cadí.

—¿Puede usted decirme lo que ha pasado?

—La puerta estaba cerrada, effendi. Eso es todo. Podría haber estado cerrada toda la noche, y daba la impresión de que lo estaba con llave. Quiero decir, estaba puesta la barra y todo.

—¿Observó usted eso durante la vigilancia nocturna?

El guarda se agitó con nerviosismo.

—Bueno, effendi, no exactamente. Yo, yo no recuerdo bien. Fue esta mañana, aproximadamente hace una hora, cuando veo la barra todavía puesta, y el candado… Estaba sólo colgando ahí. No se ve mucho en la oscuridad, effendi.

—Pero con la luz del día… ¿pensó usted que parecía extraño?

—Todos los comerciantes habían venido ya. Talak, mi compañero, dijo que deberíamos echar una mirada. Llamé a la puerta con mi bastón. Suena un poco estúpido, ¿no? Hacerlo con la puerta medio cerrada por fuera.

—No, pero comprendo —dijo Yashim. Lo había visto anteriormente, la muerte repentina convierte en una tontería las cosas que la gente hace y dice. El asesinato, sobre todo, trastornaba el orden natural de la creación de Dios: por lo tanto, no podía esperarse otra cosa que lo siguieran la sinrazón y el absurdo—. ¿No vino nadie… y usted abrió la puerta?

El guardia asintió.

—Estaba oscuro. Habíamos apagado las linternas, y no vimos nada que debiera preocuparnos, al menos al principio. Yo toqué algo con el pie, y cuando me agaché vi que era un rollo. Estaba pegado al suelo. Entonces sentí que también mis botas se estaban pegando al suelo. Miré detrás de la mesa, y… —Se estremeció—. Goulandris.

—¿El librero? Enséñemelo.

El guardia parecía dudar. Miró a la multitud.

—Debo quedarme aquí —explicó—. Cuando Talak traiga al cadí… —Sus palabras se fueron apagando.

—No estaré mucho rato —dijo Yashim.

Pasó por el lado del guardia y abrió de un empujón la puerta verde que daba al tienducho de Goulandris. Dentro estaba oscuro, el aire cargado. Se percibía un olor metálico. Se apartó de la puerta para hacerse luz y miró a su alrededor. Conocía aquella habitación. Goulandris había comerciado con muchas clases de libros —obras en griego antiguo y moderno, libros religiosos, judíos, rollos imperiales—, pero el viejo lo mismo podría haber estado vendiendo manzanas o babuchas, por lo que sabía de libros. A lo sumo, se podía decir que era capaz de leer y escribir en griego. Valoraba su mercancía —por lo que Yashim podía decir— leyendo la expresión en las caras de sus clientes. En resumen, un hosco y astuto tendero.

Inclinándose hacia delante para ver detrás del mostrador franco, Yashim vio que Goulandris había tasado su último libro.

El cadáver estaba encajado entre el mostrador y un taburete, apretado contra la pared; sus delgados brazos levantados por encima de su cabeza, juntas las muñecas, la cabeza apretada contra sus dobladas rodillas. Había una asombrosa cantidad de oscura y pegajosa sangre manchando el suelo, tal como el guardia había observado, pero su cogote brillaba casi como si fuera blanco a la débil luz. Yashim palpó los brazos del hombre. Estaban completamente fríos. Agarró a Goulandris por su mata de pelo gris con un temblor de prevención, y tiró de su cabeza hacia atrás. Cuando ésta se escapó entre sus brazos, éstos se movieron rígidamente hacia delante, frenados por el rigor de la muerte. Yashim miró hacia abajo y lanzó un gruñido; luego sacó su pañuelo, hizo una bola con él y dio unos toques a la garganta del hombre. Trató de no mirar al único ojo brillante.

El pañuelo salió limpio.

Pero había un montón de sangre en el suelo.

Yashim se quedó rígido durante un momento. La luz se oscurecía y había un hombre en la puerta.

—El cadí está de camino, effendi.

—Eso es bueno. Esto es… competencia suya. Él sabrá qué medidas hay que tomar.

—Pero usted, effendi…

—No, amigo mío. Yo me voy a palacio. No se preocupe —añadió cuando vio que el guardia retrocedía un paso—. Lo ha hecho usted todo bien. Y era todo lo que podía hacer.

Se saludaron llevándose la mano al pecho.

14

Malakian permanecía de pie con ademán inseguro delante de su tienda, un candado en sus manos.

—¿Goulandris? Increíble. ¿Quién querría matarlo? Era un hombre muy viejo.

—Sabía muy poco sobre libros.

—¿Muy poco? Eso lo dice usted, effendi. Pero sí, era obstinado. Un viejo y obstinado griego. Es terrible.

Yashim movió negativamente la cabeza. Se acordaba de otro viejo obstinado, su amigo Giorgos, apaleado y dejado por muerto en la calle. Como Goulandris, él también era un comerciante.

—¿Qué sabe usted sobre la Hetira, Malakian?

Malakian se frotó el borde de una de sus enormes y planas orejas con el índice y el pulgar.

—Pregunte a un griego, effendi. Eso es algo griego. Yo no sabría decirle.

—Pero la palabra significa algo para usted.

Malakian frunció el ceño.

—Ésta es mi tienda, effendi, en el bazar, como siempre. Es barato aquí, sí. En Pera encontrará usted muchas tiendas nuevas… pero Pera es caro.

Yashim movió negativamente la cabeza.

—No comprendo.

—Yo soy un hombre obstinado, como Goulandris. Pero yo no soy griego. De manera que…

—¿Por qué la Hetira quiere echar a los griegos?

Malakian no dijo nada, pero se encogió de hombros, lentamente.

15

Yashim se detuvo junto al mercado de pescado del Cuerno de Oro. Picado todavía por la indiferencia del francés hacia los dolma que él tan amorosamente había preparado, eligió dos lüfers, dos pejerreyes, el pescado azul que todo Estambul consideraba el mejor. Observó cómo el pescadero les rajaba las panzas y quitaba las entrañas con un giro de su pulgar.

Yashim estaba orgulloso de Estambul… Orgulloso de sus mercados, la cornucopia de frutas y verduras que se vertían en ellos cada día, orgulloso de las ovejas de cola gruesa procedentes de Anatolia que a veces llegaban asustadas y balando a través de las estrechas callejuelas. ¿Qué otra ciudad en el mundo podía ofrecer un pescado que pudiera compararse con la frescura o la variedad que había en el Bosforo, una plétora de pescado que corría directamente a través del corazón de Estambul? Porque, en cualquier estación del año, uno prácticamente podía caminar hasta Uskudar sobre el torrente de pescado que discurría por las calles…

—No lo lave —dijo rápidamente.

El pescado empezaba a deteriorarse a partir del momento en que perdía su viscosa capa protectora.

—Bah, tenemos demasiada poca agua —gruñó el pescadero—. El suministro es escaso otra vez.

Pero fluía. Eso era lo que importaba. A veces, de pie en la colina de Pera y mirando atrás a través del Cuerno de Oro hacia el horizonte familiar de la ciudad, marcado por las grandes cúpulas de las mezquitas de Sinán; o sobrepasando la jungla de edificios —mezquitas, casas, caravanserrallos, iglesias, mercados cubiertos, tiendas— que se alineaban en la costa de Estambul del Cuerno, a veces le parecía increíble a Yashim que la ciudad siguiera funcionando un día tras otro, y no simplemente estallara, o se hiciera pedazos, o como mínimo se sumergiera en una confusión de ovejas baladoras, verduras en putrefacción y hombres gesticulando, vociferando en veinte lenguas distintas, incapaces de avanzar o retirarse a través de las atestadas calles.

No obstante, siempre que Yashim miraba con más atención, a una calle en particular, digamos, quedaba sorprendido por el aire de invisible buen orden que lo mantenía todo y a todo el mundo fluyendo suavemente, como el agua en las tuberías y acueductos. De manera que cuando un hombre era asesinado y otro atacado —ambos comerciantes, ambos griegos— éstos parecían inevitablemente pertenecer a alguna economía oculta de la ciudad, un canal de un comercio cargado de amenaza y brutalidad.

Yashim entregó uno de los pejerreyes a las monjas del hospital.

—¿Quizás pueda llegarle a él un poco de esto? —preguntó.

La monja sonrió.

—Le sentará bien.

—¿Y quizás, entonces, si puede comer, pueda hablar… un poco?

Ella rió con los ojos.

—Muy bien, effendi. Si no está dormido, quizás pueda verlo un momento. No más, por favor.

Yashim se inclinó.

Giorgos parecía estar peor que cuando lo había visto por primera vez bajo la filtrada luz subacuática del pabellón del hospital, porque la magulladura del costado de su cabeza había aumentado. Seguía vendado, con un ojo tapado; el otro atisbaba con dificultad a través de unos hinchados, abultados párpados. Su respiración, sin embargo, parecía haberse normalizado.

Yashim se puso de cuclillas junto a su cama.

—Van a darte un poco de pescado. Lüfer.

—Demasiada sopa —dijo Giorgos finalmente.

Su voz era como un crujido.

—Eres un gran hombre, Giorgos. El pescado es sólo el comienzo. Te conseguiremos un poco de buena carne en unos días.

Giorgos emitió un débil sonido silbante entre sus labios. Parecía una especie de risa.

—Duro de cagar —crujió.

—Sí, bueno, quizás tengas razón. —Yashim frunció el ceño—. Las monjas sabrán.

Giorgos cerró su único ojo en señal de acuerdo. Yashim se inclinó para acercarse.

—¿Qué pasó, Giorgos?

—Lo he olvidado —dijo con un suspiro.

—Trata de recordar. Fuiste atacado.

El ojo abrió una rendija.

—Resbalo, me caigo.

Yashim se balanceó hacia atrás sobre sus caderas.

—Giorgos. Fuiste golpeado terriblemente. Casi te mataron.

—No fueron golpes, effendi. Fue un accidente. Me caí por las escaleras.

—¿De modo que recuerdas eso, verdad?

Los ojos de Giorgos giraron hacia él.

—¿Quién te empujó, Giorgos?

La rendija se cerró. Nada.

—¿La Hetira?

Pero su amigo había bajado la persiana de su único ojo bueno. Su hinchado rostro era incapaz de expresar algo.

Giorgos era un hombre orgulloso. Lo suficientemente duro y orgulloso para recibir una paliza… y demasiado orgulloso para hablar, también.

O demasiado asustado.

Yashim tenía una pregunta para la monja cuando salió.

—Sólo su mujer, effendi. Ha venido cada día. Siempre habla. Él es un hombre bueno. Escucha a su mujer.

—¿Y ella piensa… que fue un accidente?

La monja bajó los ojos y respondió recatadamente:

—No juzgamos a nuestros enfermos, effendi. Sólo tratamos de curarlos.

Ella le lanzó una mirada a Yashim entonces, y éste apartó la cabeza. Murmurando una despedida, encontró su camino hacia la calle, y oyó cerrarse la puerta con pestillo a sus espaldas.

16

Las cejas de la viuda Matalya se fruncían y se desarrugaban mientras ella hacía sus cuentas. Masticaba con sus encías sin dientes, mientras le temblaban los pelos sobre un gran lunar negro de su mejilla. De vez en cuando sus dedos se crispaban. A la viuda Matalya no le importaba, porque estaba dormida.

Soñaba, como de costumbre, con pollos. Había una docena de ellos, leghorn y bantam, escarbando en el polvo del pueblo anatolio donde ella había nacido hacía más de setenta años, y los pollos de su sueño eran exactamente como los pollos que ella había cuidado de joven, cuando sipahi Matalya los había perseguido a través de su patio y los había enviado graznando y aleteando al tejado de su propio gallinero. Sipahi Matalya se la había llevado con él a Estambul, por supuesto, porque él era sólo un sipahi de verano, y habían compartido un muy feliz matrimonio hasta que él murió; pero, ahora que sus hijos habían crecido, ella pensaba muy a menudo en aquellas cuarenta aves. Despierta, se preguntaba quién se las había comido. Dormida, comprobaba que todas estaban a salvo. Era bueno volver a ser joven, con toda aquella vida por delante.

Veintinueve. Treinta. Esparció un poco más de grano y observó cómo las aves lo picoteaban en la tierra. Treinta y una. Treinta y dos. ¿O se había equivocado? El ruido producido por los picos de las aves golpeando el suelo la estaba confundiendo. ¡Cras! ¡Cras! Treinta y dos, treinta y tres.

Los labios dejaron de moverse. Los ojos de la viuda Matalya se abrieron. Con un suspiro se levantó laboriosamente del sofá, se ajustó el pañuelo de la cabeza y se dirigió a la puerta.

—¿Quién es?

—Soy Yashim, hanum —gritó una voz—. No tengo agua.

La viuda Matalya abrió la puerta.

—Eso es porque el grifo del patio está atorado, effendi. Ha de venir alguien. Hemos de tener paciencia.

—Tengo mi barreño —dijo Yashim—. Iré a buscar un soujee en la calle. ¿Puedo traerle un poco de agua para usted, hanum?

Yashim estuvo fuera durante media hora, y volvió con aire de exasperación.

—No tiene por qué preocuparse del grifo. Pasa en toda la calle —dijo—. Hay mucha agua más allá de la Kara Davut. Tenga, llené su barreño.

—Gracias, effendi. Despediré al hombre si viene. Arreglarán las tuberías y mañana tendremos agua otra vez, inshallah.

Inshallah, hanum —replicó Yashim.

Era un buen hombre, reflexionó la viuda Matalya, mientras cerraba la puerta.

17

Se comió el lüfer simplemente asado, con un limón exprimido y el pan que había comprado en el panadero libio de vuelta del hammam. Yashim echó los restos por la ventana para los perros, preparó un cazo de té y se retiró a su diván, con la lámpara de petróleo y una novela francesa que le había prestado un amigo de palacio. Le gustaba Balzac. Saboreaba la luz que éste empleaba para iluminar el corazón secreto de París, una ciudad que a menudo había visitado en su imaginación, con todo su engaño y codicia.

Abrió el libro y alisó las páginas. A medida que la brisa de la noche fluía hacia la ciudad, oyó que el edificio crujía al enfriarse, aflojando sus junturas de madera, centímetro a centímetro. Abajo, en la calle, un perro empezó a ladrar, ronca, profundamente, varias veces; entonces desde una ventana protestaron y el perro se calló. Yashim alargó una mano para coger el chal que descansaba a su lado, sobre el diván, y se envolvió los hombros con él. La lámpara proyectaba un constante óvalo de luz amarilla alrededor de las brillantes páginas de su libro. Bajó la cabeza y empezó a leer.

Leyó las primeras líneas rápidamente, con avidez. Ya les había echado una ojeada antes, saboreando la promesa de rostros nuevos y nombres no familiares, así como la aparentemente despreocupada frase inicial a la que Balzac había prestado tanta consideración a fin de crear entre él y su lector aquel sentido de agradable complicidad. Pero cuando llegó al final del párrafo, descubrió que no recordaba nada.

Se rascó el muslo y contempló la página con aire ausente. Al igual que el propio viejo edificio, parecía que le costaba asentarse. Extraños crujidos y detonaciones seguían resonando en las tablas; las escaleras crujían. Había estado leyendo demasiado deprisa.

¿Qué significaba, se preguntó, no recordar nada? Como Giorgos; pensando en otra cosa, pensando en la Hetira, tal vez. Digiriendo los golpes a su orgullo, tratando de aclarar su actitud hacia el miedo.

Yashim, también, estaba pensando en la Hetira. Malakian había reconocido el nombre. Se trataba de algo griego, dijo.

Yashim se frotó los ojos con el pulgar y el índice. Estaba dejándose llevar más de la cuenta por ese asunto.

¿No había hecho ya todo lo que podía por Giorgos? Llevarle comida. Comprobar su estado, como debía hacer un amigo. La muerte de Goulandris era espantosa, sin duda. Pero no era asunto suyo.

Apretó su mano contra el libro, y miró fijamente la primera página, mientras seguía escuchando el sonido de la madera caliente al crujir cuando se encogía por el frío de la noche.

Pensó en el sultán. Desvaneciéndose como la luz. Habían transcurrido meses desde que fuera convocado a palacio. Y Giorgos, o Goulandris… ¿Eran simplemente víctimas de la misma intriga? Como un crujido de las vigas, cuando la luz del sol menguaba.

Yashim levantó la cabeza de pronto y escuchó. Aquel crujido procedente de las escaleras, fuera, había sonado inusualmente fuerte. Pero todo estaba tranquilo. Y entonces oyó, claramente, un suave chirrido que parecía proceder de cerca de su puerta.

Yashim se quitó el chal de los hombros con la mano izquierda y lo envolvió rápidamente en torno de su puño. Su otra mano se cerró sobre un cuchillo que descansaba en la estantería, una sencilla herramienta de hoja recta que a veces usaba para cortar tabaco. Lentamente se deslizó del diván y se puso de pie, tensando las piernas.

Mientras hacía eso, se oyó un arañazo en la puerta. Yashim avanzó, cogió el pomo con su mano izquierda y tiró de él, deslizándose detrás de la puerta mientras ésta se abría de par en par.

Por un momento, no ocurrió nada. Yashim frotó su pulgar contra la empuñadura del cuchillo y enderezó su espalda contra la pared, mirando de soslayo. Oyó un gemido que sonó casi como una súplica, y un hombre entró tambaleándose por el umbral, arrastrando una maleta de piel tras de sí.

18

El hombre dio unos pasos hacia la lámpara y luego miró a su alrededor frenéticamente, hasta descubrir a Yashim, que lo observaba asombrado desde detrás de la puerta. Por un segundo pareció encogerse.

—¡Monsieur Yashim! —exclamó con un suspiro—. ¡Cierre la puerta, se lo suplico!

Mientras Yashim así lo hacía, el hombre fue tambaleándose hacia el diván, donde se sentó, pasándose la mano a través del pelo. De no haber sido por el cabello, a Yashim le hubiera costado reconocer a Lefèvre. Éste parecía haberse encogido y tenía un aspecto increíblemente envejecido. Sus negros ojos se movían nerviosamente de un lado a otro, su cara era del color de una almendra pelada y mostraba una incipiente barba.

Yashim dejó el cuchillo a un lado. Lefèvre temblaba sobre el diván, de vez en cuando era presa de una convulsión y los dientes le castañeteaban. Daba la impresión de no saber dónde se encontraba.

Yashim le sirvió un vaso de agua fría como remedio contra el shock, y Lefèvre lo cogió con ambas manos, apretándolo contra su pecho como si pudiera detener sus temblores. Se lo bebió de golpe, mientras sus dientes entrechocaban con el borde.

Ils me connaient —murmuró—. Me conocen. Me conocen. No tengo ningún lugar adonde ir.

Yashim dirigió su mirada a la maleta. Podría contener cualquier cosa: comida, ropas, un relicario, una alfombrilla. Se preguntó qué libros habría en ella… si no contendría más que biblias antiguas, tratados iluminados, comentarios escritos sobre una vitela birlada a ignorantes monjes, sacerdotes venales, a codiciosos y a crédulos.

—Está usted completamente a salvo aquí —dijo Yashim con calma—. Completamente a salvo.

Lefèvre levantó la cabeza y miró a un lado y a otro de la habitación como un animal asustado.

—¿Está usted enfermo?

La palabra pareció herir a Lefèvre en lo vivo. Se quedó helado, mirando al espacio. Luego miró fijamente a Yashim.

—Debo salir. Escapar. ¿Me ayudará usted? Un barco extranjero… que no sea griego. —Se estremeció y gimió, y se apretó la mano contra la cara—. No tengo a nadie en quien confiar. ¡Confío en usted! Pero ellos están vigilando. Me conocen. Está muy oscuro. Y húmedo. Nadie los conoce. ¡Por favor, tiene que ayudarme!

Se deslizó del diván y extendió las manos. Yashim levantó la barbilla. Era horrible ver al hombre humillándose, enfebrecido, presa de sus terrores.

—¿Quiénes son ellos? ¿Qué quiere usted decir?

Lefèvre se retorció las manos, y en su boca se formó un rictus de desesperación.

—¿Qué ha hecho usted?

Los ojos de Lefèvre parpadearon y oscilaron hacia la maleta, luego se volvieron hacia el rostro de Yashim.

—¿Cree usted que…? Dios mío, no. No. No.

Anduvo arrastrándose sobre sus rodillas hacia la maleta y quitó las correas con manos temblorosas. De ella salió una colección de ropas viejas, una petaca forrada en piel, algunos libros impresos. Lefèvre los cogió, esparciéndolos alrededor.

—No, monsieur. Confiará usted en mí. Ayúdeme, por favor. No tengo nada. Ni uno.

Yashim apartó la cabeza. Después de lo que Malakian le había contado sobre los métodos de Lefèvre, no se sentía avergonzado de sus sospechas. Pero sí sentía vergüenza por ese hombre que ahora se arrodillaba murmurando entre sus magras pertenencias diseminadas por el suelo.

—Por favor —empezó a decir torpemente—. Por favor, no piense que lo estoy acusando de nada. Le ayudaré, por supuesto. Es usted mi invitado.

Se sorprendió de su propia seguridad. Pero, tal como más tarde recordó, había algo más bien terrible en ser un extranjero en una ciudad donde hasta los muertos pertenecían a alguien. Quizás no eran tan enteramente diferentes, él y aquel francés que no le gustaba.

Lefèvre se agarró a sus palabras con verdadera gratitud.

—No sé qué decir. Ellos saben quién soy yo, sabe, pero usted ¿puede… puede encontrarme un barco?

—Desde luego. Debe usted quedarse aquí, y por la mañana hallaré una manera de hacerle salir. —Había un vínculo entre ellos ahora. No se podía remediar. Tenía que actuar con astucia—. Tiene usted que comer, primero, y dormir. Entonces todo le parecerá mejor.

Yashim se dirigió a su pequeña cocina, y con arroz, azafrán y mantequilla hizo un arroz pilaf in bianco, como dirían los italianos; para calmarlo.

Más tarde, Lefèvre se quedó dormido con las piernas cruzadas. Yashim lo colocó cuidadosamente en una posición recostada, y luego, a falta de algo mejor, se echó en el diván, a su lado. Durante la noche, por dos veces, Lefèvre tuvo pesadillas; se retorcía y se pasaba las manos con excitación por la cara.

Yashim no era supersticioso, pero aquella visión le hizo estremecer.

19

A primera hora de la mañana siguiente, dejando al francés durmiendo en el diván, Yashim se dirigió al Cuerno y cogió un esquife para Gálata, el centro del comercio extranjero. En la oficina del capitán del puerto pidió ver la lista de embarques y la examinó para encontrar un barco adecuado. Había un buque francés de 400 toneladas, La Réunion, que partía para La Valetta y Marsella con carga diversa cuatro días más tarde; pero había también un buque napolitano, el Ca d’Oro, que zarpaba para Palermo, y al que se le habían asignado ya los conocimientos de embarque. El barco italiano sería sin duda más barato; si Lefèvre iba a regresar a Francia, fácilmente podría tomar otro barco en Palermo, de manera que el viaje no sería mucho más largo… Y estaba la indudable ventaja de que el Ca d’Oro podía partir al día siguiente. Yashim no deseaba prolongar la agonía mental del francés ni un momento más de lo necesario.

Encontró al capitán del Ca d’Oro en un pequeño café que daba al Bosforo. Lucía unas espesas cejas negras que se juntaban encima de su nariz y llevaba una sencilla chaqueta de verano que daba la impresión de haber sido confeccionada por la misma persona que había fabricado las velas del barco. La chaqueta estaba sucia, pero las uñas de los dedos del hombre estaban muy limpias cuando le ofreció a Yashim una pipa. Yashim declinó la oferta, pero aceptó un café. Certo, el Ca d’Oro zarparía con la marea a la mañana siguiente, Dios mediante. , había literas. El caballero podía subir a bordo directamente; o esa misma noche, si lo prefería, daba lo mismo. El bote del buque iría arriba y abajo desde el muelle todo el día, trayendo a la tripulación de regreso así como las compras del último momento. O bien uno de los esquifes podría traerlo en cualquier momento.

Le tendió a Yashim un catalejo y le instó a que mirara hacia el barco.

—Lo verá cerca de la costa, signor. Un bergantín de dos mástiles, de popa alta. ¿Viejo? Sí, pero conoce su trabajo, ¡ja, ja! Podría encontrar por sí mismo su camino a Palermo después de todos estos años.

Yashim entrecerró los ojos para mirar por el telescopio y encontró el barco, de baja línea de flotación, con un par de marineros de pie en el combés, y el blanco y oro de Nápoles colgando flácidamente de su popa. Más bien viejo, desde luego, y bastante pequeño; pero, vaya, aquél era el buque que él mismo hubiera tomado, de haber tenido prisa. Y Lefèvre parecía tenerla.

El capitán esparció algunos papeles sobre la mesa.

—La mitad por adelantado, cuarenta piastras, es lo normal. —Tomó algunas notas sobre una gastada hoja de papel—. ¿El nombre de su amigo?

La mente de Yashim se quedó momentáneamente en blanco.

—Lefèvre —tartamudeó finalmente.

Francese, bene. Tiene todos sus papeles, naturalmente… ¿Pasaporte, certificado de cuarentena?

Yashim respondió que sí, que tenía todos los documentos necesarios. Confiaba en que eso fuera cierto; al menos Lefèvre estaría a bordo y de camino, antes de que se supiera nada al respecto. Lefèvre no era ningún inocente; sabría cuidar de sí mismo.

El capitán escribió el nombre en su hoja y se guardó los papeles doblados en la chaqueta. Yashim se sacó la bolsa del cinto y contó cuarenta piastras de plata sobre la mesa. El capitán cogió dos monedas al azar, las mordió y las devolvió a la pila con un gruñido.

—Servirán —dijo.

Se estrecharon las manos.

—¿Qué carga lleva?

El italiano sonrió.

—Lo que usted quiera. Arroz. Algodón egipcio. Pimienta. Abejas. Ochenta monedas de plata otomana, espero, ¡y un francés!

Ambos rieron, más bien sin sentido.

20

El arqueólogo seguía tumbado en el diván cuando Yashim regresó a casa. Levantó la cabeza débilmente al abrirse la puerta, pero parecía haber perdido algo del nerviosismo de la noche anterior. Yashim se puso a hacer café mientras explicaba los preparativos que había hecho.

—¿Esta noche? Eso es muy pronto. Ca d’Oro… No lo conozco. ¿Se dirige a Francia?

—A Palermo.

—¿A Palermo? —Lefèvre frunció el ceño—. Ciertamente, eso no es Francia.

—No. Había un buque francés, pero no salía hasta el lunes.

—El lunes. Quizás el barco francés hubiera sido mejor; podría costar una fortuna esperar en Sicilia.

—Bueno, me debe usted cuarenta piastras por la litera. Debe usted pagar la misma cantidad al capitán.

—Pero ¿cuánto costaba la litera del barco francés?

—No lo pregunté. Más caro, desde luego.

—Eso es lo que usted dice —dijo Lefèvre, incorporándose, y hurgándose los dientes con la uña—. ¿Pasa algo con el Ca d’Oro?

—Nada en absoluto. Es más pequeño. Pero sale mañana. Usted quería marcharse, eso es lo que dijo.

—Naturalmente, naturalmente. Pero, enfin, Palermo. —Lefèvre sorbió el aire a través de sus labios semicerrados—. Debería usted haberme despertado.

Yashim dio unos golpecitos con la cafetera contra el borde de la mesa para asentar los posos.

—Estoy confuso —confesó—. Anoche pensé que tenía usted miedo de alguien. O de algo. —Alargó la mano en busca de las tazas, y encontró la pregunta que hacía rato que revoloteaba en su cabeza—. ¿Se trata de la Hetira?

Lefèvre no dijo nada. Yashim sirvió el café lentamente en dos tazas.

—Pero si lo prefiere, cambiaremos nuestros planes. Es usted mi invitado.

Se produjo un silencio mientras le tendía su taza a Lefèvre. De repente, las manos del francés estaban temblando, tanto que apenas pudo sostener la taza sin derramar la pequeña cantidad de untuoso líquido que contenía. Se la llevó a los labios y fue bebiendo de ella a pequeños sorbos.

—¿La Hetira? —Su risa tenía un todo agudo—. ¿Por qué la Hetira?

Yashim sorbió su café. Era un buen café, del Brasil; el doble más caro que el arábiga que le servían en los establecimientos públicos. Lo compraba en pequeñas cantidades para las raras ocasiones en que hacía café en casa. A veces simplemente tomaba el tarro y olisqueaba el aroma.

—¿Porque tengo buen ojo para las antigüedades griegas? —Los ojos de Lefèvre se estrecharon—. Garantizo su supervivencia. A veces he rescatado un objeto de su inminente desintegración. Se sorprendería usted. Piezas únicas, que nadie reconoce… ¿Qué les pasa? Pueden estar rotas o rasgadas o perdidas, haberse mojado, haber sido mordisqueadas por las ratas, destruidas por el fuego. Y yo no puedo cuidar de todas estas cosas bellas por mí mismo, ¿verdad? Claro que no. Pero les encuentro, cómo diría, guardianes. Personas que las cuidan. ¿Y cómo sé que lo van a hacer?

—¿Cómo?

Lefèvre sonrió. No era una sonrisa amplia.

—Porque pagan —explicó, mientras se frotaba las yemas de los dedos—. Convierto un montón de cosas descuidadas y sin valor en dinero… Y la gente, descubro, es cuidadosa con el dinero. ¿No está usted de acuerdo?

—Lo he observado, en efecto —dijo Yashim.

—Algunas personas captan la idea equivocada. Me consideran un ladrón de tumbas. Quelle bêtise. Saco a la luz tesoros perdidos. Los devuelvo a la vida. Quizás, si no es demasiado decir, puedo a veces restaurar su poder de inspirar a los hombres y hacerlos reflexionar sobre su visión del mundo.

¿Era cierto eso, se preguntó Yashim? ¿O podía ser que Lefèvre —y hombres como él— simplemente erosionaran los cimientos de la cultura de un pueblo, esparciendo lo mejor de ella a los cuatro vientos?

—Ahora me comprende usted un poco mejor, monsieur. —De nuevo aquella sonrisa—. Pero, con todo, haré lo que usted sugiere. Esta noche, en cuanto se haya hecho oscuro, subiré a bordo del Ca d’Oro.

21

Armado con un bastón de Malaca negro y un par de botas de Picadilly, el doctor Millingen cerró cuidadosamente la puerta y descendió por los pocos y bajos escalones a la calle. Durante sus estudios de medicina en Edimburgo se había aficionado a hacer excursiones con otros jóvenes de largos cabellos por páramos y montañas. Habían declamado poesía juntos, admirado el sobrecogedor paisaje, y meditado sobre Adam Smith, Goethe, la tiranía de los príncipes y los efectos a largo plazo de la Revolución francesa. Hoy en día, pese a las protestas de sus amigos y clientes turcos, paseaba, media hora como máximo cada día, creyendo que aquel suave ejercicio mejoraba su circulación y estimulaba su hígado.

Los turcos, por norma, evitaban el ejercicio. Uno de sus clientes le había comentado en una ocasión que él tenía ya a otros para que hicieran ejercicio en su lugar.

Un hogar lleno de sirvientes que le trajeran la pipa, el café o la comida de la noche. Incluso había insinuado, todo lo delicadamente de que fue capaz, que el doctor Millingen estaba cometiendo una injusticia, entrometiéndose en la esfera de otros, al intentar cualquier esfuerzo físico por su cuenta. En cuanto a dar un fatigoso paseo, eso era algo que le ponía en riesgo de ser empujado en la calle, o sufrir una apoplejía; y como de un caballero otomano difícilmente podía esperarse que apareciera en las calles sin su séquito, el enojo sería compartido por su hogar. Excepto tomando una segunda esposa —le gustó a este caballero insistir— no había una forma más fácil de sembrar el caos y el enojo en la casa de un hombre que siguiendo la curiosa prescripción del doctor.

El propio doctor tampoco se lanzaba a esos paseos con excesivo entusiasmo. Aunque con frecuencia eran empinadas e incluso estaban provistas de escaleras, las calles de Pera no eran las colinas de Lammermuir; los deprimentes callejones del puerto difícilmente podían ser comparados con los oscuros senderos de sus amados pinares; y donde el rey de las codornices volaba a ras de tierra por los campos al crepúsculo, o el macho del corzo ladraba imperiosamente a través de las cañadas silvestres, la fauna de Pera, como la del propio Estambul al otro lado del Cuerno, era perezosa, siempre la encontrabas bajo los pies, y tenía pulgas.

El doctor Millingen enfiló la calle, probó su bastón y empezó a caminar.

Nadie podía decir cómo, o incluso por qué, los perros habían venido a Estambul. Algunas personas suponían que habían estado siempre, incluso en la época de los griegos; otras, que habían invadido la ciudad en la época de la Conquista, bajando desde los Balcanes para rondar a través de las devastadas calles y las ruinas de los campos, donde se constituyeron en jaurías y se adueñaron de unos territorios que seguían dominando hasta la actualidad. Pero nadie lo sabía a ciencia cierta. Y a nadie, y de eso el doctor Millingen se había dado cuenta hacía tiempo, le importaba mucho.

De ninguna raza determinada, pero todos parecidos, esos perros amarillos de áspera piel y cortas patas, grandes mandíbulas y apelmazadas colas curvadas, se pasaban la mayor parte del día tumbados en los callejones, portales y callejuelas del barrio antiguo, con un ojo cerrado y el otro estudiando perezosamente las actividades de la gente a su alrededor. Hacía falta ser un visitante para verlos adecuadamente, y un relativamente reciente residente como el doctor Millingen, versado en los hábitos de la observación científica, para verlos con un ojo forense. Para todos los demás, constituían una parte del tejido de la ciudad, es decir, estaban tan perfectamente integrados en el propio mapa mental de su barrio que, de haber simplemente desaparecido los perros una noche de las calles, la gente hubiera tenido sólo la incómoda impresión de que algo había cambiado; y nueve de cada diez estambuliotas habrían hallado difícil decir qué. Los perros no producían impresión. Casi nunca mordían a un niño, no correteaban por el mercado destruyéndolo todo, ni robaban las salchichas del carnicero. Pasabas por encima de un perro que dormía en un portal; rodeabas un revoltijo de perros diseminados bajo un rayo de sol en medio de la calle; dabas vueltas en la cama cuando los aullidos y ladridos de los perros por la noche aumentaban hasta hacerse intolerables; y nunca reparabas en su existencia.

De vez en cuando, quizás una vez cada cien años, las autoridades caían en la cuenta de la omnipresente molestia de los perros e intentaban acorralarlos; se los llevaban al campo, eran confinados en islas, conducidos —sorprendentemente dóciles— a los bosques de Belgrado, o expulsados por la puerta de Edirne. Pero, o regresaban todos, o simplemente volvían a crecer, como la cola de los lagartos o el musgo, los mismos perros amarillos, sarnosos, esqueléticos, llenos de picaduras de pulgas y cicatrices de las peleas, y con sus propios y definidos territorios. Y a nadie le importaba, tampoco. Como los charcos después de la lluvia, o la sombra, o el ardiente sol a mediodía, estaban simplemente ahí; y buscaban comida en las calles de la ciudad; y las mantenían limpias.

Un sucio mendrugo, un pájaro muerto, restos de verduras, huesos, cortezas, desechos, cáscaras, fruta podrida: no pasaban nada por alto y no rechazaban nada. Podían comer cualquier cosa… incluso zapatos. Pero raramente probaban carne fresca.

El doctor Millingen sugirió en cierta ocasión, durante una consulta con el propio sultán, que, con quinientas okas de la carne de caballo más barata y cinco onzas de arsénico, el sultán podía liberar a sus súbditos metropolitanos de esa interminable molestia, esa raza de perros sarnosos… perros que, tal como él lo entendía, los musulmanes consideraban animales sucios; y el sultán, inclinando la cabeza bruscamente en señal de sorpresa, replicó que suponía que los perros, también, formaban parte de la creación de Dios.

—¿Acaso no pensaría usted que sería muy bárbaro por mi parte si diera la orden de que todos los médicos ingleses de Estambul fueran acorralados y alimentados con carne envenenada? Pues es lo mismo con los perros.

Al doctor Millingen se le ocurrieron varios argumentos como réplica, pero no quiso discutir al percibir el tono del sultán.

Avanzando a paso vivo por la calle, balanceaba su bastón de un lado al otro y miraba con sospecha a los perros amarillos; éstos simplemente bostezaban, o se rascaban las pulgas, y fingían no reparar en el doctor Millingen.

22

Venecia y Estambul: el cliente y el proveedor. Durante siglos, las dos ciudades estuvieron unidas en el comercio y la guerra, maniobrando para obtener una posición ventajosa en el Mediterráneo oriental. Estambul tenía muchas caras, pero una de ellas, como en el caso de Venecia, estaba vuelta hacia el mar. Como Venecia también, las vías públicas más importantes eran vías acuáticas; la gente estaba siempre pasando de la ciudad a Uskudar, de Uskudar a Pera, y de Pera nuevamente a la ciudad, a través del Cuerno de Oro. Las famosas góndolas de Venecia no eran más importantes para la vida en la laguna que los esquifes para la gente de Estambul, y aunque la góndola veneciana tenía sus defensores, la mayor parte de la gente hubiera convenido en que el esquife era superior en cuanto a elegancia y velocidad. Incluso después del crepúsculo los esquifes pululaban por los embarcaderos como escarabajos de agua.

—Olvidémonos del bote del barco —dijo Lefèvre con calma—. Es mejor que yo salga desde aquí, sin ser observado. Gálata es toda ojos.

Salieron del apartamento de Yashim después de anochecido, moviéndose silenciosamente a pie a través de las desiertas calles. Lefèvre cargaba con la maleta que aparentemente contenía todas sus posesiones. Las estrechas calles de Fener estaban silenciosas y oscuras, pero Yashim conducía a su compañero a través de ellas simplemente por instinto, haciendo una pausa de vez en cuando para mirar al otro lado de una esquina, o para posar su mano suavemente sobre el hombro del francés. En una ocasión un perrazo gruñó en la oscuridad, pero hasta que llegaron al embarcadero no se encontraron con ningún signo de vida, la ciudad podría haber estado deshabitada.

En el embarcadero, Pera centelleaba más allá de las negras aguas del Cuerno de Oro. Los faroles se balanceaban suavemente en las rodas de los esquifes amarrados al muelle, donde un puñado de barqueros griegos estaba sentado entre maromas, nasas y redes, murmurando y fumando unas pipas que brillaban en la oscuridad. Más abajo, por el Cuerno, algunos barcos flotaban anclados, con faroles en sus proas. El agua rompía oscuramente contra los pilotes donde estaban amarrados los botes.

Un barquero se levantó con felina agilidad y se adelantó.

—¿El Ca d’Oro? Conozco el barco. Está anclado más allá de la punta. ¿Van los dos?

Yashim explicó que se trataba de un solo pasajero y fijó el precio. Se estrecharon las manos con Lefèvre y observó cómo se instalaba en el fondo del bote, la maleta sobre sus rodillas. Entonces el barquero vació su pipa con unos golpecitos, subió a la popa de la pequeña embarcación y con un rápido y hábil movimiento de muñeca empujó el débil esquife hacia la oscuridad.

Yashim levantó una mano en señal de despedida, seguro de que el francés le distinguiría recortado contra las bajas luces del embarcadero. Pensó en su amigo Palieski. Le encantaría esa historia. Y más aún saber que ninguno de ellos tendría que volver ver a Lefèvre jamás.

Sonrió para sí. La luz del esquife se había fundido en la oscuridad, de manera que bajó la mano, se dio la vuelta e inició el regreso a casa.

23

Bloqueadas en un ángulo sólo lo bastante ancho para permitir el paso de un visitante a pie, las puertas de entrada de carruajes de la residencia del embajador polaco estaban oxidadas por sus goznes y los escudos de armas se iban desconchando. Parecía una imagen cargada de significado, incluso una imagen de la misma Polonia. Estas puertas no se habían abierto para recibir un carruaje desde el siglo XVIII, cuando Polonia sucumbió a las ambiciones territoriales de sus codiciosos y más poderosos vecinos. Una guardia jenízara había sido antaño apostada ante sus puertas, pero los jenízaros habían sido brutalmente aniquilados en 1826, y posteriormente nadie pensó en reemplazar a los centinelas. Los visitantes, de hecho, eran contadísimos.

Entrando por la puerta, Yashim se sorprendió de encontrarse silenciosamente detenido por un centinela, que se alzaba con los brazos cruzados, bloqueándole el camino. Era pequeño para aquella tarea, y tenía la cara sucia; sostenía un bastón cruzado contra su pecho y una expresión en sus ojos que no admitía ninguna oposición.

Yashim se inclinó cortésmente.

—Me llamo Yashim. ¿Está Su Excelencia el embajador en casa?

El pequeño centinela se llevó el arma al hombro, giró bruscamente sobre sus desnudos talones y caminó con rigidez hacia la puerta principal, donde ocupó una posición al pie de las escaleras. Yashim pasó por su lado haciendo un gesto de asentimiento con la cabeza. En lo alto de las escaleras, empujó la puerta, que se abrió con un crujido.

—No se moleste en llamar, maldita sea —dijo una voz desde el oscuro vestíbulo—. Simplemente empuje.

Yashim obedeció. Stanislaw Palieski, embajador polaco ante la Sublime Puerta, estaba apoyado en la barandilla del piso de arriba, agitando un brazo en irónico saludo.

—¡Oh… eres tú, Yashim! Está bien. Entra. Desde que perdí la llave no dejo de encontrar montones de extranjeros vagando por la casa.

—Yo creía que estabas bastante bien guardado.

—¿Guardado? Supongo que te refieres a los Xani. Sí… sí. El muchachito constituye una promesa. Y eso es más de lo que puedo decir por lo que se refiere a su padre. Sube.

Yashim siguió a su viejo amigo a la sala de estar, donde pidieron té. Yashim puso sus pies sobre uno de los andrajosos sillones de piel del embajador, mientras Palieski se dedicaba a recorrer la habitación arriba y abajo, entre las desordenadas estanterías y el retrato del rey Jan Sobieski. Marta llegó con una bandeja, y Palieski asintió con gesto distraído. Yashim sirvió el té.

Cuando Marta se hubo ido, Palieski se dio la vuelta y dijo:

—¿Qué piensas de Marta, Yashim?

Yashim levantó una ceja.

—¿Marta?

—Mi ama de llaves.

—Sé quién es Marta, Palieski. Hace años que la conozco.

—Sí. Sí, naturalmente. Bueno, estoy un poco preocupado por ella.

—¿Crees que está enferma?

—¿Enferma? No, no lo creo. Es sólo que hay algo… Ha empezado a… Oh, no lo sé, Yashim, pero se ha vuelto un poco extraña. Está como ida la mitad del tiempo. Doblo una esquina y me la encuentro apoyada en una escoba, mirando al vacío. Y llorando.

—¿Llorando?

—Rompe a llorar. Le pregunto algo, y se pone toda roja y sale disparada como una flecha. El hecho es, Yash, que estoy empezando a pensar que no es feliz.

—Entiendo.

—¿Crees que es porque hizo venir a los Xani?

—¿La familia del cobertizo? Sí, como compañía. Podrías tener razón.

Palieski parecía dubitativo.

—No puedo decir que sirvan mucho de compañía. La señora Xani parece pasarse el día dentro, limpiando el cobertizo, y los niños jugueteando en el patio. Hay uno que no habla, por alguna razón. No creo que sea mudo, sólo que no quiere hablar. Es más bien extraño. Pero Marta parece estar muy encariñada con los niños, así que no me quejo. Fue idea suya traerlos. Ponerles un techo sobre la cabeza. A la pequeña le gusta ayudar a cocinar.

—¿Y qué pasa con el padre?

—Llegó, todo gratitud y sonrisas. Luego fue y se afilió al gremio de guardianes del agua. Se convirtió en un su yolcu. Y al diablo todas esas pequeñas reparaciones que iba a hacer.

—¿Xani se unió a los guardianes? Pensaba que uno tenía que nacer dentro del gremio.

Palieski movió negativamente la cabeza.

—Como norma, eso es cierto. Pero si un guardián muere sin tener un sucesor, dejan que alguien compre su puesto. Mientras sea albanés, claro. Supongo que tenía un primo o alguien para proponerlo. Pero, bueno, basta de Xani —añadió agitando una mano.

Parecía haberse olvidado de Marta por el momento, de manera que Yashim, en su lugar, le contó la misteriosa llegada —y partida— de Lefèvre.

—¿Y las cuarenta piastras? —Palieski arqueó las cejas—. No creo que las vuelvas a ver. Realmente, Yashim, deberías haber hecho que ese sinvergüenza pagara.

Yashim suspiró.

—Lo intenté.

—Pero no muy firmemente.

—No. No con mucha firmeza. —¿Cómo podía explicar a su amigo que la visión de la patética maleta de Lefèvre lo había cambiado todo?—. Lo considero un impuesto. La ciudad está mejor sin un hombre como Lefèvre correteando por ella.

Palieski asintió.

—Me pregunto qué consiguió llevarse esta vez —dijo.

Yashim volvió la cabeza y miró por la ventana. El cielo estaba azul y hacía una pizca de calor. Las hojas de glicinia producían un sonido susurrante al chocar contra el marco de la ventana, y un pajarillo se balanceaba sobre una ramita, acicalándose el plumaje con nerviosas sacudidas.

—No tenía nada, por lo que pude ver —dijo con calma.

Palieski lanzó un bufido.

—Eso es lo que tú dices. Se me ocurre la idea de subir a comprobar si están las malditas cabezas. Probablemente hizo que el barquero lo dejara en alguna parte. Me pregunto a qué vino, de todas formas.

—Mmm —murmuró Yashim—. Libros, supongo. Viejos manuscritos.

—¿Libros viejos? Eso difícilmente explicaría su canguelo. Creo que debe de haber andado a la caza de algo mayor que eso, y ellos mandaron los matones contra él. ¿Qué pasa?

Yashim había mirado a su alrededor de repente, frunciendo el entrecejo.

—Ocurrió una cosa extraña mientras yo venía esta mañana. El capitán del Ca d’Oro, lo vi delante del mercado de pescado. Pensé que era él. Fue sólo un vislumbre, y lo perdí entre la multitud.

—¿Se ha retrasado la salida?

—No; lo comprobé. El Ca d’Oro ha partido.

Palieski juntó las yemas de sus dedos.

—Bueno, ya sabes cómo es Pera estos días. Hay más italianos que en el funeral de un organillero. Más de todas partes. La mitad de ellos, extranjeros, y la otra mitad, griegos fingiendo serlo.

Yashim sonrió. Veinticinco años antes, cuando Palieski llegó por primera vez para ocupar su puesto, los extranjeros eran escasos incluso en Pera. Hoy en día, las calles estaban llenas de ellos. Marineros, sastres, tenderos, sombrereros, agentes de transporte, viejos soldados e incluso curas protestantes. Ser un extranjero no significaba ya mucho. Muchos de ellos eran la hez de los puertos mediterráneos, hombres cuyo pasado no soportaría ningún examen. Llegaban aquí para poner en práctica sus trucos y engaños sin el más pequeño temor de ser pillados. El Mediterráneo era como una bolsa y Pera la costura del fondo, donde se acumulaban el polvo y la pelusa.

Siglos atrás, los otomanos habían permitido que los embajadores extranjeros juzgaran y sentenciaran a sus nacionales —un marinero errante, un criado ladrón— con la inteligente creencia de que los extranjeros se comprendían mejor mutuamente de lo que ellos lo podían hacer. Tampoco querían a infieles de otros países atascando los engranajes de la justicia otomana. Pero ahora que había tantos extranjeros en la ciudad, la situación se había escapado de las manos. Muchas de las personas que pretendían derechos extraterritoriales apenas si eran extranjeros… Ingleses de origen griego, por ejemplo, cuyos papeles estaban en orden, pero que nunca habían estado más cerca de Inglaterra que los muelles de Estambul; naturales de Corfú que reclamaban la protección del embajador francés, sin hablar una palabra de ese idioma; griegos de las islas que ondeaban los colores de los Países Bajos en unos barcos que nunca habían viajado más allá del Adriático. La mitad de la flota nativa en aguas otomanas estaba formalmente fuera de la jurisdicción otomana. Y casi carecía de sentido esperar que el embajador británico se sentara a juzgar a algún asesino maltés que agitaba los papeles de su nueva nacionalidad ante la policía otomana; los británicos ni siquiera tenían un calabozo en el recinto de su embajada.

—Estoy seguro de que podemos encontrar una docena de italianos que se parecen a tu capitán vagando por las calles en este mismo momento —estaba diciendo Palieski—. Será eso, o que los armadores tuvieron que reemplazarlo en el último momento.

—Eso no es muy probable. El barco está registrado en Palermo, así que los dueños…

Yashim hizo una pausa. Había estado a punto de decir que los propietarios estarían muy lejos, en Cerdeña, o Nápoles, o Sicilia.

—Probablemente alguna firma local griega —observó Palieski plácidamente—. Colores napolitanos, derechos extraterritoriales, toda la pesca. Cambian los capitanes por una u otra razón.

La pizca de ansiedad que había estado vagando por la mente de Yashim desde que viera al italiano en el mercado de pescado se tensó un poco más. Yashim apretó los labios.

—Anímate, Yash, no es tu funeral —dijo Palieski—. De todas maneras, los griegos han nacido para el mar. Te devolverán a tu indeseable amigo de una pieza.

—Los griegos… sí —dijo Yashim lentamente.

Lefèvre había deseado cualquier barco extranjero, fuera el que fuera… mientras no se tratara de un barco griego. Pero eso había sido por la noche, cuando parecía más muerto que vivo. Al día siguiente se había mostrado más bien irritable sobre todo el asunto. Debía sencillamente de haber estado demasiado cansado, sobreexcitado.

El pilaf in bianco, musitó Yashim, había sido la causa. El pilaf y una noche de buen sueño.

—Tomemos un trago de aguardiente de cereza —dijo Palieski, levantándose de su sillón—. Sinceramente, Yash, deberíamos estar celebrando la marcha de este individuo, no preocupándonos por él. ¿Qué me dices?

—Tienes razón —replicó Yashim—. Pero tomaré sólo uno.

Cosa que hizo; obligando a Palieski, tal como éste señaló a guisa de reproche, a beber por los dos.

24

Yashim anduvo lentamente a través del Hipódromo, hacia el obelisco que el emperador Constantino había traído de Egipto hacía mil quinientos años. Un regalo para su amante, la ciudad de Bizancio, hubiera dicho Lefèvre. Se preguntó qué significarían aquellas aves jeroglíficas, aquellos ojos incapaces de parpadear, las manos y pies grabados con fantástica precisión en la brillante piedra.

Se detuvo por un momento en el haz de la sombra del obelisco y tocó su base. La columna de Trajano se alzaba a unos cuarenta y cinco metros más allá, un esbelto tronco de tosca piedra, desgastada y sujetada con grandes grapas de bronce, esculpida con los triunfos balcánicos de un emperador romano, legionarios con casco amontonados con sus cortas espadas desenvainadas; el fragor de los caballos, la degradación de jefes y reyes, el tendido de puentes a través de los ríos, y el lamento de las mujeres. Las escenas eran difíciles de descifrar; la piedra se había erosionado.

Bajo ella, comerciantes árabes habían montado una ancha tienda verde sobre estacas. Pasó por su lado una recua de mulas, y cuando Yashim bajaba la mirada para verlas pasar, su atención quedó retenida por el entrelazado pie de la Columna de la Serpiente, hueco y roto como un junco: un torzal de verdín no más alto que una palma marchita, constituyendo un eje triunfal entre el obelisco y la columna.

Había sido construida más de dos mil años antes, un milagro de la artesanía para celebrar el milagro de la victoria griega sobre los persas en Platea, con tres espantosas cabezas de serpiente sosteniendo un gran caldero de bronce. Se había alzado durante siglos en el Oráculo de Delfos, hasta que Constantino se apoderó de ella y la trajo aquí para embellecer su nueva capital. Desde entonces, el tiempo no había sido amable con ella. El caldero hacía tiempo que había desaparecido; las cabezas, más recientemente, también.

Yashim había sabido de la existencia de la Columna de la Serpiente años antes de que viera por primera vez las cabezas de bronce en el armario de Palieski. Había imaginado que parecerían serpientes reales, con amplias fauces y pequeños ojos reptilianos, de manera que quedó aterrado por aquellos monstruos cuyas crueles máscaras había observado a la luz de una vela aquella noche. Eran criaturas de mito y pesadilla, provistas de colmillos, con unos ojos sin expresión, tratando de aterrorizar y devorar su presa. La malevolencia rezumaba en ellas como sangre.

Yashim se inclinó sobre la barandilla para atisbar en el pozo del que se alzaba la Columna de la Serpiente. Las otras columnas se alzaban a nivel del suelo. ¿Se debía eso a que las serpientes emergían de algún lugar más profundo, alguna oscura y sumergida región de la mente? Se estremeció, con un instintivo horror hacia todo lo oculto y pagano. Desde arriba las serpientes enrolladas parecían un taladro, un tornillo que se introducía cada vez más profundamente en el tejido de la ciudad, penetrando sus capas una a una.

Si le dabas la vuelta de manera que los anillos se hundieran más profundamente en el terreno, si seguías el trazo de las sinuosas curvas de los cuerpos de las serpientes desde la cola hacia arriba, lo que hacías era acercarte a los monstruos de los colmillos. Y así al final te encontrarías mirando fijamente dentro de aquellos despiadados y vacíos ojos y cavernosa boca, penetrando en el oscuro lugar de los mitos y sueños, aterrorizado y luego devorado.

Yashim volvió su mirada hacia atrás, al obelisco egipcio. Éste parecía frío y reservado, desinteresado de su destino. Y la columna romana no era más que un tópico: los imperios se descomponen.

Pero entre ellos, los anillos de un verde negruzco de las serpientes de bronce aludían a un oscuro enigma, como una mancha en el alma humana.

25

Alexander Mavrogordato miró automáticamente calle abajo y luego golpeó en la puerta con el pomo de su bastón. Al cabo de un rato oyó arrastrarse unos pies en el interior. Volvió a llamar.

La puerta se abrió.

—¿Está Yashim? —dijo.

La vieja asintió.

—Acaba de llegar, creo, effendi. Por favor, tenga cuidado con la cabeza.

Alexander Mavrogordato se agachó, aunque no lo suficiente, y entró en el pequeño vestíbulo frotándose la cabeza.

—¿Dónde lo encontraré?

La vieja señaló las escaleras. Mavrogordato subió por ellas pesadamente. En un rellano se detuvo y luego empujó la puerta.

Yashim levantó la mirada, sorprendido.

—¿Le importa si entro? —El tono del joven era ofendido, como si esperara un rechazo.

—En absoluto —respondió Yashim con amabilidad—. Casi está dentro ya.

—Mi madre me dijo dónde podía encontrarlo —dijo Mavrogordato, penetrando en la habitación.

Miró a su alrededor y se dirigió sin pausa hacia la cocina, poniendo sus manos sobre la mesa, toqueteando los botes. Luego giró en redondo y se dirigió a los libros, deslizando distraídamente las manos por sus lomos.

—Madre dice que su trabajo ya está hecho. —Metió la mano en el bolsillo y sacó una bolsa—. Tome.

La arrojó hacia Yashim, que estaba sentado en el diván, observando la representación con interés. Yashim levantó el brazo y cerró sus dedos sobre la bolsa. Una bolsa fanariota: pesada y musical.

—Su madre es muy amable —dijo—. ¿Por qué, exactamente, me está pagando?

El joven se volvió.

—No importa. Ella cree que reaccionó exageradamente.

Yashim devolvió la bolsa por el aire. Mavrogordato fue pillado por sorpresa, pero logró cogerla. Luego toqueteó el cierre y el dinero cayó al suelo.

—En cuyo caso, no hay honorarios.

Mavrogordato movió la bolsa con el pie.

—No creo que lo entienda usted, ¿verdad? Mi madre no quiere saber sobre… sobre nada.

—Entiendo. Nosotros nunca hemos hablado. Ella jamás me riñó por llegar tarde, ni me preguntó por qué no llevaba fez, o me dijo que no fumara.

—Así es —replicó el joven cautelosamente.

—Es bastante extraño, ¿sabe lo único que realmente nunca hizo? Nunca discutió de honorarios conmigo. Ahora coja usted su dinero, monsieur Mavrogordato, antes de que empiece a recordar que estuvo aquí alguna vez.

Yashim no se movió del diván. El joven pegó un violento puntapié a la bolsa, con tanta fuerza que fue a chocar contra la pared.

Luego abrió la puerta, cerrándola de golpe a sus espaldas.

El problema con los niños a los que se dice exactamente lo que deben hacer y lo que no, reflexionó Yashim, es que crecen incapaces de pensar por sí mismos.

26

El vigilante nocturno que patrullaba por las calles de Pera estaba acostumbrado al ladrido de los perros. Cuando se aproximaba, a la débil luz de su balanceante lámpara, los sarnosos animales se alzaban penosamente de las sombras, de los portales y bordillos, y su protesta ritual proseguía mucho después de que él hubiera pasado. Era una cuestión de forma, sin importancia: una irreflexiva ceremonia que hacía mucho tiempo que había dejado de tener significado tanto para los perros como para el vigilante.

De manera que eso fue lo que le sorprendió cuando giró para entrar en la calle y pasar por delante de la embajada francesa: el silencio. Por unos momentos se quedó inmóvil, rascándose la cabeza, mientras la linterna se balanceaba al extremo de un bastón lanzando un tenue y oscilante rayo amarillo a un lado y a otro de la calle sin empedrar.

Luego, a través del silencio, oyó un suave sonido de succión y desgarro. Levantó su linterna y atisbo en la oscuridad.

27

Estambul no era una ciudad madrugadora; solamente los devotos, estimulados por sus almuecines, eran conscientes del alba cuando ésta empezaba a deslizarse desde las montañas detrás de Uskudar. El doctor Millingen, que aquel día iba a ser convocado por la embajada francesa, estaba dormido, respirando pesadamente y soñando con Atenas. Cerca de allí, en la residencia polaca, Stanislaw Palieski roncaba entre sus almohadas, ataviado con un grueso y viejo batín. En el Bosforo, el sultán dormía, su mejilla aplastada contra el pecho de una odalisca circasiana: la mujer estaba resistiendo imperturbablemente la tentación de quedarse dormida, porque, si tenía un solo fallo, ése era roncar con la boca abierta. En el Cuerno de Oro, madame Mavrogordato estaba también despierta, haciendo un esfuerzo por interpretar los movimientos nerviosos de su marido. Yashim dormía silenciosamente, medio vestido, tapado con una vieja capa. Malakian estaba dormido; Giorgos, el tendero, estaba vagando por algún lugar entre los dos estados.

Auguste Boyer, chargé d’affaires en la embajada francesa, estaba despierto, vestido y asomado por la ventana de la planta baja al patio, secándose un resto de vómito de la barbilla con un pañuelo adornado con encajes. El vómito era pequeño y olía a bilis y a café. Sintió náuseas nuevamente: se le revolvió el estómago y un hilillo de baba le cayó de los labios a los secos adoquines que había bajo la ventana.

—Vuelve a poner en su sitio la sábana —dijo débilmente. Se oyó el sonido de la sábana al subir, y Boyer se dio la vuelta con el pañuelo sobre la boca—. Envía a buscar al doctor Millingen. Y tú puedes llevar la maleta a mi despacho.

Manteniendo con firmeza sus ojos fijos en la puerta y el pañuelo en su lugar, salió tambaleándose de la habitación. El ordenanza, un hombre de mediana edad, dirigió su mirada una vez más a la sábana manchada de sangre, observando cómo las manchas se volvían otra vez brillantes por el contacto con las heridas del muerto, luego se inclinó rígidamente y cogió la maleta de piel. Aquel Boyer era sólo un crío, estaba pensando. Deberías haber estado allí con el emperador, en Waterloo. La Gloire! No, la gloria no. Más bien una estrecha relación con la muerte.

Cerró la puerta, hizo la señal de la cruz con un movimiento reflejo y fue a buscar al criado.

28

Un par de guantes de algodón blancos cayeron bruscamente sobre su mesa, haciendo tintinear la taza de café. Yashim alargó una mano y levantó la mirada para descubrir a Palieski de pie ante él.

—¡Mi querido amigo! Toma asiento. —Yashim hizo una señal al propietario del establecimiento—. Un café. No, que sean dos. —Frunció el ceño—. ¿Estás enfermo?

—Me he sentido mejor otras veces —dijo el embajador con una voz tan grave que era casi un murmullo—. ¿Los dos cafés son para mí? Bien.

Sería una exageración decir que el color regresó a las mejillas de Palieski mientras se bebía el café, porque aquéllas siguieron pareciendo exangües; pero cuando a continuación habló, su voz era más firme.

—Extrañas noticias, Yashim. Acabo de llegar de la embajada francesa. El vigilante nocturno encontró un cuerpo anoche, casi ante la puerta. Es uno de los suyos…

—Cuán extraordinario.

Palieski giró la cabeza e hizo una señal al dueño del café.

—Me temo que no te va a gustar. Se trata de Lefèvre.

Yashim lo miró sin expresión.

—No puede ser.

Palieski se encogió de hombros.

—Me temo que es así. La embajada necesita de tu ayuda para tratar con la Puerta —dijo—. Lefèvre era ciudadano francés, de modo que técnicamente es responsabilidad suya. Pero las autoridades tienen que ser informadas, y el embajador está preocupado porque ninguno de los dragomanes de la embajada sabe de qué va el asunto. Y tampoco desea tener a demasiadas personas involucradas. El cuerpo está hecho una asquerosidad, aparentemente.

—Pero yo vi marchar a Lefèvre —insistió Yashim.

Palieski le ignoró.

—El doctor Millingen llevará a cabo una investigación, supongo. A quién vio, dónde estuvo, ese tipo de cosas. Querrán que estés allí para eso. Quizás seas tú la última persona que lo vio vivo.

—Tomó un bote directamente para el barco —dijo Yashim.

Palieski se encogió de hombros.

—Nada estaba muy claro en Lefèvre. El embajador francés cree que yo me las sé arreglar muy bien. Me llamó a una hora infernal esta mañana para pedirme consejo. Yo le sugerí tu nombre.

Yashim dijo lentamente:

—Le debo algo a Lefèvre. Era débil, pero…

Palieski asintió.

—Él confiaba en ti. Lo siento, Yash.

29

La impresión de Auguste Boyer de que los turcos eran una raza insensible se vio confirmada por la fría inspección de Yashim de lo que quedaba del cuerpo de Lefèvre. La cara había sido lavada y ahora ofrecía una vista más terrible aún que al principio, cubierta de sangre y jirones de carne. El turco, observó Boyer, la estudió con una paciencia que era casi obscena; en un momento dado, cogió la cabeza por las orejas y le dio la vuelta de manera que los horriblemente expuestos globos oculares se fijaron en el propio Boyer, sobre una sonriente fila de ensangrentados dientes. Cuando Boyer retrocedió, Yashim se dedicó a examinar las manos y los pies del cadáver, que parecían vivos comparados con el destrozado cuerpo al que estaban unidos. Fue el ordenanza, con un gesto, quien sugirió que a Yashim podía gustarle ver el cadáver entero. Incluso entonces, examinando la espantosa carnicería, el turco se limitó a apretar los labios.

—El buen doctor… —sugirió Yashim enderezándose.

—El doctor Millingen no tardará —dijo Boyer rápidamente.

«Y —pensó— mejor que sea así». Quería dejar aquel horror urgentemente en las manos de un profesional competente.

—Es extraño, la manera en que los perros buscan el rostro —musitó Yashim—. Demasiado al descubierto, imagino. La nariz desaparecida, la barbilla arrancada. Pero no han tocado para nada las orejas.

Boyer sintió que volvían sus náuseas. Yashim le siguió fuera de la habitación, quedándose de pie a su lado cuando comprendió que Boyer estaba conteniendo sus arcadas con un pañuelo.

—No puedo comprender del todo por qué trajeron el cuerpo a la embajada —dijo Yashim, tras una conveniente pausa.

Boyer señaló con gesto lamentable una maleta de piel.

—Los vigilantes encontraron eso con… con el cuerpo. Como dije, sus restos estaban debajo de algunas planchas y vigas, en una obra, aquí cerca, al doblar la esquina. Los perros… —Sus palabras volvieron a apagarse—. Las cosas de la maleta estaban esparcidas por todas partes. Supongo que el asesino estaba buscando dinero. De todas formas, el vigilante reconoció la escritura extranjera. No podía saber que estaba en francés, desde luego. Supongo que piensa que todos somos lo mismo, y éramos los que estábamos más cerca.

—Sí —dijo Yashim—. Supongo. Fue una coincidencia, a pesar de todo. —Expresó en voz alta la idea que lo había estado asaltando desde el café—: ¿No lo estaban esperando aquí, verdad?

—¿A Lefèvre? No lo creo así, monsieur.

—¿Porque era de noche?

—Porque… —Boyer vaciló—. Bueno, no esperábamos verlo. Y menos por la noche, desde luego.

—Pero ¿monsieur Lefèvre no era completamente comme il faut?

Boyer hizo una profunda aspiración con la nariz.

—Era un ciudadano francés —dijo.

Yashim volvió a mirar la maleta. Recordó a Lefèvre abriéndola violentamente y esparciendo su contenido por el suelo tres noches antes. Una vez más, sintió la espontánea afinidad que tenía con el muerto, la carga de un deber especial. Nunca le gustó aquel individuo. Pero Maximilien Lefèvre había temido por su vida, y había confiado en Yashim para salvarla. Eso, en la mente de Yashim, se había convertido en una obligación de hospitalidad: una tarea en la que había fracasado por un grotesco margen.

La maleta aún contenía los libros que Lefèvre le había mostrado, junto con un ejemplar sin encuadernar de Papá Goriot de Balzac; tenía el lomo áspero y estaba empezando a desencuadernarse. Estaba también la camisa que había llevado dos noches antes, sucia por los puños y cuello, y que olía al sudor del muerto. Algo de ropa interior. Yashim devolvió los libros a la maleta, junto con la ropa sucia. Se secó la mano en su capa.

—¿Nada más? ¿Sólo la maleta?

—Eso fue todo lo que los vigilantes trajeron. Un criado bajó por las escaleras y murmuró algo al oído de Boyer.

—Podemos subir a ver al embajador ahora, monsieur.

30

El embajador francés levantó la mirada de su mesa.

—Tengo entendido que conocía usted a ese Lefèvre.

—Sólo superficialmente, excelencia. Monsieur Palieski lo trajo a cenar una noche a mi casa.

—No es un gran conocimiento —convino el embajador.

Yashim vaciló.

—Unos días más tarde, sin embargo, reapareció en mi puerta. Estaba asustado y confuso, pero me pidió que le buscara un barco para ir a Francia, lo antes posible. Al día siguiente, cuando lo hube hecho así, su ánimo parecía haber mejorado.

El embajador levantó un dedo.

—Pídale a Boyer que venga —dijo—. ¿Así que no eran ustedes amigos?

—No. Simplemente traté de ayudarlo —explicó Yashim—. Parecía ansioso. Casi un poco loco. El barco tenía que haber zarpado ayer por la mañana. El Ca d’Oro, de Palermo. De cómo llegó aquí, a Pera, no tengo ni idea.

—¿Y lo vio usted subir al barco?

—Lo vi partir en un bote que salía desde Fener anteanoche. Supuse que se había marchado de Estambul.

Boyer llegó con un secretario. Éste dejó un papel sobre la mesa, y el embajador cogió el papel con los dedos y lo alineó con el borde de la mesa.

Enfin… Como representante del reino de Francia, es deber mío procurar que se imparta justicia a los ciudadanos franceses que caen bajo mi jurisdicción en este Imperio. Se encuentra a un hombre donde se supone que no debería estar, asesinado de una manera curiosa y bárbara. Tenemos que hacer un informe de sus movimientos, por supuesto. El doctor Millingen ha efectuado un examen preliminar. Dice que Lefèvre debió de morir anteanoche. En effet, la noche en que usted le vio subir al esquife.

—¿Está seguro el médico? —quiso saber Yashim.

—Francamente, no lo sé. El doctor tiene sus métodos, imagino. Teniendo en cuenta la opinión del médico en la cuestión, y por lo que usted dice, monsieur Yashim, podría parecer que el desafortunado arqueólogo se pasó las últimas veinticuatro horas de su vida en su apartamento.

Yashim abrió la boca para hablar, pero el embajador prosiguió.

—Llego a la conclusión, monsieur, de que sólo tres personas podrían haber sabido dónde estaba aquella noche monsieur Lefèvre. Incluyendo, por supuesto, al propio Lefèvre —añadió con un deje de ironía en su cansina voz—. Y un capitán de barco (seleccionado al azar en el puerto) que no es probable que conociera a Lefèvre.

El embajador medio se dio la vuelta en su silla para intercambiar una mirada con Boyer, el cual tosió ligeramente. El embajador dobló la esquina de la hoja de papel arriba y abajo con su pulgar sobre la mesa, sin levantar la mirada.

—Como ha dicho usted, el Ca d’Oro zarpó ayer. Esto se ha confirmado. Dentro de un mes o dos, si regresa, quizás podamos saber algo por su capitán.

»Mientras tanto, monsieur Yashim, dice usted que no conocía bien al arqueólogo. Dice usted, em, que tenía miedo. Pero confiaba en usted, evidentemente. ¿Por qué?

El embajador levantó lentamente la mirada de la mesa. Yashim tuvo la sensación de que era sólo un observador, como si estuviera contemplando la entrevista desde algún otro lugar. Se oyó a sí mismo decir:

—No lo sé.

El embajador chasqueó la lengua.

—Encuentro la situación curiosa. Habrá que preparar un informe, naturalmente. En estas circunstancias, sin embargo, no creo que su asistencia en este asunto sea requerida. Preferiría proseguirlo con las autoridades, por… otros canales.

Yashim no podía recordar la última vez que se había ruborizado. Se levantó y se inclinó con toda la dignidad que pudo reunir, pero, una vez en el patio, sintió un ligero mareo y tuvo que apoyarse en la pared.

Tantas cosas habían pasado por su mente que simplemente había olvidado la regla principal de su profesión, si es que era una profesión. Tratar de pensar como su oponente. La insinuación del embajador no era, tuvo que reconocer, tan absurda. Una curiosa situación, realmente. En parecidas circunstancias, él quizás hubiera hecho la misma deducción. ¡Yashim, el enlace con el embajador francés! Bueno, podía olvidarse de esa posibilidad ahora.

Se encogió de hombros y salió a la calle. Unos pocos metros más adelante, anduvo por encima de un montón de arena esparcida entre los adoquines. Yashim guardaba silencio, mirando a su alrededor, medio esperando ver algo que los vigilantes hubieran pasado por alto en la oscuridad.

«Habrá que preparar un informe».

El informe del embajador lo cambiaba todo para él. Su deber de protección con el muerto había sido hasta entonces un asunto privado… Pero ahora estaba convirtiéndose en una urgencia más terrible, pública. Sabía lo que el informe contendría: detalles de un curioso acto de barbarie cometido contra un súbdito francés en las calles de Pera; una referencia al misterio de los últimos días de Lefèvre, y a un barco que ya había zarpado. Y, en el meollo de todo el misterio, por supuesto, algo no totalmente correcto sobre el propio Yashim. Algo dudoso sobre el papel que él había jugado: Yashim y el barco; Yashim y su curiosa relación con el muerto; Yashim, el último hombre en ver vivo a Lefèvre. Lo que pudiera haber entre él y el muerto se convertiría en fuente de susurros, rumores, insinuaciones.

La vasta residencia del sultán estaba dividida entre cien camarillas; en el palacio, la elección de tus amigos decidía quiénes serían tus enemigos. Yashim había sido el eunuco confidente. El discreto solucionador de problemas del sultán. Pero éste se estaba muriendo, y ya nadie en el palacio albergaba motivos para apreciar los esfuerzos de Yashim.

No tenían necesidad de decir que había matado a Lefèvre. Bastaba con la nube de inseguridad… el polvo levantado por el informe del embajador francés. Un meneo de la cabeza, un batir de manos, un fruncimiento de cejas. Esas cosas serían suficientes para condenarlo.

Amigos poderosos lo dejarían en la estacada. No era una cuestión de elección, sino de supervivencia. Personas que habían dependido de él —tal como había hecho el pobre Lefèvre— necesitarían un nuevo protector.

En el subconsciente de Yashim flotaba la idea de que Palieski le había llevado a una trampa. No alentaba la idea, pero permitía que le aliviara un poco de la tristeza que sentía.

Yashim se llevó la mano a la cabeza. Había sido demasiado lento: demasiado lento en salvar una vida, demasiado lento en rescatar su propia reputación; ahora los tropiezos de Palieski le habían costado su espacio para maniobrar.

¿Cuánto tiempo necesitaría el embajador para hacer su informe? Unos días a lo sumo.

Unos pocos días, entonces, era todo lo que tenía para encontrar a los asesinos y salvarse él mismo.

31

El embajador francés no daba especial importancia a los hechos. Un hombre había sido asesinado, un francés de poca importancia; era deber suyo hacer un informe a las autoridades de Estambul. Quizás el caballero otomano, el amigo de Palieski, sabía más de lo que decía; quizás incluso era responsable. Pera se estaba volviendo más peligroso cada día: ahí estaba la cosa. Uno debía tener más cuidado.

De manera que el embajador no se detuvo a reflexionar, como Yashim hacía, que su resumen no encajaba bien con la verdad. Lefèvre, el capitán y Yashim: los tres habían sabido, por anticipado, dónde había que buscar a Lefèvre aquella noche. Pero cualquiera capaz de examinar el manifiesto del barco lo habría sabido también; así como los barqueros de los esquifes, que lo vieron partir.

Yashim se instaló en el fondo de un bote. El barquero lo desatracó con un golpe de su largo remo.

—¿Adónde, effendi?

—A Fener Kapi —dijo Yashim.

El embarcadero de Fener. El barquero asintió. Era griego, y a los griegos les gustaba ir a Fener.

Durante cientos de años, Fener había sido la sede del patriarca ortodoxo, el alma del Estambul griego. En una ciudad donde se mezclaban diversas razas y fes, el Patriarca constituía un vínculo con los siglos anteriores a la conquista otomana, cuando Constantinopla se alzaba en el centro del mundo cristiano. Revestidos durante mil años con la insignia de la Iglesia, los emperadores bizantinos se habían comportado orgullosamente como los gobernantes ungidos por Dios sobre la tierra, más grandes que papas o patriarcas, rodeados de una incesante rutina de plegaria y ostentación… interrumpida solamente por la usurpación, la traición, la muerte violenta, los golpes palaciegos, los asesinatos y las maniobras políticas llevadas a cabo por los tiranos en todas partes.

Desgastados escalones conducían hasta una abollada puerta que había visto muchas cosas desde que el último emperador de Bizancio desapareciera con sus borceguíes color púrpura, mientras las tropas otomanas entraban en tropel a través de los muros de su desolada ciudad. Detrás de aquella puerta se encontraba la pieza central del complejo mosaico de la fe ortodoxa, que se extendía desde los desiertos de la Mesopotamia y los fondeaderos del Egeo hasta las montañas de los Balcanes y a lo largo de los acantilados de basalto del mar Negro. Todo eso era lo que quedaba del poder y la gloria de la segunda Roma, la ciudad de Constantino y Justiniano; todo eso había sobrevivido a la batalla de iconoclastas e iconodulos, la traición de los latinos y las proezas guerreras de los turcos.

Yashim contempló la gran puerta, luego avanzó a lo largo de la calle hasta otra puerta más pequeña que durante los últimos diecisiete años había servido de entrada principal para el Patriarca. La gran puerta había sido sellada como señal de respeto hacia el Patriarca Bartolomé, ahorcado en su dintel por orden del sultán durante los disturbios griegos de 1821.

En la entrada pidió ver al archimandrita.

Grigor se encontraba en su despacho privado. Era un hombre gordo de gran barba ataviado con un capote negro.

—¡Yashim, el ángel!

Grigor abrió los brazos de par en par a través de la mesa donde se amontonaban paquetes y papeles atados con cinta púrpura.

Lo del ángel era una pequeña broma de Grigor; y no era algo que a Yashim le agradara particularmente. Como Grigor había explicado en una ocasión, la iconografía bizantina representaba a los ángeles como eunucos. Los ángeles se encontraban en el umbral entre los hombres y Dios; los eunucos, entre los hombres… y las mujeres. Ambos eran intermediarios, dedicados a servir.

—Tienes buen aspecto, Grigor —dijo Yashim.

—Estoy gordo, y feo, y tú lo sabes, Yashim. Pero, afortunadamente, todos somos uno a los ojos de Dios.

Muchos años atrás, él y Yashim habían trabajado para el mismo dueño, la principesca familia fanariota de los Ypsilanti. Grigor, un par de años mayor, se había creído en la obligación de mofarse del provincianismo de Yashim, mandándolo a recados estúpidos y atormentándolo con salaces detalles de sus conquistas. Esas obscenas historias, por encima de todo, habían herido en lo vivo a Yashim.

Un día Grigor había ido demasiado lejos. Yashim se arremangó, y lucharon por toda la cocina y el patio. «Ya era hora de que alguien le diera una lección a ese pequeño mocoso», dijo el encargado de la cuadra, mientras conducía a Yashim arriba, a enfrentarse con Ypsilanti.

Pero después de aquello, se habían comprendido mutuamente. Se habían convertido, en cierto sentido, en amigos. Cuando el Patriarca fue ahorcado y estallaron disturbios en las calles, Yashim ayudó a Grigor a escapar de la ciudad.

—¿Tomarás café con nosotros? —Grigor hizo sonar una campanilla—. La escuela está prosperando —añadió.

—Me alegro.

Había habido alguna dificultad, dos años antes, para ampliar la escuela griega, y Yashim había ayudado a limar asperezas.

Charlaron durante unos minutos, bebiendo su café, bordeando temas delicados. Finalmente el sacerdote devolvió su taza vacía al platillo.

—Qué bien volver a verte. Volver a charlar.

Yashim hizo una inspiración.

—¿Has oído los rumores sobre el sultán?

Grigor apoyó la barbilla en la mano, como tapándose la boca.

—Está muy enfermo.

—Así lo tengo entendido. Sería un hombre viejo quien pudiera recordar la última vez que un sultán murió de esta manera. Selim fue asesinado en Topkapi.

—Y Mahmut era sólo un niño. Ha reinado durante mucho tiempo.

—Reinado, pero no gobernado. Estuvo bajo el control de los jenízaros, su propio ejército, durante casi veinte años.

Grigor frunció el entrecejo.

—¿Así que no debería rendir cuentas sobre lo que sucedió antes de que destruyera a los jenízaros? ¿El asesinato del Patriarca Bartolomé no debe recaer en él?

Yashim decidió ignorar esto.

—Hay un ambiente en la ciudad que yo nunca había conocido antes, Grigor. Fíjate en el dinero. El sultán se está muriendo poco a poco, y la gente tiene miedo del dinero. Su valor se hunde cada día más.

—Soy un cura, no un banquero.

Yashim volvió la cabeza y miró por la ventana.

—Lo cito como un ejemplo —dijo lentamente—. En otros tiempos, la muerte del sultán detenía los relojes. Sólo el hijo que podía librarse de los jenízaros comprándolos, apoderarse del tesoro y ganar el apoyo de los hombres santos, ocupaba su lugar.

—Un arreglo bárbaro —dijo Grigor.

—Cuando los jenízaros mataron a Selim, se hicieron con el poder antes de que nadie pudiera reaccionar.

Pero la enfermedad de Mahmut arroja una sombra sobre Estambul.

Grigor lanzó un suspiro.

—En aquellos años, cuando me ayudaste a escapar de aquí, estuve vagando por los monasterios de Bulgaria. Mi vida cambió. Y volví. ¿Sabes por qué?

—Para unirte a la iglesia —dijo Yashim.

—Para unirme a la iglesia —repitió Grigor, asintiendo con la cabeza—. Por supuesto. —Hizo una pausa—. Volví, Yashim, porque ésta es mi ciudad. Nosotros, los griegos, no la gobernamos, lo reconozco. Pero ella sí nos gobierna a nosotros. Para mí, esta ciudad no es un recuerdo de lo que fuimos. ¿Una ciudad del arte? ¡Bah! ¿El lugar donde triunfamos durante un milenio, sobre los bárbaros, sobre el Papa de Roma, sobre nuestros enemigos, hasta el último?

Apretó los labios, tenía una mirada pensativa.

—No buscamos batallas. Nuestra preocupación es el espíritu, y el misterio de la vida. Quien gobierne carece de importancia para nosotros. Obedecemos a un emperador. Obedecemos a un sultán. Éste es el orden dictado por Dios, en el mundo material, y el Redentor nos instruye para que establezcamos la paz con este orden. Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Está en la Biblia.

Yashim inclinó la cabeza cortésmente.

—De hecho —continuó Grigor—, antes de la conquista turca, teníamos un dicho: «Es mejor el turbante del sultán que la mitra del obispo». Cualquier cosa menos el Papa de Roma. Vosotros, los turcos, sois simplemente los vigilantes de Constantinopla.

Se echó hacia delante, su larga barba rozando la mesa.

—Es griega porque su gente es griega. Porque es el escenario de nuestros triunfos… y de todos nuestros sufrimientos, también.

Cortó el aire con un dedo regordete.

—En esta ciudad la fe griega ha experimentado sus más profundas humillaciones. La pérdida de nuestra cristiandad occidental (Roma, Rávena, todo eso) terminó con el Gran Cisma, aquí mismo, en la iglesia de la Santa Sabiduría, Santa Sofía. Luego se produjo el saqueo de la ciudad por los cruzados, en 1204: durante sesenta años soportamos el dominio de los herejes. La caída de la ciudad en 1453, y la muerte del emperador dentro de sus muros. Un catálogo entero. Hemos sufrido la pérdida de nuestras iglesias, la furia de las turbas, la muerte de nuestro patriarca… Ah, sí, hemos comprado esta ciudad con nuestra sangre, y sobrevivimos. Constantinopla es (diría sin que en ello haya blasfemia) nuestro Gólgota.

Levantó las manos, los dedos extendidos.

—Ahora, quizás, tú puedas comprender lo que quiero decir.

Yashim permanecía sentado, muy rígido. Estaba impresionado.

Pero había venido para algo más.

—Háblame de la Hetira, Grigor.

Una sombra se deslizó por la cara del archimandrita.

—No sé quiénes son: una hidra de muchas cabezas, posiblemente. No tienen nada que ver con nosotros… Pero… sí, sus objetivos tienen cierto peso en algunos círculos de la iglesia. Y, más allá de eso, en el reino de Grecia.

Una campana sonó gravemente en la lejanía. Grigor se puso de pie y abrió un armario. Dentro colgaban sus vestiduras.

—Tengo que oficiar una misa.

—Pienso que asustan al pueblo, Grigor —dijo Yashim.

Grigor pasó los brazos por la sotana, uno a uno, y no dijo nada. No miró a su alrededor.

—Creo que hay algo que los obliga a matar para poseerlo —continuó Yashim—. O para protegerlo. Algún, no sé, algún objeto, o alguna clase de conocimiento. Creo que, cuando alguien se acerca demasiado, reaccionan.

—Entiendo. —Había una mirada de desprecio en el rostro de Grigor—. Y tú, ángel… ¿no temes por ti mismo?

—Tengo miedo sólo de mi ignorancia —respondió Yashim cuidadosamente—. Tengo miedo del enemigo que no conozco.

El sacerdote cogió despreocupadamente un libro de la estantería que tenía a su lado.

—Tu enemigo es una idea. Los griegos la llaman la Gran Idea. Durante el tiempo que se tarda en decir una misa, puedes echar una ojeada a este ejemplar. Después de eso, el libro no existe. —Se puso la capa pluvial sobre los hombros, y se volvió hacia Yashim—: La Iglesia no tiene ninguna parte en este asunto tuyo.

Se miraron fijamente. Luego Grigor se fue, y Yashim se quedó solo, agarrando el libro con ambas manos.

32

«Durante el tiempo que se tarda en decir una misa». Yashim se sentó. El libro estaba escrito —recopilado sería una palabra más adecuada— por un tal doctor Stephanitzes, difunto médico del ejército griego de la independencia. Había sido publicado recientemente en Atenas, la capital de la Grecia independiente. El papel era barato. El título estampado en oro de la cubierta estaba difuminado por los bordes.

Yashim nunca se había topado con un libro así en toda su vida… Un desordenado conjunto de profecías, prejuicios, falsas premisas y argumentos circulares. Predicaba una historia que empezaba con el colapso del poder bizantino en 1453, seguía su sinuoso camino, a lo largo de centenares de páginas y muchos falsos comienzos e irrelevantes apartes, hasta su restauración final bajo su último emperador, milagrosamente renacido.

Yashim descubrió los oráculos de un antiguo Patriarca, Tarasios, y de León el Sabio; las profecías de Metodio de Patara; el curiosamente profético epitafio sobre la tumba de Constantino el Grande, que había fundado la ciudad mil quinientos años antes; todo ello retorcido y almibarado por las visiones de un tal Agathangelos, el cual previo la ciudad liberada por una gran falange de rubios gigantes provenientes del norte, mientras los turcos eran expulsados más allá del Árbol de la Manzana Roja.

Ésa, entonces, era la Gran Idea. Un fárrago de blasfemias y fantasías… pero embriagadora, Yashim tenía que reconocerlo. Como meter la nariz a través de la puerta en el Bazar de las Especias. Si eras griego y deseabas creer, aquí estaba tu texto sagrado, sin la menor duda.

33

En la iglesia de San Jorge, el archimandrita volvió a balancear el incensario y llenó el aire de la agradable fragancia de madera de sándalo e incienso. Entonó las palabras del credo:

—«Creo en un Dios, Padre Altísimo, Creador del cielo y de la tierra y de todo lo visible e invisible».

»“Y en un Señor, Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios, engendrado del Padre antes de todos los siglos”.

»“Luz de Luz, Verdadero Dios de Verdadero Dios, engendrado, no hecho, consubstancial con el Padre, a través del Cual todas las cosas fueron hechas”.

Cantaba las palabras; su cuerpo temblaba ante la mayestática profesión de fe; pero su mente estaba en otra parte. ¿Había, se preguntó, dicho demasiado?

—«Reconozco un bautismo para el perdón de los pecados».

Y luego estaba el libro. Las autoridades otomanas probablemente no sabían de su existencia. Era mejor así.

—«Espero la resurrección de los muertos. Y la vida de los siglos futuros».

De esa manera debía ser guardado.

—«Amén».

34

Yashim se dirigió al Gran Bazar. Habían transcurrido dos días desde que Goulandris, el librero, fuera asesinado, y la confianza no había retornado: puertas cerradas salpicaban de vez en cuando las abundantes filas de puestos, los vendedores parecían deprimidos y la multitud, menos bulliciosa que de costumbre.

Malakian estaba ante su puerta, sentado tranquilamente sobre una estera con las manos en el regazo.

—¿Tiene usted noticias?

Yashim movió la cabeza.

—¿De Lefèvre, el francés del que hablamos? Fue asesinado en Pera.

Malakian suspiró.

—Es como dije. Lefèvre vivía una vida peligrosa.

—Eso no es exactamente lo que usted dijo, Malakian. Dijo usted que no siempre cavaba con una pala.

—Es lo mismo, amigo mío. En Estambul, creo, es mejor que no molesten a la tierra, que la dejen en paz.

—Lefèvre molestaba a algo. —Yashim se puso en cuclillas a su lado—. O a alguien.

—Tómese un café conmigo —dijo Malakian.

Yashim comprendió que la oferta era por compromiso, y declinó.

—La Hetira, effendi.

El viejo armenio hizo una pausa antes de replicar.

—Pienso que a un hombre como Lefèvre le gustaba trabajar donde hubiera dinero. Pero algunas veces, en esos lugares, hay demasiados secretos, y por lo tanto no hay confianza. Una negociación no es fácil. Lo siento por sus hijos.

—¿Sus hijos? —A Yashim le costaba imaginar a Lefèvre con hijos. Pero, bueno, ¿qué sabía él?—. ¿Tiene usted hijos, Malakian?

El viejo asintió solemnemente.

—Cinco —dijo.

—Dios los bendiga —dijo Yashim cortésmente—. Malakian, ¿aún tiene usted aquella moneda para el doctor Millingen? ¿El coleccionista inglés?

Fue Malakian entonces el que pareció sorprendido.

—Naturalmente. No viene aquí cada día.

—Yo estaré en Pera esta tarde —dijo Yashim—. Podría llevarle la moneda, si usted quiere.

Malakian volvió la cabeza para mirar a Yashim.

—¿Quiere conocer al doctor Millingen?

—Sí —dijo Yashim.

35

—Mi francés es… regular, me temo —dijo Millingen. Rió agradablemente y alargó una mano. Yashim la tomó: el doctor tenía un apretón firme. Apenas más viejo que Yashim, parecía estar en buena forma. El grisáceo cabello, la delgada y morena cara, la postura alta, erguida. Iba elegantemente vestido con un chaqué turco y una brillante camisa blanca; su corbata estaba floja por el cuello.

—Es sumamente amable por su parte venir. Aram ha estado lanzando indirectas estas últimas semanas, y mi instinto de coleccionista me dice lo que usted ha traído. ¿También tiene usted esta manía de coleccionar?

Yashim sonrió.

—Yo no colecciono monedas, doctor.

—¡Mejor para usted! Yo cogí el vicio en Grecia… Tiempo de sobra. No es gran cosa, pero he estado haciendo una colección de monedas bizantinas tardías. Todos esos estados y pequeños reinos que crecieron después de que los cruzados saquearan la ciudad en 1204. Obloides de plata acuñados por déspotas moreanos, por ejemplo. Éste, sospecho, podría ser uno que me falta.

El doctor Millingen dejó caer la moneda de la bolsa a una mesa con tablero forrado en piel y la tocó con el dedo.

—La conozco. Un ángelus. Maldita sea, pero Malakian es muy listo. Apostaría algo a que siempre ha tenido la moneda. —Levantó la mirada e hizo una mueca—. Un coleccionista es un hombre muy débil, ¿no le parece? Hace seis meses, yo no hubiera dado ni cinco piastras por esta moneda. Ahora puede completar una serie, y Aram Malakian me hará pagar un dineral.

—Bueno, supongo que si Malakian siempre le proporciona sus monedas, no puede evitar saber lo que usted está buscando —señaló Yashim.

—Ah, no. —Millingen agitó sus dedos—. Eso forma parte del juego… cuando recuerdo cómo jugarlo adecuadamente. No me fío de Aram, sabe usted. Hay otros comerciantes, aunque reconozco que él es el mejor. A veces pienso que operan en grupo, que intercambian su información. A veces tengo que apoyarme en amigos fuera del bazar, también. Se sorprendería usted. Hay un monje en Filibe que me ayuda, así como un viejo amigo en Atenas. Es un médico como yo. Pero ¡Malakian me arruinará!

Yashim sonrió.

—Me temo que sólo me pidió que la trajera. No hizo mención del dinero.

—¡Ni una palabra! —El doctor Millingen volvió a reír y deslizó sus manos por los rizos de su cabeza—. ¡El viejo zorro! Sabe que he estado sentado aquí con la lengua fuera. Y en un momento va y pone este ángelus con los otros, y completa la serie. Y entonces, ¿cómo podría dejarlo escapar? Oh, Yashim, effendi, me temo que su viejo amigo le ha engañado completamente. Acaba usted de vender su primer ángelus.

Yashim sonrió.

—Me temo, doctor Millingen, que soy yo quien le ha engañado a usted. Me alegré de traerle esta moneda, pero realmente es un poco de información lo que deseo.

Millingen agitó la mano.

—Dispare —dijo afablemente.

Yashim se encontró de pronto vacilando.

—En palacio, responderán por mí.

El doctor Millingen asintió.

—Sí, Yashim… Creo que sé quién es usted.

Yashim se sintió alentado.

—Yo conocía al desgraciado monsieur Lefèvre también. El hombre que fue asesinado.

—Ah, sí. Mal asunto ése.

—Me dijo que ustedes se conocían.

Millingen pareció sorprendido.

—Es bastante posible. ¿Quién sabe? Me temo que más bien estaba irreconocible esta mañana.

—Usted examinó el cuerpo.

—Una autopsia. Eso quiere decir ver con los propios ojos… viene del griego antiguo. Nunca me gustó el material post mórtem, para ser sincero. Soy un doctor, no un patólogo: mi oficio es salvar vidas.

—Podemos salvar vidas si descubrimos quién lo hizo.

Millingen tenía aspecto dubitativo.

—¿Un oscuro callejón, en medio de la noche? Puede descartar posibles testigos. Aquellos perros hacen suficiente ruido para despertar a un muerto. De todas maneras, esto es Pera, no Estambul.

¿Effendi?

—Haría falta algo más que un asesinato para sacar a los habitantes de Pera de su casa en una noche oscura. ¿No lo ha observado usted…? La gente aquí es más fría que una bienvenida escocesa.

—Pero la causa de la muerte… y la hora. ¿Ha llegado usted a formarse una opinión?

Millingen frunció el ceño.

—Sí, lo he hecho. Fue algo espectacular… El tronco fue cortado, desde el estómago al esternón. Pero realmente lo mataron, sospecho, con una cachiporra; un golpe poderoso en la base del cráneo. Estaba ciertamente inconsciente cuando lo abrieron. Trinchado como un pato silbador o una cerceta.

—Pero ¿por qué?

—Pura especulación. Quienquiera que lo mató quería atraer a los perros. Un plan bastante razonable… Aunque son los perros, irónicamente, lo que me ayuda a sugerir el momento de su muerte.

—¿Y cómo es eso, doctor Millingen?

—Las marcas de los dientes. Algunas son más viejas, las que causaron una pérdida de sangre cuando el cuerpo estaba todavía fresco. Luego una serie de marcas superpuestas, a veces formando una serie paralela. Los perros tienden a alimentarse por la noche, como estoy seguro de que habrá usted observado. Anoche, el cuerpo fue hecho pedazos. Y, por supuesto, hay otros indicios, como el estado de descomposición, desecación de los globos oculares y demás. Lo más tarde que lo mataron fue anteanoche; posiblemente, imagino, un poco antes. Así que sugeriría una hora de la muerte entre el lunes al mediodía y, digamos, las seis de la mañana del martes.

«Eso no es bueno», pensó Yashim. Los situaba a él y a Lefèvre juntos, solos, a una hora en que él podía haberlo matado.

—¿Cuándo podrá usted tener listo su informe, doctor Millingen? —dijo Yashim, confiando en que su tono sonara casual.

Millingen sonrió.

—Entre usted y yo, podría ser mañana. Pero el embajador me ha concedido una semana. —Bajó la mirada hacia la moneda de su mesa—. Le deseo toda la suerte, Yashim. Este tipo de crímenes es de lo más difícil de resolver.

Yashim asintió. Le gustaba el aire de despreocupación del doctor Millingen. Era un aire profesional. La manera en que un hombre preparado observa las cosas.

—Doctor Millingen, usted ha vivido entre los griegos. Tiene usted alguna experiencia de sus… ambiciones.

Millingen frunció el entrecejo.

—Conozco a muchos griegos, desde luego. Pero ¿sus ambiciones? Me temo que no entiendo…

—No, perdóneme —dijo Yashim—. Existe una sociedad, una sociedad secreta, de la que he tenido un pequeño conocimiento recientemente. La Hetira. Me pregunto si habrá usted oído hablar de ella.

—Umm. —Millingen alargó la mano y cogió la moneda moreana—. Sociedades secretas. —Meneó la cabeza y rió entre dientes—. Los griegos son un pueblo encantador. Pero… Llegué a saber mucho de ellos hace años, en la provincia de Morea. Todos participaban en la lucha por la independencia griega, por supuesto… Fui a Missolonghi con lord Byron.

»¿Qué era lo que lord Byron solía decir? —prosiguió—. Los griegos ven problemas en todas partes. La verdad es que conspirarían por una patata… Y cuando digo que participan en la lucha, no me refiero a que se esfuercen por ganarla. La mayor parte del tiempo luchan entre sí. Muy decepcionante. Byron hubiera querido que fueran como los griegos clásicos, llenos de virtudes platónicas; y no lo son. Nadie lo es. Son buena gente, pero como niños. Un griego puede reír, llorar, olvidar y querer matar a su mejor amigo ¡todo ello en el transcurso de una tarde! —Se echó hacia atrás y sonrió—. Cuando era un niño, solíamos fabricarnos guaridas en los arbustos. Poníamos a Bonaparte marchando a través del jardín, y estábamos preparados para desafiarlo… a él y a su ejército. Así son todos los griegos. Se crean mundos. Es política, si quiere usted… pero es juego, también.

Sostuvo la moneda entre el índice y el pulgar y la hizo girar sobre la mesa.

—El griego es un bravo luchador en el campo de batalla… —siguió diciendo—. El campo de batalla que existe en su propia cabeza. Extermina albaneses, derrota a los turcos, ¡y se abre camino para luchar contra Mehmet Alí hasta las mismas puertas de El Cairo! Se apoderará del mundo, como Alejandro Magno… Excepto que después se fuma su pipa, se toma su café, se olvida de todo y se sienta como un viejo turco. Es lo que usted llama kif, ¿no? Un estado de satisfecha contemplación. Los griegos pretenden que no lo tienen, y, mirándolos, a veces uno lo creería… Pero tienen el hábito kif peor que nadie. —Cerró los ojos y dejó que su cabeza se balanceara lentamente; luego se recuperó de golpe y soltó nuevamente una risita ahogada—. Pero ¿sabe usted por qué no luchan? Se lo diré gratis. Un griego nunca puede obedecer a otro griego. Están todos divididos en facciones, y cada facción tiene un solo miembro.

Yashim se rió. Lo que el doctor Millingen decía era irrefutable. Los griegos eran muy temperamentales. Nadie podía negar que el pequeño reino de Grecia había sido fundado en gran parte a pesar de los propios esfuerzos griegos. Once años antes, en 1828, una flota anglofrancesa había destruido a los otomanos en Navarino, y dictado los términos de la independencia griega para terminar una guerra civil que llevaba arrastrándose varios años.

—¿Una sociedad secreta, doctor?

El doctor Millingen jugaba con la moneda, pasándosela entre los dedos.

—Según mi experiencia, hay muchas sociedades secretas griegas. Lo llevan en la sangre. Algunas son para comerciar. Otras son para la familia. En el reino de Grecia, por lo que he oído, algunos hacen campaña para lograr una república, o el socialismo.

—Sí, ya veo. ¿Y la Hetira?

—He oído hablar de ellos. Usted es amigo de Malakian, de modo que le contaré lo que sé. No debe ser repetido, si me comprende usted. Los de la Hetira son antiotomanos de una manera bastante contenida. La mayor parte de las sociedades secretas lo son, o no existirían. Pero la Hetira realmente desprecia el reino de Grecia. Creen que el reino fue construido por negociaciones secretas entre el Imperio otomano y las potencias europeas, para mantener a los griegos callados en las tierras otomanas.

—¿Una conspiración?

—Entre un astuto sultán y acomodaticios embajadores extranjeros. Para la gente como la Hetira, Grecia no es más que una concesión a la opinión europea. Mientras tanto, se permiten un sueño. Desean un nuevo imperio. Los griegos no viven sólo en Grecia. Trabzon, Esmirna, Constantinopla: están llenas de griegos, ¿no?

Yashim observaba fascinado cómo el ángelus pasaba entre los dedos de Millingen.

—Pero también de turcos. Y de armenios, y judíos. ¿Qué pasa con ellos?

El doctor giró su muñeca y sus dedos se cerraron alrededor de la moneda. Cuando abrió la mano, la moneda había desaparecido.

Yashim sonrió y se puso de pie.

—Es un bonito truco —dijo.

—Missolonghi fue un asunto que se dilató mucho tiempo —dijo riendo el doctor Millingen—. Como he dicho, el momento estaba de nuestra parte. Y fue una interesante compañía.

Dobló sus dedos.

La vieja moneda centelleó en su palma.

36

—¿Quién es ahora? Otro contratista más, y juro que gritaré. Ya estás bastante gordo, Anuk, deja ese pastel. Lee esto, Mina, corazón. Dime si está escrito correctamente. Si no es un contratista, lo recibiremos.

Abrió los brazos.

—¡Yashim!

Preen sufrió un falso desmayo. Nadie en la habitación le prestó la más mínima atención, excepto Mina, que levantó la mirada y sonrió. Preen se recuperó instantáneamente de su desmayo y echó los brazos al cuello de Yashim.

—¡Pensaba que eras un contratista! De todas maneras, podría no haberte reconocido. Han pasado meses.

Yashim sonrió. El sentido del tiempo de Preen siempre había sido elástico, estirándose o encogiéndose según su estado de ánimo; pero ella vivía en un mundo que era más vivo y extravagante que el suyo, en el que las fronteras entre la realidad y la simulación eran borrosas. Mucho tiempo atrás, siendo un muchacho, Preen había sido preparado como bailarín köçek, tan sensual y provocativo como cualquiera de las «chicas» köçek que bailaban en las bodas, fiestas y reuniones de la gran ciudad de Estambul. Nadie sabía exactamente cómo o cuándo se habían desarrollado las tradiciones köçek. Quizás habían bailado para los emperadores de Bizancio, quizás habían venido de la estepa, con los turcos; pero, al igual que los perros o los gitanos, formaban parte de la ciudad, como el sol o la humedad.

Preen no había perdido su energía vital, ni su sentido del humor, cuando dejó aparte sus pelucas y bustiers en favor de un erizado cuero cabelludo y unos holgados pijamas. Había un toque de gris en su corto pelo ahora, y su cara no mostraba ningún rastro de maquillaje, aparte de un poco de rouge, algo de antimonio y un toque de lápiz de cejas y el kohl. Llevaba un chaleco escarlata bordado. Dos de los dedos de su mano derecha estaban permanentemente doblados, el resultado de un accidente relacionado con un asesino y un difícil tramo de escaleras.

—¿Meses, Preen? Más bien diría una semana.

—Una semana, para mí… ¡es un mes! No tengo tiempo para dormir, Yashim, sinceramente. —Sus dedos revolotearon hacia sus ojos—. ¿Parezco cansada?

Sonaba alegre, pero Yashim estaba familiarizado con los métodos de Preen, sus subyacentes ansiedades.

—¿Cansada? Chisporroteas de energía, puedo sentirlo. Pareces una nueva…

—Soy una mujer nueva, Yashim.

Ambos rieron.

—Es verdad… aquel accidente fue lo mejor que podía haberme sucedido. Me hizo pensar. Reconozcámoslo, Yashim, me estaba volviendo demasiado vieja para bailar cada noche.

—Bailas tan bien como siempre.

Preen sonrió.

—He visto a demasiadas bailarinas hacerse viejas, Yashim. El teatro será algo diferente. —Lo pronunció tay-atre, la manera francesa que Yashim había empleado cuando por primera vez le explicó la idea—. He conseguido trabajo para tres de las chicas más viejas, vendiendo entradas, sorbetes y café.

Yashim había quedado sorprendido por el talento de Preen para la organización. Había desaparecido la bailarina que trabajaba sólo por las propinas de los clientes, que se preocupaba por su apariencia, cada vez más deteriorada, que dormía, bailaba y pasaba días enteros en el hammam. Tan pronto como captó la idea de que podía dirigir un teatro, se puso a ello con entusiasmo. Localizó buenos locales en Pera, buscó un equipo de contratistas y los sometió a su voluntad, planeó el programa entero y organizó el decorado… Todo ello en el lapso de unos pocos meses. Preen mostraba una inesperada veta de acero. No soportaba tonterías, ni contradicciones. Pero no regateaba elogios cuando correspondía.

No los escatimaba con él, desde luego. Yashim esperaba que tuviera razón, que Pera pudiera aceptar un teatro. Sería algo entre un music hall inglés y una revista parisién. Había leído sobre esos lugares. Muchas personas lo desaprobarían. Yashim, a fuer de sincero, lo desaprobaba también un poco. Pero, por Preen —y por su tribu—, esperaba que funcionara.

—He recibido un poco de dinero extra —dijo tendiendo la bolsa de Mavrogordato—. ¿Puedes darle utilidad?

Preen apartó la cabeza.

—Aquí lo despreciamos, Yashim. Ya lo sabes.

Su brazo se extendió como un tentáculo e hizo caer la bolsa en su mano.

—Gracias. ¿Quieres un café?

—No. Pero tengo un favor que pedirte.

—Me sorprendes. ¿No vamos a despreciar el dinero, a fin de cuentas?

—Mejor que no. Un chico rico, Preen. Griego, y más bien de buena apariencia.

—Mmmm. —Preen arqueó delicadamente una ceja—. ¿Fajín, falda y piernas peludas también?

—Más bien zapatos de cordones y una estambulina, me temo. Y un aliento que huele a whisky.

Preen volvió la cabeza y trazó un dibujo distraídamente en su cuero cabelludo.

—¿Chico de academia?

—Es lo que supongo.

Desde la independencia griega, diez años antes, muchos griegos ricos había enviado a sus hijos a ser educados en Atenas.

—Alexander Mavrogordato. Los banqueros —terminó Yashim.

—Ah, esos Mavrogordato —dijo Preen picaramente, como si hubiera otros. Luego su expresión cambió—. Podríamos necesitar la bolsa, de hecho.

37

Yashim dejó el cesto en el suelo, y cogió tres cebollas y varios calabacines. Bajó la tabla de cocina y la instaló en la mesilla alta donde guardaba la sal, el arroz y las especias. Tomó un cuchillo afilado de la caja que tenía a su lado y lo afiló bien en un acero inglés que Palieski le había regalado una vez. El arte culinario no se basaba en el fuego; sino en una hoja afilada.

Arrancó la piel externa de la cebolla utilizando el borde romo del cuchillo. La partió por la mitad y dejó los dos trozos boca abajo. El cuchillo se alzó y cayó sobre su punta. La tabla dio momentáneamente un bandazo y se balanceó a un lado. Yashim continuó cortando. Barrió las rodajas hacia el borde de la tabla. Ésta volvió a balancearse. Yashim la levantó por un borde y barrió con su mano bajo ella, apartando un grano de arroz.

Por un momento, se quedó mirando el diminuto grano, frunciendo ligeramente el ceño. Luego levantó la mirada y metió su dedo dentro de los espacios entre el bote del arroz, el salero y los frascos de especias. Algunos granos de arroz se pegaron a sus dedos. Movió los botes y frascos a un lado, y encontró algunos granos más.

Yashim se frotó las yemas de los dedos entre sí, abrió la tapa del bote del arroz y miró dentro. Estaba casi lleno, la cucharilla enterrada en el grano hasta su empuñadura.

Paseó la mirada por la habitación. Todo estaba en orden, todo como la viuda lo habría dejado después de haber venido a limpiar, los trapos de cocina doblados, las bolsas de la ropa colgando de una fila de ganchos, la jarra del agua de pie, en la palangana.

Pero alguna otra persona había estado allí.

Yashim investigó. Buscaba algo lo bastante pequeño para que pudiera esconderse en un bote de arroz.

Yashim cogió un paño doblado y lo extendió en el diván. Cogió el tarro del arroz y lo inclinó hacia delante, derramando el grano sobre el trapo. Nada más que un montón de arroz. Miró dentro del bote. Estaba vacío.

Devolvió el arroz al bote con sus dos manos al principio, y luego con la cucharilla. Limpió algunos granos de arroz del borde y volvió a colocar la tapa.

El francés. Lefèvre. ¿Cuánto tiempo lo había dejado solo? Dos horas, tres. Así que se despertó y quiso prepararse algo de comer.

Lefèvre no cocinaba. No distinguía las aceitunas negras de las cagarrutas de oveja.

«Me creo todo lo que veo».

Yashim frunció el entrecejo.

Fue a sus libros y miró los estantes. Los libros no estaban en ningún orden en particular, lo cual no le dijo nada. Quizás habían sido desordenados, quizás no. Probó uno o dos al azar, y salieron fácilmente.

Devolvió los botes a su sitio, y siguió cortando las cebollas.

Regó con aceite de oliva la base de un plato de loza.

Partió un limón y exprimió su jugo en el aceite. Se secó las manos con un trapo.

Fue a la librería y deslizó el dedo por un estante hasta encontrar el libro.

Había sido un regalo de la madre del sultán, la Valide. La mujer lo había recibido sin encuadernar, sin duda, en un envoltorio de papel color manila. Antes de regalárselo lo había hecho encuadernar en piel imperial verde, con el colofón de la Casa de Omán, una pluma de garceta, taraceado en el lomo en pan de oro. Título y autor estampados en el lomo en oro.

PAPÁ GORIOT-BALZAC. Era un obsequio exquisito.

En la embajada, la maleta de Lefèvre contenía media docena de libros. Eran los mismos libros que el aterrorizado individuo había derramado, disculpándose, por el suelo antes de morir. Excepto uno, recordó Yashim. Se trataba de un ejemplar de Papá Goriot, encuadernado en papel, ligeramente raído por el lomo, que él no había visto antes.

Sacó el Balzac de la estantería y abrió la tapa de piel.

Lefèvre, al menos, había encontrado un escondite.

Una joya se oculta en el cuello de una mujer. Un hombre puede perderse en una multitud.

Yashim suspiró: el regalo de la Valide estaba irremediablemente estropeado.

Hace falta un libro para esconder un libro.

38

Enver Xani introdujo su llave en la cerradura y empujó la puerta suavemente. Apareció una fría y oscura cámara donde se oía el sonido del agua corriendo. Entró, agradecido de poder escapar al calor y el polvo de la ciudad, y se agachó para desatarse los zapatos. Los dejó cuidadosamente sobre una piedra, cerró la puerta a sus espaldas y se quedó esperando a que sus ojos se adaptaran a la penumbra.

La frialdad del agua aún lo sorprendía. En invierno, decían los hermanos, se te metía hasta el tuétano; te pasabas el día mojado, congelado, moviéndote entre los sifones y las cisternas de la ciudad en botas forradas de piel, manos y cabellos permanentemente fríos y húmedos, las articulaciones de los dedos de manos y pies hinchadas por el frío. No era un trabajo para hombres viejos. Lo cual era el motivo por el que la mayor parte de los guardianes del agua llevaba a un aprendiz con él en sus rondas; invariablemente uno de sus propios hijos.

En verano, en cambio, uno podía sentirse agradecido por el frescor y la humedad, por el tranquilo y refrescante sonido del agua fluyendo. Fuera, el polvo se cocía en las ardientes calles, levantado por el paso de muchos pies, pero sin verse afectado por la más ligera brisa. Aquí, en cualquiera de la aproximadamente docena de sifones y cisternas repartidos por la ciudad, uno podía penetrar en la fría quietud de los bosques, situados a unos veinticinco kilómetros de distancia, desde donde el agua iniciaba su largo y lento descenso hacia la sedienta capital. Era un privilegio. Enver había pagado bien por ello.

Colgó la llave del gancho, tal como le habían enseñado; ciertamente no dejaría caer una llave en el laberinto de canales de agua que se arremolinaban a sus pies. En tres meses, le habían enseñado todo lo que cabía esperar que un aprendiz supiera después de años de seguir a su padre en el trabajo. Sólo siguiendo las reglas podía quizás suplir la experiencia de que carecía. Para los hermanos, las reglas eran como un ritual religioso; del mismo modo que esta sala de sifones era, a su manera, como una iglesia o una mezquita, fría y tranquila en medio del calor y el bullicio de la ciudad.

Enver cogió un bastón de su lugar en la pared y lo sumergió en el amplio tanque receptor, midiendo su profundidad. El agua de la tubería de entrada fluía suavemente por un extremo; en el otro lado, en las sombras, el agua rebosaba por el borde del tanque, deslizándose sin hacer ruido por encima de siete poco profundas muescas hasta las balsas de distribución. A la hora señalada, él detendría los desagües en las balsas tres, cinco y seis, abriría la tubería para liberar el flujo de la balsa número dos, y pasaría la señal por el canal principal al siguiente hombre.

Enver sintió una presión en su pecho producida por la ansiedad mientras ensayaba los versos mnemotécnicos que había aprendido. 3, 5, 6. Luego 2. Formaban parte de las reglas, al igual que la deslustrada bola hueca de estaño que pronto saldría disparada de la tubería de distribución y activaría su tarea. Su trabajo ahora era vigilar la bola.

Enver se puso de cuclillas al borde del tanque receptor, frunciendo el entrecejo mientras se concentraba en el canalón. El agua fluía en ondas por encima del borde del canalón y caía en una gruesa espiral en el tanque, continuamente, sin detenerse. De vez en cuando, veía menguar la espiral: a veces estaba seguro de que el agua estaba llegando, no en una corriente incesante, sino por medio de una serie de casi imperceptibles impulsos, como la sangre por las venas de la muñeca de un hombre, glub, glub, glub, y tuvo que cerrar los ojos y respirar profundamente para disipar la ilusión. Pero ¿se trataba de una ilusión? Muchos de los hermanos eran capaces de predecir exactamente cuándo iba a aparecer la bola, por el más insignificante cambio en el volumen del flujo, la más pequeña variación en la música de la cascada. «Cuidado, ahora. Preparado», decían, siempre alertas al cambio sutil, interrumpiendo una conversación. Y unos momentos más tarde la diminuta bola caía en el tanque, hundiéndose unos centímetros y luego saliendo a la superficie y deslizándose suavemente hacia el borde.

«Aún no», pensó Enver; pero había calculado mal, porque en aquel momento un pequeño ruido, como un chirrido, anunciaba la llegada de la bola al borde próximo del tanque. Ni siquiera la había visto venir: debía de haber caído del canalón cuando cerró los ojos, tratando de descifrar el ritmo del agua.

Decepcionado, bajó los ojos hacia el tanque. Debía recoger la bola, bloquear las tuberías de distribución necesarias con los trapos, y luego soltar la bola en la tubería de salida, para marcharse flotando en su largo viaje a través de Estambul. 3, 5, 6. Luego 2. La luz procedente de una serie de agujeritos diseminados por el techo de la cámara bailaba y se disolvía en la superficie del agua, ésta tan negra e insondable como un charco de petróleo. Con un suspiro, se dobló hacia delante y recuperó la bola de estaño. Por un momento la luz pareció rebotar en la superficie por toda la habitación, un repentino resplandor que Enver distinguió por el rabillo del ojo; luego se aposentó una vez más, y él se estremeció. Había oído las historias de los hermanos sobre ifrits y demonios que frecuentaban los rincones oscuros de las cisternas; pero también empezaba a hacer más frío ahora.

Agarró la bola y miró abajo, hacia su propio reflejo en el agua oscura.

Por una fracción de segundo, captó la imagen de otro rostro, mirándolo desde el oscuro tanque.

Enver no tuvo tiempo de hacerse preguntas. Jadeó, y algo le cogió por la nuca, de manera que la última cosa que Enver Xani vio en este mundo fue la visión de su propia cara acercándose hacia él, su boca abierta en un silencioso grito.

39

Era ya avanzada la noche cuando Yashim llegó a las puertas del Palacio Topkapi. Dos alabarderos se levantaron como pudieron, y uno de ellos puso su pie descuidadamente sobre un par de dados en el suelo de la escalera.

—Mucha tranquilidad, ¿no? —murmuró Yashim.

Los alabarderos sonrieron tontamente. Yashim pasó por su lado y entró en el primero, y más público, patio del palacio. Cruzó los adoquines a la sombra de los plátanos, recordando cuando el gran patio estaba lleno de personas… Soldados que desmontaban respetuosamente del caballo, mozos que aguardaban, los pachás que iban arriba y abajo, rodeados por sus séquitos, cocineros vociferando órdenes, lacayos disparados en todas direcciones a cumplir diversos recados, carros cargados de provisiones rodando lentamente hacia las cocinas imperiales, cadíes con turbante discutiendo gravemente los juicios del día, indiferentes al ruido, carruajes del harén circulando con gran estrépito hacia algún resguardado lugar de merienda junto a las Aguas Dulces, eunucos negros trotando de vuelta a casa con su compra en una bolsa de cordel, un pavoneante grupo de soldados irregulares albaneses, tratando de no parecer atemorizados, con sus pistolas en las fajas, muchachitos levantando la mirada hacia la colección de cabezas cortadas exhibidas en la columna; y, alrededor de ellos, entre ellos, la gente corriente de Estambul, cuya conversación era un subyacente murmullo, como el del mar.

El patio estaba silencioso; sólo se veía a los jardineros entregados a sus tareas, de cuclillas bajo las oscilantes ramas de los plátanos.

¿Adónde, se preguntó Yashim, se habían ido todos? Desde luego, no a Besiktas, el nuevo palacio franco sobre el Bosforo, donde centinelas cubiertos con kepis permanecían firmes delante de sus garitas, cerca de las vallas. En Besiktas, los carruajes giraban diestramente a través de la rastrillada gravilla, las ruedas crujiendo contra las piedras, y bajaban de ellos personas con estambulinas, que subían por las escaleras y desaparecían.

Al otro lado del Primer Patio se alzaba la Puerta de la Felicidad, cuyas torres cónicas podían verse desde el Bosforo y el Cuerno de Oro. Yashim se preguntó si seguía siendo la Puerta de la Felicidad ahora que ya no se abría a la morada de la Sombra de Dios sobre la Tierra. ¿Podía uno todavía considerarse feliz al pasar por esa puerta, y sin embargo no poder ya compartir el mismo suelo que el sultán?

Tan pronto como hubo formulado la pregunta, Yashim supo que no era en el suelo en lo que estaba pensando, sino en la sombra de la protección bajo la cual siempre había operado. El sultán confiaba en él. Una palabra suya lo salvaría… Pero esa palabra no vendría de un hombre enfermo, muy lejos de su palacio del Bosforo. El informe del embajador francés iría a parar a otras manos. La implicación de Yashim con el arqueólogo parecería, a lo sumo, estúpida. El escándalo lo marcaría como un borrón en su reputación, un leve interrogante que ponía en duda su buen juicio.

Llamó y esperó. Al cabo de un rato la puerta se abrió, y un viejo alabardero con trenzas, un hombre al que Yashim conocía, le dio la bienvenida sin ceremonia.

—¿La Valide, effendi?. ¿Lo está esperando?

Yashim asintió. Tan sólo unos pocos años atrás —parecía una vida entera— hubiera sido interpelado instantáneamente, y acompañado con prisas ¡con la seguridad de que cien pares de ojos lo estaban observando envidiosamente desde atrás! El viejo sacó un puñado de llaves, y acompañó a Yashim a través del Segundo Patio, jugueteando con ellas en su mano.

—Ahora las tengo todas, effendi —dijo animadamente. Las iba pasando entre los dedos mientras caminaban: la llave de las cocinas, la llave de los establos—. Y ésta… —dijo, levantando a la luz una enorme llave de hierro—, no se lo imaginaría nunca.

—Los silos del grano —dijo Yashim.

—Así es, effendi. La de los silos del grano. Más pesada que el grano… ¿Y esta pequeña?

—No tengo ni idea —reconoció Yashim.

El viejo dejó escapar una risita.

—Le mostraré algo, effendi. Usted mire.

Se detuvieron ante una puertecita practicada en el muro exterior del patio. A su izquierda se encontraba la sala del diván, con sus vastos aleros salientes, donde los grandes pachás habían discutido los asuntos de un imperio que se extendía desde las puertas de Viena hasta las pirámides. En aquella sala se habían destruido reinos; y ejércitos habían sido alzados a la gloria, y luego enviados a la derrota. Se había sellado el destino de razas enteras. Se había destruido u honrado a hombres con sólo una palabra, un signo, un trazo de pluma. Ahora estaba vacía.

El alabardero metió la llave en una pequeña cerradura. Con un solo giro de la muñeca, se abrió la puerta.

—¿Sorprendido, effendi? Va bien, esta llavecita.

No había necesidad de decir nada más.

Yashim entró en la habitación. La entrada al harén era como una calle en miniatura, a cielo abierto durante sus primeros metros, con las ventanas de los apartamentos de los eunucos negros proyectándose sobre los adoquines. Sólo que se trataba de una calle de mármol perfectamente pulido, con fuentes que brotaban de nichos en las paredes; y estaba totalmente en silencio.

La puerta se cerró a sus espaldas. Yashim oyó el sonido ahogado de babuchas sobre las baldosas, y un viejo negro ataviado con un kaftán hermosamente bordado y un gran turbante blanco dobló una esquina, dándose aire con un abanico hecho de juncos.

—Hola, Hyacinth.

—Ay, ay, Yashim. Se está haciendo tarde.

—Lo siento.

Sólo dos o tres años antes, éste hubiera sido el momento más importante de la vida del harén. La hora de los rumores y la intimidad ante la comida, cuando miles de suculentos platos fluían de la cocina de palacio a los apartamentos del sultán; la hora, por encima de todo, de los preparativos finales de la gözde, el momento de engalanar, perfumar y calmar los nervios a la muchacha lo suficientemente afortunada para haber sido seleccionada para compartir el lecho del sultán aquella noche. Todo el harén se hubiera revoloteado y agitado como un bosque de pajarillos.

El silencio y la quietud eran audibles ahora.

—Pregúntale a la Valide, Hyacinth, si me recibirá.

40

C’est bizarre, Yashim. A medida que se va haciendo mayor, mi hijo cada vez está más encaprichado con la moda europea… Sin embargo, yo, que nací en ella, descubro que prefiero las comodidades de la tradición oriental. Él difícilmente viene ya aquí, y sólo para verme. Su nuevo palacio le encanta. Yo encuentro que parece una fábrica.

Yashim inclinó la cabeza. La reina madre estaba en su sofá recostada contra una nube de cojines, con la luz como siempre artísticamente arreglada detrás de su cabeza, una persiana corrida sobre la pequeña ventanilla lateral, y un chal sobre las piernas. Raras veces caminaba ahora, si es que lo hacía alguna vez; sin embargo, su figura seguía siendo graciosa, y las sombras sobre su cara revelaban la belleza que antaño había sido y que aún, en cierto sentido, seguía siendo. Debajo de un kaftán de terciopelo de seda llevaba un fino vestido de gasa cuyo cuello y mangas estaban embellecidos con el más delicado encaje de Transilvania; ese encaje, recordó Yashim, estaba hecho por monjas. El remolino de su turbante estaba sujeto por una diadema de esmeraldas y diamantes. Sus manos eran blancas y delicadas. ¿Acaso no sabía la Valide que su hijo se estaba muriendo en Besiktas?

—Soy muy vieja, Yashim, como tú bien sabes. Topkapi ha sido mi hogar (algunos dirían mi prisión) durante sesenta años. También él es viejo. Bueno, el mundo se ha alejado de nosotros dos. A estas alturas (me gusta pensar) nos comprendemos mutuamente. Compartimos recuerdos. Yo tengo intención de morir aquí, Yashim, completamente vestida. En el palacio del sultán, en Besiktas, me pondrían un camisón y me meterían en una cama francesa, y eso sería el final de todo.

Yashim asintió. La mujer tenía toda la razón del mundo. Tantos años habían pasado desde que, siendo joven, fuera capturada por corsarios argelinos y entregada aquí, a los alojamientos del harén del viejo sultán Abdul Hamit, que resultaba fácil olvidar lo bien que la Valide conocía la moda europea. Aimée Dubucq du Riviery, hija de un plantador de la isla francesa de la Martinica. Era una francesa. La misma inescrutable ley del destino que la había llevado a ella al serrallo del sultán, donde finalmente había subido de escalafón hasta ocupar el puesto de Valide, había conducido a su amiga de la infancia, la pequeña Rose, al trono de Francia, como Josefina, la mismísima emperatriz de Napoleón.

Un camisón. Una estrecha cama francesa. Yashim sabía cómo vivían los europeos, con su manía por las divisiones. Parcelaban sus hogares del mismo modo que segregaban sus acciones. Los francos tenían habitaciones especiales para dormir, con delicados artilugios creados para realizar ese acto mismo, y a lo largo de todo el día estos dormitorios estaban vacíos y desolados, consolados sólo por el polvo que se alzaba bajo la luz del sol… A menos que pertenecieran a una inválida. En cuyo caso la propia inválida compartía la soledad y la desolación, lejos de la actividad de la casa.

Los francos tenían comedores para comer en ellos, y salas de estar para permanecer en ellas, y salones para retirarse… Como si, en todo caso, su vida entera no fuera más que una serie de retiros, andando de puntillas de una habitación y una función a la siguiente, cambiándose y vistiéndose una y otra vez, siempre escapando del compromiso con la vida real. Mientras que en un hogar otomano —incluso aquí, en el harén— a todo el mundo se le permitía flotar según las corrientes de la vida a medida que éstas pasaban con rapidez. La gente dividía su vida entre lo que era público y lo que estaba reservado para la familia, entre selamlik y haremlik: en los hogares más pobres, la división era una mera cortina. Si tenías hambre, traían comida. Si querías dormir, estirabas las piernas, te reclinabas y te echabas un chal por encima. Si estabas triste, alguien sin duda aparecía para animarte; si enfermo, alguien te velaba; si cansado, a nadie le importaba si dormitabas.

La Valide cogió el libro y levantó una ceja.

—Quizás pueda parecerte terriblemente vieja, Yashim, pero espero que no te estés preguntando si llegué a conocer al autor.

Yashim soltó una risita. La Valide alargó la mano en busca de un par de gafas y se las puso. Miró a modo de advertencia a Yashim por encima de la montura.

—Tengo mis vanidades, quand même —dijo.

No obstante, Yashim estaba demasiado encantado con la novedad de ver a una mujer con gafas para detenerse a considerar su efecto en la belleza de la Valide. La conocía como lectora, naturalmente; pero las gafas la hacían parecer, bueno, magníficamente sabia.

La mujer examinó la tapa de piel marrón del librito con cierto detalle, dándole varias vueltas. Deslizó un esbelto dedo detrás de la cubierta y abrió por la primera página.

—No me parece —dijo— que sea el tipo de libro que nos interesaría. Para empezar, no es francés. De aedificio et antiquitae Constantinopolii —leyó lentamente. La mano que sostenía el libro se hundió en los cojines—. Bailes. Comportamiento social. Las interminables tragedias de monsieur Racine. —Hizo una pausa—. Fue hace mucho tiempo, Yashim, y fuimos educadas… para servir de adorno, no para ser eruditas. Creo que es latín —añadió, con un pequeño estremecimiento.

Yashim, que ya había supuesto eso, trató de ocultar su decepción.

—Pensaba que quizás le resultaría a usted familiar.

—¿El latín, Yashim? —La Valide soltó una estridente risita—. Pero no. Tienes razón. Lo siento, hace mucho tiempo. —Deslizó un dedo bajo su párpado, para quitarse una lágrima—. Tonta de mí. Estaba pensando en mi madre. Una mujer muy inteligente. No a mi manera, desde luego. Ella era una soñadora, una idéaliste. Padre quería que fuéramos bonitas. Pero mi madre… ella trató de enseñarnos algo más, más allá del baile y de la manera de usar el abanico. Incluso el latín. —Sonrió tristemente—. Pienso que hacía siempre demasiado calor.

Levantó la mirada casi con timidez.

—No hablo de ellos desde hace muchos años —dijo. La Valide se quitó las gafas y las dejó sobre la alfombra a su lado—. Los edificios y antigüedades de Constantinopla —dijo, devolviendo el libro—. No soy de mucha ayuda. Probablemente tú ya sabes cuándo fue publicado.

—En 1560, en Roma.

La Valide lanzó a Yashim una larga mirada.

—Está pasando alguna cosa entre tú y tu amigo Palieski, n’est ce pas?

—¿Valide?

Ella movió un dedo desaprobadoramente.

—¡Por Dios! Palieski es un hombre bien educado, y fue criado en un país católico. Un país frío, donde es fácil aprender latín, entre otras cosas. Pienso que su latín sería mejor que el mío. ¿Por qué no le consultas? Es amigo tuyo.

Yashim apartó la mirada.

—Monsieur Palieski me ha puesto en una situación embarazosa —dijo rígidamente.

—Ya veo. ¿Y era intención suya hacerlo así?

Yashim movió negativamente la cabeza.

—No.

La Valide inclinó la suya a un lado.

—La amistad es una oportunidad, Yashim, y nuestra vida es corta. ¿Has hablado con él?

—No. No lo he hecho.

Flûte! No seas tonto, jovencito. Lleva este libro a tu amigo. —Se colocó bien el chal sobre los hombros—. Ahora estoy cansada.

Cerró los ojos y dejó escapar un gran suspiro.

—¡Latín!

41

Yashim salió por la puerta del palacio y cruzó hasta la fuente del sultán Ahmed. A pesar de sí mismo, torció a la izquierda, pasando por delante de los abovedados baños que el gran arquitecto Sinán había construido para Roxelana, la esposa de Solimán el Magnífico. Uno de los baños estaba siendo usado actualmente como almacén. Hierbajos, incluso un arbolito torcido, brotaban de los agrietados techos de plomo.

Salió, y entró en el Hipódromo.

No había nada de monumental en la altura de la Columna de la Serpiente, nada que llamara la atención. Pero una vez que reparabas en ella, descubrió Yashim, siempre resultaba difícil apartar la mirada. Su misma pequeñez constituía una burla de las pretensiones de los monumentos más grandes. Desprovista de sus placas, hablando un lenguaje perdido, no era más que una inútil evocación de una desvanecida gloria.

Tres serpientes, simétricamente entrelazadas, se alzaban muy por encima del suelo. Una creación simple, aunque intrincada. Yashim se preguntó qué tenía que decir al respecto el libro de Lefèvre: Los edificios y antigüedades de Constantinopla. Diría, probablemente, que habían venido del Templo de Apolo en Delfos, la sede de la sabiduría de los oráculos en el mundo antiguo.

Pero ¿y qué decir del autor? ¿Habría quedado asustado por aquellas feroces cabezas el autor del libro?

Éste se habría encontrado donde estaba Yashim ahora. Sería un erudito, sin duda, docto y desapasionado. Habría contemplado aquella columna, como una maravilla del mundo antiguo; de la misma manera que Yashim dirigía ahora su mirada años atrás, a la época de Solimán… donde, entre los jenízaros y las tiendas de campaña, los estandartes de ejércitos derrotados y las pululantes multitudes, veía al autor tomando notas cuidadosamente.

Yashim se encogió de hombros y se apartó. Regresó al barrio de Fener y ocupó una silla en el café que le gustaba en la Kara Davut, donde lentamente se dedicó a pasar las páginas del libro de Lefèvre, buscando ilustraciones.

Cuando volvió a alzar la mirada, Preen estaba bajando por la calle. Reconoció su manera de andar, aunque su cabeza, observó Yashim divertido, iba cubierta con un modesto charshaf.

Ella también lo divisó y lo saludó con la mano; luego se acercó a grandes zancadas, se sentó y se echó hacia atrás el pañuelo. Varios viejos que se encontraban en las proximidades hicieron crujir sus sillas al darse la vuelta y se quedaron mirándola. Yashim sonrió. Hizo una señal al propietario del establecimiento, que asintió y se encogió de hombros.

—El chico de la Academia —la apremió Yashim.

—Alexander. Es de los juerguistas, desde luego. Botes subiendo por el Cuerno de Oro hasta las Aguas Dulces. Música, vino y un interés por la chica de los Ypsilanti, supongo.

—Decoroso —murmuró Yashim.

—Hasta aquí —asintió Preen—. Pero disfruta de una vida nocturna también.

—¿No tan decoroso?

—Me resulta difícil decirlo. Es conocido en varias tabernas del puerto. En Kumkapi, un poquito, pero sobre todo en la parte de Pera. Tophane, por ejemplo. Algunos de esos lugares son de bastante mala nota, Yashim.

Éste asintió. Tophane, la fundición de cañones, tenía una pésima reputación.

—No se lo ha visto mucho recientemente, al parecer. Alguien dijo que podría estar fumando.

—¿Quieres decir opio?

—Podría ser.

—Fue licor lo que yo olí en su aliento el otro día.

—Pero el opio explicaría por qué no se le ha visto demasiado. Los antros de Tophane.

—¿Los conoces?

Preen arqueó una ceja.

—¿Por quién me tomas, Yashim?

—Me gustaría ir a Tophane. Hay una información que quisiera obtener.

—La gente va a Tophane a olvidar, Yashim. No les gustan las preguntas.

Pero Yashim no estaba escuchando.

—Podemos ir esta noche.

42

Durante siglos, los navios otomanos habían sido reparados y aprovisionados en el arsenal, cerca de Tophane, que superaba en tamaño y competencia a cualquier astillero naval situado al este del propio, y vedado, Arsenale de Venecia. De día, el barrio era un infierno de resplandecientes hornos y metales fundidos, de marineros que se esforzaban por descargar los buques que llegaban procedentes del mar Negro, con su carga de madera y cáñamo, los barcos de almáciga procedentes de Quíos, el lino egipcio, el cobre de Anatolia, el mineral de hierro de los puertos del Adriático: las materias primas del imperio que servían para mantener su marina a flote… si bien ya no formidable.

Por la noche, Tophane se retraía sobre sí mismo. La fundición se quedaba en silencio; los paisajes al otro lado del Bosforo hasta las colinas de Asia se sumergían en la oscuridad; los buques de carga crujían débilmente en sus amarras. No había farolas encendidas en los serpenteantes callejones, donde marineros y porteros de burdeles, holgazanes y ladrones se empujaban y maldecían mutuamente en la oscuridad. Sólo parpadeantes linternas colgaban de ventanucos, o en el bajo dintel de un portal, guiando a los hombres a sus tabernas y cuchitriles de bebida, al ron y al raki y a fatigosas cópulas sobre jergones de paja, así como al dulce, empalagoso, olor de la pipa.

Yashim dejó que Preen encabezara la marcha.

En la tercera taberna en la que entraron un marinero maltés, de rostro enrojecido por la bebida, bruscamente le explicó a Preen sus planes para la noche. Esos planes la incluían a ella, a Preen. Cuándo ésta puso objeciones, el maltés estrelló una botella contra el suelo y se lanzó contra su rostro con el borde dentado.

Yashim paró el golpe con el antebrazo, lo cual llamó la atención de un grupo de marineros malteses, que, aparentemente, seguían trastornados por la matanza de hombres, mujeres y niños inocentes en la isla de Quíos por soldados irregulares otomanos dieciséis años antes.

—¡Me ha golpeado! ¡El cabrón!

—¡Asesino de niños! ¡Homicida!

Yashim no sabía de qué estaban hablando.

Retrocedieron y salieron juntos por la puerta.

Preen empezó a caminar muy deprisa colina abajo. El callejón conducía fuera de la ciudad y hacia el mue lle. Antes de que Yashim pudiera hacerla volver, la puerta de la taberna se abrió de golpe y los malteses salieron en tromba al callejón.

Decidieron que cortarían en pedazos a Yashim por su papel en una matanza en la que ninguno de ellos había estado presente. Algunos empezaron a abrir sus navajas, y a correr colina abajo.

Yashim los oyó venir.

Era preciso conseguir que Preen se adelantara doblando por una esquina, que dispusiera de unos segundos para esconderse.

La agarró por el brazo.

Al dar el primer giro miró a las paredes; en la oscuridad parecían lisas, sin un portal. Había un callejón que volvía a correr colina abajo, unos metros más adelante. Tenían que llegar a aquella esquina antes de que los malteses los vieran. Hizo girar a Preen a la derecha.

—¡Asesino de niños! ¡Te haremos pedazos!

El callejón descendía. Había una especie de escaleras. Preen y Yashim las bajaron de tres en tres. Estaban cerca de la orilla.

Al pie de las escaleras, Yashim giró bruscamente a la derecha. Tenía una vaga idea de que podían seguir la línea de la costa y dar la vuelta más tarde.

—¡Ahí está! ¡Cójelo!

Los malteses estaban en las escaleras.

Preen se tambaleó y gritó.

Yashim la volvió a coger por el brazo y la obligó a torcer la esquina.

El muro a su izquierda perdía altura. Estaban en el muelle. Allá delante podía ver los postes verticales del embarcadero, con un único bote descansando entre ellos.

Si pudieran llegar a la embarcación…

Un hombre salió de un callejón a la derecha y se dirigió al bote.

—¡Espere! —bramó Yashim.

El hombre no miró a su alrededor. Se metió en el esquife. El remero puso su mano sobre el remo.

Yashim y Preen se encontraban a unos veinte metros de distancia. El bote se separó de la orilla con una sacudida.

—¡Espere! ¡Socorro! —gritó Yashim—. ¡Ayúdeme! —gritó en griego.

Rodeó con el brazo el poste de amarre. El bote se había alejado unos tres o cuatro metros. El remero miró a Yashim, y luego atrás, al muelle, donde los malteses acababan de aparecer.

El hombre del esquife les lanzó una mirada. Hizo un gesto de asentimiento al remero y el bote se deslizó hacia atrás. Preen y Yashim saltaron a bordo.

Cuando el esquife salió disparado nuevamente hacia delante, los malteses aminoraron la velocidad. Anduvieron al trote corto por el muelle, agitando los puños.

—¡Asesino de niños!

Yashim levantó la mirada para dar las gracias al hombre, y excusarse.

—Habría que poner un vigilante aquí —dijo.

El hombre se encogió de hombros.

Era Alexander Mavrogordato.

43

—Gracias por detenerse.

—¿Qué está usted haciendo aquí?

—Estaba buscando a unas personas —dijo Yashim. Mavrogordato miró hacia atrás, al muelle.

—Al parecer, las encontró.

—No, no eran ésas las que buscaba. —Yashim se secó la frente y tomó aliento—. Usted me apartó del caso.

El joven se encogió de hombros.

—Madre lo hizo.

En la oscuridad, resultaba difícil decir si estaba mintiendo.

—Lefèvre ya estaba muerto —dijo Yashim—. Usted no podía haber sabido eso, ¿verdad?

—¿Por qué preocuparse? Un hombre como Lefèvre…

Yashim oía el agua goteando de la espadilla.

—¿Fue una coincidencia, entonces?

—Está usted en mi bote —señaló el joven—. Eso parece una coincidencia, ¿no?

—Quizás. Pero… yo lo estaba buscando, también.

—¿Usted…? ¿Usted me seguía?

—No. Pero oí que usted venía aquí a veces.

—Eso no es cierto. ¿Quién le dijo eso?

—Es cierto esta noche, ¿no?

Alexander Mavrogordato no replicó. Si había estado fumando, pensó Yashim, parecía tranquilo.

—¿Quién es el dueño del Ca d’Oro?

El frágil esquife se balanceó al cruzar la estela de un bote de pescador.

—¿Qué tiene eso que ver con ello?

—¿Es uno de los barcos de su padre?

—Escuche, amigo. —Alexander se acercó—. Yo desconozco los negocios del viejo. Dentro de seis meses, estaré fuera de aquí, si Dios quiere.

—¿Fuera de aquí? ¿Por qué?

—Eso es asunto mío —replicó Alexander—. Usted no lo entendería. El Fener. El Bosforo. El bazar… usted piensa que es el mundo, ¿no? Todos lo piensan. Y sólo porque el sultán hace unos pocos cambios aquí y allá, creen ustedes que están viviendo en el lugar más moderno de la tierra. Basura. Constantinopla es un lugar atrasado. Se sorprendería usted. El resto del mundo… se ríe de nosotros. París, San Petersburgo. ¡Vaya, en Atenas tienen incluso luz de gas en las calles! En un montón de calles. Tienen… política, filosofía, todo. Salas de concierto. Periódicos. Puede usted comprar un periódico y sentarse a leerlo en un café, y nadie se fija en usted. Al igual que en el resto de Europa. La gente tiene opiniones allí.

—¿Y leen periódicos que tienen las mismas opiniones?

—Sorprendente, ¿no? Me voy allí, amigo. Me casaré, y… me iré.

—Y su mujer… ¿Está usted seguro de que querrá ir allí?

—¿Mi mujer? Hará lo que yo quiera, por supuesto. Le regalaré vestidos elegantes, y celebraremos cenas e iremos a la ópera, y cosas así. Seremos completamente libres. Usted no lo entendería.

Yashim movió negativamente la cabeza. El muchacho estaba en lo cierto. Si la libertad significaba sacar tus opiniones de los periódicos y vestir como todo el mundo, entonces se trataba sin duda de algo que él jamás comprendería. Una placer, quizás, que él nunca tendría derecho a disfrutar.

—Gracias por detenerse —dijo—. Puede usted dejarnos donde prefiera.

Alexander gruñó algo que Yashim no captó. Probablemente, pensó, era mejor así.

44

De día, visto desde el agua, Pera parecía un enorme crustáceo sacado del mar. Del lado de Estambul, había minaretes y árboles; pero sobre el Cuerno de Oro, la colina de Gálata era gris y árida, incrustada de tejados, las ventanas de los edificios superponiéndose a medida que caían hacia el borde del agua. Quedaban aún parcelas de verdor, allí donde semillas y enredaderas habían reclamado unas zonas limpiadas por el fuego que barriera la ciudad cuatro años antes; pero no durarían mucho. Los alquileres estaban subiendo; tenían que hacerse fortunas; se estaban construyendo a diario nuevos edificios, y los ciudadanos de Pera no necesitaban, al parecer, árboles o jardines.

Yashim subía lentamente por la Grande Rue. Si Pera era una criatura marina, la Grande Rue era su cresta espinosa, que iba desde la parte superior de las escaleras que conducían desde el muelle al gran tanque de agua que daba su nombre, Taksim, al barrio que se extendía más allá. Era la calle donde se alzaban las embajadas extranjeras. En la última década se había vuelto tan cosmopolita como París o Trieste. Yashim vio fachadas de piedra clásicas y grandes ventanas acristaladas; las tiendas vendían sombreros y guantes, licores, pastelería francesa, sombrillas, botas inglesas. Por todas partes adonde mirara, surgían nuevos edificios que copiaban los estilos de imperios desaparecidos y civilizaciones perdidas… motivos egipcios y cariátides romanas. Era algo desarraigado —porque el dinero no tiene raíces—, y también profuso, penoso, feo y excitante.

La frivola mezcla de estilos se repetía abajo, en la calle. En la multitud que se arremolinaba arriba y abajo de la Grande Rue había hombres y mujeres de todas las nacionalidades y ninguna. Todas las razas del Mediterráneo, árabes y franceses, hombres con albornoces, hombres con sombrero, mujeres con tacones, eslavos de anchos hombros, severos ingleses, marineros genoveses, sastres belgas, nubios, drusos de piel olivácea procedentes de las colinas del Líbano, pálidos rusos de rubias barbas, vendedores ambulantes, holgazanes, actores, vagabundos, proxenetas, aguadores. Dos docenas de vendedores callejeros ambulantes voceaban sus mercancías. Un mono saltaba sobre un organillo. Incluso un oso andaba arrastrando las patas y miraba a su alrededor, al público, con una agradable mueca.

Ayer mismo, Yashim se había preguntado adónde había ido a parar el gran desfile, cuando desapareció de la corte en Topkapi. No a Besiktas, donde un sultán estaba agonizando en su lecho europeo.

Tiró de la campanilla de un gran edificio de piedra gris algo retrasado con relación al resto de casas de la calle, y un lacayo de grisácea tez e inmaculado uniforme respondió a la puerta.

—Monsieur Mavrogordato está atendiendo su correspondencia. No recibirá a nadie antes de las once.

—¿Quiere usted informar a su amo de que soy un amigo del francés Lefèvre? Necesito verlo urgentemente, para un negocio privado.

El criado apretó los labios y frunció el ceño. El turco de la puerta iba ataviado a la vieja usanza, pero vestía correctamente. De haber llevado el fez, como cualquier hombre de negocios, habría sido más fácil de despedir; pero su turbante le prestaba un sentido de misterio, combinado con aquel aire de confianza que los empleados son rápidos en detectar. La combinación podía significar dinero. Negocios privados, vaya. Ciertamente, a su amo le gustaba atender su correspondencia sin ser molestado. Pero no era un hombre al que le encantara perder una oportunidad. Negocios privados. Bueno, «negocios privados» podía significar muchas cosas.

—Un momentito, effendi —dijo, con una mayor demostración de cortesía—. Si quiere usted pasar, llevaré su mensaje a monsieur Mavrogordato.

El vestíbulo era estrecho y oscuro, y no había un lugar donde sentarse. Yashim se quedó de pie mirando a la calle a través de los cristales de la puerta. La multitud iluminada por el sol circulaba a un ritmo constante; a veces alguien se detenía u holgazaneaba un momento, pero el movimiento era intenso y finalmente empujaba y recuperaba a la persona, que se desvanecía en la corriente.

Yashim se acordó del libro que Grigor le había mostrado, con sus emperadores durmientes y antiguas profecías. ¡Cuán fútil parecía esa Gran Idea! Cuán superficial comparada con el profundo significado del tiempo y los acontecimientos. Bizancio hacía tiempo que había desaparecido. Recordó las antiguas palabras que el Conquistador había murmurado mientras inspeccionaba las ruinas del palacio imperial: «La araña teje una cortina en el palacio del césar: la lechuza ulula en las torres de Afrasiab».

—Monsieur Mavrogordato le recibirá, effendi.

Mavrogordato era bajito y cuadrado, su cabello era oscuro y llevaba un bigote cuidadosamente recortado. Estaba sentado, con su chaqueta colgando del respaldo de su silla, las mangas remangadas, y sus delgados antebrazos, cubiertos de blanco vello, descansaban sobre una mesa cubierta de papeles, como un marinero naufragado aferrándose a una balsa. Era difícil imaginar su edad: cincuenta, tal vez. Más viejo que su mujer. Y Yashim había tenido razón. El chico, Alexander, se parecía a ella.

—¿Cómo está usted? ¿Café? Stefan, café.

Su voz era un poco chirriante, con un acento que Yashim no conseguía situar del todo. Cuando Stefan hubo salido de la habitación, el hombre se inclinó hacia delante, parpadeando.

—Tiene usted algún asunto de interés, ¿eh? —bajó los ojos hacia una tarjeta que tenía sobre la mesa—, Yashim.

—¿El nombre significa algo para usted? —preguntó Yashim, levantando la cabeza. El banquero no dio muestras de reconocerlo, y parecía excusarse—. Pensaba que… quizás su esposa…

Mavrogordato se sobresaltó.

—¿Mi esposa?

Se produjo una momentánea pausa. Yashim movió una mano.

—Perdóneme, debería explicarme. Maximilien Lefèvre. El arqueólogo.

Mavrogordato frunció el ceño.

—Lefèvre —repitió. Luego, en un tono sombrío, añadió—: ¿No se ha enterado usted?

—Lo conocía ligeramente —dijo Yashim con lentitud.

Mavrogordato soltó un gruñido.

—Lo conocía. Hum. —Y empezó a tamborilear con sus dedos sobre la mesa, con gesto ausente.

—Estoy investigando su muerte. Tratando de establecer algunos hechos.

—No sé nada al respecto —dijo el banquero.

—No tenía intención de sugerir… —Yashim levantó las manos. Incluso en aquel despacho podía seguir oyendo el murmullo de la multitud fuera, el débil tañido de campanillas, el traqueteo de los carruajes sobre los adoquines—. ¿Usted lo conocía?

—Yo… Vino aquí una vez. Quería que le prestara dinero.

Hizo una pausa, Yashim no dijo nada.

—Y se lo presté —continuó el banquero—. Una pequeña cantidad.

Mavrogordato hizo una pausa, como si estuviera recordando, luego se levantó enérgicamente de la mesa.

—Lo lamento mucho. Pero los negocios deben proseguir.

—Por supuesto, effendi. Si pudiera solamente hacer una pregunta… ¿Hablaron ustedes? Era un hombre interesante.

Mavrogordato parecía sorprendido.

—Me temo que no tengo el menor interés en la arqueología. Un error por mi parte, estoy seguro de ello, pero yo soy un hombre de negocios. Usted comprenderá…

Yashim levantó la cabeza.

—¿Cuánto pidió prestado?

El banquero soltó un soplido, hinchando las mejillas.

—Ya que me lo pregunta, creo que fueron doscientos francos.

—Ah, dinero francés.

—Sabe usted, en estos tiempos… Uno no puede prestar piastras.

—¿Porque…?

—El valor es demasiado inestable. —Mavrogordato agitó una mano regordeta—. Son cuestiones financieras.

—Sobre lo cual sé muy poco —reconoció Yashim—. ¿Por eso vino a verle, piensa usted?

Mavrogordato se encogió de hombros desaprobadoramente, y cogió un papel de su mesa.

—No podría decirlo. Le deseo suerte.

—Muchas gracias por su tiempo. —Yashim hizo una pausa, con su mano sobre el pomo de la puerta—. Una última cosa que me olvidé preguntar… ¿Qué clase de garantía le dio a usted Lefèvre?

Por un momento, los ojos de Mavrogordato recorrieron la habitación. Hizo un gesto con el papel que tenía en la mano.

—Era un francés. Y se trataba sólo de un pequeño préstamo.

—Sí, claro. No le dio a usted nada.

Cuando cerraba la puerta, vio que Mavrogordato seguía observándolo, parpadeando.

45

—Pobre diablo —dijo Palieski. Miró por la ventana, donde las abejas estaban libando soñolientamente la glicinia—. ¿No le parece que estas tardes de verano son insoportablemente tristes? Debe de ser mi edad.

Fuera, una cigüeña entrechocaba su pico; últimamente, una pareja de estas aves había establecido su residencia en el nuevo pináculo de la Torre de Gálata, a unos centenares de metros de distancia.

Palieski se volvió y recuperó el librito de la mesa.

—Lefèvre tiene que haber estado muy asustado para dejar esto en tu piso.

—Yo supongo que se acordó de ello cuando fui a buscarle una litera en el barco —dijo Yashim—. Eso lo animó, en cierta forma.

—Pensar que estaba a salvo, sí. —A Palieski se le notaba el malestar en la voz.

Metió la nariz en el libro y empezó a murmurar para sí. Yashim se sirvió él mismo el té del embajador y se recostó en su silla, tratando de recordar el estado de ánimo de Lefèvre, intentando acordarse de sus últimas palabras. Se había metido en aquel esquife… ¿cómo? Podía recordar que él, Yashim, se había sentido ligeramente impaciente con todo el asunto… El dinero y el malestar de Lefèvre por el barco. Después de eso, no había prestado mucha atención a Lefèvre. Pensaba que no lo volvería a ver.

Pero Lefèvre debió de haber considerado que sí. De ahí el libro escondido. Y había subido al balanceante esquife sin decir una palabra.

Había muchas cosas que a uno le podían disgustar de Lefèvre, pero no se le podía criticar su valor.

Mientras, dentro de poco, todo el mundo tendería a pensar que Yashim lo había matado. No importaba si lo creían o no: sólo con airear la posibilidad, ya sería suficiente. La calumnia se lanzaba únicamente contra el débil; nadie agitaba acusaciones contra personas con poder indiscutible. Ser puesto bajo sospecha demostraba que Yashim no tenía suerte: y a nadie en Estambul, y menos que a nadie, a palacio, le gustaba un hombre desafortunado.

Yashim levantó su taza y miró con los ojos entrecerrados a su amigo a través del vapor, con un repentino acceso de afecto. Palieski pareció sentir su mirada, porque levantó los ojos del libro y sonrió.

—No sé a qué viene tanto alboroto —dijo—. Conozco este libro. Petrus Gillius —explicó Palieski— era un anticuario. Como tu desgraciado amigo, supongo. Al igual que él, era francés. Pierre Gilíes. Pero en aquellos tiempos los hombres instruidos escribían en latín, de manera que para ti, y para mí, es Gillius. Llegó aquí durante el reinado de Solimán el Magnífico. A mediados de 1500, vuestros días de gloria.

Palieski se había levantado de su asiento y estaba mirando sus estanterías. Sacó un par de tomos, los hojeó uno tras otro, y finalmente deslizó su dedo por una página.

—Aquí lo tenemos. Gillius. Eso es. Llegó aquí en 1550 con el embajador francés. Se quedó unos años y luego, de repente, se unió a Solimán en una campaña contra los persas. Es extraño, pero regresa al año siguiente y luego se va a Roma. Y escribe su libro.

—Este libro —dijo Yashim taciturno.

—Supongo que no se obtendría un ejemplar tan fácilmente… 1560… ésa es la primera edición.

—¿Hubo otras?

—Oh. Ha sido traducido. Al inglés, al francés. Yo tengo una edición francesa, aunque ahora no la encuentro.

—No —dijo Yashim tajantemente—. Tiene que tratarse de algo sobre este ejemplar del libro que es único. Si pudiera leerlo…

—Déjamelo a mí, Yash. Yo investigaré. Disfruto bastante con ello, realmente.

—Vigila las pequeñas notas que hay dentro… No las dejes caer.

El libro parecía haber funcionado como una bolsa de viaje, sus páginas estaban atiborradas de notas y papeles doblados.

—¿Por qué fue asesinado tan brutalmente? Le cortaron el esternón en dos y le partieron las costillas.

Palieski pestañeó.

—¡Dios! Como un sacrificio vikingo.

—¿Un… qué?

—Vikingo, Yashim. Habrás oído hablar de los vikingos, ¿no? Esos guerreros enloquecidos. Como vuestro antiguo regimiento de los deli… Gente que se volvía loca cuando iban a la guerra. Éstos eran del norte. Cabello rojo, muy fornidos, tremendos marineros. Salieron de sus fiordos hará unos mil doscientos años. Sus barcos estaban tallados como dragones. Poseían una gama primitiva de dioses. Durante el verano se dedicaban a la violación, el asesinato y el pillaje. Largos poemas al respecto para mantenerlos felices, durante el invierno. Duros es decir poco. Arrastraron Europa a lo que nosotros llamamos la Edad de las Tinieblas. Su producto más notable, además de las viudas, fue Rusia.

Yashim se estaba inclinando hacia delante, escuchando son suma atención. Ahora movió negativamente la cabeza.

—¿Qué quieres decir? ¿Rusia? ¿O se trata de una broma polaca?

Palieski lo miró con expresión afligida.

—En absoluto. Los vikingos no viajaron sólo a través de los océanos. Usaron los ríos bálticos, también. Construyeron barcos que podían navegar en las aguas más someras. Pero cuando llegaron al Volga, ya no tuvieron más dificultades. Arriba por el Volga, abajo por el Dniéper. El mar Negro. Constantinopla. Fácil. Atacaron unas pocas veces. Se instalaron en Kiev… Una base segura para sus incursiones por aquí, y eso ha sido la tradición desde entonces. Al final, por supuesto, los bizantinos encontraron que era más barato y más fácil convertirlos al cristianismo ortodoxo… Su líder tomó el nombre de Yaroslav y pensó que era el hermano pequeño del emperador. Pero no dejaba de ser un vikingo.

—¿Y ése es el origen de Rusia?

—En un sentido amplio, sí. Los orígenes de la ortodoxia rusa. En cuanto los volvieron amistosos y medio civilizados, los bizantinos los utilizaron como guardia imperial, la guardia varega. Todos de más de dos metros de estatura y vikingos de la cabeza a sus peludos pies. Más o menos lo único que mantenía a salvo a los griegos en Constantinopla.

Yashim pegó un brinco.

—¿La guardia varega protegía a los griegos? ¿Y empleaba ese estilo bárbaro de ejecución?

Palieski mostró una expresión de duda en su rostro.

—Bueno, no sé si aún lo usaban entonces. Quizás lo abandonaron, junto con sus dioses paganos. Lo ignoro. Pero aquí hay algo curioso para ti, si te interesa. El águila con las alas extendidas era el símbolo de los emperadores bizantinos. Y después de la caída de éstos, los rusos empezaron a usarla por su cuenta. Para demostrar su afinidad. Ya sabes, pretensiones al trono de Bizancio. Protectores de la Ortodoxia, y todo eso.

Hizo una pausa y se frotó las manos.

—La lección de historia terminó. No sé si ha servido de algo. El sol se ha puesto. Tomemos una copa.

Fue por un lado de la mesa y se dirigió a la puerta para abrirla.

—¡Marta! —bramó—. ¡Vodka, vasos y hielo!

Yashim sonrió.

—Siempre grito estos días —señaló afablemente Palieski, desde la puerta—. Me ahorra tener que decir por favor. Marta se ha vuelto muy quisquillosa con las buenas maneras, no se me ocurre por qué. De todos modos, la campanilla está rota.

46

Ya había oscurecido cuando Yashim llegó al embarcadero de Karakoy. Estambul, al otro lado del Cuerno de Oro, parecía extrañamente poco familiar, el contorno de sus colinas oculto en la oscuridad, vagas alturas resaltadas por las linternas que ardían sobre minaretes y cúpulas. Por un momento, era posible creer que la ciudad había sido reemplazada por montañas, sus picos y laderas salpicadas aquí y allá por chozas de carboneros.

Cerró los ojos, se tambaleó ligeramente y, cuando los volvió a abrir, tuvo la impresión de mirar a través de una vasta extensión de negra agua, hacia los faroles de lejanos buques que cabalgaban un invisible horizonte que parecía estar muy arriba y muy lejos.

Tomó el primer bote que le ofrecieron, consciente de que el esquife no era una embarcación para un hombre que había bebido demasiado. Su delgado y ligero casco era una endeble envoltura para proteger a dos hombres del agua, que lamía casi el borde de la barca. Se reclinó en el rojo cojín, cambiando su peso al codo izquierdo para ayudar a equilibrar el elegante y oscuro casco. Ahora podía ver la gran extensión de la ciudad, como de costumbre, y la cálida, baja luz del farol del embarcadero, donde los esquifes estaban amarrados.

El remero colgó una endeble linterna en la proa y cogió los remos. Empujó el esquife fuera del embarcadero con un movimiento amplio y experto del brazo. Como una flecha, el esquife se deslizó silbando a través del agua. Yashim dejó que sus ojos se cerraran.

El aire era cálido. A través del agua, murmullos y fragmentos de conversación llegaban perezosamente del desembarcadero. Los perros que ladraban en la Punta de Gálata sonaban cerca. Yashim sentía el rítmico tirón de los remos; el agua chocaba contra el casco. El remero habló pero no con él, y se produjo una débil sacudida, una quietud, una ausencia de sonido familiar. Una ola golpeó el esquife y lo hizo balancear ligeramente. Yashim abrió los ojos.

El bote había dejado de moverse. Vagamente recortado contra la luz del farol podía verse al remero, sus hombros inmóviles: parecía estar descansando sobre sus remos. Las luces de la ciudad viajaban lentamente alrededor de él, por detrás de su cabeza, como las luces de un carrusel de feria. A Yashim le gustó esa explicación. Por el momento, no podía pensar en otra.

Parpadeó varias veces. El silencioso barquero, razonó, estaba esperando a que él hablara.

Una luz en la orilla se apagó. Cuando reapareció al otro lado de la negra silueta del remero, Yashim cayó en la cuenta de que no era Estambul lo que estaba girando; más bien el propio esquife estaba haciéndolo gradualmente con la corriente.

—¿Qué pasa? —preguntó Yashim.

El remero no se movió. En su lugar otra voz replicó:

—No pasa nada, effendi. Dentro de un momento, si usted gusta, continúa viaje. Usted es un hombre bueno, estoy seguro.

Yashim sintió que se le erizaban los pelos del cogote.

—¿Qué quiere usted?

—Sí, sí. Un hombre bueno. —El esquife tembló ligeramente. En la oscuridad, comprendió Yashim, otro bote se había situado a su costado—. No le gusta tener cosas que pertenecen a otros hombres, ¿verdad?

La voz procedía de algún lugar detrás de su cabeza. Yashim estaba bien despierto ahora, su mente esforzándose rápidamente por construir una imagen de su situación. La veía, como si dijéramos, desde arriba. Si su remero se estaba apoyando en los remos, todavía extendidos sobre el agua, el otro bote debía de haber venido a su lado, a menos que sus remos estuvieran desarmados. Había tenido la impresión de que la anónima voz de la oscuridad estaba demasiado cerca para eso. Lo cual hacía probable que los dos botes estuvieran popa contra popa. No tenía más que alargar el brazo y encontraría… ¿Qué? La mano del que hablaba sobre el borde de su esquife. Los nudillos estaban doblados sobre la regala.

—¿Qué passa? ¿De qué hablass? —Confiaba en que su voz pareciera la de un borracho.

—Hablo de un libro, míster. Es pequeño. Negro. No te pertenece, ¿comprendes? Pero haremos bien las cosas. Dame el libro y sigue tus caminos.

La mano de Yashim se dirigió a su pecho. El libro de Lefèvre no estaba allí.

—¿Quién es usted? —dijo con voz espesa.

—Por favor. Sólo el libro.

El bote dio un leve bandazo, y se oyó un clic metálico. Algo centelleó momentáneamente en la oscuridad.

—¿Cuánto vale su vida, effendi?

Sería muy pronto. Quedaba poco tiempo.

Yashim se incorporó. Alargó su mano buscando apoyo y trató de quitar los dedos del hombre del lugar donde se agarraban al borde de su esquife.

Cuando uno se dispone a subir a un bote sujeto firmemente contra un embarcadero fijo, o inmovilizado por los remeros, es posible quedarse de pie durante unos momentos.

En aguas abiertas, cuando no hay nada que estabilice el bote y los remeros no están adiestrados, no dispone de segundos. Quizás sólo de uno.

Yashim se puso de pie.

Se adelantó y golpeó el suelo con el pie, entre los dos bordes.

Se oyó un crujido, y los botes se sumergieron juntos. Cuando el casco de su esquife fue lanzado hacia arriba de rebote, Yashim retrocedió un paso, y se proyectó hacia atrás, al agua.

Se quitó el agua de los ojos con las manos, mientras se liberaba de su capa, dejándola flotar. Hizo lo mismo con el blanco turbante de su cabeza. Podía reflejar la débil luz. Con la cabeza sobre el agua, se concentró en permanecer a flote lo más silenciosamente posible mientras tres hombres forcejeaban, maldiciendo, allí mismo. Yashim cogió el dobladillo de su capa con los dientes y retrocedió suavemente. La capa lo protegería y le serviría de aviso si alguien trataba de agarrarlo en la oscuridad.

Podía oír a los hombres más claramente ahora. Uno de ellos estaba maldiciendo. Quizás se trataba del hombre cuya mano había pisado. Otro se estaba lamentando de la pérdida de sus remos. Alguien finalmente le dijo que se callara.

Con los botes desaparecidos, los hombres tendrían que nadar hacia la orilla. La costa de Pera estaba algo más cerca; probablemente nadarían hacia allí. Yashim siguió braceando silenciosamente hasta que los oyó chapotear, y entonces soltó la capa y se volvió hacia delante. Nadaba braza, sin tratar de luchar contra la corriente, que lo estaba llevando lentamente hacia el Bosforo.

Unos veinte minutos más tarde, un par de porteadores descalzos que disfrutaban de una tranquila calada ante la Nueva Mezquita se vieron sorprendidos al ser llamados por un hombre que salió chapoteando de la oscuridad. Era inaceptable que el hombre estuviera chorreando, pero les dobló la tarifa habitual por llevarlo a los baños de Fener. El negocio había estado muy tranquilo toda la noche.

47

Las cortinas de muselina y seda se rozaban entre sí, agitadas por un soplo del aire de la noche. A veces podía ver una diminuta diadema de estrellas a través de una rendija cerca de la baranda, y venía y se iba, venía y se iba, igual que las personas cuando alguien se estaba muriendo, mirando para observar el progreso de la muerte, para hacer un informe sobre la invisible lucha; eso era lo único que quedaba. El sultán se preguntó si así morían todos los hombres, solos, presas de las dudas, perturbados por los recuerdos.

Oyó la respiración de la sala, la respiración de la mujer, el suave frufrú de la muselina rozando contra la seda. Esto, por supuesto, proseguiría. El mundo seguiría respirando sin él. Su propio aliento era más débil; no producía ningún sonido; apenas se movía. Ahora que se estaba cerniendo el gran sueño, ya no tenía necesidad de dormir. No tenía que prepararse más para el sueño eterno.

En el agua, abajo, algo chapoteó. El Bosforo estaba lleno de peces. Se imaginó deslizándose con ellos, sus fríos y metálicos cuerpos manteniéndose en equilibrio, la luz de la luna refractada a través de la superficie del agua, fría y plateada, y los peces brillando como las estrellas.

Nadaba con ellos, fácilmente, llevado por la corriente y con un esfuerzo que era insignificante, imperceptible. ¿Acaso no habían estado allí siempre? Esperándolo… o quizás no a él, especialmente, sino a alguien que estuviera dispuesto a venir, aquella noche, cualquier noche.

Miró al frente; parecía que su ojo volaba como una gaviota, rozando las oscuras ondulaciones, zigzagueando entre los cabos, donde las crestas de las colinas descendían hasta el agua.

Hasta donde los estrechos se abrían al inquieto mar.

48

Marta medio se dio la vuelta con la bandeja en sus manos y empujó la abierta puerta con la cadera. Dentro, la habitación estaba casi a oscuras, y sólo una pequeña rendija de luz entre los postigos mostraba que la mañana estaba avanzada. La habitación de Palieski olía fuertemente a cera de vela y a coñac, un olor que Marta asociaba con su amo y por el que nunca había llegado a sentir verdadero disgusto. La mesa —le constaba— estaría llena de libros y vasos, de manera que dejó la bandeja sobre las tablas del suelo y fue a abrir los postigos que ella misma había cerrado la noche anterior.

La luz del día entró a raudales en la habitación, y las ropas de la cama se agitaron y gimieron.

Marta tiró del marco de la ventana y consiguió abrirlo unos cinco centímetros por la parte superior. Por unos momentos se quedó mirando el patio. Suela, la hija de los Xani, lo estaba barriendo con una pequeña escoba; Shpëtin, su hermano, jugaba silenciosamente en la tierra, haciendo rodar una pelota arriba y abajo. Marta lanzó un suspiro.

Despejó un espacio en la silla que había junto a la cama, dejó la bandeja allí y se puso a recoger las botellas y vasos, y devolvió las palmatorias a la repisa de la chimenea. Procuró no desordenar ninguno de los libros esparcidos alrededor de la cama. El embajador era un magnífico erudito, a fin de cuentas. Noche tras noche pasaba horas interminables estudiando aquellos libros suyos, y ella sabía perfectamente que no debía dejar que su falta de cuidado echara a perder su trabajo. Lo que hacía su tarea más difícil era que poseía muchos libros, más de los que nadie había visto en su vida, de manera que hallar lo que necesitaba era una tarea muy penosa.

—Un griego nos visitó a primera hora —dijo, pasando una taza de té a la mano que había emergido de las ropas de cama. Marta, que era griega precisamente, envolvió la palabra con un intenso desprecio—. Le dije que no admitía usted visitas, pero que podía escribir y pedir una cita.

Palieski emergió del edredón y sorbió débilmente su té.

—Muy bien —murmuró—. Probablemente sería alguna especie de timo.

Marta asintió. Eso era, exactamente. El hombre parecía un timador.

—El agua vuelve a flojear hoy —dijo ella.

—El té está bueno, sin embargo. —Palieski alargó su taza, y ella se la llenó—. Gracias, Marta, puedo arreglármelas ahora.

Marta hizo una reverencia. En su interior no pudo reprimir una sonrisa. El embajador era un hombre inteligente desde luego; pero arreglárselas… no. Más allá de sus libros, era sencillamente un niño grande.

—Gracias, señor —dijo.

—Gracias a ti, Marta.

Cuando Marta se hubo ido, Palieski se estiró desde la cama y palpó el suelo. Una de las notas escritas a mano de Lefèvre había volado del libro la noche anterior mientras él lo leía tumbado en la cama. La había leído dos veces antes de comprender lo que era; luego apagó rápidamente las velas y se hizo un ovillo en la cama.

Ahora abrió nuevamente el libro, y a la luz más fría del día volvió a leer el papel.

«Serp. Column. Mehmet II lanzó la maza… Rompió una mandíbula. Patriarca de H. S. horrorizado. “Este antiguo e ilustre talismán fue erigido aquí con el propósito de echar a las serpientes de Constantinopla, y, en el caso de su destrucción, es sumamente probable que la ciudad sea destruida por una invasión de serpientes”. El sultán desiste. Cabezas rotas hacia 1700; noble polaco,???, consulta».

La palabra «serpientes» estaba subrayada. Las piernas de Palieski se agitaron con incomodidad bajo el colchón de plumas.

49

—¿Permiso para entrar? —Yashim estaba de pie en la puerta, paseando su mirada por los niños del patio.

La pequeña —¿cómo se llamaba?— levantó la mirada y le brindó una breve sonrisa, pero Shpëtin hundió la barbilla en su pecho y miró hoscamente al suelo.

—No dispares… Soy yo —dijo Yashim alegremente mientras cruzaba el patio.

Encontró a Palieski en la cama, balanceando una taza de té sobre las rodillas.

—Veo que tu centinela ha sido retirado —dijo.

—¿Qué? Quieres decir, el niño… Bueno, no lo sé. Su padre se ha ido a alguna parte sin decir nada, y todo el mundo está empezando a pasar apuros. La señora Xani está bastante sombría en sus mejores momentos, pero es Marta la que me preocupa. Otra vez. Está completamente trastornada por el niño.

Yashim asintió.

—A los niños les gusta la rutina —dijo.

—Mmmm. Salieron juntos recientemente, Xani y su hijo. Para enseñarles no sé qué. Luego el chico volvió más bien tarde una noche, solo.

Yashim asintió. Marta, el niño. Debía ser una mañana difícil para Palieski. Él quería hablar del libro de Lefèvre.

—Anoche me atacaron —dijo.

—¡Querido amigo! —El embajador parecía conmocionado—. Todo se está poniendo patas arriba.

Yashim le contó lo de los botes, y su inesperado chapuzón.

—Querían ese libro.

—¡Dios mío! Tuviste suerte. Echa una mirada a esto.

Le tendió a Yashim el ejemplar de Gillius. En la contraportada, estampado en tinta verde, aparecía un óvalo que contenía las palabras en griego: «Dimitri Goulandris, librero».

Yashim dejó escapar un resoplido.

—Pero ¡si Goulandris apenas sabía leer! No hubiera comprendido nada del libro.

—No muchos lo hubieran comprendido. Pero quizás el asesino no sabía eso. No sabía nada de Goulandris, excepto que vendía libros. Incluyendo éste.

Yashim miró el libro que tenía en sus manos.

—Me dijiste que ni siquiera era tan raro.

—Mmmm. —Palieski estaba disfrutando—. ¿Un ejemplar original de Gillius? Nunca he tropezado con ninguno. Pero tienes razón. No obstante —añadió, puntualizando—, ese ejemplar es bastante único. Por su ascendencia.

Palieski se puso las manos detrás de la cabeza y se recostó en los cojines.

—Toma un libro viejo o un cuadro viejo. De hecho, tomemos uno de los favoritos de Lefèvre, digamos una Biblia. Ilustrada. Siglo trece. Es bizantina. Probablemente hecha en Georgia. Hasta ahí llegamos… pero ¿cuál sería su historia? ¿Cómo va a aparecer en el escaparate de una tienda en Saint Germain seiscientos años más tarde?

—Lefèvre lo robaría, supongo.

—Por supuesto que ha sido robado, pero eso es indiferente —dijo Palieski—. Lo que le importa a él (y a sus clientes) es que ese libro ha pasado los últimos seiscientos años, digamos, en una biblioteca conventual en Georgia. Mejor aún, formaba parte de la propia colección personal del último emperador bizantino en Estambul, y luego fue rescatado por los georgianos después de la conquista otomana en 1453.

—Con lo que pasó a la Historia.

—Eso se llama ascendencia. Le dice a la gente que el artículo es auténtico. Quiero decir, si los monjes lo apreciaron, y se aferraron a él, debe de haber sido auténtico. Pero también, por supuesto, cuenta la historia de la pieza. Apuesto algo a que Lefèvre sabía contar historias.

—Pasa lo mismo con la Casa de Osmán. Cualquiera podía gobernar el imperio… Hasta yo. Pero sólo el sultán tiene… esa ascendencia.

—Por decirlo así… en efecto, tienes razón. —Palieski frunció el entrecejo—. Supongo que cuando nosotros, los polacos, empezamos a elegir a nuestros reyes, perdimos la noción de la historia. Luego perdimos a nuestro país —añadió con desaliento.

—Has dicho que este libro era único —dijo Yashim.

Palieski recuperó su ánimo.

—Por lo que he visto, yo diría que perteneció a Delmonico.

Yashim movió negativamente la cabeza.

—Aproximadamente cuarenta años después de que Gillius llegara a Estambul —explicó el embajador—, un italiano llamado Delmonico escribió un libro sobre la ciudad. Había sido paje en la casa del sultán… el Grand Signor. Sabía de qué estaba hablando. Pero cuarenta años más tarde, Yashim, se interesó por el volumen de Gillius, porque éste describía la ciudad como había sido.

—¿Y qué ciudad era ésa?

—La Constantinopla bizantina. —Palieski frunció el ceño—. No, eso no es totalmente cierto. Gillius está realmente escribiendo sobre tres ciudades, una encima de otra. La primera… es la Constantinopla clásica. Siglo quinto. Gillius ha conseguido un viejo libro, una descripción de la ciudad tal como se alzaba en tiempos de Justiniano. Con esto en sus manos, procede a identificar los viejos monumentos, los antiguos palacios… En ruinas, la mayoría. Material interesante.

»Pero hay otra Constantinopla que él está describiendo… Aquella por la que él se está paseando. Es la ciudad que se levantó durante los siglos intermedios… durante un millar de años de religión griega, leyes romanas e idioma griego. Por supuesto, está cambiando otra vez, ante sus propios ojos. Los otomanos se han hecho cargo. De modo que Gillius agarra a los griegos viejos que aún pueden recordar cómo era la ciudad antes de la Conquista… El nombre de una vieja iglesia, por ejemplo, que ha sido demolida o convertida en una mezquita. Él no tiene un interés especial en todo eso… Pero nosotros sí.

—Ya veo lo que quieres decir —reconoció Yashim—. ¿Y la tercera ciudad?

Palieski juntó sus manos.

—La tercera ciudad, Yashim, se está construyendo a su alrededor. Es el Estambul otomano.

Yashim cogió el libro de la cama y le dio vueltas por todos sus lados.

—Fue un tiempo de cambios, Yashim. Como hoy, supongo. Tú y yo nos fijamos en que Estambul se está haciendo más occidental cada día. Gillius observó lo contrario: la remodelación de Estambul siguiendo el estilo musulmán. En la época en que Delmonico, el italiano, llegó, el proceso, a todos los efectos, había terminado. Y ésa era la ciudad que tenemos hoy.

—Y ese hombre, Delmonico, consultó el libro de Gillius.

—Desde luego. Para saber lo que había cambiado.

—¿Cómo lo sabes?

—No me di cuenta hasta que empecé a leer… Escribió en los márgenes del texto. Utilizaba tinta marrón. Tengo el propio libro de Delmonico, y hay trozos que reconozco. Observaciones generales. Nadie más estuvo tan cerca de Estambul, escribiendo en italiano, en el período adecuado. Tiene que ser Delmonico. Y eso, Yashim, es ascendencia.

—¿Crees que Lefèvre se habría dado cuenta?

Pero Yashim conocía la respuesta ya. Lefèvre lo habría sabido inmediatamente, en el momento en que encontró el libro en la tiendecita de Goulandris. Éste no habría tenido ni idea.

—Espero que lo comprara barato —dijo Palieski.

Yashim asintió lentamente.

—Alguien escribe un libro… Gillius. Otro hombre llega y garabatea algunos pensamientos en los márgenes. Delmonico. ¿Por qué piensa Lefèvre que eso es tan importante?

Palieski levantó las manos.

—En cuanto a eso, Yashim, no tengo ni idea. Podía haberlo vendido por un poco más, supongo, exagerando la importancia de las anotaciones de Delmonico. Pero eso no iba a hacerlo rico.

Yashim se acordó del francés, con sus limpias manos y veladas amenazas.

—Estoy totalmente seguro de que Lefèvre olía dinero en ese libro. ¿Dijiste que tenías una traducción francesa?

—La encontré anoche.

Yashim bajó la mirada al libro que tenía en sus manos.

—Lefèvre murió porque se guió por algo en lo que creía —dijo—. Y tú me recordaste que él se creía todo lo que leía en los libros.

Se puso de pie.

—Sea lo que fuere, Gillius creía en ello, también. —Yashim se rascó la cabeza—. ¿Dijiste que había algo extraño en Gillius? ¿Su marcha a la guerra?

—Se fue al este con Solimán, para luchar contra los persas. Parece algo extraño, para un anticuario.

—¿Y para qué lo querría Solimán a su lado?

—Oh, en cuanto a eso, pienso que Solimán no pondría ninguna objeción a que unos extranjeros fueran testigos de sus triunfos. Deja que te traiga la edición francesa.